El ser de las Baleares

Baltasar Porcel El ser de las Baleares Un poeta mallorquín que moriría muy joven, en 1938 y en la exuberante montaña del Montseny, en la costa catal...
Author: Luz Reyes Rojo
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Baltasar Porcel

El ser de las Baleares

Un poeta mallorquín que moriría muy joven, en 1938 y en la exuberante montaña del Montseny, en la costa catalana, desde donde, los días claros, se ve en la lejanía la diluida silueta de Mallorca, escribía, mientras la tuberculosis le minaba el cuerpo, un poema titulado precisamente «Recuerdo de Mallorca durante la guerra civil». Sus versos finales, estremecedores y alucinados, eran éstos: Tota la meva vida es Higa a tu, com en la nit les flames a la fosca í. El poeta, que se llamaba Bartomeu Rosselló-Pórcel y que en definitiva es el introductor en la isla, en sus ambientes literarios, entonces muy conservadores, de la poesía del siglo xx, ¿reflejaba con estos versos el típico localismo miope y exaltado o desvelaba una realidad mucho más profunda, vinculada incluso a la misma constitución del espíritu del hombre, del hombre balear en este caso? Me atrevería a suponer que la auténtica es la segunda alternativa. Y la serie de notas interpretativas que comienzo ahora lo que pretenden es, a través de la geografía, de la historia, de la cultura, de la economía y, por supuesto, de mi propia condición y mis vivencias de mallorquín, indagar sobre el ser de las Baleares. Ese subyacente maridaje de las llamas y la noche que iluminó las últimas horas del poeta moribundo y solitario... Sobre las Baleares planean casi tantos tópicos, o al menos tan voluminosos, como la misma e inmensa masa de turistas que las visita. En Europa, en España, son una de las regiones más conocidas... en superficie. No es que yo crea poseer la Verdad, así, en mayúscula. Realmente sólo tengo unas claves de aproximación, y lo que quiero hacer es darlas. Otro escritor, éste inglés, el brillante —y a veces apenas algo más— Lawrence Durrell, autor de los legendarios volúmenes del Cuarteto de Alejandría, la obsesión de la vida del cual ha sido el Mediterráneo, habla, me 1

«Toda mi vida está ligada a ti, / como en la noche las llamas al fuego.»

Cuenta y Razón, n.° 7 Verano 1982

parece que en su libro sobre Chipre, Limones amargos, de la islomanía. Es decir, de la ineludible atracción que ejercen las islas sobre un determinado tipo de personas que hayan nacido en ellas o no, pero que aspiren a vivir en su delimitado espacio, que sueñan con ello por encima de cualquier otra cosa. Y es que las islas, al formar una unidad geográfica cerrada en ella misma, se ven forzadas a desarrollar una existencia acusadamente etnocéntrica, a constituirse en un microcosmos al mismo tiempo paralelo y diferente del macrocosmos, del resto del mundo. A establecer en su mentalidad, en definitiva, un determinado concepto de independencia, existente ya en la realidad. A una isla la afectarán sin duda las grandes convulsiones sobreestructurales, incluso podrá ser gobernada desde afuera, será pequeña y miserable. Pero su situación geográfica condicionando la historia hará que los hábitos de su gente, sus ideas, todo su ser, sean un barco navegando por cuenta propia. Bien, no se trata de una imagen poética: un barco anclado en la inmensidad del mar... «Nosotros no somos separatistas, porque ya estamos separados», es una boutade que suele oírse en las Baleares. Porque cuando se dice que los ingleses son muy particulares y raros, que los sicilianos son mañosos y primitivos, que los japoneses... Nada de nada. Lo que pasa es que todos ellos son insulares, y su singularidad no es otra cosa que el etnocentrismo que los ha amoldado. Este hecho me parece determinante, y no deberíamos olvidarlo nunca cuando nos referimos a las Baleares. Si el avión o la televisión en la actualidad borran indiscutiblemente las distancias, configurándonos a todos en esta nueva conciencia planetaria —y yo, por descontado, la vivo y la siento, notándome cada vez menos patriotero—, también es verdad que no por ello ha sido vencido el aislamiento. Ni tiene por qué serlo, añadiría, porque conciencia planetaria no tiene nada que ver con decoloración y uniformismo. Pero ésta ya es otra cuestión. Sobre las islas continúan pesando la historia y las costumbres, las cuales anidan tanto en el subconsciente como en las reglas sociales establecidas, a la vez que siempre está aquí, omnipresente, el horizonte-frontera-muralla del mar, con su formidable peso psicológico haciéndote prisionero de la isla y, al mismo tiempo, incitándote hacia las más lejanas rutas del globo. Mallorca no fue porque sí, en la Edad Media, uno de los más importantes emporios cartográficos de Occidente. Los Dolcet, Cresques, Viladestes, Vallseca dibujaron mapas y portulanos extraordinariamente fidedignos. Un judío mallorquín, un abuelo de los que después serían tristemente famosos y perseguidos chuetas, maestro Jacob Cresques, emigró a Portugal, se bautizó con el nombre de Jaime Ribes, y se encuentra en la base de la formidable escuela náutica de Sagres, que abrió a Don Enrique —metafóricamente llamado el Navegante— y, por supuesto, a su país los caminos del mundo. Y si no importa mucho la intermitente polémica de si Cristóbal Colón era mallorquín o no, podemos, en cambio, constatar con orgullo que su ciencia náutica responde también a la que se había desarrollado en la isla. Además de tener en su biblioteca, según el inventario de su hijo Fernando, libros

