Los Libros de Erigiend

III

El destino de Ilmatar

“Un sueño soñaba anoche”.

Dedicado a mi madre, A Wentworth Miller, a quien regalo a Médor, Y a todos los que han hecho posible una nueva aventura.

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Introducción. Los Libros de Erigiend I: Valyrzon en busca del Malored. Considerado como el Libro Primigenio, narra el viaje de Siel Valyrzon de Unax, Intelyon de Gatha, Hanzui de Joke, Deh-Jilon de Sagor y el bikarnio Beawinhor (un caballo alado capaz de hablar) a la Tierra Blanca de Agantyan, buscando una piedra mágica llamada Malored para devolvérsela al dios Odeon. Enfrentan a los Thenagon, fantasmas plateados y malignos, cuyo rey, llamado Angel, deseaba poseer el Malored. Cien años después de la búsqueda, Valyrzon viaja en el tiempo con el Malored a la época actual, en la que conoce a una joven llamada Mila Kotka y a su padre Ivan. Les cuenta su historia, ellos la aceptan y lo alojan en su hogar; Valyrzon y Mila se convierten en grandes amigos. Los Libros de Erigiend II: El Fuego Sagrado. El Libro Primero relata el cumplimiento de una misión encomendada por el dios Odeon a Valyrzon, la cual consistía en encontrar una antorcha que guardaba fuego divino, con el fin de evitar que cayera en las manos del enemigo. Éste, posteriormente, conquistó la Tierra al mando de los temibles habitantes del mundo Naorbatus, y fue enfrentado por Valyrzon y los rebeldes, luego de lo cual la Tierra regresó a la normalidad. Los Libros de Erigiend III: El destino de Ilmatar. El Libro Segundo continúa las historias vividas por Siel Valyrzon de Unax, Hanzui de Joke, Mila Kotka y Arghant de Nartros (un antiguo esclavo de los Thenagon), quienes, en esta oportunidad, deben luchar contra el Imperio Thenagon, liderado por el Emperador Seol, y liberar a la Tierra y otros mundos del tormento que les ha provocado.

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Capítulo 1: Apariciones inesperadas. Un silencio sepulcral reinaba en el salón del trono, colmado de personas. Todos los presentes observaban atentamente, apostados ordenadamente a ambos lados del espacio que llevaba al magno trono de la reina Jelan, quien miraba acercarse a ella, con paso solemne, a un joven de no más de diecinueve años. Vestía un espléndido atavío de terciopelo azul, sobre el cual llevaba una armadura plateada, y en su pechera un signo blanco (una especie de antorcha delgada, cuya llama era en realidad un cuarto de luna, acompañado por una pequeña estrella): el signo de Sadornia. Tras él caminaban un muchacho de la misma edad, de tez oscura, y un hombre de unos treinta y seis años, de cabello castaño y ojos profundamente azules. Ambos vestían igual que el primer joven. En cuanto llegaron ante el trono, se colocaron uno junto al otro y se pusieron de rodillas, con la cabeza inclinada. La reina Jelan se levantó, tomó la fina espada de plata que un sirviente le ofrecía en una almohadilla púrpura, y la colocó sobre el hombro derecho del primer joven. -Siel Valyrzon de Unax –dijo-, yo, majestad Jelan de Joke, en el día sexto del tercer mes de Ongit, frente al pueblo de Sadornia, te nombro Caballero de la Compañía de Yelmo Gris, esperando que cumplas tu juramento con fidelidad y honor, y sirvas hasta el último momento al noble y milenario reino de Sadornia. ¿Aceptas y prometes? -Acepto y prometo, mi señora –contestó Valyrzon. La reina asintió, retiró la espada y la colocó en el hombro derecho del muchacho negro. Repitió sus palabras, y Hanzui de Joke imitó a Valyrzon. Una vez que hubiera sucedido lo mismo con el tercer hombre, llamado Arghant de Nartros, la reina Jelan devolvió la espada al sirviente y miró a la multitud. -Sadornios –dijo-, aclamad a los primeros miembros de la Compañía de Yelmo Gris, una orden que, con fortuna, sabrá defendernos hasta el final en los peores momentos. La multitud estalló en aplausos, y Valyrzon, Hanzui y Arghant se pusieron de pie. Uno a uno, así como habían entrado al salón, salieron; atravesaron el palacio, atestado de gente, sin contestar los saludos y las felicitaciones que les dirigían, pues eso formaba parte de la ceremonia. Una