La ciudad de las torres

Capítulo 7 La ciudad de las torres La Ciudad Radiante de Le Corbusier: Paris, Chandigarh, Brasilia, Londres, St Louis, 1920-1970 El daño que hizo Le...
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Capítulo 7

La ciudad de las torres La Ciudad Radiante de Le Corbusier: Paris, Chandigarh, Brasilia, Londres, St Louis, 1920-1970

El daño que hizo Le Corbusier le ha sobrevivido; es probable que lo bueno haya quedado enterrado en sus libros, que nadie lee por la simple razón de que son ile­ gibles. (Hay que decir que los dibujos resultan a veces interesantes porque nos muestran su capacidad como dibujante). Pero hay que hacer un gran esfuerzo para comprenderlo porque, en el siglo XX, su influencia sobre el urbanismo ha sido enor­ me: parece pues que la obscuridad no es una barrera para la comunicación, por lo menos para según cual. Sus ideas, forjadas entre la intelligentsia parisina de los años 1920, se utilizaron entre 1950 y 1960 para planificar las viviendas de la cla­ se obrera en Sheffield, St Louis y en cientos de ciudades; los resultados han sido dis­ cutibles en el mejor de los casos y, en el peor, catastróficos. Cómo y por qué llegó a suceder esto es una de las historias más curiosas, pero también menos cuestio­ nadas, de la historia intelectual de la planificación moderna. Quizás el hecho más significativo es que Le Corbusier (1887-1965) no era fran­ cés sino suizo; y que éste no era su verdadero nombre. Se llamaba Charles-Édouard Jeanneret, nació en La Chaux-de-Fonds cerca de Neuchátel, y sólo empezó a vivir con regularidad en París a partir de los 31. Los suizos, como el menos receptivo de los viajeros puede observar, son un pueblo obsesionado por el orden: sus ciudades son un ejemplo de limpio autocontrol, no se encontrará ni una brizna de hierba, ni nada que esté fuera de lugar. El caos del viejo París, que Haussmann dejó intacto detrás de las nuevás fachadas, debió ser anatema para las costumbres calvinistas del nuevo arquitecto. Dedicó su vida profesional a «ginebrizar» París y cualquier otra ciudad que tuviera la impertinencia de ser desordenada. El tercer hecho significativo es que venía de una familia de relojeros. (Cuando empezó a escribir en 1920, tomó el seudónimo de Le Corbusier de un abuelo ma­ terno). Se hizo famoso con una frase, que en aquella época era la primera vez que se oía: una casa es una máquina para vivir1. Era lógico que dijera esto: tenía tras sí una larga tradición acostumbrada a agrupar miles de pequeños componentes en una armonía planificada. Sin embargo, las personas no son piezas de reloj ni la so-

1 (Véanse notas en páginas 251-252.)

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Fig. 7.1. Le Corbusier y la Unite. La máquina para vivir ideada por el Arquitecto Supremo.

ciedad es algo que pueda ser reducido a una maquinaria; su intento fue desafor­ tunado para la humanidad. Pero había algo que no cuadraba: los relojeros del Jura se habían hecho famosos como tenaces defensores de sus libertades, y fueron ad­ mirados tanto por Proudhon como por Kropotkin. Le Corbusier olvidó pronto esta tradición. Si Suiza le influyó en su visión del mundo, París le ofreció el material bruto y la visión de un orden ideal. Así como Howard no puede entenderse fuera del con­ texto del Londres del siglo XIX, ni Mumford fuera del Nueva York de los años 1920, las ideas de Le Corbusier deben ser comprendidas como reacción a la ciudad en la que vivió y trabajó desde 1916 hasta casi poco antes de su muerte en 19652. La historia de París ha sido la de lucha constante entre la exuberancia, el caos y, a veces, la sordidez de la vida cotidiana contra las fuerzas del orden despótico y cen­ tralista. Era claro que entre 1920 y 1930 el caos estaba ganando y el orden hacía tiempo que se hallaba en retirada. Detrás de las fachadas estaban los barrios bajos y las enfermedades. Durante la Tercera República, los responsables municipales de la ciudad no sólo no habían abandonado la idea de completar las últimas mejoras de Haussmann sino que también querían hacer desaparecer sus peores barrios3.

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Fig. 7.2. Luis XIV ordena la con strucción de los Invalides. La visión favorita de Le Corbusier del arquitecto en pleno trabajo: «Esta es nuestra voluntad». Desgraciadamente nunca encontró su Roi Soleil.

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El joven Le Corbusier llegó a la conclusión de que París sólo podía ser salvada por los grands seigneurs, hombres «sin remordimientos» com o Luis XIV, Napoleón, Haussmann4. Sus «grandes obras» fueron para él «un notable ejemplo de creación, de este espíritu que es capaz de dominar y controlar la masa»5. El joven arquitec­ to concluyó uno de sus primeros libros, L'Urbanisme con una ilustración en la que podía verse a Luis XIV dirigiendo personalmente la construcción de los Invalides; en el pie escribió: «Homenaje a un gran planificador de ciudades. Este déspota creó grandes proyectos y los llevó a cabo. Sus nobles construcciones, esparcidas por todo el país, todavía nos llenan de admiración. Fue capaz de decir, «Lo deseamos», o «Este es nuestro deseo»6. Le Corbusier estuvo toda la vida buscando un Roi Soleil, pero nunca lo encontró.

La Ciudad Ideal de Le Corbusier De modo que tuvo que ir contemporizando con sus patronos burgueses. Su Plan Voisin de 1925 no tenía nada que ver con las unidades de vecindad, sino que se tra­ taba del nombre del fabricante de aviones que lo patrocinó7. (Esta información pue­ de ayudarnos a comprender la presencia de esos aviones que vuelan, sin ningún tipo de preocupación por los controles aéreos, entre los rascacielos de Le Corbusier). La construcción de sus 18 torres uniformes de 700 pies de altura hubiera signifi­ cado la demolición de la mayor parte del París histórico que queda al norte del Sena, con la excepción de unos pocos m onum entos, que, en algunos casos hubieran sido trasladados. Aunque la plaza Vendóme, que consideraba un símbolo de orden, se hubiera m antenido8. Parece que no llegó a entender por qué su proyecto no había gustado a los miembros del ayuntam iento, que llegaron a calificarlo de bár­ baro9. Siempre pensó que, durante los primeros años en los que «las catedrales eran blancas», tampoco se había comprendido a los constructores del siglo XIII, gra­ cias a cuyos esfuerzos en tan sólo cien años «un nuevo m undo surgió como una flor de las ruinas»10. No se resignó: «La planificación de ciudades es demasiado im portante para dejarla en manos de sus habitantes»11. Desarrolló sus principios de urbanismo con mayor amplitud en La Ville contemporaine (1922) y en La Ville radieuse (1933). Su clave fue la famosa paradoja: debemos descongestionar los centros urbanos au­ m entante la densidad. Al tiempo tenemos que mejorar el tráfico y aumentar el nú­ mero de espacios verdes. La paradoja se resolvía edificando más alto y en un espacio más reducido12. Esto significaba, com o Corbusier escribió en sus características le­ tras mayúsculas: «¡DEBEMOS CONSTRUIR EN ESPACIOS LIMPIOS! La ciudad de hoy muere porque no está construida geométricamente»13. Las necesidades de tráfico exigían demoliciones completas: «Las estadísticas nos muestran que los negocios se hacen en el centro. Esto quiere decir que debemos hacer grandes avenidas que crucen nuestras ciudades. En consecuencia los centros actuales deben ser demolidos. Si quieren sobrevivir, todas las grandes ciudades deben reconstruir su zona central»14. Esta fue la primera sugerencia de este tipo; treinta años más tarde, se llevaría a la

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Fig. 7.3. L a Ville Radieuse. La visión geom étrica total: máquinas fabricadas en masa para vi­ vir y trabajar.

práctica. Sin embargo en estos proyectos, como Anthony ha señalado, no se con­ templaba donde se guardarían esos coches, ni los problemas de medio ambiente producidos por su ruido y sus emanaciones; sencillamente se les ignoraba15. Esta nueva disposición no sería uniforme: La Ciudad Contemporánea tendría una estructura espacial claramente diferenciada que reflejaría una estructura social específica y segregada: la vivienda dependería del trabajo de cada uno16. En su Plan Voisin, Le Corbusier había reservado los rascacielos que estaban en el centro como oficinas para los cuadros de élite: industriales, científicos y artistas (entre los que seguramente se incluían arquitectos y urbanistas); 24 de estos rascacielos acogerí-

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an entre 400.000 y 600.000 puestos de trabajo de alto nivel, 1.200 por acre, y de­ jarían libre un 95 por ciento del espacio17. Fuera de esta zona, las áreas residenciales serían de dos tipos: apartamentos de lujo en edificios de seis pisos para estos mis­ mos cuadros que se colocarían en hileras dejando un 85 por ciento del espacio li­ bre; casas más modestas para los trabajadores que se edificarían en torno a patios y se distribuirían en una trama de calles regular, dejando un 48 por ciento del es­ pacio libre18. Estos apartamentos se harían en masa para vivir una vida en masa. Le Corbusier no tenía tiempo para perder en idiosincrasias individuales; por eso los llamaba «celdas». En nuestros proyectos no debemos perder de vista la «Celda» humana perfecta, la celda que mejor satisfaga nuestras necesidades psicológicas y sentimentales. Tenemos que conseguir la «casa-máquina» que debe ser satisfactoria tanto a nivel práctico como emocional y que debe estar pensada para una serie sucesiva de inquilinos. La idea de «viejo hogar» desaparece junto con la de arquitectura local, etc. puesto que las posibilidades de trabajo irán cambiando de lugar y debemos estar dispuestos a trasladarnos con armas y bagajes19. Estas unidades no sólo serían todas uniformes sino que tendrían los mismos muebles. Admitía que, probablemente, «mi plan puede provocar miedo y recha­ zo», pero las variaciones en la disposición y la generosidad del arbolado pronto lo vencerán20. Pero no sólo se fabricarían en masa estas unidades, sino que la élite bur­ guesa sería servida colectivamente: «aunque siempre será posible tener la propia cria­ da o niñera si se desea»; en la ciudad radiante «el problema del servicio estaría so­ lucionado (...) Si a media noche, por ejemplo después del teatro, alguien quiere ofrecer una cena a un amigo, bastará una simple llamada para encontrar la mesa servida y dispuesta, con un criado que no pondrá mala cara»21. Era evidente que el núcleo de la Ciudad Contem poránea estaba pensado para la clase media. En medio de la zona de oficinas había creado un com plejo cultural que se encargaría de satisfacer sus necesidades, sería un lugar donde la élite podría hablar y bailar «en profunda calma a 600 pies del suelo»22. Evidentemente los trabajadores de cuello azul y los oficinistas no vivirían allí. Le Corbusier había previsto para ellos apartamentos con jardín dentro de las uni­ dades satélite. Aquí tam bién habría muchas zonas verdes, instalaciones deportivas y diversiones, pero serían distintas, apropiadas para la gente que trabaja ocho h o­ ras al día. En La Ville contemporaine las diversas clases sociales estarían segregadas, no se parecería al París de los años 1920, donde ricos y pobres vivían en yuxtapo­ sición. Aunque los dogmas de la religión corbusiana permanecieron innamovibles, en la época de la Ciudad Radiante, hubo una serie de variaciones teológicas importantes. Le Corbusier había perdido la fe en los capitalistas, quizás porque en plena depre­ sión no podían subvencionarlo. Ahora empezó a creer en las virtudes de la plani­ ficación centralizada, que no sólo incluiría la construcción de ciudades sino todos los aspectos de la vida. Ello se conseguiría a través del sindicalismo, pero no del anar­