mallorquines, como, por ejemplo, del renegado y vivaz escritor Anselm Turmeda. Menorca, Ibiza, Mallorca, las Baleares, no están obviamente abiertas de la misma manera que, pongamos por caso, cualquier otra ciudad peninsular a la voluntad sin trabas del ciudadano, unida a la individualidad del coche. Para entrar y salir de una isla te has de someter a un rito —decisión, acoplamiento de horarios, tiempo...— en cierta manera iniciático; un rito por medio del cual abandonas un universo y te introducen en otro. En tiempos pasados este aislamiento fue, por otra parte, terrible. Las ciento treinta y una millas que separan Palma de Barcelona representan hoy un obstáculo fácilmente superable. Pero antes eran muchas, muchísimas. Demasiadas. La sentencia del Compromiso de Caspe, por aludir a uno de los hechos más decisivos de la historia española, fue votada el 24 de junio de 1412. En Mallorca no fue conocida hasta el 2 de julio. Y todavía fue éste un caso de celeridad. Felipe V entraba en Madrid el 18 de febrero de 1701, y la noticia no llegó a las Baleares hasta el 4 de marzo. Y del alzamiento del 2 de mayo de 1808 nadie se enteró en el archipiélago hasta el final de aquel mes... Una comunicación regular, aunque espaciada, con la Península no fue establecida hasta 1834, por medio del buque «Rey Don Jaime I», conocido con el nombre de «El Balear». Un viajero ilustre, el noble de origen polaco Charles Dembovski, que en 1839 se presentó en Mallorca y visitó a George Sand y Federico Chopin, que pasaron en la isla, enamorados e irritados, aquel invierno, invirtió en la navegación de Barcelona a Mallorca dieciocho horas con el nuevo vapor que entonces cubría el servicio, «El Mallorquín». Los clientes más importantes del cual eran los cerdos, el cerdo negro mallorquín, buen negocio para el campesino, elemento capital de la cocina insular. Para desesperación de George Sand. Y todavía debe tenerse en cuenta otro factor esencial antes de la navegación a vapor —«la que lleva el viento en la bodega», como decían incrédulos y asustados los viejos marineros—, y es que generalmente sólo se emprendían travesías marítimas en primavera y en verano, es decir, la época de las calmas. La insularidad, pues, como determinante del etnocentrismo. ¿Resulta extraño que en este contexto los cartógrafos fabricasen sus «imágenes» del mundo? La técnica nacida de la necesidad. Bastión de truhanes

Pero aún hay más cosas. Siempre hay un más en las complejas y profundas trastiendas de la historia. Y en este caso un fenómeno histórico viene a exasperar, a acusar, el aislamiento: la piratería. Las Baleares, desde antiguo, fueron un foco o una presa de piratas. O todo a la vez. La conquista de Jaime I, realmente de la corona catalano-aragonesa, en 1229, fue ya debida en parte a la piratería que ejercían sobre las naves cata-

lanas los señores del archipiélago, entonces los almohades. Y en 1406, por ejemplo, el rey Martín el Humano ordenaba fortificar la villa de Andratx, mi pueblo, antes que cualquier otra de Mallorca, a causa de los frecuentes desembarcos de moros provenientes del norte de África. Venían los berberiscos, excelentes marineros, con sus pequeñas embarcaciones. Mientras podían, rehuían la lucha, más interesados en el latrocinio en pequeña escala y en apoderarse de los payeses desprevenidos. En cambio, cuando llegaban los turcos, que en el mar eran poco diestros, aunque tenían grandes almirantes, atacaban ferozmente. Esta situación tan angustiosa duró hasta 1830, año en que Luis Felipe de Francia conquista Argel. Durante mi infancia, en los soleados campos de secano, oí a menudo cómo cantaban mis abuelos, mis tíos, al tiempo que vareaban los almendros o trillaban en la era, las viejas canciones de piratería, aquel horror ancestral clavado en medio de la herencia colectiva. Una de estas canciones, la de la novia raptada por los moros, que después he encontrado en Menorca con ligeras vanantes, es de una simplicidad estremecedora: Sa novia des Joncar baila i toca sa guiterra avui ballava per térra i anit bailara per mar2.

No creamos, tampoco, que sólo eran los isleños los que recibían los ataques depredadores. Además de defendernos, también los devolvíamos. Fray Diego de Haedo, en su Topografía e historia general de Argel, explica cómo unos audaces marineros mallorquines estuvieron a punto de sacar de Argelia a un grupo de cristianos esclavizados, entre los cuales un tal Miguel de Cervantes Saavedra. El cautivo moro era también habitual en las Baleares. En Ibiza, esa labor de atacar naves enemigas fue tan importante que en determinadas etapas incluso constituyó su principal industria, como, por ejemplo, en el siglo xvm, cuando Felipe V desposeyó a la isla de las rentas de sus salinas, la fuente de ingresos más sustanciosa en aquel tiempo, por el hecho de haber participado en la guerra de Sucesión en el bando de un enemigo, el archiduque austríaco. «Ibiza a sus corsarios», dice la inscripción de un monumento en el muelle de la capital de la isla, con el que los ibicencos honran a sus antiguos defensores. Porque sin el corso, provisto de patente real y que ataca sólo a las naves de las naciones enemigas, ¿qué habría sido de Ibiza? Hasta hace muy poco, su habitat ha sido rural y disperso, en su casi totalidad. Con muchas casas y todas las iglesias fortificadas, para poder afrontar las razias de la media luna. Y Formentera estuvo despoblada durante siglos por la misma causa, las horrendas incursiones. 2 «La novia del Joncar / baila y toca la guitarra; / hoy bailaba en tierra / y esta noche bailará en la mar.»

La saga de los corsarios ibicencos es larga. Ya en el siglo xiv, el rey Pedro el Ceremonioso concedía a Pere Bernat una licencia para su galera «San Salvador». Y sólo hace siglo y medio todavía navegaba victorioso uno de los últimos y más notorios corsarios, que así llegaba a obtener el título de oficial de la Armada, Antoni Riquer Arabí, con su jabeque «San Antonio y Santa Isabel». Una gesta dura y gloriosa, a la que ha hecho alusión con unos versos muy expresivos otro poeta ibicenco, María Villangómez: Per la mar venia la tempesta i la ñau enemiga com un nuvol irat3.

La nave enemiga llegando por el mar, las tempestades... Que lo diga, si no, Menorca, con su trágico siglo xvi. Centuria esta, precisamente, en la que «no se ponía nunca el sol» en los dominios de España. Las naciones llegan a su momento más poderoso y pleno cuando alcanzan —las que lo alcanzan— una dimensión imperial, y esto es así a pesar de que ahora —¿o quizá sería mejor decir hasta hace ocho o diez años?— los conceptos de «imperio» e «imperialismo» tengan una connotación por entero peyorativa. Personalmente, opino que la España que estableció el Imperio —del cual surgiría grosso modo e incluso en la decadencia su literatura más buena y la más bella pintura— fue la importante. Y a partir de aquí, las críticas que se quiera. Pero el hecho de que en aquellas fechas funcionase el Imperio no privó, más bien propició, que Menorca sufriese los peores episodios de su existencia. Por un lado, el Mediterráneo había dejado de ser para Occidente el centro del mundo, porque el comercio y el interés se desplazaban hacia el Atlántico. Por otro, el fabuloso imperio de Solimán el Magnífico se extendía desde el Este del Mediterráneo, por el Norte, hasta tocar Viena, y por el Sur, se adentraba en el embudo gibraltareño. Europa quedaba en medio de esta desorbitada tenaza. Jacques Pyrenne señala que la historia europea no puede entenderse si se olvida nuestro gran miedo a los turcos. El enfrentamiento con España era inevitable. Nadie evitó, en consecuencia, que Menorca, desguarnecida ante un poder como aquél, fuese literalmente arrasada. En 1535, y en represalia por la conquista de Túnez, llevada a cabo por Carlos V, la escuadra del legendario Haradin Barbarroja cayó sobre Mahón: mil quinientos habitantes fueron acuchillados, esclavizados, violadas las mujeres. Y vencidos seiscientos hombres más, enviados desde Ciudadela en su socorro. Después, en 1558, y para quitarse Francia la espina de la derrota de San Quintín ante Felipe II, la alianza franco-turca organizó otra escuadra, dirigi3