vez que estuvieron fuera, bajaron la escalinata cuidándose de no resbalar (pues nevaba copiosamente), y cruzaron el extenso jardín del palacio de Angeth, también poblado de sadornios. Al llegar a la muralla de piedra gris que rodeaba al jardín, pasaron a través del arco por el cual se accedía al recinto, y entonces desenvainaron sus espadas. La gente se acercó para observar el acto final, que consistía en hundir las espadas en la tierra hasta que sólo se vieran las empuñaduras, ante la vista de la reina Jelan, que había ido tras ellos. -Sadornia, mi pueblo, mi país, mi valor –dijeron Valyrzon, Hanzui y Arghant al mismo tiempo, y sus armas descendieron con velocidad. Esperaron unos segundos, y luego los tres amigos quitaron las espadas de la tierra y las guardaron. Miraron a la reina Jelan, y ésta dio por terminada la ceremonia, de manera que todos reiteraron sus felicitaciones y saludos, y esta vez Valyrzon, Hanzui y Arghant respondieron amablemente. Poco a poco, los sadornios se dispersaron, la reina Jelan se despidió y regresó al palacio, y el día volvió a la normalidad. Como no tenían nada que hacer por el resto de aquella jornada, Valyrzon, Hanzui y Arghant decidieron ir a la costa de la isla de Sador y permanecer allí durante un tiempo. El mar estaba calmo y lucía un color azul pálido; el cielo, nublado y grisáceo, despedía copos de nieve continuamente, y éstos caían al suelo arenoso de Sadornia cubriéndolo como un suave manto de perlas. Valyrzon, Hanzui y Arghant caminaron durante unos minutos por la orilla, y luego se sentaron en unas rocas que había en las afueras de una gruta. -Ojalá Mila y su padre hubieran estado con nosotros –dijo Valyrzon, observando las aguas. -¿Cuándo fue la última vez que vinieron? –preguntó Hanzui. -Fue sólo ella, tres meses después de su cumpleaños –respondió Valyrzon-. No había transcurrido el mismo tiempo aquí, raramente. Ya debe haber cumplido diecisiete. Cómo pasa el tiempo, ¿verdad? -Así es –coincidió Arghant-. Todo lo que sucedió en torno a la búsqueda del Fuego Sagrado fue hace dos años. Han ocurrido muchas cosas desde entonces. –Suspiró, casi inconscientemente. Hanzui lo miró. -Pareces triste –le dijo-. ¿Qué te pasa? -Nada –mintió Arghant. -Vamos, puedes decírnoslo –aseguró Valyrzon-. Aunque creo que sé de qué se trata. -No, no lo sabes –repuso Arghant-. Nadie puede saberlo.

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-Regresará –afirmó Valyrzon-. Prometió hacerlo. Y sabes que adora lo suficiente este tiempo y a sus habitantes como para hacerlo. Arghant no respondió. Valyrzon volvió a observar el océano, y vio, sin saber cómo ni por qué, un barco completamente negro, al cual reconoció como uno de los utilizados por los naorbatian, los malignos habitantes del mundo llamado Naorbatus. Se puso de pie, sobresaltado, pero cuando parpadeó el barco ya no estaba allí. No podía ser; había sido tan real... -¿Tú también lo viste? –preguntó Hanzui-. Creía que yo era el único demente. -¿Viste el barco naorbatian? –quiso saber Valyrzon, sentándose nuevamente. -Hace mucho tiempo que los veo –confirmó Hanzui-. He pensado que eran alucinaciones, provocadas por los recuerdos de la invasión, pero luego no creí que fuera así. Son demasiado reales. -Yo también los he visto –dijo Arghant-. Uno, dos o una flota entera. Pero al momento siguiente no están, y entonces no sé qué creer. -¿No saben si a alguien más le sucede esto? –inquirió Valyrzon-. Quizás debamos comenzar a preocuparnos. Me refiero a que, si los naorbatian deciden invadir otra vez la Tierra, tenemos que estar mejor defendidos. -No es probable que quieran hacerlo otra vez –opinó Arghant-. Están bien encerrados en el Naorbatus; no sé cómo podrían encontrar una forma de salir de allí. Además, en caso de que la hallaran, saben que tenemos el Fuego Sagrado. No serán tan idiotas como para exponerse nuevamente a la misma arma que los venció una vez. Hanzui asintió, pero Valyrzon no contestó. Los argumentos que Arghant exponía eran válidos, pero aún así le preocupaba que Dantalyon de Ookran, el señor del Naorbatus, hubiese conseguido salir de ese terrible mundo y estuviera