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quista; el suyo sería un sistema jerárquico y ordenado y tendría muchas afinida­ des con la variedad izquierdista del fascismo italiano. Fueron muchos los sindica­ listas franceses que, en 1940, se unieron al régimen de Vichy; el propio Le Corbusier decía: «Francia necesita un Padre. No importa cual»23. En este sistema todo estaría establecido en el plan que los expertos prepararían «objetivam ente» y la gente sólo podría decidir quien lo administraría. «La ciudad armoniosa debe ser diseña­ da por expertos que dominen la ciencia del urbanismo. Trabajarán en sus proyec­ tos con total libertad, lejos de cualquier presión o interés partidista; una vez que los planes se hayan formulado, deben ser llevados a la práctica sin ningún tipo de oposición»24. En 1938 diseñó un «Centro Nacional de Festivales Colectivos para 100.000 personas», donde el líder podría hablar al pueblo; otra versión al aire li­ bre del edificio con cúpula de Hitler25. Sin embargo la nueva ciudad sindicalista tenía una diferencia vital: ahora todo estaría colectivizado por un igual. Todo el mundo viviría en apartamentos colec­ tivos gigantes llamados Unités; cada familia tendría un piso, no según el tipo de tra­ bajo del cabeza de familia sino de acuerdo con unas rígidas normas espaciales; na­ die tendría n i más ni m enos espacio del necesario para garantizar una existencia eficiente. Y ahora, todos y no sólo la afortunada élite, podrían gozar de servicios colectivos. La comida, la limpieza, el cuidado de los niños dejaban de ser ocupa­ ciones familiares. Es significativo que durante esta época, Le Corbusier hubiera estado en la Unión Soviética. Y que en los años 1920, un grupo im portante de arquitectos so­ viéticos -»lo s urbanistas»- hubieran desarrollado ideas muy parecidas a éstas. Querían construir nuevas ciudades en medio del campo, allí todos vivirían en gi­ gantescos bloques de apartamentos colectivos, con espacios individuales reduci­ dos a la necesidad m ínim a absoluta de una cama; no habría cocinas ni baños in ­ dividuales o familiares. En una de las versiones, la vida estaba regulada al minuto, desde el m om ento de despertar a las 6 de la m añana hasta el m om ento de ir a la m ina a las 7; en otra, estaba previsto que hubiera grandes orquestas que ayuda­ ran a dormir a los insom nes y taparan los ronquidos del resto26. Los proyectos de algunos de los miembos de este grupo -Ivanov, Terekhin y Smolin en Leningrado, Barshch, Vladimirov, Alexander y Vesnin en M oscú- son prácticamente idénticos, incluso en los detalles, a la Unité tal com o está especificada en la Ciudad Radiante y com o, en 1946, se hizo en Marsella27. Pero a partir de 1931, el régimen soviéti­ co -co m o más tarde haría el régimen fascista en Italia- rechazó los consejos de Le Corbusier. En los años 1940 había modificado sus puntos de vista de nuevo, pero como de costumbre, sólo en los detalles. Su ASCORAL (Asamblea de Constructores para una Renovación de la Arquitectura), fundada durante la guerra, consideraba que les cités radio-concentríques des échanges, los centros de educación y de diversión, que todavía diseñaba en el viejo estilo corbusiano, debían unirse por medio de les ci­ tés linéares industrielles, que serían líneas continuas de zonas industriales construi­ das a lo largo de pasillos de transporte28. Ya no estaba interesado en las grandes ciu­ dades, creía que París debía pasar de 3 a 1 m illón de habitantes29. Estas ideas

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recordaban a los desurbanistas soviéticos de los años 1920 a los que Le Corbusier había criticado tan duramente. Pero había una diferencia esencial: en su versión habría «fábricas verdes» y los obreros vivirían su vida segregada e inmóvil en ciu­ dades jardín verticales, cada una de las cuales tendría entre 1.500 y 2 .500 trabaja­ dores, com o siempre los servicios estarían colectivizados30. Permaneció absoluta­ m ente opuesto a las cités-jardins, que siempre confundió, com o la mayoría de los urbanistas franceses, con los barrios residenciales jardín31. Nada de todo esto llegó nunca a realizarse. Es curioso pero Le Corbusier no tuvo éxito a nivel práctico. Viajó por Europa y fuera de ella, dibujando sus grandiosas vi­ siones urbanas; podemos encontrarlas todas en su libro La Ciudad Radiante: Argelia, Amberes, Estocolmo, Barcelona, Nemours, en el norte de África. Todas permanecie­ ron en el papel. Durante la Segunda Guerra Mundial, con el establecimiento del ré­ gimen colaboracionista de Pétain en Vichy, creyó que había llegado su hora. Se le in­ vitó a presidir una comisión de construcción y planificación y, como era de suponer, propuso que una élite de urbanistas dirigiera un equipo de arquitectos e ingenieros, que tuvieran capacidad para superar cualquier tipo de interferencias. En la presi­ dencia habría un «regulador», un arquitecto-administrador que formularía el plan na­ cional completo de construcción. La modestia le impidió decir quién debía ocupar este puesto32. Sin embargo tampoco consiguió nada de Vichy. Su egomanía simplis­ ta y su total ingenuidad política hicieron que nunca llegara a comprender por qué había fracasado; al final de la guerra era un hombre totalmente desilusionado.

La planificación de Chandigarh Es irónico que la única cosa que llegara a realizarse -adem ás de la Unité de Marsella, un solo bloque de lo que se suponía iba a ser un com plejo que nunca lle­ gó a hacerse, y de dos copias reverenciales más en Francia y otra en B erlín- fuera postuma. Por razones políticas, el gobierno de la India había decidido construir una nueva capital para el Punjab en Chandigarh. Contrataron un urbanista, Albert Mayer, que les propuso un correcto plan dentro de la tradición Unwin-ParkerStein-Wright33. Lo aprobaron pero, para darle forma, decidieron crear un equipo con los arquitectos m odernos más prestigiosos: Le Corbusier, su propio h ijo Jeanneret, Maxwell Fry y Jane Drew. Fry describió así la traumática primera reunión en la que Mayer llegó tarde: Le Corbusier con el lápiz en la mano estaba en su elemento. «Voilà la gare» dijo «et voici la me commerciale», y trazó la primera calle en el nuevo mapa de Chandigarh. «Voici la tête», siguió, señalando con un borrón la zona más elevada a la izquierda de la posición de Mayer, cuyo mal efecto yo ya le había señalado anteriormente. «Et voilà l'estomac, le cité-centre». Luego marcó los sectores más grandes concendiendo a cada mitad tres cuartos de milla, llenando de esta manera lo que queda­ ba de llanura entre los valles del río en dirección sur. El plan ya estaba muy avanzado cuando llegó el ansioso Albert Mayer (...) que no podía compararse con la enigmática pero decidida figura del profeta.

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Fig. 7.4. Chandigarh. El único proyecto de Le Corbusier que se realizó: barrio residencial, ca­ jas funcionales para los funcionarios del Punjabi.

A la hora de comer estábamos en el más absoluto silencio que fue roto por Jeanneret para preguntar a Mayer: «Vous parlez français, monsieur?» «Oui, musheer, je parle», fue la educada pero desafortunada respuesta de Mayer que, definitiva­ mente, le apartó de la discusión posterior. Y así seguimos, haciendo pequeñas y marginales sugerencias mientras Le Corbusier seguía con su segura y fluida exposición, hasta que él plan como hoy en día conocemos se dio como definitivo y nunca se cambió34. Hubo discusiones entre arquitectos y urbanistas, seguidas por otras entre ar­ quitectos, en las que Fry y Jeanneret se quejaron de la manera como Le Corbusier se había hecho cargo de todo, incluyendo las tramas y los diseños. Con una cier­ ta ingenuidad, comentaron que querían trabajar dentro del espíritu del CIAM (Congreso Internacional de Arquitectura Moderna) es decir en equipo. El resultado fue significativo: se dividió el trabajo y Le Corbusier quedó encargado de pro­ yectar el complejo administrativo central35. Pero lo que sucedió fue todavía más importante: se pasó del estilo de trabajo del urbanismo al de la arquitectura, cosa que significó «un cambio en favor de la preocupación por la forma visual, el sim­ bolismo, la imaginería y la estética más que por los problemas básicos de la po-

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blación india. Pero al concentrarse en dar a la arquitectura hindú formas ade­ cuadas a la Segunda Era de la Máquina, ignoraron totalmente la situación real de la India»36. El resultado fue un juego de ironías. Le Corbusier encontró su mecenas en un gobierno postcolonial alimentado en las tradiciones autocráticas del Imperio Británico. Les presentó un proyecto de Ciudad Bella vestido con los aderezos de la arquitectura moderna; un nuevo Delhi puesto al día. Había una trama de vías rá­ pidas, utilizada anteriormente en los planes para Marsella y Bogotá, que debía ab­ sorber un nivel de coches menor del que había en París en 1925, que era muy bajo. La relación entre calles y edificios es totalmente europea, y está trazada sin tener en cuenta el duro clima del norte de la India o la manera de vivir de aquel país37. No se han construido edificios que hagan posible ni la organización ni la integración social, y tampoco están cohesionados para formar núdeos de vecindad38. La ciudad ha quedado segregada según los ingresos económicos y el tipo de trabajo de sus habitantes de modo que recuerda a La Ville contemporaine; las densidades de población dependen de la categoría social de los diversos grupos: el resultado ha sido la segregación planificada39.

