Aryn Kyle

El Dios de los Animales Traducción de Adriana Casals Riera

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Uno

Seis meses antes de que Polly Cain se ahogara en el canal, mi hermana Nona, se fue de casa y se casó con un vaquero. Mi padre dijo que hubo un tiempo en que la habría podido detener y yo no estaba segura de si se refería al momento de nuestras vidas en el que ella lo habría escuchado, o al momento de la historia en el que a la partida del sheriff de Desert Valley se le habría permitido salir tras ella con antorchas y devolverla a casa a rastras de su melena rubia. Mi padre ya era miembro de la partida del sheriff antes de nacer yo y dijo que el grupo era muy parecido al de los masones, a excepción de los sacrificios de las vírgenes. Pagaban sus deudas, montaban sus caballos en formación y dirigían el tráfico en el rodeo, donde mi hermana conoció a su vaquero. Tan solo se les llamó una vez en mucho tiempo y fue para hacerles intervenir en un asunto de importancia, como despejar un árbol que había caído sobre una zona de cacería o recuperar el cadáver de una niña del canal. Polly Cain desapareció un miércoles por la tarde y al principio la gente habló de secuestro. Una niña de once años era demasiado pequeña para tratarse de una huida, por ello pensaron que alguien debió de raptarla. Pero entonces encontraron su mochila en el camino de tierra que hay a lo largo del canal y no

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tardaron en llamar a mi padre. Durante los dos días que la partida del sheriff estuvo dragando el canal, cambiaron sus camisas blancas de esmoquin y sus sombreros Stetson de fieltro negros por botas de pescador hasta las axilas y caminaron hombro con hombro por el agua turbia. Pasaba al lado del canal al salir de la escuela de camino a casa. Todavía estábamos en abril, pero las efímeras ya empezaban a revolotear por el agua y vi a mi padre tratando de apartárselas de la cara. Lo saludé y llamé desde el lado del canal, pero apretó la mandíbula y no me miró. —Hoy hemos encontrado a esa chica —me explicó al llegar a casa la tarde siguiente. Estaba preparando bebida de sabores en una jarra de plástico y mojó el dedo y lo lamió—. Enredada en una de las rejas. —¿Ha muerto? —le pregunté y se me quedó mirando. —Alice, mantente alejada de ese canal cuando vuelvas a casa andando —repuso. —¿Habrá funeral? —Me imaginé como una mujer en las películas, de pie al lado de la tumba vestida de negro y con oscuras gafas, demasiado triste para llorar. —¿Por qué lo dices? —Íbamos juntas a clase de industrial. Estábamos haciendo una linterna. —Lo cierto es que Polly había estado haciendo la linterna mientras yo miraba. Había sido muy buena compañera en esto y me dejaba cogerla cuando el profesor, el señor McClusky, pasaba por al lado, de forma que pensara que yo estaba haciendo parte del trabajo. —No me da tiempo de llevarte a un funeral, Alice —dijo mi padre, y me puso una mano encima de la cabeza—. Hay mucho trabajo por aquí. Y ya he perdido dos días. Asentí y removí el zumo de sabores con una cuchara de madera. Siempre había demasiado trabajo. Mi padre era el dueño de unos establos. Entre las reuniones de la partida daba clases de montar a caballo y cruzaba y criaba caballos cuando aún no había amanecido, que después vendía a la gente que los alimentaba

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con rodajas de manzana con sus manos y los llamaba «bebés». Por las mañanas mi padre y yo dábamos de comer a los caballos cuando todavía estaba oscuro y yo, caminando hacia el colegio, me sacudía el heno del pelo y la ropa y rascaba las briznas que habían caído en la parte de delante de mi camisa. Por la tarde limpiábamos los establos y cepillábamos y dábamos cuerda a los caballos. Era temporada de potros y a mi padre no le gustaba dejar los establos ni un solo minuto, por si una de las yeguas se ponía de parto. No estaba de más, y yo tampoco tenía un vestido negro. —Me has sido de gran ayuda, niña —admitió—. Cuando tu hermana regrese todo volverá a su lugar. Siempre lo hacía, hablaba de cuando mi hermana volviese a casa y de cómo todo volvería a ser como antes. Por un momento pensé que podía tener razón, porque todo había ocurrido muy deprisa. Nona conoció a Jerry un domingo y al jueves siguiente empaquetó cuatro cajas y una mochila y se marchó en su camioneta. Jerry montaba potros salvajes en el circuito rodeo y se casó con mi hermana en un juzgado de Kansas. Mi padre decía que Jerry se partiría la columna montando potros y que Nona iba a pasar el resto de su vida arrastrándolo en una silla de ruedas y sosteniendo una taza para su babeo. También decía, que no estaba hecha para el matrimonio; no le bastaría con pasarse la vida fuera del ruedo animando a alguien. Pero pasaron los meses y las cartas de Nona seguían llenas de sonrisas y admiraciones. Escribía que en comparación con los concursos de hípica, los rodeos eran un sueño. Jerry y ella tomaban filete para cenar y dormían en moteles, lo que suponía un gran adelanto respecto a los concursos de hípica en los que comíamos barritas de cereales y bebíamos refrescos y dormíamos en los establos con los caballos para que nadie los robara por la noche. Siempre dirigía a mí sus cartas, que empezaban con un «Pequeña Alice» y acababan con un «Da un abrazo a papá y a mamá».