preparando a sus ejércitos, en esos mismos momentos, para comenzar una nueva conquista. Tal vez había ideado un arma, o un objeto que funcionara como una llave mágica, o podía haber recibido ayuda del dios Malef para hacer cualquiera de las dos cosas. Era una idea aterrorizante, pues obviamente nadie querría volver a enfrentar a esos seres, aún teniendo la ayuda del Fuego Sagrado y del Malored. Unas horas después, aburridos, los tres amigos se levantaron y regresaron a Angeth. La Casa de Sabiduría de la ciudad estaba abierta, y en ese momento un grupo de alumnos se hallaba en un jardín interior practicando esgrima. Hanzui y Arghant decidieron observar la clase, pero Valyrzon, a quien le pareció que seguiría aburriéndose, se dirigió a la antigua biblioteca de la Casa, un sitio al que siempre le agradaba ir debido a la gran cantidad de libros que guardaba. Valyrzon escogió un libro particularmente grande y grueso, en el que se narraba el primer siglo de la historia de Sadornia (el reino tenía mil doscientos años de antigüedad), y se sentó en un rincón apartado, junto a una ventana. Cerca de él, rodeada de libros y mapas, se encontraba una joven de tez negra y cabello ondulado, cuyos hermosos ojos color miel solían hacer que Valyrzon se sintiera extraño. Cuando el muchacho se sentó, la miró de reojo, y ella le devolvió la mirada con una sonrisa. Afortunadamente, la chica dirigió nuevamente su vista al libro que leía, y de esa forma no pudo ver el rubor insensato que se extendió por el rostro de Valyrzon. Poco a poco, a medida que el día avanzaba, la escasa luz solar que entraba por las amplias ventanas de la biblioteca comenzó a menguar. Unos minutos después del mediodía, Valyrzon miró por la ventana que había a su lado, y se sorprendió al ver que las nubes que cubrían el cielo ya no eran grises, sino completamente negras, de un color tan profundo que decididamente producía miedo. Valyrzon recordó de inmediato a los barcos naorbatian que estaban y no estaban en el mar, y sin saber por qué le pareció que había alguna siniestra relación entre aquellas visiones y el cambio en el ambiente. “Algo malo sucederá”, pensó sin querer. -¿Lo habías visto así alguna vez? –preguntó una voz. Valyrzon se volvió; la joven lectora se acercaba a él, mirando también el cielo a través de la ventana.-Nunca lo vi tan oscuro. Dicen que cuando el cielo es negro, augura malas noticias. -Es probable –asintió Valyrzon-. Cualquier cosa puede suceder. Volví a ver a los Thenagon cuando pensé que los había destruido para siempre, y por la mañana mis amigos y yo vimos en el mar una embarcación naorbatian que no podía estar allí. De hecho, al momento siguiente desapareció. -Entonces, ¿tú también las has visto? –dijo la muchacha-. No sé si eso debe tranquilizarme o atemorizarme más aún. Hace meses que veo barcos cuando estoy en un lugar desde el cual se observa la costa, y hasta he visto volar a una criatura cuya raza, según creo, se llama fagonda. Pero un instante después todo desaparece, y pienso que me he vuelto loca. -No es posible que cuatro personas distintas tengan las mismas visiones –dijo Valyrzon-. Está ocurriendo algo y no sabemos qué es.

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-¡Quizás sí! –exclamó una voz. Valyrzon y la chica miraron hacia la puerta de la biblioteca, y vieron entrar apresuradamente a Hanzui y Arghant. Los dos hombres llegaron junto a Valyrzon y la muchacha y se detuvieron, jadeando. Valyrzon se alarmó ante la expresión de pánico del rostro de Hanzui, y le preguntó qué sucedía. -Estamos perdidos, eso es lo que sucede –contestó Hanzui-. De nada valdrán todos los guerreros de la Compañía de Yelmo Gris, ni todos los ejércitos y bestias de la Tierra, cuando llegue lo que viene en camino. Moriremos sin poder siquiera pelear. Valyrzon tragó saliva. Si Hanzui había tenido una visión que reflejaba lo que acababa de decir, de seguro estaban mortalmente condenados. Todas las visiones que el muchacho (de ciento diecinueve años, al igual que Valyrzon) tenía se cumplían, incluso las que eran extremadamente terribles e indeseables. -Eso suena espantoso –dijo la joven