«Por el mar venía la tempestad / y la nave enemiga como una airada nube.»

da por el otomano Piali, que desembarcó en Cindadela. En pocas palabras: después de aplastar la ciudad, se llevan a Constantinopla 3.452 cautivos. Aún hoy, el dinámico geógrafo Mascaré Pasarius está investigando, por los Dardanelos, sus descendientes a través de los apellidos... ¿Qué es, cómo es el balear? Lentamente se nos va perfilando el retrato robot. Etnocentrismo, aislamiento, y ahora desconfianza o temor hacia aquello que viene de fuera. La incógnita de una vela en el horizonte. Lo que también motiva la entereza para resistir y atacar. Pero hablamos del mallorquín, del ibicenco, del menorquín, así, en abstracto. Concretemos en números. Hoy hay en Mallorca medio millón de habitantes, con unos 100.000 divididos aproximadamente en partes iguales entre Menorca e Ibiza, ésta juntamente con Formentera. Habitantes que a mediados del siglo xiv eran, en Mallorca, unos 44.000, con 4.000 para Menorca y 3.000 para Ibiza. ¡Y doscientos años después Mallorca sólo eran 48.000! Cuatro mil más únicamente... Arrinconadas, débiles, las Baleares sobrevivían. Y debemos contar entre sus enemigos las epidemias, que en aquellos espacios cerrados, aislados, hacían estragos. Ya después de la conquista de Jaime I, los cadáveres insepultos de las batallas y saqueos provocaron una mortandad tan considerable que tuvieron que ser traídas tropas de refresco, de tan menguadas como habían quedado las ocupantes. En 1348, la peste negra acabó en Mallorca con un tercio de la población; en 1375, con las dos terceras partes; en 1384, siega tantas vidas que se hace imprescindible importar más colonos... En la centuria siguiente, los espectrales visitantes serán la peste bubónica y el cólera. Y así sucesivamente. En 1652, otra epidemia aniquilará una cuarta parte del censo. En el siglo xix, leves, todavía colean. En el siglo xvii es cuando el archipiélago llega a 100.000 habitantes. Para duplicarlos necesita doscientos años más. Y es necesario esperar el 1900 para que supere el cuarto de millón... Las Baleares tienen una bella, bellísima imagen. Jean Cocteau llegó a describirlas en un juguetón poema: A Palma de Majorque tout le monde est hereux4. Todos felices, los mallorquines, o los baleares, sí... Pero, vistas las cosas de cerca, con esa especie de inapelable juicio y al mismo tiempo cálida humanidad que emana de las personas y de los hechos cuando los tocamos, cuando los abrazamos, vemos que ni éramos tantos ni estábamos tan contentos.

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«En Palma de Mallorca / todo el mundo es feliz.»

Caballeros contra payeses Si trazamos una diagonal entre los dos puntos más distantes de la isla mayor del archipiélago, Mallorca, nos encontramos con que sólo tiene 96 kilómetros de largo. Una hora en coche... El conjunto de las islas posee 5.014 kilómetros cuadrados. A Mallorca le corresponde un poco más del 70 por 100: 3.640. Menorca tiene 701. Ibiza, 521. Tormentera, 82; etc. Si en las dos notas anteriores hemos visto que el aislamiento, la escasa población, las pestes o la piratería, al mismo tiempo, habían dificultado y templado la vida de las Baleares, creando su acendrado etnocentrismo, ahora podemos constatar cómo todo eso, además, tuvo lugar sobre un territorio realmente mínimo. Y de precarios recursos naturales. En las Baleares hay montaña mediana y baja en abundancia, el agua escasea. Nuestra riqueza agraria principal, el almendro, unos seis millones de árboles, que en los meses de enero y febrero florecen cubriendo a Mallorca de un blanco delicado y ambiguo, con manchas rosas, cuyo fruto proporciona las dos terceras partes del almendrón recogido en toda España, sólo empezó a ser profusamente plantado a finales del siglo xvin, gracias al reformismo de la Sociedad Económica de Amigos del País. Pero hasta 1849-79 no fueron desecadas las zonas pantanosas del Llano de Sant Jordi y de Alcudia, que se habilitaron para el regadío, el cual sólo abraza un 6 por 100 del suelo cultivable mallorquín. Menorca, sometida al viento de tramontana, posee una agricultura escasa, a pesar del impulso que recibió bajo la dominación inglesa. Ibiza es montañosa; ha quedado muy apartada... No quiero aquí trazar un resumen de la economía insular, sino únicamente esbozar un panorama de la frugalidad con que han vivido nuestros antepasados. Especialmente los del campo. Los forenses, como los llamaba José María Quadrado, menorquín de nacimiento, mallorquín de toda la vida, el historiador máximo que hasta ahora nos han dado las Baleares. En Palma a veces fue diferente. Desde finales del siglo xin hasta justo el inicio del xv se formó en la ciudad una notablemente sólida burguesía, salpicada de aristocracia, dedicada a la construcción naval, a la transacción comercial y los fletes marítimos. Ciutat de Mallorques, nombre de la capital, era entonces, en expresión de los navegantes medievales, un «cabo de cruces»: las rutas que venían del Atlántico, las de la Península y de Francia, las del Mediterráneo levantino, se entrecruzaban, con los consecuentes intercambios económicos. Pero la decadencia política y económica de Cataluña y la sustitución del Mediterráneo por el Atlántico como eje náutico del mundo occidental, pusieron fin también a esta relativa prosperidad. Que tuvo otros momentos buenos, como, por ejemplo, en el siglo xvi. O en el xvm en Menorca, su etapa británica y su intermedio francés, los cuales, en definitiva, la situaron en la órbita del nacimiento del auge industrial europeo, lo que de alguna manera ha educado el espíritu de la isla, la más capaz para la pequeña industria de

