Revista bimestral Año xxxiv

Jean-Luc Nancy Lengua apócrifa

OFICINAS Reforma 913 Centro histórico C.P. 72000, Puebla, Pue. Tel. (01 222) 229 55 72 Fax: (01 222) 229 55 76 [email protected]

SUSCRIPCIÓN Seis números: México: $ 180.00 Extranjero: 50 US Dlls. Registro en trámite ISSN 0186-7199

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Luis Felipe Fabre Dos poemas Gabriel Wolfson

122

Rima

126

Alan Bennet Going round 17

Martha Canfield Dos poemas

144

Blaise Cendrars

Adolfo Castañón

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Prosa del Transiberiano y de la pequeña Juana de Francia

23

Samuel Serrano Borletti

Visita al tesoro de los libros de la Biblioteca Histórica de Medicina Nicolás León

42

Felipe Vázquez

Rubén Gil Dos poemas

46

Isaura Leonardo

Rafael Rojas Formas de lo siniestro cubano 49 Carmen Boullosa El partido

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Jorge Juanes Nietzsche contra Heidegger 74 Leonarda Rivera Contraépica Guy Davenport

El señor Cementerio y el troll

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Cuando Amor vence a Sabiduría

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Agosto•septiembre 2012

El mundo perdido de Sigmund Jahn

150

La difícil convivencia

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Daniel Bencomo Pabellón Chandos

178

Luis Vicente de Aguinaga Cada cosa se disgrega en palabras 181

J. ALFONSO ESPARZA ORTIZ Secretario General

JULIO EUTIQUIO SARABIA Subdirector

Atisbar por el ojo de una cerradura 184 Revolución mientras estemos vivos

ENRIQUE AGÜERA IBÁÑEZ Rector

ARMANDO PINTO Director

Alejandro Badillo

Carolina Cuevas Parra

Agosto•septiembre 2012•REVISTA CULTURAL DE LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DE PUEBLA

FERNANDO SANTIESTEBAN LLAGUNO Vicerrector de Extensión y Difusión de la Cultura

171

GREGORIO CERVANTES MEJÍA Redacción

187

JORGE JUANES Arte

111

ANGÉLICA LEÓN COBOS Administración

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Francisco García González

GERMÁN MONTALVO Diseño de portada Violeta Sosa Obra gráfica

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EL SUEÑO DE LA ALDEA

El mundo perdido de Sigmund Jahn F RANCISCO G ARCÍA G ONZÁLEZ para Jennifer Hosek

En Cuba también tuvimos un cosmonauta. La percepción en nosotros, durante los años ochenta, de la experiencia del Bloque Oriental o Campo Socialista, así solíamos llamarle, era homogénea sólo a simple vista. Compartir un trecho del camino que nos llevaba hacia el futuro cegador fue una práctica abrumadora. Al punto de que muchos no distinguían, dentro de aquel universo ajeno e impostado que nos estrechaba, qué era o no ruso. El telón que nos cercaba y protegía estaba estructurado de muchas piezas. Colocadas gracias a la concreción de una idea y voluntad supremas y cada una diferente de la otra. La presencia soviética era poco menos que ubicua en la vida de la Isla. Los rusos estaban aquí. Bajo la mirada complaciente, escrutadora de la nueva madrastra construíamos, en la medida de nuestras posibilidades, un mundo mejor. Un mundo merecido, extraño, cuyo corolario había sido, después de la locura del emplazamiento de cohe× CHRISTA WOLF

tes atómicos en 1962, suceso que desató la Crisis de Octubre, el envío de un cubano al cosmos y el comienzo de la construcción de una central nuclear —¡los soviéticos y el átomo!—, parecida a la que ellos habían levantado en un lugar remoto de Ucrania llamado Pripiat. El cosmonauta pudo vernos desde el espacio a bordo de la nave Soyus 38, saludarnos, al pueblo y al Comandante en Jefe, y de paso mostrarnos sus experimentos hechos con la caña de azúcar a tantos kilómetros de casa. ¿Qué podíamos enviar allá que no fueran unos trozos de caña de azúcar? Dichos experimentos no condujeron a nada que no fuera el olvido. La segunda empresa, para suerte nuestra y la de todo el hemisferio, tampoco prosperó más allá de la construcción de sus cimientos. El resto de los países socialistas no contaba. No obstante, lo mejor de la juventud cubana, desde las universidades, tenía sus ojos puestos al otro lado del cerco. Ojos de esperanza, me atrevo a asegurar. Lejos de la Isla, el socialismo ofrecía oportunidades diferentes. De allá venía el cine polaco, soviético, húngaro y checo. De allá eran los sellos discográficos Supraphon, Eterna, Amiga, Hungaroton, Melodía, Balkanton. De allá nos llegaba una excelente 3

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literatura en insuperables ediciones y traducciones. De allá nos visitaba un ballet clásico de primerísimo nivel. De allá recibíamos las mejores grabaciones de las mejores orquestas e intérpretes de música clásica... Por otra parte, también fueron años en que casi nos olvidamos, en términos culturales, de quiénes éramos, qué hacíamos o habíamos hecho. Por supuesto, el rumbo estatal y el desangelado panorama de la cultura cubana de esos años facilitaban las cosas. Nadie conocía a Carlos Montenegro y todo el mundo se había leído a Yulian Semiónov. Nunca habíamos leído Hombres sin mujer y todos sabían de qué trataba Diecisiete instantes de una primavera. El impacto del legado espiritual de este intercambio es algo que hace poco ha comenzado a estudiarse. Más lejos que el punto en el espacio al que llegó nuestro cosmonauta quedaban Hungría, Checoslovaquia, tal vez la tumultuosa Polonia de aquellos tiempos…Y si había un lugar de ensueños en el que la Idea Sublime llegaba a ser bastante corpórea, era Alemania Oriental. La República Democrática de Alemania. RDA, la RADA como le decíamos. Sin saber my bien el porqué, el mote de “democrática” aligeraba el peso de todo lo que conllevaba la construcción del futuro. Era como si en la RDA 4

todo lo soviético fuera pasado por agua hasta ofrecernos un rostro más atractivo. O como si en Alemania el socialismo fuera más light, digamos, y estuviera desprovisto de la densidad del hermano mayor. La bandera y el escudo daban fe de esta diferencia. Imagino que para la heráldica comunista era de significante parecido un compás o una hoz. Pero cuando la hoz se hace acompañar de un martillo, pocos profanos piensan en el matrimonio entre el trabajo agrícola y el fabril. Más bien se evoca cierta dosis de terror u horror… Una incomodidad alrededor del cuello, expresada en una posible distorsión del uso de las herramientas. Sin embargo, la unión del martillo y el compás era de otra índole. Si hay un instrumento cordial de por sí, es el compás. No por gusto pensábamos que en la RDA el estudio de las matemáticas era una pasión exacta a la que sentían por la filatelia o el cosmos. ¿Y el martillo? Bueno, el trabajo ennoblece. Sobre todo en el país que fabricaba las motocicletas MZ, los camiones IFA… Y hacia el que muchísimos jóvenes cubanos soñaban viajar como trabajadores en los años ochenta, gracias a los acuerdos del Consejo de Ayuda Mutua Económica (CAME). Los que estudiábamos la carrera de Historia antes de 1989, sabíamos que

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la RDA era un estado pluripartidista. El Frente Nacional de Alemania Democrática estaba integrado por sindicatos libres y democráticos, cristianos democráticos, campesinos democráticos, jóvenes democráticos, mujeres democráticas… Por tanto no quedaba otra opción que llevarse una idea bastante democrática de aquel país. A la cabeza de estas agrupaciones se encontraba el Partido Socialista Unificado de Alemania. Un partido en el que el legado cultural propio hacía que oscilara más hacia Marx y Engels que hacia Lenin… Lenin tenía más que ver con los mujiks, los mongoles y los tractoristas de las estepas que con los obreros y estudiantes, casi occidentales, de las universidades e industrias de Rostock, Dresde o del lugar que fueran. Al menos así pensábamos en la Universidad de La Habana. Eso nos encantaba. Quedaba claro que de todos los países del Pacto de Varsovia Alemania era el que más nos atraía. No por cuestiones de interés histórico, sino por insuflarnos un imaginario fundamentado en la creencia de que la vida dentro del socialismo podía tener swing. La República Democrática Alemana era la Arcadia con la que soñábamos los jóvenes cubanos. Mucho tiempo después, el destacado Víctor Fowler,

durante el último congreso de la Unión Nacional de Artistas y Escritores, en el 2007, volvía sobre este tema: necesitábamos con urgencia un socialismo con swing… Un reclamo tardío entre la ironía y la ingenuidad, aunque sinceramente no imagino algo con swing en la Cuba revolucionaria que no sea la música. Sin embargo la Arcadia adolecía de la rotundez cultural de Polonia, Hungría o incluso la misma Unión Soviética. Lo sabíamos y acaso nos bastaba con mirar nuestras carencias y reconocernos en la nostalgia por un mundo ajeno y distante. En cuanto al cine DEFA, no podía compararse remotamente con Sovexportfilm, Mosfilm o con Hunnia Filmstudio de Budapest. Salvo contadísimas excepciones, ninguna película alemana democrática estaba a la altura de Stalker, Cenizas y diamantes, Mephisto o Trenes rigurosamente vigilados. Los casos de Cielo dividido, La leyenda de Paolo y Paula o Jacobo el mentiroso, eran verdaderas excepciones. Esta última, basada en la novela homónima del escritor Jurek Becker, ha sido llevada a las pantallas en un remake (1999) del director húngaro Peter Kassovitz. Se trataban, repito, de raros ejemplos de un cine volcado hacia otras intenciones e intereses. 5

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La producción de DEFA estaba sobre todo dirigida a niños y jóvenes. Las películas que veíamos eran de estricto corte optimista. Teníamos a nuestra disposición el consabido muestrario de contradicciones no antagónicas dentro del arduo proceso de construcción del socialismo desarrollado. Las críticas a la sociedad socialista había que buscarlas de manera solapada en películas sobre el pasado. El género histórico siempre ha funcionado como pretexto para emplazar al presente. Y si de grandes contradicciones se trataba, para eso tenían a mano la obsesión del fascismo reciente. O quizás algo más sofisticado aún como el Indiannerfilm. Durante los años setenta y parte de los ochenta, el cine del oeste tuvo un segundo aire en Europa con el western espagueti. En nuestras pantallas veíamos películas del Far West que aún hoy son memorables. Pero este café de segunda colada tuvo su forma más alucinante con el Indiannerfilm. Resulta difícil imaginarse aquellas películas filmadas en la RDA que no eran precisamente de vaqueros de pistolas fáciles que representaban los peores rasgos de la rapacidad imperialista, sino sobre sus antagonistas, los indios. Para los alemanes, encarnar el papel de aborígenes pieles rojas resultaba complicado por razones bastante obvias. No importaba, en la 6

cercana Yugoslavia podían encontrarse productos étnicos que podían pasar por cherokees, navajos, comanches o quienes fueran. Lo más triste era ver a aquellos curtidos jefes y guerreros mostrando en las pantallas, sin recato alguno, las marcas de las vacunas en los hombros…, gracias a DEFA. Que los resultados artísticos de DEFA estuvieran muy por debajo de las conquistas de la RDA en otros aspectos de la cultura, era algo que se les perdonaba con entusiasmo. A fin de cuentas, estábamos convencidos de que no se trataba de la producción cultural ni del discurso del arte desde el objeto, sino del arte en función de un estilo de vida que encajaba con las añoranzas de gran parte de la juventud cubana. El valor actual de dicha producción fílmica es de interés para muchos investigadores. No debe resultar difícil hacerse una idea de cómo vivían los alemanes del este a través de sus películas. En aquel entonces no reparábamos en ello. Nos bastaba con la curiosidad. En una etapa sin dudas superior del socialismo, el arte tomaba por caminos impredecibles para hablar del fin último: las injusticias del capitalismo y reflejar la legitimidad de un sistema que nos mostraba el punto más alto de la aurora humana. En el caso de la televisión, los seria-

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les Saludos, Germán, Los archivos de la muerte y Policía 110 llegaron a tener un rating notable. Gracias a este último nos enteramos de algo desconcertante: en el lugar del martillo, el compás y los haces de trigo, también había delincuentes… Por suerte la policía hacía su trabajo: perseguidoras Volga, pistolas Makarov, un mundo que proteger… Con la música sucedía otro tanto. Aunque los jóvenes cubanos de todas las épocas han preferido el rock anglosajón, hay que reconocer que en Europa de Este el género contó con destacados cultores. El fenómeno, integrado dentro del llamado rock continental, tuvo expresiones muy dignas. Bandas como Lokomotiv GT, Phonograph, SBB, Piramix, Machina Bremie, Spuknit… reafirmaban la idea de que el socialismo y el rock merecían una convivencia lejana de las etiquetas usadas por la política cultural cubana de entonces. La ortodoxia, nada bizantina, de la doctrina ideológica adquirida en los sesenta, reducía esta manifestación musical a droga diversionista. La música extranjera más divulgada era la latinoamericana, y los grupos cubanos que tocaban nada más y nada menos que música andina o de otras regiones proliferaron indiscriminadamente. Sin embargo el rock de los países socialistas era una cuña complaciente. No era “pro-

blemático”, y aunque sus músicos usaban el pelo largo, se hacía detrás de la cortina de hierro… Las presentaciones en Cuba de Lokomotiv GT hicieron época entre los fans del rock habaneros y de provincia. El sucedáneo de Deep Purple resultó de un virtuosismo y una pegada realmente notables. Para el rock alemán, democrático, convivir con bandas “del otro lado” debió haber sido una experiencia difícil y ¿estimulante a la vez? Tangerine Dream y Scorpions eran palabras mayores… Pero por suerte también se 7

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vivía intramuros. El hit de Karat, “Der blaue Planet” (El planeta azul), era radiado en Cuba en todas las emisoras y a toda hora. Los conciertos de Puhdys eran televisados y su música, mitad hard rock, cuando se ponía seria e imitaba a Led Zeppelin, mitad pop rock del peor cuando eran ellos, daban deseos no de consumir drogas, más bien de ir por las camisas azules con el emblema en amarillo de la Juventud Democrática Alemana (FDJ) en el hombro. Eso era poseer una idea elevada del socialismo, de la RDA, del rock y de las propias drogas. También había para gustos más exquisitos. En la Universidad de La Habana causó furor el descubrimiento de un grupo llamado Electra. En este caso el género era asumido más a lo Jethro Tull. Electra disponía de una sonoridad que recordaba —demasiado— a la banda inglesa, incluyendo un flautista, no de Hammelin, excéntrico, que se hacía seguir por una fila de niños en el escenario. Sus temas eran muy usados para presentaciones de programas de radio en Cuba y hasta que no tuvimos el disco Ein tag, wie eine Brücke en nuestras manos no nos dimos cuenta de que la música que atribuíamos a la banda inglesa pertenecía a un grupo alemán. Eso era copiar con estilo y a los músicos de 8

Electra les alcanzaba el talento para hacerlo, además de ofrecer conciertos acompañados por orquestas sinfónicas, coquetear con el rock sinfónico inglés de los años setenta y hacer versiones de piezas clásicas, como la Marcha turca de Wolfang Amadeus Mozart. Pero el más destacado representante del rock sinfónico y progresivo tras el Muro “de la Vergüenza”, o “de la Protección Antifascista” (todo según desde donde te asomaras), era el Stern Combo de Meissen. Su álbum de 1978, Das alte Schloss (El viejo castillo) volvía sobre los affaires, a principios del siglo XVIII, del alquimista Johan Fiedrich Bottger en la corte de Federico Augusto I, el Fuerte. El trabajo musical y los arreglos eran un agradable refrito de Pink Floyd, Emerson, Lake and Palmer y King Crimson. Bottger, según el uso en la época, jamás encontró la fórmula de convertir en oro otros elementos. Y si bien la piedra filosofal le fue esquiva, el especulador se las arregló para fabricar porcelana blanca. Federico Augusto no tuvo el oro que añoraba, pero sí dispuso de talleres para que el alquimista trabajara en algo menos serio: la primera industria de fabricación de objetos del citado material. Una empresa suntuaria por demás que todavía hoy asombra al mundo por su calidad y exquisitez. Es este,

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a grande rasgos, el leitmotiv narrativo del disco. Una propuesta de aliento progresivo que, a pesar de la citada mezcla, era todo lo sugerente que se podía aspirar, hablando de rock, en los países del bloque soviético. Es cierto que el Stern Combo de Meissen no gozaba de la popularidad de Karat o Puhdys y su música densa, atmosférica, rebasaba la línea media del rock alemán democrático y nos recordaba una vez más que la RDA, y no otro, simplemente era el país. Con la música clásica se repetía la misma historia. Los del Este no contaban con ningún David Oistraj, Sviatoslav Richter, Vladimir Horowitz o Mstislav Rostropovich, pero eran herederos de un acerbo musical impresionante. DEFA hacía malas películas sobre la vida de Ludwig van Beethoven o Robert Schumann que luego veíamos en La Habana con gran interés. A fin de cuentas, era su patrimonio. Y las grabaciones de las sinfonías de Beethoven, recogidas por los sellos Eterna y Supraphon y dirigidas por el maestro Kurt Masur, estaban a disposición del público cubano. No importaba el talento de Masur, los entendidos preferían el ciclo grabado por el vecino Herbert von Karajan. Los países nuevos que se precien de serlo deben contar con un himno al me-

nos decente. Que vaya de la mano con el discurso de las transformaciones de la sociedad. Eso, junto a las banderas de las que ya hemos hablado, facilita las cosas, por ejemplo en las olimpiadas. (Y si de algo se podría hablar de la RDA, era del deporte y de aquella epidemia de olimpismo que llevó a la ruina a muchos de sus propios deportistas.) Si desean escuchar un himno superior en todo sentido al de la URSS y al hit La Internacional, busquen una grabación del himno de la RDA. Aunque imaginamos que, en todos los países, se les enseñe a los niños que el himno que deben cantar semanalmente es el más bello de cuantos se han compuesto. Hablar del himno de la RDA es visitar una página curiosa de la historia de Estados Unidos y de la nueva Alemania. Su compositor Hanns Eisler, amigo y colaborador de Bertold Brecht, vivió exiliado en los Estados Unidos luego de que los nazis proscribieran su música. En Norteamérica compuso temas para cine y fue amigo de Charles Chaplin, Aaron Copland, Igor Stravinski y otros. En el momento de mayor éxito fue víctima de la Comisión de Actividades Antinorteamericanas promovida por el senador Joseph McCarthy. Citado ante una audiencia que lo encontró culpable, fue expulsado de ese país acusado por su militancia comunista. En 9

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consecuencia con sus pecados políticos, decidió por la Alemania equivocada. De vuelta, Eisler compuso por encargo “Alzados de las ruinas”, con letra del escritor Johannes Robert Becher. El músico gozaba de todo el prestigio que merecía, hasta que su formación vanguardista entró en contradicción con las “ideas artísticas” de la censura estalinista. De nuevo ante una audiencia inquisidora, Eisler fue despojado de la confianza depositada en él por las autoridades del Partido. El compositor de “Alzados de las ruinas” regresó a ellas una vez más, dejando como legado un hermoso himno… Pero de esos deslices, poco musicales, nada sabíamos en Cuba. Si revisáramos el catálogo de la Editorial Arte y Literatura de los años setenta y ochenta llamaría la atención la cantidad de novelas de la RDA traducidas y publicadas en Cuba. Los lectores conocíamos las obras de Hermann Kant, Erwin Strittmatter, Dieter Noll, Erik Neutsch y Christa Wolf. Es difícil valorar el impacto de la literatura de RDA en nuestro país. Es acaso parte de un momento y un destino absurdamente común en la historia de ambas naciones. Las novelas de Christa Wolf, Cielo dividido y Casandra, fueron muy leídas en la Isla. Sobre todo la última. Con 10

Cielo dividido, una novela sobre el escape hacia el otro lado del muro, estábamos ante la presencia de un ejercicio de libertad asombroso. Además se trataba, hasta cierto punto, de una novela erótica. Nada atrae más en la literatura como la subversión y el erotismo. Acá nunca hemos tenido un muro, el mar nos ha guardado o aislado. Y si el tema de los balseros aún no se perfilaba en el horizonte literario del país, estaba bien que la autora se ocupara de los que en su país se arriesgaban a cruzar la línea. Al menos estábamos convencidos de que en la RDA los escritores tenían la libertad de hacerlo. En cuanto al erotismo, en Cuba, donde el sexo consume tanta pasión y evidencia, teníamos la idea de que Alemania Democrática era la cuna del amor libre comunista. Convencimiento que había tomado cuerpo con el paso de los años, no gracias a la literatura de Christa Wolf ni a las películas de DEFA, sino debido, primero, a los best sellers de educación sexual de Mónica Krause (Piensas ya en el amor y El hombre y la mujer en la intimidad), traducidos al español y editados en Cuba por la Editorial Científico-Técnica en los años ochenta. Y después a esa otra variante de la literatura: la oralidad. No necesitábamos leer Cielo dividido, la gente que iba allá contaba… Mujeres fáci-

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les, sexo sin fronteras entre camaradas de países hermanos. Pero ni aun Casandra, el libro más leído de Christa Wolf, superó en popularidad entre los lectores cubanos a la extensa novela de Dieter Noll, Aventuras de Werner Holt, Editorial Arte y Literatura, 1981. Esta obra de carácter autobiográfico narra la vida de un joven desde finales de los años treinta, pasando por la guerra, hasta el periodo de reconstrucción posbélico. Dieter Noll recrea cada uno de estos momentos con un realismo desbordante y eficaz. En Cuba no disponíamos de una novela de tal envergadura épica e histórica. Lo curioso de las Aventuras de Werner Holt no es que coexistiera en nuestras librerías con Casandra o los bodrios de Hermann Kant, sino que en los estantes cercanos estaba El tambor de hojalata, de Günter Grass. La mayoría de los lectores no eran tan exquisitos como los melómanos que preferían a Von Karajan por encima de Kurt Masur. Quizás se trataba de un problema de sensibilidad… A fin de cuentas Grass y Noll habían nacido en el año de 1927, formaban parte de la misma generación, compartieron la experiencia de la guerra como jóvenes soldados del Tercer Reich y escribían de lo mismo, o sea, sobre esa angustiosa experiencia. La geografía, los idea-

les y el talento habían trabajado para que cada uno escribiera sus respectivas novelas. Al final ambos estaban en los estantes de una librería habanera donde los jóvenes frívolos y sedientos se decidían por uno u otro autor. A Dieter jamás lo vimos en la Isla; el otro, el de los gritos vitricidas, nos visitó en 1991 y dijo estar asombrado de que, a pesar de escribir de cosas tan locales, fuera conocido y leído en Cuba. Quizás ya habíamos comenzado a olvidar las aventuras de Dieter Noll, de Herman Kant, de Christa Wolf, Mónica Krause y de todo el resto… Todavía más curioso resulta cómo una cultura politizada, encaminada a poner por las nubes las virtudes del socialismo real y asimilada con ingenuidad, nos había hecho creer en la existencia de un país que en la realidad tenía poco que ver con lo que consumíamos de él. Mejor dicho, a imaginarnos el lugar que nos gustaría habitar en aquel futuro que, más que cegador, preferíamos de inmediato. Tal como veíamos en las portadas de la revista RDA, en las que los niños jugaban encaramados en las cabezas de bronce de Marx y Engels. Creo que esa fue la dimensión inexacta, o aparente, en que Cuba y RDA vivieron una extraña experiencia de causa común y un posterior desencuentro. 11

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En 1989 cayó el Muro de Berlín y finalmente la RDA desapareció absorbida por la otra Alemania. Entonces fue que supimos que la vitrina del socialismo era un estado de vigilancia, dedicado a fisgonear y controlar “la vida de los otros”. No obstante, el imaginario sobre una vida tras la vitrina había calado hondo en nosotros. El mundo de Sigmund Jahn, el primer astronauta alemán que en 1978 había salido al espacio en la nave Soyus 31, el mismo año en que el Stern Combo grabara Das alte Schloss, saltó en pedazos igual que el muro de “la Protección Antifascista” o de “la Vergüenza”, alejándose del planeta Cuba. La marea desatada por la perestroika barrió con las banderas, los escudos, el himno, los campamentos de pioneros, justo en el año del cuadragésimo aniversario de la aparición de la RDA. El camarada Erik Honecker, arrastrado por ésta, fue proscrito y logró marcharse a Chile... Sigmund no acabó de taxista, tal como cuenta la película Good Bye, Lenin... Su mundo desapareció. No más compás ni martillo, ni haces de trigo ni levantados de las ruinas. El astronauta, para bien, tuvo una suerte diferente a la narrada en el filme… Por si acaso vale recordarlo, nosotros en Cuba también tuvimos un cosmonauta. 12

Lengua apócrifa J EAN -L UC N ANCY Traducción de Juan Soros

para Jean-Paul Michel

Manipulación obstinada de una lengua apócrifa: tal es el ejercicio, la práctica admitida bajo el nombre de poesía, a veces reverenciada y a veces recusada bajo ese mismo nombre, denigrada, recelada, aclamada, injuriada, siempre apuntando más lejos que todo lo que se puede decir de ella, deshonrada o magnificada. ¿Y qué diríamos, en efecto, qué diríamos de ella y por consiguiente de ella o de él, la o el poeta, sí, qué diríamos en una lengua que no fuera la suya? Diríamos todo lo que puede decir, de la apócrifa, la lengua canónica, la lengua autentificada y depositada en las gramáticas, los diccionarios y los tratados del uso y del sentido, las lógicas y las filosofías. Porque diríamos al fin que es la misma lengua: es la misma lengua la lengua misma, la misma ella misma, diferente de ella misma deslizándose sobre sí. No es otra, ni una hiperlengua, ni una metalengua, ni un idioma elucubrado. Ningún cambio de orden ni de expositor de enésimo grado. Toda lengua es

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apócrifa, auténticamente, y es quizás a fin de cuentas todo lo que dice la poesía. Lengua apócrifa: sin autenticidad, sin autoridad, sin autor atestado, sin reconocimiento de doctores, de leyes ni de asambleas: pero la ley y la asamblea, y el autor autorizado, es ella misma, la lengua. Lengua apócrifa: llena de prodigios y de sortilegios, de apocalipsis atronadores, de milagros y de visiones, de gnosis, de magias: pero todo lo que es revelado nunca es más que la lengua ella misma, y como ella revela que no hay nada que revelar, nada de ultralengua, sino la lengua misma incansablemente su propia cesación, su interrupción, y además el gesto y la cosa, el momento y el humor. “Abar anid moib nochile daasim ané daasim nochile moib anid abar selam” (Panarion, XIX, 4) “to azur te e li ifera e ti fera e fofar couti” (Artaud) Lengua encriptada para revelar la cripta, la crifa, el escondite mismo: mostrar que no hay nada ahí, nada más que abertura de la boca donde la lengua se mueve. Hablando a veces, comiendo a veces, y a veces comiendo la lengua, mordiéndose y masticándose ella misma.

No hablando de ella misma ni sobre, ni a propósito ni sobre el sujeto. Sin sujeto: lengua misma ella misma tendencialmente puro objeto, cosa depositada, bloque o polvo de palabras mineralizadas. Cosa sosteniéndose sola, innominada, más allá de su nombre, más allá de todas las significaciones tramadas por el sujeto y, como su desenlace, como su resolución mucho más amplia que nosotros, a la medida del mundo. Porque la lengua al fin sirve para eso o para nada. A excedernos infinitamente, a nosotros y a todos nuestros lenguajes. Cosa sosteniéndose sola como una piedra, una realidad opaca, una hoja, un clavo, una gota de tinta, una pasta o una pata. Sosteniéndose con una grandeza insospechada: en altura, en soberanía, nobleza sin título y sin investidura. No importa qué palabra expresada al destello, de un golpe, formada de maravillas, es decir de difíciles eclipses de sentido durante los cuales, lengua tragada, tu garganta y tus ojos son quemados de verdad. La palabra es su propio héroe: heraldo de su propia epopeya, historia del poema. No habrá cesado de contarse su leyenda épica —y cerda, retozarse en su pocilga pomposa. 13

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hurga un campo de terrones desmigados y de cascos dispersados, de símbolos que no han sido hechos para ser reunidos.

Come inmoderadamente las palabras, hinchadas como “globalmente” o bien lábiles y pronto quebradas, como “escriba” o “Dordoña”. Quebradas: atravesadas por brisas1 que perturban, que desordenan la autoridad significante o expresiva, escribiendo o hablando apócrifo. Apostrofando hasta la palabra inencontrable, la vieja azada torpe2 que Juego de palabras intraducible entre brisés, quebrados, y brises, brisas. (N. del T.) 2 “Sabraque”, variante de “chabraque” significa “carona” o “almohadilla” según su acepción común, lo que no tiene sentido en la frase de Nancy. También es una palabra regional atestiguada en algunos diccionarios en su forma verbal “Sabraquer: faire vite, 1

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Terrenos vagos de la infancia donde se arrastran palabras inutilizadas, traficadas, inventadas, las medias palabras de quien habla apenas, balbucidas, farfulladas, las necesidades de cancioncilla y de cantinela, mímicas de idioma, las compulsiones de citas y recitaciones, de encantamiento y de decantación. Siempre tenemos el cuerpo agitado por algunas rimas y algunos ritmos, de palabras golpeadas, entrecortadas, escandidas, sacudidas como si fueran ellas mismas la piel de tambor, y que es mi propia piel, que es la propia piel del que habla, tendida para resonar, y su vientre y sus nervios, bajo los golpes de las palabras que golpean firme, que remueven, que agitan, ellas mismas palmas o baquetas, palabras que mal et brutalement un travail”, algo cercano a chapucear. Finalmente encontramos la acepción adecuada de esta palabra verdaderamente inencontrable en Le parler de l’Hérault de Edmonde Faucon (Lacour, Nimes, 1944), donde aparece “Sabraque” como sinónimo de “Maladroit”, es decir, “torpe”, palabra que, sin embargo, pierde la rareza de la original. (N. del T.)

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EL SUEÑO DE LA ALDEA

son ellas mismas absolutamente las cosas y los choques, cantando, bailando, meneando toda la máquina de disfrutar y gemir, y vociferándole, soporte de su voz. “Miguel, hijo de Miguel, imagen de un dios borracho”, no para nombrarse ni enamorarse del nombre del arcángel, sino para entonar la melopea de las genealogías donde lo que cuenta no es la filiación, no el engendramiento, sino al contrario lo que cuenta es la cuenta desnuda, el recuento sacudido de nombres parecidos y diferentes, nombres propios de los cuales el sonido hace toda la propiedad: su saltador desprenderse del sentido, como también palabras cortadas por el verso cántaros de dolores mor tales gol pear con el pico ese corazón de madera fal , palabras cosificadas, cosas, similares a piedras en la boca o como diente, o lengua, sí, como lengua en boca que se mueve y chasquea y seca o moja o pega o se hace morder. No concentrando, no reuniendo: ni pueblo ni memoria, ni destino ni haciendo cantar nada al unísono, ni cantando, siempre un compás antes o después en la partitura, siempre un tono más arriba o más abajo. No cantando, sólo bus-

cando cantar, sin timbre dado, pero una voz en la voz buscando. Buscando: esforzándose hacia lo que no está por decir, buscando, el decir mismo, la salida, el exceso, el acceso a la cosa misma. Buscando la cosa que es la cosa misma fuera de la voz adentro: el grano, el velo, la resonancia, el tono, el timbre, el cartílago vibrante. No la adecuación de la palabra y de la cosa, y tampoco la nominación absoluta original, a la vez teófana y teócrifa, sino la palabra misma y en ese mundo el regreso de la palabra, su identificación en cosa, cuando tiembla y se coagula sobre el borde exterior del sentido. Como escribir de un “sol osco” dado a tocar un hueso solar, con indiscerniblemente mezclado, inmanente, un memorial de pueblo antiguo, una gloria de memoria desprovista de nostalgia, brillante como una moneda nueva encontrada en una tumba, otra especie de hueso y un ruido roto de armas entrechocadas, un golpe de lengua. Lengua apócrifa diciendo lo que no está por decir: diciéndolo y diciendo que eso no está por decir. Diciéndolo diciendo que no está por decir. Diciendo la cosa, esta cosa indecible, diciendo que ella es indecible, pero ella misma diciendo la cosa misma. 15

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Cosa indecible: no que ella exceda las posibilidades de lengua, no que no se pueda decir, sino por el contrario que ella no está por decir. Lo que está por decir es eso, que la cosa está fuera de sentido y que es a eso que nosotros conducimos el sentido, todo el sentido y en todos los sentidos. No un vago hedor alrededor de un “inefable”, con suspiros para romper el alma, y no un himno al silencio: sino ningún himno, como dijo el otro, Bailly, también poeta. Fin del himno, fin de la celebración traslúcida de una revelación soberana donde el lenguaje se encantaba a sí mismo y a su sujeto emisor. Comienzo de las frases talladas rotundamente para trazar los accesos sin concreción, para acceder siempre sin instalarse nunca en un sentido ni en su realización. Sino el sentido y el sonido transgrediéndose indefinidamente el uno al otro, accediendo el uno al otro para desbordarse. Fin de los encantamientos, de los hechizos y de los cánticos, y sin embargo la poesía no está desencantada, solamente decantada. El canto reside sin encantamiento pero sin desencantarse. El canto no es asunto de magia ni de hechizo, si bien emociona en todos sus huesos a esta carcaza, y la cautiva en cadencia, y la pica como se dice me pica (un absce16

so, un adenoma), hasta ahí donde sólo un dolor, un grito o un ahogo. Lengua hablante entonces hasta el fin de su aliento, a registro completo de fin de aliento, diciendo adiós a la lengua. Adiós a la lengua y hola: lengua que fuerza el hablar desde su fondo, que lo fuerza y lo agota y lo excede, lo hace gemir, doblar, romper, decir lo que no dice y que se eleva soberanamente no-dicho, así perfectamente enunciado: proferido, proyectado fuera, adelante. Enunciada, lengua no diciente ya, no diciéndose sino verdadera, profiere sordamente ese fondo de cosas que es escapar a la lengua y preservarse, reservarse para de repente, raramente, derramarse en algunas palabras, sílabas, cadencias y frases de una lengua apócrifa, toda sin embargo aquí nutrida de grandes pedazos majestuosos, de oración romana y de periodo griego, de versículo de un profeta y de otro, toda engalanada pomposa de letanía, rezo, imploración, imprecación, suplicación solemne, nimbada de sacralidad, liturgia verbal aún una vez más, himno y salmo (“Las aguas parlantes se ofrecieron a mis labios, bebí y me embriagué”, Odas de Salomón),

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pero finalmente el culto ya no es necesario: sabe lo sagrado retirado y que no es ningún desastre, ningún desvío violento, ninguna ausencia y ninguna carencia, ninguna añoranza, ningún adiós al dios muerto puesto que muerto estuvo siempre y ésa era su esencia divina y su verdad, en efecto no despreciable pero en el presente resuelta, descompuesta, dejando surgir el mundo, y una lengua no teniendo que arropar a dios sino que dar de ella misma el retirar su sentido con todo lo sagrado, teniendo que excribirse en todas las cosas, fuera de ella diciendo lo que se le escapa, lo que nos escapa y que es aún nosotros, toda nuestra comparecencia, y donándonos este escape para intercambiar, sin fin, esta fuga que corre entre todas las palabras y entre nosotros, que corre entre todas las cosas, desbandada abandonada, esta inmensa escapada de sentido por todos los espacios del mundo, por todos sus intervalos, sus mallas, sus desvíos. La escapada nos hace en fin pensar, a pesar de todo y con todo el cuidado, que algo sucede, y nos hace lo hace tocar al pasar, sobre el borde de la lengua que corre.

Going round A LAN B ENNET Traducción de Armando Pinto

Ya rara vez voy al teatro estos días. Antes iba bastante seguido, pero ahora es muy raro que vaya. Las obras son como eran antes, así que finjo que es por el costo. “Seis libras el boleto. Es un robo en despoblado. No voy a pagar eso.” Hay una buena expresión en Yorkshire, to thoil, que significa poder permitirse algo, pero sentir culpa de gastar en eso. “No me disgustan las colchas afelpadas, una mujer de Leeds podría decir, pero no puedo ‘permitirme’ [thoil ] pagar su precio.” Siento lo mismo respecto al precio del boleto. Pero, para ser franco, no es eso lo que me mantiene alejado. ¿Es entonces la taquilla, el Checkpoint Charlie en el que hay que negociar para pasar del frío mundo real al mundo libre del arte? Salir de Checoslovaquia es una nadería si se compara con poder entrar a ver a Penelope Keith. Tal vez porque la abertura es como la de una caseta de perro, pero ciertamente el personal tiende a tomar como modelo al Dobermann Pinscher, e incluso esas damas de la taquilla que no te toman del codo tienen el aire de 17

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“tengo cosas mejores que hacer que vender boletos”. ¿Por qué no se dedican a destripar pescado o a desplumar pollos para vivir? ¿Cómo es que han extraviado su camino? Para esto, después de todo, están los porteros de los vestíbulos del arte. Estoy hablando del West End, pero las cosas son exactamente iguales en la periferia —aunque, por supuesto, diferentes—. En mi última visita a un teatro periférico la niña que vendía los boletos se había ahogado, evidentemente, varios días antes, pues manifestaba tan poca animación que hacía que el cadáver de Emily Brontë pareciera salido de No, no, Nanette. Pero siempre ha sido así, y los aficionados al teatro toman estas cosas con calma. Es parte de la magia del teatro. ¿Entonces, qué es lo que me mantiene lejos del teatro? Se los diré. Conforme uno se hace (imperceptiblemente) viejo, la lista de actores y actrices con quienes uno ha trabajado se alarga naturalmente: un dramaturgo construye una relación con los actores semejante a la que el maleante tiene con las cercas. Por ello, ahora es raro que me siente en mi sillón, haga a un lado mi cartón de leche y consulte el reparto sin encontrar que hay al menos un miembro de la compañía al que conozco personalmente. No es que en18

contrar la lista de actores sea el pan comido que solía ser. Los programas de teatro no han alcanzado los dos volúmenes pero están en camino de hacerlo, y no será mucho antes de que vengan con un índice. Como son ahora, uno busca entre anuncios de tazas de baño ahorradoras y clínicas ansiosas de remover el vello no deseado, y en ningún lado hay una lista de quienes actúan en la obra. En su lugar hay un largo ensayo sobre los temas supuestamente abordados por la producción. Y si es una reposición de una comedia sin pretensiones de los treinta, habrá probablemente un fotomontaje de las colas de desempleados para enfatizar el Otro Lado de la Moneda, y cualquier obra que use palabras (y algunas todavía lo hacen) probablemente vendrá acompañada por un esbozo de la vida y amores de Wittgenstein, sólo para poner a los críticos en el estado mental apropiado. Y, peor aún, los actores mismos son ahora alentados a escribir sus pensamientos no sólo sobre su papel sino sobre la vida en general. Me gusta la compañía de los actores, pero leyendo esas efusiones es difícil no sentir que, si no son requeridos en el escenario, los actores deberían mantenerse en su lugar —es decir, encerrados en el camerino, e, idealmente, con tela adhesiva en la boca.

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Sin embargo, una vez localizado el reparto, uno encuentra, como he dicho, cuando menos un actor o actriz con el que ha trabajado. “Oh, ella actúa aquí. Filmé una vez con ella. En Hartlepool. Todos lo demás se habían ido a casa durante el fin de semana y nosotros comimos juntos un curry el domingo en la tarde.” Los recuerdos están hechos de eso. “Y él. Él actuó en una obra que hice en Morecambe. ¿Pero fue el Hombre aburrido en la parada del autobús o el Hombre con la dentadura postiza en el café? Las circunstancias precisas no son importantes. Lo que es importante es que los conoce uno. Un poco. Lo cual podría ser agradable. Uno debería ser capaz de sentarse ahí, sintiéndose satisfecho de que el conocido en cuestión sea mejor en tu obra que en la que has pagado una pequeña fortuna por ver. Puede uno pasar la tarde sumergido en la autocomplacencia y la autocongratulación —un verdadero tónico, de hecho—, pero en primer lugar hay un pensamiento, un pensamiento que te obsesiona cada minuto de la obra y hace de la tarde una tortura. Tendrás que hacer el Go round. To go round significa hacerle una visita de cortesía al actor o a la actriz en el camerino después de la actuación, y no estoy seguro si es una ceremonia

peculiar del teatro. Los clérigos que asisten a iglesias ajenas ¿sienten que les incumbe ir a la sacristía para felicitar al vicario por su conducción del servicio? “¡La letanía me mantuvo al borde del asiento! ¡Y los cánticos! Caí de rodillas.” ¿Hay jueces en calzoncillos sorprendidos por colegas que se apresuran a ir al cuarto de las togas extasiados por las conclusiones o la severidad de la sentencia? ¿Hacen los catedráticos visitas de cortesía después de las clases? ¿O los futbolistas después del encuentro? Creo que no. Sólo pasa en el teatro. Y ésta es una de las grandes ventajas que la televisión tiene sobre el teatro: en la televisión no tienes que hacer la visita de cortesía. Y si la haces sólo encuentras polvo, un viejo ejemplar de Gardeners Weekly y un aparato de TV mal sintonizado. Lo cual es, en realidad, ligeramente más gratificante que lo que encuentras en el fondo del teatro. Es decir, si lo encuentras. En el West End las puertas del escenario no están claramente situadas y, a menudo, en calles tan distantes y sin relación con el frente que casi tienes que tomar un autobús. Igual que con el personal de la taquilla, es muy raro que el portero del escenario sea un amante del arte de la actuación. Las personas que quieren 19

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ver a un actor o actriz son vistos invariablemente con hostilidad o agasajados con los recuerdos del portero de Dan Leno. De las dos situaciones la primera es preferible. Una vez que pasaste por el portero del escenario comienzas a buscar el camerino del actor o la actriz, y en este punto creo que debo dejar de decir actor o actriz cada vez y en beneficio de la concisión me limitaré a decir actor. El género de los actores es, en todo caso, un asunto bastante oscuro, y ellos mismos son bastante vagos en ese asunto. Conforme recorres los desnudos corredores de piedra buscando el camerino correcto pronto te das cuenta de que la parte trasera de los teatros es un hoyo del infierno. Es frío. Apesta. Y es un laberinto. En este laberinto la situación del camerino varía inversamente al estatus del actor. Mientras más grande el actor, más bajo y más cerca del escenario estará su camerino. Supongamos que tienes la suerte de hacerle la visita de cortesía a uno de los actores principales. Tocas a la puerta y te dicen que entres. Entonces entras y encuentras a alguien extremadamente famoso en un estado de considerable desnudez. Es un hecho que pocos actores de primera son tímidos en lo más mínimo. Hablando como alguien que difícilmente puede quitarse la cor20

bata antes de que la policía tienda un cordón alrededor del edificio, encuentro esta falta de timidez muy desconcertante. Un actor puede conducir una conversación sin preocuparse no de estarse quitando el maquillaje y el traje, sino las ligas, el corsé, incluso la dentadura postiza. Permanece ahí parado en cueros y tú no sabes hacia dónde mirar. Todo a la vista del público. Habrá gente que te diga que un actor en cuanto deja a la persona real en el escenario mira al resto como al andamiaje. Esto es imaginario. Puede ser sólo descaro. A lo cual probablemente se deba que sea actor. Sin embargo no te sentirás tan afectado por la vista del actor en paños menores como para no embarcarte en tus felicitaciones tan pronto como abres su puerta. O, mejor todavía, antes. Empieza tu entusiasmo desde que comienzas a bajar la escalera. Siéntete incapaz de controlarlo. Porque por eso es que estás aquí. Has venido a hacer una visita de cortesía. Él ha actuado. Ahora es tu turno. Pues eso es Going round : una actuación. Una actuación que, si tiene que convencer, tiene que igualar y, en realidad, sobrepasar a la que has visto en el escenario. Y sea lo que sea que pienses, incluso si te dormiste durante todo el segundo acto, tienes que ir

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y decir que todo fue maravilloso. Maravilloso. Fue maravilloso. El actor es adecuadamente gratificado. Pero también sospecha. Otros amigos han venido a visitarlo otras noches y no han actuado tan bien como tú lo estás haciendo. Así que tiene sus dudas. Los actores son criaturas muy inseguras. Y él es particularmente inseguro porque algunos amigos han venido a hacerle la visita de cortesía y le han dicho que estuvo terrible. Mientras que tú le estás diciendo que estuvo maravilloso. Y lo sigues diciendo. Eso es lo que debes hacer. Maravilloso, maravilloso, maravilloso. Él te detiene. “Pero dime, te dice, ¿qué piensas realmente?” Finge que no lo oyes. Y, sobre todo, no se lo digas. “Maravilloso, maravilloso, maravilloso.” Hasta ahora, todo bien: él piensa que tú crees que estuvo maravilloso. Pero queriendo (qué tonto eres) añadirle un toque de realidad a la reunión e implicando cierta crítica a alguien más, para resaltar lo maravilloso que fue, agregas: “¿Pero tengo curiosidad: qué fue lo que te hizo elegir esta obra. Quiero decir, quién te persuadió. ¿Esa persona (aunque no lo dices) fue inmediatamente después ingresada en un asilo para locos criminales?