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Yo dejaba las cartas en el mostrador para que mi padre las leyera, cosa que casi nunca hacía, y unos días después subía a la habitación de mi madre y le leía las cartas en voz alta. Mi madre había pasado casi toda mi vida en su habitación. Nona decía que antes de que llegáramos al mundo nuestra madre había sido una estrella del concurso ecuestre, y lo ganaba todo, incluso llegó a salir fotografiada en el periódico. Decía que un día, cuando yo todavía era muy pequeña, nuestra madre me dejó con ella diciendo que estaba cansada y que se iba arriba a descansar. No volvió a bajar nunca más. Mi padre se cambió a la habitación de invitados para no molestarla y nosotras recordábamos sacarnos los zapatos al pasar cerca de su habitación. No hacía alboroto, ni pedía mantas de más o hielo picado o silencio. Tan solo se quedaba en la cama con las cortinas corridas y miraba la televisión sin sonido. Era fácil de olvidar que estaba allí. Yo me sentaba en su cama y le leía las cartas de Nona a la luz azul del televisor, luego me daba palmaditas en la pierna y me decía: —Maravilloso. Suena maravilloso ¿no crees, Alice? Respiraba por la boca para evitar el húmedo y amargo olor de su piel amarillenta y pelo graso. Mi madre me hacía decir el nombre de los lugares de donde llegaba cada una de las cartas y contarle cómo imaginaba que podían ser esos lugares. Imaginaba los pueblos de rodeo como lugares secos y polvorientos con sucios moteles e hileras de restaurantes de comida rápida, pero trataba de ser imaginativa: Mc Cook, Nebraska tenía hileras de castaños en las calles; Marion, Illinois tenía puestas de sol púrpuras y Sikeston, Missouri tenía un parque con un estanque en medio donde la gente daba de comer a los patos. Cuando ya no se me ocurría nada más, decía que debía ir al baño o ayudar a mi padre en los establos, salía de su cuarto sigilosamente y cerraba la puerta. Al irse Nona, mi padre dijo que éramos afortunados por tener a Sheila Altman. Vivía al otro lado de Desert Valley e iba a un

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colegio nuevo con ordenadores y aire acondicionado. Sheila Altman tenía los ojos azules y una voz suave. Decía «Si pudiera» y «Te importaría que» y nunca se le olvidaba decir «por favor» y «gracias». Me hubiera gustado arrancarle su pelo de niña a mechones. Cuando su madre la llevaba hasta nuestra casa, Sheila salía corriendo hacía los establos a besar a los caballos y a darles zanahorias que traía de casa. La señora Altman salía del coche con su cámara y su talonario y veía a su hija desaparecer entre los establos. —Bien señor Winston —decía—, hoy va a tener quien le haga el trabajo. La señora Altman le había dicho a mi padre que durante los últimos años había gastado miles de dólares en enviar a Sheila al campamento hípico, donde durante una semana debía cuidar de un caballo como si fuera suyo, alimentarlo, cepillarlo y limpiarle la cuadra. Mi padre había dicho bromeando que dejaría que Sheila limpiara las cuadras por la mitad y cuando la señora Altman dijo impresionada: —¿De veras? —A él no se le entrecortó la voz. —¿Por esta chica? —dijo—. Sin lugar a dudas. —Después de esto la señora Altman atravesaba el valle con Sheila cada día después del colegio para llevarla y pagaba a mi padre para que le dejara cepillar los caballos y limpiar los establos. Mientras Sheila estaba allí, mi padre era alegre y desenfadado. Le decía cuán duro trabajaba y que no sabía cómo se las apañarían sin ella. Cuando se iba, me frotaba la espalda y decía, «dale a esta chica todo lo que ella quiera, Alice. Háblale bien. Sheila Altman es nuestra fuente de ingresos. Y no tiene carácter como tu hermana.» Mi padre siempre había dicho que mi hermana tenía lengua viperina y un corazón desagradecido, pero solía sonreír cuando lo decía. Le daban muchos ataques. Cuando tenía sed, se ponía a gritar y cuando tenía calor, lloraba. Cuando estaba furiosa con mi padre su cara se volvía tirante y rígida y parecía que iba a dividirse en dos separando sus ojos.

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Mi padre estaba siendo amable al decir que yo no tenía temperamento para el concurso, porque lo que quería decir en realidad es que no tenía talento. No podía acordarme de sonreír, mantener mis talones bajos, las puntas de los pies hacia dentro los codos estirados y la espalda recta al mismo tiempo. Cuando me centraba en sonreír, dejaba sueltas las riendas, y cuando pensaba en sentarme recta, mis pies resbalaban por los estribos. Mi padre me dijo que de todas formas me necesitaba más fuera de pista y me di cuenta de lo que ocurría. Debíamos mantener nuestra reputación y ganarnos el sustento. Al fin y al cabo, a mi no se me daban bien los negocios. Pero Nona era buena por las dos. Sonreía y se reía y guiñaba el ojo a los jueces. Fuera de la pista dejaba a las niñas pequeñas de las casetas sentarse en su caballo. Mientras les enseñaba cómo sujetar las riendas y dónde poner los pies, dirigía su voz a los padres y decía «¡Tienes un talento innato!» Entonces esbozaba una sonrisa a la madre y decía «Mi padre da clases. Deberías venir a verlo algún día». Yellow Cap fue el último caballo que mi padre le compró. Era un palomino, el animal más rápido, grande y bonito de la pista. La primera vez que lo vi, pensé que acabaría matando a mi hermana, pero Nona lo montaba sin dificultad alguna. Sacudía las riendas y decía «Este es mi chico». Yellow Cap arqueaba el cuello y el cuerpo se metía hacia dentro y montaban por la pista como si fueran el centro de atención. Mi padre miraba desde los lados con posibles clientes y decía «este caballo caminaría por encima del agua si ella se lo pidiera». El día después de sacar a Polly del canal no tuvimos clase de industrial. En vez de ello, llevaron a toda la clase de sexto curso al gimnasio y nos invitaron a rezar por ella. Luego dijeron que podíamos irnos a casa y hablar con nuestros padres de cómo nos sentíamos.