lectora, mirando a Hanzui con preocupación-. Pero, ¿cómo sabes qué es lo que sucederá? -Lo he visto –respondió Hanzui-. He visto lo que harán. Tenías razón, Valyrzon. Ellos regresarán. -¿Ellos? –repitió Valyrzon-. ¿Los naorbatian? -Naorbatian, Thenagon que continúan vivos, pero en otros tiempos, y todo tipo de seres inimaginables –explicó Hanzui-. Vendrán juntos, con un único líder, y arrasarán con la Tierra. No quedará nada de lo que conocemos ahora, pues edificarán un imperio a su propia imagen, y quienes sobrevivan serán sus esclavos. Nuestra Tierra será destruida. Cuando Hanzui acabó de contar lo que había visto, lo que inevitablemente sucedería, todos quedaron en silencio. Estaban asombrados, y tristes, porque sabían que aquello era verdad, sabían que en algún momento acontecería y no podrían hacer nada por evitarlo. Ni siquiera en ese momento supieron qué hacer; Valyrzon no quería resignarse a que simplemente ocurriera, pero comprendía que era muy posible que, si peleaba, sólo lograra morir antes. -¿No podemos utilizar el Fuego Sagrado? –preguntó la joven lectora en voz baja. -Discúlpame, ¿tú quien eres? –quiso saber Arghant, mirándola. -Oh, lo siento, no me presenté –se disculpó ella-. Mi nombre es Benazir. No es necesario que me digan sus nombres; los conozco de sobra. Son mis héroes. Valyrzon, Hanzui y Arghant se miraron, confundidos. -¿Tus héroes? –dijo Arghant-. Creo que te estás confundiendo. Sólo somos guerreros. -Ustedes, y su amiga Mila, fueron los únicos valientes que se atrevieron a enfrentar a los vastos ejércitos naorbatian durante la guerra, y los vencieron –dijo Benazir-. Todos lo saben. Realmente admiro mucho el gran coraje que poseen, y estoy segura de que si quisieran pelear contra los enemigos que vienen, los vencerían. -Siento decepcionarte, pero sé con certeza que no habrá forma –repuso Hanzui-. Tampoco usando el Fuego Sagrado, ni el Malored. -Creía que eran las armas más… -comenzó Benazir, pero lo que sucedió a continuación no le permitió terminar. Se produjo un brevísimo silencio, y al momento siguiente, hubo un estruendo tan impresionante que Valyrzon, Hanzui, Arghant y Benazir creyeron, de alguna forma absurda, que la Tierra había explotado. Era algo similar: los cuatro se agacharon justo a tiempo para evitar que sus cabezas fueran arrancadas y llevadas lejos de allí al igual que el resto de la parte superior de la biblioteca. Valyrzon se incorporó de inmediato, y automáticamente desenvainó su espada. Miraron a su alrededor, y vieron que el techo y buena parte de las paredes del salón habían sido quitadas, aparentemente por la embestida de una bestia que ahora se alejaba de allí, cabalgada por un Thenagon. -¡Una fagonda! –exclamó Benazir, observándola-. ¡Fue eso lo que vi una vez! -Ay, no –dijo Hanzui-. Miren. Los demás se volvieron hacia la ciudad. La Casa de Sabiduría, en la que se hallaba la biblioteca, estaba en una de las colinas que circundaban Angeth, por lo cual desde allí se veía todo lo que ocurría en la ciudad. Y lo que ocurría en ella no era precisamente agradable: la misma horrible imagen que habían vislumbrado durante la guerra contra los naorbatian, poco antes de que Angeth fuese destruida, estaba ahora ante ellos, como un recuerdo demasiado real y terrorífico. Valyrzon tuvo una sensación desagradable, supo, de alguna forma, que ya no había nada que hacer, que sus peores pesadillas se encontraban ahora ante él, y que no había manera de escapar. -También están en el océano –dijo Benazir-, y en tierra. Están en todos lados. -Ya han venido –dijo Hanzui.

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-¿Cómo es posible? –preguntó Arghant-. ¿Cómo pudieron salir del Naorbatus? -No me lo explico –contestó Hanzui-, pero no creo que podamos averiguar nada ya. -No nos resignaremos a vivir bajo el dominio de nadie –afirmó Valyrzon-. Tenemos que pelear. Reuniremos a todos los ejércitos del mundo, tomaremos el Fuego Sagrado y… No pudo seguir. En el centro de Angeth se originó un resplandor negro, el cual creció con rapidez, extendiéndose por la ciudad y los alrededores, llegando a las colinas y a la Casa de Sabiduría… y estallando.

