Un idealismo imprudente

Un comentario a la frase de don Luigi Giussani En esta página y en las siguientes algunas imágenes del ciclo de frescos conservados en el monasterio ...
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Un comentario a la frase de don Luigi Giussani

En esta página y en las siguientes algunas imágenes del ciclo de frescos conservados en el monasterio de clausura de las agustinas de los Cuatro Santos Coronados de Roma. Aquí arriba, la representación del arte Gramática

Un idealismo imprudente Jules Lebreton escribió en los años veinte dos artículos sobre Orígenes. La teología del maestro de Alejandría es «un idealismo que cree acercarse a Dios perdiendo de vista la humanidad de Cristo» por Lorenzo Cappelletti

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n el número 12 de 1922 de Recherches de science religieuse (revista que había fundado en 1910 con el padre De Grandmaison), el padre Jules Lebreton publicaba un artículo titulado Les degrés de la connaissance religieuse d’après Origène. En los años 1923 y 1924, la Revue d’histoire ecclésiastique publicaba sobre el mismo tema un amplio artículo (dividido en dos partes), igualmente del padre Lebreton, titulado Le désaccord de la foi populaire et de la théologie savante dans l’Eglise chrétienne du III siècle. Con este título, Il disaccordo tra fede popolare e teologia dotta nella Chiesa del terzo secolo, la editorial Jaca Book publicaba en 1972 traducidos al italiano los dos artículos de Lebreton, en un ágil librito de la colección “Strumenti per un lavoro teologico” (refiriendo –lo decimos sólo en el caso de una reedición– erróneamente las fechas del segundo artículo). Pese a que han pasado más de veinte años desde esta edición y más de setenta desde la publicación de los originales, la lucidez con que Lebreton lee el origenismo, poniendo de relieve su distancia del depositum fidei, es insuperable; una lección muy actual además porque mientras tanto el origenismo, desde luego, no ha desaparecido. Nos alejamos a veces de la traducción (por lo demás fiel) que Jaca Book encargó a Riccardo Mazzarol. Los números de las páginas que indicamos entre paréntesis se refieren al texto italiano editado por Jaca Book.

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1. De la filosofía a la herejía «Para los fieles sencillos, como lo era para san Clemente de Roma, el misterio de la Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, es la fe y la esperanza de los elegidos; estos ven todo en la perspectiva de la salvación y, en el centro, la cruz de Cristo, su muerte redentora, su resurrección, prenda de la suya. Estos podían decir, como les reprocha Orígenes, que no conocen más que a Jesucristo, y a Jesucristo crucificado. Los doctos ven en el mismo misterio la solución de todos los

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enigmas del mundo: ¿cómo un Dios infinitamente perfecto ha podido crear? Con su Verbo. ¿Cómo se ha hecho conocer este Dios invisible? Una vez más con su Verbo. Creación con el Verbo, revelación con el Verbo: son, no cabe duda, doctrinas auténticamente cristianas; pero en los escritores anteriores estás doctrinas están consideradas sobre todo en sus relaciones con el dogma de la salvación: si Dios ha creado el mundo es para su Iglesia, es para sus santos; estas consideraciones son aquí [en los alejandrinos] menos evidentes, lo que resalta en primer plano es el problema filosófico que preocupaba a todos los pensadores. [...] Llevados al terreno de los filósofos, los teólogos cristianos sufren su influjo: describen la generación del Verbo de Dios en función del problema cosmológico: para crear el mundo, Dios, que desde la eternidad tiene en sí a su Verbo, lo profiere al exterior» (pp. 42-43).

2. La humanidad de Jesucristo Por tanto, no se pone de relieve como lugar de la salvación la carne que el Hijo ha tomado de María y que ella ha parido, sino que es funcional para resolver un problema filosófico. «“Puesto que estamos apremiados”, dice Orígenes, “por una virtud celestial y más que celestial a adorar únicamente a nuestro Creador, descuidemos la enseñanza de los comienzos de Cristo, es decir, la enseñanza elemental, y elevémonos hacia la perfección, para que la sabiduría que se ha manifestado a los perfectos se manifieste también a nosotros” (cf. Periarchon 4,1,7). Esta virtud “celestial” es la que nos permite superar la enseñanza elemental, para alcanzar las realidades intangibles, el mundo “celestial”» (pp. 97-98). Lebreton señala inmediatamente: «No cabe duda de que se trata de una concepción muy falsa y peligrosa de la encarnación del Hijo de Dios y de su abajamiento; pero este error es intrínseco al origenismo, un idealismo imprudente que cree acercarse a Dios perdiendo de vista la humanidad de Cristo» (89). ¡Atención! En Orígenes el cristianismo espiritual no excluye al corporal, ¬ 30DIAS

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San Pedro a hombros de la personificación de la virtud de la caridad, que pone su pie sobre el vicio del odio representado por Nerón