Él sospecha. “¿Por qué? ¿No te gustó?” Instantáneamente te das cuenta de tu error y te recobras. “¿Gustarme? Pienso que fue maravillosa. Maravillosa. Tú estuviste maravilloso. La obra fue maravillosa. Pasé una tarde maravillosa. Él te prueba. “¿Qué piensas de ella?” “¿Ella? Bueno, pienso que fue maravillosa también. Estuvo maravillosa.” 21

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Eso es un error. A los actores no les gusta que se elogie a nadie excepto a ellos mismos. A menos, por supuesto, que sean santos. Y si fueran santos estarían en una bóveda húmeda bajo la nave sur después de una vida de ejemplar devoción. Y si son actores están en una bóveda húmeda bajo Shaftesbury Avenue después de una no muy ejemplar representación de Private lives. La húmeda bóveda es todo lo que tienen en común. Pero ahora su rostro se ha alargado. Tú piensas que ella fue maravillosa. Esto debe querer decir que no piensas que él fue tan maravilloso como ella lo fue. O tan maravilloso que dijeras que él lo fue. Es bien sabido, después de todo, que hay una cantidad limitada de maravillosidad en el mundo. Y alguien más está compartiendo una parte. Es trágico. Algunos visitantes, creyendo haber cumplido con el actor, cometen el error de desviar la conversación a tópicos ajenos a la obra: los muebles del camerino, por ejemplo; el lugar del retrete; el aire acondicionado del teatro o la ausencia del mismo; los otros miembros del público o la ausencia del mismo. Esto es fatal. “Vino, dirá al volver a casa, y no dijo una sola palabra sobre la obra.” La única palabra que tienes que de-

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cir es “maravilloso”. Nunca te alejes demasiado de ella. Pero no hay mucho espacio para hablar. Pues en esas ocasiones en que descubro que realmente disfruté la obra y quiero hacer la visita de cortesía y dar a conocer mis sentimientos, invariablemente digo la cosa equivocada. O digo lo correcto, pero con tal sobriedad (al querer que se me considere honesto y no una de esas espantosas personas que hacen la visita de cortesía y sólo dicen “maravilloso”) que acabo convenciendo al actor de que lo odio. La franqueza no es fácil de representar. Yago es el papel más largo, pero Otelo es el más difícil. Y no te equivoques en eso: el actor sabe. Sabe que no te gustó, incluso si te gustó. Él no te vio reír. No te vio llorar. Él sabe, y, en el fondo de su corazón, sabe que nada de lo que digas ayudará. La única cosa que ayudará será volver a actuar la noche siguiente. Cuando cierras la puerta y, agradecido, te vas, él se queda. Si ha dado una mala actuación él lo sabe, y no hay nada que tú puedas decir. Muy a menudo hacer la visita de cortesía es como confortar al doliente. Excepto que cuando un actor piensa que ha fracasado, él mismo es muerto y doliente.

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Prosa del Transiberiano y de la pequeña Juana de Francia B LAISE C ENDRARS Versión de Raúl Dorra

dedicada a los músicos

En aquel tiempo estaba yo en mi adolescencia Tenía apenas dieciséis años y de la infancia ya nada recordaba Me hallaba a dieciséis leguas de mi lugar de nacimiento Me hallaba en Moscú, en la ciudad de los mil y tres campanarios y de las siete estaciones de tren Pero mi adolescencia era de tal modo ardiente, de tal modo loca Que mi corazón, vuelta a vuelta, se incendiaba como el templo de Éfeso o como la Plaza Roja de Moscú Cuando se pone el sol Y mis ojos se iluminaban de caminos antiguos Y yo era ya tan mal poeta Que no sabía llegar hasta el final. El Kremlin parecía un inmenso pastel tártaro Todo crocante de oro Con las grandes almendras de las catedrales enteramente blancas Y el oro meloso de las campanas… 23

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Un viejo monje me leía la leyenda de Novgorod Tenía sed Y descifraba caracteres cuneiformes Luego, repentinamente, las palomas del Espíritu Santo volaron sobre la plaza Y mis manos volaron también con un rumor de albatros Y esto fue el recuerdo último del último día Del último viaje Y del mar. Sin embargo era yo demasiado mal poeta No sabía llegar hasta el final Estaba hambriento Y hubiera querido beber y quebrantar Todos los días y todas las mujeres en los cafés y todos los vasos Y todas las vidrieras y todas las calles Y todas las casas y todas las vías Y todas las ruedas de los coches de plaza rodando en torbellino sobre el mal pavimento. Hundirlos hubiera querido en una hoguera de espadas Y hubiera querido triturar todos los huesos Arrancar todas las lenguas Licuar esos grandes cuerpos extraños bajo enloquecedores vestidos… Yo presentí la venida del gran Cristo rojo de la revolución rusa… Y el sol era una herida maligna Abriéndose como un brasero. En aquel tiempo estaba yo en la adolescencia Tenía apenas dieciséis años y de mi nacimiento ya nada recordaba 24

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Estaba en Moscú, donde intentaba alimentarme de llamas Y no había suficientes torres ni estaciones que constelaran mis ojos En Siberia tronaba el cañón, era la guerra El hambre el frío la peste el cólera Y las aguas cenagosas del Amor acarreando millones de carroñas En las estaciones veía la partida de los últimos trenes Nadie conseguía viajar pues estaba cancelada la venta de boletos Y los soldados que se iban bien hubiesen preferido quedarse Un viejo monje me cantaba la leyenda de Novgorod. Yo, el mal poeta que no quería ir a ningún lado, podía ir a todos Y también los mercaderes conservaban dinero suficiente Para tentar fortuna Su tren partía en la mañana cada viernes Se comentaba que había muchos muertos Uno de aquéllos llevaba cien cajas de despertadores y relojes cucú originarios de la Selva Negra Otro, ataúdes de Malmoe llenos de latas de conserva y de sardinas en aceite Pero había además muchas mujeres Mujeres cuyas entrepiernas de alquiler podían asimismo servir Como ataúdes Todas ellas estaban patentadas Se decía que había muchos muertos Las mujeres viajaban por precios reducidos Y cada una era dueña de una cuenta bancaria. Así, un viernes de mañana, llegó por fin mi turno Yo partía además para acompañar al mercader de alhajas que debía llegar hasta Karvina 25

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Teníamos dos compartimentos del expreso y treinta y cuatro cofres con joyas de Pforzheim Baratija “Made in Germany” Mi ropa era nueva pero subiendo al tren perdí un botón —Lo recuerdo, lo recuerdo, he pensado a menudo este incidente— Me recostaba contra los cofres y era feliz pues podía jugar con la browning niquelada que el viajante de joyas me había regalado. Estaba muy feliz despreocupado Imaginaba jugar a los ladrones Habíamos robado el tesoro de Golconda E íbamos, gracias al transiberiano, a ocultarlo del otro lado del mundo Debía defenderlo de los ladrones del Ural que habían atacado a los saltimbanquis de Julio Verne De los kunguzes, de los bóxers de la China Y de los rabiosos pequeños mongoles del Gran Lama Alí Babá y los cuarenta ladrones Y los fieles del terrible Viejo de la Montaña Y, sobre todo, debía defenderlo contra los más modernos Las ratas de hotel, O los especialistas de expresos internacionales. Y sin embargo, sin embargo Iba triste como un niño Los ritmos del tren La moëlle chemin-de-fer de los psiquiatras americanos El ruido de puertas de voces de ejes chirriantes sobre rieles congelados El oro de mi porvenir Mi browning el piano las maldiciones de los jugadores de cartas en el 26

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compartimento vecino La sobrecogedora presencia de Juana El hombre de anteojos azules que se paseaba nerviosamente en el corredor mirándome al pasar Roce de mujeres El silbido del motor El eterno ruido de las ruedas en locura por los carriles del cielo Los vidrios estaban congelados ¡Nada de naturaleza! Y detrás la planicie siberiana el cielo bajo y las grandes sombras de los Taciturnos que suben y descienden Estoy acostado sobre una manta escocesa Y la Europa entera observada de pronto desde un tren expreso a todo vapor Apenas es más rica que mi vida Mi pobre vida Esta manta Deshilachada sobre los cofres repletos de oro Con los cuales ruedo Sueño Fumo Mientras el único fuego del universo Es apenas un pobre pensamiento… Desde lo íntimo de mi corazón las lágrimas acuden Si pienso, Amor, en mi querida Ella no es sino una niña que encontré así de Pálida, así de triste en el fondo de un burdel. 27

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No es sino una niña, rubia, reidora y triste Que jamás sonríe, que no llora jamás; Pero en el fondo de sus ojos, cuando ella, ahí, les permite beber, Tiembla un dulce lirio de plata, la flor del poeta. Ella es dulce y callada, sin ningún reproche Con un prolongado sobresalto cuando alguno de ustedes se aproxima Pero cuando soy yo quien va hacia ella, de aquí, de allá, festivo Hace entonces un paso, después cierra los ojos —y hace un paso Porque ella es mi amor y las demás mujeres No tienen sino ropajes de oro sobre grandes cuerpos flameantes Mi pobre amiga en cambio está tan abandonada, Toda desnuda, no tiene cuerpo —ella es tan pobre. Mi amiga no es sino una flor cándida, delicada La flor del poeta, pobre lirio de plata Un lirio frío, solitario y tan marchito Que vienen a mí las lágrimas si pienso en su corazón. Y esta noche es semejante a otras cien mil noches cuando un tren horada la oscuridad —Los cometas caen— Y el hombre y la mujer, todavía jóvenes, se entretienen haciéndose el amor. El cielo es como la desgarrada tienda de un circo pobre en una aldea de pescadores En Flandes El sol es un quinqué humeante Y en lo alto del trapecio una mujer forma la luna 28

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El clarinete el pistón una agria flauta y un mal tambor He aquí mi cuna Mi cuna Que estaba siempre meciéndose cerca del piano cuando mi madre, como Madame Bovary, tocaba las sonatas de Beethoven He pasado mi infancia en los jardines colgantes de Babilonia Y las horas de pinta en las estaciones viendo partir los trenes Ahora hago correr los trenes a lo largo de mi vida Madrid-Estocolmo Pero he perdido todas mis apuestas Y no queda para mí sino la Patagonia, la Patagonia que conviene a mi inmensa tristeza, la Patagonia y un viaje por los mares del Sur Estoy en ruta He estado siempre en ruta Estoy en ruta con la pequeña Juana de Francia El tren hace un salto peligroso y rebota sobre sus ruedas El tren rebota sobre sus ruedas El tren rebota siempre sobre todas sus ruedas. “Di, Blaise, ¿es que estamos muy lejos de Montmartre?” Estamos lejos, Juana, tú ruedas desde hace siete días Estás lejos de Montmartre, de la Butte donde te has alimentado, del Sacré-Coeur contra el cual te acurrucabas París desapareció y su inmensa llamarada No hay sino la continua ceniza La lluvia que cae La turba que se infla 29

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Siberia que gira Pesadas capas de nieve más altas cada vez Y el cascabel de la locura que tintinea como un último deseo en el aire azulado El tren palpita en el corazón de plomizos horizontes Y tu tristeza insiste… “Di, Blaise, ¿es que estamos muy lejos de Montmartre?” Preocupaciones Olvida las preocupaciones Las agrietadas estaciones se inclinan sobre la ruta Los postes gesticulantes se contonean y las estrangulan El mundo se alarga se recoge y de nuevo se estira igual que un acordeón atormentado por una mano sádica En las desgarraduras del cielo las locomotoras en furia Se escapan Y en los huecos Las ruedas vertiginosas las bocas las voces Y los perros de la desgracia ladrando a nuestras grupas Se han desatado los demonios Chatarra Es todo un falso acorde El brun-brun de las ruedas Choques Rebotes Somos una tormenta en el cráneo de un sordo… “Di, Blaise, ¿es que estamos muy lejos de Montmartre?” 30

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Sí, me enervas, lo sabes bien, estamos lejos La locura sobrecalentada aúlla en la locomotora La peste el cólera se interponen en nuestra ruta como brasas ardientes En plena guerra desaparecemos por un túnel La hambruna, la puta, se aferra a las nubes en desbandada Y al excremento de las batallas, los malolientes montones de cadáveres Haz como ella, haz tu trabajo… “Di, Blaise, ¿es que estamos muy lejos de Montmartre?” Oh sí, lo estamos, lo estamos Las víctimas propiciatorias han reventado sobre este desierto Escucha el cencerro de la tropa sarnosa Tomsk Cheliabinsk Kansk Obi Taijet Verjne Udinsk Kurgán Samara Pensa-Tulún La muerte en Manchuria Y nuestro desembarcadero y nuestro último reparo Terrible es este viaje Ayer en la mañana Iván Utlich tenía los cabellos blancos Y Kolia Nicolai Ivanovitch roe las uñas de sus dedos desde hace quince días… Haz como ellas la Muerte la Hambruna, haz tu trabajo Tu trabajo cuesta cien monedas, en transiberiano, cuesta cien rublos Fiebre en las banquetas, enrojecimiento debajo de la mesa El diablo está al piano Sus dedos nudosos excitan a las mujeres Naturaleza Gubias 31

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Haz tu trabajo Hasta Karvina… “Di, Blaise, ¿es que estamos muy lejos de Montmartre?” Pero no… déjame en paz… déjame ya tranquilo Tus caderas angulares Tu agrio vientre, tu gonorrea Es todo lo que París ha puesto en tu regazo También un poco de alma… puesto que eres desdichada Siento piedad, piedad, ven hacia mí, ven sobre mi corazón Las ruedas son molinos de viento en el país de Jauja. Y los molinos son las muletas que un mendigo hace girar Somos nosotros los baldados del universo Rodamos sobre nuestras cuatro heridas Devoradas nuestras alas Las alas de nuestros siete pecados Y el diablo juega al balero con los trenes Corrales Mundo moderno Pero la velocidad ahí no puede Mundo moderno Las lejanías son demasiado lejanas Y en el final del viaje resulta terrible ser un hombre junto a una mujer… “Blaise, di, ¿es que estamos muy lejos de Montmartre?” Siento piedad, piedad, ven hacia mí, te contaré una historia 32

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Ven a mi cama Ven sobre mi corazón Te contaré una historia… ¡Oh ven!, ¡ven! En las Fidji reina la eterna primavera La pereza El amor detiene a las parejas entre la alta hierba y la cálida sífilis rueda bajo los bananeros Ven a las islas perdidas del Pacífico Ellas llevan el nombre del Fénix, de las Marquesas Borneo y Java Y Célebes tiene la forma de un gato. No podemos llegar hasta el Japón ¡Ven a México! Sobre sus altas mesetas florecen los tulipanes Las lianas tentaculares forman la cabellera del sol Se diría la paleta y los pinceles de un artista Los colores aturden como el sonido de un gong Rousseau ha estado ahí Ahí su vida fue un deslumbramiento Es el país de los pájaros El ave del paraíso, el pájaro-lira El tucán, el pájaro burlador Ahí el colibrí anida en el corazón de los lirios negros, ¡Ven! Nos amaremos en las ruinas majestuosas de un templo azteca 33

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Serás tú mi ídolo Un ídolo pintoresco infantil un poco feo y peregrinamente extraño ¡Oh ven! Si prefieres tomaremos un aeroplano y sobrevolaremos el país de los mil lagos Allí las noches son desmesuradamente largas El ancestro prehistórico se espantará de mi motor Aterrizaré Y con los huesos de un mamut construiré un hangar para mi avión El fuego primitivo entibiará nuestro pobre romance Samovar Y muy burguesamente nos amaremos cerca del polo ¡Oh ven! Juana Juanita Niñita niní ninón nichón Mimí miamor mimuñeca mi Perú Dodó dondón Carita caquita Consentida Putita Mi querida cabrita Pecadito pequeña Cucú Concón Se duerme Ella duerme Ella, de todas las horas del mundo, no ha atrapado una sola 34

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Los rostros entrevistos en las estaciones Los relojes La hora de París la hora de Berlín la hora de San Petersburgo y la hora de todas las estaciones Y en Ufa el rostro ensangrentado del cañonero Y el cuadrante idiotamente luminoso de Grodno Y la marcha perpetua del tren Todas las mañanas se corrige la hora del reloj El tren avanza mientas el sol va retardándose Nada que hacer, oigo el sonido de las campanas El pesado bordoneo de Notre-Dame La agridulce campana del Louvre que tocó la Barthélemy Los oxidados carrillones de Bruges-la-Morte Las sonerías eléctricas de la biblioteca de Nueva York Las campanas de Venecia Y las campanas de Moscú, el reloj de la Port-Rouge que me contaba las horas cuando estaba en una oficina Y mis recuerdos Truena el tren sobre las plazas metálicas Rueda el tren Un gramófono gangosea una marcha gitana Y el mundo, como el reloj del barrio judío de Praga, gira perdidamente, a contrapelo. Deshoja la rosa de los vientos He aquí que resuena la tormenta desatada Ruedan los trenes en torbellino sobre las embrolladas redes Monigotes diabólicos Hay trenes que jamás volveremos a encontrar 35

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Y otros que se extravían en su ruta Jefes de estación jugando al ajedrez Tric-trac Billares Carambolas Parábolas La vía férrea es una nueva geometría Siracusa Arquímedes Y los soldados que lo decapitaron Y las galeras Y los navíos Y los prodigiosos aparatos que inventó Y todas las matanzas Y la historia antigua Y la historia moderna Los torbellinos Los náufragos Aun los del Titanic sobre los que he leído en el periódico Tantas imágenes-asociaciones que con mis versos no alcanzaré a nombrar Pues todavía soy tan mal poeta Que el universo me desborda Y he olvidado asegurarme contra los accidentes del camino Y no he aprendido a llegar hasta el final Y tengo miedo. Tengo miedo No sé llegar hasta el final Como mi amigo Chagall podría componer cuadros dementes 36

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Pero no he tomado notas de viaje “Perdonen mi ignorancia Perdónenme porque desconozco el antiguo arte de los versos” Como dijo Guillaume Apollinaire Todo lo que concierne a la guerra puede leerse en las Memorias de Kuropatkin O en los periódicos japoneses tan cruelmente ilustrados Entonces a qué documentarme Mejor yo me abandono A los sobresaltos de la memoria. A partir de Irkutsk el viaje se hizo muy lento Bastante más largo Íbamos en el primer tren que contorneaba el lago Baikal La locomotora lucía adornada con banderas y faroles Quedaban en la estación los tristes acentos de un himno cantado para el zar Si yo fuese pintor derramaría mucho rojo, mucho amarillo sobre el final del viaje Pues tengo la seguridad de que estábamos un poco locos Y que un inmenso delirio hacía subir la sangre a los rostros enervados de mis compañeros Como nos aproximábamos a la Mongolia Que crepitaba como un incendio, El tren había retardado su paso Y yo percibía en el perpetuo chirrido de las ruedas Los locos acentos y los sollozos De una eterna liturgia. 37

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He visto He visto los trenes silenciosos que regresaban del Extremo Oriente y que pasaban como fantasmas Mi ojo, como el fanal trasero, corre aún persiguiéndolos En Talga cien mil heridos agonizaban por falta de cuidado He visitado los hospitales de Krasnoiarsk En Kilosa pasamos frente a un largo convoy de soldados dementes He visto en los lazaretos las llagas abiertas de heridos que sangraban ostentosamente Y miembros amputados danzando alrededor o desapareciendo en el aire enronquecido El incendio estallaba sobre todas las caras y en todos los corazones Dedos idiotas tamborileaban sobre los cristales Y bajo la presión del miedo las miradas reventaban como abscesos En todas las estaciones se prendía fuego a todos los vagones Y he visto He visto trenes de sesenta locomotoras escapar a toda velocidad perseguidos por el horizonte y por bandadas de cuervos que volaban desesperadamente atrás Desaparecer En dirección a Puerto Arturo. En Chita tuvimos algún tiempo de descanso Detenidos durante cinco días por la obstrucción de los rieles Lo pasamos en casa del Señor Yankelevitch que insistía en darme en matrimonio a su única hija Luego el tren volvió a partir Y esta vez fui yo quien tomó su lugar frente al piano, enfermo de los 38

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dientes Ahora, cuando quiero, veo otra vez este interior tan calmo, el almacén del padre y los ojos de la hija que llegaba de noche hasta mi cama Mussorgski Y los lieder de Hugo Wolf Y las arenas del Gobi Y en Kailar una caravana de camellos blancos Seguramente estuve borracho durante más de quinientos kilómetros Pero me senté ante el piano y esto es todo lo que vi Cuando se viaja se debería cerrar los ojos Dormir Tanto hubiese querido dormir Puedo reconocer cualquier país con los ojos cerrados por su olor Puedo reconocer todos los trenes por su ruido Los trenes de Europa son de cuatro tiempos mientras que los del Asia son de cinco o siete tiempos Algunos marchan en sordina como canciones de cuna Y otros con el monótono ruido de sus ruedas me hacen pensar en la prosa de Maeterlink He descifrado todos los textos confusos de las ruedas y he reunido los elementos dispersos de una violenta belleza Que poseo Y que hace fuerza en mí. Sisika y Karvina No iré ya más lejos He aquí la estación terminal Desembarqué en Karvina en el momento en que acababan de incendiar las oficinas de la Cruz Roja 39

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Oh París Gran hogar cálido con las entrecruzadas ascuas de tus calles y con tus viejas casas que se inclinan y toman calor Como ancianos Y he aquí carteles, el rojo y el verde multicolores como mi breve pasado amarillo Amarillo, el orgulloso color de las novelas de Francia leídas en el extranjero Me gusta frotarme en las grandes ciudades con autobuses en marcha Los de la línea Saint-Germain-Montmartre me llevan al asalto de la Butte Braman los motores como si fuesen áureos toros Mientras las vacas del crepúsculo pacen el Sacré-Coeur Oh París Estación central desembarcadero de voluntades encrucijada de inquietudes Sólo los boticarios tienen todavía un poco de luz en su puerta La Compañía Internacional de Coches-Cama y de los Grandes Expresos Europeos me ha enviado su prospecto La iglesia más bella del mundo Tengo amigos que me rodean como parapetos Pues cuando cada vez que me voy ellos temen que jamás regrese Todas las mujeres que encontré se dirigen hacia los horizontes Con gestos de lamento y con miradas tristes como semáforos bajo la lluvia Bella, Inés, Catalina y la madre de mi hijo en Italia Y ésta, la madre de mi amor en América Hay gritos de sirenas que han desgarrado mi alma Y en Manchuria hay un vientre que todavía se agita como en un parto. Quisiera No haber jamás realizado mis viajes 40

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Pero esta noche me atormenta un gran amor Y a mi pesar recuerdo a la pequeña Juana Y es por una noche de tristeza que he escrito este poema en su homenaje. Juana La pequeña prostituta Estoy triste, triste Iré al Lapin Agile a recordar mi juventud perdida Y a beber unas copas Para volver más tarde, solo. París Ciudad de la Torre Única del Gran Patíbulo y de la Rueda.

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Borletti S AMUEL S ERRANO

Sin duda había algo extraño en aquel hombre que solicitaba el servicio. Era algo indefinido en el cabello hirsuto, los ojos rasgados, la pelambre oscura que le embozaba el rostro. La hora de cerrar estaba próxima, la tarde se fundía con la noche y el frío, que descendía de la montaña en ráfagas heladas, acuchillaba la ciudad como un jifero. El dueño de la barbería se ajustó sus anteojos para observar mejor al recién llegado y pensó un instante si debía condescender a atenderlo, pero la mala racha que atravesaba su salón le impedía darse el lujo de rechazar un cliente y con resignación le pidió al sujeto que se quitara la chaqueta y la dejara en la percha para empezar la faena. El desconocido obedeció sin chistar palabra y se quedó en mangas de camisa a pesar del intenso frío que imperaba en la barbería, al hacerlo el 42

barbero observó que el hombre tenía unas manos macilentas y huesudas que parecían más largas de lo normal, pero no se alarmó. Recibió la chaqueta de paño oscuro, la colgó en la percha, invitó a su cliente a sentarse, lo cubrió con un blanco peinador que extrajo de la gaveta de un armario oloroso a lavanda y sin inquietarse porque el sujeto le tenía clavada desde el principio una mirada intensa y penetrante como un estoque se puso a preparar el jabón con diligencia, revolviendo la pasta con la brocha en una palangana de agua tibia hasta hacer suficiente espuma. Luego pulió la navaja barbera en la badana que pendía de la silla y se dispuso a iniciar su labor con la meticulosidad que había guardado siempre en su oficio durante los treinta años que llevaba ejerciendo su profesión. Enjabonó abundantemente la tupida barba y con el pulso firme del

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MANUEL SERRANO

machetero que se abre paso en el monte fue desbastando las apretadas breñas hasta que abrió un claro en la mejilla izquierda. Cuando pudo apreciar la piel del hombre, le pareció extremadamente pálida pero trató de no alarmarse. La sorpresa con las orejas fue mayor ya que, tan pronto pudo verlas, se percató de que eran más largas y puntiagudas de lo normal, sin embargo hizo un esfuerzo por calmarse y terminó por pensar que las anomalías de su cliente obedecían a alguna enfermedad extraña que era mejor no averiguar. La gente cuando está enferma es muy quisquillosa, pensó mordiéndose los labios y decidió proseguir como si nada, hasta que hubo terminado de afeitar la mejilla izquierda y el rostro del sujeto quedó como una piña a la que le han cortado una rebanada. Luego, sin decir palabra, la emprendió con la mejilla derecha, afanándose en su labor a fin de deshacerse lo más pronto posible de aquel molesto individuo que no cesaba de mirarlo un instante a través del espejo con sus ojos oblicuos y horadantes. Cuando estaba a punto de terminar con la mejilla derecha el barbero, que era un tipo pequeño y regordete, de marcada calvicie y temperamento nervioso, se detuvo un momento y echó

hacia atrás la cabeza para tener una perspectiva total del rostro del sujeto al que ya sólo le faltaban unos toques de barbera para estar completamente rasurado, pero al hacerlo un escalofrío atravesó su cuerpo y gruesas gotas de sudor le perlaron la frente. El rostro de aquel hombre dejaba ver tan sólo la faz derecha limpia, mientras la izquierda seguía cubierta por una espesa barba. Sus brazos se ablandaron y la navaja rodó por tierra. El hombrecito se enjugó la frente con un pañuelo que extrajo del bolsillo de la camisa y limpió una y otra vez sus gafas para ver mejor, pero seguía sin dar crédito a sus ojos. Estaba seguro de haber iniciado su labor por la mejilla izquierda, recordaba perfectamente la primera impresión de piña tajada que le produjo la cara a medio afeitar del sujeto, la misma que ahora aparecía en frente suyo, pero en sentido contrario. No, no, su memoria no podía estar tan mal, se decía mientras recogía y limpiaba la navaja barbera. Es cierto que últimamente había sufrido de insomnio, que su corazón no trabajaba bien y él se negaba a abandonar el tabaco y el café, como le había aconsejado el médico, pero aquello no podía ser suficiente para dar paso a las alucinaciones. Entonces sólo quedaba pensar en el error 43

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BORLETTI

y terminó por aceptarlo. Tal vez se había equivocado, tal vez la ansiedad por concluir el trabajo de ese día que había estado tan gris y la extraña catadura del sujeto que se había presentado a última hora para acabar de mortificarlo habían contribuido a exaltar su imaginación. Empezó a silbar para espantar el miedo mientras se disponía a reanudar su labor, concentrando su esfuerzo en la mejilla izquierda. Cinco o seis golpes de barbera y ya está, se decía mientras aplicaba la navaja con firmeza, mejilla pelada, cliente despachado. Dejó la barbera en la palangana de agua con jabón que tenía a su lado y tomando la silla con la mano derecha la hizo girar de tal manera que su rostro y el del individuo quedaron frente al espejo. Esta vez el hombrecito sintió un vértigo letal, un abandono brusco de las fuerzas. Sus gruesos anteojos resbalaron de su cara y se estrellaron en tierra con un claro sonido de cristales rotos y sintiendo que las piernas le flaqueaban se aferró al espaldar de la silla para no caer. El rostro del sujeto estaba nuevamente frente a él como la efigie inalterable en la moneda, como la boca de la esfinge interrogante en el desierto con su mirada oblicua, implacable, tenaz. La faz izquierda limpia y la mutante barba 44

intacta, florecida, flameando en la derecha como una cruel bandera. Luego de unos instantes de reposo, el barbero sacó el pañuelo de su bolsillo y se secó el sudor que le corría a mares por la frente y le nublaba los ojos. Ahora estaba seguro de no haberse equivocado, entonces ¿qué podía ser aquello? ¿Una alucinación? ¿Una pesadilla en la que debía realizar el trabajo de Sísifo? Sintió deseos de arrojarlo todo y echar a correr hacia la calle en busca del oxígeno que escapaba de sus pulmones, pero ¿qué dirían sus vecinos?, ¿que se había vuelto loco? No, él no podía arriesgarse a ganar semejante fama, el calificativo de loco era el peor que podían endilgarle a un barbero porque después ¿quién iba a querer ponerle el cuello a su navaja? No, no, aquello debía tener alguna explicación y él iba a encontrarla, se dijo mientras respiraba profundo y se encomendaba a la virgen, aferrando la medallita de plata que su madre le había colgado al cuello desde niño. Sus lentes se habían hecho trizas en el suelo, pero esto no le impediría terminar su labor, se dijo, rehaciéndose y llenándose súbitamente de coraje. Encendió todas las luces del salón, retomó la cuchilla, la pulió nuevamente en la badana, colocó la silla de tal

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MANUEL SERRANO

forma que con ayuda del espejo pudiera vigilar al mismo tiempo ambos perfiles del sujeto, dio el primer golpe de navaja y a través del cristal observó estupefacto que, como hidra monstruosa, en la mejilla izquierda la barba germinaba en igual proporción a como él la cortaba en la derecha. El barbero se mordió la lengua para no gritar, el corazón le saltaba como un sapo convulso en el charco del pecho, el terror convertía sus piernas en una gelatina. Realizando un supremo esfuerzo, intentó aplicar nuevamente la cuchilla contra la barba imposible, pero su pulso trémulo laceró la mejilla del sujeto, que al sentirse herido se volvió y lo miró con una intensidad atroz. El hombrecito se sintió perdido. Un instinto secreto le advirtió que había llegado el fin. La boca del engendro se entreabrió, escupiéndole casi las palabras ¡estúpido, usted no sabe rasurar, voy a enseñarle a hacerlo! Una mano huesuda le arrebató la navaja y, ante su atónita mirada, el engendro se dio un tajo terrible en la garganta. Con un sordo retumbar de coco seco, la cabeza cayó rebotando por el suelo y un pegajoso chorro de caliente sangre alcanzó al barbero en pleno rostro. El

fatigado corazón del hombrecito no pudo más, dio un salto hacia el vacío y reventó sus goznes. Desde la puerta, en un charco de sangre, la cabeza burlona lo miró desplomarse sin lanzar una queja, llevándose consigo la palangana del agua con jabón. El decapitado se incorporó, avanzó unos pasos hacia la puerta, se inclinó y tomando del suelo la cabeza como quien recoge un sombrero la ajustó nuevamente sobre su cuello. Luego se acercó al barbero que yacía despatarrado en un charco de espuma de afeitar y lo miró un instante con ternura, casi con piedad. Tomó la chaqueta de paño oscuro de la percha y salió a la noche helada de los Andes, lamentando que la naturaleza de esta gente fuera como el clima de su ciudad. Allá todo habría resultado muy bien. A la primera regeneración de la barba el barbero habría corrido dando gritos. La gente acudiría en masa hasta apiñarse en la puerta y él, de pie sobre una mesa sonriéndoles a todos, les haría saber que esa noche Borletti, el máximo ilusionista y prestidigitador del Caribe, presentaría su show en la caseta México. Pero aquí ¿quién iba a enterarse de su debut en el teatro Colón?

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Dos poemas R UBÉN G IL

& DICE

salomón:

abriré tu alma… ésta crecerá en tierra infértil; crecerá & se multiplicará en ramas violetas. & la sulamita: ¡ay! di si es mentira este limo que aprisiona —que recarga su mano en el romance. ¡ay! di si es verdad el desalojo & la muerte. salomón: ¿dónde has ido, mujer de cabellos eléctricos? ¿a dónde has ido, rosa de mil & un pétalos? (quizás en ti está la noche nacarada; quizás tu rosal se desdobla en mil diamantes; 46

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quizás no sea tu estrella la que habla.) la sulamita: el verdor baila con una estrella (el mundo se fragmenta en mil pedazos púrpura & se truecan luego en oro). salomón: canto de lirios & pasto entre mis dedos. la sulamita: enfermedad que corroe el alma: lloro que canta en el éufrates. púrpura que no acaba consigo mismo… salomón: la rosa mística se marchita en un soplo gris. la sulamita: las aves: rocas de sal & madera; compases de agua & fuego. 47

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salomón: ¿qué alegría logras con tu tristeza, mujer de una sola nota; dama de cien fuegos que llora lunas? epílogo & dice salomón: ven, mujer de cabellos magnéticos; carga la espina sobre tu espalda & cuenta las horas que tocas con la piel.

el cinc que toca tesituramente. NEOLATINO ES

neolatino es el óxido que canta vihuelamente. becuadro mío, ¿eres rúbrica, pincel o negación de átomos? 48

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Formas de lo siniestro cubano R AFAEL R OJAS

En varias páginas desbordadas de síntomas y arquetipos de Los años de Orígenes (1978), Lorenzo García Vega afirmaba escribir aquellas amargas memorias de su juventud insular desde cuatro ciudades del exilio: Madrid, Caracas, Nueva York, Miami. Como en su anterior, Rostros del reverso (1977), el paisaje de cada ciudad parecía emerger entre las páginas de los libros que por entonces leía García Vega: La doctrina suprema del psiquiatra zen Hubert Benoit, Growing up absurd de Paul Goodman, Life against death. The psycoanalitic meaning of History de Norman O. Brown, The denial of death de Ernest Becker o The making of a counter culture de Theodore Roszak.1 Aquellas lecturas, propias de la izquierda intelectual de Occidente en los años sesenta y setenta, las compartía Lorenzo García Vega con otros escritores cubanos de su generación en el exilio, como Carlos M. Luis, Octavio Armand, Mario Parajón, Víctor Batista o Fausto Masó. Casi todos ellos se habían identificado con la Revolución Cubana en sus primeros años y se habían desencantado con la misma cuando comenzó a asimilar ideas e instituciones del totalitarismo. El desencanto, en sus casos, llegó acompañado de una revaloración de todo el legado intelectual cubano, con especial énfasis en la revista Orígenes (1944-1956), dirigida por José Lezama Lima y José Rodríguez Feo —a la que perteneció el joven García Vega— y de una compleja desconexión de las ideas de la izquierda occidental —psicoanálisis, existencialismo, vanguardia, contracultura…— del naciente socialismo cubano. Lorenzo García Vega, Los años de Orígenes, Bajo la Luna, Buenos Aires, 2007, pp. 9 y 292. 1

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RAFAEL ROJAS

El dilema de asumir la condición de un joven intelectual cubano exiliado, en Nueva York, París, Madrid, Caracas o Ciudad de México, dentro de los círculos ideológicos y estéticos de las vanguardias de aquellas décadas, está elocuentemente plasmado en aquellos libros de García Vega. Su ajuste de cuentas no era únicamente con Orígenes, un proyecto letrado tradicional que él entendía y defendía en clave vanguardista, sino con la Revolución Cubana y, en buena medida, con el pensamiento de la izquierda occidental que respaldaba, en la Isla, un sistema que limitaba derechos civiles y políticos fundamentales y, en Estados Unidos y Europa, era instrumentada por los grandes poderes mediáticos del capitalismo postindustrial: Estas páginas sobre los años de Orígenes se escriben en New York, 1977, cuando los movimientos por una anti-cultura han sido devorados, siniestramente, por el sistema (las palabras de un Paul Goodman parecen haber sido dichas en un pasado inmemorial), y cuando los que soñamos con el espejismo de una Revolución Cubana sabemos que sólo ha quedado lo estúpido de una playa albina (Miami) o el siniestro sistema carcelario del castrismo. La Cultura ha seguido siendo la Cultura: horrible instrumento del sistema, donde lo mediocre profesional despliega la horrible jerga estructuralista, y donde los poetas, convertidos en poetas profesores, mascan chicles ectoplasmáticos, o juegan con sus pluralismos, y sus experimentalismos… Pero el notario de los años de Orígenes cree que la marginalidad llevaba un reverso, y que el reverso terminaba en una anticultura. El notario cree que sólo esto tiene sentido.2

Al desencanto con la apropiación del legado de Orígenes por el poder revolucionario y con la Revolución misma, García Vega agregaba el desencanto con las vanguardias occidentales de los sesenta y setenta que, luego de criticar la cultura capitalista, terminaban siendo procesadas por ésta. De manera que el gesto intelectual de García Vega como exiliado cubano era bastante ajeno al de la última generación del antiguo régimen republicano (Eugenio Florit, Gastón Baquero, Lydia Cabrera, Jorge Mañach, Humberto Piñera Llera, Roberto Agramonte o Leví Marrero) y, de hecho, partía de una identificación mayor que la de éstos con la experiencia revolucionaria. Una identificación que era generacional —García vega tenía 33 años al triunfo de la Revolución, la misma edad de Fidel Castro—, ideológica y, también, estética. 2

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Ibid., p. 292.

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FORMAS DE LO SINIESTRO CUBANO

No fue Lorenzo García Vega el único escritor del grupo Orígenes que se exilió: también lo hicieron Gastón Baquero, Ángel Gaztelu, Justo Rodríguez Santos y Julián Orbón. Pero el exilio de García Vega, en el otoño de 1968, se produjo luego de una inmersión profunda en el complejo tránsito de la ciudad letrada origenista —o, más específicamente, lezamiana— a la nueva comunidad intelectual creada por la Revolución. Es esa ubicación en el crucero histórico de la cultura cubana la que hace de García Vega un testigo privilegiado de los avatares y desencuentros entre la vanguardia insular y la vanguardia occidental, durante las primeras décadas socialistas. Un testigo que, a su paso, registra también las tensiones entre el nacionalismo cubano, revolucionario o exiliado, y las estrategias literarias del vanguardismo tardío. Luego de un itinerario tan zigzagueante, no es raro que García Vega acabara asociando los ontolegemas nacionales de Orígenes y la Revolución con formas de “lo siniestro cubano”.3 LA SANGRE VELOZ

Cuando en 1948 apareció el primer poemario de Lorenzo García Vega, Suite para la espera, publicado por la editorial Orígenes, Lezama le dio la bienvenida en el número 17 de su revista con una reseña elogiosa, luego reproducida en Tratados en La Habana (1958). Destacaba entonces Lezama que había una “incuestionable sangre veloz” en la poesía del joven García Vega, relacionada con una, en cambio, muy madura asimilación de las vanguardias poéticas de la primera mitad del siglo XX. Esa madurez, según Lezama, se manifestaba en que García Vega se desplazara del predecible “surrealismo” al más arduo “cubismo”, que lo antecedió, y que prefiriera la sombra de Apollinaire a la de Breton. Aquella nota de Lezama sobre Suite para la espera (1948) es un documento propicio para leer la curiosa relación de Lezama con el surrealismo y, en general, con las vanguardias: Se percibe un alejamiento de la fluencia surrealista, y una búsqueda de planos cubistas: la estructura y la lejanía de cada palabra hierven su poliedro. Cuando Apollinaire tocó, encontró y no subrayó, drama surrealista, estaba ya hecho todo el remo largo de la otra realidad. Después que la exuberancia de Apollinaire 3

Ibid., p. 273. 51

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encontró ese drama surrealista, las teorizaciones de Breton parecían laqueadas para ejercer una influencia. En aquel cubismo de Apollinaire y en el encuentro de aquella palabra, había la lucha del objeto frente a la temporalidad; para ello se buscaba una esencia dura, una resistencia armada desde la estructura hasta el reconocimiento. El sueño era una parte de la realidad, ni siquiera el más valioso de sus fragmentos. Los objetos pasaban al sueño en una danza de cuerpo y objeto enlazados. Las cosas, los objetos, la realidad, no entraban en el sueño como el baile perpetuo de las metáforas, la planicie, la bocina del fonógrafo, la navaja, la navajita, para desvanecerse en la temporalidad y continuar la ceguera, río debajo de la suma de las sumas.4

Lezama se refería a la conocida utilización del término “surrealismo” por Guillaume Apollinaire a propósito de su obra teatral, Las tetas de Tiresias (1917), y contraponía aquella intuición a la consagración estética e ideológica del movimiento propuesta por André Breton en el Manifiesto de 1924. En la contraposición entre el “cubista” Apollinaire, amigo y defensor de pintores como Picasso y Braque, y Breton, Lezama deslizaba una crítica al surrealismo y al psicoanálisis en tanto estrategias estéticas que dejaban intactas la literalidad y la temporalidad del realismo decimonónico, invirtiéndolas. El surrealismo y el psicoanálisis, según Lezama, no pasaban de ser “teorizaciones ilustradas” o “conceptos sueltos que entran por la bocina del fonógrafo para desvanecerse en la sucesión fría”.5 No es difícil referir algunas críticas del pasaje citado a Dalí o a Chirico, aunque Lezama distinguía, en Breton, una historización de la literatura a favor del surrealismo que no le era ajena. En ese mismo texto mencionará la lectura bretoniana de Nerval y del propio Apollinaire y, en otros posteriores, presentará a Breton como discípulo de Victor Hugo. La Suite para la espera (1948) de García Vega, según Lezama, era cubista, no surrealista. Y uno de sus rasgos distintivos era la representación de poetas, escritores o personajes literarios (Verlaine, Blake, Apollinaire, Vicentillo, Lord Jim, Jísabel, Carlos V, el Cid, el rey Don Juan, el negro Pip…) como máscaras fragmentadas por una mirada desde distintos ángulos. Había en aquel poemario imágenes que podríamos llamar “surrealistas”, como la “carretera de cristal”, “el buitre insinuado tras las rejas”, los “flamencos desnucados”, 4 5

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Orígenes, núm. 17, La Habana, primavera, Ibid.