Dos mil ciento veintiocho años después, en una profunda cantera rodeada por una extensa y tupida selva tropical, cientos de personas trabajaban arduamente sacando montones de una piedra roja especialmente dura. Estaba anocheciendo, llovía a cántaros y hacía mucho frío, pero eso no parecía importarles en absoluto a los corpulentos Thenagon que caminaban entre los trabajadores, supervisando sus tareas con la ayuda de unas toscas lámparas de madera. Si encontraban alguien que se había detenido, no dudaban en castigarlo severamente, incluso con la muerte. Entre todos aquellos esclavos, un muchacho que no aparentaba tener más de veinticinco años, ataviado con una vestimenta rudimentaria y una vieja capa, observaba atentamente a los Thenagon vigilantes, sin dejar de picar en la pared. Cuánto deseaba utilizar la herramienta que tenía en las manos para algo muy distinto a sacar piedras; había visto tantas veces en su vida cómo aquellos repugnantes y despreciables espectros plateados mataban a personas cercanas a él, y luego lo amenazaban con asesinarlo si no callaba, si no trabajaba, si no se sometía interminablemente a la voluntad del Imperio. Y él, sólo para mantenerse con vida, aunque casi no sabía por qué debía hacerlo, obedecía, y seguía sirviéndoles, sabiendo con certeza que los Thenagon lo odiaban más que a todos los demás esclavos juntos. Uno de los Thenagon llegó al sitio donde el muchacho trabajaba, y él apretó los dientes mientras golpeaba la pared con la herramienta. Estaba cansado; había trabajado durante todo el día, desde el alba, y apenas había comido una piltrafa de fruta que al fin de cuentas era lo mismo que beber un sorbo de agua. La lluvia y el cansancio lo agobiaban, pero continuó; y cuanto más lo vigilaba el Thenagon, más odio sentía, y más fuertemente picaba la pared. -Ten cuidado, esclavo –dijo el Thenagon en su lengua-, o creeré que quieres rebelarte otra vez. Ya sabes que te irá mal, como en las otras ocasiones. -Descuida –repuso el joven-, la próxima vez me prepararé mejor. -No me amenaces si no sabes qué hacer luego –replicó el Thenagon-. Por alguna razón absurda, mi señor quiere conservarte con vida, pero al final de cuentas no sé si le obedeceré tan ciegamente, de modo que mantente en alerta. El Thenagon siguió su camino, y el muchacho lo siguió con la mirada. Mientras hablaba con el Thenagon no se había detenido, pero después pagó el breve momento de distracción con un fuerte golpe propinado por el segundo vigilante. Algunos de los esclavos se volvieron hacia el joven cuando vieron que chocaba contra la pared de la cantera y caía al suelo; la sangre comenzó a manar de su nariz, y el Thenagon les gritó a los demás que continuaran trabajando. El muchacho se incorporó, dolorido, y el Thenagon lo escupió antes de seguir a su compañero. -¿Estás bien? –preguntó un niño de diez años que trabajaba junto al joven. -Creo que sí, gracias –contestó él, tomando su herramienta y continuando. -¡Silencio! –exclamó uno de los Thenagon, volviéndose-. ¡Sigan con su trabajo, esclavos! ¡Saben que sólo están aquí por eso! Nadie habló. El sonido de las herramientas picando piedras, y de la lluvia cayendo sobre la cantera y la selva fue lo único que se oyó entonces, de modo que los dos Thenagon salieron de allí y entraron a su puesto de vigilancia, al borde de la hondonada. El joven, mientras trabajaba, limpió como pudo la sangre que manaba profusamente de su nariz, y se prometió que, en cuanto pudiera, organizaría un levantamiento tan poderoso que no habría forma de detenerlo, y vencerían de una vez por todas al maldito Imperio Thenagon. Un par de horas después, cuando ya todos estaban mucho más agotados y entumecidos, y no podían ver nada en absoluto, decidieron detenerse aunque sólo fuera por unos minutos. Podían descansar mientras los Thenagon no advirtieran que se habían detenido; ellos tampoco podían ver lo que sucedía en la hondonada desde su puesto, así que dejaron las herramientas en el lodoso suelo de la cantera y se sentaron junto a ellas. El muchacho se dejó caer contra la pared; estaba debilitándose, pues la sangre no cesaba de fluir, y a falta de buenas condiciones de trabajo afectaba también el estado del desgraciado esclavo. En ese momento recordó a su