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Los contrastes son muy marcados: «Mientras uno pasea por el m agnífico cam­ pus de la Universidad de Punjab (...) (la mayoría de cuyas clases y oficinas sólo se ocupan tres horas al día), puede ver, al otro lado del muro, a miles de personas que viven en la miseria sin agua, ni electricidad»40. En los años 1970, el 15 por ciento de la población vivía en zonas ocupadas ile­ galmente y más de la mayoría se dedicaban a la venta ambulante41. Como su pre­ sencia entraba en conflicto con el concepto de orden urbano del Planificador, las autoridades trataron repetidas veces de expulsarlos. Pero los com erciantes res­ pondieron con una serie de actos públicos que recuerdan las viejas comedias bri­ tánicas, pero en versión india. Para conm em orar la inauguración de un nuevo mercado ilegal, aprovecharon un m om ento en que el m ovimiento separatista Sikh estaba exacerbado y organizaron una serie de actos religiosos de este credo. Cuando las fuerzas de orden llegaron, los comerciantes Sikh dijeron que preferían morir an­ tes de permitir que las ceremonias se interrumpieran. Posteriormente estos mismos comerciantes organizaron un fastuoso funeral en honor del Primer Ministro, que hacía poco había muerto, y le dieron gran publicidad42. Todo ello forma parte de la manera de ser de la India y no tiene nada que ver con Le Corbusier. Es evidente que él no era directamente responsable de estos pro­ blemas; por aquel entonces ya había muerto y en los últimos años de su vida se h a­ bía concentrado, en la parte m onum ental central y en el simbolismo visual gene­ ral, que es lo que funciona m ejor de todo el proyecto43. Pero ésta era la cuestión: al final de su vida a Le Corbusier le sucedió lo mismo que a Hitler cuando soñaba en sus grandes planes para Berlín, lo que realmente le interesaba era la zona m o­ num ental. Fue el últim o de los planificadores de la Ciudad Bella. El resto no fun­ ciona pero, en cierto sentido, no tiene importancia. Por lo menos en Chandigarh las casas fueron m ucho mejores de lo que la gente estaba acostumbrada y, posi­ blem ente m ejor de lo que ellos hubieran imaginado si la ciudad no se hubiera construido. Pero cuando los discípulos de Le Corbusier aplicaron los principios del maestro en las ciudades del oeste, la situación fue muy distinta.

Brasilia: la ciudad casi corbusiana Hubo otra ciudad corbusiana completamente nueva, aunque él no la proyectó. Brasil com o muchos de los países en desarrollo, creció en torno a su ciudad por­ tuaria que acabó convirtiéndose casi sin querer en la capital. Sin embargo, en los años 1940 y a pesar de diversos intentos de reconstrucción, Río de Janeiro había crecido demasiado. Por otra parte, hacía años que existía un proyecto para llevar la nueva capital federal al interior; en 1823 José Bonifácio de Andrada e Silva, «el padre de la patria», lo había sugerido e incluso le había dado nombre; en 1892 una com isión había señalado el emplazamiento; en 1946 una nueva com isión demo­ crática recogió los fondos; en 1955 otra redescubrió el emplazamiento. Aquel mis­ mo año, durante la cam paña de elecciones presidenciales que ganó, Juscelino Kubitschek de Oliveira, un político muy carismàtico, se comprometió a llevar a cabo

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el proyecto. Dentro de la política brasileña había una larga tradición de llevar a cabo grandiosas obras públicas en relativamente cortos plazos; Brasilia fue la apoteosis45. La prensa de Río, lógicam ente muy crítica, escribió: «¡Es una locura! Una dictadu­ ra en el desierto». Pero Kubitschek no se dejó amilanar46. Recurrió a su viejo amigo el arquitecto Oscar Niemeyer. Pero el Colegio de Arquitectos de Brasil protestó y exigió un concurso público. Evidentemente Niemeyer formó parte del jurado que, después de una deliberación de tan sólo tres días, con­ cedió el mayor proyecto de construcción del siglo X X a Lucio Costa, otro pionero del movimiento de arquitectura moderna brasileña. Costa presentó diversos dibu­ jos a mano alzada sobre cinco cartulinas de tam año medio: ni un simple estudio so­ bre población, ni un análisis económ ico, ni una previsión sobre el uso del suelo, ni una maqueta47. Al jurado le gustó su «grandeur»; «quedó claro desde el primer m o­ m ento que Brasilia iba a ser una ciudad de arquitecto más que de urbanista»48. El proyecto fue descrito sucesivamente como un avión, un pájaro o un dragón volador: el cuerpo, o fuselaje, estaba formado por un eje donde se situarían los principales edificios públicos, en las alas estarían las zonas residenciales y otras áreas. En una de ellas, se alinearían bloques uniformes de oficinas a lo largo de un amplio paseo que conduciría al com plejo de edificios gubernamentales. En la otra, se edificarían apartamentos uniformes dentro de superbloques al estilo corbusiano que flanquearían una gran columna central de tráfico; tal como propone La Ville radieuse, todos, desde el Primer Ministro al último funcionario, vivirían en los mis­ mos bloques y en el mismo tipo de apartamentos. La construcción de Brasilia se convirtió en una leyenda incluso en el propio Brasil, país de fábulas increíbles. Un norteamericano escribió que «era como si el país se hubiera retrasado cien años en dirigirse hacía el oeste pero al hacerlo hubiera em­ pleado 'bulldozers'»49. Como había que inagurar la ciudad el 24 de abril de 1960, fecha en la que terminaba el mandato de cuatro años de Kubitscheck, se decretó que durante un año se trabajaría día y noche sin parar. «Era el triunfo de la administración en un país donde nunca había habido una administración eficiente; se trataba de respetar unos plazos en una sociedad que nunca los había respetado; y significaba trabajar duro y sin parar en una sociedad que era conocida por su reluctancia a tra­ bajar duro y sin parar»50. Se contaron muchas historias y, sin duda, todas ciertas: camioneros que servían el mismo cargamento de arena diversas veces durante el mis­ m o día; tipógrafos contratados com o topógrafos y contadores de ladrillos como contables51. Nunca se tuvo en cuenta el coste. William Holford, miembro del jurado, dijo que nadie sabía lo que iba a costar: el presidente del NOVOCAP, (Consejo para la Nueva Capital) aseguró que las cuentas no le preocupaban y Niemeyer com en­ tó a Max Lock, arquitecto británico, que no tenía ni idea de lo que había costado el palacio presidencial: «¿Cómo voy a saberlo?» le preguntó con toda su buena fe52. Epstein, autor de una de las dos historias más conocidas sobre la ciudad, hizo bien en dedicar su libro: «Aos trabalhadores de Brasilia, que construiram a nova capital»; «Aos trabalhadores de Brasil que pagaram»53. Increíble, pero 60.000 trabajadores la terminaron. En un sólo día se colocaron 2.000 farolas; en una noche se pintaron de blanco 722 casas. En el día señalado el palacio

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Fig. 7.6. Brasilia. La visión de una ciudad moderna y sanitizada, según el dibujo que Lucio Costa trazó en cinco sencillas cartulinas.

presidencial, el palacio del ejecutivo, el congreso nacional, el palacio de justicia, once ministerios, un hotel y noventa y cuatro bloques de pisos relucían al sol en medio del campo del centro de Brasil. Evidentemente se trataba tan sólo de las fachadas; los edi­ ficios estaban sin terminar por dentro; después de la ceremonia, muchos de los per­ sonajes oficiales tom aron el avión y volvieron a Río. Pero, incluso después de Kubitscheck, se había gastado demasiado dinero para volverse atrás; a lo largo de los diez años siguientes, el aparato del gobierno se fue trasladando a la nueva ciudad. A su manera funciona. A medida que el número de coches aumentó, las gran­ des vías rápidas y los enlaces a distinto nivel se fueron llenando; com o el proyec­ to no había pensado cómo resolver los conflictos entre tráfico y viandantes, los pe­ atones se juegan cada día la vida tratando de cruzar el gran paseo central en medio de los veloces coches. Pero esto no deja de ser más que un pequeño detalle; el ver­ dadero fallo, com o en el caso de Chandigarh, es que ha surgido una ciudad sin pla­ nificar al lado de la planificada. La diferencia es que aquí es m ucho más grande. La favela brasileña, com o su equivalente en cualquier otro país en desarrollo, es un rasgo familiar del paisaje urbano: una de las concentraciones más famosas es la que asciende por las colinas de Río y que puede verse desde la playa de Copacabana. Pero como Brasilia era el símbolo de la modernidad, no podía tener

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Fig. 7.7. Taguantina, Brasilia. Nacida para albergar a los obreros que participaron en la cons­ trucción de la capital, fue el prim ero de los asentam ientos populares que acogen a la mayo­ ría de los habitantes de la región de la capital: im posibles de suprimir, se les acepta pero, al m ism o tiempo, se les ignora.

ninguna, de modo que allí se prohibieron54. Y en cierta manera la prohibición dio resultado, puesto que se apartaron de la vista y del pensamiento. Durante el perí­ odo de construcción, tuvo que crearse lo que se llamó una ciudad libre; muy pron­ to el barraquismo creó la cercana Taguantinga. Después de la inauguración, las autoridades intentaron demolerla, cosa que provocó un motín; en 1961, ante la deseperación de los arquitectos, se aprobó una ley que permitía su existencia. A me­ diados de los años 1960, se hizo una estimación oficial según la cual una tercera parte de la población del distrito federal, unas 100.000 personas, habitaba «vi­ viendas inadecuadas»; muy pronto la cantidad ascendió a la mitad55. Las autori­ dades intentaron solucionar las ocupaciones ilegales ofreciendo pequeños solares; Epstein nos cuenta el proceso con ironía. Las entregas de solares y la creación de nuevas calles está en manos de dos hom­ bres, uno de los cuales no sabe leer ni escribir, que están supervisados por un miem­ bro del NOVOCAP. No tienen experiencia sobre planificación urbana, y tampoco en el campo del trabajo social o de la inspección. Han trazado una trama de calles que se cruzan en ángulos rectos56

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Así concluyó el sueño de crear una sociedad urbana sin clases en un país don­ de los ricos y pobres siempre habían vivido segregados. La diferencia es que en Brasilia se han separado de manera más radical que en las viejas ciudades: se trazó un cordon sanitaire entre la ciudad pobre y la monumental, la ciudad simbólica, de manera que no pudiera estropear la vista o desmejorar la imagen. Durante esta mis­ ma época, el propio Niemeyer dijo que el plan había sido distorsionado y cambia­ do; pensaba que tan sólo un régimen socialista lo podría haber llevado a cabo57. Le Corbusier tuvo la misma idea durante gran parte de su vida: es muy difícil construir una Ciudad Bella en medio del desorden de la democracia y el libre mercado.