1948,

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FORMAS DE LO SINIESTRO CUBANO

las “tumbas rojizas de la infancia”, las “cerbatanas de cera” o los “delfines de algodón”.6 Y había también una voluntad de lector, un deseo de exposición o confesión de lecturas —“sí, he sido lector de Lautréamont”, “las liebres en incienso de gaseosa a fecha de libro roto/ en remiendo de algodonoso indio/ los aviones de cartón César Vallejo”, “Apollinaire al agua”, “al campo ya Whitman rasquea sus andares”— que describían un personal archivo poético.7 Encontraba Lezama en esos “conjuros de lector” del joven García Vega una familiaridad no libresca con los poetas del pasado, en la que éstos no eran evocados únicamente como escritores sino también como hombres. El Apollinaire de García Vega no era únicamente el versificador postsimbolista o el defensor del cubismo, sino también “el artillero Kostrowisky que regresaba a su casa para aumentar su cantidad de añejo y encontrar una nueva novela pornográfica”.8 A diferencia de una “raza malhumorada de poetas a los que las influencias se les han convertido en cosa exterior, casual y obligatoria”, las lecturas poéticas de García Vega escenificaban un diálogo real con los poetas muertos, especialmente con Apollinaire y Vallejo: En esta sutil oportunidad del libro de Lorenzo García Vega, una influencia es un encuentro, una conversación o ese polvillo que se desprende y flota, precisa y desconcierta al objeto. Vallejo y Apollinaire recobran sus siluetas amargas y jocundas y nos estrechan la mano como si llegasen de un extenso viaje o se sentasen en el café con una soledad de constante despedida. Sus nombres, sus situaciones, sus aventuras y posibilidades, vuelven a herirnos como sus páginas, y así 6 Lorenzo García Vega, Poemas para la penúltima vez. 1948-1989, Saeta Ediciones, Miami, 1991, pp. 9-61. 7 Ibid., pp. 11, 46, 56. 8 Orígenes, núm. 17, La Habana, primavera, 1948, p. 45.

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el verso conduce una nueva biografía, penetrando en nuestra propia sentencia como el autor que lo precisó puede penetrar por la ventana sorpresiva.9

Aun cuando Lezama destacaba el juego con voces vernáculas como en el verso “titingó, bambúes o bembúas” de García Vega, no asociaba el mismo a la “máscara del desfile” carnavalesco de la cubanidad o al “toque interjeccional”, propio del afrocubanismo de la vanguardia de los veinte y treinta, sino a una apropiación de los “umbrales de la calle”, que respondía a otro tipo de estética vanguardista.10 Hay, por tanto, en la lectura que del joven García Vega hizo Lezama una aproximación bastante nítida a una vanguardia otra, contrapuesta a la de la generación de Revista de Avance (Marinello, Mañach, Carpentier, Ballagas, Guillén, Martínez Villena…), que se apartaba, a su vez, de las codificaciones estéticas e ideológicas del nacionalismo cubano. En una lectura diferente a la de Lezama —y que, sin embargo, instrumentaba la de éste—, Cintio Vitier intentaría retrotraer ese vanguardismo de García Vega a la estética nacionalista. El mismo año de la aparición de Suite para la espera, 1948, Vitier dio a conocer, también en la editorial Orígenes, su célebre antología Diez poetas cubanos. El último de los poetas antologados era, precisamente, Lorenzo García Vega, apenas tres años más joven que Fina García Marruz. Pero a pesar de su juventud y de contar con un solo cuaderno de poesía, García Vega era incluido en esa antología como miembro de un movimiento poético iniciado en 1937 con Muerte de Narciso de Lezama. En la presentación de García Vega, Vitier era mucho más vehemente que Lezama en su rechazo al surrealismo —“descartemos un surrealismo precoz, nada artificial pero sin duda transitorio, que más bien acude para comprobarnos la autenticidad del caos que intenta conjurar”— y asociaba ese “conjuro del caos” más con Rimbaud que con Apollinaire, a pesar de que la marca de Les Illuminations fuera más débil en García Vega que en el propio Vitier.11 Vitier catolizaba el drama existencial de García Vega como una lucha Ibid. Ibid., p. 44. 11 Cintio Vitier, Diez poetas cubanos. 1937-1947, Ediciones Orígenes, La Habana, p. 229. 9

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entre el bien y el mal o entre “el ser” y “la noche, la lluvia y la epifanía de monstruos”.12 Una lucha que se movilizaba poéticamente desde un sentimiento básico: “el miedo terrible de perder el devenir”.13 De este modo la obra vanguardista del joven García Vega, apenas insinuada en un primer cuaderno, quedaba ahormada por el proyecto teleológico del nacionalismo católico origenista. Aunque sólo cinco años menor que Vitier, García Vega era tratado por aquel como discípulo y heredero de los grandes maestros de Orígenes (Lezama, Baquero, Gaztelu, él mismo). Un heredero llamado a lograr la confirmación y sobrevivencia de la tradición: Se confirma así el signo de aquel movimiento que desde 1936 viene informando el centro de nuestra expresión poética, aquel impetuoso avance místico, irisado según cada temperamento, hacia las tierras más desconocidas y las figuras más vírgenes. Con Lorenzo García Vega, con su mundo de rocío isla adentro, de nostalgia en flechazos o grotesco en arlequines de palabras, con su tacto incandescente que esfuma el esperpento senil de la costumbre y nos grita absorto: Mirad, podemos estar ciertos que aquel impulso vuela a la región más angélica del tiempo y sigue henchido de la sed que importa, volcado a la luz y a la sustancia.14

No es improbable que esta unción nacionalista de Lezama y Vitier aproximara la poética de García Vega a la corriente católica de Orígenes entre 1948 y 1956. Varios de los poemas aparecidos en la revista en esos años, como los sonetos “Gallo”, “En el comedor”, “Nuevos halcones”, “Túnel” y “Nocturno”, y, sobre todo, las extensas composiciones, semielegíacas, “Historia del niño”, “Las astas del frío” y “Tierra en Jagüey” —dedicado a Lezama— se colocaban en una perspectiva de evocación lírica de la familia, el pueblo y el paisaje republicanos, muy similar a la que se lee en cuadernos de Eliseo Diego y Fina García Marruz de la misma época.15 Quien es leído, ahora, no es Apollinaire o Breton sino Marcel Proust, y la tríada conceptual del criollismo —tierra, sangre y espíritu— es afirmada como en pocos textos de la tradición origenista. Ibid. Ibid., p. 230. 14 Ibid. 15 Lorenzo García Vega, Poemas para la penúltima vez. 1948-1989, Saeta Ediciones, Miami, 1991, pp. 65-84. 12 13

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“Oh, espíritu: ya tú eres la tierra, sin saberte, diciendo que fue al sur,/ en Sinú el sueño en aguas; la cruz, la cruz de tierra/ que ya siento en el recuerdo en sangre de mi espera”, concluía el poema “Tierra en Jagüey”, publicado en el número 25 de Orígenes, en 1950.16 Ya en poemas de aquella misma época se observaba en García Vega un desplazamiento hacia la prosa, que acabará de consumarse en la primera parte de su diario Rostros del reverso, aparecido en la primavera de 1952, y, sobre todo, en su novela Espirales del cuje (1952), cuyo primer adelanto fue editado en el número 27 de la revista, en 1951. Hay en toda esta prosa, sin excluir el fragmento de Rostros del reverso en que cuestiona el vacío histórico de Cuba durante el cincuentenario de la República —“me pregunto si en Cuba faltará totalmente la responsabilidad histórica. Si toda esta traición en la política y en el periodismo, de las generaciones más inmediatas a nosotros quedará sin ningún eco. ¡Porque pienso en la falta de destino que implica escribir en Cuba!... Pesan siempre muchas culpas: la nuestra frustración política, por ejemplo”—, una presentación de García Vega como origenista cabal, que reitera ideas manejadas por Lezama o Baquero y que pronto serán sintetizadas por Cintio Vitier en Lo cubano en la poesía (1958).17 Esa concordancia no sólo era política —en el sentido de reiterar la frustración histórica de la isla y su encuentro con el telos por medio de la poesía— sino también estética, como puede leerse en Espirales del cuje (1952), la primera novela familiar de un origenista, que recibió por unanimidad el Premio Nacional de Literatura el mismo año del golpe de Estado de Fulgencio Batista contra el presidente Carlos Prío Socarrás y del medio siglo republicano. En su importante estudio “Orígenes ante el cincuentenario de la República” (2004), César A. Salgado ha descrito el poco reconocido papel que jugaron, en las ceremonias literarias por los cincuenta años de la República, Lezama, Baquero y Vitier, en tanto interlocutores del primer director de Cultura de la dictadura batistiana, Carlos González Palacios.18 Los premios a García Vega y el Premio Ibid., p. 84. Sobre el discurso de la tierra, la sangre y la memoria en el nacionalismo cubano y en Orígenes, ver mi libro Motivos de Anteo. Patria y nación en la historia intelectual de Cuba, Colibrí, Madrid, 2008, pp. 279-378. 17 Orígenes, núm. 31, La Habana, primavera de 1952, p. 40. 18 César A. Salgado, “Orígenes ante el cincuentenario de la República”, Anke Birkenmaier 16

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Nacional de Poesía a Roberto Fernández Retamar, otro joven poeta cercano a Orígenes, fueron, de algún modo, reconocimientos oficiales de la importancia literaria de aquellos poetas y, también, una distinción de los mismos en el diálogo con el poder. El malestar de García Vega con esa interlocución es palpable en los fragmentos de Rostros del reverso (1952), a pesar de que en ellos no haya alusión directa al golpe del 10 de marzo. Al día siguiente del golpe, el 11 de marzo, García Vega se debate entre diversas alternativas de “internar el poema en los objetos” (Rilke, Kafka, Valéry…), asegurando una presencia discreta de la subjetividad.19 Sin embargo, siempre que en aquel diario alude al cincuentenario lo hace acompañado de una expresión de rechazo, no sólo a la realidad política, sino al efecto que la misma produce en Orígenes: “es que la violencia pasiva de nuestra circunstancia ha llegado a influir en nosotros, dándonos un color, un matiz. ¿Qué es sino esa cautela, ese enredarse en sí mismos que caracteriza todas nuestras reuniones?”20 Esto se publicaba en la propia revista, a la altura de 1952, justo cuando la obra de García Vega se acomodaba mejor a la poética del origenismo católico. La novela Espirales del cuje (1952), también publicada en Ediciones Orígenes, estaba dedicada a Lezama —“cuando oía estos relatos en mi adolescencia, por el privilegio de su amistad y de su magia, tan esencialmente criolla”—.21 Pero el criollismo no era únicamente esa clave afectiva, de gratitud a Lezama, sino una apuesta estética deliberada de la novela, que se internaba en el mundo rural de Matanzas y Las Villas, en la tierra colorada y las fincas ganaderas de la zona, en las leyendas de los coroneles, los viajes a México y la armonía discordante de las familias católicas cubanas. El mundo de Espirales del cuje no era muy diferente al de Eliseo Diego o al del propio Lezama, sólo que su reconstrucción bajo las formas tradicionales narrativas lo acercaban a la corriente latinoamericana de la “novela de la tierra” (Gallegos, Asturias, Azuela, Güiraldes…), estudiada por Carlos y Roberto González Echevarría, Cuba: un siglo de literatura (1902-2002), Colibrí, Madrid, 2004, pp. 165-189. 19 Orígenes, núm. 31, La Habana, primavera de 1952, p. 31. 20 Ibid., p. 34. 21 Lorenzo García Vega, Espirales del cuje, Orígenes, La Habana, 1952. 57

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J. Alonso.22 No es raro que ese criollismo provocara la adhesión de Cintio Vitier, quien en la antología Cincuenta años de poesía cubana (1952) escribía: “Debe añadirse el sentimiento, expresado también en la irónica ternura de Espirales del cuje, de la realidad cubana como revelación de un soplo mágico que viene de la tierra y los hombres a través de la memoria. Todo ello evolucionando de la nostalgia cortante, el rencor, la extrañeza, hacia una alegría que busca revolverse creadoramente en sentido criollo de la fiesta, a través de lo que hemos llamado ‘nostalgia en flechazos o grotesco en arlequines de palabras’.”23 En sus memorias El oficio de perder (2005), García Vega asoció también a ese “momento irreal”, en que “masticaba pastilla de fantasma”, los cuentos que escribió a mediados de los años cincuenta y que conformaron el volumen Cetrería del títere.24 Pero lo cierto es que algunos de aquellos cuentos, como “Siesta de hotel”, “Otro sueño”, “Pequeño sucedido” y “Piel de estatua”, publicados entre 1950 y 1956 en Orígenes, o el “El caballero del frío”, que daba término al volumen, se colocaban en una estética diferente a la de Espirales del cuje. Lejos de la nostalgia rural de Jagüey Grande, de aquel niño criollo que soñaba con ser Amado Nervo, había en esos relatos una búsqueda del absurdo cotidiano en La Habana modernizada de los años cincuenta. El referente de aquellos textos ya no era Proust sino Kafka y, en no menor medida, Sartre y el existencialismo francés. Con aquellos relatos, reunidos en 1960 en el volumen Cetrería del títere (Universidad Central de Las Villas), García Vega regresaba al itinerario vanguardista trazado en sus primeros poemas. El volumen apareció en el segundo año de la Revolución, en medio de Carlos J. Alonso, Modernity and autochtony. The Spanish American regional novel, Cambridge University Press, Cambridge, 1990, pp. 13-22. 23 Cintio Vitier, Cincuenta años de poesía cubana (1902-1952), Dirección de Cultura del Ministerio de Educación, La Habana, 1952, p. 379. 24 Lorenzo García Vega, El oficio de perder, Espuela de Plata, Sevilla, 2005, pp. 431-437. 22

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los debates intelectuales entre la nueva generación de escritores (Guillermo Cabrera Infante, Antón Arrufat, Edmundo Desnoes, Heberto Padilla…), nucleada en torno a Lunes de Revolución, y los viejos escritores republicanos, cercanos o no a Orígenes. A pesar de las no pocas conexiones que había entre la narrativa de García Vega y el vanguardismo de Lunes, Cetrería del títere fue negativamente reseñado en el mítico suplemento literario del periódico Revolución. Antón Arrufat lo criticó en una nota sobre varios libros editados por la Universidad Central de Las Villas, que incluía Lo cubano en la poesía, aparecida en el número 64 del suplemento (20 de junio de 1960), luego de haber juzgado duramente, tan sólo un mes atrás, en el número 59, la Antología de la novela cubana (1960), como “lamentable”.25 ¿Qué era lo lamentable, según Arrufat, de aquella antología? El principal reparo no tenía que ver con las inclusiones (Villaverde, la Avellaneda, Echeverría, Suárez y Romero, Martí, Meza, Nicolás Heredia, Jesús Castellanos, Carrión, Luis Felipe Rodríguez, Ramos, Loveira, Serpa, Montenegro, Novás Calvo, Carlos Enríquez, Labrador Ruiz, Carpentier, Lezama, Piñera, Alcides Iznaga y Nivaria Tejera) sino con las exclusiones y los acentos. Arrufat objetaba la ausencia de Ramón de Palma y Ramón Piña, el tratamiento privilegiado que se deba a Lezama —por encima, incluso, de Carpentier— y, aunque no lo decía, tal vez considerara, como su maestro Piñera, prescindible la novela Amistad funesta de José Martí.26 La crítica mayor tenía que ver con la selección de los capítulos y con el enfoque que García Vega había dado a su antología: aquella idea, tomada de Ortega y Gasset, de no fijarse tanto en las tramas, conflictos o personajes sino en el “chafarrinón”, en la materia prima de “pobres e inesenciales alusiones” que conformaban el cuerpo de cada novela.27 Antón Arrufat, “Una antología lamentable”, en Lunes de Revolución, núm. 59 (16 de mayo de 1960, p. 10, Antón Arrufat); “Saldo de una editorial”, en Lunes de Revolución, núm. 65 (20 de junio de 1960), pp. 20-22. Para un repaso de las críticas de Lunes de Revolución a Orígenes, ver Duanel Díaz, Los límites del origenismo, Editorial Colibrí, Madrid, 2005, pp. 187-222. 26 Lorenzo García Vega, Antología de la novela cubana, Dirección General de Cultura/ Ministerio de Educación, La Habana, 1960, pp. 509-510; Antón Arrufat, “Una antología lamentable”, en Lunes de Revolución, núm. 59 (16 de mayo de 1960), p. 10. 27 Ibid., pp. 7-8. 25

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Sin embargo, a pesar de que por momentos García Vega todavía se acercaba a la retórica origenista de lo “nuestro”, la “expresión” o el “paisaje”, no había en el Prólogo a aquella Antología rastros de providencialismo católico. García Vega cerraba su texto en una “posición que reniega de todo balance, de todo compromiso inútil de solidificación, de toda visión de manual” y, por más señas, concluía con una cita de ¿Qué es la literatura?, de Jean Paul Sartre, en la que se cuestionaba frontalmente la pretensión de historiar un “ser” o una identidad nacionales, que había caracterizado a Lo cubano en la poesía : “es inútil que pretendamos convertirnos en nuestro propio historiador: el mismo historiador es un ser histórico. Debemos contentarnos con hacer nuestra historia a ciegas, al día, optando por lo que en el momento nos parezca mejor… Estamos dentro”.28 LA FAMILIA DIVIDIDA

Antonio José Ponte, César A. Salgado, Carlos A. Aguilera y otros estudiosos de Lorenzo García Vega han insistido en la fuerza de las representaciones familiares en el autor de El oficio de perder (2005).29 La analogía entre familia y nación no sólo es una constante en casi todos los escritores de Orígenes, fueran católicos (Lezama, Vitier, Diego…) o no (Piñera o García Vega, por ejemplo), sino el punto de partida de otra analogía más persistente: la de la familia y la comunidad intelectual. Es en esta segunda derivación donde la biografía política de García Vega, por vías diferentes a las de Piñera, llega a un cuestionamiento radical de las metáforas nacionales y filiales producidas por Orígenes y luego incorporadas al aparato de legitimación del orden revolucionario en Cuba. A diferencia de Piñera, cuya ruptura con Orígenes se produjo desde los tiempos de Ciclón (1955-57) y se acentuó en los primeros años de la Revolución, García Vega se mantuvo leal al origenismo hasta su salida de Cuba en 1968 e, incluso, hasta la edición de Rostros del reverso (1977), que Ibid., p. 21. César A. Salgado, “Orígenes ante el cincuentenario de la República”, Anke Birkenmaier y Roberto González Echevarría, Cuba: un siglo de literatura (1902-2002), Colibrí, Madrid, 2004, pp. 165-189; Antonio José Ponte, El libro perdido de los origenistas, Aldus, México, 2002; Carlos A. Aguilera, “La devastación. Conversación con Lorenzo García Vega”, Banda Hispana. Portal de Poesía (www.revista.agulha.nom.br) 28 29

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agregó a los diarios de 1952 editados en Orígenes, los de su primer exilio en Madrid y Nueva York, entre 1968 y 1975. Rostros del reverso apareció en Monte Ávila un año después de la muerte de Lezama y es en ese libro donde encontramos las primeras deserciones explícitas de García Vega. Deserciones de dos familias ya para entonces ligadas por lazos de parentesco espiritual: la origenista y la revolucionaria. Pero antes de Rostros del reverso, Lorenzo García Vega publicó un cuaderno de poesía, Ritmos acribillados (1972), en el que retomaba por la vía poética el acento vanguardista de Suite para la espera (1948) y Cetrería del títere (1960). Según cuenta Mario Parajón en el excelente prólogo del cuaderno, los poemas fueron escritos en La Habana, entre 1966 y 1968, los dos últimos años que García Vega vivió en la isla. El tema era la memoria de los años en que el joven poeta estudió en el Colegio de Belén, de la Compañía de Jesús, en la capital de los cuarenta.30 Casi todas las evocaciones de aquellos poemas (los “chillidos del Hermano Aguirre”, “el ruido de su silbato que retuerce todas las paredes”, las “huidas” del Colegio, que eran escapes al “miedo cifrado en un paisaje”, el “sudor” de los curas…) remitían a una atmósfera opresiva y angustiosa.31 Parajón relata así la crisis de fe que sintió García Vega entre los jesuitas y que era rememorada en aquellos poemas: Un día Lorenzo se fue a la capilla con un libro de Nietzsche en la mano. La fe se le había escondido en alguna parte, la plática diaria en la misa diaria lo irritaba; era demasiado oír del infierno, del pecado, el escrúpulo, los libros prohibidos, el “fuera de la Iglesia no hay salvación”, la fila por la “cuarta baldosa”, el llamarle “General” a San Ignacio. ¿Por qué tenía que ser la Iglesia un Ejército? ¿Por qué tantas compañías, divisiones, dignidades y excelencias romanas? ¿Por qué el autoritarismo y no el desarrollo de la personalidad?32

La evocación poética de aquella crisis de fe en La Habana atea y anticatólica de mediados de los sesenta debió poseer, para García Vega, un dramático trasfondo intelectual. Aquellos eran años en que iniciaba la marginación oficial de Lezama, luego de la publicación de Paradiso (1966), pero también 30 31 32

Lorenzo García Vega, Ritmos acribillados, Expublico, Nueva York, Ibid., pp. 25-28. Ibid., p. 12.

1972,

p.

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años en que otros origenistas como Cintio Vitier, Eliseo Diego y Fina García Marruz iniciaban una zigzagueante aproximación a la política cultural del gobierno revolucionario. La catolicidad origenista, lejos de ser entonces un elemento de convergencia con la ideología oficial —como lo sería a partir de los ochenta—, se colocaba en el punto de mayor confrontación doctrinal con el naciente Estado socialista. Para García Vega, el reconocimiento de su abandono del catolicismo debía colocarse en una perspectiva de vanguardia, no asimilable al ateísmo comunista que impulsaba la Revolución. De ahí que, según su amigo Mario Parajón, la cercanía al surrealismo, al existencialismo y al psicoanálisis, que ya demostraba desde los cincuenta, apareciera entonces como búsqueda de una vanguardia alternativa. En algunos poemas de ese cuaderno, como el magnífico “Santa María del Rosario” —dedicado precisamente a Parajón—, “Aquella aventura” o “Ella en mi sombra —con exergo de Paul Éluard— aparecía esa congelación onírica de la realidad, desde la sombra de una iglesia o desde la memoria de una infancia, que asociamos con los artificios bretonianos o freudianos.33 Este proceso intelectual, que en Ritmos acribillados (1972) se expresaba líricamente, en Rostros del reverso (1977) se mostrará desde la transparencia confesional del diario. De las lecturas de Sartre y Freud, Artaud y Mallea, de las revaloraciones de Rubén Martínez Villena y Arístides Fernández, como arquetipos de una vanguardia cubana incorruptible, García Vega saltaba, en 1968, a la constatación, bajo el Madrid del franquismo tardío, del fracaso de toda vanguardia en Occidente. Desde su llegada a la capital española, García Vega choca con la juventud letrada que venera al Che Guevara y a Camilo Torres y recibe con desagrado el consejo de Antonio Buero Vallejo de “no emitir juicios sobre la situación cubana, ya que aquí, en España, no se ve bien, entre el mundillo intelectual, cualquier opinión contraria al sistema político imperante en Cuba”.34 Pero García Vega es un exiliado de vanguardia que, en medio del comunismo y el castrismo que lo rodea, en La Habana o en Madrid, lee a Herbert 33 34

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Ibid., pp. 29-42. Lorenzo García Vega, Rostros del reverso, Monte Ávila Editores, Caracas, 1977, p. 52.

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Marcuse e intenta concebir una poética liberadora. Las ideas redentoristas de aquella izquierda del 68 son incorporadas por el escritor cubano, no a una reflexión sobre el cambio revolucionario mundial, sino a una afirmación del exilio como condición paradójica, de emancipación artística —en términos marcusianos—35 y, a la vez, de impotencia política frente al régimen de la isla —en términos antimarcusianos—. Es entonces que García Vega debe repensar su lugar en la tradición de la literatura cubana y, en especial, su posicionamiento frente al legado de Orígenes, central en esa tradición. En Rostros del reverso (1977) García Vega reproduce dos cartas que le envían amigos desde la isla, en el invierno de 1968. La primera, de un contemporáneo suyo, el poeta Manuel Díaz Martínez, quien comienza a tener dificultades con la política cultural del régimen por su participación en el jurado que premió, en contra de la posición de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, el poemario Fuera del juego de Heberto Padilla. Con ella, Díaz Martínez le enviaba un ejemplar de la Antología de la novela cubana, a la que catalogaba de “sorprendente” —en contra del juicio de Arrufat— e intentaba animarlo desde la posición de quien simpatiza con la Revolución, pero rechaza a sus burócratas y a sus apologetas de la izquierda latinoamericana y europea: Conozco esos vertederos de Europa…, a donde va a parar el pseudorrevolucionarismo de los pequeños burgueses de América Latina… (la ciudad de París es el más grande de todos) y la fauna que medra en ellos: el noventa por ciento de sus moradores son tipos que juegan a la revolución mientras más lejos están de ella, porque la pose de revolucionario viste mucho en esos países que, como España, están necesitados de hacerla. Pero para esos tipos la revolución es sólo un tema de sobremesa, una retahíla de frases más o menos explosivas cargadas de retórica política. Los que han vivido una revolución desde adentro saben que en ella la angustia es una suerte de heroísmo cotidiano, que las aguas que arrastran al hombre no siempre son limpias y que todo esto, y mucho más, convierte en traición el ditirambo, la loa y la intransigencia del optimismo mesiánico (casi siempre practicado por los que creen en el futuro sólo como una forma de asegurarse el presente).36

El mensaje que recibía García Vega de su amigo Díaz Martínez, desde la isla, era de apoyo, a pesar de sus sintonías ideológicas con la Revolución. 35 36

Ibid., pp. 62-63. Ibid., pp. 71-72. 63

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Aunque todavía se considerara “revolucionario”, el poeta de El país de Ofelia (1965) y Vivir es eso (1968) podía imaginar la incomprensión que rodeaba a un exiliado cubano que aspiraba a una literatura de vanguardia. Pero el mayor aliento no provendría del amigo Díaz Martínez sino de su maestro y mentor, José Lezama Lima, miembro también de aquel jurado que premió a Padilla y que caería en desgracia por esos mismos años. En aquellas navidades de 1968, Lezama escribió a García Vega una carta en la que le regalaba el leit motiv para el reconocimiento del exilio como condición intelectual: “Y ahora, como muchos otros cubanos, podrás vivir en el Eros de la lejanía, reconstruir por la imagen la Orflid de la lejanía, que, como sabes, es uno de mis viejos caballitos, pues se trata, nada menos, que el que está cerca esté lejos y el que esté lejos toque una fulguración, un reencuentro. De tal manera que nos seguimos encontrando todos los días en la misma esquina, hablando en el mismo café, entrando en la misma librería. Eso es la novela.”37 El aliento de Lezama retomaba una idea que antes de la Revolución manejaron varios origenistas, como Cintio Vitier en Lo cubano en la poesía (1958) y el propio García Vega en la Antología de la novela cubana (1960), y que partía de la ponderación del papel del exilio en la formación de la cultura cubana, sobre todo durante el siglo XIX. Para García Vega aquella idea era una buena manera de acompañar la crítica de la “estereotipia de la rebeldía” de la izquierda occidental procastrista con una defensa del saber literario que podía acumular el exilio. Sólo que para García Vega ese “conocimiento” o esa “cultura” del exilio debía ser formulada en términos opuestos al nacionalismo anticomunista que predominaba en las comunidades de cubanos asentados en Miami, Nueva York, Madrid, México y otras ciudades del exilio: ¡Es que existe el conocimiento del exiliado, es que existen los textos del exiliado!... ¡Cómo no va a existir el conocimiento del exiliado! Pero en ese conocimiento no cabe ya la adoración del Libertador montado en su caballo, ni las noticias del general que quiso la grandeza. No, en ese conocimiento no cabe ninguna idolatría; no cabe la idolatría de los grandes hombres que amaban su bandera. Todo eso separa; todo eso, también, es la injusticia y la violencia, se dice el exiliado.38 37 38

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Ibid., p. 101. Ibid., p. 114.

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Una lectura cuidadosa de los diarios de 1968, 69, 72, 73, 74 y 75 en el itinerario La Habana-Madrid-Nueva York-Miami, permite concluir que la necesidad de adaptar su poética literaria a la condición de un exilio vanguardista y cosmopolita fue el punto de partida de la crítica del legado de Orígenes que García Vega emprendería justo después de concluir Rostros del reverso (1977). Algo de esa crítica se insinuaba ya en el espléndido retrato de Gastón Baquero, que hemos comentado en otro lado, cuando García Vega glosa los versos de Memorial de un testigo en busca, no de una tradición, sino de un estilo “audaz”, “cortante”, “socarrón”, “vigoroso”.39 Ese Baquero exiliado en Madrid, que le parece un “Cocteau disfrazado de general haitiano”, es la encarnación del exiliado cubano que aspira a ser García Vega. En Madrid o en Nueva York, viendo King Rat de Brian Forbes, leyendo a Benoit y a Brown, a Paz y a Musil, reencarnando a Kafka como burócrata de una compañía de seguros, psicoanalizándose con Rédinger o pasando horas frente a un cuadro de Hooper, de Mondrian, de Chirico o de Duchamp en el Museum of Modern Art, García Vega llega a encontrar la formulación plena de ese ideal de un exilio de vanguardia. Junto con el psicoanálisis y el surrealismo, sus viejas aficiones intelectuales, la tercera referencia será Karl Marx, un autor que descubre no en La Habana comunista sino el Nueva York pop de los setenta. Es ese Marx, que dice “obsesionarle” y al que “quiere conocer profundamente”, el que lo convence de que, en efecto, bajo el capitalismo el hombre es un “tullido”. Esa certeza será el trasfondo de la definición del exilio como un estado de duda: “Si bien salimos huyendo de una sociedad carcelaria, no es, por lo que parece, para conseguir la liberación, sino para hundirnos de nuevo en la ya tan sabida sociedad capitalista, con su sorda opresión, su implacable consumo, 40

Ibid., pp. 66-67. Rafael Rojas, Motivos de Anteo, Colibrí, Madrid, 2008, pp. 338-342. 65

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sus horribles chanchullos. Y es desesperante saber esto. Y es este conocimiento del exiliado, una tremenda forma de estar en la soledad, de estar en la contradicción, de estar en la duda.”40 Aquel contacto directo con las vanguardias artísticas, con el psicoanálisis y el marxismo, en los años setenta y sobre todo en Nueva York, fue una de las fuentes del radical cuestionamiento que García Vega hará de la tradición intelectual cubana en su libro más leído, Los años de Orígenes (1978). La búsqueda de otra temporalidad poética y narrativa, que había retomado en Ritmos acribillados (1972) y que ahora continuaba en Fantasma juega el juego (1978), tal vez su cuaderno más vanguardista, era el correlato de una evocación sombría y, por momentos, injusta de la experiencia de Orígenes. Algunos poemas y algunas prosas de Fantasma juega al juego, como “Texto martiano”, “Arañazo mediúmnico”, “Parodiando a Rilke, frente a pájaro muerto”, “Tejido sobre tejido” o “Gotas geométricas”, articulaban las obsesiones literarias de García Vega —el cuerpo, la memoria, el tiempo, la extrañeza…— desde una identidad fantasmal, que se afirmaba en una crítica inclemente a lo más tradicional, católico y nacionalista de la cultura cubana, que él veía cristalizado en Orígenes, en la Revolución y, también, en la toponimia imaginaria, antiutópica, de Playa Albina, es decir, el gueto cubano de Miami.41 Desde la “Introducción Zen” a Los años de Orígenes (1978), García Vega colocaba la crítica a Orígenes sobre una plataforma heterogénea de las vanguardias europeas y neoyorkinas de los sesenta y setenta: Benoit y RobbeGrillet, Schöenberg y Cage, Capote y Paz…42 Aquellas referencias, que emergían como voces de diálogos perdidos en el exilio, regresaban a la memoria para demandar de García Vega una ruptura explícita con su tradición. Pero si lee con reposo aquel libro disidente se observa que dicha ruptura se produjo de manera gradual y dubitativa, ya que García Vega, aún en Los años de Orígenes (1978), no dejaba de considerarse un origenista. El ajuste de cuentas era no sólo con Lezama, con Vitier o con Diego, sino consigo mismo, siguiendo las modalidades de toda deserción o de toda herejía, especialmente de Ibid., p. 126. Lorenzo García Vega, Poemas para la penúltima vez, Saeta Ediciones, Miami, 1991, pp. 191 y 234-262. 42 Lorenzo García Vega, Los años de Orígenes, Bajo La Luna, Buenos Aires, 2007, pp. 9-25. 40 41

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aquellas asociadas a religiones como la católica, o a revoluciones como la cubana. García Vega reinsertaba al inicio de su libro el excelente ensayo “La opereta cubana en Julián del Casal”, escrito en La Habana revolucionaria, específicamente en 1963, cuando se celebró el centenario del nacimiento del gran poeta modernista. Ya en aquel texto se detectaba la “cursilería” literaria en Cuba como un síntoma de “familias venidas a menos” o sectores sociales de la pequeña burguesía que, para afirmarse en la sociedad, restituían estéticamente la historia nacional. García Vega observaba ese kitsch restitutivo en una larga corriente intelectual que atravesaba todo el siglo XIX, del romanticismo al modernismo, de Heredia a Casal y de Villaverde a Meza.43 Sin embargo, al final del ensayo, llamaba a deshacerse de aquella tradición de “falsa opereta de un Segundo Imperio cubano”, pero sin “posibilidad surrealista”, ya que la misma no formaba ningún “fabuloso tapiz” o “juego mágico”, sino el “rostro de lo desvencijado y de lo roto” e impedía la “conquista de la cristiana dignidad de la pobreza”.44 El autor de “La opereta cubana en Julián del Casal” era todavía un origenista de vanguardia, no un antiorigenista como el que emergería en “Vieja y nueva moral” o en “Los padres de Orígenes”, textos escritos ya en el exilio. De hecho, en los momentos de mayor disidencia de Los años de Orígenes, García Vega no abandona del todo la identidad origenista: “pese a todo sigo reconociendo la obra de Lezama, y quizás mantengo el orgullo de haber participado en la lucha de Orígenes”.45 Esta ambivalencia no es trasladable a la disidencia anticastrista, ya que para García Vega esta última se movilizaba desde un compromiso menos profundo con la Revolución. Sin embargo, en su caso, a diferencia de los críticos de Orígenes de Lunes de Revolución, el rechazo era una reacción contra el reconocimiento de la revista por parte del régimen revolucionario, que comenzó tímidamente en los años sesenta y que llegó a su apoteosis tras la muerte de Lezama: “Triunfo de Lezama, y reconocimiento de Orígenes, que también sentimos como una claudicación. Pues Orígenes no sólo había significado, para nosotros, un esfuerzo para alcanzar Ibid., pp. 35-57. Ibid., pp. 59-59. 45 Ibid., p. 109. 43 44

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una renovación en la vida intelectual del país, sino, más que nada, una lucha por la renovación espiritual de nuestra circunstancia. Pues vimos la pobreza de un Arístides Fernández, y la pobreza de Lezama, como decisión enraizada en lo religioso.”46 Esta reacción, que todavía cargaba con el mito de la “pobreza” y la “marginación” de Orígenes en la República, llevó a García Vega a un cuestionamiento, ya no de la moral católica de algunos escritores de aquella generación, como Cintio Vitier, Eliseo Diego o Fina García Marruz, sino de la estética del propio Lezama, que a él mismo le había ofrecido una puerta de acceso a las vanguardias. La transferencia a Orígenes del mal gusto de la cultura republicana, del folletín y el kitsch de la tradición criolla, era desproporcionada porque muy poco tenía que ver con las poéticas literarias de Virgilio Piñera o el propio Lezama y porque la misma poética de García Vega, que también pertenecía a Orígenes, era su más clara negación. La idea de que Orígenes dio la espalda totalmente al surrealismo, al psicoanálisis y a las vanguardias es cuestionable en más de un sentido, si se estudia con más cuidado la obra de Lezama. Breton y Freud, como sabemos, no fueron ajenos a este último y la poesía de Lezama, especialmente el cuaderno La fijeza (1944), como lo admitiera Octavio paz en Los hijos del limo (1972), había representado, nada menos, que el fin del ocaso de la vanguardia hispanoamericana de los veinte y treinta, ya para entonces “vanguardia arrepentida”, y el comienzo de una “vanguardia otra, silenciosa, secreta, desengañada, crítica de sí misma y en rebelión solitaria contra la academia en que se había convertido la primera vanguardia”.47 García Vega, que en el fondo compartía la visión de Paz, también la abandonaba en los momentos de mayor vehemencia retórica. La lógica de la doble disidencia, de Orígenes y de la Revolución, demandaba una pasión simplificadora, que se advierte, sobre todo, en los pasajes que dedica a la recepción de Lezama y Paradiso en los ambientes del boom de la novela latinoamericana de los años sesenta y, especialmente, en la lectura que del autor de La expresión americana (1957) hiciera Severo Sarduy. La identificación que, en “De 46 47

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Ibid., p. 107. Octavio Paz, Obras completas, FCE, México, t. I,

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dónde son los Severos”, hizo García Vega entre la lectura neobarroca de Sarduy y la lectura católica y nacionalista de Vitier es insostenible o sólo comprensible como boutade.48 Lo que no significa que la codificación neobarroca de la poética de Lezama sea también cuestionable en más de un sentido. Como advierte Gustavo Guerrero, no faltaba en aquella reacción de García Vega el celo del heredero, que no admite otros procesamientos del legado de Lezama.49 Celo paradójico, de origenista disidente que, no en balde, se proyectaba más rebajado en sus críticas a los detractores de Orígenes desde Lunes de Revolución. García Vega era menos tolerante con el lezamismo de Sarduy que con el antiorigenismo de Guillermo Cabrera Infante, Heberto Padilla y otros colaboradores de Lunes de Revolución. Su juicio sobre aquellas polémicas, que en más de una ocasión involucraron su propia obra, denotaba una ponderación, ausente en otras zonas de Los años de Orígenes: Y los jóvenes, muchos de los cuales se agruparon en Ciclón, y más tarde en Lunes, no pudieron comprender esto. Y los jóvenes querían que Regla se convirtiera en el Village. Y los jóvenes no entendían, ni tenían por qué entender, cuando algunos origenistas se ponían a hablar de Carlos V y de la Sacra Majestad Católica. Y los jóvenes creyeron que si Ginsberg era homosexual, Ginsberg no podía aparecer como discípulo de Jacques Maritain. Y los jóvenes nunca entendieron por qué, si Cintio era un poeta, un poeta que había querido a Ballagas, tenía, mojigatamente, que borrar todo el infierno sexual que en los poemas de Ballagas se traduce.50

Es justo en ese momento de Los años de Orígenes que García Vega esboza la noción de “lo siniestro cubano” como una dialéctica de la historia insular que esconde, tras la promesa de una integración, una separación mayor: “lo siniestro cubano fue más fuerte que nosotros: empezó separándonos y acabó por devorarnos a todos”.51 Según el propio Lezama, eso había sido la Revolución Cubana: “la gran prueba definitiva, la que nos llevó a vivir en tierra aliena, en el mundo desconocido de la dispersión y la secreta vida Lorenzo García Vega, Op. cit., pp. 197-242. Gustavo Guerrero, “Una posteridad en disputa”, Diario de Cuba (27/12/10). www.diario decuba.com. 50 Lorenzo García Vega, Ibidem, p. 273. 51 Ibid. 48 49

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heroica”.52 La obra de Lorenzo García Vega fue, entre los años sesenta y setenta, la tozuda apuesta por una expresión de vanguardia en medio de la desintegración nacional que propiciaron el 59 cubano y todos sus exilios. En uno de los primeros relatos que García Vega publicó en el exilio —significativamente en la revista Exilio— se hablaba de la peor experiencia de desintegración cultural en un país marcado históricamente por el éxodo: la pérdida de las bibliotecas.53 Contaba entonces García Vega la historia de una familia habanera que había visto envejecer sus libros bajo las revoluciones contra los dictadores Machado y Batista y bajo el exilio impuesto por el socialismo fidelista. Aquellos libros envejecidos, abandonados por el frío, “chirriaban como los muebles”, “silbaban, con un silbido de calles gastadas”. Las formas de lo siniestro cubano tenían ese modo atroz de manifestarse.

José Lezama Lima, Cartas a Eloísa y otra correspondencia, Verbum, Madrid, 1998, p. 326. Lorenzo García Vega, “Tres poemas”, en Exilio. Revista de Humanidades, verano de 1969, año 3, núm. 2, pp. 14-16. 52 53

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El partido C ARMEN B OULLOSA

En la cancha, Piermario Morosini de rojo, la mirada fija en el balón. Cerca, la red, la ansiada meta, la portería; la gloria contenida, el gol. Sólo para Piermario se escenifica un milagro: el mundo trepida. La Tierra es pelota lanzada en un vuelo irregular hacia otra meta. La iluminada bóveda celeste se dispara, un tiro sesgado. El cosmos se tambalea. Piermario Morosini trastabilla. Sube una mano al pecho. Se le doblan las rodillas. Cae. Un zumbido intenso y corto al oído de Piermario anticipa el silencio total. 71

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Frena en seco todo movimiento. “Un súbito malestar”, dice la locutora que lo describe. Pero en su voz no trasmite lo que pasó: los músculos que desobedecieron al futbolista, destensados no perciben el balón o la red, desconocen el pasto, el sol, el aire tibio, los espectadores, la agitación, la inmovilidad. En un asiento del estadio, la cerveza que en un vaso brilla al sol, se paraliza con el golpe al corazón de Piermario. Sin espuma, ya no burbujea. En la cancha, reposa la pelota. El verde pasto y la bóveda celeste, en suspenso, como mala fotografía, estáticos con la sangre y los pulmones del futbolista. Mas sobreviene un segundo golpe. Piermario Morosini es pelota al aire. Inerte, sin pálpito, 72

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sale encamillado, pasa, como una bola sin aire, de mano en mano. Lo inflan con la mascarilla de oxígeno. En vilo lo acarrean, pierde aire, es un bulto. Nadie avienta un pase formidable. No hay vuelo alguno. Lo deslizan dentro de una ambulancia. El caucho de las llantas roza el pavimento. La grabación de la sirena canta. Frenan de golpe, lo sacan, corren para meterlo al hospital de Pescara. ¡Ay! Al trasponer la entrada, el jugador muere. Hubiera querido morir como un piermario, a media acción, en la cancha, en la selección nacional, confiando en el poder de una palabra (monosílaba intranslation, “¡gol!”). Como querríamos morir nosotros, la cancha por sepulcro.