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Al llegar a casa la señora Altman y mi padre estaban reunidos junto a Sheila, que llevaba puesta la ropa de concurso de mi hermana. —No sé —decía la señora Altman—. El color no me convence. —Lo estaba pensando —admitió mi padre—. Estaba pensando lo mismo sobre el color. —Le sienta mejor el rojo. —La señora Altman hizo un gesto circular con el dedo y Sheila me sonrió tímidamente al girarse, para que su madre pudiera verle la espalda. —Tenemos una camisa roja —explicó mi padre—. Alice, ve arriba al cuarto de Nona y coge la camisa roja—. Sheila se quedó mirando al suelo y yo dejé caer mi mochila y entré en casa. Tuve que andar con mucho cuidado entre montañas de escarapelas y trofeos para llegar al armario y, cuando lo abrí, el olor de Nona había desaparecido de la ropa. Apreté mi cara contra los diferentes tejidos, intentando encontrar una pista suya, el dulce y pulverulento aroma de su desodorante, el afrutado olor de su loción, pero no había nada. La puerta de mi madre estaba entreabierta cuando pasé con la camisa roja todavía colgada de la percha. —Alice ¿eres tú? Abrí la puerta, que chirriaba, y me preparé para soportar la ola de aire viciado. Mi madre estaba recostada entre tres almohadas y la luz de la televisión parpadeaba por su cara. Coloqué mis pies en la entrada, vigilando no cruzar la línea que marcaba el fin de la moqueta del pasillo que se convertía en la de la habitación. —Sé buena chica y cierra la ventana. —Casi sin fuerzas giró su muñeca moviendo la pálida mano y suspiró. Esos pequeños chinches blancos están entrando. Me van a picar cuando esté dormida. —Mamá, las efímeras no pican —expliqué, pero aun así atravesé la habitación para cerrar la ventana. —Las odio —sentenció—. Son asquerosas y van por encima de ese agua.

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En el resplandor de la televisión las efímeras se veían grises y enfermizas y traté de abanicarlas hacia fuera por la ventana. Sentí la mirada de mi madre detrás de mí. —¿Te quedarás a explicarme lo que has aprendido hoy en el colegio? —Y dio unas palmaditas al lado de su cama. —Debo llevarle esto a papá. —Levanté la camisa roja. —Entonces mejor date prisa. —Me guiñó el ojo un segundo y volvió a mirar el televisor. A Sheila le sentaba mucho mejor el rojo y mi padre le vendió la camisa de Nona a la señora Altman por el doble de lo que la compró. En clase de industrial no sabía qué hacer con la linterna a medio terminar. Me daba miedo soldar y no creí que me fuera posible sujetar las piezas con cinta adhesiva. Aun así, a los chicos no se les terminaban las ganas de soldar y algunos de ellos trataron de ofrecerse a acabar mi linterna. Al final acepté una de las ofertas por tres dólares y una Pepsi y acabé mirando cómo la reconstruían. El señor McClusky me dijo que sería un gesto muy bonito darle la linterna a la madre de Polly y, al salir del colegio, practiqué lo que debía decir al llamar a la puerta de Polly. A duras penas había conocido a Polly y nunca había coincidido con su madre, pero un gesto tan sentido probablemente le hiciera llorar. Quizás entonces me pidiera quedarme y pasar. Me haría un té y me daría galletas de jengibre, mientras pasara sus dedos por mi pelo. «Vuelve cuando quieras», me diría. «Quédate a dormir si quieres.» Pero mientras practicaba la forma correcta de demostrar mi gesto, me di cuenta de que había sitios de la linterna dónde se había corrido la pintura al tocarla para ver si estaba seca. La madre de Polly probablemente tuviera habitaciones llenas de cosas perfectas que Polly había estado haciendo durante los años: sillones cuidadosamente cosidos de labores de la casa, lapiceros

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de barro simétricos de la clase de arte, el tipo de cosas que cuando las hacía yo salían abolladas o desiguales. Por eso darle una horrible linterna solo haría que desconcertarla. En vez de llevarla a casa de Polly, envolví la linterna en papel de la libreta y la metí en mi mochila. Caminé hacia casa a lo largo del canal, sorbiendo mi Pepsi y suspirando por que los chicos también me hubieran pintado la linterna. Cuando llegué a casa mi padre estaba sentado en frente de los establos, limpiando la silla de montar de concurso de Nona. Tenía la cara colorada y la piel de alrededor de los labios parecía tensa y marcada. —Tu madre ha estado llorando todo el día —dijo cuando me vio—. ¿Dónde has estado? —En el colegio, como siempre. —No me hables en ese tono. Me quedé mirando al suelo. —Ahora ve arriba y sé cariñosa con tu madre. Dile cuánto la quieres. Hazle sentir especial. Luego vuelve y ayúdame. Hay montones de cosas que hacer. Estoy harto de tener que hacer todo el trabajo yo solo. —Quizá Sheila Altman pueda hacerlo cuando venga. —Lo miré. Nona no iba a volver. No iba a volver nunca más. Entonces mi padre se levantó y pareció más grande de lo que cualquier ser humano ha podido ser. Por un momento pensé que iba a pegarme y traté de calcular la distancia que había hasta la casa. Podría ser capaz de ir más deprisa que él. Pero entonces se llevó las manos a la cara y sus hombros decayeron. —Alice, por favor —pronunció entre sus dedos—. Por favor. Arriba, mi madre tenía el rostro surcado de lágrimas y algunos cabellos de su pelo se le pegaban a los parches húmedos de sus mejillas. —¿Por qué lloras mamá? —le pregunté desde la puerta. Intenté que sonara delicado, pero sonó en tono cansado—. ¿Te encuentras mal?