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el cristianismo secreto no excluye al manifiesto, El Evangelio eterno no excluye al Evangelio tal y como lo entiende los cristianos sencillos. Lebreton escribe incluso que para Orígenes «la fe sencilla, que tiene por objeto central a Jesucristo crucificado, es sin duda un conocimiento saludable, pero es un conocimiento elemental, como la leche para los niños; la misericordia de Dios la propone, a falta de algo mejor, a aquellos que son demasiados débiles para poder elevarse más a “conocer a Dios en la sabiduría de Dios”. No ha de sorprendernos, pues, ver a Orígenes (cf. Contra Celsum 3, 79) defendiendo esta fe de los sencillos, afirmando que no es la mejor en absoluto, pero es la mejor posible vista la enfermedad de aquellos a los que ha de proponerse» (p. 73). Pero precisamente esta motivación, aducida en defensa de la fe de los sencillos, la vacía. Lebreton cita lo que escribe Orígenes en el Comentario a Juan: «Escribe Orígenes: “El evangelio que los sencillos creen comprender contiene la sombra de los misterios del Cristo. Pero el evangelio eterno, del que habla Juan, y que llamaremos propiamente evangelio espiritual, presenta claramente, para todos los que comprenden todo lo que concierne al Hijo de Dios, tanto los misterios que sus discursos dejan entrever, como las realidades de las cuales sus acciones eran los símbolos. [...] Pedro y Pablo, que primero eran manifiestamente judíos y circuncisos, recibieron luego de Jesús la gracia de serlo en secreto. Eran visiblemente judíos para la salvación de la masa; no sólo lo confesaban con sus palabras, sino que lo manifestaban con sus actos. Dígase lo mismo de su cristianismo. Y así como Pablo no puede socorrer a los judíos según la carne, si, cuando la razón lo requiere, no circuncida a Timoteo, y si, cuando es el momento, no se corta el pelo y no hace la ofrenda, en una palabra si no se hace judío con los judíos para conquistar a los judíos, del mismo modo aquel que se dedica a la salvación de muchos [Orígenes habla de sí mismo] no puede socorrer eficazmente con el cristianismo secreto a aquellos que aún están ligados a los elementos del

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cristianismo manifiesto, hacerlos mejores y hacerles llegar a lo más perfecto y más elevado. Por tanto es necesario que el cristianismo sea espiritual y corporal; y cuando hay que anunciar el Evangelio corporal, y decir en medio de aquellos que son carnales que no se conoce nada más que a Jesucristo y a Jesucristo crucificado, hay que hacerlo. Pero cuando los hallamos perfeccionados por el Espíritu, siendo portadores de su fruto y enamorados de la sabiduría celestial, es preciso comunicarles el discurso que se eleva desde la encarnación hasta lo que estaba con Dios”» (pp. 77-78).

3. La tradición secreta La tradición única de la Iglesia, de la que habla Ireneo y que está confiada ante todo a la custodia del obispo de Roma, se divide inevitablemente, si seguimos a Orígenes, en una doble tradición. «Por un lado la Iglesia visible, que muestra, como en Ireneo o Tertuliano, la sucesión episcopal que la une a través de los apóstoles a Cristo; por el otro una élite, conocida solo por Dios, oculta a los ojos de los hombres, que se remite también ella a una tradición apostólica confidencial, secreta y transmitida clandestinamente» (p. 94). Si ahondamos en la cuestión no sólo descubrimos que las tradiciones son dos, una exotérica (pública, es decir, católica), la otra, la que vale, esotérica (secreta, es decir, gnóstica), sino también que no trasmiten el mismo depositum. Ni respecto al objeto: «La enseñanza reservada a los sencillos es la de la moral; la revelación de los misterios, especialmente el de la Trinidad, es el secreto de los perfectos. [...] Las dos enseñanzas, una propuesta a la masa, la otra reservada a los perfectos, se distinguen por su objeto: para unos la imposición de los preceptos morales, para otros la revelación de los secretos divinos. [...] Orígenes contrapone a menudo el conocimiento de la humanidad de Cristo con el de su divinidad: a los carnales no se les puede ¬

San Pablo a hombros de la personificación de la virtud de la concordia , que pone su pie sobre el vicio de la discordia representado probablemente por Arrio

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predicar más que aJesucristo crucificado, pero a los que están enamorados de la sabiduría celestial les será revelado el Verbo que está con Dios. [...] Pone en primer plano a los “que participan en el Logos que existía en el principio, que estaba con Dios, el Logos Dios”; luego a los “que conocen sólo a Jesucristo y a Jesucristo crucificado, pensando que el Logos hecho carne es todo el Logos; estos solo conocen al Cristo según la carne: y es la masa de los que son llamados creyentes”» (pp. 79-80). Ni respecto al método. Las verdades, diversas en cuanto al objeto, lo son también respecto al método de conocimiento: «Unos creen, otros conocen; los primeros hacen referencia a una autoridad superior garantizada por los milagros y su fe es frágil; los segundos contemplan las verdades religiosas a las que se adhieren y su adhesión es estable» (p. 81). Es más, se puede incluso llegar a decir que en la tradición pública no se transmite ninguna verdad, sino solo piadosas mentiras: «¿Son por lo menos verdades en sentido estricto las verdades elementales que se enseñan al pueblo de los sencillos? Orígenes lo afirma muy a menudo y por esto se contrapone a los gnósticos, pero encontramos también alguna página inquietante donde la enseñanza elemental es descrita como una mentira saludable: Dios engaña al alma para formarla» (p. 95). En resumen, en la relación subordinada de las verdades elementales a las verdades más elevadas, las primeras acaban por ser patrañas. En las homilías sobre el profeta Jeremías, Orígenes compara el obrar de Dios con la educación que los mayores dan a los niños. Según Orígenes: «Los engañamos con espantajos que primero son necesarios, pero cuya vanidad luego ellos reconocen» (p. 99).