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Nietzsche contra Heidegger J ORGE J UANES

Permaneced fieles a la tierra. Yo prometo una edad trágica: el arte supremo en el decir sí a la vida. Vive como si este instante fuera eterno. Si decimos sí a un solo instante, decimos sí a toda la existencia. Nietzsche

Al igual que los nazis aniquilan al enemigo sin piedad, Heidegger inmola a Nietzsche en el horno crematorio de un lenguaje arbitrariamente impuesto: tras quitarle la palabra, le impone el corsé del nihilismo para, una vez consumado el simulacro hermenéutico, machacarlo. La analítica demoledora y maniquea del pensador de la Selva Negra (en cuyas garras caen desde Platón hasta Nietzsche, pasando por Descartes, Kant, Hegel… y tantos otros) semeja un aparato inquisitorial que convierte lo diferente en una caricatura a su medida para proceder de inmediato a la cirugía mayor. Ante la operación limpieza ejercida en nombre de la supuesta neutralidad del ser, lo que cabe es proferir sin demora un contundente basta ya. Creo, por lo demás, que la crítica de Nietzsche a la metafísica es mucho más radical que la de Heidegger. Lo que queda es proponer una lectura de Nietzsche desde adentro. Hay en determinados pensadores alemanes (entre ellos Heidegger y Adorno) la tendencia constante a culpar al racionalismo crítico, a la Ilustración y a sus derivas, de la barbarie propiciada por la Segunda Guerra Mundial. Pasan por alto que uno de sus protagonistas, el nacionalsocialismo, se funda en mitos, símbolos y ritos germánicos muchas veces inventados, cual corresponde a su raigambre estatal-ideocrática: buenos botones de muestra 74

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NIETZSCHE CONTRA HEIDEGGER

son Mi lucha, de Adolf Hitler, o El mito del siglo XX, de Rosemberg. Los nazis hablan de orígenes ancestrales, de sangre y de patria, en un intento por desmontar pensamientos provenientes de la Ilustración o valores abstractos o desarraigados, ajenos a la esencia última de lo alemán (ario). Lo que está en debate es, a todo esto, la confrontación entre un supuesto “pueblo elegido”, “singular”, “superior”, y el resto de los pueblos de Europa, contaminados por valores judeo-cristianos y presas del nihilismo occidental. El caso es que Nietzsche tiene que pagar la culpa de haberse entregado —Heidegger dixit— al reflexionar técnico-cuantitativo acuñado por la metafísica moderna; o sea, estaríamos ante un consumador paradigmático del cartesianismo con que se inicia la catástrofe unidimensional que nos aqueja. Reparemos en la sentencia que, a fin de cuentas, legitima la lectura de Heidegger: “Sólo en la doctrina del superhombre, en cuanto doctrina de la preeminencia incondicionada del hombre dentro del ente, la metafísica llega a la determinación extrema y acabada de su esencia. En esta doctrina Descartes celebra su supremo triunfo.” Semejante sentencia resulta del señalado escamoteo que Heidegger efectúa de la ofensiva nietzscheana contra el sujeto de la metafísica: “idiota inocuidad y credulidad de las ideas modernas”. Ofensiva mediante la cual Nietzsche trastoca las líneas maestras que determinan la modernidad triunfante e institucional. Lo heterogéneo, lo otro de la metafísica, vendrá para Nietzsche de afuera, de lo excesivo e indecible, de una afirmación de la vida que no se deja atrapar en la urdimbre de pensamientos omniscientes y petrificados. El aniquilador de los monoteísmos habidos y en curso se referirá al hombre como individuo de perspectivas, abierto a lo intempestivo; como “puente” y “tránsito” ajeno por completo a sujeto solidificado alguno. Reparemos en que sus interlocutores son “los creadores”, “los cosechadores” y quienes “celebran fiestas”, que nada tienen que ver con hordas fanatizadas conducidas por guías iluminados por la razón impoluta o por sombrías ideologías o religiones oscurantistas. En términos políticos, enfoca su ofensiva preferentemente contra el Estado. Y sobre esto voy a reproducir una brillante, decisiva y larga parrafada del Nietzsche de Así habló Zaratustra sobre el Estado que no tiene desperdicio. Vaya con dedicatoria para Heidegger y para todos los adoradores del Estado (pardo, rojo, negro, amarillo, azul, lo mismo da) vivos o muertos. 75

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En algún lugar existen todavía pueblos y rebaños, pero no entre nosotros, hermanos míos: aquí hay Estados. ¿Estados? ¿Qué es eso? ¡Bien! Abrid los oídos, pues voy a deciros mi palabra sobre la muerte de los pueblos. Estado se llama el más frío de todos los monstruos fríos. Es frío incluso cuando miente; y ésta es la mentira que se desliza en su boca: “Yo, el Estado, soy el pueblo”. ¡Es una mentira! Creadores fueron quienes crearon los pueblos y suspendieron encima de ellos una fe y un amor: así sirvieron a la vida. Aniquiladores son quienes ponen trampas para muchos y las llaman Estado: éstos suspenden encima de ellos una espada y cien concupiscencias. Donde todavía hay pueblo, éste no comprende el Estado y lo odia, considerándolo mal de ojo y pecado contra las costumbres y los derechos. Esta señal os doy: cada pueblo habla su lengua propia del bien y del mal: el vecino no lo entiende: Cada pueblo se ha inventado su lenguaje en costumbres y derechos. Pero el Estado miente en todas las lenguas del bien y del mal; y diga lo que diga, miente —y posea lo que posea, lo ha robado. Falso es todo en él; con dientes robados muerde, ese mordedor: Falsas son incluso sus entrañas. Confusión de lenguas del bien y del mal: esta señal os doy como señal del Estado. ¡En verdad, voluntad de muerte es lo que esa señal indica! ¡En verdad, hace señas a los predicadores de la muerte! Nacen demasiados: ¡para los superfluos fue inventado el Estado! ¡Mirad cómo atrae a los demasiados! ¡Cómo los devora y los masca y los rumia! “En la tierra no hay ninguna cosa más grande que yo: yo soy el dedo ordenador de Dios” —así ruge el monstruo. ¡Y no sólo quienes tienen orejas largas y vista corta se ponen de rodillas! ¡Ay, también en vosotros los de alma grande susurra él sus sombrías mentiras! ¡Ay, él adivina cuales son los corazones ricos, que con gusto se prodigan! ¡Sí, también os adivina a vosotros los vencedores del viejo Dios! ¡Os habéis fatigado en la lucha, y ahora vuestra fatiga continúa prestando servicio al nuevo ídolo! ¡Héroes y hombres de honor quisiera colocar en torno a sí el nuevo ídolo! ¡Ese frío monstruo —gusta de calentarse al sol de buenas conciencias! Todo quiere dároslo a vosotros el nuevo ídolo, si vosotros lo adoráis: por ello se compra el brillo de vuestra virtud y la mirada de vuestros ojos orgullosos. ¡Quiere que vosotros le sirváis de cebo para pescar a los demasiados! ¡Sí, un artificio infernal ha sido inventado aquí, un caballo de muerte, que tintinea con el atavío de honores divinos! 76

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Sí, aquí ha sido inventada una muerte para muchos, la cual se precia a sí misma de ser vida: ¡en verdad, un servicio íntimo para todos los predicadores de la muerte! Estado llamo yo al lugar donde todos, buenos y malos, son bebedores de veneno: Estado, al lugar que todos, buenos y malos, se pierden a sí mismos: Estado, al lugar donde el lento suicidio de todos se llama “la vida”. ¡Ved, pues, a esos superfluos! Enfermos están siempre, vomitan su bilis y lo llaman periódico. Se devoran unos a otros y ni siquiera pueden digerirse. ¡Ved, pues, a esos superfluos! Adquieren riquezas, y con ello se vuelven más pobres. Quieren poder y, en primer lugar, la palanqueta del poder, mucho dinero —¡esos insolventes! ¡Vedlos trepar, esos ágiles monos! Trepan unos por encima de otros, y así se arrastran al fango y a la profundidad. Todos quieren llegar al trono: su demencia consiste en creer ¡que la felicidad se asienta en el trono! Con frecuencia es el fango el que se asienta en el trono —y también a menudo el trono se asienta en el fango. Dementes son para mí todos ellos, y monos trepadores, y fanáticos. Su ídolo, el frío monstruoso, me huele mal: mal me huelen todos ellos juntos, esos servidores del ídolo. Hermanos míos, ¿es que queréis asfixiaros con el aliento de sus hocicos y de sus concupiscencias? ¡Es mejor que rompáis las ventanas y saltéis al aire libre! ¡Apartaos del mal olor! ¡Alejaos de la idolatría de los superfluos! ¡Apartaos del mal olor! ¡Alejaos del humo de esos sacrificios humanos! Aún está la tierra a disposición de las almas grandes. Vacíos se encuentran aún muchos lugares para eremitas solitarios o en pareja, en torno a los cuales sopla el perfume de mares silenciosos. Aún hay una vida libre a disposición de las almas grandes. En verdad, quien poco posee, tanto menos es poseído: ¡alabad la pequeña pobreza! Allí donde el Estado acaba comienza el hombre que no es superfluo: allí comienza la canción del necesario, la melodía única e insustituible. Allí donde el Estado acaba —¡mirad allí, hermanos míos! ¿No veis el arco iris y los puentes del superhombre?

NIETZSCHE EN CONTEXTO

Antes de continuar, me parece necesario situar el contexto de Nietzsche: una época histórica grisácea que tiende a la uniformidad de la vida, al triunfo de lo gregario con el consiguiente encumbramiento de hombres intercambiables. 77

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Sociedad enferma, decadente, totalizada por la esterilidad: “Llegará el tiempo en que el hombre no dará ya luz a ninguna estrella.” Reaccionando a la contra, Nietzsche considera —al igual que todos los artistas y pensadores contestatarios de la época— que es urgente forjar un revulsivo pensante-artístico capaz de romper con la inercia imperante. Pertenece, de tal suerte, a la modernidad marginal que se enfrenta, con decisión extrema, a la modernidad comandada por los “triunfadores”. Esta solitaria empresa exige agallas puesto que busca desmarcarse del dictado de las mayorías inscrito en la voluntad de rebaño y los valores morales que la amparan. Metido en combate, mancilla los lugares comunes de los discursos que reclaman orden, unanimidad y sometimiento. La diferencia nietzscheana se concentra en demoler, en principio, todo intento de establecer dogmas universales; no en vano gusta de la palabra combinatoria, proliferante, corriendo el riesgo de sucumbir en la aventura. La modernidad tachada que Nietzsche defiende toma, en suma, la estafeta libertaria cuya proclama dice, a la manera de los ilustrados: hay que atreverse a pensar por sí mismo (“Espíritu libre”), poniendo en juego a la vez la razón y el cuerpo, y sin venerar a nadie: “Ecce homo: Entonces mi instinto se decidió implacablemente a que no continuasen aquel ceder ante otros, aquel engañar a otros, aquel confundirse a sí mismo con otros.” Dada su repulsa al mundo moderno-gregario, se entiende que para Nietzsche el pensador debe ser intempestivo, traer al mundo lo inesperado, convertirse en un parteaguas. Quien haya leído Consideraciones intempestivas podrá percatarse de que el término intempestivo alude a lo que no comulga 78

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con su época, o sea, a una apuesta vital que, lejos de corresponder a los valores dominantes, proviene de vivencias excepcionales que, fieles a la diferencia existencial de cada uno, traen al mundo lo que todavía no era. Pensar a/con Nietzsche remite, en concreto, antes que nada, al mundo griego extraoficial que ha querido olvidarse: Homero y los pensadores de la physis, los trágicos y la afirmación pagana del mundo y, en general, quienes se adentran en la relación entre la existencia finita y lo Uno-eterno e increado. Remite también a la defensa radical del individuo autónomo, libre y creador que surge en los textos de los ensayistas y en las obras de los artistas del Renacimiento. Todo ello se acompaña de un severo cuestionamiento de la filosofía eidética (platonismo), el cristianismo y, desde luego, la moderna metafísica subjetivista de la razón pura, en cuanto valoraciones que se empeñan en corregir el mundo. Hay que agregar la experiencia del arte moderno (al hilo de un apasionado debate irresuelto con Wagner) entendida como un baluarte de resistencia frente a los poderes fácticos. Hablamos de un proyecto anti-nihilista basado en la transvaloración de los valores reactivo-gregarios en favor de la afirmación de la vida. Los textos de Nietzsche son, además, vehículos de comunicación de individuo singular a individuo singular, lo que nada tiene que ver con el deseo de convertirse en un Maestro Pensador representante de identidades supraindividuales. Digámoslo de una vez: en Nietzsche, el conflicto que preside el mundo moderno no estriba tanto en el enfrentamiento entre propuestas generales de socialización —digamos el socialismo frente al capitalismo— como en el enfrentamiento de los individuos singulares y libres con los poderes gregarios de cualquier signo que buscan aniquilarlos. Si hay algo urgente, consiste, por ende, en potenciar la resistencia de los únicos y solitarios frente a la megamáquina puesta en marcha por los sistemas dominantes (capitalismo, estatismo…). Megamáquina sostenida por ídolos seculares contra los que hay que arremeter martillo en mano. Cabe destacar, como centro argumental de Nietzsche, que la sabiduría primordial responde a una experiencia excéntrica (dionisiaca) y no meramente antropocéntrica (apolínea). Experiencia excéntrica que exige del hombre la implicación del cuerpo redimido de toda culpabilidad, sintiente, abierto a sus propias tentaciones y a las incitaciones de la serpiente maligna. Los 79

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instintos, los deseos, las pulsiones, los tonos anímicos, el dolor y el placer, vuelven aquí por sus fueros y demuelen fijezas, estabilidades paralizantes, creencias en fines unívocos e inalienables. Fiesta trágico-lúdica que posibilita la co-pertenencia del hombre que ha logrado rebasar el autismo del yo. Y lo primordial. Un “olvidarse de sí”, un “perderse”, un “echarse a volar por los aires”; “un más allá de la razón”, que Nietzsche identifica con la odisea de la existencia extrema, que incluye la finitud, la muerte, los flujos vitales que transitan entre el placer y el dolor, la angustia y la exaltación; las pulsiones desatadas y los miedos; los deseos, los silencios, los gritos; los imaginarios y los desvaríos. Devenir para seguir deviniendo en el entendido, por tanto, de que no hay una identidad definitiva. Nietzsche representa, entonces, el peor modelo que pudiera elegirse para ejemplificar el pensamiento sistemático-monolítico-categorial fundado en certezas o en actos de fe indiscutibles. El autor de Zaratustra permanece en la cuerda floja, arriesga, fracasa, vuelve a empezar. Si algo lo caracteriza es la toma de partido por la afirmación de la vida, aunada a una franca ruptura con la destinación histórico-nihilista encabezada por los tecnarcas. Heidegger elude el punto, pues piensa que él, y sólo él, es capaz de forjar un pensar que escape de las garras de la esencia de la técnica, e incluso acusa a Nietzsche de cómplice privilegiado. Empero, ¿no acaso el pensador nacido en Röcken fue un demoledor del nihilismo moderno, tanto del criticismo pasivo de Descartes como del criticismo activo del idealismo alemán? ¿Y qué pasa con el Nietzsche que gira alrededor del pensar pagano rememorador buscando poner en crisis todas las metafísicas, santas y no santas, pasivas o activas, antiguas o modernas? ¿Y su relación con lo dionisiaco, la tragedia, los pensadores de la physis? Advertí líneas atrás que entre los compañeros de viaje que Nietzsche encuentra en su tarea demoledora figuran en sitio destacado los protagonistas de la ruptura renacentista. Considérese que, a su entender, lejos de ser un avance histórico, el conflicto entre la reforma protestante y la contrarreforma católica representa, en esencia, un gran retroceso. Tomen nota quienes, siguiendo a Max Weber (La ética protestante y el espíritu del capitalismo), identifican el surgimiento de la modernidad y su despliegue con la postura del protestantismo ascético (que, en boca de Calvino, persiste en la defensa 80

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de la anacrónica idea de la predestinación), sustento, a su vez, de la mentalidad y el comportamiento propios del capitalismo emergente. Representa un retroceso porque dicho conflicto reactualiza algo que, a juicio de Nietzsche, ha sido nefasto para el mundo Occidental: el cristianismo negador de la vida en cualquiera de sus vertientes. Reactualización que, a la vez, deja en la sombra la posibilidad de pensar la otra modernidad, libertaria, vitalista y emancipadora, encarnada en el resurgimiento del paganismo renacentista. Una modernidad a contrapelo que tiene que ver —precisémoslo— con el arte renacentista realizado por autores singulares, polivalentes y abiertos a lo intempestivo, que crean su propio orden artístico. Creadores entregados desde sí mismos a las derivas de su existir finito, guiados por el empeño de trastocar la creencia pre-moderna en el destino, en favor de la responsabilidad: cada uno decide las modalidades de su paso por el mundo a partir de sus elecciones y sus actos, al hilo del tiempo que trascurre entre el nacer y el morir: “¿Qué prueba el Renacimiento? Que el reino del individuo sólo puede ser pasajero.” Son palabras de Nietzsche (Humano demasiado humano. Renacimiento y Reforma, 237): El Renacimiento italiano ocultaba en sí todas las fuerzas positivas a las que se debe la cultura moderna, es decir: liberación del pensamiento, menosprecio de la autoridad (…) El Renacimiento tenía fuerzas positivas que en nuestra cultura moderna hasta ahora no han vuelto a ser tan poderosas. Fue la Edad de Oro de este milenio, pese a todas sus lagunas y vicios. Ahora bien, contrasta con ello la Reforma alemana como una enérgica protesta de espíritus atrasados que en modo alguno estaban todavía hartos de la concepción del mundo de la Edad Media y sentían los signos de su disolución, la extraordinaria superficialización y conver81

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sión en algo externo de la vida religiosa, en vez de un alborozo, como conviene, les producían un sentimiento de profundo pesar. Con su fuerza y terquedad nórdicas hicieron retroceder a los hombres, impusieron la Contrarreforma, es decir, un catolicismo católico a la defensiva, con las violencias de un estado de sitio, y tanto retardaron en dos o tres siglos el pleno despertar y hegemonía de las ciencias como imposibilitaron quizá para siempre la fusión cabal del espíritu antiguo y el moderno.

Brillante parrafada, un dardo en el corazón de quienes infestaron Occidente de virus letales: la consolidación de creencias supranaturales, el monoteísmo o pensamiento único, la pérdida de la pluralidad mundana, la moral de esclavos, ritos que exigen ceremonias sangrientas, el juicio absoluto del tribunal de Dios, la culpabilización de la savia vital… Justo lo contrario del paganismo, politeísta por esencia, poblado de dioses ligados a la inmanencia de la naturaleza, a las fuerzas del cosmos, diversas y en perpetuo devenir. Que no juzga sino acoge y agradece. Para el que la vida y la muerte acontecen sólo una vez. (Los dioses subterráneos dirán la última palabra, pero hasta ahí.) Que propicia la despedida de los dioses trascendentes y descarnados. Nietzsche completa la lista de despedida incluyendo los discursos filosóficos o políticos prestos a defender sistemas de verdad omniscientes con los cuales dominar, digamos que absolutamente, la historia en curso. La repulsa de Nietzsche es tajante: ni teólogos encubiertos de filósofos ni filósofos encubiertos de teólogos. Señores y señoras: Nietzsche considera concluida la era comandada por las figuras del sacerdote y el filósofo, incluido el peón de brega, el político. No ha sido en balde su ataque desaforado a todos los sacerdotes y sacerdocios que han sido, y siguen pesando como losas que aplastan la espontaneidad de la vida y forjan a la masa amorfa, presta a borrar del mapa cualquier diferencia. Pocos como él han alentado a los individuos a emanciparse de cuanto les impide responsabilizarse de sí mismos y manifestar su diferencia día con día. Huir, huir como de la peste del hombre normal infectado por la peor de las enfermedades, a saber, la moralidad del resentimiento que encadena la fiesta de la vida. Hay que sobrepasar, en consecuencia, al uno de tantos en favor del hombre afirmativo, fiel a sus principios vitales y dispuesto a romper con los discursos opresivos de los regeneradores de cuerpos y almas. De la sistematicidad, del método, 82

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de la lógica argumental que pone las cosas en su sitio o de los saberes que representan la verdad universal no queda, en Nietzsche, nada de nada. Hablamos de un pensador excepcional que se mantiene con un salario miserable, mal come y reside en pensiones de poca monta; con problemas de salud y muy pocos amigos; errante, apátrida, desafortunado en el amor, solitario, y, sin embargo, celebra con veneración haber venido al mundo. Ya aquí, desata amarras respecto de las ceremonias político-cognitivas destinadas a fabricar hombres domesticados, enfermos de muerte, por tanto. Transitando de la exaltación a la caída, de la sobriedad a la iracundia, de la iluminación al enigma, pronto reconoce que las cadenas que garantizan el ordenamiento reactivo del mundo están ahí para romperse: un primer paso consiste en situarse fuera de las reglas; un segundo paso, en reencontrarse a sí mismo; un tercero, en transvalorar. Recordemos que, desde El nacimiento de la tragedia, Nietzsche rechaza lo apolíneo cerrado sobre sí mismo: racional, correctivo, homogeneizador y, por si fuera poco, en deuda con lo suprasensible en lo que podemos considerar una traición a la Tierra. Los cortocircuitos provocados por Nietzsche están en el aire: adentrarse en sendas inexploradas, atreverse a transitar por el mundo renunciando a caer en el regodeo narcisista de dotarse de una identidad fija y acabada; si algo desea, es revivir de instante en instante, ser otro… y otro. Sentencia: “¡Ya no soy el mismo!” Eso, exaltar la plétora vital. Una apuesta singular en la que impera el deseo de potenciar la diferencia, llevando al límite la singularidad irreductible de la existencia finito-mortal-excéntrica. De allí que el empeño de los discursos de la Verdad —surgidos para superar lo singular en lo supraindividual y encumbrar la existencia cerrada sobre sí misma respecto de la existencia abierta a la alteridad— encuentren en Nietzsche un enemigo jurado. Los cuerpos liberados de la reducción gregaria lo agradecen; agradecen haberse curado de la enfermedad del cuerpo culpabilizado, condenado, denigrado. Pero el discurso oficial quiere números equivalentes, soldaditos obedientes, hormigas laborales, nunca hombres cabales. Nietzsche alienta como pocos la responsabilidad que les cabe a los hijos del azar en cuanto a preservar su diferencia aquí y ahora. Ni inventor de la bestia rubia ni profeta nacionalsocialista; se trata simple y llanamente de un existente que nos invita a poner en juego nuestra propia libertad. 83

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Alinearlo en las filas de los dominadores, considerar su obra como una doctrina cerrada y completa sobre el poder, inscribirlo en la nómina del germanismo excluyente, equivale a una calumnia vil. No en balde la aventura de Nietzsche en Italia le permitió reconocer que no todo es alemán, brumoso, plúmbeo, aburrido. También las izquierdas, con Lukacs al frente (El asalto a la razón: “Nietzsche es el primer filósofo heraldo de la barbarie imperialista”), aunque acusándolo ahora de irracionalismo, vieron en Nietzsche a “un enemigo del pueblo” y al Maestro pensador que incubó la ideología del fascismo y del nacionalsocialismo e instigó la “catástrofe bélica mundial”. Nietzsche sufrió, en efecto, el repudio de los totalitarismos de cualquier signo. Aquí el pecado del que se le culpa: haberse enfrentado a los monoteísmos pasados y futuros. “Que no sea lícito atribuir la índole del ser —Crepúsculo de los ídolos— a una causa prima, que el mundo no sea una unidad ni como sensorium ni como ‘espíritu’, sólo esto es la gran liberación.” NIETZSCHE Y EL NIHILISMO

Con el nihilismo hemos topado. (Nietzsche lo empieza a utilizar en 1885, al hilo de las notas preparatorias del libro nunca escrito: La voluntad de poder.) El nihilismo se pensó originalmente como lo opuesto a determinadas centralidades comprensivo-unívocas, hasta tal grado que quienes se atreven a ponerlas en crisis se convierten en nihilistas o nadificadores de la verdad y de los valores supremos. El nihilismo lleva, de tal suerte, a la inanición, ya que despoja de sentido trascendental-totalizador al actuar humano. Pero Nietzsche pone en crisis esta creencia habitual. A su entender, el nihilismo no significa la demolición de valores supremo-omniabarcantes (Dios, Idea, Verdad imperativa, Ser, fundamentos histórico-salvíficos…) sino, por el contrario, su imposición. Desmarcarse de tales valores implica, por ende, dar los primeros pasos para salir del hoyo siniestro de los metarrelatos universalistas que han devastado el mundo. Negatividad anti-nihilista resumida en el “Dios ha muerto” voceado por Zaratustra. Nietzsche suscita un cortocircuito y rechaza que debamos someternos fatalmente a la fórmula de los triunfadores, cristalizada en la unidad eidética Saber-Verdad-Poder. Ecce homo: “Hasta ahora la mentira del ideal ha constituido la maldición contra la realidad.” 84

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Teniendo en la mira ideas, normas, principios, fines… que representan “la negación de la voluntad de vivir”, Nietzsche distingue, por lo demás, un nihilismo pasivo y un nihilismo activo. El primero proviene, en lo que toca a Occidente, del socratismo-platonismo y el cristianismo, y el segundo, acuñado propiamente en Oriente, encuentra su modelo paradigmático en el budismo. Propuestas contemplativas y ascéticas que coinciden, diferencias aparte, en la culpabilización del deseo. Meros simulacros de vida que buscan extraer el dolor del mundo extirpando el erotismo que lo preside. Trasmundo, más allá de lo suprasensorial, que Nietzsche califica de “sinónimo del no ser, del no vivir, del no querer vivir”. No-ser que incluye, recalquémoslo, la superación del deseo acusado de provocar el dolor que aqueja lo viviente. La caída cristiana, el nirvana budista, incluida la “trabazón arquitectónica” argumental que funda la filosofía de la “noluntad” de Schopenhauer (“Un desvío ¿hacia un nuevo budismo?, ¿hacia un budismo europeo?, hacia el nihilismo”), tienen por común denominador la repulsa del exceso, de lo polivalente, de la materialidad y la carnalidad tentadoras. Pero Nietzsche habla, además, de un nihilismo activo. Hay quien considera que alude a su propia propuesta. Advierto, de entrada, que discrepo. Considero que el calificativo de nihilismo activo corresponde, en rigor, al moderno antropocentrismo-logocéntrico o, si se prefiere, al despliegue planetario de la tecnociencia moderna empeñada en dominar la tierra, en objetivarla, en convertirla en cosa por y, para el sujeto productivista (el trabajador universal), Nihilismo activo ontofóbico-sensualofóbico surgido de la hipostasis del Principio de razón en comunión estrecha con un nihilismo de ataque, ofensivo, concretado en el levantamiento de un entramado artificial que sepulta a la naturaleza originaria. Mundo o “segunda naturaleza”, a imagen y semejanza del homo sapiens, en donde la alteridad es aniquilada por completo. Violencia contra la vida en su conjunto impuesta por agresivas figuras cognitivas basadas en el rigor frío y metódico, en el triunfo de lo abstracto cuantitativo sobre la cualidad. El resultado es de sobra conocido: el encumbramiento del pensamiento unidimensional que propicia hombres unidimensionales: “Escritos póstumos : La creencia en las categorías de la razón es la causa del nihilismo; nosotros hemos medido el valor del mundo por esas categorías, que se refieren a un mundo puramente ficticio… Toda nuestra sociología no conoce otro ins85

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tinto que el del rebaño, es decir, el de la suma de los ceros, en que cualquier cero tiene los mismo derechos en un lugar donde es una virtud ser un cero.” Sé que, para muchos, sospechar mínimamente que los dos nihilismos de Occidente —la religión cristiana y el antropocentrismo absolutizado— pudieran tener cierto aire de parentesco representa un escándalo mayúsculo. Dígase lo que se diga, lo tienen: una y otra llevan en sus venas sangre blanca, pura, prístina. Procedamos entonces a diseminar el escándalo, amparados en las palabras del dios bíblico proferidas en el Génesis el sexto día de la creación: “Entonces dijo Dios: hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza; y señoree en los peces del mar, en las aves de los cielos, en las bestias, en toda la tierra, y en todo animal que se arrastre por la tierra.” Jehová no se anda con rodeos: el hombre es el summum de la creación, el ente privilegiado, el destinado a señorear sobre lo que está ahí. Tuvo, además, la gentileza de poner previamente orden en el caos, luz en donde imperaban las tinieblas. Para el hombre divinizado por él, para el Hombre que todo lo merece —en cuanto única criatura que participa de la sustancia de Dios—, tiene en la tierra (mera res extensa), por decreto celestial, el escenario para el despliegue de su señorío. Un intérprete exigente de la Biblia me dirá que hay que tener cuidado con las lecturas anacrónicas que proyectan sobre las palabras de los antiguos las certezas de los modernos. Metido en demostraciones, me propondría examinar la parte decisiva del Génesis; atendamos el señalamiento del Señor: “De todo árbol del huerto podrás comer; mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, porque el día que de él comieras, ciertamente morirás.” 86

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Empero, la serpiente tentadora, demonio encubierto, incita al hombre a la desobediencia, la hybris, la desmesura, la arrogancia de querer tener en sus manos la sabiduría última, divina —legislar sobre el bien y el mal—, hasta el grado de merecer el castigo mayor: la muerte. Desobediencia que en la modernidad, tras el destronamiento de Dios por el Hombre, se convierte en una máxima. De hecho, el antropocentrismo que hoy señorea sobre la tierra decide, sin competencia, lo que corresponde al bien y al mal. Su balanza es infalible: la ciencia moderna, físico-matemáticamente fundada, garante de la relación saber-poder. Ciencia que presume, en boca de los Descartes y Newton, haber encontrado en la legalidad racional de la naturaleza la luz (“armonías matemáticas mecánicas”) puesta por el Creador en la tierra. Sistema del saber científico moderno que, en alianza con la técnica industrial, recalcan los nuevos titanes, si bien no puede salvarnos de la muerte (asunto exclusivo de Jesucristo, el Salvador del mundo), al menos puede, a la larga, convertir el mundo en un renovado Jardín del Edén. La ciencia moderna se fundamenta, en efecto, y reto a cualquiera a que me demuestre lo contrario, en la epistemología de la razón pura (Descartes: “Las meditaciones contienen todos los fundamentos de mi física”). Razón pura que —dada su entidad descarnada e inmaterial (“Pienso, luego existo”)— puede garantizar, ni quién lo dude, un saber cierto capaz de dotar al hombre de una seguridad cognitiva casi infalible. Los sentidos, la imaginación, los sueños y el deseo se ven obligados a hacer mutis, ya que la pesquisa epistemológica ha dejado lo extra-lógico fuera de combate. La epistemología moderna representa —y sus fórmulas lo convalidan— un peculiar giro de la meta-física. Meta que alude, lo aclaro, a un saber segundo que se nutre del saber primero o científico=reducción abstracto-cuantitativa de la naturaleza. Estamos, en consecuencia, ante un saber limitado a aclarar —ésa es su tarea— las condiciones de posibilidad del saber paradigmático, bóveda de clave del casamiento saber-poder (Descartes acuña la consigna mayor: “ser dueños y poseedores de la naturaleza”). Los nuevos señores de la ciencia del bien y el mal lo creen; creen que las leyes resumidas en las fórmulas científicas equivalen (“son idénticas”) a las de la naturaleza. Por fortuna, habrá un Kant que atenúe tamaña hybris en aquello de que “la cosa en sí” resulta incognoscible, o sea, lo que llamamos legalidad natural es la 87

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cosa para nosotros, objeto, fenómeno, forma proyectiva de la subjetividad humana. Pero el mal, disfrazado aquí de bien (reconozcamos que, además de perversa, la serpiente tentadora es astuta), puesto en acto (la celebrada praxis), en lugar de traer a la tierra el prometido Jardín del Edén trae el infierno. Ya lo advertía Jehová: ¡cuidado con el árbol del saber! Vemos que al devolverles a la physis y al cuerpo su exceso, su goce, su profundidad innombrable, Nietzsche ensucia razones y almas. Tentativa impura que encuentra cauce en la experiencia revulsiva del arte (a las obras me remito) y en las vivencias “irracionales” de los artistas. Creo que ello explica lo que él mismo afirma en el Ensayo de autocrítica de El nacimiento de la tragedia: “El problema de la ciencia misma —la ciencia concebida por primera vez como problemática, como discutible”; “El problema de la ciencia no puede ser conocido en el terreno de la ciencia”; “Ver la ciencia con la óptica del artista y el arte con la de la vida”. O: “Sólo como fenómeno estético está justificada la existencia del mundo”. Reparemos en que Nietzsche no busca pergeñar una mera teoría, sino alentar una experiencia indecible que conjuga en acto (instantáneamente) la fusión de la ek-sistencia y lo Uno-diverso. Vaya diferencia con el pensar distanciado y meramente inteligible, correctivo e impoluto, empeñado en juzgar “las fuerzas corporales y físicas” como dañinas y extirpables, con el consiguiente desdén hacia la sabiduría trágicodionisiaca. Qué diferencia con los tecnócratas que no ven en la naturaleza y el cuerpo sino reservas de energía explotable. Digámoslo tajantemente: Nietzsche dista de ser un pensador de la técnica. La empresa revulsiva tiene mérito ya que Nietzsche planta batalla justo en una época en que señorea el positivismo cientificista (que a ello me he estado refiriendo, pues lícito es reconocer que dentro de la ciencia misma cabe encontrar posiciones no destructivas, ajenas a lo omnisciente) y se acentúa la búsqueda de verdades indubitables, conceptualmente visibles y transparentes, unívocas y representables. Ideas modélicas en la medida en que de ellas depende, según lo hemos constatado, el dominio del hombre sobre lo ente en su conjunto. Fórmula de éxito monopolizada por el conocimiento logocéntrico, base y sustento de la posibilidad de la emergencia y el despliegue incesantes de fuerzas productivas capaces de convertir la tierra 88

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en materia prima explotable. Hablamos de una época en la que impera el código de la producción y en la que las palabras de los nuevos amos están en boca de los súbditos: fuerzas productivas, relaciones de producción, economía… A la par que el proceso de trabajo funge como patrón de la actividad humana, el trabajador tecno-científicamente pertrechado se alza como paradigma de la subjetividad. Convertir al hombre en un autómata infalible, tal es el objetivo si queremos traer al mundo al hombre nuevo. Pero el impertinente de Nietzsche descompone de improviso el fetichismo maquinal, lo socava y desestabiliza, sometiéndolo al desafío de la alteridad y de la diferencia. De allí su propuesta, enfrentada a los nihilismos de toda índole, consistente en desmantelar el dominio de lo suprasensible sobre lo sensible (cuerpo y materialidad como tales). De allí también que celebre la muerte del dios purificado, o lo que es lo mismo, la caducidad de las ficciones suprasensibles, desérticas, irrespirables. Así habló Zaratustra : “Permaneced fieles a la tierra y no creáis a quienes os hablan de esperanzas sobrenaturales.” Tal fidelidad no rehúye riesgos y se entrega a la “búsqueda de todo lo problemático y extraño en el existir, de todo lo proscrito hasta ahora por la moral”. Poco importa que la vindicación de lo proscrito traiga consigo el dolor, pues afirmar el placer corporal y la exuberancia cósmica implica decirle sí también al dolor. Nietzsche no habla del placer superficial, del mero entretenimiento, sino del placer que potencia la complejidad y la profundidad de la existencia: aquí la palabra de Zaratustra: El placer, en efecto, aunque el dolor sea profundo. El placer es aún más profundo que el sufrimiento (…) El placer no quiere herederos ni hijos; el placer se quiere a sí mismo, quiere eternidad, quiere retorno, quiere todo-idéntico-así-mismo-eternamente. ¿Dijisteis una vez que sí a un placer? ¡Oh, amigos míos, entonces también dijisteis sí a todo dolor, pues todas las cosas están encadenadas, enredadas, enamoradas (…) Así quisisteis el mundo, oh eternos; amadlo ahora eternamente y para siempre, diciéndole también al dolor: vete, pero vuelve; pues todo placer quiere eternidad…! ETERNO RETORNO DE LO MISMO, VOLUNTAD DE PODER, TRANSVALORACIÓN, SUPERHOMBRE

Nadie había dicho algo tan contundente contra los denigradores del placer, 89

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nadie se había atrevido tampoco a redimir el placer de modo franco y profundo, sin atenuantes. Podemos considerar este texto como punta de lanza de la vida afirmativa, no-nihilista. Y para penetrar en el meollo de lo afirmativo, Nietzsche acuña un determinado número de nociones, a veces poco afortunadas, que han producido más de un dolor de cabeza a los intérpretes: eterno retorno de lo mismo, voluntad de poder, transvaloración de todos los valores, superhombre (señor de la Tierra). Dado el desconcierto suscitado, desgranar una a una las nociones exige una aclaración previa: lo primero es que Nietzsche recusa a la metafísica occidental, en lo que corresponde ante todo a la modernidad, inscribiendo sus objeciones en los entresijos del aparato sistemático-categorial cuestionado. Esta ruptura tiene mucho de ritual entrista, o sea, de participación entrañada en los rituales de la metafísica para corroerlos desde adentro. Tras dinamitar el territorio enemigo, tenemos que las nociones de voluntad de poder, valor, superhombre… sufren una catarsis que las torna irreconocibles, aunque es difícil, sin embargo, desprenderlas de sus usos metafísicos o de los códigos que les dieron nacencia. En términos de la hermenéutica contemporánea, diríamos que Nietzsche se embarca en una empresa deconstructiva que utiliza las armas cognitivas del adversario para consumar, en su contra, una masacre sacrificial, sin que falten la parodia y la ironía. Sigamos la pista del desaguisado. La noción que me resulta más problemática es la del eterno retorno de lo mismo (término acuñado a “primeros de agosto de 1881”, muy importante en el Zaratustra). A diferencia de las otras antes señaladas, ésta tiene, por cierto, poco o nada que ver con la metafísica. Del acercamiento a lo que el eterno retorno anuncia y calla depende incluso la posibilidad de recrear, con las precauciones del caso, los derroteros pensantes del último Nietzsche. Estoy en que los dardos polémicos del eterno retorno apuntan contra los dos blancos que ya habíamos localizado como ejes del nihilismo: la idea cristiana de la naturaleza como creación de Dios —que, por tanto, conduce a comprenderla desde un ser superior—, y la idea de la física clásica moderna —que la concibe como un entramado escrito en lenguaje matemático y reducido a un determinado número de leyes mecánicas—. Nietzsche rebate: la naturaleza es en sí y para sí (causa sui), increada y eterna; por tanto, autosuficiente. Dada su inconmensurabilidad indecible, rebasa la posibilidad de encerrarla 90

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en el estrecho marco de un sistema de conocimiento o una determinada creencia religiosa. Si se me apurara, diría que el eterno retorno de Nietzsche potencia una intuición puesta de manifiesto desde El nacimiento de la tragedia. Me refiero al casamiento pagano de lo dionisiaco con lo eterno primordial o Uno-originario-primigenio e indestructible que surge del sin porqué, deviene sin porqué y retorna al sin porqué. Que deviene como flujo de fuerzas en conflicto, eternamente donante, anterior a los hombres y a los dioses, ajeno al bien y el mal, signado por nacimientos y muertes azarosos. El eterno retorno demuele, en consecuencia, lo cognitivo-granítico y sus sucedáneos: final escatológico, orden racional; origen y meta; moral correctiva, bien y mal… Lo eterno tiene que ver, antes bien, con el ocaso sin tregua y con la reaparición renovada de lo inconmensurable. Va de la mano con lo surgido en el devenir y puede decirse que el devenir forma parte de lo eterno. Mutaciones azarosas e indecibles que, lejos de responder a determinado fundamento, encarnan la falta de fundamento. Nietzsche quiere lo que quiere: una donación perpetua y gratuita, un despilfarro, eso, “la virtud que hace regalos”. Nietzsche constata igualmente que todo lo que es, incluidos los individuos singulares, pertenece a la eternidad, pues el nacimiento de cada uno en determinado momento obedece al modo en que el mundo ha devenido. De no haberse dado el juego del mundo tal como se dio, no estaríamos aquí. Querernos implica vindicar el mundo como ha sido. Pensar el surgimiento de la existencia singular en conjunción con el eterno retorno del azar equi91

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vale a reconocer, en suma, que el haber sido arrojados al mundo testifica un pacto no escrito con la inocencia del devenir: “esta vida, tu eterna vida”. Con esta idea pagano-terrenal de eternidad Nietzsche vindica “la naturalización del hombre”. Sé que en algún momento Nietzsche llega a identificar, casi de pasada, el eterno retorno con una doctrina. No tiene nada que ver, olvidemos tal intento insostenible. Hay quienes consideran, por cierto, que el eterno retorno concuerda con una visión fatalista del mundo, que cabe identificar con un peculiar círculo vicioso. Me parece que Nietzsche tampoco va por ahí; de donde su insistencia en asociar lo retornante con el eterno despliegue de lo contingente y heterogéneo en cuyo trascurrir quedan borrados del mapa cósmico los grilletes del círculo. ¿Eso significa que somos hijos del azar, de lo contingente? Lo somos. Ya arrojados en el mundo queda preguntarse: ¿qué hacer?, ¿hacia dónde?, ¿cómo enriquecer lo que ya es? Nietzsche tiene una respuesta pronta: a los individuos afirmativos les cabe la alegría de traer al mundo la diferencia divergente. En otras palabras: si todo nacimiento encarna una singularidad, una diferencia, más en el caso del hombre, nos encontramos ante la paradoja de que el ya nacido tiene que renacer, esto es, desplegar su potencialidad distintiva mediante la puesta en acto de sus posibilidades, responsabilizándose de sí, impidiendo, en consecuencia, caer en la medianía del uno de tantos. Nietzsche apela, entendámonos, al cometido de existir conforme a fines libremente elegidos, manifiesto en actos creadores. De cumplir con los llamados de la singularidad, podemos alcanzar una socialidad estatuida sobre la proliferación de las diferencias, tanto como desmadejar el imperio de la homogeneidad reactiva. Aquí el corolario: Nietzsche considera la afirmación singular, activa y creativa, como un triunfo de la jovialidad nómada sobre la resignación sedentaria. Pero el sentido último del eterno retorno apunta más lejos y no alude sólo, ni mucho menos, a la potenciación de las diferencias. Digamos que Nietzsche busca propiciar, como lo hemos indicado, una fusión empática entre el devenir diferenciado, aunque indiferente de la naturaleza, y el hacer significativo-afirmativo del existente mortal en donde se aúnan cuerpo y razón. En ello Nietzsche identifica la comparecencia del eterno retorno con una experiencia excéntrica, solitaria, silenciosa e inefable. Excéntrica, pues re92

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quiere como condición insoslayable que el individuo (ek-sistente) se abra a experiencias oceánicas, corporalmente intensificadas, que propician la pérdida del yo (clausura de la subjetividad) y nos abren a la alteridad: “Más allá del hombre y del tiempo.” Nietzsche no tiene empacho en equiparar tal experiencia con el éxtasis (“Sentimiento místico de unidad”) propio de las culturas originarias, en donde el hombre y lo cósmico coexisten en estado de fusión y no, como sucede en la modernidad, como entidades externas y separadas. Atendamos a lo que el propio Nietzsche señala en Ecce homo: ¿Tiene alguien, a finales del siglo XIX, un concepto claro de lo que los poetas de épocas poderosas denominaron inspiración? En caso contrario, voy a describirlo. —Si se conserva un mínimo residuo de superstición, resultaría difícil rechazar de hecho la idea de ser mera encarnación, mero instrumento sonoro, mero médium de fuerzas poderosísimas. El concepto de revelación, en el sentido de que de repente, con indecible seguridad y finura, se deja ver, se deja oír algo, algo que le conmueve y trastorna a uno en lo más hondo, describe sencillamente la realidad de los hechos. Se oye, no se busca; se toma no se pregunta quién es el que da; como un rayo refulge un pensamiento, con necesidad, sin vacilación en la forma —yo no he tenido jamás que elegir. Un éxtasis cuya enorme tensión se desata a veces en un torrente de lágrimas, un éxtasis en el cual unas veces el paso se precipita involuntariamente y otras se torna lento; un completo estar fuera de sí…

Y refiriéndose, en concreto, al sobrecogimiento excéntrico, Nietzsche apunta lo siguiente: Voy a contar ahora mismo la historia del Zaratustra. La concepción fundamental de la obra, el pensamiento del eterno retorno, esa fórmula suprema de afirmación a que se puede llegar en absoluto —es de agosto del año 1881: se encuentra anotado en una hoja a cuyo final está escrito: “a 6,000 pies más allá del hombre y del tiempo”. Aquel día caminaba yo junto al lago de Silvaplana a través de los bosques; junto a una imponente roca que se eleva en forma de pirámide no lejos de Surlei, me detuve. Entonces me vino ese pensamiento. Si me remonto algunos meses hacia atrás a partir de aquel día, encuentro, como signo precursor, un cambio súbito y, en lo más hondo, decisivo de mi gusto, sobre todo en la música. Acaso sea lícito considerar el Zaratustra entero como música; ciertamente una de sus condiciones previas fue un renacimiento del arte de oír.