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—Ven aquí conmigo. —Soltó un llanto al verme. Se paralizó cada una de las partes de mi cuerpo, pero pensé en mi padre con la cara entre las manos y mantuve la respiración mientras atravesaba la habitación hacia ella. Me empujó hacia la cama contra ella y apretó mi cabeza contra su hombro. —Te ha enviado él aquí, ¿verdad? Hoy no he sido más que un estorbo. —Papá está preocupado por ti —le expliqué. —Solía ser capaz de hacerle reír —susurró. Su pelo cayó en mi cara e intenté levantar la cabeza para respirar—. Y él solía mirarme como si fuera una estrella de cine. ¿Puedes creértelo? —Suspiró y se enderezó. Entonces se mordió el labio y bajó la mirada hacia sus manos—. Ha sido inteligente —añadió en voz baja—. Inteligente de irse cuando lo hizo. —No supe qué decir—. Aquí habría sido utilizada. Se habría hecho mayor deprisa, y se habría desgastado. Y ahora se dedica a viajar a sitios nuevos y a conocer a gente nueva—. Apartó su cabeza de mí. —Su camisón estaba arrugado y a la luz del televisor su piel se veía pálida y gruesa. —He hecho algo para ti —le mentí—. En el colegio. —¿Me has hecho algo? —Su boca se abrió y se llevó la mano al pecho—. ¿De verdad? —Es una linterna —añadí hurgando en mi mochila—. ¿Lo ves? Pones una vela aquí y luego puedes colgarla y te iluminará la habitación. —¿Lo has hecho tú, para mí? —Mi madre respiraba entrecortadamente cuando se la di. Pasó sus dedos por las esquinas soldadas y el centro, a manchas de pintura. —Ajá. —Oh, niña —exclamó, y me abrazó—. Tú y yo cuidaremos la una de la otra, ¿de acuerdo? —Me ha dicho papá que tengo que ir a ayudar a los establos ahora. —Me levanté y me dirigí a la puerta. Fuera, la señora Altman estaba extendiéndole un cheque a mi

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padre. Cuando llegué a estar detrás de él, me enarcó las cejas y yo asentí con la cabeza. —Está bien —le dije a mi padre y suspiró. —¿Quién? —preguntó la señora Altman con una ancha sonrisa—. ¿La señora Winston? —Mi padre y yo nos miramos el uno al otro—. Me encantaría conocerla. —Mi esposa es muy reservada —explicó mi padre con poca elegancia, con los ojos puestos en el cheque. —Está enferma —añadí yo y ambos me miraron. —¿Qué tiene? —La señora Altman miró a mi padre. —Alergia al sol —mentí—. Y al aire fresco. Mi padre abrió un poco la boca. —¡Qué horror! —exclamó la señora Altman—. ¿Qué le ocurre? —Se le hincha la cabeza —insistí. Ambos clavaron sus ojos—. Le cogen urticarias y fiebres. Y a veces se desmaya. —Mi padre me codeó suavemente. —Es espantoso —expresó. La señora Altman apretó fuertemente las manos—. ¡Pobre mujer! Cuando hubo entregado el cheque y seguido a su hija hasta los establos, mi padre me dirigió una mirada inquisitiva. —Eres un malvado diablillo mentiroso, Alice Winston —dijo. Pero sonrió al decirlo. Sheila Altman nos ayudó a sacar a los caballos de concurso de los establos para dejar espacio a las yeguas de cría, que tenían que vivir a cubierto cuando daban a luz. Mientras entrábamos a las yeguas preñadas de los pastos, Sheila se puso a chillar y a dar palmaditas. —¡Me muero de ganas de ver a los pequeños! —reconoció. Nuestras yeguas de cría tenían nombres simples del tipo Misty, Lucy, Ginger y Sally. Eran lentas y tranquilas, de largas cabezas y crines mate y deformadas barrigas. Sheila puso sus manos en las barrigas barril de las yeguas y afirmó que llegó a notar los potros moviéndose dentro.