Los corbusianos llegan a la Gran Bretaña Poca cosa más hicieron en el mundo más desarrollado aunque lo intentaron. Para conseguirlo contaron con la ayuda del CIAM (Congreso Internacional de Arquitectura Moderna), «los jesuitas de la nueva fe», que fue fundado en 1928 «por sugerencia del animateur suizo Siegfried Giedion»58: otra vez la conexión suiza, que cinco años más tarde volvió a funcionar cuando Giedion tuvo la idea de poner en marcha, en Londres, el grupo de Investigación para la Arquitectura Moderna, MARS. En 1938 Le Corbusier se dirigía así a los arquitectos británicos más fieles: No hay que reservar las ventajas de la nueva arquitectura para las viviendas de los pocos que disfrutan del privilegio de tener gusto y dinero. Deben difundirse am­ pliamente para iluminar los hogares, y de este modo las vidas, de millones y mi­ llones de trabajadores (...) La nueva arquitectura nos propone una de los cuestio­ nes más im p o rtan tes de nuestra época: una gran cam paña en favor del reequipamiento racional de países enteros considerados como unidades indivisibles59. Predicaba para los convencidos aunque todavía no fueran muchos. En efecto, en los años 1930 y a pesar de los viajes al extranjero, la mayoría de los miembros de las corporaciones municipales contemplaban los bloques de pisos como una de­ safortunada necesidad, y sólo dos proyectos llegaron a romper la barrera de los cinco pisos: uno en Londres y otro en Leeds, los famosos pisos de Quarry Leeds, que se construyeron después de la visita que dos de los concejales hicieron a Viena60. Sin embargo, siete años más tarde, todo había cambiado. Había una gran fuer­ za política que hasta entonces se había m antenido reprimida, y al final de la gue­ rra, se produjo una verdadera revolución: el gobierno británico asumió la respon­ sabilidad sobre el bienestar de la gente de una manera que hubiera sido impensable en los años 193061. A esta nueva actitud se añadía el convencim iento de que el país debía ser reconstruido y de que los barrios más pobres debían desaparecer. En Plymouth, una de las zonas que habían sido bombardeadas con mayor virulencia, Lord Astor, el Lord alcalde y un grupo de concejales recibieron a Jo h n Reith, M inistro de Construcción; aquella noche Reith pudo contem plar algo extraordi­ nario:

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Dos mil personas estaban bailando al aire libre -había sido idea de Waidorf Astor. A su pies estaban los restos de la destrucción que con tanta fuerza había golpeado la ciudad; no muy lejos, al otro lado del mar estaba el enemigo. Mientras bailaban y la tarde de verano se convertía en noche, vi como una flotilla de las fuerzas cos­ teras salía del puerto de Devon; tenían trabajo, y seguramente lo harían mejor des­ pués de lo que habían visto en el Hoe62. Astor le com entó que, a partir de aquel encuentro, desapareció el rechazo a las propuestas de planificación. En Londres, Abercrombie y Forshaw iniciaban el Plan para el Condado de Londres con una fotografía que, años más tarde, todavía im ­ presiona: muestra una calle pobre del East End, totalmente destruida, las tristes per­ tenencias de la gente están cargadas en un cam ión. Delante, los chicos miran a la cámara, como en un gesto de muda acusación. Debajo había una cita de Churchill: Es muy doloroso ver el gran número de pequeñas casas de gente trabajadora que han sido destruidas (...) Las reconstruiremos, mejor de lo que estaban antes. Londres, Liverpool, Manchester, Birmingham puede que tengan que sufrir más, pero resur­ girán de sus ruinas, mejores y, espero que, más bonitas (...) En toda mi vida nadie me ha tratado mejor que la gente que ha sufrido más63. Abercrombie y Forshaw mostraban así lo difícil que iba a ser la tarea. Reconocían que «la evidencia nos demuestra (...) que las familias con niños prefieren las ca­ sas a los pisos. Tienen un jardín privado y un patio al mism o nivel que las habi­ taciones principales de la vivienda, y se adaptan m ejor al temperamento inglés»64. Pero colocar a todo el m undo en casas significaba que las dos terceras partes o las tres cuartas partes de la gente debería ser desplazada. Pensaron en hacer mitad ca­ sas y, mitad pisos, con una densidad de 100 por acre residencial, pero incluso así se producía un gran problema de dispersión que consideraron excesivo porque, para equilibrarlo, debía ir acompañado del correspondiente m ovim iento de tra­ bajos. Es por ello que, en el casco urbano de Londres, optaron por su conocida den­ sidad de 136 por acre -e n base al estudio que h iciero n - colocando un tercio de la gente en casas, y un 60 por ciento en bloques de ocho y diez pisos; aproxim ada­ m ente la mitad de las familias con dos hijos debían vivir en pisos, pero, incluso esta densidad significaba el traslado de casi cuatro personas de cada diez que ha­ bitaban en esta zona en 1939. Pero, para llevar a cabo su proyecto, el rígido y vie­ jo lím ite de 80 pies de altura de los bloques residenciales debía ser reemplazado por medidas más flexibles65. Todo esto se incluyó en la legislación del plan de construcción de 1951. Una generación entera de arquitectos estaba a la espera: eran los hombres que habían dejado el ejército y habían estudiado en las escuelas de arquitectura britá­ nicas dispuestos a crear de una vez por todas el nuevo m undo feliz. En 1952, Frederic Osborn escribía a Mumford sobre el culto que la Escuela de Arquitectura (Architectural Association school) rendía a Le Corbusier: «los jóvenes que están bajo su influencia son completam ente insensibles a las consideraciones económ icas y humanas (...) es como si yo, durante mi juventud hubiera puesto en tela de juicio la divinidad de Cristo. Tengo la misma sensación de falta de raciocinio»66. También

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Fig. 7.8. La ciudad de Londres bombardeada: una calle del Est End. Portada del Plan del Condado de Londres de 1943 realizado por Forshaw y Abercrombie. La imagen habla por sí sola.

había, como escribió un cronista, «la tradición de lo Nuevo (...) una mezcla espe­ cial de excentricidad de avant-garde» que «se encuentra en la Asociación de Arquitectura. Es posible que ello sea debido a que es un organismo internacional en suelo británico (...) La Asociación ha estado siempre abierta a las ideas incohe­ rentes, sin compromiso, culturalmente marginales de todos los extranjeros que aparecen por Londres»67. En este invernadero cultural, La primera generación de la postguerra que corrió a estudiar arquitectura estaba en­ tusiasmada por la tecnología (...) Creían que proponer un mundo mejor y especial no era arrogancia -se trataba de su herencia (...) Pronto tuvieron dos importantes fuentes de inspiración- Corb y Mies (...) La Ville Radieuse y la Unité d'habitation les mostraron los modelos que realizarían en buenos y duros materiales modernos por medio de buenos y duros principios socialistas68.

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Pronto, como no podía ser de otra manera, la Asociación de Arquitectura su­ peró al propio Le Corbusier. En 1954 se presentó «Life Structure» de Ronald Jones, se trataba de una nave terrestre de 2.360 metros de largo por 560 de alto y 200 de ancho: La energía térmica extraída de una capa de rocas fundidas a 2900 kilómetros de pro­ fundidad propulsará al hombre por medio de una energía espiral y lo lanzará a un viaje fantástico en una nave nuclear terrestre (...) Las ciudades compactas tendrán un núcleo central, administración, gobierno elegido, artes y centros de creativi­ dad, universidades, colegios especializados, institutos, estadios recreativos y de­ portivos, cines estereofónicos, hospitales, hipermercados, centros comerciales. Las zonas centrales estarán unidas por medio de ascensores horizontales, verticales y diagonales (...) estas ciudades y pueblos metropolitanos estarán planificados de modo que puedan crecer en una primera, segunda, tercera y cuarta dimensión se­ gún sean las necesidades ecológicas humanas69. Como mucho de lo que surgió en Bedford Square, se trataba de excelente fan­ tasía juvenil. Pero el problem a fue que -co m o Cook explica y los antiguos ca­ tálogos de la Asociación de Arquitectura m u estran- al cabo de pocos años y a medida que las sucesivas generaciones de estudiantes entraban en el m undo real, las fantasías se hacían realidad. La propia creación de Jon es se convirtió en el Banco de Hongkong y Shanghai (aunque su arquitecto no había estudiado en la escuela de la Asociación de Arquitectura); un proyecto de casas con alta den­ sidad de habitantes (1956) se m aterializó en Parkhill, Sheffield (1 9 6 1 ), y en W estern Rise, Islington (1969); un proyecto de alm acén (1957) sirvió com o base para la co n stru cció n del d ep artam en to de Ing en iería de la U niversidad de Leicester (1963); bloques de viviendas proyectados en 1961 se edificaron en M ilton Keynes en 1971. Durante estos años, la im aginación seguía volando en Bloomsbury: por ejem plo, una casa hecha a base de cajas de dulces, o el proyecto de 1971 para edificar un «Castillo de Arena». Se trataba de un burdel para m i­ neros del petróleo en el Sahara (...) construido con tubo de plástico continuo, que se llenaría con arena in situ, y que se doblaría en una serie de bóvedas interconectadas»70. Sin embargo, por aquel entonces el «comprehensive urbanism » o urbanism o unitario había dejado de ser tem a aceptable de conversación: los vientos que venían de Europa habían cam biado71. Pero sus m onum entos, obra de varias generaciones de arquitectos de la Asociación, quedaron esparcidos por la Inglaterra urbana. La Architectural Review in ició el ataque muy pronto, en 1953, con una edi­ torial de J. M. Richards criticand o las primeras ciudades nuevas por su falta de urbanidad, cosa que, creía, era debido por una parte a la b aja densidad de po­ blación contemplada en los planes y por otra a la mala influencia de la Asociación para la Planificación de Ciudades y Campo72. En 1955 la revista publicó «Outrage» la célebre crítica de Ian Nairn sobre la calidad del diseño de la Gran Bretaña, que sólo halló eco en la intelligentsia británica; en este fam oso artículo profe­ tizaba

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un desastre: la profecía dice que si se permite que lo que se llama construcción siga multiplicándose al nivel actual, a final de siglo Gran Bretaña se habrá convertido en un oasis de monumentos preservados en medio de un desierto de hilos eléctri­ cos, carreteras de asfalto, pequeñas parcelas y «bungalows». No habrá distinción en­ tre campo y ciudad (...) La ARCHITECTURAL REVIEW da un nombre a esta nueva Gran Bretaña con la esperanza de que se recordará: SUBTOPIA73. La conclusión era inexorable: «Cuanto más complicado sea nuestro sistema in ­ dustrial y más grande nuestra población, más grande y verde debería ser nuestro campo, y más compactas y claramente definidas nuestras ciudades»74. De acuerdo con estas ideas, los editores de la revista lanzaron «Contra Ataque», una campaña en contra de «Subtopía»75. M ientras, en 1955, el Real Instituto de Arquitectos Británicos celebraba un simposium sobre los bloques de pisos, que fue inaugura­ do por Evelyn Sharp, secretaria permanente del Ministerio de Vivienda y de Gobierno Local, recitando una poesía en la que se alababa su belleza76. No le faltaron aliados. Un grupo de presión de agricultores volvió al fundamentalismo del Informe Scott de 1942 sobre el Uso rural del suelo77, e insistieron en la necesidad de reservar hasta el último acre para uso agrícola. Los sociólogos contribuyeron con un libro muy influyente de M ichael Young y Peter W illmott, Familiy and Kinship in East London (Familia y parentesco en el este de Londres); en él argumentaban que los urbanistas estaban destruyendo la rica tradición de la vida de la clase trabajadora londinense al sacarla de la ciudad y llevarla a otros condados78. Fue en vano que el econom ista agrario Gerald Wibberley explicara que la cantidad de tierra agrícola era superior a las necesidades nacionales, o que Peter Stone hiciera un cálculo sobre los verdaderos costes de la construcción en blo­ ques de pisos79; ni que el mismo F.J.Osborn hiciera campañas en contra de las sub­ venciones que favorecían su existencia80. Los políticos estaban en su contra y a fa­ vor de los pisos; el gobierno quería contención urbana y tam bién poner fin al programa de nuevas ciudades, fuera com o fuera.