Si se leen con detenimiento los párrafos señalados, fácil es percibir que 93

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rememoran una experiencia excepcional que recae en el individuo solitario y errante, y no tanto en un ritual místico colectivamente compartido. Girar alrededor de la co-pertenencia del individuo libre y los cantos seductores y enigmáticos de la physis sólo cabe en la modernidad en donde, en contraste con lo premoderno, los rituales colectivistas resultan anacrónicos (dejémoselo a los fascistas y los nacionalsocialistas). Llegados aquí, quisiera disipar algunas posibles confusiones en el lector. Apelar a la afirmación ek-céntrica de la singularidad no equivale, de ninguna manera, a un planteamiento renovado de la centralidad-descentrada del sujeto que remitiría a una especie de antropocentrismo pluralista. Esta confusión podría provenir de quienes persisten en ignorar que la categoría de sujeto representa la aniquilación absoluta del individuo singular. La razón es muy simple: la categoría de sujeto alude al hombre universal forjado por metafísicas totalizadoras ontofóbico-sensualofóbicas, en cuyo seno no cabe la diferencia como diferencia, ni en el caso del hombre ni en el caso de la naturaleza. Tan es así que cuando en la metafísica se habla de diferencia, se trata de un simulacro necesario para demostrar su límite y, a renglón seguido, la superioridad incontrastable de la identidad sostenida por el sujeto supraindividual, descarnado, un puro esqueleto categorial. Una cosa va con la otra: si bien Nietzsche reconoce la diferencia que cada individuo singular carga potencialmente, rechaza el individualismo narcisista sin afuera, en el peor de los casos, reducido a duplicar la reificación impuesta por los códigos del sistema dominante; en el mejor, como una experiencia interior asfixiada en su propio autismo. En el mismo tenor, Nietzsche considera que la salida de la metafísica de la subjetividad propicia, de suyo, que las parejas sujeto-objeto y bien y mal dejen de operar. A su entender, son inservibles para experimentar aquello que “lo conmueve y trastorna a uno en lo más hondo”. Vaya. Conmueve y trastorna sólo a quienes, liberados de los artificios encubridores de la metafísica, mantienen una actitud de asombro, agradecimiento, deuda y júbilo ante la majestad de lo inconmensurable. Experiencia celebrativa y excepcional al margen del tráfago rutinario, sin necesidad de preguntas y respuestas previas. En determinado instante ocurre lo que ocurre y, lo que ahí principia, ahí termina. Puede “comunicarse”, a lo más, mediante tartamudeos. 94

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Repárese en que Nietzsche se empeña en devolverle a la contemplación la profundidad re-veladora que en la época de los titanes quiere negársele; época cuyo arsenal teórico-práctico —que, por cierto, todos padecemos— centra sus baterías en acometer y avasallar lo que salga al paso. Dicha actitud contemplativa exige, desde luego, aguzar los sentidos, sobre todo el oído; de allí que Nietzsche dé un salto del lenguaje conceptual a la música (arte). Él mismo se encarga de explicar el viraje respecto a sus posiciones de juventud como un cambio en el gusto musical. Más que a seguir la senda excéntrica de la mística religiosamente entendida, Nietzsche nos invita a participar de la música (arte) y la danza como experiencias que provocan la extraversión. Música y danza que, conforme a su querencia, guardan deuda con los sonidos y los ritmos de lo Uno-diverso. Ni nueva doctrina ni renovado sistema de pensamiento; de lo aquí que se trata es del arte comprometido a suprimir todo distanciamiento entre lo sensible y lo suprasensible, a sabiendas de que tal distancia sostiene el orden civilizatorio imperante. Y pasa lo que pasa: el sujeto queda depuesto, despojado por completo de sus poderes. Nietzsche abrigó, sin embargo, la tentativa de traducir a pensamientos la experiencia del eterno retorno —parte de los Escritos póstumos dan cuenta de ello—, y el resultado fue un fracaso estrepitoso que ha servido, a lo más, para que sus enemigos lo descalifiquen como pensador. Ignoran que una cosa es tratar de mostrar las condiciones que han de cumplirse para que se dé la experiencia de lo innombrable, y otra muy distinta la propia experiencia en acto. Pero en los Escritos póstumos nos encontramos también con que la experiencia dionisiaca de la eternidad, ocurrida instante a instante e innombrable, se equipara con la supresión de los límites y las distancias que separaban al ek-sistente de la physis. De allí que Nietzsche nos invite a mantenernos cerca de lo desconocido e insondable. Lo que se busca encarna, advertíamos, “la gran participación panteísta en la alegría y el dolor, que aprueba y justifica hasta las cualidades más terribles de la existencia”. LA VOLUNTAD DE PODER

El Uno-diverso retornante no es ya lo ajeno o suprasensible, sino lo que está ahí y requiere, para ser experimentado, de la voluntad de poder depurada 95

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de metafísica. Teníamos que llegar a lo ineludible: la voluntad de poder (usado a partir de 1887, Escritos póstumos ). Fácil es documentar que así como el concepto de naturaleza centra las discusiones filosóficas del siglo XVIII, el concepto de voluntad acapara la atención de los filósofos a lo largo del siglo XIX. A partir de Kant, y de modo acentuado en el idealismo alemán, voluntad equivale a la libertad comprendida como proyecto teleológico, finalista y constituyente del sujeto: como posibilidad de poder darse a sí mismo un ser propio, conforme a sus potencialidades. La voluntad pone un hasta aquí, entonces, a la razón pasiva, meramente contemplativa, que reduce al sujeto a un simple efecto de lo dado, sea la legalidad natural o las estructuras históricas. Conforme a los actos de la voluntad el hombre se alza, en efecto, como gestor de su destino, teniendo a la historia por territorio de tal hazaña. La voluntad en boca de la metafísica tiene que ver, por ende, con la puesta a punto de la razón histórica identificada con la praxis adecuada para cumplir el programa antropocéntrico “emancipador” de la modernidad hasta sus últimas consecuencias. Puede darse el caso —se da, de hecho, en la obra de Schopenhauer (ya en el mundo contemporáneo, podríamos agregar al Freud del Malestar de la cultura)— de que la voluntad que apunta al progreso de la historia sea vista como algo negativo, catastrófico incluso; de allí que el filósofo alemán acuñe el término de noluntad, o sea, la puesta en crisis de la voluntad desde un retorno a la vida interior y contemplativa. 96

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Nietzsche responde, nadie lo dude, al reto de los filósofos contemporáneos. Responde metiéndose en el trasfondo del debate que los ocupa y, en lo que hemos denominado un ceremonial entrista, desmonta la relación voluntad-finalidad de la razón e inscribe la voluntad en el territorio de las fuerzas sensibles, terrenales, vitales, anti-nihilistas. Fuerzas autónomas e irreductibles que no se someten, por tanto, a determinaciones correctivas suprasensibles o racional ontofóbicas basadas en el resentimiento contra lo abierto e incalculable. Redimiendo lo repudiado, Nietzsche les devuelve a los hombres aquello que les había sido escamoteado: el cuerpo. Nada tan alejado de él como el cuerpo forjado por la razón instrumental o el homo oeconomicus, una especie de cuerpo que desea y es deseado en función del dominio del mundo. Cuerpo del que la metafísica lo sabe todo: qué piensa, qué quiere, adónde se dirige. Simulacro de cuerpo que Nietzsche, amigo Heidegger, denuncia en nombre del cuerpo deseante y excesivo, danzarín y atento a las epifanías de la physis. Nietzsche celebra, de tal suerte, el cuerpo irredimible que goza en el más acá, instante a instante desde su entraña lúdica. Nietzsche sostiene también que detrás de la razón subyacen, quiérase o no, las fuerzas instintivas o juego de las pulsiones y los afectos (lo de la razón pura es una operación artificial surgida de la violencia sacrificial contra el cuerpo y la materialidad). Baste lo anterior para advertir que la voluntad de poder propuesta por Nietzsche no quiere poder en el sentido de la política de los políticos; no busca el dominio de los hombres y de las cosas ya que, simple y sencillamente, se quiere a sí misma, quiere potenciarse, quiere más vida. Ahí la ecuación cualitativa: voluntad de poder = voluntad afirmativa de la vida. Si se me apurara diría que, en boca de Nietzsche, la voluntad encarna en el eterno retorno inscrito en el re-nacer del cuerpo del ek-sistente. Propuesta que trastoca los términos nihilista-metafísicos en que el eterno retorno (pensado bajo la ley de lo mecánico) equivale a una mera proyección de la voluntad logocéntrica. Para Nietzsche, la voluntad afirmativa opera selectivamente, desechando el inevitable retorno de lo reactivo monoteísta y potenciando lo activo proliferante. Y si abstenerse de decidir encumbra la rutina, proferir el sí del asno propicia, de suyo, el sometimiento a jerarquías y valores dominantes, esto es, la reiteración de la nada. Decidir incluso desde la desgracia, el odio o la envidia agrava lo reactivo. 97

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Ahora se entiende la negativa de Nietzsche a aceptar cualquier propuesta que atente contra la apertura de lo abierto. Caben en tal negativa tanto los levantamientos salvífico-religiosos como las propuestas profanas, en la medida en que están supuestamente encaminadas a eliminar el dolor, y el placer se demoniza. Nietzsche cae en la cuenta de que la psicopatología del resentido, del que odia lo que palpita y respira, monta sus letales armas correctivas alrededor de la mera lógica de la supervivencia: ilusiones, ficciones represivas, etc. Frente a tal cometido centrado en el simple sobrevivir, Nietzsche afirma el supravivir, que implica reconocer que la vida de cada uno es breve, un suspiro: somos fugaces. Lo real es el instante, este instante en el que escribo. El aquí y ahora en curso, el tiempo ahora. Nietzsche propone que cada uno ponga de manifiesto la diferencia que lo caracteriza, aquello que nadie puede sustituir. Resulta lógico así que los valedores del comunitarismo a ultranza ataquen sin denuedo la osadía nietzscheana de exaltar el libre desenvolvimiento de las diferencias singulares. SUPERHOMBRE, ULTRAHOMBRE, TRANSHOMBRE

El eterno retorno y la voluntad de poder afirmativa se conjugan en Nietzsche en la figura del superhombre (utilizado en el Zaratustra y en Ecce homo) o en la de señores de la tierra (nada que ver con la “Bestia rubia”). Se trata de (Zaratustra) “los más desconocidos, los más fuertes, las almas de medianoche, que son más claras y profundas que cualquier día. Noción que Nietzsche acuña para designar al antagonista jurado del hombre sometido a valores suprasensibles o humanos, demasiado humanos. El criterio para distinguir al señor de la tierra (advierto que en lo posible he desechado de mi lenguaje el término superhombre o incluso algún sucedáneo, ya que me parece caduco y confuso, prefiero, en cambio, señores de la tierra) del hombre sin atributos pasa por la afirmación o por la negación de la vida. Y la mayoría de los hombres, aquellos que han elegido lo gregario como meta, moran sometidos a pensamientos, valores, perspectivas que niegan, en esencia, la afirmación de la vida pletórica. Quien ha triunfado y sigue triunfando en la historia, piensa Nietzsche, es la contranaturaleza identificada con la existencia normal, exenta de riesgos, sometida a patrones de obediencia y a convenciones 98

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mortíferas propaladas por sacerdotes, maestros de la verdad, representantes de los poderes normalizadores. Quienes padecen la moral de rebaño padecen, en efecto, la peor de las enfermedades: la represión de sus instintos vitales. El señor de la tierra encarna, fijémonos bien, en aquella porción de la humanidad exigente consigo misma, ajena a los valores del hombre normal, dura y radical que, en contraste con “sus” congéneres, olvida la pequeña comodidad y la miserable felicidad del mero vegetar. Los señores de la tierra arriesgan, se aventuran en lo terrible y problemático de la vida sin el apoyo de dioses del más allá. Su aventura trascurre en el instante, pues para ellos la eternidad cala en lo fugaz, y tiene mucho de azar y sin porqué. Si existir es estar siendo, valga la máxima de Nietzsche: “¡Vive cada instante como si fuera la eternidad!” Libre, autónoma, creadoramente, haciendo saltar por los aires lo fosilizado en nombre de la voluntad afirmativa abierta a sus posibilidades más radicales en un cara a cara con el devenir que preside el mundo. En un ir más allá de sí mismo que nada tiene que ver con trascenderse en favor de algo dado, y sí, en cambio, con la existencia fluyente y el ser inagotable, nunca concluso, pues de no hacerlo así tendríamos que considerar el devenir al modo de la metafísica: como una ficción. Todavía más: si el ser estuviera dado, la libertad sería impensable. Nietzsche propone, en fin, poner en juego las propias posibilidades intempestivas y creadoras del existente, aun a sabiendas de que nadie podrá saber nunca quién es. Convencido de que el acto creativo encarna el acto supremo del existente, está a favor de aquellas obras intempestivas fruto de la singularidad de quien las realiza. Y si tales obras gozan de la complejidad y el rigor que les permita superar el tiempo en que fueron creadas, mejor que mejor, pues mediante la obra transhistórica no solamente podemos afirmar la vida presente, sino incluso derrotar a la muerte sin necesidad de apelar a la vida eterna inscrita en las religiones salvíficas. Nietzsche lo reconoce; reconoce que encararse con el devenir del mundo y con el devenir existencial-intempestivo produce vértigo. El vértigo de vivir en la cuerda floja cuando lo habitual es la búsqueda de la seguridad anclada en la certeza de que existe un asidero, un sentido, un ordenamiento divino o racional del mundo, o una moral reconfortante que quisiera conjugar el caos primordial. El vértigo que 99

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surge al poner en la picota la creencia en un juicio final y absoluto como balanza de la vida en favor de situar la existencia en la temporalidad finita, mortal. La intensidad con que Nietzsche concentró sus desvelos alrededor de las determinantes cardinales que apuntalan la vida sin límites nos lleva a plantear con nuevos argumentos algo ya dicho. Me refiero al cuestionamiento de aquellos que consideran el instinto de conservación como centro de referencia del ser del hombre. Instinto que, para el autor de La genealogía de la moral, corresponde sólo a los hombres reactivos, instalados en el mero subsistir, conservadores en grado sumo; en pocas palabras, a las mayorías; no obstante inapropiado para identificar a los creadores y acrecentadores de nuevas posibilidades de vida. Pero eso es el transhombre: quien contribuye a incrementar la superabundancia vital, quien dona y dilapida, quien no sólo se conforma con expandir la vista y el oído, sino también los sentidos desdeñados: el olfato, el gusto, el tacto. Quien suscita aquello que no tiene precedentes, evitando saturar su existencia con códigos y clichés impuestos por los que vigilan y castigan. Hay en Nietzsche una categoría para designar el espíritu de resentimiento y venganza contra la vida: decadencia. Decadencia que tiene por bandera la defensa del no-querer del voluntariamente anestesiado. Triunfo de los adaptados sobre los inadaptados que garantiza la marcha óptima de lo social. Piénsese que los hombres reactivo-adaptados y los ordenamientos políticosociales son harina del mismo costal. Que Nietzsche se sienta un “inadaptado”, que su pensamiento trate de esclarecer el territorio que les corresponde a los enemigos del orden que han sido y son, será precisamente lo que lo conduzca a priorizar el nacer rejuvenecedor sobre el morir que consuma el tiempo de la vida. Nacimiento rejuvenecedor que posibilita la renovación perpetua y expansiva de la existencia. Hablamos aquí, por supuesto, de los forjadores del tiempo cualitativo atentos a la escucha de las voces de la tierra y del cuerpo. Acierta quien deduzca de lo señalado que el tiempo —o temporalidad propia— responde al nacimiento-despliegue de aquellos que le dan la espalda a lo habitual. Se podría decir: la creatividad de los nacidos-renacidos, de los únicos, contrasta con la rutina de los que, tras venir al mundo, eligen la muerte en vida. 100

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El desenmascaramiento de Nietzsche de aquello que se esconde tras los discursos que identifican a la especie humana con determinados denominadores comunes muestra, mediante una sutil estrategia deconstructiva, que lo que surge en realidad, de manera ininterrumpida en el mundo social, son individuos potencialmente temporalizadores y no hombres condenados fatalmente a vegetar en la entraña de temporalidades cosificadoras. De allí que, al entender de Nietzsche, los nacidos-renacidos o señores de la tierra no pueden reducirse a categoría gregaria alguna: sujeto, raza, especie, ser nacional… En pleno desafío al filisteísmo reinante, considera que los diferentes deben procurar retroalimentarse mutuamente, pues de no hacerlo, terminarán devorados por el rebaño gregario. Política de los márgenes limitada a propiciar el surgimiento-proliferación de temporalizaciones heterogéneas y múltiples. En cuanto a las categorías gregarias, puede insistirse en que sólo sirven para legitimar y conservar la integridad identificadora de las mayorías, cimiento, a la vez, de los discursos de poder que tienen garantizada en la política de los políticos el paso de la teoría a la praxis. TRANSVALORACIÓN DE LOS VALORES O, SI SE PREFIERE, TRASMUTACIÓN DE TODOS LOS VALORES

Creo que el criterio para medir el alcance libertario de un pensamiento pasa por la manera de enfocar el papel que les corresponde a los renacidos en el plano de la vida. Y pocas cosas tan nefastas como embutir a los individuos en determinada concepción gregaria, en donde lo singular vale sólo en la medida en que permite el cierre supraindividual, o sea, en la medida en que 101

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el individuo concreto es liquidado. Más grave todavía es cuando la solución del malestar padecido por los individuos en la sociedad se pospone más allá de su vivencia finita, esto es, cuando se remite a un futuro escatológico (utopías, revolución que parirá al hombre nuevo, juicio final de las religiones…) que el existente concreto nunca podrá experimentar. Simulacro emancipador que explica la advertencia contestataria de Nietzsche, sostenida con rigor y pasión, que a la letra señala: la libertad de los individuos sólo es tal si se experimenta aquí y ahora, instante a instante, a contrapelo de las promesas a futuro acuñadas por escatologías religiosas o laicas, que para el caso da igual. Y son muchas las ratoneras levantadas para detener el tiempo de la insurgencia: el tedio cotidiano, la esterilidad vital, el becerro de oro, el sometimiento a principios de autoridad, el miedo a transitar territorio inexplorado… Lo dicho: la libertad no admite demoras. Nietzsche estima, en suma, que sólo las minorías, los señores de la tierra, se atreven a romper filas y a vivir a contracorriente de la cultura del resentimiento. La ruptura norma el criterio para situar en sus justos términos el perspectivismo nietzscheano. Al respecto existen pistas falsas. Creo que el peor Nietzsche es aquel que, desesperado ante el imperio creciente de las masas (llega a creer que, a diferencia de lo que ocurre en la naturaleza, en la historia triunfan los débiles sobre los fuertes), que conlleva la aniquilación paralela de los individuos libres, plantea una política de selección genética que ponga un hasta aquí a la masa resentida. Medida abominable que, en rigor, contradice sus propias ideas, a saber: los señores de la tierra siempre han estado rodeados, e incluso acosados, por las mayorías reactivas y eternamente retornantes, pero aun así han potenciado su diferencia. No queda, entonces, otro remedio que reconocerlo: lo reactivo también retorna y tenemos que soportar la carga y, definitivamente, dado que lo reactivo tiene garantizado el triunfo, dejemos que sus militantes se regodeen en el nihilismo que los ocupa. Reconozco que este filósofo tachado no sólo equipara a los señores de la tierra (en el fondo el modelo es la inocencia del niño que juega el juego de jugar) con los artistas y los pensadores independientes y afirmativos, pues incluye también en la lista a determinados líderes de pueblos que infunden en las masas la voluntad de poder limitada a dominar el mundo: Cesar, 102

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Napoleón, etc. Paso de largo. Que con su pan se lo coma. Pero no le demos vuelta a la página. Insistamos en lo que Nietzsche entiende por perspectivismo. Para ello, debemos examinar un engarce faltante, la transmutación de todos los valores (término acuñado en 1884) vigentes, nihilistas. Transmutación (forjar “valores nobles” y afirmativos opuestos a los valores bajo-correctivos dominantes) que nos indica que el perspectivismo de Nietzsche dista de ser algo indiferente —el “todo vale” al que a veces se lo reduce— ya que estriba, en primera y última instancia, en el canto de alabanza a los dones de la tierra. Frente al conjunto de las perspectivas nihilistas (el monoteísmo, la moral de esclavos, la escritura arborescente, el hiperracionalismo de dominio, el cristianismo; Dios, el Ser, el Sujeto; el embate gregario….), defiende, en cambio, las perspectivas terrenales, emancipadoras, trágicas incluso. Baste señalarlo para desmentir el supuesto relativismo absoluto que algunos le achacan a quien, como vemos, nos invita a tomar partido por la vida o contra la vida. EL PROBLEMA DE LA ESCRITURA

Ha corrido —y sigue corriendo— mucha tinta respecto al proyecto de Nietzsche de escribir un libro titulado La voluntad de poder. Él mismo adelantó lo que podrían ser las líneas maestras o el contenido del tal libro. El hecho es que el proyecto quedó inconcluso. Cabe especular si ello obedeció a que el pensador fue poseído súbitamente por la locura y entró en la zona de silencio. Podría tomarse nota de quienes consideran los últimos Escritos póstumos como el material preparatorio de la tentativa anunciada. Por lo que a mí toca, estoy en que escribir un tratado totalizador contradice su manera anti-sistemática y fragmentaria de enfocar el pensamiento. Pero antes de seguir en el asunto, quisiera señalar que la hermana de Nietzsche, Elizabeth Foster, auxiliada por Peter Gast (Heinrich Köselitz), hace por su cuenta una selección de los Póstumos a la que da el título de La voluntad de poder. No son pocos —entre ellos Heidegger— los que abrevan en dicho “libro” para penetrar en el corazón del “ideario” nietzscheano. Gracias a la edición de las Obras completas a cargo de Giorgio Colli y Mazzimo Montinari, hoy sabemos que lo perpetrado por la “querida” hermana fue un montaje que, por si 103

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fuera poco, sirvió de coartada para convertir a Nietzsche en un precursor de la voluntad de dominio nacionalsocialista. Dejando ahora de lado el problema político (Nietzsche se desmarca del nacionalismo alemán y de los alemanes en general, aborrece a los antisemitas, se considera polaco, exalta la cultura mediterránea…), creo que quienes reclaman la falta de un libro modélico a lo Aristóteles o a lo Hegel forman filas entre aquellos que sólo consideran digno de ser tomado en cuenta quien escribe tratados filosóficos omniabarcantes. Un libro que nos ofreciera, ¡por fin!, el engarce coherente y unitario entre el nihilismo, el eterno retorno, la voluntad de poder, el señor de la tierra (superhombre). Pero no hay más que leer los libros posteriores a El nacimiento de la tragedia para percatarse de que Nietzsche recurre progresivamente al ensayismo y a la escritura fragmentaria, guiado por el propósito —como él mismo lo indica— de dejar caer por los suelos los discursos constructivo-comprensivos. Rechazo que tiene que ver con el repudio al monoteísmo (Dios y sucedáneos) en cuanto éste, según muestra la historia, tiene por cómplice a la escritura arborescente. Aunque no tengo la intención de realizar aquí un examen de las escrituras monoteístas, baste con recordar que se sostienen en una lógica de la representación capaz de garantizar la relación estrecha entre el saber y el poder, que permite integrar, con sumo rigor y autoridad, a los individuos singulares dentro de unidades supraindividuales y a la physis dentro de 104

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órdenes de saber homogeneizadores. Sistema cognitivo (“trascendencia superior”) que, agregaría Nietzsche, anida valores reactivos. De allí que las articulaciones de los sistemas absolutos sean, en esencia, meras ramificaciones de Dios, la Idea, el Bien o la Verdad indubitable. Universalidad forjada en los textos sagrados o seculares, que da la pauta del hombre normal y de los pasos a seguir en su formación. Puede ser por las buenas, pero quienes osen rebelarse no está de más recordarles que los regeneradores de almas y cuerpos han fraguado múltiples instituciones disciplinarias. Quienes, como Nietzsche, afirman la diferencia de los individuos singulares y la inconmensurabilidad de la physis, las concepciones cerradas de cualquier signo son la prisión del pensamiento y de la vida; hay que combatirlas, pues, sin denuedo. Para escribir ensayos cuyos signos visibles sean cargas de dinamita inscritas en el papel, lo primero que hay que hacer —advierte Nietzsche— es librarse del pensar libresco, repetitivo, omnisciente…, ya que una cosa es el pensador radical cuya escritura rinde tributo a la intemperie y, otra muy distinta, el docto o mero escupidor de fichas. Puede ser que los lenguajes académicos sirvan para obtener maestrías y doctorados, pero sirven poco o nada para tomarle el pulso a la fiesta de la vida. Así es. La mayoría de las propuestas de Nietzsche surgieron a cielo abierto. Además, pocos saben que los libros de los años ochenta fueron escritos en pocos días, cuando mucho en un par de meses. Cierto. Nietzsche no tiene piedad alguna para los eruditos que, recordemos, pidieron en masa que se le expulsara de la cátedra. Se refiere, ¡faltaba más!, a los “Rumiantes académicos y otros catedráticos de filosofía”. Otorguémosle la palabra a Ecce homo: El docto, que en el fondo no hace ya otra cosa que “revolver” libros —el filólogo corriente, unos doscientos al día—, acaba por perder íntegra y totalmente la capacidad de pensar por cuenta propia. Si no revuelve libros no piensa. Responde a un estímulo (un pensamiento leído) cuando piensa —al final lo único que hace ya es reaccionar—. El docto dedica todo su tiempo a decir sí y no, a la crítica de cosas ya pasadas —él mismo ya no piensa—. El instinto de autodefensa se ha reblandecido en él; en caso contrario, se defendería contra los libros. Estar sentado el menor tiempo posible; no prestar fe a ningún pensamiento que no haya nacido al aire libre y pudiendo nosotros movernos con libertad —a ningún pensamiento en el cual no celebren una fiesta también los músculos. (…) La carne sedentaria… es el auténtico pecado contra el espíritu santo. 105

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En épocas de profundo trabajo no se ve libro alguno junto a mí: me guardaría bien de dejar de hablar y menos aún pensar a alguien cerca de mí. Y esto es lo que significa, en efecto, leer.

Según comprobamos, Nietzsche repudia a los tratadistas que pergeñan textos en espacios sin luz y sin aire. Para él, pensar, errar y danzar van de la mano. Al respecto, reparemos en el siguiente pasaje de La gaya ciencia: “¡Cuán pronto adivino cómo ha llegado un autor a sus ideas, si fue sentado delante de un tintero, con el vientre hundido e inclinado en el cuerpo sobre el papel! Si es así, bien pronto dejo el libro… En los libros de los sabios hay siempre algo oprimido que oprime. El especialista asoma siempre por alguna parte; se ve su celo, su seriedad, su malhumor, su vanidad respecto al rincón en que está bordando y, finalmente, se ve su joroba —todo especialista tiene joroba.” La escritura de los márgenes no sólo manifiesta un ejercicio estilístico terapéutico que pone a danzar al idioma alemán, sino que prepara, además, las condiciones para fraguar un arma de combate con la cual enfrentarse a un mundo siniestro donde impera la vida mutilada. Piénsese que la escritura intempestiva saca a la luz tanto el terror cognitivo que mora en los aparatos de saber oficiales como lo otro, lo que escapa, aquello que no se deja enganchar en el garfio de los tutores de la gramática absoluta: “Creo que no nos desembarazaremos nunca de Dios mientras sigamos creyendo en la gramática.” Algunos pasajes de los últimos Fragmentos póstumos confirman el deseo de Nietzsche por hacer proliferar la escritura rizomática. El lenguaje fragmentario utilizado —desordenado e incoherente, dirán los académicos; delirante, concluirán los psicoanalistas— es la respuesta a la escritura tiranizada por los poderes fácticos. No está, de ninguna manera, al servicio de un nuevo sistema objetivo del saber; por el contrario, pone sobre la página en blanco la marca existencial del gran rebelde. Nos explicamos, así, que el empeño en afirmar la propia vida convoque una forma de existencia y de escritura inapropiable por los sistemas disciplinarios. Nietzsche se aísla y desde la soledad extrema saca fuerzas para superar sus propias flaquezas y resistir el acoso de la horda gregaria. De allí que sea pertinente subrayar que sus escritos inéditos, en particular los de 1885 a 1889, acusen una resistencia 106

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contra lo uniformador. En ellos reluce, igualmente, la variabilidad de los tonos anímicos de un existente intempestivo donde la única constante estriba en demoler la voz del yo seguro de sí mismo y desbaratar los discursos de sentido. Para decirlo pronto y claro: ahí donde el yo domesticado dice no, el cuerpo irredento de Nietzsche dice sí. Mediante la conjunción del eterno retorno, la voluntad de poder, el superhombre y la transvaloración de los valores, Nietzsche propone, tal como lo hemos documentado, el rebajamiento radical del sujeto-antropocéntrico o, lo que es lo mismo, la negación sin cortapisas del Hombre de la metafísica blindado con armaduras opresivas. Leo, entonces, a Nietzsche como la pesadilla del hombre titánico o prometeico, cargado de fórmulas monoteístas y empeñado en enmendarle la plana a Dios… sin romper con Dios. Como el gran afirmador del devenir inocente de la naturaleza y los flujos incontrolables del cuerpo. Como alguien a quien le gusta reconocerse en el azar y en el juego del devenir que atraviesa mundo y cosmos. De modo similar a la obra de los artistas antiacadémicos y marginales de la época, la suya es un canto al individuo libre, autónomo y creador, capaz de correr riesgos existenciales emancipadores. La autonomía y la soledad de Nietzsche nos conciernen y debieran alcanzar nuestra existencia para ayudarnos a quitarnos el lastre de una historia preñada de inmundicia. Nietzsche sabe que la modernidad se encuentra apresada por ídolos y mitos catastróficos; sabe también que para quitárselos de encima sólo hay un remedio: arremeter martillo en mano.

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Contraépica L EONARDA R IVERA

No hay nada en el interior de esta historia que otros no hayan contado Nada que el silencio no pueda atravesar con una avispa ahogada Ni verdad ni mentira que no se pueda quemar junto a esta carpa cubierta de aceite —Ciudad imantada Alguna vez escribí que estas calles asemejaban raíces antiguas que habían salido al exterior como si la piel de la ciudad estuviera envejeciendo Pero entonces nada sabía de ella y a falta de cicatrices en el corazón me había hecho un tatuaje negro en la cintura Podríamos decir que ni siquiera sabía lo que significaba la ciudad cómo pude entonces pretender escribir sobre ella Cómo pude levantar mi mano cuando alguien quiso nombrar mi corazón Cómo pude pensar que con un solo guante podría usurpar a los que anclan su vida en ella 108

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Cómo pude pensar que podía decidir su futuro con tres manchas de tinta Cómo pude yo que nunca arriesgué nada por nadie Cómo pude sentarme a escribir sobre una ciudad que no conocía de la que sólo había escuchado hablar Ciudad que nunca tuvo héroes ni antihéroes ni amigos ni nada que rescatar * Su cabello oscuro ha usurpado el temblor de la noche Se ha enredado en mi piel sabiendo que no hay forma de escaparse una vez que el deseo ha depositado su veneno sobre el contorno de unos parpados bien cerrados * Una vez que la muscínea comience a cantar dentro del ojo ya nadie podrá proteger a la ciudad de los cabellos húmedos de la amorosa muerte y el cristal rasgado del edificio sólo evidenciará lo que todos esperaban

La destrucción y derrota del amante de cabellos fosforescentes vestido pobremente que vivía orgulloso de sus poderes arrolladores* sin sospechar que un día sus propias palabras lo destruirían *

Adaptación de “a lover with phosphorescent hair/ dressed poorly/arrogant of his streaming forces”: “Mrs. Alfred Uruguay”, de Wallace Stevens. 109

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Sin embargo Llorará por la ciudad a la que nada pudo atarlo Llorará por la ciudad que tanto amaba Desgarrará su ropaje en el interior de mi sueño Pronunciará mi nombre una y otra vez Y aborrecerá los sonidos del clavicordio con su ojo entregado ya por siempre a la esbeltez del insomnio * Acércate a la noche No hay que fiarse de las luces que alumbran la ciudad ni de la palabra fuego La luna es un espejo roto desde hace miles de años y quien se mira en ella corre el riego de romperse eternamente Lo único que permanece es la noche el manto oscuro donde las prostitutas se lavan la cara y el primer enamorado tiende su corazón como si fuera a soñar por siempre Pero la palabra Siempre es demasiado pesada rasposa como para pretender caminar de su mano Acércate a la noche No hay fuego que resista a su cuerpo ni palabra que no llegue a tocarla Basta una mirada para comenzar todo de nuevo y dejar atrás el espejo roto por siempre 110

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El señor Cementerio y el troll* G UY D AVENPORT Traducción y nota de Gabriel Bernal Granados Kierkegaard, que debe pronunciarse como si las dos A fueran una sola O, es el equivalente en inglés de Churchyard, me dijo una vez Davenport en una de sus cartas; y su equivalente en español sería por lo tanto cementerio, esto es, el panteón que se encontraba en el patio de las iglesias europeas. En efecto, en este “cuento” Guy Davenport habla de Kierkegaard y de la discusión que sostuvo a lo largo de su vida con la Iglesia. Aunque también se trata, en el fondo, de una discusión sobre lo visible y lo invisible, o la traducción del mundo espiritual a su contraparte mundana. Otros temas, como el amor por los muchachos y la naturaleza (nombres de árboles, flores, plantas y animales), constituyen una parte sustancial de este relato. En los cuentos de Davenport cada palabra tiene una razón de ser, cada frase reviste una forma particular de belleza que, si uno tiene suerte, renace en el momento de la traducción. “El señor Cementerio y el troll”, tomado del libro A table of green fields (New Directions, 1993), contradice la creencia de algunos críticos que han supuesto que los ensayos de Davenport son superiores a sus ficciones. En ambos casos, debemos hablar de una de las obras más luminosas de la literatura norteamericana de la segunda mitad del siglo XX.