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—¡Ha dado una patada! —saltó—. ¡Te juro que ha dado una patada! Al irse, saqué a Cap de su cuadra e intenté desenredarle la crin y la cola. Mi padre me miraba. Al sacar el pelo suelto del cepillo y dejarlo caer al suelo carraspeó. —La señora Altman quiere comprar a Cap para Sheila —explicó. —Es demasiado caballo para ella —Se me helaron las yemas de los dedos e intenté sacar más pelo del cepillo. —¿Acaso quieres concursar este año? —Mi padre sacó un trozo invisible de pelusa de su camisa. Me quedé mirándolo—. Entonces ahórrate los comentarios. El funeral de Polly Cain debía empezar a las cinco en punto un jueves por la tarde, en el cementerio, enfrente del tobogán acuático. Cuando llegué a casa del colegio practiqué el parecer triste y con cargo de conciencia delante del espejo. Quizá mi padre cambiara de opinión y me llevara y luego la madre de Polly me apartara de la multitud por haber sido alguien cercano a Polly. Andaría despacio hacia ella y dejaría que me empujara contra su cuerpo. Al verme en el espejo imaginé las tardes que pasaría con la madre de Polly en la mesa de su cocina, con álbumes de fotos esparcidos ante nosotras. Ella señalaría fotografías de Polly de los disfraces de Halloween y de sus conciertos de piano. «¿Lo ves?» diría. «¿Ves cuánto te pareces a ella?» apoyaría mi cabeza en su hombro y su pelo olería a fresa y limón. Le diría cuánto echaba de menos a Polly, y cómo nada iba a volver a ser lo mismo ahora que se había ido y me besaría los párpados y mis dedos y lloraría en las palmas de mis manos. «Era mi mejor amiga del mundo» le diría. Y a lo mejor no sería una mentira; nadie podía demostrar que no lo era. Después de todo estaba muerta. Pero antes de que pudiera convencer a mi padre para que me llevara, nuestra yegua Lucy parió su primer potro del año, y entonces supe que no podría ir al cementerio a rendir los últimos

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honores. Ayudé a mi padre a envolver la cola de Lucy con vendaje elástico de forma que el potro no se enmarañara en ella. Nos movimos de rodillas alrededor de la yegua, sacándole el serrín de las patas para evitar que obstruyera los orificios nasales del potro. El potro salió, delgado y mojado rompiendo la bolsa fetal abierta por sus débiles cascos blancos. —Es un potrillo —dijo mi padre sonriendo nervioso—. Míralo. —Presioné mi cuerpo contra el cuerpo del potro para sostenerlo mientras mi padre cortaba el cordón umbilical, y luego lo observamos intentando ponerse en pie sobre sus diminutos cascos apuntalados. Mi padre ahuecó su mano detrás de mi cabeza—. Lo has hecho bien Alice —dijo—. Eres una profesional. —Esperamos en la entrada del establo hasta que el potrillo mantuvo el equilibrio sobre sus temblorosas patas. Durante unos instantes pareció que hubiéramos hecho que ocurriera algo. Al escuchar parar el «minivan» de los Altman en el camino, mi padre cerró los ojos y dijo: —Dios, hoy me falta la energía necesaria para esto. —Hay insectos blancos diminutos por todos lados —nos dijo la señora Altman al salir del coche y empezar a examinar la parrilla—. Llevo muchos pegados en el coche. —Efímeras —anunció. Mi padre movió la cabeza hacia mí y luego fue a verlo—. Nacen en la superficie de los canales. Encontramos cientos de ellas pegadas al pelo de esa niña cuando la sacamos del agua. —Hay tantas que viniendo hacia aquí parecía que estaba nevando. —La señora Altman había cogido una toalla del asiento trasero y estaba intentando limpiar la parte delantera del coche. Me miró y se detuvo—. Dios mío, Alice. ¿Qué ha ocurrido?— Miré hacia abajo y vi que mi camiseta estaba manchada de sangre por la parte en la que había sujetado al potrillo. —Hemos tenido nuestro primer potro esta tarde —explicó mi padre, haciendo señas hacia el establo.

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—No puedo creer que nos lo hayamos perdido —gimió Sheila—. ¡Nos tendríais que haber llamado! —Vamos a tener muchos más —dijo mi padre. Se giró hacia mí y puso los ojos en blanco. Sheila y su madre se agruparon en el establo de Lucy y empezaron a hacerle chasquidos y monerías al potrillo. Lucy dejó entrever los dientes y echó hacia atrás las orejas. Con ayuda del codo mi padre apartó a Sheila. —Vamos a dejarles un tiempo para que se adapten —dijo—. Las madres son un poco protectoras al principio. —No puedo creer que haya olvidado la cámara hoy —dijo la señora Altman—. Vaya día para olvidarla. —Puede que tengamos uno esta noche —alegué—. A veces vienen seguidos. —¿Mamá puedo quedarme, por favor?— Sheila juntó las manos contra su pecho y se puso de puntillas. —En todo caso, podría ser, si no le importara —añadió mirando a mi padre. En mi interior deseaba que mi padre dijera que no, pero no me miró. —Se puede quedar a pasar la noche —le dijo a la señora Altman—. Alice y yo estaremos despiertos toda la noche vigilando a las yeguas de todas formas. —Oh, mamá por favor… —rogó Sheila—. Será como una fiesta pijama. La señora Altman le arregló el cuello de la camisa. —Mañana es día de colegio, pero por algo como esto, que es una lección de vida y creo que es más importante, podrás ver el milagro del nacimiento. Es la cosa más bonita de este mundo, ¿verdad, Alice? Quise contarle acerca de la sangre, el olor y el sonido que emitía una yegua cuando sus carnes se empezaban a desgarrar alrededor de la obertura debido al potro. Quise que supiera acerca de nuestra yegua castaña unos años atrás, el útero de la cual se salió al parir y colgaba detrás de ella como un saco de