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padre, del que sólo conservaba un recuerdo, y deseó volver a verle, y estar también con su madre, una mujer hermosa y cuya mirada era tierna y dulce como la miel. Cerró los ojos. Si hubiera una manera, cualquiera… Si pudiera regresar en el tiempo, y evitar todo eso, evitar que los naorbatian, los Thenagon, los Sengrul y demás llegaran desde el Naorbatus y otros mundos para conquistar la Tierra y fundar el Imperio Thenagon, hacía tantos años… Él ni siquiera había nacido entonces; sus padres apenas se conocían. Ellos, y dos amigos de su padre, habían sobrevivido milagrosamente a la horrible explosión que había barrido a Sadornia y buena parte de los territorios aledaños de la faz del mundo. Luego habían escapado de las garras de los enemigos; vivían huyendo, escondiéndose, sin poder hacer absolutamente nada al principio, pero luego comenzando a reclutar a todo ser interesado en desterrar a los invasores indeseables del mundo en que ellos vivían. Cuatro años después de la Llegada, como le llamaban al regreso de las razas más malignas que habían existido jamás, había nacido él, y desde los cuatro años se había convertido en esclavo de los Thenagon. Cuánto odio albergaba su corazón, cuántas veces había deseado destrozarlos con sus propias manos, después del sufrimiento que le habían ocasionado durante más de dos milenios a cada habitante de la Tierra… Un resplandor repentino hizo que el muchacho abriera los ojos, creyendo que se debía a las lámparas que portaban los vigilantes Thenagon. Todos se incorporaron al ver aquella luz blanca e intensa que había surgido de la nada, y la observaron hasta que, poco después, desapareció, dejando vislumbrar una figura menuda y delgada. El muchacho aguzó la vista, pero aún así no logró averiguar quién era el desconocido. Entonces éste, o mejor dicho, ésta, dijo: -¡Vaya, pero si aquí está bien oscuro! –La luz blanca regresó, pero con menor intensidad, como si sólo se tratara de una pequeña lamparita. Los esclavos vieron entonces que la figura era una muchacha ataviada con ropas completamente extrañas; tenía el cabello largo, castaño y atado con una cinta blanca, formando un peinado muy raro; unos ojos marrones y sorprendidos contrastaban con una tez muy pálida. -Oigan, ¿entienden mi lengua? –preguntó Mila Kotka-. No tengo idea de a dónde he venido a parar. Creí que el Malored me llevaría a la época de mi querido amigo, pero últimamente no ha funcionado, así que… -¡Intrusa! –exclamó un Thenagon, acercándose seguido por su compañero. Mila se volvió. -Ay, ¿ustedes aquí? –dijo Mila-. Qué raro. Debo estar en una época muy… -¡Cállate! –ordenó el Thenagon, deteniéndose frente a Mila. El espectro era mucho más alto que la muchacha, quien, ante la imponencia del ser, se inclinó un poco hacia atrás. -Escúchame, no pretendo hacerles daño –dijo Mila-. Sólo vine a buscar a un par de amigos… -¡Aquí sólo trabajarás o morirás! –le espetó el Thenagon. -Déjala en paz –dijo el joven esclavo, acercándose a Mila. La chica lo miró, y algo en él debió sorprenderla, porque abrió los ojos y la boca. -Tú no eres más que un esclavo –repuso el Thenagon-. No eres nadie, ni tienes por qué decirme qué hacer. -¿Sabes qué? –dijo el muchacho, desafiante-. No comparto la misma opinión. El Thenagon desenvainó su espada, pero el esclavo fue más veloz. Le quitó el Malored a Mila, la empujó hacia atrás para no dañarla y asió el Malored como Valyrzon siempre lo hacía. Un potente rayo de luz salió de la Piedra Divina, golpeó a los dos Thenagon y los arrojó lejos de allí; se levantaron de inmediato y regresaron al ataque, pero el muchacho ya no tenía fuerzas, y bajó la mano que sostenía el Malored. Esta vez fue Mila quien le quitó el Malored, lo sostuvo en alto y lo aferró. Una nueva luz, mucho más poderosa que la anterior, envolvió a todos los esclavos como un escudo, y la intensidad creció hasta que, justo cuando los Thenagon llegaban ante ellos, todos desaparecieron. Los espectros se detuvieron y observaron a su alrededor, pero ya era tarde. La cantera había quedado completamente vacía. El muchacho parpadeó y abrió los ojos. Mila estaba arrodillada a su lado, mirándolo y cubriéndole el rostro de la lluvia. No tenía ningún deseo de levantarse, pero de todas maneras debía hacerlo, porque era probable que debieran seguir huyendo. Se sentó y miró a su alrededor; parecían haber llegado a un bosque, en algún punto impreciso y quizás lejano. Hacía frío y llovía, pero decididamente no estaban en la cantera ni en ningún sitio cercano. -Hola, ¿hablas sadornio? –preguntó Mila en finlandés-. Perdóname. ¿Hablas sadornio? –repitió, en esa lengua. -Ya te había entendido –dijo el joven-. Sí, hablo sadornio y Thenagon. -De acuerdo –dijo Mila, y entonces se detuvo y preguntó: -¿Cómo me entendiste la primera vez? Hablé en otro idioma. -¿De veras? Te comprendí perfectamente. ¿En qué idioma hablaste?