Cuando el tablero de ajedrez en el café se antojaba un ardid ocioso para matar el tiempo y las almenas que rodeaban el Kastellet con sus espinos y sus gallinetas de patas verdosas y sus soldados marchando comenzaban a perder encanto, y su escritura se negaba a ser escrita y los libros sabían a rancio, y sus pensamientos se volvían una maraña más que un tejido fluido, el señor Cementerio, el filósofo, alquilaba un carruaje al Bosque de los Troll *

Este texto forma parte de La sonata Concord, antología de relatos de Guy Davenport que Libros Magenta está por publicar. 111

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para dar un largo paseo especulativo. El patán en el pescante estaba comiendo vainas de guisante de su sombrero. —Al Bosque de los Troll —dijo el señor Cementerio, ajustando el tiro de sus guantes. El cielo era báltico, con nubes alemanas del norte. Copenhague era un tronar de barriles rodantes, ruedas de carreta crujientes, sirenas de paquebotes, bandas de metales luteranas, mercachifles de pescado, un bullicio de campanas. E impúdicos bribonzuelos que le gritaban a su paso: ¡O esto! ¡O lo otro! al tiempo que sus hermanas advertían: ’E’ll turn and gitcha! Si fuese una tarde afortunada, el troll estaría en el bosque. El señor Cementerio sabía que este troll, tan extrañamente hermoso a la manera de un hongo, era una invención de su mente, la creatura de una sobrecarga de trabajo, de la indigestión o de la bilis, tal vez incluso del pecado original, pero seguía siendo un troll. Sócrates, ese hombre honesto, tenía su daimón, ¿por qué no el señor Cementerio su troll? Sus ojos lo miraban entre las hojas, arriba. Su pelo era danés, como el villano del cardo, y estaba finamente cortado y acabado, con la forma de un tazón de avena. No apareció cuando lo llamó. Había que sentarse en un tronco y esperar. El bosque era de serbal y de haya, que habían crecido gruesos y oscuros entre conjuntos de piedras enormes plateadas por el liquen y verdes por el musgo. Bajo los pies, esponjoso y profundo, yacía una cubierta centenaria de hojas caídas, a través de la cual una sola flor silvestre pugnaba por salir, enroscada e incolora debido a su estado floreciente, desde el amanecer del tiempo. Somos bienvenidos en las praderas, con la alfombra dispuesta y hierba para comer, si somos vacas o ratones de campo, y los amarillos y los azules son los de los poetas griegos y los pintores italianos. 112

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Pero aquí, en el bosque, somos intrusos. Al otro lado del canal, en Suecia, hay lobos y bosques de altas coníferas. La naturaleza tiene sus reglas. Una arboleda es tan diferente de un bosque como una pradera de un pantano. Los búhos y los troll viven aquí. Y los filósofos. En el huerto de Platón se escuchaba el golpecito de las tijeras de podar durante toda la mañana, así como rastrillos peinando grava. Epicuro hablaba de necesidad y destino mientras veía podar su césped. Aristóteles y Teofrasto recogían flores en las praderas de Mitilene, debajo de parasoles. Y allí estaba el sueco Lineo, como se llamaba a sí mismo, que estudiaba la naturaleza en los jardines holandeses, al tiempo que le bostezaban gatos gordos ingleses. El troll estaba por ahí, donde las hojas cambiaban. Si Nikolai Grundtvig estuviera aquí, o el hermano del señor Cementerio, Peter, el obispo, invitarían al troll a unírseles en una alegre danza folclórica. ¿Eso era un pie en los helechos, con dedos sagaces? Si ahí había un troll, entonces había dos. Tendría una esposa. Así lo habría dispuesto la naturaleza. Y joven. ¿Por qué dudar de la existencia de los troll cuando el dios se ha mantenido oculto todo este tiempo? Cuando Amós hablaba con el dios, ¿Amós estaba hablando consigo mismo? Porque el dios está oculto en la luz, en todo su esplendor, y no podemos verlo. Dedos pequeños, rizados, en las hojas de la haya. El destino debe caer como una manzana madura. No estaba especialmente ansioso de ver al troll. Tampoco estaba desesperadamente ansioso de ver al dios, aun si hubiera podido. Había visto al troll dos veces con ésta. Era su singularidad lo que importaba. Más allá de eso no podía pensar. Ahí estaba la bondad pura del dios, punto menos que inimaginable, y ahí estaba la sensualidad pura de Don Giovanni, imaginable con la cooperación de la carne, y ahí estaba el intelecto puro de Sócrates, fácilmente imaginable, como la mente, ese ganglio troloide que, como los testículos sediciosos de Don Giovanni, era un regalo del dios. El cerebro de Hegel en una jarra de formaldehído en la luna. El troll era otra pureza, sin duda, ¿pero de qué? Su cochero, señor Cementerio, está sentado ahí afuera, más allá del soto, hurgándose la nariz y esperando. 113

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El troll había dicho que su nombre era Hitch. ¿Pertenecía a un orden, superior al del hongo (que, ahora podía verlo, estaba masticando), así como los ángeles pertenecen a un orden inferior al del dios? No lo veía del mismo modo en el que uno encuentra a Napoleón en el dibujo de dos árboles, donde puedes encontrar su figura delineada por las ramas, sino como una imagen líquida filtrada a través del tejido de la visión, ojos de hoja y baya, dedos de cacahuate, piernas de árbol joven. Una bellota para el sexo. —Hay intersticios —dijo el señor Cementerio, mientras se quitaba su sombrero de copa y lo ponía encima de un tronco— a través de los cuales las cosas se manifiestan. En uno de los evangelios apócrifos, por ejemplo, aparece Jesús escogiendo a Simón entre los pescadores que recogían su red. Y con Jesús está su perro. O un perro. —Sí, Señor —dice Simón, acercándose de buena gana. —Y cuando te llame de nuevo —dice el perro— responderás al nombre de Pedro. Esto fue suprimido de los evangelios tal como los conocemos, por algún copista bien intencionado que no se dio cuenta de que un animal cuya alma entera está compuesta de lealtad y cuya fe en su amo no puede disminuirla ninguna fuerza, ni la muerte ni la distancia, recibe una voz, como el asno de Balam siglos antes, para recordarnos que nuestra percepción de lo espiritual es ciega. Y en unos extravagantes Actos de los apóstoles hay un león que habla y funge como presentador de Pablo y Barnabás. —¡Hola, amigos! Aunque soy sólo una bestia sin entendimiento y no tengo teología, estoy aquí para llamar su atención e invitarlos a reunirse y escuchar a mis queridos amigos C. Paulo, ciudadano romano, y José Consolación Barnabás, que tienen un mensaje para ustedes. Un león de ojos azules, bañado y esponjado para su aparición en público, las garras tan grandes como platos. ¿Allí estaba el troll espiando detrás de un árbol? —Nos conocimos el otoño pasado —dijo el señor Cementerio con una voz que usaba para los niños— cuando el cielo estaba cargado con nubes como montañas de lana sucia, y la neblina se extendía a lo largo del suelo. No me dijiste tu nombre, por eso te llamé Hitch, con tu permiso, tomando 114

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tu silencio por anuencia. ¿Cómo te ha ido desde entonces? Hubo un temblor de hojas, un ahondamiento del silencio del bosque. —¿No tienes miedo, verdad, de mi bastón recargado ahí contra el tronco? Se trata solamente de un pedazo de madera con un mango de plata que los caballeros de Copenhague llevan consigo. Va con mi sombrero que está allá y con mis guantes. Juntos constituyen una serie de cosas para indicarle al mundo que tenemos dinero y fingimos acatar la moral aprobada por la policía y el clero. Sal. En un pescado compartido, dijo Demócrito, no hay huesos. —Déjame contarte una historia que puede echar luz sobre nuestro predicamento. Había una vez un salteador de caminos en Inglaterra que se disfrazaba con una gran peluca, ya que el reputado Samuel Johnson fue el último en usar una entre la gente educada. Cuando un viajante pasó por el camino donde trabajaba, por así decir, el ladrón salió detrás de un arbusto y le dio la opción de entregar su dinero o su vida. El asustado viajante se asustó por su pistola, y probablemente también por su peluca, y le dio su caballo y su bolso. El ladrón, cabalgando a la distancia, tiró la peluca al lado del camino, donde un transeúnte la encontró después y se la puso como un adorno caído del cielo. Mientras tanto, el viajante que había sido robado llegó a un pueblo adonde también había llegado el transeúnte con su peluca recién encontrada. El viajante, al verlo, llamó al alguacil y lo acusó frente a un juez de haberlo asaltado en el camino. Según su testimonio, reconocería esa peluca en cualquier parte. 115

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El juez sentenció al transeúnte a la horca. Pero éste era un pueblo chico, y los juicios congregaban a mucha gente, entre las cuales estaba el salteador de caminos. —¡Tonto! —le gritó al juez—. Está enviando a una persona inocente al cadalso. Mire, denme la peluca, me la pondré y diré: Su dinero o la vida, y este falso acusador se dará cuenta de su error. —¡Sí, sí! —dijo el acusador—. Ésa es la voz que escuché debajo de la gran peluca. El juez, sin embargo, determinó que la primera identificación se había hecho bajo juramento, ante Dios, y que la sentencia, pronunciada a través de la majestad de la ley, había sido aprobada. Y debía prevalecer. Sin duda se produjo un cambio en las sombras por allá, entre el pino de Noruega y el alerce, hacia arriba y a los lados, donde debía estar el troll. Sería maravilloso que el troll se pareciera a un niño danés, que se pusiera de puntas y se parara de cabeza, pedaleando sus pies en el aire y poniéndose rosado en las mejillas. O que se parara sobre su pierna derecha con su pie izquierdo enganchado alrededor de su cuello, como los acróbatas gitanos en el día de mercado. —La ley, como verás, es inflexible. Hacemos la ley imitando la manera del dios, por tanto no hay nada de humano en ella. Déjame contarte acerca del dios. Cuando libró a su pueblo de la esclavitud en Egipto, lo guió a Canán, pero durante cuarenta años vagaron en el desierto, donde el dios los alimentó con un pan blanco y esponjoso, maná se llamaba, del cual acabaron cansándose. Así que pidieron algo diferente, algo salado. Como codornices, codornices asadas sobre fuego, bañadas en su propio jugo, salteadas y frotadas con salvia. Así que el dios, enfurecido con justa razón por la ingratitud y la codicia de su pueblo, que había antepuesto la sensualidad del sabor a una justa valoración de su grandeza y poder, dijo: —¡Comeréis hasta que os salga por la nariz! Y una granizada de codornices muertas cayó del cielo, y su pueblo las sazonó y las cocinó y (aquí cito la Biblia) cuando la carne estaba todavía entre sus dientes, el dios ocasionó una plaga mortal para matar a los que habían comido codorniz. 116

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—¿Qué piensas de eso? Era una plegaria a la que el dios estaba contestando. Los ojos del troll eran los de un niño feliz y por tanto ilegibles, porque la felicidad del niño es algo que todos tenemos que olvidar. Es una felicidad que viene de arrancar las manecillas del reloj, de lanzar al fuego la dentadura postiza del abuelo, de robar, de mentir, de jalarle la cola al gato, de romper el jarrón de porcelana, de esconderse de los propios padres para hacerlos enfermar de preocupación, de golpear los dedos de nuestro mejor amigo con un martillo. De un niño con una hermosa cabellera, como si fuese de oro hilado y trenzado, y con grandes ojos azules; la cultura dice: ¡mira, un ángel! y la naturaleza dice: he aquí a tu propio demonio personal. Un pájaro en esas ramas, ¿o el troll? —¡Escucha! —dijo—. Aquí me tienes con mi gran abrigo de corte alemán (con el cual escuché la conferencia de Schelling, porque los auditorios alemanes son tan fríos como Groenlandia), guantes, pantalones entubados, bastón y pañuelo arriba de mi manga, pero no puedes deducir a partir de nada de esto, de mi larga nariz o del hecho de que mi hermano Peter sea obispo, que vivo en una ciudad de mercaderes que se ven a sí mismos como cristianos. También podría decirse que un banjoísta de Louisiana es Mozart. No puedes deducir a partir de nada de esto que mi padre alguna vez agitó su puño enfurecido en contra del dios en la colina de Jylland, y lo maldijo en su cara. ¡El troll, el troll! Pero no: una liebre o un zorro que viven en este bosque. Los troll pertenecen, el señor Cementerio imaginaba, al género de las setas, en el mismo sentido en que los árboles son parientes de los ángeles. El siglo del señor Cementerio estaba mirando en la naturaleza, y los alemanes estaban escrutando la Biblia. ¿Para qué querían al dios, después de todo, si tenían a Hegel? ¿No había pasajes en la Biblia donde los escribas pusieron lo contrario a lo que la misericordia y el miedo les sugería suprimir? Abraham seguramente sacrificó a Isaac. Su padre había maldecido al dios y se había mudado a Copenhague y prosperó como comerciante, el dinero engendraba dinero en sus arcas. Murió 117

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en los brazos de ángeles que lo llevaron al cielo. El corolario, ¿no es así?, es que si rezamos se nos responde con la muerte cuando aún tenemos la carne de la codorniz entre los dientes. Pero el mundo está aquí y desesperar es pecado. Incluso en sus iglesias la alta luz, la inflexible y dura luz de enero en las altas ventanas, habla de que la mundanidad del mundo que ningún hegelianismo puede fingir que no está ahí, no está ahí. El señor Cementerio levantó sus espejuelos sobre su frente, recorrió con su dedo meñique un ceja, masajeó su nariz, cerró sus ojos, humedeció las esquinas de su boca y tosió suavemente. La ironía de ello. Un caballo estaba tan vivo como él, y una vaca era exactamente el mismo ser. Un jején. Sería en cierta medida reconfortante si pudiera saber que era tan feo como Sócrates. Fue, como todos los daneses, hermoso en su juventud. Luego su nariz creció y creció, y su espalda se arqueó y su digestión se echó a perder. Tal vez el troll no era del tamaño que había supuesto, y estaba envuelto en una hoja. Lo que sea que digamos del dios que no es, eso es. —Absconditus decimos que está, viéndolo en todas partes. ¿Qué pasa con nosotros, oh troll, que tenemos fe en lo invisible, lo inaudible y lo intocable, al tiempo que rechazamos lo que está frente a nuestros ojos? En las brumas de la desesperación me he dado cuenta de que preferimos lo que no es a lo que es. Ponemos nuestro entusiasmo en libros que no leemos, o que leemos con una clamorosa falta de entendimiento, tomando nuestro desconocimiento por conocimiento. Nuestra religión es una superstición escandalosa y una magia ilícita. 118

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El señor Cementerio sabía que el troll estaba detrás de uno de los árboles que se encontraba enfrente de él. Lo sintió como una certeza. Tendría, cuando lo viera, nariz chata, ojos verdes redondos, una boca de rana y orejas largas. —¡Escucha! El domingo pasado, en la iglesia del castillo, el capellán de la corte, que es muy popular y quien en su atuendo de obispo parece un emperador bizantino, predicó un sermón frente a una congregación selecta de mercaderes gordos, abogados, banqueros y vírgenes. Habló con elocuencia y solemnidad contundente. El punto de partida de su sermón fue Cristo elige a los humildes y despreciados. Nadie se rió. La tarde seguía avanzando y el cielo se estaba oscureciendo con nubes grises. El señor Cementerio decidió hacer un trato consigo mismo, un salto de fe. Creería que el troll estaba ahí y no se molestaría en comprobarlo. Un hecho es real en la medida en que tenemos el deseo de creerlo. El obispo Mynster predicó su elocuente sermón porque el padre del señor Cementerio lo admiraba, no porque el señor Cementerio estuviera sentado entre un facineroso vestido como un banquero y una dama cuyo bonete había sido confeccionado en Londres. El señor Cementerio escuchó al obispo Mynster por respeto a su padre. Conversaría con el troll por respeto a sí mismo. Y bien, el troll. No estaba preparado para que estuviera desnudo. Su danés, cuando habló, era antiguo. Un erizo de los alrededores del Molino de Swan. Sacó un brazo para balancearse, sostenido en una sola pierna y meciendo la otra atrás y adelante. —¿Ser una rana? —preguntó. —Soy un ser humano. —Habéis podido engañarme. ¿De dónde habéis venido, a través o debajo? Estaba fascinado por la consternación visible en la cara del señor Cementerio y arrugó las esquinas de su boca. —Si a través del color, ésa sería una forma, embestir a través del amarillo al azul, a través del rojo al verde. La otra forma es retrasarse un poco, encontrar un lugar para atravesar y menearse. A través de la curva, en la corriente. Suave es una, rara la otra. El troll se acercó. El señor Cementerio pudo ver un chorro de pecas en sus mejillas y nariz. Cautelosamente tocó su bastón. 119

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—Fresno —dijo—. No conocía el árbol. Siempre de este lado, una luna con otro, ¿no estáis? —¿Este lado de qué? —preguntó tranquilamente el señor Cementerio. —¿Nunca habéis estado adentro de un gordolobo, no es verdad? ¿Nunca en un marrubio, el algodoncillo, el tártago? ¿Qué eres tú? —Soy danés. ¿Qué si yo te preguntara qué eres tú? A mis ojos eres un muchacho, con todos los accesorios, bien alimentado y saludable. ¿No tienes frío, así sin nada? El troll levantó una pierna, sosteniendo su pie en su mano, de tal suerte que su espinilla quedó en paralelo con el suelo del bosque. Sonrió, con o sin ironía, el señor Cementerio no podía saber. Sus cejas delgadas se alzaron bajo su pelo. —Déjame decir —dijo el señor Cementerio— que estoy seguro de que tú estás en mi imaginación, no del todo, aunque hueles a salvia o borraja, y que tú eres una creatura para la cual nuestra ciencia no tiene explicación. Cuando pensamos, atamos. Todavía no puedo cogerte. Ni siquiera sé qué o quién eres. ¿Adónde nos lleva eso? —Pero yo soy —dijo el troll. —Te creo. Quiero creerte. Pero éste es el siglo XIX. Sabemos todo. No hay ningún orden del ser al cual puedas pertenecer. ¿Conoces al dios? El troll pensó, un dedo en su mejilla. —¿Es un acertijo? ¿Qué tenéis para mí si acierto? —¿Cómo puede ser un acertijo si te estoy preguntando si conoces al dios? Lo conoces o no lo conoces. —¿Habéis venido aquí a buscarlo? —Así es. —¿A qué huele? ¿A qué familia de árboles pertenece? —Nunca lo he visto. No existe ninguna descripción de él. —¿Cómo sabráis que lo habéis encontrado? —Lo sabré. Habrá un sentimiento. —Tejón, ardilla, zorro, comadreja, rana, venado, lechuza, colimbo, ganso, ¿uno de ellos? Elfo, kobold, nisse, ¿uno de nosotros? ¿Araña, jején, hormiga, polilla? Entonces el troll se arregló, como si tuviera ropas que ajustar a su 120

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cuerpo, como si fuera un niño a punto de recitar en una clase. Cantó. Su voz tenía algo de abeja, un murmullo y un zumbido recurrentes, como el Barockfagott del Orfeo de Monteverdi, y algo de la paloma torcaz en el tono agudo de su voz hueca. El ritmo era el de una danza campesina, una jiga. Pero ¿cuáles eran las palabras? El señor Cementerio pudo distinguir el caballo enfermo de la luna y la lechuza que tenía números. El estribillo parecía lapón. Un pez, y otro, y una canasta de hierba. Cuando la canción terminó, el señor Cementerio se inclinó, haciendo una suerte de reverencia de aprobación. ¿Dónde había escuchado la melodía, en un concierto de música folclórica? ¿En el mercado Roskilde? ¿Y no había visto al mismo troll, increíblemente sucio, con la ropa remendada y una gorra azul, en el muelle de Nyhavn? Y de repente no había más troll, únicamente el suelo del bosque, el olor verde húmedo de la arboleda y el tic-tac de su reloj. Sócrates defendió la existencia del dios con una incertidumbre honesta y un sentimiento profundo. Nosotros, también, creemos con el mismo riesgo, atrapados en la misma contradicción de una certidumbre incierta. Pero ahora la incertidumbre es diferente, porque es absurda, y creer con un sentimiento profundo en lo absurdo es fe. El hecho de que Sócrates supiera que él no sabía nada es gran sentido del humor cuando se lo compara con algo tan serio como lo absurdo, y el sentido profundo de Sócrates por lo existencial es ingenio griego flamante cuando se lo compara con la voluntad de creer.

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Dos poemas L UIS F ELIPE F ABRE

TRAILER 1

Una chica desaparece en circunstancias misteriosas: otra chica desaparece y luego otra y otra y otra y otra y otra y otra: no hay motivos de alarma, explica el jefe de la policía: según las estadísticas, es normal que en México algunas chicas desaparezcan. Pero una noche, un cuello, un alarido, unos colmillos ensangrentados: hubo testigos: ¡las chicas han vuelto!: una linterna que se enciende en medio de la oscuridad sólo para iluminar el terror: una estampida de murciélagos: 122

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¡las chicas han vuelto!: rosas dentadas, tarántulas de terciopelo, rojas bocas del infierno: son las mujeres vampiro que del crimen, la muerte y el olvido han vuelto como el karma, como los remordimientos han vuelto, sedientas de sangre y de venganza.

Las chicas han vuelto: una película de Luis Felipe Fabre. Las chicas han vuelto: próximamente en cines.

TRAILER 2

Una trágica historia de amor: dos amantes que la muerte separa: una dama fantasma, un poeta desesperado. Un misterio: un poema sobre una trágica historia de amor que encierra las claves de un secreto esotérico: imágenes que se despliegan ante el lector como las cartas 123

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de un tarot desconocido ante una adivina atónita: “El sol negro”, “La torre abolida”, “El laúd constelado”, “La noche de la tumba”, “El llanto de la santa”: ¿cómo descifrar esa baraja espeluznante? Muchos lo han intentado, nadie lo ha conseguido... Hasta ahora... Del célebre autor de Las Quimeras, el alucinado poeta que a mediados del siglo XIX paseaba una langosta por las calles de París, el inigualable Gérard de Nerval, Orpheus Productions trae a la gran pantalla su más enigmático poema:

El Desdichado. Una amada espectral metaforizada como un astro inerte: Helena Bonham. Una sirena que retoza en una gruta simbolista: Julianne Moore. Una reina cuyo beso enciende auroras: Glenn Close. Y Johnny Depp como el tenebroso príncipe de Aquitania: el desconsolado, el viudo. ¡Amor, intriga, ocultismo, crimen, sexo, acción y poesía! 124

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¿Qué significa “La parra donde se alía el pámpano a la rosa”? ¿Qué peligroso conocimiento cabalístico resguarda ese verso? ¿Un tratado de alquimia? ¿Una profecía milenaria? ¿El legado de los rosacruces? ¿La contraseña del infierno? Descúbralo en El Desdichado: una película romántica y un thriller hermenéutico. Atrévase a escuchar “los clamores del hada”. Atrévase a mirar “el negro sol de la melancolía”. * Selección Oficial / Festival de Cannes Selección Oficial / Festival de Berlín Selección Oficial / Festival de Venecia Selección Oficial / Festival de Sundance Premio del Público / Festival de Guadalajara

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Rima G ABRIEL W OLFSON

Atrás de la puerta: hexasílabo. Pasan minutos y el hombre piensa esas cosas. Pensar esas cosas durante dos minutos es mucho. También es una frase muy abierta: cosas, mucho: cosas llega a designar un zapato, también la suela del zapato, el quicio de la puerta, pero también el que la puerta se atore, chirríe, o que la pintura de la puerta se esté descascarillando. Se esté descascarillando o esté descascarillada. Puerta chirriante, oscuridad, la puerta se abre lentamente: esas cosas características de una película de horror. Y éste es el tipo de cosas por las que, después de “atrás de la puerta”, el hombre suele concluir: hexasílabo. Dos minutos pensando en los acentos de la frase, repitiéndola mientras marca las sílabas con los dedos. Dos grupos rítmicos en realidad, piensa: tarára tarára. Lo ve escrito pero de esta otra forma: ta-rá-ra ta-rá-ra. Lo ve escrito enfrente de él, como si colgara un pizarrón de su cabeza, donde también ve en otras ocasiones sus iniciales: JC. Atrás de la puerta no es una frase abierta sino ineficaz y blanda. Cómo vivir atrás de la puerta, piensa Jota Ce, parece una trampa. De lo que se trata es de estar seguros, no de caer en una trampa. El problema aquí no es de qué puerta se trate. Jota la señala con el dedo: acción elemental que borra las otras puertas de la casa, las puertas interiores que separan un cuarto de otro e incluso las puertas del clóset, del espejo del baño, de los muebles de la cocina. El problema es atrás: qué designa atrás en relación con una puerta. Atrasde Lapuerta: el nombre de alguien. Mujer. Mujer de los pueblos fantasmas de Castilla: Atrasde, doña Atrasde. Difícil, está de acuerdo Jota, mucho más fácil el apellido: señora Lapuerta, hija de hidalgo: hija de hijo de algo: frase tremendamente 126

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RIMA

abierta (Jota se ríe satisfecho): ser hijo de algo, no ser simplemente hijo de generación espontánea: hijo de dios, hijo de probeta, hijo de la chingada, hijo de la señora Lapuerta. Jota repasa la frase: atrás depende de la ubicación del hablante: de uno u otro lado de la puerta, dentro o fuera. Ese tampoco es el problema: Jota toca el piso de este lado de la puerta: alfombra seca y rígida, consistente. No tengo que dar explicaciones, piensa. La puerta como unidad, en relación con la cual uno toma una posición: atrás, adelante, arriba. O bien: la puerta compuesta por varios elementos, uno de los cuales podría ser designado como la parte de atrás de la puerta. Como quien dice: atrás del coche. Por qué no decir atrás de la ciudad, atrás del ojo. El problema no es qué designa la frase, piensa Jota, porque sé muy bien qué quiero decir: esto, aquí. Quiero una criada, y que la criada se llame señora Lapuerta: mujer mayor, desencantada y seca. Que entre por la ventana de la cocina y que sólo limpie la cocina: la alfombra es resistente y no necesita limpieza. El problema no es qué quiero decir, sino cómo decirlo de la manera más simple y clara: esto de aquí: rincón. Esto: Por la calle pasaba mucha gente, la mayoría caminando con rumbo fijo y con prisa para regresar al trabajo, para comer, para alcanzar a alguien o llevar un recado; también había grupos de niños, matando el tiempo o pensando qué hacer el resto de la tarde, inconscientes de lo que podía esperarles en unos cuantos años, mientras algunos viejos eran tal vez los únicos en caminar gratuitamente, por tomar un poco de aire o por mover las piernas antes de que se les resquebrajaran del todo. Nadie reparaba, en medio del trajín, del pregón de los vendedores, del ruido de los coches, en la luz y la claridad a esa hora de la tarde, estelas de partículas inofensivas y acogedoras que envolvían la calle, la ciudad entera; regalo miserable de todos los días que Jota percibió y aquilató. A esas horas él no andaba por la calle, sólo ese día había salido por un asunto urgente que, sin embargo, no le impidió detenerse dos minutos afuera del edificio, unos metros antes de la puerta, para ver hacia el frente y contemplar la calle lo más lejos que se pudiera, kilómetros de visibilidad en esa calle recta y plana infectada de movimiento. Ruidos de la Tierra sin humanos, ruidos de grillos, aves, seres que se arrastran entre las 127

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hojas o que descienden de los árboles a esa hora vespertina cuando ninguno quiere comerse a otro sino formar, con la humedad palpitante y la mezcla libre y vertiginosa de elementos y estados de la materia, formar una única sustancia acogedora, como si la Tierra no fuera entonces convexa sino cóncava, el gran recipiente universal: nada de ese ruido rodeaba a Jota parado junto a la puerta, desde luego, pero una vez más, en el umbral, fantaseó con que algo muy parecido lo esperaría ahí dentro, colmando el enorme patio del edificio, sus pasillos, sus escaleras arrinconadas, sus salones vacíos. Jota pensaba en la inmisericorde diferencia entre trabajar en ese lugar y haberlo habitado muchos años antes, cuando lo poseía y era poseído por él. Cuando cursaba ahí la primaria y la secundaria el lugar era a ratos peligroso pero a él no se le habría ocurrido llamarlo así, esos peligros esporádicos formaban parte de la atmósfera, la única existente por otra parte, y así como no había manera de contrastarla con algo exterior a ella, tampoco habría sido posible concebir la atmósfera de aquel edificio lleno de niños, habitual y sin duda generosa, sin los riesgos que podían acechar en alguna escalera o en algún pasillo. Porque además, pensó Jota, uno también llegaba a ser parte del peligro para otros, nadie era únicamente presa ni únicamente cazador, así que estas categorías, supuso Jota, al renovarse cada mañana se disolverían en esa corriente general, oleadas de energía que parecían alcanzar cada rincón del edificio. ¿Quiere hablar con el director?, le preguntó una de las dos adolescentes que atendían las oficinas. No parecen empleadas, pensó Jota, serán ayudantes, o las hijas de las empleadas, las habrán abandonado aquí para siempre, para que se vayan entrenando. En un despido no hay nada de qué hablar; aun así, Jota aceptó pasar al despacho del director, sorprendido de que lo recibieran. Nunca había hablado con el director, o quizá sí, sin saberlo: Jota se sentía en definitiva no apto para integrarse al grupo de los profesores, a ese ambiente de costumbres arcaicas que no le interesaba descifrar, un mundo de tazas de café, libretas anodinas, organización de convivios y festivales, comida vieja en el refrigerador común, y ese contenido soterrado de sexo adolescente ansioso por emerger en cada conversación. Tal vez ésa fuera la verdadera causa de su despido, su inhabilidad para acercarse en los recesos al salón de profesores a tomar café e intercambiarse o robarse material de papelería, su dificultad para memorizar caras y nombres, puestos, jerarquías, 128

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anécdotas legendarias. Lo condujeron a una oficina del fondo cuya existencia no podía adivinarse desde el recibidor, un cuarto con paredes de madera, duelas amarillas y lustrosas de piso a techo con pequeños gabinetes, muchos libros encuadernados, muebles burocráticos y viejos que sin embargo no hacían juego con la concepción original, a su modo elegante, de aquella antigua oficina, y un baño al fondo de mosaicos azules con la puerta abierta. Tardó algún tiempo Jota, tan desacostumbrado, en preguntarse quién sería exactamente aquella persona que lo había recibido, el profesor Ancona, un anciano de barba blanca bien recortada, manchas en la cara, brazos rígidos y el pecho abultado, vestido con la ropa que, pensó Jota, un intelectual de hace cincuenta años habría elegido para dedicar un domingo a su afición por la carpintería. Primero dio por hecho que era el director; después, aunque la conjetura resultaba ridícula, pensó que se trataba de una impostura, el truco estúpido del director que hacía traer a un viejo para representar su papel cuando él no quería dar la cara, un viejo al que condicionarían el pago de su pensión a cambio de confundir a los visitantes incómodos; también llegó a suponer que Ancona era el director honorario, un puesto de cuya existencia alcanzó a enterarse en alguna junta de profesores, cuando la sola mención del cargo y de su ocupante logró distender una discusión pantanosa que se prolongaba ya muchos minutos; o bien que Ancona ocupaba ese lugar desde antes de que el edificio fuera transformado en escuela, y que haber sido conducido hasta ahí por las adolescentes de la recepción no había sido más que un malentendido. El rincón más apartado de la casa no es, para empezar, una frase precisa: para empezar, aquí distinguimos entre casa y departamento y esto es claramente un departamento: sala comedor, cocina minúscula, dos recámaras, dos baños, un metro cuadrado de cemento llamado patio de servicio. El rincón más apartado de la casa: depende de qué quiere uno apartarse. Uno, alguien, quien sea el sujeto del enunciado. De los vecinos, piensa Jota al escuchar unos pasos que bajan la escalera, doblan en el descanso afuera de su puerta, continúan escalera abajo, llegan al estacionamiento, abren la reja, sacan un coche y se van. Figura que habría que prohibir, piensa Jota, fácilmente desatendible por la pura graciosa inercia de las frases pero que no por ello tendríamos que tolerar una vez identificada: ya es mucho que unos pasos bajen por 129

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la escalera como para que, encima de todo, unos pasos abran una reja y saquen un coche. Los pasos de López, asienta Jota, uno de los vecinos de arriba a quien su novia siempre llama por su apellido: hola, López, le dice cuando viene a visitarlo por las noches: hola, López, le dice, luego le sirve alguna bebida y luego pone una música que le impide a Jota determinar con precisión de qué modo continúan las noches idiotas del vecino López. El rincón más apartado de la casa podría pensarse que estuviera dentro del clóset, a su vez en un rincón del clóset: bajo las camisas, tras la hilera de zapatos, junto a la estantería de camisetas y ropa interior. Bajo, tras, junto, y todas las preposiciones susceptibles de verificarse dentro de un clóset. Dentro del clóset, sin embargo, según es fácil discernir, piensa Jota, no es el rincón más apartado de la casa sino posiblemente del mundo. En todo caso, dentro del clóset ya no se está en la casa sino en el clóset: no se tiene una dirección postal y por tanto no pueden entregarle a uno la correspondencia o, pongamos por caso, los garrafones de agua. Pongamos por caso: hexasílabo con la misma estructura rítmica: oóo oóo. Cómo leer, se pregunta Jota mientras se imagina escribiéndola en un pizarrón, la expresión “oóo oóo”: con oes, con golpecitos en la mesa, con patadas en el piso: como maestro de solfeo. El otro vecino de arriba es una maestra de solfeo: frase que le gustaría enunciar a Jota con la certeza de referirse a la realidad. La vecina de arriba hace mucho ruido: taconazos, puertas, cajones, escobas, martillos y clavos. Si en esto consistiera la vida, piensa Jota, si a esto pudiéramos reducir la vida como quien reduce una casa a un clóset, ya tendríamos la primera estrofa: Atrás de la puerta, pongamos por caso, 130

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cajones, escobas, martillos y clavos. Y aunque la tradición no lo recomiende, quiero rescatar, hoy, aquí, dice el solemne Jota, un endecasílabo de hojas atrás, una frase enunciada cerebralmente al vuelo que, sin embargo, se quedó resonando en la caja craneal por ser justo eso, un endecasílabo bien acentuado, como manda la tradición: en segunda, cuarta y octava, sílabas pares lo mismo que en la natural décima que lo caracteriza. La tradición frunciría el ceño, lo que es equivalente a contraer el rostro hacia su hipotético centro situado debajo de la intersección de las cejas, si a una cuarteta hexasílaba le sucediera un endecasílabo. Pero es que no cualquiera: éste: Mujer mayor, desencantada y seca Y sigue: busca afanosamente un estantero… y ya encarrerados: …para guardar no sólo los trebejos: al hombre que se afana tras la puerta. Señora Lapuerta, cuervo de los desiertos de Castilla, encuentra al fin a su empleador ideal, un señor discreto, hombre más o menos limpio y previsible por su tenacidad en no hacer nada siempre de la misma manera. Pero encuentra también una frase: atrás de la puerta, que designa el lugar donde uno encuentra no sólo trebejos (escobas, clavos), como marca la tradición, sino al hombre mismo. Qué hacer: es lo que quiero que se pregunte la señora Lapuerta. No qué hace usted ahí, por qué está ahí: qué hacer. Y la señora Lapuerta buscaría entonces, piensa Jota, un estante, un cajón, muy probablemente un rincón del clóset, para guardar escobas y martillos y al hombre mismo, y así poder limpiar, pongamos por caso, el polvo acumulado atrás de la puerta. O bien: No sé lo que soy, pero sé de lo que huyo, dijo en algún momento el profesor Ancona. Más tarde aclararía que la frase desde luego no era suya, qué más habría querido que dar con una frase tan simple y certera. La había leído muchos años atrás y la había memorizado. Pese a mi profesión nunca fui bueno para memorizar, dijo Ancona, siempre envidié a los otros profesores que se soltaban repitiendo estrofas, poemas completos, incluso párrafos en pro131

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sa, que es lo más difícil de memorizar a voluntad. Yo comenzaba: Yo nací entre las cortaduras de papel y los rollos del pergamino…, o: Retirado en la paz de estos desiertos… aunque a veces en este caso me confundía y decía Retirado en la paz de estos sepulcros y entonces venía a mi cabeza un posible segundo verso: con pocos pero doctos libros pulcros, con lo cual no sólo echaba a perder la ingeniosa analogía del poema sino que comenzaba a reírme, si no a reírme francamente, a carcajearme, sí a sonreír, una risita que en todo caso desde luego que no venía a cuento ahí, en el salón frente a treinta niños que, supongo, empezarían a dudar de la solidez de mis facultades mentales. Ancona se levantó a cerrar la puerta del baño. Le voy a dar otro ejemplo, dijo en el camino, para que vea cómo yo mismo me ponía el pie para hacerme tropezar. Quizá le suene esa estrofita de Borges, la de los nombres y arquetipos. Pues bien, yo me paraba junto al escritorio, así como ahora pero no frente a usted sino frente a los alumnos, y en mi cabeza sonaba algo así: Si como el griego afirma en el Cratilo el hombre es arquetipo de la esposa en las letras terrosas va la rosa y todo el ring en la palabra en vilo. Qué hacer, dígame, ya de pie frente a los niños que esperaban que abriera la boca de una buena vez. No habría estado mal soltárselos, dijo Jota, escribir la estrofa en el pizarrón y analizarla: ¿de qué está hablando el viejo Borges? ¿Lo ineludible del himeneo, el ascenso y caída de las metáforas tradicionales? ¿El boxeo como actualización de las peleas de compadritos? Apenas pasados los saludos, las invitaciones cordiales de Ancona a sentarse, tomar agua o café, colgar el saco en el perchero, y pasadas algunas frases convencionales sobre la luz que a esa hora hacía que las duelas de madera recobraran su antiguo esplendor, ya Jota había sospechado que el profesor Ancona no tenía idea de quién era él o qué hacía ahí, lo que en ese primer momento Jota interpretó de esta forma: no fue el director quien me despidió, él no está al tanto. De cualquier manera, y aun cuando la de Jota fuera entonces una visita no prevista, Ancona no parecía contrariado. En su presentación y en los ofrecimientos iniciales, Jota percibió las señas de una práctica añeja, la destreza de quien ha sorteado numerosas situaciones 132

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imprevistas a base justamente de tacto y fluida amabilidad. Pero después Jota no supo qué decir, comprendió que en tal circunstancia pedir explicaciones sobre su despido no tenía sentido; su silencio, roto sólo con preguntas tan bárbaras como “¿Y qué tal ha ido todo?” o “¿Cómo es que el ruido de la calle no se cuela a este despacho?”, complementaba el silencio de Ancona, quien tras su repertorio de bienvenida se había quedado también mudo. No es que no hablara queriendo que Jota se fuera pronto de ahí; más bien parecía recuperar un hilo reflexivo que se hubiera interrumpido con la llegada de Jota. A las preguntas nimias respondía con precisión (“Las cosas van normales, es decir mal”, o “Son dobles ventanas, las pusieron porque en esta calle pasaban siempre las manifestaciones”), pero después bajaba la vista, se recargaba en su sillón y descansaba las manos sobre las piernas cruzadas, como si en el cuarto hubiera más personas y dejar a Jota sin mayor conversación no fuera entonces una falta de tacto. Jota contempló la posibilidad de marcharse de una vez justo cuando también contempló la posibilidad de que Ancona no fuera el director. Entonces pensó que, puesto que con él no resolvería o aclararía nada, daba lo mismo estar ahí que en otra parte, y de inmediato pensó que no tenía ganas de moverse. Ancona tardó un poco pero terminó riéndose. Nada mal, dijo, el problema es que no eran clases de literatura sino de lo que entonces se llamaba Lengua Nacional, y sí, de acuerdo, aún usábamos, como le dije, las recopilaciones de Nervo y la maestra Lucía Godoy, pero es que en esa clase específica de la que hablo no venía a cuento ni Borges ni ese Borges de profesor hippy. Ancona se sentó de nuevo, se recargó en la mesa y prendió un cigarro. Unos minutos siguieron hablando de Borges: Ancona explicó que, por alguna mala jugada que él suponía hereditaria, lo que sí lograba memorizar eran frases aisladas, sin ritmo y sin rima, que no llevaban a ninguna parte, trozos arrancados de oraciones mayores y a cuya falta de contexto se le podía achacar su insensatez. Por ejemplo esto, dijo Ancona: viejo escritor de provincias. Estaba seguro de que era de Borges, aunque temía no encontrar las cuatro palabras en ese exacto orden si buscaba en sus obras completas. Suena a Borges sin duda alguna, dijo Ancona, pero no es nada, uno no puede hacer nada con ella. O esta misma cosa: sin ritmo y sin rima, que no sólo describe las frases a que me refiero sino que es, ella misma, una frase, un recorte de frase, lo único 133

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que recuerdo de los Pequeños poemas en prosa, y ahora yo tendría que agradecerle a usted, dijo Ancona, por haber contribuido a moldear esta conversación donde por primera vez en mi vida vengo a usar esta frase para referirme a lo que se supone que esa frase designa. Después de esta larga frase Ancona volvió a levantarse para servirse más agua y tras beber un par de tragos dijo: Más le valdría morirse de sed, último ejemplo de esos fragmentos de frases que caprichosamente se habían alojado en su cabeza y que, a diferencia de los fragmentos que hubiera pretendido memorizar, no se desdibujaban con el tiempo, permanecían idénticos en su sinsentido, como lujosos desperdicios. He llegado a suponer, le dijo a Jota, que en su momento estas frases se alojaron en mi cabeza porque de algún modo yo las había escrito, no sé si me entiende. Jota se tomó a pecho la pregunta; tras breves intentos dio con una explicación clara, donde memorizar cuatro o cinco palabras más o menos comunes equivalía a borrar las otras letras del libro que las contenía, entonces un grueso libro de hojas blancas o amarillentas, sin ritmo ni rima ni prácticamente nombres ni puntuación. Sí, lo entiendo, le dijo a Ancona, quien ahora pudo señalar que No sé lo que soy, pero sé de lo que huyo era, desde luego, una de aquellas frases, mucho menos fragmentaria si usted quiere, le dijo, pero maravillosa, dijo, porque no tiene nombres. Durante muchos años solté la frase cada que sentía una ocasión propicia pero nunca había visto qué quería decir. Hasta que una mañana la solté en el salón de clases. La solté y la escribí en el pizarrón, dijo Ancona, y les pedí a los alumnos que la leyeran todos en voz alta, No sé lo que soy, pero sé de lo que huyo, yo volví a leerla y luego la dije sin leer, algo que de por sí en ese caso no necesitaba, la dije seis o diez veces más, ensayando distintas cadencias, asignando o no una coma a la mitad de la frase, enfatizando una u otra palabra. Luego borré la frase del pizarrón, pero no calculé que algunos alumnos iban a memorizarla, como fue claro para los otros profesores en los días siguientes. Claro y poco conveniente, según dijeron. Por cierto que, para mí, dijo Ancona, esa frase va sin coma, sin pausa a la mitad: se dice de corrido. Atrás de la puerta, y no atrás del clóset o del baño, es el rincón más apartado de la casa: frase ideal para un examen, piensa Jota: arguméntese a favor de la aseveración anterior. Eso tendría que decir el examen, desarrolle un 134

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argumento que sostenga la aseveración anterior. El problema es que Jota ya no tiene alumnos y ha de resolverlo él: atrás de la puerta es el rincón más apartado de la casa porque la puerta es un límite de la casa, una función de la casa y no un conjunto que, aun si al interior de la casa, constituye un ente distinto a la casa. Esto es tanto como decir: atrás de la puerta del clóset es el rincón más apartado del clóset. Pero no hay problema: no podemos plantearnos una solución si no hay problema que resolver. Uno sabe que vive atrás de la puerta y uno sabe que ese lugar es este lugar y este lugar es ideal independientemente del significado que se le atribuya a su ubicación: fin de la discusión. Este lugar es ideal: frase afirmativa, no susceptible de discutirse, y que en este caso alude a la sorpresa de quien ha descubierto que atrás de la puerta es el mejor modo de vivir dentro de una casa. Este lugar es ideal: frase que, al ser enunciada, implica a un sujeto que habita ese lugar: si ese lugar está habitado no se acumula el polvo: la señora Lapuerta no tendría que preocuparse por limpiar aquí. Este lugar es ideal: eneasílabo renqueante, cuando ya de por sí la contaminación rítmica de la lengua nos hace recelar de los eneasílabos. Pero este lugar, dice Jota a un hipotético auditorio, me permite odiar a la vecina al mismo tiempo que me impide saber quién es. Profesora de solfeo, ama de casa, inspectora de hacienda, dependienta de comercio, encargada de los electrochoques: opciones todas ellas considerables porque, a como dé lugar, a las nueve casi en punto comienza su concierto: taconazos, cajones que se abren y cierran, cajas que se arrastran, clavos de piso a techo. Eneasílabo renqueante no es un eneasílabo, descubre de pronto Jota, ni mucho menos un verso renqueante sino el inicio de un romance quevedesco que, dice Jota a su auditorio, no vamos a recitar ahora porque rompería el hilo de nuestra disquisición. El hilo: la vecina, quien sin embargo, merced a su asombrosa naturaleza de máquina productora de ruidos, hace posible que los vecinos de este edificio nunca nos veamos las caras. ¿Cómo es eso?, supone Jota una pregunta del público. Muy sencillo, mire usted: los ruidos constituyen una especie de reloj, reloj que, si bien viejo y pesado como buena bestia de la era industrial, pone en marcha las entrañas del edificio. Si escucha ruidos y hay luz: las nueve de la mañana. Ya está oscuro: las nueve de la noche. Pero más allá de esta grata puntualidad tropical, agrega Jota ya echado a andar, los 135

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ruidos de la vecina dan la pauta para todo un conjunto de pequeñas señales que los vecinos emitimos con el fin de habitar el mismo edificio y sin embargo no vernos las caras. Tengo que reconocerlo: funcionamos como si hubiéramos estudiado para ello, como si hubiéramos interiorizado un código ancestral que, mientras nos habla del aseo de los pies, pongamos por caso, nos prepara entre líneas para una purificación espiritual. No exageremos, pide Jota: que la vecina comience su concierto de tuberías oxidadas y estropajos: buen momento para sacar las bolsas de basura sin riesgo de toparnos en la escalera. Que el vecino hace sonar lo que supongo un gigante manojo de llaves y abre ventanas como quien abre boquetes en los muros: mejor quedarse aquí, tras de la puerta. O bien el discretísimo vecino de junto, anuncia Jota, tan educado en este ballet japonés en que ha devenido la vida del edificio que es capaz de percibir, atención, dice Jota, mis propias evanescentes señales. Vaya pareja que hacemos: a él literalmente no le he conocido el rostro en los dos años que lleva aquí, y vive junto a mi casa, atrás de este muro está su casa y no se dude que acaso justo ahora está oyendo estos rasguidos. Vaya pareja: Si escucha ruidos y hay luz: las nueve de la mañana a lo que se agrega un paréntesis recordatorio: (A las nueve, electrochoques). Tengo que reconocerlo: octosílabos renqueantes: fin de la función. Puerta: función de casa, donde casa es una incógnita, una equis. Efe de equis. Siendo así: si la puerta está abierta, equis es imposible de despejar (e imposible de despejar tanto polvo que entre, diría entre paréntesis la señora). si la puerta está cerrada, equis puede ser igual o mayor que uno. si uno vive detrás de la puerta, equis es igual a efe de equis sin importar los valores que se asignen. si uno vive detrás de la puerta, la señora ha de entrar por la ventana de la cocina. Y no preguntar. No quejarse. NO: pero por qué no me abre usted, señor, qué hace ahí, por qué no se sienta en la sala o se acuesta un rato y descansa mientras le preparo algo de comer. SÍ: que entre dificultosamente por la ventana y se concentre en limpiar la cocina y el baño, en silencio. SÍ: silencio. Una relación ideal, fundada en el silencio y en que la señora 136