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gelatina. Contarle también que la castaña gritó, que fue un grito humano, pero que se sostuvo en pie, temblando, para dejar mamar al potro. También quería que supiera que cuando llegó el veterinario para sacrificar a la yegua, Nona me tapó los ojos, pero oí el crujir de los huesos cuando cayó al suelo. El potrillo estuvo tres días enteros gritando con su relincho lloroso después de todo. Pero me limité a sonreír y dije: —Sí. Precioso. La señora Altman nos dejó dinero para pedir pizza y dijo que recogería a Sheila por la mañana. Al subirse a la «minivan», me preguntó si Sheila podía pedirnos ropa prestada para no manchar de sangre su bonita ropa. Pensé en el funeral de Polly, que acababa de empezar en el pueblo. Su madre ya debía de haberse sentado. La gente debía de estar aparcando los coches y saludándose con la cabeza con solemnidad al caminar por el césped. No había estado nunca en un funeral, pero imaginé que todos llegarían en silencio, dignos y respetuosos en bonitos vestidos negros y tiesos trajes. Se sentarían rígidos contra el dolor, pero se rendirían a este a medida que transcurriera el funeral. Sus cuerpos se ablandarían y entonces se apoyarían unos con otros, brazos rodeando cinturas y hombros, entrelazando dedos, mientras la iban bajando al suelo. Nos comimos la pizza en servilletas de papel y jugamos a ginrummy en el cobertizo de los arreos. Nos turnamos para andar por los establos y así vigilar a las yeguas de cría y, fue a las dos de la mañana cuando Sheila volvió corriendo. —¡Ginger se ha tumbado! —gritó—. ¡Está sudando mucho! —Allá vamos —dijo mi padre y desfilamos tras de él por los establos. Mi padre me lanzó un vendaje elástico e indicó la cola de Ginger. Me arrodille detrás de ella y vi que ya tenía la cola mojada de coágulos de sangre y mucosidad. Se le tensaban los músculos a través del cuerpo y sus patas traseras empujaban hacia el serrín. —Te va a dar una coz —susurró Sheila entre sus dedos.

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—No puede dar coces si está estirada, boba —le dije. Mi padre me pellizcó el brazo por detrás—. Quería decir que sí, tienes razón—. Puse los pelos mojados de la cola de Ginger en la venda y la cerré con un alfiler de seguridad. —Date prisa Alice. —Sheila dio un paso atrás y susurró. —Esta es mi chica —dijo. Mi padre se arrodilló al lado de la cabeza de Ginger y puso las manos en su cuello. Acarició su crin y hablaba en voz baja—. Vamos cariño. —Mi padre llamaba a las yeguas de cría casi siempre por yeguas o jamelgos, pero mientras parían hacía chasquidos con la lengua y les susurraba como si fueran niñas—. Eso es cariño —dijo en un arrullo—. Estás bien. —Sheila se arrastró detrás de mi padre y empezó a respirar fuertemente con respiraciones cortas, como lo hacían las mujeres en televisión al dar a luz—. Habla con ella —le dijo a Sheila y se agachó para tocar el hocico de Ginger. Mi padre le dio unas palmaditas en el hombro y añadió—: vigila que no mueva la cabeza de golpe y te saque los dientes. Podía oír a los otros caballos caminar impacientes y piafar fuera. Los cercados vibraban y mi padre me dijo que fuera a vigilar. Ginger empezó a gemir y Sheila salió del establo con sus manos sobre la boca. —Voy contigo —susurró. Las yeguas de concurso se habían agrupado alrededor de la valla del prado y una nube de efímeras revoloteaba a su alrededor. Estaban tumbadas en el suelo, con los ojos en blanco y los cuerpos sudados de espuma. Levantaban la cabeza y la dejaban caer fuertemente en la hierba mientras se quejaban y resoplaban, les temblaban los músculos y sus colas azotaban a los insectos que no cesaban de aumentar. —¿Qué les pasa? —preguntó Sheila. —Están intentando parir —le expliqué y por unos instantes pensé que incluso podía ser cierto. —Pero no están embarazadas. —Su boca tembló.

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—Les llega el olor —dije—. Les llega el olor de los potrillos nuevos e intentan parir. Miré para ver si me creía. En menos de un mes las yeguas de cría volverían a los establos, limpias y esquiladas y listas para la temporada de concurso. Por entonces Sheila ya podría estar aburrida de los caballos, podría cambiarse a piano o a gimnasia o a patinaje sobre hielo. Podríamos vestir a Sheila Altman con la ropa de mi hermana y venderle el caballo de mi hermana, pero ¿qué podía entender de cómo iban en realidad las cosas? Sheila Altman… ¿Qué podía saber ella sobre carencias? El rostro de Sheila se heló y se tapó las orejas con las manos. Sentí que una maravillosa maldad crecía en mi interior. —¿No lo ves bonito? —Sheila se estremeció y se apartó. —No puedo mirarlas —exclamó. A lo largo del camino de la entrada los machos castrados caminaban impacientes y daban patadas a las puertas de sus cercados con el pecho. Levantaban las cabezas de forma salvaje y el blanco de sus ojos reflejaba la luz de la luna a la vez que las efímeras los rodeaban. Yellow Cap relinchó y corrí a su cercado mientras Sheila miraba. —Todo va bien, Cap —lo tranquilicé. —Está alucinando —dijo Sheila nerviosa—. Están alucinando todos. —Está bien —insistí. Y extendí la mano para acariciarlo, pero saltó y se soltó—. Vamos chico —lo llamé y descorrí el pestillo de la puerta para entrar con él. Al correr la puerta para abrirla Cap se empinó y su hombro me dio en la cara, tirándome al suelo. Oí la puerta de metal repicando contra el cercado y el sonido de los cascos de Cap en la grava al correr hacia la carretera. —¡Detenlo! —le pedí a Sheila, pero se quedó mirando sin moverse. Sentí mi pierna y mi cadera elásticas y débiles al levantarme y me temblaban las manos cuando recobré el equilibrio en la valla—. Tengo que atraparlo —chillé.