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-En finlandés. Es mi lengua, pero también hablo sadornio y unas pocas palabras de otras lenguas. Por cierto, mi nombre es Mila Kotka. -Soy Akron –dijo el muchacho, estrechando la mano que Mila le tendía-. Akron de Unax. -¿Eres pariente de Valyrzon? –preguntó Mila emocionada. -Claro que sí –contestó Akron-. Soy su hijo. Hubo un silencio. Los esclavos restantes se acercaron y se sentaron alrededor de Akron y Mila, pues estaban muy cansados como para hacer otra cosa. -¿Hijo de Valyrzon? ¿En qué época estamos? -En el año dos mil ciento veintiocho del Imperio Thenagon –respondió Akron-. Todos nosotros somos esclavos del Imperio. Sólo los seres malignos pertenecientes al Imperio son libres: los demás les servimos. -Un momento –intervino el niño que había trabajado junto a Akron-. ¿Dijiste que eres Mila Kotka? –La chica asintió-. Entonces tú eres la amiga del señor Valyrzon. -Ahora que lo dices, lo he advertido –dijo Akron-. Tú fuiste la mejor amiga de mi padre. -Con razón reconocí esos preciosos ojos de inmediato –dijo Mila-. Son idénticos a los de Valyrzon. Y dime, ¿dónde está él? Akron tragó saliva. -Está muerto –contestó. Los ojos se le llenaron de lágrimas. -Mataron a mis padres, a sus amigos Hanzui y Arghant y a muchísima gente más frente a mis ojos. Yo tenía cuatro años. Desde entonces soy esclavo de los Thenagon. En ese momento se produjo un silencio aún más abrumador, pues Akron recordó aquel horrible día en que había perdido a su familia; y Mila pensó también en eso, pues siempre había querido más a Valyrzon que a ninguna otra persona en la Tierra. Había intentado no imaginar jamás lo que sería su pérdida, y de repente, de aquel modo tan cruel y devastador, aquella verdad se plantaba frente a sus ojos y la obligaba a aceptarlo. Y todo, todo eso, era culpa de esos desgraciados Thenagon, que aparentemente no tenían nada más que hacer que fastidiar la vida de las personas. Los ojos de Mila se llenaron de lágrimas de tristeza y rabia, y entonces guardó el Malored en el bolsillo y se puso de pie. -Esto no se quedará así –aseguró-. Vamos a derrotar a esos malditos espectros. -¿Cómo quieres hacer eso? –preguntó Akron, levantándose-. No hay ninguna forma. Si la hubiera habido, mi padre la habría utilizado. -Él no lo sabía –dijo Mila, mirándolo-. Mi padre la encontró en unas tablillas que estaban enterradas en sus excavaciones. Por eso no pudo evitarlo. Pero nosotros sí podremos. ¿Has dicho que hablas Thenagon? Espléndido. Así podrás traducir los textos. Sólo aquí está la manera en que acabaremos con el Imperio Thenagon. Mila buscó en el interior de un pequeño bolso de tela que llevaba, y sacó tres tablillas de piedra azul, piedra aquiana. Estaban completamente escritas, en ambas caras, con unos caracteres apretados, en tinta negra. Akron las tomó y les echó un vistazo; la escritura era tan pequeña que le costaría bastante leerla y traducirla, pero al pensar que allí estaba la forma de derrotar a los Thenagon, sabía que estaba completamente dispuesto a hacerlo, de modo que las guardó cuidadosamente entre sus vestimentas. -Descansemos ahora –dijo, mirando al resto de los esclavos-. Mañana quizás habremos recuperado algo de nuestras fuerzas. Y ahora quiero que sepan que, desde este momento, los Seres de la Tierra se pronuncian contra el Imperio Thenagon, y no habrá marcha atrás. Una sonrisa y otras expresiones de júbilo recorrieron al grupo; pues al fin lucharían contra los seres que durante tanto tiempo los habían oprimido, y estaban listos para hacer lo que fuera, y hasta llegar a su último aliento, si de esa manera vencían al Imperio Thenagon. Capítulo 2: Una larga historia. Como si no hubiera habido ningún ser vivo allí durante años, el lugar lucía seco y estéril. La tierra, dura y resquebrajada, apenas lograba sostener en pie a los esqueletos de unos árboles gigantescos, cuyas hojas hacía mucho tiempo habían caído en aquel suelo muerto y se habían consumido. No soplaba el viento, no había ningún indicio que señalara, al menos, la presencia de aire. Y, sin embargo, algo allí se movía.