La Gran Reconstrucción Hay que tener en cuenta que todo esto no dejaba de ser más que una discu­ sión privada entre arquitectos. Pero tenía gran im portancia porque tocaba una fi­ bra sensible. En 1955 el gobierno conservador, a través del ministro de la Vivienda, Duncan Sandys, inició un programa de dem olición de barrios pobres y obsoletos que se prolongaría durante casi dos décadas, y, simultáneamente, alentó a las au­ toridades locales a planificar cinturones verdes con la finalidad de contener el cre­ cim iento urbano. Pero, esto, unido a unas tasas de natalidad que aumentaron ines­ peradamente ese mismo año, disparó el precio del suelo que creció especialmente después de los cambios de leyes de 195981. La mayoría de grandes ciudades, que pre­ ferían conservar sus habitantes en lugar de enviarlos a las nuevas, consideraron que debían construir más denso y más alto82. Los grandes promotores, dispuestos a sa­ car provecho de la situación, se ofrecieron a solucionar los problemas de vivienda

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Fig. 7.9. La gran reconstrucción del Est End. Fotografía de 1965 con el trabajo a medio ha­ cer: a la izquierda las clásicas viviendas de dos pisos, a la derecha los bloques del Consejo de Londres.

de las ciudades por medio de contratos globales83. Y el gobierno, a pesar de las protestas de Osborn desde la Asociación para la Planificación, les concedió las sub­ venciones que necesitaban: a partir de 1956 empezó a dar tres veces más por una vivienda en un bloque de quince pisos que por una casa84. Evidentemente la pro­ porción de este tipo de viviendas aumentó año tras año: el número de bloques de cinco pisos o más era un 7 por ciento del total a finales de los años 1950 y ascen­ dió al 26 por ciento a mediados de los años 196085. En este proceso hubo muchas contradicciones, incluso entre los propios indi­ viduos. Richard Crossman, que, casi diez años después y como sucesor de Sandys, dirigía la política del gobierno socialista de acelerar la demolición de barrios po­ bres e incrementar la construcción de viviendas, escribió en su diario que no le agra­ daba la idea de que la gente viviera en enormes bloques elevados; sin embargo, al mismo tiempo, alentaba los programas de grandes demoliciones y construcciones industrializadas: «En una conversación pregunté por qué en Oldham se estaban edi-

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ficando sólo 750 casas; ¿por qué no se reconstruye todo? ¿No sería m ejor para Laing, la empresa constructora? 'Claro', dijo Oliver (Cox), 'y tam bién sería bueno para la ciudad’ (...) Volví al ministerio (...) furioso y preocupado»86. Al principio, el prestigioso Departamento de Arquitectura del Ayuntamiento de Londres, que primero estuvo dirigido por Robert Matthew, y posteriormente por Leslie Martin, facilitó un modelo; era muy generoso, porque la normativa de cos­ tes no les afectaba87. Primero propuso «la utilización de las grandes placas de hor­ migón de le Corbusier» método que, a finales de los años 1950, culm inó en Alton West, Roehampton, que es el mayor hom enaje que existe en el mundo -y la úni­ ca y verdadera realización- a La Ville radíeme. Después empezó «la era de los blo­ ques, más delgados, menos opresivos que, evidentemente, contaron con mayores subvenciones»88: entre 1964 y 1974 se llegaron a construir 384 en total. Después de la reorganización de 1965, los nuevos municipios hicieron sus propias contri­ buciones como, por ejemplo, las grandes megaestructuras de Southwark en el nor­ te de Peckham, que, más tarde, se convertirían en el núcleo de bloques más pro­ blemáticos de Londres. Algunas de las grandes ciudades provinciales de la Gran Bretaña intentaron com­ petir en prestigio. Dos graduados de la Escuela de la Asociación de Arquitectura di­ rigieron un equipo que proyectó Park Hill, la gran muralla de pisos con acceso a través de plataformas que sobresale com o una fortaleza por encim a del centro de Sheffield y que todavía hoy, hay que decir con toda justicia, es del agrado de sus inquilinos. Glasgow contrató a Basil Spence para construir Gorbals y, más tarde edi­ ficó grandes bloques en el extremo de la ciudad; en esta zona, donde los inquili­ nos tenían la costumbre poco inglesa de habitar en zonas con alta densidad de po­ blación, no hubo problemas excepto para las familias que tenían hijos, cosa que no sorprende si tenem os en cuenta que cuatro de cada cinco niños vivían a partir del quinto piso89. Pero hubo otros muchos lugares donde el arquitecto no estaba inspirado o era inexistente, donde los inquilinos se encontraron totalm ente desa­ rraigados, metidos en pisos hechos deprisa y corriendo, sin ningún tipo de servi­ cios, ni cuidado por el entorno o por la vida comunitaria; pisos a los que faltaba todo excepto el techo y las cuatro paredes. Lo curioso es lo que tardó la gente en darse cuenta de que se habían equivo­ cado. Para comprenderlo, es necesario que los que han nacido después de 1960 re­ curran a la im aginación: deben comprender lo horrible que resultaban las enne­ grecidas hileras de casas pobres que estas torres reemplazaron. El hecho de que a veces se demolieran casas que estaban en buenas condiciones no significa que éste fuera el caso de la mayoría de las que desaparecieron. Como dice Lionel Esher «ni los más conservacionistas creyeron que las 'sombrías áreas' de la época victoriana debían conservarse». Además los seis años de guerra habían reducido gran parte de Londres y de las grandes ciudades provinciales a una situación de siniestra pobre­ za que recordaba los párrafos más tétricos de Bleak House»90. En palabras de Ravetz: «durante prácticamente dos décadas (...) las desventajas sociales de esta política de planificación y de transformación de las ciudades pasaron desapercibidas a todo el mundo excepto a algunos chiflados que todavía conservaban ideales residuales de

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los años 1940 y otros que se lam entaban de la pérdida de lo viejo por razones es­ téticas»91. No se criticaba la planificación basada en la demolición sino la manera en que se estaba llevando a cabo. Sin embargo la crítica se generalizó en 1968 cuando los medios de com unica­ ción entraron en liza después del desastroso desplome, a causa de una explosión de gas, de Ronan Point, un bloque de pisos situado al este de Londres. De hecho el sistema de subvenciones ya había cambiado el año anterior y las autoridades lo­ cales habían empezado a reducir la construcción de bloques de gran altura. De golpe parecía que todo eran defectos: tenían goteras, se agrietaban, explotaban, los ascensores no funcionaban, los niños los destrozaban y las ancianas vivían ate­ morizadas. Algunas de estas críticas eran ciertas: Kenneth Campbell, miembro del Consejo del Condado de Londres y del Consejo del Gran Londres y responsable del diseño de viviendas, señalaba tres fallos: los ascensores (demasiado pocos, dema­ siado pequeños, demasiado lentos), los niños (demasiados), el cuidado y m ante­ nim iento (insuficiente)92. Pero en honor a los corbusianos hay que añadir algo. Primero que, aunque al­ gunas de las nuevas áreas londinenses estuvieron directamente inspiradas por el ma­ estro, y de ellas algunas resultaron un desastre en cuanto a diseño, otras fueron re­ alizadas por autoridades locales, que ya fuera por n egligencia o por falta de im aginación, no tuvieron sus propios arquitectos o urbanistas sino que se basaron en proyectos elaborados previamente. En 1965, mientras visitaba Wigan, Crossman hizo un com entario sobre ese «enorme plan de construcción» que era «espanto­ samente feo y deslucido», añadiendo que «se estaba realizando un proyecto que en el año 2000 resultaría tan horrible com o el viejo Wigan de 1880 había parecido a la gente de los años 1960»93. Segundo, Le Corbusier nunca había hablado de co­ locar a la gente (de distintas profesiones) en bloques; sus viviendas para trabajadores se hubieran parecido más a las del gran barrio de Hulme Estate en Manchester, el proyecto de renovación urbana más grande que se llevó a cabo en Europa, bloques de mediana altura, que tam bién fue un desastre. De hecho, la nueva arquitectura que siguió a la era de los bloques -altas densidades en construcciones de poca altu ra- tam bién dió malos resultados, como se pudo comprobar poco después de la Segunda Guerra Mundial en Glasgow94. Modelo que, más tarde, tam bién sería du­ ramente criticado: Colocar altas densidades de población en edificios de poca altura quiere decir en la práctica que habrá pandillas de muchachos haciendo ruido en los patios de la­ drillo, y pandillas significan vandalismo (...) Se convierten en viviendas «difíciles de alquilar», en ellas sólo vive la gente más pobre que tiene muchos problemas, se trata de familias que normalmente no tienen coche, de modo que los garajes cons­ truidos en los bajos, previstos por las normativas, permanecen vacíos y los chicos se encargan de destrozar los pocos automóviles que hay95. Irónicam ente, tam bién esto era una propuesta corbusiana. Sin embargo estos proyectos no tenían en cuenta la raíz del problema, habían sido impuestos a la gen­ te sin tener en cuenta sus preferencias, su modo de vida o su idiosincrasia; además

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estaban diseñados por arquitectos que norm alm ente -co m o a los medios de co­ municación les gustaba señalar- residían en encantadoras villas victorianas. (Cuando más tarde alguno de estos arquitectos se fue a vivir a la zona que había diseñado, como hizo Ralph Erskine en el famoso Byker Wall de Newcastle, fue motivo de co­ mentario). La causa principal de su error, tanto en el caso de Le Corbusier como en el de sus seguidores, era que los arquitectos de clase media no sabían de qué m a­ nera vivían las familias trabajadoras. En su mundo, Mamá no está sola en casa con los niños, sino que está comprando en Harrods. Estos, cuando son pequeños juegan en los jardines de Kensington acompañados por la ni­ ñera. A los ocho años van a la escuela y a los trece a un colegio privado, en ambos casos en régimen de internado. Y durante las vacaciones están en el campo, prac­ ticando deportes de invierno, navegando o en cualquier otra ocupación similar: bron­ ceándose con el viento y el sol. En ninguno de los casos andan alborotando por los rellanos o jugando con las tapas de los cubos de basura96. Esta es la razón por la que los ricos siempre vivirán bien en altas densidades de población, porque tienen servicios; es por ello que las citas que hemos hecho de Le Corbusier son tan reveladoras. Pero para la gente normal y corriente, como Ward dice, los barrios suburbanos tienen más ventajas: mayor privacidad, menos ruido o, en todo caso, mayor libertad para hacerlo. Tener esto en espacios con grandes densidades de población, exige grandes presupuestos, cosa que no puede esperarse en el caso de las viviendas subvencionadas públicamente. El punto más delicado es el de los niños: puesto que «a menos que puedan jugar durañte su in ­ fancia, al crecer se convertirán en un problema»97. Y, según afirmaba Jephcott en 1971, ello era especialemente cierto en las familias con niños que no habían reci­ bido educación y que vivían en bloques de pisos situados en áreas de alta densi­ dad de población. Por esta razón, consideraba que «las autoridades locales deberí­ an dejar de promocionar esta clase de viviendas y limitarlas a un cierto tipo muy seleccionado de inquilinos o utilizarlas sólo en casos de extrema necesidad»98. Evidentemente, Le Corbusier desconocía toda esta problemática porque era de cla­ se media y, además, no tenía h ijos99.