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—Alice, te está sangrando la cara —replicó. Noté sangre y tierra entre mis dientes y me llevé la mano a la boca. No sabía por dónde sangraba. Noté mi cara entumecida. —Podrían atropellarlo —insistí. —Se ha ido hacia el canal. Deberíamos avisar a tu padre. —Pasé dejándola a un lado y me agarró de la mano—. Le podemos decir que lo he soltado yo. No creo que se ponga furioso conmigo. O podemos ir a buscar a tu madre. —La miré—. Es de noche, por eso a lo mejor podría salir. Vamos Alice, estás sangrando mucho. Déjame ir contigo. Lo único que podría meterme en más problemas que perder a Cap, sería perder a Sheila Altman. Se le arrugó la boca como si estuviera a punto a llorar y aparté mi mano de ella. —Vuelvo enseguida, Sheila. No seas niña. Corrí hasta pensar que iba a sacar los pulmones por la boca. Tropecé dos veces por el lado del camino. Cuando tuve que aflojar el paso, llamé a Cap y chasqueé la lengua. Me sangraba la nariz y caminé con el sonido de mi agitada respiración. Me limpié la nariz con el dorso de la mano y froté el escozor de la herida abierta en el codo al tropezar. Las efímeras flotaban ante mí y moví los brazos para apartarlas. Hacia delante podía haber imaginado dónde debía de estar el agua del canal, si no se hubiera posado la niebla sobre este: los bichos salían del canal a miles, sus cuerpos como copos y sus alas de papel como tormenta de nieve sobre el agua. Empecé a andar desde el camino de piedras y tuve que detenerme después de unos pasos y proteger mis ojos de la tormenta de insectos. Sentí latir mi corazón en mi garganta y oídos. No pude divisar el agua, pero sentía su frescor a mi alrededor y me retiré para estar lo más cerca posible de la carretera. Agitaba la mano, pero los bichos subían como el vapor. Apreté los labios para no dejarlos entrar en mi boca y sacudí fuertemente la cabeza. Seguía mi camino a lo largo de la carretera, inclinándome por la cintura para ir tocando los hierbajos con las yemas de los dedos.

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—¡Estoy aquí Cap, estoy aquí chico! —mi voz era fuerte y áspera y se perdía en la espesa nube de insectos. Movía los brazos por delante pero las efímeras llegaban hasta los orificios de mi nariz y mis orejas y tuve que detenerme para despejarme la cara. Cuando vi el perfil del cuerpo de Cap por entre las alas escarchadas pensé que se trataba de un espejismo, pero al extender los brazos pude dar con él. Puse mis manos sobre su costado, pasándolas por su cuerpo hasta que llegué a la cabeza. Estaba completamente paralizado, sus rodillas trabadas y sus músculos temblando. Tenía los ojos muy abiertos y los orificios de su nariz se ensanchaban, resoplando a la nube de insectos. —Este es mi chico —dije y alzó su cabeza, echándome hacia atrás. No caí en traer una cuerda o una cabezada, por ello tiré de su crin y orejas para que me siguiera. Pero los ojos de Cap reflejaban miedo y sus patas estaban clavadas en el suelo. No podía ver dónde estábamos de la carretera, pero sí podía percibir el agua que mató a Polly Cain a nuestro alrededor. Quizá simplemente tropezó y cayó dentro. A lo mejor tiró algo. Pensé en el momento en que inconscientemente inhalé en una piscina, en la forma en que el agua clavó el pánico tras mis ojos, me hizo convulsionar y dar arcadas. No había ninguna casa cerca. Nadie habría podido oírla gritar. —¡Vamos! —grité. Le di una patada a Cap en la pierna y se erizó—. ¡Vamos, muévete estúpido caballo! —Empujé con todas mis fuerzas. Enrosqué su oreja entre mis dedos y le envolví el cuello con mis brazos para empujar, pero mi cuerpo quedó colgado del suyo inútilmente entre la nube blanca. Nunca conseguiría traerlo de vuelta. Se desbocaría en el agua. Sus cascos se atraparían en las rejillas. Se le partirían piernas. Se le llenarían los pulmones y yo no sería capaz de detenerlo. No sería ni capaz de ver cómo ocurriría, solo de escucharlo—. ¡Por favor! —grité—. ¡Estúpido caballo por favor! —Intenté coger la pata de delante y adelantarla un paso, pero tampoco sabía qué dirección era la correcta.