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Una ráfaga de viento helado, que al aparecer se vio de inmediato como algo que, por la fuerza de la costumbre, no debía, no podía estar allí, pasó entre las altas e inmóviles estatuas de madera. Entonces la atmósfera se distorsionó; parecía que alguien, una gran mano invisible, estuviera sujetando el aire y lo estuviese retorciendo. Pronto apareció una suerte de fisura, la cual emitía destellos de un color incierto, que a veces se veía gris y en otras ocasiones era de un celeste brillante. Los destellos continuaron, intermitentes, cada vez más rápidos e intensos, hasta que finalmente la fisura se abrió y por ella, para expresarlo de algún modo comprensible, cayeron unos hombres y una mujer, como arrojados por una fuerza sobrenatural. La fisura resplandeció por última vez y se cerró. Los hombres y la mujer se incorporaron de inmediato. Algunos tenían golpes leves, productos del violento e inesperado viaje. Eran Valyrzon, Hanzui, Arghant, Benazir y alguien más. Todos miraron a su alrededor, sin esperar reconocer el sitio al cual habían llegado; no sabían siquiera qué acababa de suceder. -¿Estás bien? –le preguntó Valyrzon a Benazir, acercándose. -Sí, gracias –respondió la joven-. ¿Qué ocurrió? Creí que había terminado. Es decir… hubo una explosión, lo recuerdo perfectamente. -Oye, ¿tú quién eres? –inquirió Arghant. -Ya te he dicho que mi nombre es Benazir –dijo ella, mirándolo. -No te pregunto a ti –repuso Arghant-, sino a él. Los otros se volvieron. Un sujeto menudo, de cabello rojizo y despeinado y ojos de un verde oscuro, que había caído con ellos por la fisura, los observaba silenciosamente. Llevaba una vestimenta color arena tan vieja que parecía estar a punto de desarmarse, y unas toscas botas de cuero blanco. -Soy Fanyu, fiel servidor de la Compañía de Yelmo Gris –se presentó el desconocido, haciendo una reverencia-. Creo haber llegado justo a tiempo para rescatarlos. De haberme demorado un segundo más, todo debería haber sucedido nuevamente. -Me temo que no comprendo –dijo Valyrzon-. La Compañía de Yelmo Gris ha sido creada hace poco tiempo; ni siquiera tenemos sirvientes. -Señor, yo no pertenezco a la época en que ustedes viven –dijo Fanyu-. Mi propio nacimiento se produjo más de dos mil años después de la Caída, hecho en el que, supuestamente, la gran mayoría de los sadornios murieron. Pero ahora ven que, cumpliendo mis órdenes, los he salvado a ustedes. -No sé si soy un poco lenta para entender las cosas, pero ahora sé menos que antes –declaró Benazir. No era la única. Nadie más había entendido ni una palabra de lo dicho por Fanyu, y éste sonrió al comprobarlo. -Sé que no se trata de nada simple –admitió-. No es sencillo comprenderlo ni explicarlo; créanme. Intentaré seguir el curso de los hechos como han sido hasta la época futura, la era en la que nació la señorita Mila; es decir, sin ningún tipo de cambio. -Un momento –lo detuvo Valyrzon-, ¿conoces a Mila? ¿Sabes dónde está? -Conozco muy bien a la señorita Mila –confirmó Fanyu. Su expresión cambió levemente, ensombreciéndose.Pero mis órdenes incluyen no revelar su paradero. -Vamos, no importan tus órdenes –intervino Arghant con impaciencia-. Dinos dónde está Mila. Porque es nuestra amiga –añadió, mirando dubitativamente a sus amigos; un rubor inoportuno se extendió por su rostro-, y queremos saber si algo malo le ha sucedido. -No habrá forma en que me hagan desacatar las órdenes puntuales que me han dado –repuso Fanyu con educación, haciendo otra reverencia-. En el momento justo conocerán el estado de la señorita Mila, pero no antes. -Lo dices como si estuviera muerta –dijo Hanzui sonriendo. -Sólo intento encontrar las palabras adecuadas –dijo Fanyu-. Bien, ahora tienen que saber qué ha sucedido. Cuando hablé de la Caída, me refería a la explosión que ustedes presenciaron. Los Thenagon, la mayor parte de los naorbatian y unos seres llamados Sengrul, corpulentos, temibles y terriblemente violentos, fueron liberados de una cárcel de tiempo, Erendigion, el único lugar lo suficientemente poderoso para retenerlos a todos. No existía ningún ser que pudiera sacarlos de allí; por ese motivo se eligió ese lugar. ¿Qué sucede? Los demás miraron a Arghant, quien había levantado levemente el dedo índice, como si quisiera señalar algo. -Los naorbatian estaban encerrados en el Naorbatus –dijo-, ¿cómo es que, repentinamente, se hallaban en esa cárcel, Erendigion? -Los naorbatian libraron una segunda guerra, en el Naorbatus, contra los Sengrul, pues ellos querían apoderarse de un objeto que, al igual que el Malored o el Fuego Sagrado, guardaba un gran poder. Esto ocurrió en,

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