R enovación u rbana en Estados Unidos Los norteamericanos descubrieron estos problemas antes que los británicos y es in­ teresante saber por qué. Una de las razones es que empezaron antes. Su programa de renovación urbana se inició con la Ley de la Vivienda de 1949 y la Ley de Enmienda de 1954, pero sus orígenes eran todavía más tempranos: en 1937 la Comisión de urbanismo del Consejo nacional de planificación de recursos dio a conocer su informe, Our Cities: Their Role in the National Economy (Nuestras ciuda­ des: su papel en la economía nacional), en el que señalaban el deterioro urbano cau­ sado por la obsolescencia de los usos del suelo; y en 1941 Alvin Hansen y Guy Greer publicaron un pequeño folleto en el que desarrollaban este tema, señalan­

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do que debería haber ayuda federal para comprar los edificios que estuvieran en ma­ las condiciones, mientras que, a su vez, las ciudades deberían responsabilizarse de los planes de reconstrucción100. La Ley de 1949 era una extraña pero afortunada mezcla de los intereses de conservadores y radicales: se invertiría dinero federal en la renovación de las zonas más deterioradas de la ciudad, sobre todo en las resi­ denciales; sin embargo no se proporcionaban los medios necesarios para la edifi­ cación101. Para entenderlo, es necesario profundizar más en esta curiosa alianza. En 1937, el Congreso había aprobado la Wagner Act, una ley muy im portante sobre las vi­ viendas de subvención pública que fue el inicio de una agria y prolongada batalla entre poderosos grupos de presión. Por un lado estaban los profesionales liberales, com o Catherine Bauer, que se alinearon con los sindicatos de la construcción. Por el otro estaba la Asociación Nacional de Juntas de Propietarios y su aparato de in­ vestigación, el Instituto de Suelo Urbano. Tanto la Asociación como el Instituto es­ taban a favor de los seguros hipotecarios federales, punto que habían conseguido cuando la Asociación Federal para la Vivienda se estableció en 1934. Y estaban en contra de la construcción pública. Este compromiso contemplaba la vivienda pú­ blica como una solución temporal para los pobres susceptibles de merecer ayuda, es decir los que hacía poco que se habían quedado sin empleo y que, se suponía, podrían comprar su casa tan pronto como la econom ía se recuperara. Se excluía a los pobres de siempre: la clase más inferior que era predom inantem ente negra. La discriminación provenía del método de financiación que dictaba la ley: los fondos federales se invertirían en la compra de terrenos y en la construcción, y no se de­ dicarían a los gastos de m antenim iento, que se incluirían en los alquileres. La fa­ milias muy pobres nunca podrían pagarlos102. A finales de los años 1940 esta ba­ rrera cayó y las familias que dependían de los subsidios públicos pudieron acceder a este tipo de viviendas. Pero, com o la normativa financiera no cambió, las con ­ tradicciones resultantes fueron catastróficas103. Las leyes de 1949 y de 1954 fueron otro éxito del grupo de presión liderado por la A sociación N acional de Ju ntas de Propietarios y el In stitu to de Suelo Urbano. Su idea no era hacer casas baratas sino em prender prom ociones co­ merciales en áreas deterioradas que estuvieran cerca de los centros urbanos, si­ guiendo el m étodo que Pittsburgh había empleado con éxito en la reconstruc­ ció n del G olden Triangle. Aunque opuestos a las Ju n tas de Propietarios, el m ovim iento en favor de la vivienda pública continuó con la idea de renovación urbana con la esperanza de que, de esta manera, podrían llevar a cabo sus o b je­ tivos104. De hecho, aunque se presentó com o una medida para asegurar «la rea­ lización tan pronto com o sea posible de un hogar decente y un entorno correc­ to para cada familia norteamericana», la renovación urbana se mantuvo separada de las viviendas públicas y se puso en manos de la Agencia Financiera para la C onstrucción y la Vivienda, que pronto trató de dism inuir el núm ero de vi­ viendas de bajo alquiler y de fom entar la construcción com ercial; la clausula de la Ley de 1949 que señalaba que el área debía ser «predom inantem ente residen­ cial», se fue olvidando progresivam ente105. Al utilizar sus poderes para demoler

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los barrios más pobres y ofrecer buenos solares a los promotores privados que te­ nían subsidio estatal, las ciudades «se deshicieron de las zonas que les convino», com o tan bien dijo Charles Abrams106. Todas las ciudades -Filadelfia, Pitsburgh, Boston, San Francisco- destruyeron las zonas de rentas más bajas, barrios n e­ gros que estaban cerca de los centros com erciales; m ientras que la prometida construcción alternativa de viviendas n o llegó a materializarse porque «la vi­ vienda pública, com o el m oro de Otelo, había hecho su saludo de despedida al justificar la renovación urbana y ahora ya podía retirarse»107. Este proceso fue dirigido por unas «alianzas para el desarrollo», que a menudo estaban formadas por jóvenes empresarios: banqueros, promotores, asociaciones de constructores, agentes de la propiedad, agentes de venta de solares. Pero no es­ tuvieron solos, puesto que, si hubiera sido así, probablemente hubieran fracasado; tam bién había alcaldes liberal-tecnócratas (Lee en New Haven, Daley en Chicago), apoyados por ayuntamientos liberales, asociaciones de sindicatos de la construcción, grupos gubernamentales, urbanistas y otros profesionales, incluso les apoyaba el gru­ po que iba a favor de la vivienda pública108. También contaban con un grupo pe­ queño, pero poderoso, de profesionales de la renovación urbana: Robert Moses en Nueva York, Ed Logue en New Haven, Boston y Nueva York, Justin Hermán en San Francisco109. Como dijo Catherine Bauer Wurster «pocas veces un número tan va­ riado de ángeles habían tratado de bailar en la cabeza de una aguja»110. Evidentemente, en estas coaliciones cada uno tiraba hacia su lado, de modo que a veces se rompían. Uno de los grupos, los promotores y sus aliados, querían reconstrucciones a gran escala para favorecer a las empresas establecidas en el cen­ tro urbano -pero también querían atraer empresas de fuera, cosa que les creaba pro­ blemas con los intereses locales. También pretendían, si era posible, trabajar con medidas administrativas que les permitieran prescindir de la legislación local. Sin embargo durante los años 1950, pero especialmente a lo largo de los años 1960, se granjearon la enemistad de los residentes locales que querían conservar sus vi­ viendas y defender sus barrios, y de los pequeños comerciantes que tem ían ser desplazados, que pronto empezaron a organizarse en contra de la renovación ur­ bana111. Este proceso se repitió en todas las ciudades norteamericanas. Nueva York fue un caso especial; pero, b ajo el m andato de Robert Moses (1888-1891), siempre lo había sido. En los diversos cargos que desempeñó a lo lar­ go de casi cincuenta años, se le conoció com o el «el constructor más grande de América», Moses fue responsable de obras públicas que, en dólares de 1968, lle­ garon a alcanzar la suma de 27 billones112. Construyó carreteras de parque, puen­ tes, túneles, vías rápidas. Y cuando se inició el m ovim iento de renovación urba­ na, se puso a construir viviendas púbicas. Desde 1949 a 1957, la ciudad de Nueva York invirtió 267 millones de dólares en este concepto mientras que el resto de ciudades de los Estados Unidos habían empleado tan sólo 133 millones. Cuando en 1960 se retiró de su cargo com o responsable de renovación urbana, había cons­ truido, en apartamentos terminados, más que todos los demás ju n tos113. Lo hizo com o lo había hecho todo, uniendo dos cualidades que aprendió durante su tem ­ prana vida profesional: su fe en el trabajo realizado por los bien dispuestos e in-

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hacer gracias a la ayuda que recibió para hacer una autopista que debía actuar como distribuidora de tráfico en el centro de la ciudad125. Pittsburgh, otra pionera, de hecho empezó antes de 1949, tiene la misma his­ toria. Después de haber pasado una serie de años en letargo, surgió una nueva éli­ te de negocios dispuesta a evitar que la ciudad cayera en el colapso ecónom ico. Ya en 1943 habían organizado un encuentro, el Congreso de Allegheny sobre Desarrollo Regional, con la finalidad de crear una comisión que revitalizara el centro de la ciu­ dad. De ahí surgió una extraordinaria coalición de líderes republicanos dirigidos por un demócrata. En 1946 se organizó un Consejo de Renovación Urbana que ob­ tuvo poderes sin precedentes -discutidos pero establecidos como constitucionalesde manera que podía expropiar propiedades para facilitar la renovación de la ciu­ dad. « Renaissance I «, nombre que recibió el proyecto, era, fundamentalmente, una operación de construcción privada, en la que el sector público tenía la labor de fa­ cilitar los trámites, y en el que se encontraban miembros de las principales aso­ ciaciones: del Congreso de Allegheny, del Consejo de Renovación y de la Comisión de Planificación. Durante los veinte años siguientes los diversos proyectos re­ construyeron más de la cuarta parte de lo que se ha dado en llamar el Triángulo de Oro, desplazando al m enos 5.400 familias de renta baja, principalm ente n e­ gros, substituyendo las viviendas por oficinas, y convirtiéndola en una área que sólo está transitada de 9.00 a 5 .0 0 126. San Francisco es otro caso clásico. Aquí el m ovim iento en favor de la renova­ ción urbana fue una iniciativa de los empresarios que se canalizó a través del Consejo del Área de la Bahía (.BayArea Council) de 1944, una especie de «gobierno regional privado», y del Comité Blyth-Zellerbach de 1956. De hecho un año antes de la Ley de 1949, la Agencia de Reconstrucción de San Francisco ya había antici­ pado sus poderes; más tarde, en 1958, se reorganizó bajo la dirección de BlythZellerbach. En 1959 se nom bró com o director a Justin Hermán, «San Justin» para los promotores, el «Diablo Blanco» para los habitantes de rentas bajas de Western Addition y South of Market, barrios que estaban cerca del centro. Hermán estaba en favor de iniciar una campaña de saneam iento de estas zonas, lo que significa­ ba el desalojo de sus habitantes. Como elocuentem ente explicó uno de los em­ presarios que apoyaban este proyecto, «no se supondrá que vamos a construir edi­ ficios por valor de 50 millones de dólares en un lugar donde viejos sucios puedan exhibirse delante de nuestras secretarias»127. De hecho, según explica Chester Hartman, se insistió en la cuestión del barrio de vagabundos porque era una buena excusa para justificar la reconstrucción. Pero la zona que estaba al sur de la calle Market era una área de pequeños hoteles ocu­ pada principalmente por hombres que, en su mayoría, estaban retirados o im pe­ didos. Se organizaron y encontraron su líder en un sindicalista de ochenta años, George Woolf. En 1970, después de una épica batalla legal, obligaron a la Agencia de Renovación a construir viviendas de bajo alquiler. El encolerizado Hermán lle­ gó a decir que el abogado de los inquilinos era «un hom bre inteligente, bien fi­ nanciado y dispuesto a sacar provecho de sus víctimas». Un año después moría de un ataque al corazón.