exportación, de transformación: zapatos, bisutería, queso... Ya he aludido a la extrema insuficiencia de Ibiza. Mallorca no se recuperó seriamente hasta bien entrado el siglo xix, con la citada activación agraria y el comercio con América. Hacia 1850, la flota ha sido muy renovada; se construye el ferrocarril Palma-Inca, básico para la incipiente industrialización, siempre modesta. Los problemas coloniales harán que retornen capitales y se inviertan en la isla. Sí. Pero hay quiebras sonoras y la emigración a las Antillas, a Argel los menorquines, a Francia, será cuantiosa, incluso hasta hace poco, ayer mismo. Albert Camus era nieto de menorquines. La gran erupción económica insular se ha registrado con el turismo. Y en ella, por primera vez en la historia, han podido participar los payeses, aquellos exhaustos forenses. Porque, además de todo lo que he ido relatando, es necesario hablar de la famélica violencia desatada uno y otro siglo sobre nuestros campos, tan suaves y realmente bellos... Hubo un brote inicial, terrible, en 1391: la miseria y el descontento de los campesinos, atizada por una cabrevación, al parecer ilegal. Lo que coincide con otras algaradas registradas en el entonces nuestro reino, el catalanoaragonés. Armados con hoces, con horcas, seis mil campesinos se precipitaron sobre la ciudad, acaudillados por Antón Gigar, «Brou de Pella», y saquearon el barrio judío, donde asesinaron más de trescientos hebreos. La segunda parte del drama tiene lugar en 1450. Un auténtico ejército rural sale de Inca y se dirige a la Ciutat de Mallorques, bajo el mando de Simó Tort Ballester. Y la menestralía ciudadana, arengada por Pere Mascaré, se les une. Alfonso el Magnánimo transmite tropas italianas, las cuales, en 1453, dominan la situación. A los forenses se les multa con 150.000 libras: será la ruina definitiva de la payesía. Las deudas se pagarán inmemorialmente. Pero el campesinado, con el estallido de las Germanías, en 1521, volverá a sublevarse. En Palma es Joan Crespí quien amotina al pueblo, pero pronto será eliminado por el radicalismo de Joanot Colom, el cual, con su gobierno de doce agermanados, se apodera de la isla durante casi dos años, e instaura un régimen de drásticas reivindicaciones digamos sociales. El virrey ha huido a Ibiza; nobles y burgueses de pro han conseguido parapetarse dentro de las murallas de Alcudia, cuando no han sido eliminados. A la ferocidad de la revolución sólo se le puede comparar la crueldad de la justicia. Colom y sus principales compañeros, aprisionados por las tropas de Carlos V, son descuartizados, decapitados. Sus casas, destruidas, y el solar sembrado de sal. Se les confiscan los bienes. Y sus descendientes serán inhabilitados hasta la cuarta generación. Aunque sólo fuese hasta la tercera... Casi me divierte recordar a dos antepasados míos, llamados ambos Bonanat Jovera, y que el uno en 1450 y el otro en 1521 figuraron entre los más exaltados rebeldes. El paso de los siglos convierte en agridulces fantasmas aquello que fue sangre en ebullición. Me gustaría poder verlos, por ejemplo, a la caída de la tarde, sentados debajo del albaricoquero donde suelo ir cada día, en la época, a comer unos cuantos frutos, rojizos, ácidos. Departir, más

allá del odio, con sus nebulosas apariciones... Requiescat in pace. Es lo menos que puedo desearles. Podría repetir idénticas y sombrías referencias sobre la Menorca, pongamos por caso, del siglo xv, cuando revueltas y bandosidades se sucedían sin descanso, como con el gobernador Foxá o en tiempos de la guerra civil en torno a Juan II. Y caballeros contra payeses y Mahón contra Ciudadela... Mientras tanto, en el Mahón del siglo xvi no había ni médico ni boticario. Y en Ibiza todavía durante el siglo xix e incluso en plena Restauración, los campesinos acometían, amotinados, contra Vilar, la capital. Y eran, claro> aplastados. Pero de estos siglos queda en Palma, en Ciudadela, un paradojal y espléndido testimonio: los elegantes palacios renacentistas, barrocos, que la burguesía y la aristocracia levantaron, especialmente por el contacto con Italia. Aunque la rivalidad entre las familias que construyeron las magníficas casas señoriales de Palma —Armadans contra Espanyols, Canamunts contra Canavalls, etcétera— sembró el rencor y el asesinato por siglos. Tenemos, pues, que el balear ha sido un buen marinero, un buen comerciante, un belicoso defensor de sus derechos o, mejor dicho, de su derecho a la existencia, ya sea contra el corsario moro o en el sino de su propia sociedad. Violencia y valor, intuición y cálculo. Y esto debe hacernos comprender que, sobrepasando la derrota o la victoria, lo que nos conservaba era el enraizamiento en la tierra, resistiendo con él todas las adversidades. El hombre en el paisaje y en el trabajo y la lucha: he aquí la profunda razón de nuestro etnocentrismo, la condición motivada por el obligado aislamiento. Entonces, ¿cómo puede ser que nos hayan bautizado de calmosos, e incluso de gandules? En un libro famoso, Santiago Rusiñol fijó, yo diría que oficialmente, el tópico: «La isla de la calma». El concepto ha hecho fortuna, se repite, incluso sirve como slogan turístico. Y es que, a veces, los escritores... La calma, y debemos ser la región europea, comparativamente, que ha montado el emporio turístico más importante. Y sin apenas ayuda estatal. La forja de los siglos está dando hoy su rendimiento. De conquistados a conquistadores En una sociedad cerrada, autárquica, como durante tantos siglos ha sido la balear, la convivencia y las relaciones sociales llegan a adquirir unas formas muy sutiles, depuradas, en las cuales la ampulosidad y movimientos exteriores, la frase acida y la acción directa son sustituidos por la estilización, los dobles sentidos, la energía interior, la represión. De aquí viene que el espejismo de la calma, que Santiago Rusiñol y el tópico que nos endilgaron, sea una mera apariencia. La prueba la tenemos en el turismo, repito. Ha sido ésta la primera gran ocasión, del siglo xiv hasta hoy, que han tenido las Baleares y sus habitantes