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Cuando oí la voz de mi padre entre el zumbido de las alas de los insectos, pensé que lo estaba imaginando. Pero entonces la oí otra vez. —¡Alice! —¡Papá, estoy aquí! Lo tengo. ¡Estamos aquí! —¡Maldita sea, no veo nada! —¡Aquí! —lo llamé otra vez, devolviendo un seguido de sollozos. —¡Jesús! ¿Qué demonios estás haciendo? —Su mano tocó mi hombro. —Cap se había ido. Me daba miedo que se golpeara o se perdiera o se hiciera daño en el agua. —Mis dedos estaban enredados en su crin y los retorcí para soltarlos. —Te mataría —dijo. Mi padre tiró de mí con fuerza y después me cogió por el brazo para evitar que cayera al suelo—. Te mataría por ser tan tonta —dijo. Intenté soltarme, pero me encontré con la neblina blanca y me cogí al bolsillo del pantalón de mi padre para mantenerme en pie. Se sacó la camisa y la envolvió por el cuello de Cap. Tuvo que empujar con fuerza, pero Cap lo siguió e intentamos sacarle los insectos de los ojos al conducirlo de nuevo a la carretera. Mi padre siguió recto, cogiendo mi brazo para guiarme mientras yo chasqueaba la lengua para mantener a Cap en movimiento. Las efímeras se arremolinaban a nuestro alrededor como una seca y cálida tormenta de nieve y al mirar hacia arriba pude verlas levantarse hacia el cielo negro. Cuando disminuyeron los insectos y nos encontramos sobre el asfalto, nos detuvimos, sin respiración. Me dolía el brazo por donde mi padre me cogía y cuando me vio estremecerme me soltó. Me froté el brazo. —Sheila no debería habértelo dicho —dije—. Yo estaba bien. —¡Y un cuerno! —exclamó mi padre, pero su voz era tranquila, y aflojó su mano para dejar que Cap mordisqueara los hierbajos. Miró hacia atrás por encima del agua nublada y sacudió la cabeza.

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Levanté las palmas de las manos y toqué los delicados cuerpos de los insectos, sus blancas alas como el papel, al salir del canal. Los pétalos de sus alas rozaban mis manos y se evaporaban en la oscuridad. A la luz de la luna el pecho desnudo de mi padre se veía pálido y suave en comparación con el moreno de sus brazos. —¿Qué tal están las yeguas? —pregunté—. ¿Podías dejarlas solas? —Alice, los caballos pueden parir en cualquier momento. Si tuviera que haber una persona para ayudarlos cada vez, se habrían extinguido hace siglos. Volvimos andando por la carretera con Yellow Cap detrás de nosotros, con la cabeza baja como un perro. —Bien, Sheila Altman se ha ganado el dinero esta noche —dijo finalmente mi padre. —La odio —dije. Ya sin importarme. —Ya lo sé. —Sonrió y tiró de Cap. —Odio que le hayas dado el caballo de Nona. —Mi padre se mantuvo en silencio unos instantes. —Este caballo vale mucho dinero Alice. Más de lo que te podrías llegar a imaginar. —Suspiró—. Si lo vendo, puedo permitirme coger a alguien para que me ayude fuera. —Me detuve. —Tienes a Sheila —le dije y se puso a reír. Toqué el cuello de Cap—. Y me tienes a mí. Mi padre se puso a andar otra vez, ahora más deprisa y tuve que correr para mantenerme a su lado. Nos adelantó un coche por la carretera y una vez estuvo delante nuestro vi la ristra de efímeras que aparecieron muertas en el asfalto. Cuando llegamos al camino de la entrada, mi padre se quedó mirando la casa. —Hay luz en la habitación de tu madre. —Señaló y yo miré. Era pequeña, amarilla. Una vela. Una nube de efímeras se agrupó ante la luz tocando el cristal de la ventana. —Es la linterna que le he hecho.

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—¿Le has hecho una linterna? —Algo parecido. —Los hábiles dedos de Polly Cain descansan en paz bajo metros de grisácea tierra seca. Yo tan solo la pinté. —¿Por qué lo has hecho? —Quería algo y eso es todo lo que tenía. —Miré arriba a la ventana. —¿Por qué no te vas a dormir? —Pasó su pulgar por mi labio y después limpió la sangre de mi cara con la base de la mano. Giré la cara a su gesto y dejé descansar mi barbilla sobre la palma de su mano. Olía a sudor, heno y piel—. No me eres de gran ayuda así de agotada. Duerme unas horas. —Empezó a andar hacia los cercados, tirando de la camisa que envolvía el cuello de Cap. —No estoy cansada —mentí—. En serio. De verdad, no. Me quedaré despierta. Antes de que saliera del cercado frotó a Cap entre sus orejas y le dio palmaditas en el cuello. La verja se cerró con gran estruendo y cuando mi padre pasó por mi lado, movió la cabeza. —Las demás chicas ya se habrían ido a la cama. —Puso su mano alrededor de mi brazo y presionó—. Debe de ser que eres más fuerte que las demás. Todavía me dolía el brazo por donde me había agarrado en el canal, pero doblé mi músculo para ponerlo duro. Esperé que dijera algo, pero Sheila Altman salió ruidosamente de los establos moviendo los brazos por encima de la cabeza. —Lo ha conseguido —gritó, saltando arriba y abajo—. ¡Oh, Dios mío! ¡Es perfecto! ¡Venid a verlo, venid a verlo! El potro era pequeño y estaba mojado como todos los demás y nos apiñamos para verlo por encima de la puerta de la cuadra. Estaba tumbado bajo la débil y amarillenta luz del establo con sus largas y flacas patas recogidas. La yegua estaba de pie encima suyo, con los ojos medio cerrados al bajar la cabeza para oler a su potrillo. Fuera, el cielo se estaba volviendo gris plateado y

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el aire tenía mayor frescor. Trozos de heno y polvo flotaban en el aire a nuestro alrededor, y nos quedamos en silencio en los establos, olía a sangre a tierra y a noche y vimos sus cabezas acercarse para tocarse por primera vez.

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