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Durante los diez años siguientes los pleitos se sucedieron. Mientras, los fondos de Renovación Urbana eran reemplazados por las subvenciones de Desarrollo de la Comunidad, que se extendieron por la ciudad, la Agencia de Renovación perdía su financiación independiente y el Ayuntamiento conseguía mayor control. No obs­ tante el «boom» de la construcción de oficinas era más fuerte que nunca. A finales de los años 1980, después de treinta años de luchas, la zona de South Market había sido renovada casi por completo. Finalmente, los ciudadanos de San Francisco que a aquellas alturas ya estaban organizados, consiguieron, aunque ya era demasiado tarde, que se aprobara una ley que limitaba la construcción de oficinas en la ciudad128. Sin embargo lo curioso de las coaliciones que se crearon durante estos años fue que consiguieran llevar adelante empresas totalm ente contrarias a los intereses de los votantes. El West End de Boston, una antigua y bien arraigada comunidad ita­ liana -una villa urbana en palabras de Herbert Gans- es un ejemplo clásico. Por con­ sejo de banqueros hipotecarios, los planes de demolición se ampliaron para incluir zonas que no estaban deterioradas. La población en general creía que este barrio estaba en malas condiciones porque la prensa lo decía, mientras que los propios habitantes nunca pensaron que llegaría a suceder. Los promototres querían la zona para construir viviendas de rentas altas y la ciudad llevó el proyecto adelante129. Más tarde, Fried pudo comprobar que para los habitantes del West End, sobre todo para los que pertenecían a la clase trabajadora tradicional, esta experiencia fue tan traumática como la muerte de un ser querido130. Pero todo lo bueno se acaba. A mitad de los años 1960, las críticas aum enta­ ron. Charles Abrams hizo observar que en la mayoría de zonas que habían sido de­ molidas -W ashington Square South en Nueva York, Bunker Hill en Los Angeles, Diamond Heights en San Francisco- había pasado lo mismo que en el West End: «no eran barrios bajos pobres en sentido estricto»; lo fueron porque oficialm ente se les calificó de esta manera131. M artin Anderson calculó que a finales de 1965 la política de renovación había sacado de sus casas a un m illón de personas, muchas de las cuales pagaban rentas muy bajas; tres cuartos llegaron a encontrar nuevos lugares donde vivir, nueve de cada diez encontró casas peores a alquileres más al­ tos. En total, en marzo de 1961, este plan había destruido cuatro veces más vi­ viendas que las que había construido; y com o era de esperar las zonas demolidas permanecieron sin edificar porque el proyecto tardó doce años en realizarse. Casi el 40 por ciento de las nuevas construcciones no eran viviendas; y las que se h i­ cieron eran bloques altos de apartamentos edificados privadamente por los que ha­ bía que pagar alquileres elevados132. De manera que, aunque el 85 por ciento de las áreas que durante los primeros diez años de la aplicación de la ley se certifica­ ron como zona de renovación eran residenciales, sólo el 50 por ciento lo continuaron siendo después133. O como Scott Greer dijo: «La Agencia de Renovación Urbana ha conseguido que por un precio de más de tres billones de dólares se redujera el nú ­ mero de viviendas de bajo alquiler en las ciudades americanas»134. Chester Hartman concluye que, desgraciadamente, el efecto de este programa había sido que los ri­ cos fueran más ricos y los pobres más pobres135. Herbert demostró lo absurdo que todo había resultado:

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Imaginemos que el gobierno decide que los coches viejos son una amenaza para la seguridad y estropean la belleza de las autopistas, y, por lo tanto, obliga a los con­ ductores a abandonarlos. Imaginemos que para substituirlos el gobierno da 100 dólares a cada uno de estos conductores para que se compren un coche de segun­ da mano que esté en buen estado y subvenciona a la General Motors, la Ford y la Chrysler para que bajen los costes -aunque no necesariamente los precios- de sus Cadillacs, Lincolns e Imperials, y abaraten los precios unos pocos cientos de dóla­ res. Por absurdo que parezca no hay más que cambiar los coches de segunda mano por los barrios viejos, y habré explicado por medio de una pequeña licencia poéti­ ca los primeros quince años de un programa federal llamado renovación urbana136. ¿Cómo pudo suceder? Muchos críticos consideran que la respuesta más cínica no tiene porque ser la correcta: aunque es cierto que muchos se enriquecieron «hay un factor que sólo podemos caliñcar como patriotismo cívico» que «coincide con los intereses financieros». Lo que impulsaba a muchos de los miembros de estas coaliciones para el crecimiento eran motivaciones honestas: «alcaldes preocupados por los impuestos del casco urbano, líderes cívicos con patrióticos deseos de 'em ­ bellecer el centro de la ciudad', empresarios con intereses en el centro y, también, los que creían que el gobierno debía hacer innovaciones por razones de interés pú­ blico. Sin embargo entre todos apoyaron un programa que favoreció a los fuertes y castigó a los débiles»137. Este programa sólo se podía realizar a nivel local; y, local­ mente, la mayoría de las ciudades querían una recuperación de sus cascos urbanos y que la clase media abandonara los barrios residenciales y volviera a la ciudad138. Es cierto que más adelante se evitaron los peores excesos de la renovación urbana: mayor número de zonas fueron destinadas a viviendas, mayor número de ellas fue­ ron de bajo alquiler, mayor número de negros tuvieron casa139. Y evidentemente, como durante los quince primeros años de su existencia el hacer viviendas para colocar las personas que habían sido desalojadas fue uno de los últimos aspectos que el programa contempló, no pueden achacarse a Le Corbusier la mayoría de males de la renova­ ción urbana norteamericana. No obstante, tanto los corbusianos como la ideología de la renovación urbana compartían lo que Martin Anderson ha descrito gráfica­ mente como el método del «Bulldozer Federal». Lo que se deduce de las críticas que sobre este tema se han hecho en Estados Unidos es que lo m ejor hubiera sido dejar tranquilos a los pobres: Greer cita a un funcionario local: «¿Qué pasa? Una viuda tie­ ne que escoger entre arreglárselas con dos dólares al mes o vivir en casas de catego­ ría inferior. Existe una verdadera necesidad de lo que llamamos viviendas de clase se­ cundaria, y si las hacemos desaparecer, anulamos el tipo de vivienda que la gente puede pagar»140. Si a ello le añadimos los costes psicológicos que comporta destruir vecin­ darios antiguos y consolidados, las cosas todavía empeoran más.

Contraataque: Jacobs y Newman El fracaso de la renovación urbana norteamericana, y las dudas crecientes en rela­ ción al equivalente británico, ayudan a comprender el gran im pacto que tuvo en ambos países el libro de Jane Jacobs titulado Death and Life o f Great American Cities

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(Vida y muerte de las grandes ciudades norteamericanas), que se publicó en Estados Unidos en 1961 y que, rápidamente, se convirtió en uno de los libros más influ­ yentes en la corta historia del urbanismo. Fue uno de esos casos clásicos en que el m ensaje adecuado llegaba en el m om ento oportuno. Jacobs criticaba las dos gran­ des ortodoxias sobre las que, durante medio siglo, se había basado la planifica­ ción urbanística. Atacaba el m ovim iento de la ciudad jardín porque «su fórmula para salvar la urbe había consistido en decidir que la ciudad se hacía en tal sitio», y porque definía la «vivienda en términos de cualidades físicas suburbanas y de cua­ lidades sociales de pequeña ciudad»; además «consideraba que la planificación era algo esencialmente paternalístico, e incluso autoritario»141. Los corbusianos eran criticados por su egoísmo: «no importa lo vulgar o torpe que pueda ser el diseño, lo lúgubre e insubtancial del entorno, lo aburrida que pueda ser la vista, cualquier im itación de Le Corbusier nos está diciendo: «¡Mirad lo que he hecho! Es com o un ego grande y visible que nos dice lo que alguien ha realizado»142. Seguía argumentando que no pasaba nada con las densidades elevadas, siem­ pre y cuando la gente no viviera am ontonada en los edificios: los barrios tradicio­ nales dentro del casco urbano com o Brooklyn Heights en Nueva York, Rittenhouse Square en Filadelfia y North Beach en San Francisco, eran buenas zonas a pesar de estar densamente pobladas143. Consideraba que un buen barrio urbano necesita­ ba 100 viviendas por acre, lo equivalente a 200 o 300 personas: lo cual no deja de ser una densidad alta incluso en el caso de Nueva York y mucho más alta de la que Londres tuvo después de 1945. Ello se podía obtener reduciendo el espacio libre: Decir que las ciudades necesitan altas densidades de viviendas y un apoyo subte­ rráneo adecuado, y esto es lo que yo estoy diciendo, está considerado convencio­ nalmente como algo malo. Pero las cosas han cambiado desde los tiempos en que Ebenezer Howard ob­ servó los barrios bajos londinenses y concluyó que para salvar a la gente, había que abandonar la vida urbana144. La solución que Jacobs propugnaba consistía en dejar los barrios de los centros urbanos tal como estaban antes de que los urbanistas se metieran en ellos. Debían tener funciones mixtas y, en consecuencia diversidad de usos, de manera que la gen­ te estuviera en un sitio por diversas razones y a distintas horas pero com partien­ do los mismos servicios. Debían tener calles convencionales con casas bajas. Debían mezclar bloques de diferentes épocas y condiciones, incluyendo un buen número de los viejos. Y debían tener una concentración de gente elevada, fueran cuales fue­ ran las razones de su presencia, que incluía a un gran número de residentes 145. A la mayoría de sus lectores de clase media les gustó. Lo irónico fue, visto veinte años después, que el resultado iba a ser la «yupización» de la ciudad: El urbanismo ha demostrado ser tan susceptible como lo moderno a la hora de mostrar sus impulsos igualitarios subordinados a los intereses consumistas de las clases superiores (...) Costó cuarenta años ir del primer manifiesto de la Bauhaus a las «Four Seasons»; sólo ha costado la mitad substituir el colmado de la esquina que tanto alabó Jane Jacobs por el «Bonjour, Croissant» y todo lo que esto significa146.