de la ciudad y el campo para lanzarse a un trabajo masivamente posible, provechoso. Y lo han hecho en una mucha mayor medida, insisto, que cualquier otra zona europea. Ya en 1902 se inaugura en Palma el Gran Hotel, con pinturas de Mir y Rusiñol: ha muerto la fonda del siglo pasado y comienza una nueva era. Al año siguiente, Bartomeu Amengual publica un libro, La industria de los forasteros, prologado por Joan Alcover, que refleja una seria preocupación por el tema. Y en 1905 se funda la Sociedad del Fomento del Turismo, todavía en activo, la primera de España en su género, según parece. En 1910 se duplicaban las comunicaciones con la Península. En 1931 recibíamos ya 43.000 turistas e Ibiza empezaba a sonar... Una labor especializada, constante. Que se reemprende después del lapso de la guerra civil, del aislamiento internacional, en 1950. Y que en 1965 suma ya 1.080.826 viajeros, que llegan y que serán hospedados en 1.400 hoteles. En el muelle de Palma se descargan 170.000 toneladas de cemento. Ibiza es un boom, estrena hippies. Se inicia el sosegado descubrimiento de Menorca. Tres millones y medio de turistas son los que vinieron el año pasado, cifra que significa 33 millones de estancias. Tenemos 1.674 hoteles, con 230.000 habitaciones. Además de restaurantes, apartamentos, tiendas... A veces, se habla de gestas de un pueblo. Nosotros, con el turismo, hemos protagonizado una de ellas y realmente en colectividad. Sin esta densidad etnocéntrica balear, ¿cómo podría también entenderse, pongamos por caso, la acendrada mallorquinidad de los judíos, de los chuetas, a pesar de las persecuciones sufridas? El chueta, como ya es sabido, es el descendiente del judío converso, renegado y vuelto a convertir. Todo ello con la tortura, la confiscación de los bienes, la hoguera. Los últimos autos de fe que se celebraron en Mallorca tuvieron lugar el 1691: treinta y cinco ajusticiados, con sus cadáveres después quemados, y tres quemados vivos. Un sacerdote, el padre Francisco Garau, inmortalizó la macabra ceremonia en una pomposa obra de pueril demencia: La fee triunfante. Transcribo sus líneas más espantosas: «Ni les bastó al Valls la estoica insensibilidad afectada, que va mucho de hablar a obrar y donde llega fácil la lengua no acompaña siempre el corazón. Mientras llegó sólo el humo, era una estatua; en llegando la llama, se defendió, se cubrió y forcejeó como pudo y hasta que no pudo más. Estaba gordo como un lechonazo de cría y encendióse en lo interior de manera que, aun cuando no llegaban las llamas, ardían sus carnes como un tizón y reventando por medio se le cayeron las entrañas como a Judas.» Cuando los Reyes Católicos expulsaron de España a los hebreos, en las Baleares oficialmente no existen: les habían obligado a convertirse. Así, se quedaron: vivían secularmente en la misma barriada, eran conocidos; y ya tenemos el problema eternizado con la creación del chueta. Bien, insisto: a pesar de la persecución, ya en el siglo xvni el arraigo del descendiente del judío es notorio, y en el siglo xix participa no sólo en el renacimiento literario autóctono, sino incluso en toda la Renaixanc,a catalana, como el poeta

y filósofo María Aguiló, ¡y también dará sacerdotes de desbordada piedad cristiana! Muchos escritores, políticos, etc., fueron en la España del siglo xvi y del xvn cristianos nuevos. Borraban su pasado judaico. En Mallorca, no podían borrarlo y se integraron. Hasta tal punto que, quizá como un ejemplo único en todo el mundo, ninguno de ellos participó en el recobramiento de la entidad hebrea que empezó a tomar fuerza el siglo xix y que consigue después la fantástica restauración del Estado de Israel. Únicamente ahora mismo, unos cuantos chuetas han reivindicado su adscripción a la vieja fe, a la vieja etnia, y uno de ellos incluso estudia para rabino en Jerusalén. Sólo la succión visceral del etnocentrismo podía transmutar la obligación en devoción mallorquinista. En el otro extremo de un hecho de base como es esta cuestión, quiero acabar de perfilar el carácter etnocéntrico con una notoria muestra sobreestructural: Antonio Maura. El político de más talla que hasta hoy ha nacido en las Baleares. Uno de los primeros de la España de la Restauración. Maura, en un momento de máximo compromiso, lanzó aquel sorprendente y contundente slogan ideológico: «¡Nosotros somos nosotros!» Rodrigo Soriano, despectivo y burlón, le replicó: «Y nosotros somos nosotros.» Y todos sus oponentes y enemigos tildaron la frase de obviedad abstracta, petulante, vacía. Incluso Ortega y Gasset, en España invertebrada, la pone como arquetipo de arcaísmo y grosería, de la España que traza una línea mágica entre los buenos y los malos. No seré yo quien diga que le falta razón. Lo que pasa es que concuerdan en el hecho matices que ni Ortega ni Soriano captaron. El trasfondo mallorquín, a la postre. El etnocentrismo como última defensa y primera arma. En 1879 nacía la que fue celebrada revista satírica palmesana L'ignorancia, en la que colaboró el notable costumbrista mallorquín Gabriel Maura, hermano mayor de Antonio, su mentor, y el que le pagó la carrera. El editorial del primer número empezaba así: «Noltros som noltros!» (¡Nosotros somos nosotros!). Y en 1905, el poeta y canónigo Miguel Costa y Llobera, en uno de sus poemas más recitados, «Ais joves» (A los jóvenes), lanzó exaltado la admonición siguiente: «Siou qui sou!» (¡Sed quienes sois!). Pero todavía en nuestros días, una de las entidades de ahorro más importantes de las Baleares, en el momento de buscar un renombre popular, publicitario, y adoptarlo y propagarlo, ha escogido éste: «Sa nostra» (la nuestra [Caja]). Y en Madrid, después de dar yo una conferencia sobre el etnocentrismo isleño en la Casa Balear de la capital, el presidente del Consejo Interinsular, Jerónimo Albertí, ante el «Noltros som noltros!» que rememoraron mis palabras, declaró aproximadamente en el discurso que cerraba el acto: «I es cert, -perqué mes enllá de tot, noltros som noltros!» 5. El mallorquín, el menorquín, el ibicenco, cataloga a la gente entre los que son de «fuera de Mallorca» (de Menorca, de Ibiza) y los que son insulares. 5

«¡Y es cierto, porque más allá de todo, nosotros somos nosotros!»