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entienda que por ningún motivo ha de limpiar detrás de la puerta. Ese no es su terreno, dice Jota, terminantemente NO. Pero, piensa Jota, la señora no existe. O bien esto: Poco antes de que Jota se marchara, cuando el resplandor naranja de la luz solar anunciaba su declive, el profesor Ancona iba a hablar de la Tabacalera La Paz, de Mérida, su ciudad natal. Al ofrecerle el último cigarro a Jota se le presentarían en la cabeza las grandes letras rojas de latón, sostenidas con gruesas varillas corroídas, que formaban el nombre de la Tabacalera encima de la puerta principal de la fábrica, en una calle limpia y silenciosa que entonces constituía, según Ancona, el límite de la ciudad. Antes de eso, en los cinco cigarros que fumó esa tarde, Jota había creído percibir una pausa extraña cada que los prendía y después un demorarse contemplándolos ya encendidos, pasándolos a veces de una mano a otra, como si cada cigarro representara para Ancona un nuevo enigma, o aun más, un objeto inédito en el mundo de pronto entre sus dedos. Antes, contó Ancona, podía fumarse en el salón de clases, no existía prohibición alguna. ¿No lo recuerda usted? Más bien es a usted a quien yo no recuerdo, no debió haber sido alumno mío. Aunque por acuerdo tácito, siguió Ancona, se empezaba a fumar a partir del sexto año, no antes. Quiero decir los profesores, dijo Ancona, los profesores de quinto para abajo no fumaban, de sexto en adelante sí. No todos, claro, sólo aquellos que fumaban. Dios mío, dijo y se quedó callado un momento, de pronto ya no sé qué estoy diciendo. Ancona se levantó y fue al baño. Jota se acercó al escritorio, tomó el cenicero y lo vació en el bote de basura. A mí me enseñaron todo eso, dijo Ancona tras salir del baño y volver a sentarse, pero, por decirlo así, me tocó justo la época de transición, el tiempo en que todo aquello comenzó a ser percibido como una antigualla, 137

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una cosa inútil si no es que rancia y caduca. Al menos eso fue lo que yo intuí, no con los alumnos, claro, sino cuando empezaron a llegar nuevos profesores. Entonces el cigarro fue una gran ayuda, según Ancona, porque lo distraía mientras enseñaba lo que empezó a llamar sus viejos temas amarillentos. Nosotros usábamos compendios de lecturas como el de Nervo, dijo Ancona, y ese era todo el material, más tarde vendrían los nuevos libros de texto, donde se citaba un parrafito de Cervantes, pongamos por caso, una estrofita de López Velarde, y de inmediato cinco hojas de ejercicios sobre oraciones subordinadas o uso de los signos de puntuación, cinco hojas de ejercicios sobre el punto y coma, imagínese, una estrofita de López Velarde, luego un dibujo de la “Suave patria” si es que tal cosa puede existir, y luego un ejercicio absurdo donde se le pedía al alumno una cosa así: redacta un párrafo que hable de lo que sea, de las frutas de México o de las partes del cuerpo humano o de tu puta madre si es preciso, pero donde incluyas el punto y coma al menos cinco veces. Jota se rió, con lo cual el profesor se sintió cómodo. Una cosa sí le digo, agregó Ancona, a mí esos ejercicios me parecían descabezados y siempre me negué a trabajar con ellos, a pedirles a mis alumnos que los contestaran. Yo leía el poema completo y luego lo comentaba con ellos. A eso me refería, dijo, eso es lo que a mí me enseñaron, y no voy a decirle a usted que fuera mejor o peor que los métodos o los temas con que llegaron los nuevos profesores, no lo sé, simplemente eso es lo que yo aprendí, leer el poema completo, digamos, y comentarlo con los alumnos. “La suave patria”, digamos, está escrito en endecasílabos. Para empezar eso, los endecasílabos, dijo Ancona. ¿Para qué sirven los endecasílabos? Para escribir esto: el díptero e himenóptero desastre. O más bien, para que el joven Ancona, dijo Ancona, o el ya no tan joven Ancona pero que cultivaba en secreto la disociación de enseñar estupideces métricas por las mañanas y leer novelas vanguardistas por las tardes y emborracharse con su novia gallega por las noches, leyera entonces una de esas novelas y la juzgara una gran novela de la que sin embargo ahora no puede recordar nada, absolutamente nada salvo el díptero e himenóptero desastre, frase aislada que Ancona recuerda en buena medida, o en completa medida, dijo Ancona, por ser un endecasílabo, uno de aquellos endecasílabos que el ya no joven Ancona apartaba de su contexto y a veces escribía en una libreta, como si de esa forma pusiera en marcha una mínima 138

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complicidad con el autor, estuviera vivo o muerto, con la idea final de atesorar muchos de esos endecasílabos, escritos nunca por poetas sino por prosistas, prosaicos prosistas que sin embargo lograban dar con frases tan increíbles como esa, el díptero e himenóptero desastre, muchos endecasílabos con los cuales formar una larguísima estrofa, la más gigantesca y desmesurada estrofa de la lengua, una especie de nueva divina comedia para uso de las nuevas generaciones, nuevas generaciones del desastre para quienes, como para el viejo Ancona que soy ahora, dijo Ancona, el díptero e himenóptero desastre sería desde luego una frase incomprensible. Ancona se levantó y volvió al baño a echarse agua en la cara. Se la talló muchas veces frente al espejo y después se quedó así unos segundos, viéndose con calma. A través del reflejo observó a Jota y le dijo: nunca tuve buena memoria pero ahora recuerdo las trampas que me ponía mi mala memoria. Más tarde Ancona volvería al tema de la memoria como si fuera un asunto nuevo en la conversación, y hablaría de esas frases recortadas, sin ritmo y sin rima o más le valdría morirse de sed, que desembocaban en el día en que algunos de sus alumnos memorizaron no sé lo que soy pero sé de lo que huyo, sin coma, frase que por ejemplo llegó a leerse en algún baño junto a los tradicionales dibujos pornográficos, episodio que provocó un pequeño sobresalto en la sala de profesores y que, según pensó Jota, quizá marcó el inicio del declive en la carrera magisterial de Ancona, algo que, siguió pensando Jota, el propio profesor Ancona no habrá visto con malos ojos. Pero antes, entre que Ancona volvió del baño y luego comenzó a contar lo que hacía por las tardes en ese despacho, momento en el que salió por primera vez la frase no sé lo que soy, pero sé de lo que huyo, de cuya autoría iba a hablar más tarde, pasaron varios minutos en silencio, Ancona en su escritorio y Jota sentado muy cómodamente en el sillón grande. Jota no sentía que ese silencio indicara el fin de la conversación ni que por tanto tuviera que irse de ahí. Al principio se tomó esos minutos como un descanso, no un descanso de la plática sino de la vida en general: un sillón cómodo, luz vespertina acogedora, un silencio bien resaltado por el lejano tableteo de una anómala máquina de escribir. Después observó que Ancona tragaba aire, parecía prepararse para decir algo, y luego nada, bajaba un poco las cejas y apretaba los labios como un niño contrariado. A esto le seguía una ojeada suspicaz al escritorio, como si 139

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echara en falta algún objeto, como si una pluma o un cenicero favorito hubieran desaparecido. Ancona repitió esta secuencia tres veces hasta que alzó más la cabeza y vio a Jota. Lo observó inexpresivo unos segundos, descifrando sus rasgos, y entonces volvió a tragar aire y cerró los ojos para, ahora sí, comenzar a narrar sus actividades habituales en ese despacho. Es como Veracruz, dijo Ancona más tarde al escuchar que Jota no conocía Mérida, como el puerto, las calles tradicionales del puerto por atrás del malecón, atrás de La Parroquia para que me entienda. En realidad no se parecen, Veracruz es un puerto y está lleno de pillos, te venden un reloj y te roban un reloj, gente transformista que por las mañanas viste un traje blanco para servir a la inexplicable clase turista y por las noches, en camiseta, conspira en las aduanas. Mérida, en cambio, era para Ancona una ciudad quieta porque no había puerto y porque, según más o menos explicó, las viejas castas habían logrado convertir cualquier agitación política en tema de tertulias, en rebeldía fotografiable y consumible en una terraza bajo la sombra. Todo son tertulias y tertulianos, dijo Ancona, maestros de la tertulia, jubilados de la tertulia, nos consumimos como esbeltas figuritas de madera tallada en torno a una mesa de tertulia. Pero al menos dentro del perímetro original de la ciudad, o del que yo recuerdo de mi infancia, hay muchas construcciones que se empecinan en mostrar cierta grandeza. Y no me refiero a los palacetes afrancesados sino a lo que se construyó, dijo, ya entrado el siglo veinte, edificios que, como en Veracruz, desde luego no resistieron la corrosión inmediata de ese clima y que justo por eso aparecen como huellas inusitadas de un tiempo en que la gente creyó, digamos, que las cosas no iban nada mal. Veracruz, Mérida y, supongo porque no las conozco, dijo Ancona, Nueva Orleans o Cádiz o Lisboa, supongo que en Nueva Orleans quedará alguna calle así. Ancona aplastó su cigarro en el cenicero, a Jota aún le quedaban un par de fumadas. Yo fumaba cigarros Uxul arroz, dijo Ancona, unos cigarros pequeños de sabor dulzón, claro, al principio eran sin filtro y luego ya hubo sin filtro y con filtro. Tenía trece años y fumaba mis Uxul arroz que compraba más baratos afuera de la Tabacalera La Paz por las tardes, unas letras oxidadas pero grandes y resistentes encima de un edificio blanco, en los límites de la ciudad. Antes de despedirse Ancona abrió una nueva cajetilla de cigarros y le 140

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ofreció tres a Jota, para el camino según dijo. Pero entonces, ya los dos de pie, Ancona comenzó a hablar y mientras lo hizo caminó de vuelta a su escritorio. No me iba mal, dijo, compraba cigarros a los trece años y nadie se alarmaba, podía recorrer la ciudad y llegar hasta esos límites, nombres de calles que antes sólo escuchaba en las conversaciones de mi padre con sus amigos arquitectos, al poco tiempo me colaba ya en las asambleas de los trabajadores de la Tabacalera La Paz y luego me iba con ellos, se emborrachaban en el zaguán al aire libre de una casa de huéspedes, ahí se les juntaba una gringuita de diecinueve años que me adoptó, muy seria, como su profesor de español, ya hablaba español pero quería aprender más así que me dio unos libros que yo no había visto en mi vida y me dijo que me los llevara porque con ellos iba yo a enseñarle español, yo me fui a mi casa con los libros, muy serio también y muy preocupado por preparar bien las clases porque sabía que ese trato me iba a convenir mucho, la gringuita era cinco años mayor que yo pero parecía cien años mayor, era de Texas y a veces cantaba sus himnos luteranos en el zaguán cuando los trabajadores de la Tabacalera le pedían que ahora ella cantara algo de su tierra, cantaba sus himnos pero no tenía el menor problema en alternar sus himnos luteranos con el aguardiente que ahí se bebía ni desde luego con los Uxul arroz con filtro con que los trabajadores por turnos la seducían, entonces me fui a mi casa y vi los libros, eran de Julio Torri, de López Velarde, de Revueltas, de Salvador Novo, me puse a leerlos y a pensar qué podía enseñarle con ellos, así que comenzaron las clases y así que yo tuve que ir más temprano a la casa de huéspedes y entrar al cuarto donde vivía la gringuita y dar mis clases, las primeras y quizá mejores clases de mi vida, en la cama destendida de Louise, la gringuita. Pero Louise se fue, dijo Ancona, quien hasta ese momento había permanecido de pie detrás de su escritorio. Louise se fue y además, dijo Ancona y se sentó, mi padre me tenía ya lista una silla en su despacho para que ocupara mejor las tardes ayudando a los dibujantes. Una noche, antes de que llegara mi padre a cenar, hablé con mi madre, me dio cincuenta pesos y me fui de ahí. Jota se guardó los cigarros en la bolsa del saco, movió la mano y salió de la oficina. El rincón más apartado de la casa es éste, señala Jota, aquí tras de la puerta. 141

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GABRIEL WOLFSON

Si hemos aceptado lo anterior, el rincón más apartado del edificio bien puede ser éste, dice Jota, donde éste hace referencia ya no a este rincón atrás de la puerta sino a este departamento atrás del escándalo del edificio aunque siendo parte constitutiva del mismo. He estado viviendo en el rincón más apartado del edificio, muchos días he estado viviendo en el rincón más apartado del edificio, muchos días he estado acostándome temprano para poder iniciar muy temprano al día siguiente mi vida en el rincón más apartado de la casa. Muchos días he estado acostándome temprano: frase con que comienza una descomunal novela en siete tomos de la que Jota sólo sabe una frase: muchos días he estado acostándome temprano. Vivo atrás de la puerta, muchos días he estado acostándome temprano: yuxtaposición. O bien: la señora no existe, pongamos por caso, y yo muchos días he estado acostándome temprano: énfasis innecesario. Es innecesario decir innecesario cuando se habla de énfasis: todo énfasis lo es, como esta misma frase que concluye ahora. ¿Quién habla? ¿Quién dijo esto? Dejemos en suspenso las preguntas anteriores, dice alguien. Que prosiga la lenta vida de Jota, dice alguien, que se hable de la vecina de arriba o de los octosílabos renqueantes. Alguien dice: no sé lo que soy pero sé de lo que huyo. Alguien dice: sin coma, es imprescindible, o más bien es obvio, dice alguien, que vaya sin coma: he ahí el ímpetu, dice alguien, la urgencia de llegar a la segunda parte de la frase, que es la importante. Ímpetu, imprescindible, importante, imprevisto. Impropio, dice alguien: imss, imcine: lo primero que viene a la cabeza de alguien al pensar en palabras que comiencen con im son siglas: imss, imcine, imevisión, impuesto sobre la renta. Impuesto al valor agregado. El valor agregado de esta casa según diría el empleado de bienes raíces, dice alguien, es lo que hemos venido a llamar el ballet japonés de nuestro bello conjunto habitacional: le daríamos el folleto informativo pero eso atentaría contra la esencia misma de nuestro bello ballet japonés: insértese usted mismo en el fluido cauce del ballet y comprenda que lo importante e imprescindible es no hablar ni verse las caras al grado de no conocer al vecino de junto tras dos años, pongamos por caso, de vivir en el mismo edificio, o al grado de considerar probable que la vecina de arriba sea maestra de solfeo cuando todo mundo sabe que ya no existe tal cosa como un maestro de solfeo. Alguien dice: excelente publicidad. Para una novela sobre 142

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la vida en un edificio, dice alguien, sería magnífico e imprevisto un título como “El ballet japonés”. Pero con una novela cuyo comienzo sea Muchas tardes he estado acostándome temprano, señor, dice alguien, no podemos hacer mucho, señor, qué podemos hacer, póngase en mi lugar, señor, dice alguien. ¿Pero cuál es ese lugar? ¿Quién dijo eso? Se dice: en una novela hay personajes. En una novela hay un narrador y hay personajes. El narrador, se dice, sabe que ahí están los personajes. Se dice: sus personajes. El narrador sabe qué piensan sus personajes. El narrador hace que piensen sus personajes. Se dice: el narrador da pie a sus personajes. Les da pie a que hablen. En una novela, se dice. Alguien dice: pero esto no es una novela. ¿Pero qué es esto? ¿Quién dijo esto, a qué se refiere con esto? Esto de aquí no es una novela, dice alguien, esto de aquí es básicamente un rincón. En el rincón hay alguien. Alguien sabe que esto no es una novela y que ese alguien no es un personaje. Pero alguien ha escrito esto. Esto no es una novela pero alguien siente que hay un narrador. Alguien dice: el narrador no sabe que esto no es una novela ni que no hay personajes, pero alguien siente que hay un narrador. Alguien dice: el narrador tiene que desaparecer. Alguien dice: puedo ir por cigarros, quizá puedo ir por cigarros, quizá podría abrir la puerta con el pretexto de ir por cigarros. Pero alguien dice: pero tengo tres cigarros aquí, en la bolsa del saco. Pero alguien dice: pero son para el camino. Pero alguien abre la puerta y sale y se va. Y alguien ya no dice: hay que irse de aquí. Alguien ya no dijo: largarse de aquí:

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Dos poemas M ARTHA C ANFIELD

MIRA LLEGA A CASA

Quisieras cruzar el umbral tal vez pero todavía no te atreves me miras con temor pasar de aquí a allí y no saber lo que vas a encontrar y luego —a lo mejor estás pensando— tampoco es éste sitio conocido Entonces permaneces quieta con la cola en alto vigilante ojos de incertidumbre Dónde me han traído, pareces preguntarte y yo ruego que tú puedas entender que desde ahora ésta es tu casa y tú aprenderás de mí y yo aprenderé de ti y juntas vamos a construir 144

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un dúo solidario hecho de mujer y de perra Mira y Martha Martha y Mira y correr será hermoso en la mañana y dormir será hermoso por la noche y saberte cerca será dicha de vida y armónica ternura y sentimiento puro Espera no atravieses ese umbral Voy yo hacia ti para después cruzarlo juntas y dar por fin inicio hoy mismo ahora y enseguida a esa unidad perfecta que decía Neruda: “seis patas y una cola con rocío”.

PAUSA EN EL DOLOR

a Sara, mi amorosa perdiguera

Mi loquita mi linda mi perrita mi inigualable perra cariñosa cuando tú estás mi corazón palpita siguiendo el ritmo tuyo más confiable. 145

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Tú corres yo te sigo Tú saltas yo también Tú hueles los secretos escondidos entre las plantas o bajo la tierra y me revelas la armonía oculta que del cielo a la tierra me asegura. Mi loquita mi linda mi perrita tus ojos de mi corazón lo saben todo por eso cuando quiero esconder mi dolor por no ver que te pones a sufrir en sintonía te hablo sin parar te rasco la barriga de pocos pelos rubios y al fin te abrazo fuerte consciente de la pausa que el cielo generoso nos regala.

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Visita al tesoro de libros de la Biblioteca Histórica de Medicina Nicolás León A DOLFO C ASTAÑÓN

in memoriam Enrique Cárdenas de la Peña

a la presencia y lección de Ruy Pérez Tamayo He aquí tesoros ante los cuales el oro, la plata y las ricas mercaderías descubiertas en la gruta por Alí Babá no podrían considerarse más que escoria H.H. Bancroft1 La vida pasa y el mundo rueda. Siempre hay algo que se nos queda de tanto y tanto que se nos va. Juan de Dios Peza 1.

“El médico no puede acertadamente aplicar las medicinas al enfermo sin que primero conozca: de qué humor o de qué causa procede la enfermedad. De manera que el buen médico, conviene sea docto en el conocimiento de las medicinas y en el de las enfermedades para aplicar conveniblemente a cada enfermedad la medicina contraria. Los predicadores y confesores, médicos son de los ánimos para curar las enfermedades espirituales: convienen tengan

Henry Lebbeus Oak, “Literary industries, in a new light…”, San Francisco, 1983. Traducción de Felipe Teixidor, citado en Joaquín Fernández de Córdova, Tesoros bibliográficos de México en los Estados Unidos, 1959. 1

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experiencia de las medicinas y de las enfermedades espirituales.” Con estas sencillas palabras comienza fray Bernardino de Sahagún su “Prólogo” a los libros que componen el Códice florentino cuyo facsímil se encuentra en la Biblioteca Nicolás León. Las palabras de Sahagún son significativas de la aguda conciencia que tenía el antiguo obispo de Campeche y de Yucatán de la importancia que su tarea de registro etnográfico y antropológico de las cosas del México Antiguo tenía para los predicadores de la nueva religión. Compara los pecados de la idolatría y supersticiones con esas “enfermedades espirituales” que el predicador debe combatir con conocimiento de causa.2 Se podría decir que Bernardino de Sahagún abre el ciclo historiográfico que auspicia la comparación entre medicina e historia, observación clínica y memoria y saber. Cabría señalar de reojo que la historia, la conciencia historiográfica, es también una suerte de medicina en la medida en que induce la asistencia, la caridad y la catarsis. 2. La medicina ha sido a lo largo de la historia una práctica en que se conjugan las ciencias y las humanidades, la destreza y la memoria, la pericia manual anímica y mental tanto como el saber teórico y aplicado, según deja ver Paul Valéry en su impecable y ascéptico Discurso a los cirujanos (1938), tan bien ponderado por Xavier Villaurrutia.3 No tiene la medicina el aura que puede rodear al sacerdocio, pero de algún modo participa de él. También participa del orden y la disciplina que caracterizan al oficio militar. Comparte, Prólogo al Códice florentino (manuscrito 218-220 de la colección Palatino de la Biblioteca Médica Jaureziana). 3 Paul Valéry, Discurso a los cirujanos. Aforismos. Goethe, traducción de Ricardo de Alcázar, prólogo de Xavier Villaurrutia, Nueva Cvltvra, México, 1940, t. I, núm. 5, pp. 27-58. 2

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desde luego, con otras profesiones, como la de los abogados, una ingente responsabilidad hacia el dolor o el padecimiento del otro, fundado en un saber —un conjunto de saberes— cuya acumulación histórica sólo tiene sentido en función de la actualización. De ahí que la medicina deba tener los ojos puestos desde luego en el presente, y en ese presente por venir que es el futuro, al tiempo que ha de mirar también hacia el pasado, tanto como hacia los pasados (que son presente) de otras culturas, así como hacia el pasado inmediato de cada una de las disciplinas médicas. De ahí que no extrañe el hecho de que al conquistador, al fraile y al notario real lo hayan acompañado desde el primer momento médicos y barberos; de ahí también que, desde un principio, junto a los expertos y conocedores en cuestiones de metalurgia y de construcción hayan venido a América hombres avezados en el conocimiento de la ciencia médica; de ahí que no maraville que los hermanos y frailes mismos se hayan visto obligados a hacer un registro puntual de usos y costumbres, calendarios, ritos, ceremonias, fastos, dioses, creencias, fauna y flora, y, muy en particular, plantas y hierbas medicinales. La Universidad y, en su seno, la Escuela de Medicina será uno de los primeros espacios de conocimiento que se abrirán en América, y en México en particular. 3. Cuando Héctor Tajonar me llamó y luego me escribió para pedirme un texto sobre la Biblioteca Histórica Nicolás León situada en el Antiguo Palacio de Medicina (antes domicilio de la Inquisición) en la Plaza de Santo Domingo, vacilé. ¿Cómo podía yo ser capaz de hacer un trabajo relativamente responsable sobre esta biblioteca de historia y filosofía de la medicina, si no era yo en primer lugar un médico y apenas aspiro a ser un aprendiz lector? Que me diera tiempo y oportunidad de ir al sitio. Con estas palabras —lo sabía— abría las puertas del asentimiento. 4. La historia de México está indisociablemente ligada a la historia del libro y de la escritura, para no hablar de los tiempos prehispánicos en que la escritura, las formas de inscripción y representación eran radicalmente distintos a las que traerían consigo los europeos y españoles al concluir la Conquista. El libro y la escritura acompañaron desde el primer momento la presencia de sus agentes, los conquistadores. Como ha hecho ver el historiador Irving A. Leonard, la Conquista no hubiese sido la misma sin el conjunto de fantasías escritas que alborotaban la mente de los conquistadores. 149

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La decisión de asentar en el Valle del Anáhuac, sobre los restos de la gran México-Tenochtitlán, la capital de la Nueva España trajo innumerables consecuencias librescas. Inmediatamente después de reducir a la población indígena a fuego y espada, aparecieron los escribanos, notarios y amanuenses que materializaban ese governement by paper esencial para el burocrático Sacro Imperio Románico Germánico de Occidente que regía el habsburgo Carlos V, nacido en la ciudad flamenca de Gante. Ese emperador y ese imperio europeos fueron los agentes de la conquista de México por los españoles. Muy pronto, como se sabe, se fundó una casa de imprenta con la tutela del impresor Juan Cromberger, a quien representó su empleado Juan Pablos a partir de ¿1546?: entre sus primeras publicaciones se registraron las dos versiones de la Doctrina christiana en lengua mexicana de fray Pedro de Gante (1547-1553). A medida que desembarcaron los nuevos pobladores, iban llegando libros e impresos que fueron objeto de control y revisión por parte de la recién fundada Inquisición. 5. El edificio que ocupan actualmente el Departamento de Historia y Filosofía de la Medicina, el Museo de Historia de la Medicina, la Bibliote ca de la antigua Escuela de Medicina, el Archivo Histórico de la Facultad de Medicina y la sede alterna de la oficina de Rectoría de la UNAM, se encuentra alojado en lo que fue el domicilio de la Inquisición. Este órgano de control ejerció su acción sobre las personas tanto como sobre las mentes y llegó a ser una suerte de organismo vigilante de la salud simbólica del cuerpo social. Al trasponer el umbral del portón que da a la Plaza de Santo Domingo, el visitante tiene la impresión de acceder a otro lugar del tiempo: aquí se está ya en otro espacio: un lugar como ensimismado en otra dimensión. Se sienten, como si se tocaran, las raíces; uno se adentra; se hunde en un acuario del tiempo, para dar realidad con su presencia a un complejo cultural donde se pueden ver en diversas y vastas salas varios ejemplos expuestos de lo que podrían ser un gabinete, una sala de atención médica en el siglo XIX, suntuosas farmacias antiguas, amplias salas, auditorios, aulas, oficinas que antaño fueron despachos, que otrora fueron cárceles, tribunales, archivos, prisiones, capillas. 6. Mientras me dirigía una mañana de junio al edificio, iba pensando 150

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—es una forma disfrazada de presentar mi distracción animista— en el subtexto personal que guiaba mis pasos hacia ahí. Acababa de regresar de la República Dominicana donde me habían publicado un libro cuyo común denominador son sus letras y cultura. La portada se armó con una estampa del siglo XIX de la Plaza de Santo Domingo, donde es visible el edificio de la Antigua Escuela de Medicina; entre las nubes se destaca, como suspendida en el aire, la figura del maestro dominicano Pedro Henríquez Ureña, a cuya amistad con Alfonso Reyes está dedicado uno de los ensayos. Pensé que el espíritu del dominicano que publicó artículos de crítica en los periódicos y revistas mexicanos de la época, como Actualidades, el Dictamen, la Revista Moderna, Savia Moderna, Cuna, se había querido vengar amistosamente de mi ingenioso gesto de ponerlo literalmente por las nubes, induciéndome a intentar la empresa. 7. Para acceder al reino en vilo que es la vasta biblioteca de la antigua Escuela de Medicina, tiene uno que subir una amplia escalera en cuyo primer descanso se muestra la estatua del evangelista y compasivo apóstol san Lucas, cuyo primer oficio, según registra san Pablo, y el texto del propio evangelio (que dice “Los que están sanos no necesitan médico, sino los que están enfermos” (Lucas, 5, 31) fue la medicina: san Lucas, escritor, apóstol y hombre desvelado por la salud del otro: médico. Esta figura sabia y apostólica es la encargada de dar la bienvenida a quienes suben al segundo piso del hermoso edificio dónde se encuentra una de las bibliotecas más ricas y mejor conservadas de la ciudad de México. 8. Las paredes de este edificio han sido testigos mudos de la vida del país. Lo hacen constar tres hechos, de muy diferente índole. El primero: el fundador de la Escuela Nacional Preparatoria e introductor del Positivismo en México fue el Dr. Gabino Barreda, quien sostuvo durante muchos años la cátedra de Patología en esta que fue Escuela de Medicina. El segundo es el deceso del poeta Manuel Acuña (1853-1876). Se suicidó aquí a los 24 años. Su poema “Ante un cadáver”, que pinta con luz macabra y dolorosa el “retorno” del esposo, se inicia con estos versos: “¡Y bien! Aquí estás ya… sobre la plancha/donde el gran horizonte de la ciencia/la extensión de sus límites ensancha.” Y se eleva hasta decir en un rasgo casi budista: “Y al ascender de la raíz al grano,/irás del vegetal a ser testigo/en el laboratorio soberano.// 151

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Tal vez para volver cambiando en trigo/al triste hogar donde la triste esposa,/sin encontrar un pan, sueña contigo.”4 El poema es un emblema del intenso diálogo que sostuvieron en el espacio cultural mexicano las humanidades y las ciencias médicas. El poeta José Emilio Pacheco recuerda: “el 5 de diciembre de 1873, paseando por la Alameda, Acuña citó a su amigo Juan de Dios Peza para la una del día siguiente. Cuando Peza llegó al cuarto que Acuña ocupaba en la Escuela de Medicina, lo encontró muerto: envenenado con cianuro.”5 Un año antes de su muerte, Acuña publicó en el periódico El Porvenir un artículo titulado “Anatomía topográfica. Cavidad-Cefalorraquídea”, que da cuenta de la seriedad con que el joven poeta tomaba sus estudios. Terminaría quitándose la vida. La Gaceta Médica de México, publicación oficial de la Academia de Medicina de México —que se encuentra alojada en el acervo de la Biblioteca Histórica Nicolás León— da en su sección “Crónica Médica” una breve “Nota luctuosa”. Más de cien carruajes acompañaron al féretro, pues Acuña —ingenioso y carismático— tenía tanto poder de convocatoria que, además de esas aparatosas honras fúnebres, hasta supo mover la pluma del exigente José Martí quien le profesó algo como “un suave amor sereno que llaman amistad”. El poema de Acuña sería además la simiente de una tradición que durante mucho tiempo animó a la Escuela de Medicina, la de las composiciones en honor del “Cadáver anónimo”. Siendo muy joven en agosto de 1919, el Dr. Ignacio Chávez fue premiado por su poema “Suprema angustia”, inspirado en el precitado motivo y cuyos últimos versos rezan —como si fuese lema—: “buscando/el secreto inasible de la vida en los despojos mismos de la muerte”.6 De ahí que no sea tan extraño que a la entrada misma de este edificio, situada en la esquina de las calles de Venezuela y de Brasil, lo primero que reciba al visitante sea el cadáver perfectamente embalsamado de una mujer indígena, expuesta en un sarcófago de cristal —“y eras la misma cosa siempre (…) como las flores del campo con que las vecinas regaron tu ataúd, nunca has estado tan bien como en ese abandono José Emilio Pacheco, La poesía mexicana del siglo XIX. Antología, Empresas Editoriales, México, 1965, p. 259. 5 José Emilio Pacheco, Op. cit., pp. 257-258. 6 Ignacio Chávez, Discursos y conferencias, El Colegio Nacional, México, 1997, p. 883. 4

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de la muerte”,7 como saludaría el poeta Jaime Sabines, quien, por cierto, pasó como estudiante tres años en la carrera de medicina, y la dejó para irse a censar poemas en vez de aprenderse de memoria las arduas lecciones de anatomía y fisiología. Pero atrás y por encima de esas escalofriantes odas al cadáver, ¿qué puede haber sino una pasión por el conocimiento y un ansia sorda de medirse en lo profundo con los misterios de la vida? ¿No es verdad que en el anfiteatro de la medicina lo único que se juega y con que se juega es la verdad, la abrasiva pasión por la verdad que, como un juguete, va despejando y despojando el aire? A quien dice cadáver le cae encima toda la anatomía, cuya voz cortante, que hiela y desmaya a los estudiantes de medicina, evoca una figura noble y egregia, la del médico belga Andreas Vesalius (1514-1564) quien, además de inventar la anatomía moderna y científica, y de elevar la disección de cadáveres humanos a una condición espectacular, a la par didáctica y pública, se dio tiempo de dar a la estampa su obra magna Corporis humani fabrica, guarecida de asombrosas láminas y, además de ser médico privado de Carlos V y luego de Felipe II, antes de emprender, aconsejado suavemente por la Inquisición, un viaje expiatorio a Tierra Santa del que nunca volvería pues moriría de hambre en una isla luego de naufragar. Sobra decir que, al menos tres de las prodigiosas obras de Vesalius, en venerables ediciones príncipes, se encuentran alojadas en este palacio de la memoria cirujana y médica.8 El tercer hecho que hace constar la condición de este edificio como testigo mudo se despliega en las palabras que pronunció aquí el ilustre cardiólogo Ignacio Chávez, en distintos momentos de su carrera y, muy en particular, en las que expresó al tomar posesión del cargo de director de la Facultad de Medicina el 1 de febrero de 1933, que distan de haber perdido actualidad. Dijo entonces Chávez: “…hay que tender a que el profesorado cumpla lealmente con su misión; tender a que todos ellos sean maestros y guías de la juJaime Sabines, Recuento de poemas (1950-1993), Joaquín Mortiz, México, 1998, p. 96. Andreas Vesalius, Bruxellensis in victissimi Caroli V imp. Medici de humani corporis fabrica, Franciscum Seneosen y Ioannemm Criegher Gernanum, Venetiis, 1568; Bruxellensis, sholae medicorum Patavinae profefforis, de Humani corporis fabrica libri febtem, Ioannis Oporini, Basileae, 1543; Anatomia viri in hoc Genere Princip, Stephani Hemmerden, Excude bat Ioannes Ianbonius, Amstelodami, 1617. 7 8

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ventud, para asegurarles así un respeto hecho de estimación y de afecto de parte de sus alumnos y que sea ese sentimiento un estímulo para prodigarse más, para superarse siempre. La disciplina entonces surgirá sola, como resultado natural de dos factores de conjunción, el maestro que enseña y el alumno que trabaja. Otro tipo de disciplina no puede haber en nuestra Facultad. La disciplina no puede establecerse con ‘ukases’ violentos ni con torpes condescendencias, que si hoy acallan una expresión de malestar, la harán estallar mañana en explosión violenta de rebeldía”.9 9. Las cinco sílabas del sonoro nombre de Nicolás León tocaron las puertas de mi mente, como los fantasmas en las obras de William Shakespeare. En la biblioteca de mi padre se encontraban los cinco volúmenes de su Bibliografía mexicana del siglo XVIII, y si quería podía ir a consultarlos a la del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM a donde entregamos mi hermana y yo, en 1992, dicho arsenal a un año de su muerte. Ese recuerdo fue como una piedrecilla blanca en el camino para señalarme la trama de circunstancias, en apariencia casuales, que irían escoltando como sombras nada olvidadizas mis pasos hacia ese majestuoso edificio que, en el curso de los siglos, había venido cambiando de usos (fue cárcel, cuartel, sede de las cámaras del congreso, oficinas de la lotería, residencia del Palacio del estado de México, seminario, escuela lancasteriana) para llegar a ser Escuela de Medicina. 10. Finalmente sería restaurado ya en nuestros días gracias al tesón entusiasta del Dr. Francisco Fernández del Castillo, “Descendiente de una antigua y aristocrática familia (más aristocrática de espíritu que de la sangre)”, según dice Ruy Pérez Tamayo.10 Fernández le impuso al acervo el nombre de un maestro y amigo de su padre, don Nicolás León. Bautizo legítimo pues, además de su caudalosa producción en diversos campos, trabajó eficazmente como bibliógrafo. Para citar al eminente historiador Manuel Romero de Terreros: “…[fue él quien] formó varias bibliotecas, entre otras la que hoy ostenta con orgullo la Carter Brown en los Estados Unidos”;11 además es autor de Ignacio Chávez, Op. cit., p. 104. Ruy Pérez Tamayo, Semblanzas de académicos: antiguas, recientes y nuevas ediciones de José Luis Martínez, Fondo de Cultura Económica/Academia Mexicana, México, 2004, p. 177. 11 Manuel Romero de Terreros, Siluetas de antaño, Botas, México, 1937, p. 189. 9

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innumerables investigaciones: fue editor del gracioso “Negrito poeta”,12 ese otro José Vasconcelos, menos tempestuoso que el Ulises criollo cuya leyenda e ingeniosos versos repentistas e improvisados de poeta callejero (en la estela picaresca de Gregorio de Mattos, el poeta brasileño de la misma época), todavía animaban en los años cuarenta las tertulias del Café París donde se cruzaron Francisco Liguori (heredero espiritual del “Negrito”), los Octavios (Barreda y Paz), Los Contemporáneos y sus hijos espirituales encabezados por mi querido maestro, don José Luis Martínez, quien, como algunos saben, al llegar a México desde Guadalajara, vino a hacer estudios de medicina que muy pronto dejó, imantado por las letras, la historia y la filología. Venir a este edificio le hubiese traído a don José Luis muchos recuerdos de aquella época. 11. La biblioteca de la antigua facultad de medicina tiene su raíz en la primera donación que hizo a la Universidad don Francisco Fernández del Castillo siendo rector el Dr. Guillermo Soberón. Una fotografía en el libro El Palacio de la Inquisición al Palacio de Medicina los muestra a ambos risueños y curiosos con motivo de la reinauguración del edificio restaurado. Hombre de libros, don Nicolás León animó una tertulia a la que asistía el padre del Dr. Francisco Fernández del Castillo. Hijo del historiador del mismo nombre y sobrino del escritor Ángel del Campo Micrós, el Dr. Fernández del Castillo y del Campo (1899-1983) nació y falleció en la ciudad de México y se dio a ímprobas tareas: “don Francisco vivió tres vidas: la de médico general de consultorio, la de profesor de fisiología y farmacología en la UNAM y la de historiador de la medicina mexicana”, al decir de Ruy Pérez Tamayo Nicolás León, El negrito poeta mexicano y sus populares versos, Jesús Medina Editor, Imprenta del Museo Nacional, México, 1912. Edición facsimilar, 1970. 12

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en su semblanza como miembro de la Academia Mexicana de la Lengua; subraya ahí además que “fue el primer historiador de la medicina mexicana no sólo de tiempo completo sino de devoción, dedicación y vida completas”. Fernández del Castillo recogió datos en diversos archivos de México “acerca de los médicos del siglo XVI” que cosechó su padre. Con esta información y con la que él mismo armó a partir de la revisión de los más de 2527 volúmenes de los archivos de la Real y Pontificia Universidad de México a los que se agregaron los documentos del Archivo General de la Nación bastaría para armar lo que sería “Una historia biográfica de la medicina en México durante el siglo XVI”.13 Como diría Ruy Pérez Tamayo, se dio a la ingente tarea de organizar las revistas, libros y papeles de la Facultad de Medicina. Su perseverancia lo llevó a organizar, arreglar y poner orden en el vasto acervo que, junto con los libros de su propio caudal, llegaría a formar una de las mejores y más ricas colecciones especializadas —algunos dicen que es la única en su género en Iberoamérica— en historia, filosofía y práctica de la medicina: la “Biblioteca Histórica Dr. Nicolás León”. A esa clasificación y organización básica e indispensable se sumó simultáneamente el vasto caudal biblio-hemerográfico de revistas especializadas en el campo médico, nacionales y extranjeras, así como las tesis, libros y documentos que darían como resultado la creación de esta biblioteca histórica. Fernández del Castillo, además de sus contribuciones científicas propiamente dichas, redactó obras de ineludible memoria como los viajes de don Francisco Xavier Balmés y, en particular, Del Palacio de la Inquisición al Palacio de Medicina,14 con la colaboración póstuma del Dr. Homero Castañeda Velasco y prólogo del Dr. Carlos Viesca, jefe del Departamento de Historia y Filosofía de la Medicina. 12. Don José Luis Martínez hubiese sido una compañía ideal para orientarme por esta ciudad bien trazada y sembrada de tesoros en la cual descansan muchos de los libros que él mismo tenía en su famosa biblioteca (por ejemplo, la edición facsimilar del Códice florentino, que fue, de hecho, una de las piezas bibliográficas que pedí ver). Seguramente don José Luis —como Ruy Pérez Tamayo, Op. cit., pp. 177-180. Francisco Fernández del Castillo y Hermilo Castañeda Velasco, Del Palacio de la Inquisición al Palacio de la Medicina, UNAM, México, 1986, p. 263. 13 14

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luego me dijo Rodrigo, su hijo— hubiese preguntado por el libro real que su amigo Juan José Arreola reseñó al estilo de Borges para hacerlo pasar por una invención suya: El himen en México, de Francisco A. Flores, y del cual la UAM ha hecho recientemente una reedición. O bien hubiese podido intercambiar comentarios sobre algunos otros de los tesoros bibliográficos que aquí se resguardan, como la edición príncipe de los libros de Francisco Hernández: Nova plantarum, animalium et mineralium mexicanorum historia (Roma, 1650) o el facsímil del Canon de Avicena 15 (el aristóteles árabe, el ilustre médico persa de los siglos X y XI, nacido en la ciudad de Bujara, que, para un lector mexicano de hoy, es indisociable del nombre de Sergio Pitol, autor de un Nocturno de Bujara) o, en fin, el asombroso tomo del padre Athanasius Kircher donde se expone, con pesos y medidas, la forma de construir el Arca de Noé in tres libros digesta (Amsterdam, 1635). La idea de construir un Arca de Noé en el lluvioso verano mexicano de 2010 no me pareció tan peregrina. 13. A lo largo de los años la Biblioteca Nicolás León se ha alimentado de otras numerosas y solventes donaciones como son las colecciones de Ismael Cosío Villegas, Darío Fernández, José Joaquín Izquierdo, José Puche Álvarez, Tomás G. Perrín, Fernando Ocaranza, Germán Somolinos d’Ardois, Juan Somolinos Palencia, hasta las de Julián Villarreal, Conrado Zuckerman Quintero, entre los más conocidos y eminentes. Si estamos hablando de medicina, es decir de conocimiento riguroso y compasivo de la vida, la fraternidad —esa es la palabra— de médicos bibliófilos, historiadores y pensadores no es cosa del pasado; está en la vocación misma de esta profesión el saber situarse en el presente y ver desde su mirador la historia y la filosofía, la sociedad, la geografía, el arte y las letras, entre otras artes y disciplinas, además, desde luego, de los saberes mismos de la medicina. Aunque histórica, se trata de una biblioteca viva y no ornamental: Avicena, Canon medicinae, AXN Ediciones.com, certificado por Joan Ignaci Sorigue, notario del ilustre Colegio de Cataluña en Barcelona, 2002. (Edición facsimilar del ejemplar 990, 995.) El manuscrito del Canon medicinae Avicenae, compuesto en la primera mitad del siglo X, es una de las piezas más preciadas del “Tesoro de la biblioteca universitaria de Bolonia”. El persa Abú Alí-al Husayn ben Abd Allah Ibn sina, Avicena, murió a los 56 años. La estructura de los libros del Canon muestran minuciosamente todos los conocimientos de la época. 15

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no sólo porque la frecuentan los estudiantes de los últimos años de la carrera de medicina o porque la practiquen los diversos miembros de la Academia Nacional de Medicina, la Academia Mexicana de Cirugía o de la Sociedad Mexicana de Historia y Filosofía de la Medicina —todos de larga tradición—, sino investigadores nacionales y extranjeros tanto de esta disciplina como de otros saberes humanísticos en virtud del enciclopédico caudal que se encuentra y, por así decir, hace acto de presencia aquí. Esta vasta metrópoli libresca de alta calidad da abrigo y clasificación a un acervo de más de 50,000 volúmenes que se complementa con alrededor de 700 colecciones de revistas especializadas así nacionales como internacionales, un conjunto de estudios de comunidad y de medicina, tesis sostenidas entre 1840 y 1997. Los acervos de la Biblioteca Dr. Nicolás León dibujan un hexagrama: 1) Obras de consulta como atlas, mapas, enciclopedias y diccionarios. 2) Obras de historia, filosofía, ética, bioética, antropología, temas relacionados con las humanidades médicas, libros de historia de la medicina editados de 1822 a la fecha. 3) Revistas mexicanas, españolas, hispanoamericanas y en otras lenguas cuyo número asciende a más de 749 y fueron editadas fundamentalmente en el siglo XIX. Se cuenta con veinticinco revistas especializadas, la mayoría internacionales, cuya suscripción está vigente, tales como Asclepio, Nature, Scientific American, entre las más conspicuas. 4) Trabajos de tesis para optar por el título de médico, desde 1840 hasta 1936. 5) Estudios de comunidad que documentan la realización del servicio social de 1936 hasta nuestros días. 6) Fondo Reservado o Fondo Antiguo que cuenta principalmente con libros médicos o relacionados con la medicina del siglo XVIII y lo más emblemático del XIX. Uno de los libros más antiguos —y hermosos— con que cuenta la biblioteca es el Hipocratis coi medicorum impreso en Basilea, Suiza, en 1546, que hubiese hecho las delicias del médico, poeta y científico Manuel Carpio, quien tradujo al español los célebres Aforismos de Hipócrates. Además el arsenal contiene obras de gran formato, libros raros y curiosos impresos, estampados o editados en diversos idiomas, ejemplares únicos, códices europeos y americanos —como el Veitia o el Osuna—, ediciones facsimilares modernas de obras valiosas como el facsímil del Redacio Dioscórides Anarzábeo o del mencionado Códice florentino de Bernardino de Sahagún, amén de las colecciones entregadas por los herederos de algunos médicos ilustres, como los antes mencionados. 158