4. Roma, custodia de la fe Lebreton pone de manifiesto que desde el principio Roma resistió a esta contaminación de la fe. Describe la contraposición de Hipólito con70

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tra Ceferino y luego contra Calixto (de la que surgió a principios del siglo III el primer cisma en la sede romana) como contraposición de una fe docta contra una fe sencilla. Lebreton recuerda que en los Philosophoumena Hipólito pone en boca de sus enemigos expresiones que según sus intenciones deberían resultar descalificadoras: «Ceferino repite: “No conozco más que a un Dios Jesucristo, y, fuera de él, a ningún Dios que haya sufrido”; y otras veces: “No fue el Padre el que murió, sino el Hijo”. Confirma estos pasajes el conjunto del tratado: Hipólito es un teólogo, orgulloso de su ciencia, gran lector de filósofos griegos, que denuncia como padres de todas las herejías [también esta inflexible condena de la herejía a partir no de la sencillez de la tradición eclesial, sino de la cultura –permítasenos señalarlo– es muy instructiva: será la misma en Orígenes y en otros muchos que se desviarán de la fe]. Nos presenta a sus adversarios: Ceferino, un espíritu limitado, Calixto, un intrigante, sus seguidores, inteligencias vulgares y voluntades sórdidas » (p. 9). Orígenes no fue ajeno a esta contraposición cismática contra los obispos legítimos de Roma. En efecto, Orígenes llegó a Roma justo en los años en que era obispo Ceferino (199217) y, al parecer, se adhirió al cisma de Hipólito. Fue precisamente por esto por lo que unos años después, en el 230, cuando su obispo de Alejandría deponga a Orígenes, el papa Ponciano convocará inmediatamente en Roma un sínodo para aprobar esa decisión, condenando él también a Orígenes. Lo que no hicieron muchos otros obispos de Arabia, Palestina, Capadocia. Pasan unos años y con respecto a un discípulo de Orígenes, Dionisio, elegido obispo de Alejandría en 247, el entonces obispo de Roma (también se llamaba Dionisio) interviene denunciando sus tesis peligrosas. Escribe Lebreton: «Frente a estas tesis la postura que toma Dionisio de Roma y su concilio es la postura tradicional de la Iglesia de Roma. [...] Aquí, como en los otros documentos romanos, lo que se lee es la expresión auténtica de la fe: ninguna especulación teológica, ninguna sutileza dialéctica, poca erudición

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San Lorenzo a hombros de la personificación de la virtud de la liberalidad, que pone su pie sobre el vicio de la avaricia representado por Judas

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escriturística, sino la declaración categórica de la fe profesada por la Iglesia. Dionisio de Roma también como persona era un hombre de gran valor: da testimonio de ello Dionisio de Alejandría y también san Basilio hace un gran elogio de él, pero aquí no es el erudito ni el teólogo quien habla, es el Papa. No se complace de su parte en las especulaciones teológicas y se preocupa poco de las de los demás. Se ha señalado que sus argumentos no tienen en cuenta las sutiles distinciones alejandrinas sobre las tres personas o sobre el doble estado del Logos. Se preocupa solo de las conclusiones más evidentes, ya sea que hayan sido formuladas por los mismos autores de estas doctrinas, ya sea que le parezcan que han nacido espontáneamente; y dado que estas conclusiones son un peligro para la fe las rechaza, y rechaza también la teología que las ha producido. La carta de Dionisio de Alejandría, pese a sus imprudencias y torpeza, estaba ciertamente muy lejos de las enseñanzas de Arrio; pero la carta de Dionisio de Roma lleva ya el acento de Nicea: la misma preocupación por la unidad divina, la misma firmeza soberana y categórica en la definición de la fe. Esta barrera insuperable, contra la que sesenta años más tarde se hará añicos la herejía, es la que desde entonces pone cortapisas a una teología aventurera. Los fragmentos de Dionisio de Alejandría, ya lo hemos señalado, tienen un carácter muy diferente respecto a la carta de Dionisio de Roma: no es un juez de la fe, sino un exegeta, y sobre todo un metafísico enamorado de sus bellas especulaciones. Se complace aún en esta Apologia destinada totalmente a poner de manifiesto su ortodoxia, y de la que conocemos la mayor parte de los fragmentos gracias a san Anastasio, que los eligió con respeto y cuidado. Pero, si a pesar de la solicitud del propio escritor y de su defensor, su pensamiento nos parece mucho menos firme y exacto que el pensamiento del obispo de Roma, concluiremos que su especulación era para él una guía menos segura que la fe común para Dionisio de Roma» (pp. 35-36). q

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