Sólo después le importará la raza, la lengua, la clase social. Y en mi pueblo, cuando voy al colmado y pregunto por la calidad de unos melocotones, a menudo la respuesta es: «Son mallorquines». Es decir, la razón suprema, más allá de cualquier calidad. El etnocentrismo, la «línea mágica» a que se refería, despreciativo, Ortega. El cual continuaba, estupefacto: «En su época culminante, don Antonio Maura no ha hecho el menor ademán para convencer al que no estuviese ya convencido.» ¿Es que Maura era idiota?, podríamos preguntarnos. Indiscutiblemente, no. Lo que pasa es que el etnocentrismo ni siquiera piensa en ganar, porque está metafísica y entrañablemente convencido de que sus ideas, su posición, superan el resultado de cualquier debate. Aunque parezca absurdo, a Maura le bastaba con ser, con existir. Sed quien sois. Nosotros somos nosotros. La nuestra... Debemos tener en cuenta, por otra parte, que he descrito una característica. No es que haya hecho la apología de una virtud. Porque esta peculiaridad se puede convertir en negativa al enfatizar el orgullo o propiciar el distanciamiento, provocando el bloqueo afectivo o el inmovilismo. ¿No fue también el indomable deseo de imponer su personalidad sobre su propio partido, sobre Alfonso XIII incluso, uno de los factores clave que acabaron por anular al gran político que era don Antonio Maura? El «Nosotros somos nosotros» rezuma tanto firmeza como posible anquilosamiento. El etnocentrismo se puede convertir también en miopía si exagera su autocomplacencia. Y el isleño adolece de ello. Afirmación insular

En el curso de estas notas no me he referido nunca a las Baleares anteriores al siglo xui, precisamente cuando este nombre es posible que sea prerromano; el de Menorca, claramente latino; y el de Pitiusas, que abarca Ibiza y Formentera, de origen griego. Ibiza fue un activísimo foco púnico; Menorca, con sus enigmáticas «taulas» megalíticas; los honderos mallorquines combatiendo como mercenarios en el ejército cartaginés... Roma, los bizantinos, los árabes. Pero los ciclos de civilización compartimentan la historia, a pesar de que todo se edifique sobre un suelo determinado y su substrato étnico. En nuestras islas, además, hubo etapas, como, por ejemplo, la bizantina, de muy escasa población. Cada conquista suponía, de hecho, un repoblamiento. ¿Qué quedó de los musulmanes? Algún edificio, notables influencias folklóricas, unos esclavos y algún núcleo de gente que se irá diluyendo dentro del pueblo llano, la judería aparte. La conquista catalano-aragonesa de 1229 nos integra en Occidente, repuebla las islas, nos da la religión y la lengua —lengua que después iremos hablando con nuestras diferencias dialectales—. Es, pues, de estas Baleares que

de ahí empiezan de las que he hablado siempre. Los italianos no son los antiguos romanos; los franceses no son los viejos galos. Nosotros provenimos de la conquista, y todavía hoy, entre el pueblo balear incluso sin ilustrar continúa viva la conciencia de que «antes estaban los moros», así como la tradición que enaltece la figura de Jaime I el Conquistador. Es éste, en la historia propia, el único fenómeno que se ha mantenido vivo en la memoria popular, juntamente con la lucha contra los piratas, el período inglés de Menorca y el antecedente púnico de Ibiza. El viento se ha llevado los demás recuerdos... El viento y una enseñanza oficial en este aspecto muy deficiente. Menos mal que, desde el pulpito, la Iglesia reiteró a menudo los signos de identidad. El Conquistador es, pues, nuestro primer rey. Y cuando muere, en 1276, divide el reino entre sus hijos. Al que en seguida será Jaime II de Mallorca, nombre este genérico de la nueva corona, le deja las islas y las tierras peninsulares de la Cerdaña, hoy catalana, y de Montpeller, Carlades y el Rosellón, franceses actualmente. En Perpiñán todavía está el Palacio de los Reyes de Mallorca. Fue esta ciudad, verdaderamente, la capital del pequeño Estado, disperso y presionado por sus poderosos vecinos, el francés y el catalán, lo que obligó a menudo a refugiarse bajo el manto de la Santa Sede. Las islas quedaban allá, solas y lejanas, con su soberano desembarcando en ellas de vez en cuando y aun de paso. Con el añadido de que diez años después, Alfonso II el Liberal, de Cataluña y Aragón, arrebatará tranquilamente el archipiélago —y también conquista Menorca, todavía mora— a su tío, el mallorquín Jaime II. La conciencia sobreestructural que, en esas condiciones, pudo formarse en el poblador de las Baleares y en sus hijos, tenía que ser por fuerza exigua. Y más cuanto que un reino, entonces, era un patrimonio familiar, casi desprovisto del nacionalismo, concepto con el que más adelante cada entidad independiente se irá revistiendo. «Soy catalán de Mallorca», dirá Ramón Llull, nacido en Palma de unos colonos catalanes, apenas acabada la conquista. Su afirmación es exacta, pero al mismo tiempo indica ya una clara dualidad. He ido estudiando el etnocentrismo balear como nuestra característica máxima. Han sido, lo repito, los factores de base los que han moldeado el ser insular, para ceñirme a aquella metodología historiográfica que divide los procesos de los pueblos entre la base —el hecho primario, tradicional, el folklore, las costumbres, la geografía— y la sobreestructura —la política, la ciencia, la cultura escrita, etc.—. En este apartado pretendo esbozar la trayectoria sobreestructural a través de la política. Me parece que el resultado será una sorpresa para muchos. En 1298 las aguas vuelven a su cauce: la corona catalano-aragonesa devuelve las islas al rey mallorquín, el citado Jaime II. Con él y sus sucesores, Sancho I y Jaime III, transcurrirán, después de aquellos diez primeros años, cuarenta y cinco más de independencia. Es decir, como desde 1936 hasta hoy. Y si ahora, con la rapidez con que va todo, la guerra civil española o la segunda guerra mundial nos quedan todavía tan cercanas, como un recuerdo inmediato, en aquellas fechas medio siglo a duras penas modificaba algo.