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La voladura de Pruitt-Igoe Sin embargo, fueran cuales fueran las im plicaciones posteriores, el urbanismo dic­ tó la sentencia de muerte del «bulldozer federal». Pero para que esto sucediera tu­ vieron que pasar aún más cosas. En Estados Unidos, por ejemplo, donde, si ten e­ mos en cuenta el caso británico, se habían construido pocas viviendas públicas, a pesar de todo, algo se había hecho. Algunas de las ciudades más grandes y con mayor influencia habían seguido el modelo corbusiano: St Louis, Chicago y Newark entre otras. Pero, a finales dé los años 1970, se dieron cuenta de que la gente aban­ donaba las zonas de grandes bloques y de que m uchos tenían un 30 o 40 por cien­ to de sus pisos vacíos. El caso clásico es Pruitt-Igoe, un proyecto que en 1955 ganó un premio en St Louis pero que se hizo famoso al ser demolido diecisiete años después de haber sido construido. La voladura se grabó para la posteridad y se con­ virtió en el símbolo de todo lo que se consideraba equivocado en el m ovim iento de renovación urbana, no sólo en los Estados Unidos sino en todo el mundo. Cuando en 1951 se inauguraron los apartam entos del capitán W .O.Pruitt Homes y de W illiam L.Igoe, un proyecto experim ental de grandes bloques del dis-

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tinguido arquitecto Minoru Yamasaki -tipo de construcción que hasta entonces no se había visto en St Louis- fueron recibidos con alabanzas por la revista Architectural Forum. Entre 1955 y 1956 se term inaron treinta y tres bloques idénticos que tení­ an 2.800 apartamentos. Estaban situados en un desolado espacio abierto al tráfi­ co de paso. Durante la construcción y para mantenerse dentro del presupuesto se fueron haciendo grandes y arbitrarios recortes económ icos. El espacio de los apar­ tamentos, muchos de los cuales serían ocupados por familias numerosas «se redujo al m ínimo»147. Las cerraduras y los tiradores de las puertas se estropearon en seguida, a veces incluso antes de que se ocuparan los pisos. Los cristales de las ventanas se rompieron. Uno de los ascensores se estropeó el día de la inauguración. «Cuando se terminaron, los edificios de Pruitt-Igoe eran poco más que conejeras de acero y hormigón, con un diseño deficiente, medidas insuficientes, mal equipados, peor situados, sin ventilación y muy difíciles de m antener»148. Esto ya era grave. Pero además, los inquilinos que los habitaron no eran el tipo de personas para los que se habían planeado. El proyecto, como la mayor par­ te de las viviendas públicas de los años 1950, estaba pensado para los pobres que se consideraba dignos de ayuda. Se suponía que la mayoría de cabezas de familia

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serían hombres con empleo. Sin embargo, en 1951, St Louis era una ciudad segre­ gada: Pruitt estaba reservada para negros, pero después de que, por decisión del Tribunal Supremo, se anuló la segregación en las viviendas públicas, las autorida­ des intentaron integrar Igoe. Fue inútil, los blancos se marcharon y los negros -e n ­ tre los que se encontraban muchas familias que dependían de los subsidios fami­ liares y cuyos cabezas de familia eran m ujeres- fueron las que los ocuparon. En 1965, más de las dos terceras partes de los habitantes eran menores de edad, y el seten­ ta por ciento de ellos tenían menos de doce años; había dos veces y media más mu­ jeres que hombres; ellas eran el cabeza de familia en el 62 por ciento de las fam i­ lias; el 38 por ciento de los pisos estaban habitados por personas sin empleo, y sólo en el 45 por ciento el trabajo era la única fuente de recursos149. La zona pronto se convirtió en un desastre. El nivel de ocupación de Pruitt que en 1956 era del 95 por ciento, bajó al 81 seis años más tarde y al 72 en 1965; Igoe que empezó con un 70 por ciento de ocupación se mantuvo al mismo nivel. Los bloques empezaron a deteriorarse: las tuberías se rompieron y hubo una explo­ sión de gas. En 1966 los trabajadores que vivían allí y dependían del programa de ayuda a la pobreza, anotaron: Las calles están llenas de cristales, cascotes y escombros (...) los automóviles están abandonados en las zonas de aparcamiento; hay cristales por todos sitios; las latas están esparcidas y los papeles han quedado pegados en el baño. Desde fuera PruittIgoe parece zona de siniestro. En todos los edificios hay cristales rotos. Las luces de las calles no funcionan (...) A medida que el visitante se acerca a las entradas de las viviendas, la cantidad de escombros y suciedad aumenta. En las zonas libres que hay debajo de los edificios se ha acumulado la basura. Hay ratas, cucarachas y todo tipo de bichos (...) El ascensor resulta una revelación incluso para aquellos que se creen prepara­ dos a todo. La pintura se ha estropeado. El olor a orines es repugnante puesto que no hay ventilación (...) Cuando el visitante sale del obscuro y maloliente ascensor y se dirige a los pasillos del edificio, se encuentra con una copia de asilo construi­ do en hormigón gris. El color gris institucional de las paredes da paso al gris insti­ tucional de los pisos. Las mamparas oxidadas, de tipo institucional, cubren venta­ nas sin cristales. Los radiadores que se habían colocado para caldear los pasillos han sido arrancados. Los incineradores, demasiado pequeños para admitir la basura que se les echa, han reventado y los escombros y la basura se amontonan en el sue­ lo. No quedan ni bombillas ni tuberías, los hilos eléctricos cuelgan de los enchu­ fes que no funcionan150. En 1969, los residentes dejaron de pagar el alquiler, fue la huelga más larga en la historia de las viviendas públicas norteamericanas. En un m om ento dado 28 de los 34 ascensores no funcionaban. En 1970, el 65 por ciento del nuevo barrio es­ taba desocupado. En 1972, aceptando lo que era inevitable, las autoridades públi­ cas decidieron demolerlo. La pregunta que se hacían una serie de técnicos observadores era cóm o había podido suceder: en tan sólo diez años, lo que había sido un modelo de diseño se había convertido en el peor de los barrios de Estados Unidos. Sin embargo, había tantas respuestas com o observadores.

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El primer culpable era, sin duda, el diseño. Como Oscar Newman dijo en un conocido análisis: El arquitecto pensó cada uno de los edificios como una entidad completa, separa­ da y formal, sin tener en cuenta el uso funcional de la zonas que lo rodeaba o la relación del edificio con el suelo que compartía con el resto de edificios. Es como si el arquitecto hubiera tomado el papel del escultor y hubiera considerado el sue­ lo como un espacio donde situar una serie de elementos verticales de modo que for­ maran un conjunto agradable151. O com o Jacobs hubiera dicho, era un viaje al ego del arquitecto. Pruitt-Igoe se diseñó -co m o muchos otros proyectos corbusianos de la vivenda pública nortea­ mericana de los años 1 9 5 0 - a partir de superbloques que ocupaban el espacio que hubieran necesitado de cuatro a doce calles de las que había hablado Jane Jacobs. Los bloques, que en el caso de Pruitt-Igoe tenían once pisos con un promedio de 50 unidades por acre, se situaron libremente, con la entrada siempre por el jardín y nunca por la calle152. Esto y los largos pasillos sobre plataformas elevadas crea­ ron zonas que Newman, en una frase memorable, llamó espacios de difícil control: los pasillos que en los dibujos que el arquitecto había hecho en 1951 estaban lle­ nos de niños, juguetes y madres (blancas), pronto fueron objeto del vandalismo y la gente tuvo miedo de pasar por ellos153. Sin embargo otra de las causas del problema, com o otros observadores seña­ laron , fue la n o rm ativ a de fin a n c ia c ió n del m a n te n im ie n to im puesta por W ashington. Como los alquileres incluían este apartado y los inquilinos no paga­ ban, el ayuntam iento de la ciudad dejó de hacerse cargo del cuidado de los edifi­ cios. Pero, a pesar de esta medida, la gente tam poco pudo pagar: en 1969, cuando una cuarta parte de las familias estaban pagando alquileres que representaban más del 50 por ciento de sus ingresos, empezaron una huelga154. Lo irónico es que esta política se aplicó a pisos que habían sido caros de construir: 2 0.000 dólares cada uno en dinero de 1967. Sólo un poco más baratos que un apartamento de lu jo 155. Después de un profundo análisis, Newman llegó a la conclusión de que la raíz del problema estaba en no haber analizado cómo funcionaban los edificios ya exis­ tentes y, a partir de ahí, mejorar los diseños; «lo peor de toda esta tragedia es que los arquitectos más valorados son los que, a menudo, com eten las mayores equi­ vocaciones»156. Y ello a su vez era debido a que había habido dos corrientes en la arquitectura moderna: la «que seguía un método socia» y la que estaba compues­ ta por los «metafísicos del estilo», y a que Estados Unidos había importado la se­ gunda corriente, es decir, la tradición corbusiana157. Esta conclusión se confirm a al comprobar que las construcciones convencionales de m enor altura, con la mis­ ma mezcla de inquilinos, no tuvieron este tipo de problemas158. Pero a Newman le costó m ucho demostrar que el diseño del proyecto no era el único culpable del desastre. El deterioro empeoró en 1965 a partir del m om en­ to en que el Departamento de la Vivienda y de Desarrollo Urbano cambió su po­ lítica y admitió familias con problemas, muchas de las cuales procedían del cam­ po: «los edificios que ocuparon sufrieron una destrucción sistemática en los siete

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años que transcurrieron desde su llegada a la voladura del conjunto»159; pero esto no sólo pasó en Pruitt-Igoe, otros edificios similares (los Rosen Apartments de Filadelfia, Columbus Homes en Newark) quedaron igualmente abandonados. La raíz del problema estaba en que las familias muy pobres y con muchos hijos, acogidas a los programas de ayuda pública, con una idea muy fatalista de su poder para in ­ fluir en su entorno, no pudieron con este tipo de edificio, ni el edificio pudo con ellos. Como dijo Lee Rainwater, un observador sociólogo, las aspiraciones de los habitantes de Pruitt-Igoe eran parecidas a las de mucha gente, pero no pudieron convertirlas en realidad; Si la gente que vive en Pruitt-Igoe pudiera realizar sus ideales, su forma de vida no sería tan distinta de la manera de vivir de muchos trabajadores, tanto blancos como negros. Pero es probable que para mantener ese tipo de vida familiar se requiera una estabilidad y un nivel de ingresos de clase trabajadora alta, nivel que es el 50 por ciento e incluso el 100 por cien más alto del que los habitantes de Pruitt-Igoe tienen160. En este tipo de pisos podrían haber vivido bien familias con ingresos medios y superiores, siempre y cuando las que tuvieran hijos no excedieran al 50 por cien­ to del total, hubiera vigilantes y cada una de ellas contara, como mínim o, con pa­ dre o madre. Puesto que si bien es cierto que «las familias de clase media no se com­ portarían de m odo distinto fueran cuales fueran las casas donde vivieran, el com portam iento de las familias que viven acogidas a los programas de ayuda a la pobreza depende m ucho del medio físico en el que se encuentran»; en su caso «hay que evitar los bloques de apartamentos elevados»161. Opinión que tam bién compartía Colín Ward.

El legado corbusiano La ironía está pues en que la ciudad corbusiana de las torres es absolutamente sa­ tisfactoria para los habitantes de clase media que Le Corbusier había imaginado vi­ viendo graciosas, elegantes y cosmopolitas vidas en La Ville contemporaine. Puede incluso funcionar en el caso de los sólidos, duros y tradicionales inquilinos de Glasgow, para quienes el paso de sus casas en el barrio pobre de Gorbals a los pi­ sos del siglo X X les pareció com o una ascensión al paraíso. Pero para la madre car­ gada de hijos, acogida a un programa de ayuda y que, nacida en Georgia, ha ido a parar a St Louis o Detroit, ha resultado un desastre urbano de primera magnitud. Así pues el pecado de Le Corbusier y de los corbusianos no está en el diseño, sino en la insensata arrogancia con la que se han impuesto sobre la gente, que no ha podido aceptarlos y que si bien se piensa, nunca se esperó que los aceptaran. La ironía final es que en todas las ciudades del mundo se ha creído que el error de este tipo de edificios era debido a un fallo de «planificación». Planificación en­ tendida como un programa de acción organizado de manera que puedan conse­ guirse unos objetivos concretos decididos a partir de unas necesidades. Y esto es precisamente lo que la planificación no es.