No es extraño, pues, que cuando el rey catalán Pedro el Ceremonioso desembarca en Mallorca en 1323, incorporando así definitivamente las Baleares a su corona, los notables de la comarca en la que atracan sus naves, casualmente la de Calviá y la de Andratx, mi pueblo, corran a darle la bienvenida con todo respeto y deferencia. Ni tampoco nos debe sorprender que, seis años después, cuando Jaime II de Mallorca desembarca en esta isla pugnando por reconquistar sus posesiones, y es vencido y muerto por las tropas del Ceremonioso en Llucmayor, los libros contables del consistorio de esta villa anoten con todo cuidado las soldadas que pagaban a los espías que vigilaban los movimientos del pobre rey mallorquín. ¿Conciencia política propia, acusada indiferencia sobreestructural? Me remito a las pruebas... En Caspe, en 1412, con el famoso Compromiso que pondrá fin a la autohegemonía catalana y modificará en favor de Castilla la estructura política peninsular, los mallorquines no fueron escuchados. Es asombroso, pero cierto. Eliminados a propuesta de Aragón y con el asentimiento de Cataluña, Mallorca tuvo que permanecer muda, y sin ni siquiera protestar, durante los nueve meses que exigieron las deliberaciones. Una indiferencia mayor o más cautela es ya imposible. Y eso fue así hasta tal punto que, al ser entronizado el nuevo rey, Fernando de Antequera, en Mallorca no cambió a nadie que tuviera algún cargo de responsabilidad, fuera del procurador real, es decir, de los bienes particulares de la corona. Fernando debía saber que en las Baleares no tenía que temer gran cosa. Carlos V, en 1541, de paso hacia la que sería la desastrosa operación argelina, dijo en Palma: «He encontrado un pueblo no conocido y un reino oculto.» Absortos en sus problemas de base, aislados,'poco debían y podían preocuparse los isleños por las cuestiones de sobreestructura. Tan escasamente que el atento y viajero emperador no los había notado antes. Llega la fatídica fecha de 1715. Las Baleares son el último territorio hispano que da soporte a Carlos de Austria —que tampoco se acordaba ya por entonces de nosotros...— en contra de Felipe V. El cual, vencedor, aplicará a las tierras de habla catalana los Decretos de Nueva Planta, que borrarán las antiguas instituciones y uniformarán España según el patrón francés. ¿Cuántos miles de discursos, poemas, estudios no habrá suscitado en las Baleares —en todas partes— aquel episodio? El patriotismo local ha llorado y al mismo tiempo cantado nuestra heroica resistencia. José María Quadrado llegó a escribir: «... pero su vida pública (la de Palma) acabó (entonces) y, con ella, podemos decir que incluso su historia y la de la isla». No nos precipitemos, sin embargo. Testimonios de aquellos hechos fueron los memorialistas Guillem Vidal y Agustí de Torrella, recopilados por Alvaro Campaner en su extraordinario Cronicón Mayoricense. Y comienzan ambos narrando la intensa actividad del virrey, en realidad el gran resistente, frente a las tropas de Felipe V, comandadas por el barón D'Aspheld. Bien. Pero resulta que este virrey, el marqués de Rubí..., era catalán, no mallorquín, no balear. Porque los mallorquines no opusieron ningún obstáculo a D'Aspheld, el

cual fue atravesando la isla hacia Alcudia sin siquiera dejar detrás tropas de ocupación, a causa de las facilidades que le fueron dadas. Ante la fortificada Alcudia lanza un ultimátum. El comandante de la plaza planta cara, envía a dos vecinos y al rector de la parroquia como emisarios a parlamentar. Los cuales, al margen del englobado mensaje oficial que transmiten, piden por su cuenta al barón que no dispare ni un cañonazo, asegurándole que al día siguiente se rendirán. Y así fue. Palma aguantó unos días; hubo algunas escaramuzas. El marqués de Rubí enloquecía arengando a la resistencia. Pero pronto se rindieron, y con tanta alegría que incluso en el ayuntamiento cantaban villancicos, pese a hallarse en julio. Rubí es desterrado a Genova, y anota melancólico Guillem Vidal: «Sólo le acompañaron los que se embarcaron con él, para desengaño de los que mandan.» Mallorca entera se quedó en la isla, tranquila, adaptándose a la nueva situación. ¿Qué tenemos que decir de la sobreestructura menorquina, que en el siglo xvin sufre tres dominaciones diferentes —española, inglesa y francesa—, y de la ibicenca, acosada por la miseria y la piratería? No hemos combatido, sino aceptado, las sobreestructuras que nos han sido impuestas. Sin tampoco apasionarnos por ellas. Viviendo, en cambio, apiñados alrededor de nuestra base, el etnocentrismo. «Nosotros somos nosotros»... Al referirnos a la cultura es necesario señalar, una vez más, que sin esta consecuencia del etnocentrismo insular, la «recreación del mundo» a imagen del continente cercano, no se comprendería la abrumadora cantidad de libros, desde la erudición hasta la poesía, que han producido las Baleares. En 1868 se publicó el diccionario de Joaquín-María Bover Biblioteca de escritores baleares, dos gruesos volúmenes con más de 1.300 páginas, en el que se da noticia de millar y medio de autores. Desde entonces, contando con que se produce el movimiento de la Renaixanga cultural de todo el ámbito de habla catalana, ¡qué nuevo montón sería censado! En estos últimos diez años, el movimiento editorial balear registra 1.500 títulos, entre folletos y libros sobre las materias más variadas. Un microcosmos, sí... El Diccionari Catala-Valencia-Balear, debido al canónigo Antoni-Maria Alcover y al filólogo Francesc de B. Molí, es, con sus diez volúmenes a gran formato, el más completo que existe en cualquier lengua hispánica en la Península o en América. No se trata, además, sólo de cantidad. La calidad también ha acompañado notablemente toda esta producción, empezando por el mismo Ramón Llull, del que se conservan alrededor de doscientas cincuenta obras, entre novela, teología, poesía, ciencia —ars magna, Blanquerna, Llibre d'Amic e d'Amat, etcétera—, impregnadas de extraordinaria densidad literaria y con la temprana actitud digamos humanista, universalista, que le convierten en uno de los grandes creadores europeos de la época. El Consejo Superior de Investigaciones Científicas ha dado, con todo merecimiento, el nombre de José María Quadrado a su Instituto de Historia Local. La poesía de Joan Alcover, la novelística de Llorenc. Villalonga, el en-

sayismo de Miguel deis Sants Oliver, podrían figurar con toda dignidad en cualquier literatura occidental. Y me asegura el pianista Joan Molí que compositores insulares como Capllonch, Torrandell, Joan-Maria Thomás o Samper, para continuar citando sólo a los muertos, ya fijados por la historia, ocupan un lugar honorable dentro de la música española. Y recordemos la pasada pobreza insular, su escasa demografía, el aislamiento, la pequenez de nuestro territorio. Comparando todo esto y todo lo que hemos producido con cualquier otro territorio parecido de Cataluña o del resto de España, resulta sorprendente la pujanza cultural balear. Ahora bien, ¿qué sentido sobreestructural tiene ello dentro del pleito idiomático español? Reitero que en política nos hemos adaptado sin resistencia a lo que nos fue impuesto desde el exterior, si dejamos de lado algunos episodios aislados y no muy significativos socialmente, como la misma resistencia anticatalana de Cabrit y Bassa. Cuando, por otra parte, hemos intervenido modernamente en política, lo hemos hecho básicamente dentro de la esfera general española: Miguel Gaietá Soler, ministro de Godoy; Antonio Maura, el general Valeriano Weyler, por citar sólo a los grandes. Dentro del círculo catalán, esta inclinación ha sido mínima: Félix Escalas, Antoni-Maria Esbert, con sus cargos dentro de la Generditat republicana, e influencia real en definitiva modesta. Pero incluso en el terreno religioso, y siendo y habiendo sido notable la catolicidad balear en muchos momentos, además de ser la Iglesia la única institución secular, sobreestructural, que hemos tenido ininterrumpidamente desde el siglo xm, incluso en este plano, decía, el divorcio entre interés de base y creencia ha llegado a ser formidable cuando han entrado ambos en conflicto. Con la Desamortización, en 1835, los mallorquines compraron tan apasionadamente los bienes eclesiásticos expropiados, que al cabo de diez años alcanzaban el índice de venta más alto de España: el 99 por 100. En la literatura, al revés que en política, nuestra principal gravitación se ha dado en el ámbito de la lengua catalana. Pero sin apenas radicalismos y con una clara aceptación y práctica del bilingüismo. Pero el conjunto cultural, cuando no es creación literaria, se decanta en masa por el castellano, exceptuando, como es obvio, la lingüística o el folklore. Escritores de verdad monolingües, y escritores en definitiva de primera línea, encontramos pocos. Por ejemplo, los novelistas Miguel Villalonga y Mario Verdaguer, adscritos al uso exclusivo del castellano, o el narrador Salvador Galmés y la poetisa Maria-Antonia Salva, que sólo cultivaron el catalán en su modalidad mallorquína. Parece como si Ramón Llull, que escribió en catalán, latín y árabe, hubiese marcado la pauta, digamos, de ambientalismo o circunstancialismo idiomático, aunque a veces se hayan mantenido actitudes teóricas unilingüísticas por parte de los bilingües prácticos. Otro mallorquín ilustre, Anselm Turmeda, el fraile del siglo xvi que renegó de su fe y nación, pasa a Túnez y después de convertirse al Islam llega a alcanza! fama de santón, escribió también en catalán y en árabe. Son interesantes sus apologías del mahometanismo frente al cristianismo, para continuar

deshojando la margarita de la flexibilidad sobreestmctural insular... Apologías que horrorizaron a Menéndez y Pelayo. En el siglo xix, la práctica normal castellana empezó a diversificarse al impulso de la Renaixenga, y conviven, incluso con divagaciones en el otro idioma, en catalán los poetas Marian Aguiló y Josep-Lluís Pons y Gallarza, o el narrador Gabriel Maura, junto al castellano del historiador Quadrado, del crítico Juan Luis Estelrich o del dramaturgo Juan Palou Coll, autor de uno de los dramas históricos de más éxito en el Madrid del siglo pasado: La campana de la Almudaina. Antes, en Menorca, ha existido el llamado período menorquín de la literatura catalana. Con el triunfo de Felipe V, la lengua catalana va siendo apartada de la enseñanza, de la cultura. Pero Menorca, inglesa durante lustros, continua conservándola de una manera oficial; incluso el más famoso gobernador británico, sir Richard Kane, la usaba en sus bandos. Floreció una interesante producción en catalán —en su variante menorquina, claro—, en la que destacaba la dramaturgia de eco raciniano de Joan Ramis y Ramis, producción que llegó hasta libros como el Tracíaf ¿'agricultura i d'economía de I'illa de Menorca, de su hermano Josep. Pero más tarde, el mismo Joan daría a las prensas lo que sería el primer estudio de prehistoria de España: Antigüedades célticas de la isla de Menorca desde los tiempos más remotos hasta el siglo IV de la Era Cristiana. Más adelante, el autor menorquín más significativo, si exceptuamos el citado Verdaguer, será Ángel Ruiz y Pablo: a pesar de su preferencia por el castellano, dejará una obra fresca en el idioma autóctono. Y el más representativo autor ibicenco, el canónigo Isidoro Macabich, seguirá los mismos pasos: uso casi exclusivo del castellano, y una obra poética en catalán que titulará, significativamente, Dialectals. Si aceptamos —y es una hipótesis que modestamente sostengo— que Joan Alcover y Lloren? Villalonga son nuestros autores de más categoría, nos encontramos con una sorpresa: ambos se pasaron a escribir en catalán después de haber intentado, de todo corazón, un triunfo en castellano que les fue discutido o simplemente negado. En otros, en cambio, el proceso fue a la inversa: Miquel deis Sants Oliver, Lloreng Riber —académico de la Española— o Gabriel Alomar, después de una etapa inicial netamente catalanista y de creación narrativa y poética, se inclinaron por una dedicación mayoritaria en castellano, artículos y ensayos. Hizo lo mismo Juan Estelrich, primer representante de España en la Unesco, si bien en él, antiguo brazo derecho de Cambó, los motivos políticos pesaran mucho, después de la guerra civil. Como en Riber. Y es que existe otro hecho importantísimo: prácticamente todos estos autores —y debemos exceptuar a Alomar, socialista y embajador con la República— eran de neta tendencia conservadora. El jovencísimo Bartomeu Roselló-Pórcel, prematuramente desaparecido en 1938, como decía, concibió su obra poética exclusivamente en catalán, pero redactó en castellano estudios sobre poética. Y el decisivo poeta, también

canónigo, Miquel Costa y Llobera, igualmente monolingüe, publicó un libro de versos en castellano, para satisfacer ciertas demandas familiares... Los extremismos, pues, no complicaron casi nunca las posiciones adoptadas ni ensombrecieron las más firmes convicciones. Estos son los hechos. El escritor monolingüe que se da en Cataluña con el catalán, o el que usa el castellano y se niega a hacerlo en catalán, en las Baleares ha sido muy poco frecuente. Política o patrióticamente, esto gustará más o menos, pero si tenemos que juzgarlo, insisto, por la cantidad y la calidad de la obra producida, no parece que la literatura ni la cultura hayan sufrido demasiado con ello. Y nada más. Provisionalmente, por supuesto, porque este esquema puede ser ampliado, matizado y, sin duda, mejorado hasta prácticamente —si es que vale la pena— el infinito. Una conclusión global podría ser la siguiente: lo que pretendemos en las Baleares es hacernos arraigadamente a nosotros mismos, en paz con los demás, aunque cada cual en su sitio. Lo que no está mal... B. R*

* Escritor.