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A su vez, esta sección ha sido objeto de un inventario bibliográfico técnico y profesional, que hasta 1996 daba cuenta de 323 obras importantes de los siglos XVI, XVII y XVIII. El libro Tesoros de la Biblioteca Histórica Dr. Nicolás León, debido a la investigadora Ana Cecilia Rodríguez de Romo,16 afortunadamente se ha visto superado —ésa es la palabra— en virtud del enriquecimiento paulatino verificado, sin prisa pero sin pausa, de estos acervos en los últimos quince años. Una inteligente y bien planeada política de adquisiciones encabezada por el Dr. Carlos Viesca y la maestra Analicia Hinojosa Padilla ha sabido ampliar, ensanchar y aun revalorar el acervo, descartando lo obvio y lo obtuso con adquisiciones de obras cuyo significado histórico, médico y artístico queda fuera de duda. Tal es el caso del Bestiario de San Petersburgo (facsimilar) del Arca de Noe en edición príncipe del erudito jesuita Athanasius Kircher —tan leído por nuestra sor Juana Inés de la Cruz— o de la primera edición por Juan de la Cuesta de la famosa novela de Miguel de Cervantes, El ingeniosos hidalgo don Quijote de la Mancha (1605). 14. La medicina es una disciplina que está en la historia y que se sabe en la historia. El arsenal está compuesto de libros innumerables que abarcan la historia de la ciencia médica y de sus fronteras y, desde luego, de los diversos libros y manuales de las distintas especialidades médicas desarrolladas a lo largo del tiempo como son cardiología, neumología, neurología, ginecología, gastroenterología, oftalmología, otorrinolaringología, nefrología, osteología, ortopedia, pediatría, dermatología, hematología, embriología, endocrinología, patología y epidemiología, por sólo mencionar algunos temas. A ese caudal primario deben añadirse las revistas médicas generales y especializadas en diversos idiomas, como el francés, el inglés, el alemán, el español y el ruso. Se almacenan aquí también las tesis y trabajos presentados por los estudiantes para graduarse como médicos. Buena parte de los usuarios que acuden a esta biblioteca son o han sido estudiantes en busca de documentación. A ese tercer conjunto especializado se añade el rico acervo que nadie duda en llamar tesoro. 15. Al entrar al edificio y anunciar que iba yo a visitar a la directora Ana Cecilia Rodríguez de Romo, Arnulfo Irigoyen Coria y Ma. Teresa Hernández Sánchez, Tesoros de la Biblioteca Histórica Dr. Nicolás León, UNAM, México, 1996. 16

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de la Biblioteca, la maestra Analicia Hinojosa Padilla —con quien me había puesto en contacto Héctor Tajonar, la eminencia gris de este ensayo—, me encontré con el Dr. Carlos Viesca Treviño, jefe del Departamento de Historia y Filosofía de la Medicina y del museo situado aquí desde hace más de veinte años y cuya orientación al parecer es decisiva en la política de adquisiciones de esta noble biblioteca. Viesca fue uno de los médicos que atendieron a don Jesús Castañón Rodríguez, meses antes de su partida durante el eclipse total de sol del 11 de julio de 1991, y él sugirió entonces, para que se tradujera —yo trabajaba a la sazón en el Fondo de Cultura Económica— un notable libro: La infección de Boswell,18 obra en que se repasan algunos temas de ética, historia de la medicina, historia del arte y de la literatura, se discute la obra y la visión de algunos médicos escritores como Anton Chejov y William Carlos Williams (nosotros tendríamos que citar a Gabino Barreda, Enrique González Martínez, Enrique Cárdenas de la Peña, Ruy Pérez Tamayo, Daniel López Acuña, Julio Frenk, para sólo citar algunos nombres mexicanos), además de debatir sobre si Sócrates efectivamente murió envenenado por la cicuta. Recordaba que el Dr. Viesca me había hablado de una investigación en curso sobre un famoso libro de asunto mexicano y americano: la obra del naturalista Monardes, que es, de hecho, uno de los valiosos volúmenes que se pueden encontrar en este fondo reservado. El médico y botánico sevillano Nicolás Monardes (1493-1588) es autor de muchos libros, pero hay uno en particular que resulta de interés para lo que Harold Bloom llamaría la gnosis americana: se trata de La historia medicinal de las cosas que se traen de nuestras Indias Occidentales, cuyas tres partes se han publicado con diversos títulos (1574, 1565, 1569) hasta que se estampó la definitiva en 1580. Cuando conocí a Carlos Viesca no sabía hasta que punto él se interesaba como médico e historiador en la medicina náhuatl, según muestran sus estudios sobre Los médicos indígenas novohispanos (1999), El cuerpo y los signos calendáricos del tonalámatl entre los nahuas (1998) o, más recientemente, El corazón y sus enfermedades en la cultura náhuatl prehispánica (2008). 16. El relámpago asociativo me llevó de Nicolás Monardes a otro español, William B. Ober, La infección de Boswell y otros ensayos. Análisis médico de las enfermedades de literatos, FCE, México, 1995. 18

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Gregorio López (1542-1596), autor de uno de los tesoros que se encuentran en la biblioteca que estaba a punto de visitar: el Tesoro de medicinas para diversas enfermedades (1672), impreso en México por Rodríguez Lupercio. Don Gregorio López era considerado casi un santo: de los 54 años que vivió, 33 los pasó en retiro como eremita. Dizque era bastardo de Felipe II. Su esmerada educación humanística se complementó con estudios de medicina en el monasterio de Guadalupe, en Extremadura. Vivió en Huaxtepec (Oaxtepec), donde todavía se conservaba la tradición del jardín botánico precortesiano. Autor de un par de libros: una peregrina exposición del Apocalipsis y Tesoro de la medicina (México, 1672-1674) cuya segunda edición por Rodríguez Lupercio tuvo mucha fortuna durante el virreinato. Gregorio López se antoja una suerte de santón que lo mismo aconsejaba a los enfermos más pobres y necesitados que se codeaba con la alta sociedad, como es el caso del místico criptojudío Luis de Carvajal el Mozo, que lo iba a visitar en su retiro. El tesoro de la medicina y demás hierbas es un ejemplo genuino del “mestizaje científico” o, si se prefiere, “un caso de aculturación farmacológica”, como ha dicho Juan Comas. La simpática figura de este botánico y chamán cristiano me remonta de hecho a mis primeras lecturas, ya que pude haber leído Gregorio López, el hombre celestial (1944), de Fernando Ocaranza —por cierto uno de los aportadores y contribuyentes bibliográficos de esta biblioteca—, como si fuese un libro para niños en aquellas biografías lanzadas en México por la editorial Xóchitl… El tesoro de la medicina y demás hierbas es una de las joyas que se guardan en esta libresca “tesorería”. Una rama se entrevera en otra como un hilo se hilvana en otro: pensé que, si tenía tiempo, pediría que me mostraran las obras del sueco Carl von Linneo (1707-1778) que, como se sabe, definió las bases conceptuales y técnicas sobre las que se desarrollaron la taxonomía natural botánica —de nuevo las yerbas— en función de los órganos sexuales de las plantas. No me equivoqué, y hay al menos ocho volúmenes suyos empezando por el Botanicorum principis sistem plantarium europal (1785) en varios tomos. Los libros de Linneo son, además, obras de arte editorial donde la tipografía, los grabados y la diagramación o mise in page alcanzan una excelencia poco habitual. No tan casualmente me acordé de Linneo. Si en mi oído interior su nombre —Linneo— suena con un vivaz color verde, el de Gregorio López me parece color ocre o café oscuro; Linneo se me había 161

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presentado, primero, en alguna página del Diario de Ernst Jünger y, más decisivamente, me había tropezado con las tres sílabas de su nombre completo en el interior de la catedral de Upsala, en Suecia —donde está enterrado—, y a donde yo había ido como editor acompañando al poeta Octavio Paz, Premio Nobel 1990, con el Lic. Miguel de la Madrid, a la sazón director del Fondo de Cultura Económica, pues se había preparado ahí una muestra en torno al tema, típico de la cultura renacentista y barroca, de las anamorfosis —al que Paz dedica algunos pasajes en su ensayo Marcel Duchamp: apariencia desnuda (1976)—. Al salir de la muestra y del respectivo piscolabis que ahí se nos brindó, fuimos a la capilla de la Universidad donde —como quien descubre a dos amigos queridos juntos sin saber que se conocían entre sí— tuve el gusto de encontrarme, uno junto al otro, los nombres de Carl von Linneo y de Emmanuel Swedenborg, el astrónomo, teólogo, poeta, científico, geólogo, pensador heterodoxo, admirado por Jorge Luis Borges y por sus lectores —soy uno de ellos—, que hizo con los ángeles y las cartas celestiales lo mismo que Linneo con las plantas. ¿Las obras de Emmanuel Swedenborg se encuentran en la Biblioteca Histórica Nicolás León? Dejo la respuesta a esa adivinanza al lector, pero le doy la pista de que he visto por ahí en alguna lista que tienen sus Nostradamus y sus Paracelsos, aunque no todo lo que quisieran algunos de ese Robert Hannemann, el fundador de la homeopatía, cuyo centenario en México por cierto se cumple en este 2010. Pero me dije, ¿dónde estoy?, ¿qué tienen que ver Emmanuel Swedenborg y Linneo con México? Vino en mi ayuda mi propia sombra dispersa. Por esos días tenía pendiente preparar un paseo comentado por las salas del Museo Nacional de Arte. Había elegido centrar el discurso en torno a los cuadros 162

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del inmenso paisajista mexicano y mexiquense José María Velasco. Recordé cómo tanto en su Historia de la ciencia en México como en su libro José María Velasco: un paisaje de la ciencia en México (1992), y en su ensayo “Aspectos de la obra científica de José María Velasco”, incluido en el Homenaje a José María Velasco (1989), mi amigo de muchos años y colega académico, el infatigable Dr. Elías Trabulse, señala que Velasco no fue sólo un pintor y un paisajista, sino además un artista científico en las diversas acepciones de la expresión: que por ejemplo fue enviado por sus maestros de la Escuela de Arte de San Carlos a hacer estudios de Botánica y de Zoología en la Escuela Nacional de Medicina —donde ahora mismo yo estaba— con el insigne naturalista mexicano Manuel María Villada. El naturalista simpatizó de inmediato con el joven Velasco y lo invitó a colaborar con dibujos, ilustraciones y grabados en el periódico científico La Naturaleza, que era publicado por la Sociedad Mexicana de Historia Natural, la cual de inmediato invitó al pintor. Ahí éste publicaría numerosos dibujos e ilustraciones e incluso un trabajo que le daría renombre ya no como pintor sino como hombre de ciencia. Se trata del famoso artículo de 1879 sobre el ajolote, el axólotl, ese misterioso batracio mexicano: “Descripción, metamorfosis y costumbres de una especie nueva del género Siredon, encontrada en el lago de Santa Isabel, cerca de la Villa de Guadalupe Hidalgo, Valle de México”, que le llevó al pintor doce años de investigaciones y observaciones. Famoso, pues llegó a ser discutido internacionalmente, de modo que Velasco ocupa, por así decir, dos lugares en la historia de México, uno como pintor excepcional de paisajes y otro como elemento axial del paisaje de la ciencia en México. E hizo todo esto el inmenso Velasco con el respaldo de su maestro Manuel María Villada de quien, en 1895, don Nicolás León diría: “Los estudios botánicos del Sr. Villada (…) son notables por lo exactos y bien acabados (…) en la actualidad en México es la persona más autorizada en achaques de rei herbaria”.18 El hecho de que Velasco se hubiese interesado con tanto rigor en el humilde y enigmático ajolote y haya publicado los resultados de sus acuciosas observaciones en el periódico científico La Naturaleza me simpatizó y lanzó mi arborescente Nicolás León, Biblioteca Botánica Mexicana, Oficina Tipográfica de la Secretaría de Fomento, México, 1895, p. 258. 18

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sensibilidad hacía las páginas de uno de los escritores mexicanos que más admiro y cuya obra he leído con el lápiz en más de una ocasión. Me refiero a Salvador Elizondo, quien en El grafógrafo (1972) tiene un inquietante cuento sobre esta humilde bestezuela que se da el lujo de ser anfibia. Además Elizondo, según dice en su precoz Autobiografía, se dio a la práctica de “la cirugía recreativa” y esos informales estudios de medicina rindieron fruto al llevarlo a familiarizarse profundamente con su universo, como muestra su novela Farabeuf o la crónica de un instante (1965). Esta obra de ficción se inspira en el conocido cirujano francés del siglo XIX y su libro —el Manuel opératoire, elaborado por el doctor L. H. Farabeuf y cuyas ilustraciones son a la par escalofriantes y admirables—19 le sirvió a Salvador Elizondo para ambientar la escritura de su legendaria novela. Me consta que tenía un ejemplar de ese Manuel en su poder. Me prometí a mí mismo que, de aceptar el encargo, pediría ver un ejemplar de esta obra de la que solo tengo copia fotostática y que tiene, para los lectores de la novela, casi tanto como esta misma, un raro valor de culto. Para cambiar de ideas, me puse a hojear el libro de Miruna Achim en la librería del actual Museo de San Carlos en la calle de Tacuba, en el edificio que fue diseñado por el genial Manuel Tolsá: Lagartijas medicinales. Remedios americanos y debates científicos en la Ilustración.20 El libro de Miruna expone y reproduce la obra de Antonio de León y Gaona, Instrucción sobre el remedio de las lagartijas (1782). En su obra, la historiadora mexicana por alianza y por conocimiento de la historia nacional, documenta y expone las graves controversias que se suscitaron en Nueva España en el XVIII en torno al potencial terapéutico de la carne fresca de lagartija ingerida para sanar la piel humana afectada por bubas, chancros, excrecencias. Al repasar las referencias, vi citadas tantas obras sobre el tema —como las de León y Gaona, Monardes, López, etc.— que al encontrarme de nuevo, días después ante los ficheros del fondo reservado de la biblioteca, se me confirmó la vislumbrada necesidad de que, de una vez por todas, aceptase la invitación. L.H. Farabeuf, Manuel opératoire, Masson et Cie, Francia Miruna Achim, Lagartijas medicinales. Remedios americanos y debates científicos en la Ilustración, CNCA, México, 2008. 19 20

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Luego me perdí un poco en el suntuoso edificio, practicando por así decir —oh, Walter Benjamin— un acto (de paseo) propiciatorio. Finalmente llegué a las oficinas de la maestra Analicia Hinojosa Padilla. Tenía a mi disposición un minucioso artículo de su autoría sobre la Biblioteca Nicolás León, “La Biblioteca Dr. Nicolás León y el patrimonio artístico de sus colecciones” y la reproducción fotostática completa del libro de la citada Ana Celia Rodríguez de Romo (Tesoros bibliográficos de la Biblioteca Dr. Nicolás León) y de la obra Del Palacio de la Inquisición al Palacio de la Medicina escrita por el Dr. Francisco Fernández del Castillo, hijo homónimo del historiador (1864-1936) fundador y responsable último del milagro de la restauración de este edificio y de su corona simbólica que es la biblioteca. Luego la maestra Hinojosa me llevó al sitio del Fondo Reservado y puso a mi disposición esos encantados laberintos del espacio y del tiempo donde me sentí entre honrado y distinguido, elegido por el sólo hecho de estar ahí. Me sentía como en la gruta de un Alí Babá que hubiese sido bibliófilo: códices, bestiarios, libros de horas, calepinos, cartografías, herbarios, diccionarios, enciclopedias, obras de medicina, tratados de todas las especialidades médicas —cardiología, neumología, nefrología, neurología, otorrinolaringología, ginecología, oncología, pediatría, farmacología, patología— para no hablar de los millares de tesis de licenciatura y maestría y doctorado en la Facultad de Medicina, las obras de los tratadistas de la Antigüedad y de Medio Oriente… otros tantos teatros de la ciencia y de la memoria. 17. Además Analicia Hinojosa me dio unas estadísticas interesantes: a lo largo de sus cincuenta y cuatro años de vida, la biblioteca ha dado servicio a 70 500 usuarios aproximadamente, a partir de una estimación anual oscilante de entre 2000 y 2500. Vinieron a mi mente otras estadísticas, las que se desprenden de la obra de Ana Cecilia Rodríguez de Romo acerca de los Tesoros bibliográficos de la Biblioteca Dr. Nicolás León: en aquel momento (1969) el Fondo Reservado contaba con un total de 323 registros de ejemplares valiosos. Este arsenal se dividía en 17 obras del siglo XVI; 39 del XVII y el resto en obras del XVIII. Afortunadamente, el libro de la Dra. Rodríguez Romo se ha vuelto un si es no es obsoleto, en la medida en que en los últimos lustros la política de adquisiciones de la biblioteca ha sabido multiplicar sus acervos de obras raras y valiosas. En los cuarenta y un años transcurridos de 1969 a 2010, los registros pasaron de las mencionadas 323 obras a un universo 165

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mucho más amplio de 2523 en virtud de que se ampliaron los rangos de adquisición, ensanchándose tanto hacia los siglos anteriores al XVI como a los posteriores al XVIII, particularmente obras del XIX. 18. “Tesoros bibliográficos”. En algún lado había yo oído o leído esta expresión, pero en dónde, dónde… “Ah…”, de nuevo, por supuesto, en la biblioteca de don Jesús, que ahora está en Jurídicas casi toda… Casi, pues tengo en casa los Tesoros bibliográficos de México en los Estados Unidos de Joaquín Fernández de Córdova (1959), “alumno del erudito Dr. Nicolás León, de quien fue su discípulo preferido o quizá único por la forma en que le brindó sus vastos conocimientos, particularmente en cuestiones bibliográficas”.21 Y lo tengo gracias a que guardé solo unos pocos libros de aquel maremagnun, entre los que se encuentran aquellos que incluyen un texto de Jesús Castañón Rodríguez. Éste es el caso. En el libro de Fernández de Córdova se consignan manuales, gramáticas, manuscritos mexicanos, códices, actas y diccionarios, silabarios, periódicos, folletos, vocabularios, sermonarios y confesionarios mexicanos que se encuentran presentes en las principales bibliotecas de los Estados Unidos ahí estudiadas como son “las de la Hispanic Society of America, Nueva York, Newberry, Chicago, John Carter Brown, Providence, Rhode Island, las universitarias de Pennsylvania, Tulane, Nueva Orleans, Yale, New Heaven y Michigan, así como las Sutro Branch Library, San Francisco California, Bancroft, Berkeley, California y Henry E. Huntington, San Marino California”. Muchas de las obras que están en estos centros traen el sello de Nicolás León, quien formó varias bibliotecas mexicanas para ser alojadas allá. Pero, ¿cómo juzgar a este gran bibliógrafo que, para salvar la memoria mexicana, se vio obligado a cosecharla para que fuese conservada en el extranjero? El libro de Fernández consigna en su obra algunas obras rarísimas, como el ejemplar único conocido de la Suma y recopilación de cirugía, publicada en México en 1578 y escrita por Alonso López y dedicada a don Pedro Moya Contreras, arzobispo de México, o el Tratado breve de medicina del Dr. Farfán, publicado en México en 1592, del cual hay al menos dos ejemplares, uno en la Biblioteca Sutro y otro —adivinaste, lector— en la “Nicolás León”. Joaquín Fernández de Córdoba, Tesoros bibliográficos de México en los Estados Unidos, introducción de Jesús Castañón Rodríguez, Cvltvra, México, 1959, p. viii. 21

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El nombre sonoro de Nicolás León me acompaña desde fechas muy tempranas. En la oceánica biblioteca de casa se encontraban descansando como barcos en el puerto los altos y pesados tomos de su Bibliografía mexicana junto al libro de don Joaquín García Icazbalceta, la biblioteca mexicana de Eguiara y Eguren, los libros de José Toribio Medina sobre la imprenta en América y La bibliografía mexicana de don Juan B. Iguíniz, obras reseñadas o comentadas en el Boletín Bibliográfico de la Secretaría de Hacienda del cual fue redactor Jesús Castañón Rodríguez. ¿Quién iba a decirme que un día habría de asomarme con mayor escrúpulo a la biblioteca histórica que lleva su nombre y cuánto me llamaría la atención la poderosa inteligencia y curiosidad de este asombroso polígrafo que, no me canso de repetírmelo, fue médico, historiador, arqueólogo, etnógrafo, folclorista, lingüista y bibliógrafo? 20. Durante mucho tiempo la Biblioteca Histórica Dr. Nicolás León se podía presentar como la séptima —y más suntuosa joya— del sistema de bibliotecas y acervos especializados de la Facultad de Medicina que está compuesto por otros hontanares bibliográficos: 1) Biblioteca General Valentín Gómez Farías; 2) Hemerobiblioteca Dr. José Joaquín Izquierdo; 3) Biblioteca Miguel E. Bustamante de Salud Pública; 4) Biblioteca del Departamento de Medicina Familiar; 5) Biblioteca Dr. José Laguna de Medicina Familiar; 6) Biblioteca Médica Nacional Digital. En la actualidad, según noticias de Analicia Hinojosa, estos caudales se han asimilado en tres cuerpos: una biblioteca y una hemerobiblioteca generales, una biblioteca digital y la biblioteca histórica aquí tratada. El edificio huele todavía a medicina y farmacia. Durante más de un siglo, los médicos tuvieron en este recinto sus aulas, laboratorios, bioterios y espacios de estudio. Por acuerdo del entonces secretario general de la Universidad, el Dr. Efrén C. del Pozo, un lote de documentos históricos y un caudal de valiosos libros (1960) fue confiado al Departamento de Historia y Filosofía de la Medicina y a la biblioteca. A esa generosa adquisición se añadió, en 1973, la incorporación de los antiguos fondos bibliográficos de la Facultad de Medicina, sin mencionar las precitadas donaciones puntuales, movimientos que redundaron en el sensible enriquecimiento del acervo. Al igual que san Mateo, a quien se le atribuyen con mayor frecuencia, san Lucas refiere las palabras de su Maestro: “…porque a cualquiera que tuviere, le será dado” 167

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(san Lucas: 8-18). Quién sabe si éstas no son las letras que lleva en el pergamino la esbelta escultura de san Lucas, el amado e inseparable amigo y médico de san Pablo, el hipócrates cristiano, el de la figura que se alza en el descanso de la escalinata con un letrero que reza: “Este santo fue médico”. Dicen Marcos, Mateo y Lucas, siguiendo a su Maestro: “al que tiene se le dará más”,22 y, como si lo hubieran oído, los herederos y las familias de muchos médicos fueron brindando, en parte o en su totalidad, libros y obras de su patrimonio particular y, como si la tertulia originaria del Dr. Nicolás León y del historiador Fernández del Castillo hubiese sido avivada por su hijo, el médico y curador de libros, el joven Francisco, los libros y bibliotecas de una pléyade de donantes notables fueron buscando agregarse a esta arca del saber médico y de su historia y filosofía, pues como dice Ernst Jünger, seguramente parafraseando una voz popular: las palomas van a donde hay palomas. 21. Al final del día, como quien relee las notas que va tomando en su cuaderno al calor de los acontecimientos, se me ocurrió la peregrina idea de que para el bicentenario de la consumación de la Independencia cabría la posibilidad técnica y material de intentar repatriar —al menos virtualmente y digitalizados— muchos de esos libros pródigos mexicanos que andan acomodados en segundas y terceras estanterías en las diversas bibliotecas extranjeras del mundo y que, en México, estarían en primerísimo lugar. Nada cuesta soñar en lo que sería esa nueva Comisión Francisco del Paso y Troncoso. Me complace haber tenido esta fantasía visionaria y nacionalista que se podría resolver en un click para inaugurar ese portal a la sombra del ilustre y bibliógrafo Nicolás León y de la biblioteca histórica que lleva su nombre. 22. Al salir de la biblioteca y tomar la escalera, volví a ver la esbelta e impecable estatua de san Lucas que se encuentra como dando la bienvenida o la despedida a quienes la practican, con su letrero: “Este santo fue médico”, y resonó en mi fuero interior la ecuación entre santidad y medicina. El mármol de la escultura (auténtico de Carrara) llegó aquí en 1860 y fue tallado Me dice Ruy Pérez Tamayo que, en el medio científico, esta frase se conoce como el “efecto Mateo”, según propuso el sociólogo Robert K. Merton en su celebrado artículo “The Mathew effect in science”, en la revista Science, 159, 56-63 (1968). Pérez Tamayo ha dedicado un artículo al tema: “El efecto Mateo en la publicación científica mexicana”, que ha tenido la bondad de hacerme llegar en propia mano. 22

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por los estudiantes y aprendices de la Escuela de San Carlos. Si médico fue el santo patrono de los galenos, ¿qué se podría decir de los libros de medicina si no que son, en cierto, modo “libros sagrados” en la medida en que el conocimiento de lo sagrado, que es el de la vida, se encuentra alojado en ellos? ¿Qué podría decir de una biblioteca dedicada a la historia y la filosofía de la medicina, es decir a la historia y pensamiento en torno a la compasión y la caridad, que es la clave y característica medular de la medicina? Ya para salir, y al terminar de bajar la suntuosa escalera, la diosa casualidad ¿o sería la diosa Serendipia 23 honrada por Horace Walpole y por el docto Ruy Pérez Tamayo, casi me llevó a caer de bruces sobre la risueña humanidad del Dr. Roberto Uribe Elías —antiguo conocido de la familia, sobre todo en su vertiente femenina y presidente (2007-2008) de la Sociedad Mexicana de Historia y Filosofía de la Medicina (SMHFM)— quien, al verme, me saludó con entusiasmo y me entregó un libro que llevaba para donar a la biblioteca (la misma biblioteca que, de tener una pizca de alma, seguramente pensó que, apenas sí la conocía y ya le estaba distrayendo un libro: El pensamiento médico contemporáneo,24 con variadas contribuciones de notables médicos investigadores, como el citado Viesca, y autores como Jesús Kumate, Guillermo Soberón, Silvestre Frenk, Adolfo Martínez Palomo, José Narro, María Elena Anzures, Fernando Ortiz Monasterio, además del propio Uribe. 23. Al salir de la Biblioteca tuve la certeza de que regresaría quién sabe cuántas veces más. Por lo pronto, al trasponer el umbral, sentí que ya les había pedido permiso a los genios guardianes de ese mágico espacio y que la tarea encomendada por el amigo Tajonar sería ardua pero no imposible y que, probablemente, terminaría aceptando por la explayada miscelánea de motivos —“más afectos que escolios”, me susurró al oído mi Spinoza ángel de la guarda—. Al día siguiente, por la noche, la decisión quedó tomada: me encontré con el historiador y joven erudito —joven de mi edad— Rodrigo Martínez Barac, el hijo de don José Luis, hacia quien siempre he profesado gran estima Ruy Pérez Tamayo, Serendipia. Ensayos sobre ciencia, medicina y otros sueños, Siglo Editores, México, 1981. 24 Roberto Uribe Elías (coord.), El pensamiento médico contemporáneo, Sociedad Mexicana de Historia y Filosofía de la Medicina, Universidad Autónoma de Aguascalientes, México, 2009. 23

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ADOLFO CASTAÑÓN

intelectual. Me habló de sus actuales investigaciones en torno al bibliógrafo mexicano don Joaquín García Icazbalceta (1825-1894) y de su correspondencia con un librero en inglés. Quien sabe cómo, en la conversación, saltó la liebre del primer libro de medicina publicado en México en 1570, la legendaria Opera medicinalia de Francisco Bravo (de la cual sólo se conoce, ahora lo sé, un solo ejemplar completo, residente en la Universidad Autónoma de Puebla, a partir del cual, según me dijo el mismo Rodrigo más tarde, se hizo una edición facsimilar en 1994). Me explicó Rodrigo que había una apasionante polémica en torno a esa fecha y aun alrededor de la mismísima estampa del libro. ¿Qué poderosa casualidad ha querido que se encuentre actualmente aquí el primer libro de medicina publicado en México presumiblemente en 1570 por Francisco Bravo: Opera medicinalia,25 cuya impresión se debe al francés Pedro Ocharte, socio de Juan Pablo Cromberger, avecindado en México, procesado y retenido en las celdas de las Inquisición por brujería y liberado en 1574 entre las mismas paredes donde siglos después estaría resguardado su “hijo” editorial? Anoté la ficha en la mente y me dije que sólo aceptaría el encargo si tenían en la biblioteca la precitada Opera. Así lo hice y cuál no sería mi sorpresa cuando me encontré poco después, ya en mi escritorio, con una fotocopia de la introducción biográfica y bibliográfica por Francisco Guerra en la edición facsimilar en dos volúmenes que hicieron en 1979 en Folkestone y Londres los “Dawsons” de Pall Mall. Desde luego, estaba ahí, implacable y como desafiándome, en la página 73, una referencia a nuestro ya a estas alturas familiar bibliógrafo michoacano: “León Nicolás. El primer libro de medicina impreso en México o el más antiguo conocido”, publicado en La Gaceta Médica de México (número 56), en 1925. No tardé mucho en escribirle a Héctor Tajonar que aceptaba el encargo. México, D.F., junio-agosto

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Francisco Bravo, The opera medicinalia, Mexico,

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La vigilia de la aldea

Cuando Amor vence a Sabiduría F ELIPE V ÁZQUEZ Henri d’Andeli y Juan José Arreola, El lay de Aristóteles, Auieo Ediciones, México, 2011, 73 p. + 5 de ilustraciones.

El poema Le lai d’Aristote ha sido atribuido de manera tradicional al trovador normando Henri d’Andeli, activo entre 1220 y 1240 (aunque en los últimos años esta atribución ha sido refutada y se ha propuesto la autoría de Henri d’Valenciennes, que nació hacia 1170 y murió hacia 1230). El poema medieval fue escrito en franco-picardo; y, a partir de una leyenda antigua adaptada a los usos del amor cortés, presenta la derrota de la virtud y la sabiduría a manos del amor. Aunque hace unas décadas se publicó una traducción en prosa, Auieo Ediciones ahora lo publica en una lujosa edición bilingüe, traducido al español por vez primera en verso, y acompañado del poema en prosa “El lay de Aristóteles” de Juan José Arreola. Cabe aclarar que José Luis Rivas optó por traducirlo en verso blanco (pues trasvasar la métrica y la rima habría presentado dificultades insuperables), y sin duda eso ha permitido que su versión sea muy fluida. Sin embargo, no dejo de señalar que Rivas creó una versión óptima, pues fusio-

nó variantes de diversos manuscritos (me refiero a las fijaciones del texto propuestas por los editores filológicos del poema) e hizo un poema ideal. Por ello, el lector curioso observará que no hay correspondencia rigurosa entre la versión francesa y la traducción al español. Quizás hubiera sido prudente una nota filológica donde Rivas expusiera su postura frente al texto, así los lectores no buscaríamos en el texto francés pasajes que sólo están en el texto del traductor. Aún así, la lectura del poema se sostiene sin las precisiones filológicas que añoramos los conjurados de las ediciones críticas. Sigmund Méndez escribe que la palabra lai es un “posible empréstito de una voz céltica, correspondiente del irlandés laid ”, que significa “canto de pájaros, canción, poema”, y agrega: “El lai se cultivó entre los siglos XII y XIV; en su origen, en su más amplio sentido de ‘canción’, la palabra ha designado un poema narrativo octosilábico, relativamente breve, en rimas pareadas, vehículo de leyendas bretonas, 171

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de atmósfera fantástica y temática erótico-cortesana, que con el tiempo derivó en otras expresiones, como el lai lírico, y cuya taxonomía se confunde de varias maneras con la del muy próximo fabliau.” La última observación de Méndez se refiere a que algunos filólogos han catalogado el poema no como lai sino como fabliau e incluso como dit. Ahora bien, Le lai d’Aristote tiene tres personajes: Aristóteles, Alejandro Magno y la dueña de Alejandro (es decir, su novia). Luego de una introducción donde el autor justifica su poema —una justificación moral y poética, eco del dulce et utile horaciano—, la trama comienza cuando Alejandro se aparta de sus deberes de hombre de Estado y pasa todo el tiempo con su dama, pues: Amor cuando se apropia de alguno lo encarcela sin que suelte una queja; y domina lo mismo al rey más poderoso que al más pobre vasallo de Champaña o de Francia. ¡Así de absoluto es su señorío!

Los rumores corren por la corte hasta que llegan a oídos de Aristóteles, maestro y mentor de Alejandro. El filósofo decide resolver la situación, reprende al rey macedonio, lo conmina a alejarse de su mujer y retomar los asuntos del Estado. Alejandro se distancia con pesar. Otro día su dueña le reclama ese distanciamiento, Alejandro le afirma su “designio de ser cortés amante” y confiesa que su maestro lo ha convencido de los peligros de Amor. Ella le insinúa un plan para vengarse del filó172

sofo y le pide que a cierta hora “No dejéis de estar a la ventana/ de esta torre, que el resto corre ya de mi cuenta”. A la mañana siguiente ella va al vergel y canta y se pasea “distraídamente” y recoge flores. El anciano Aristóteles la escucha y la mira desde su estudio, queda perturbado ante la aparición de la hermosa joven, cierra sus libros, se siente arrebatado por la pasión amorosa y duda de los laboriosos estudios de toda su vida: Ahora desaprendo para bien aprender Amor, que a tantos sabios ha prendado. He ya desaprendido aprendiendo conforme Amor me va prendiendo. Y viendo que no puedo privarme de él, que pase lo que debe pasar. Venga Amor a alojarse… ¡que venga a mí!

(El curioso lector podrá verificar el feliz juego de palabras que José Luis Rivas logra reproducir en español.) Aristóteles toma del talle a la dama —que viste un manto de seda color índigo y lleva suelta la rubia y larga cabellera— y le declara sus deseos amorosos. Ella aprovecha la locura pasional del anciano y le pide un deseo a cambio de sus favores: me ha venido el antojo de cabalgar un poco sobre vos por la yerba de este huerto y quisiera poneros en la espalda una silla jineta para ir con gran porte.

El filósofo se deja ensillar y camina a cuatro patas con la dama a cuestas, en esta situación “se da cuenta a las claras de que es muy bruto y necio”. Alejandro ve la escena, se divierte de “aquel que

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LA VIGILIA DE LA ALDEA

siendo la suma cordura/ no pudo nada contra el loco Amor”, y cuestiona a su maestro. Aristóteles, con un argumento más sofista que moral, sale bien librado de la humillación, pues le dice que si él —hombre viejo y sabio— no ha podido oponerse a la tiranía y los peligros de Amor, Alejandro menos, pues Amor es más poderoso cuando se prende de un espíritu joven. El poema concluye con una suerte de moraleja virgiliana: “Amor todo lo vence y lo seguirá haciendo/ mientras dure este mundo.” Le lai d’Aristote se basa, como dije, en el tópico del sabio vencido por el amor, pero con esta característica: el sabio es rebajado a la condición de cabalgadura (equus eroticus). Sigmund Méndez lo resume así: “El eje temático del Lai es el dominio invencible de Eros, el viejo omnia vincit Amor virgiliano (Ecloga X, 69).” En la Edad Media, Aristóteles simbolizaba las altas virtudes morales e intelectuales, tanto para los escolares como para los eclesiásticos, pero con la invención de la erótica provenzal y su parafernalia literaria, ritual y musical, la razón aristotélica y el amor cortés quedaron enfrentados y en lucha. Uno de estos combates se desarrolló en el espacio de la poesía. Le lai d’Aristote muestra, más allá de ridiculizar la figura del sabio, que la razón carece de fuerza ante los designios totalitarios de la pasión amorosa. Ahora bien, cuando Le lai d’Aristote ingresa al campo gravitacional de la confabulación arreoliana, da pie a un breve e intenso poema en prosa. Arreola publi-

ca en 1950 una plaquette titulada Cuentos, donde incluye un texto titulado “El lai de Aristóteles”, poema en prosa que retoma el argumento del texto atribuido a Henri d‘Andeli. Arreola tenía el hábito de titular sus textos (hipertextos) de manera idéntica que el texto que lo había inspirado (hipotexto); sucedió con “El himen en México”, basado en un tratado médico-legista de Francisco A. Flores; con La hora de todos, que remite a la novela satírica de Quevedo; con “Calenda maya”, primer verso del poema “Kalenda maia/ ni fueills de faia/ ni chans d’auzell ni flors de glaia” del trovador provenzal Raimbaut de Vaqueiras; también con “La canción de Peronelle” que se basa en la obra Le voir dit (Una historia real, circa 1362-1365) del clérigo, poeta y compositor Guillaume de Machaut, que narra (en clave autobiográfica, aunque hay críticos que consideran que se trata de autobiografía ficticia) sus amores con la joven Péronne d’Armentières; etcétera, pero más que la recreación de un texto original, Arreola logró transmutar la materia literaria y nos dio casi siempre textos perfectos habitados por la ironía y la belleza. Y esto sucedió con “El lay de Aristóteles”. Fiel a su costumbre de hacer literatura a partir de la literatura, Arreola da un giro metaliterario a su “versión” del poema medieval: Alejandro no aparece en escena, la dama es sustituida por la musa Armonía que danza en el prado, frente a la ventana del viejo Aristóteles. Éste no puede concentrarse en sus papeles y sale al jardín: “La musa Armonía danza frente 173

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a él, haciendo y deshaciendo su friso inacabable, su laberinto de formas fugitivas donde la razón humana se extravía. De pronto, con agilidad imprevista, Aristóteles se echa en pos de la mujer, que huye, casi alada, y se pierde en el boscaje.” El filósofo regresa humillado a su celda y en venganza “decide escribir un tratado que destruya la danza de Armonía, descomponiéndola en todas sus actitudes y en todos sus ritmos”. Redacta, pues, “su obra maestra, el tratado De Armonía, que ardió en la hoguera de Omar”, es decir, en la destrucción de la biblioteca de Alejandría. A diferencia de las históricas Poética y Retórica, al Aristóteles arreoliano se le impone la escritura de la ficticia De armonía en verso. Al final, el equus eroticus que aparece en el poema medieval es sustituido por el asinus poeticus. Citaré el último párrafo de Arreola: “Pero una noche Aristóteles soñó que caminaba en la hierba a cuatro pies, bajo la primavera griega, y que la musa cabalgaba sobre él. Y al día siguiente escribió al comienzo de su manuscrito estas palabras: Mis versos son torpes y desgarbados como el paso del asno. Pero sobre ellos cabalga la Armonía.” Esta suerte de alquimia metaliteraria alcanza una tensión poética llena de ironía, belleza y melancolía. Además el poema de Arreola parece estar labrado en una materia dorada y sonora. El lector debería hacer el experimento de leerlo en voz alta para que descubra sus propiedades rítmicas, plásticas y sonoras. Es sin duda un gran homenaje al autor del texto original. Si el poema medieval presenta a la razón 174

vencida por el amor, el poema arreoliano presenta a la razón vencida por la poesía. En realidad dos caras de la misma moneda. Arreola no exageraba, sin duda, cuando se hacía llamar el Último Juglar, y aunque hay mucho de juglaresco en su vida y en sus temas literarios, en realidad sus textos oscilan entre el trobar clus y el trobar ric, basta revisarlos para comprobar la influencia definitiva de la literatura y la erótica trovadoresca. Me parece un acierto publicar en un volumen Le lai d’Aristote, la traducción en verso hecha por el poeta José Luis Rivas, y el poema en prosa de Arreola. Además de aderezar la edición con cinco grabados alusivos a la tradición del equus eroticus. No obstante que es una edición concebida como un libro de arte, me hubiera gustado que incluyera el estudio comparado que Sigmund Méndez escribió sobre ambos poemas: “La transfiguración de un relato medieval: ‘El lay de Aristóteles’ de Juan José Arreola”, publicado en la Nueva Revista de Filología Hispánica (tomo LVII, 2009, núm. 2). Ya sé que eso habría sido prosaico en una edición artística, pero quizá con la debida disposición tipográfica no habría desentonado ni hubiera hecho mal tercio con los poemas, pues el ensayo de Méndez es inteligente, erudito, y habría arrojado cierta luz hacia los claroscuros de un poema escrito hace cerca de ocho siglos.

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LA VIGILIA DE LA ALDEA

La difícil convivencia I SAURA L EONARDO Rafael Toriz, Del furor y el desconsuelo, Universidad Veracruzana, Xalapa, 2012, 164 p.

En febrero de este mismo 2012, la artista mexicana Marcela Armas (Durango, 1976) obtuvo el premio Beep de arte electrónico que se otorga durante ARCOmadrid, auspiciado por la Feria Internacional de Arte Contemporáneo de España, con la pieza Máquina Stella. Se trata de una escultura —basada en un dodecaedro— con brazos mecánicos eléctricos interconectados, por medio de los cuales se distribuye energía de forma inequitativa. El objetivo de Armas al montar esta pieza fue pasar del orden a la entropía y provocar la fundición de uno de los brazos de la escultura-máquina hasta el colapso, por su fallida repartición energética. Según dijo en distintas entrevistas, se trata de buscar una metáfora de la distribución inequitativa en nuestra sociedad, “demostrar metafóricamente la insostenibilidad de nuestra sociedad actual”. Lo anterior viene a cuento por uno de los temas centrales del libro que recién aparece de Rafael Toriz (Xalapa, 1983) bajo el sello de la Universidad Veracruzana, el de la difícil convivencia entre humanidades (y me permito arrastrar el arte hacia un sentido más general en esta discusión) y ciencia —particularmente entre literatura y ciencia—, y cuyo título, Del furor

y el desconsuelo, parece encriptar y decodificar a la vez el otro tema central: la imposibilidad de la escritura, la inasibilidad del conocimiento, la fábula del Todo y de la Nada. Dice Rafael Toriz en la sección que abre su libro, Litoral, “Advierto que mis fuerzas e intelecto no pueden con el rigor de la técnica. He renunciado a una obra que aspiraba a Todo”; parece decir que lo hace después del desconsuelo, luego de golpearse contra los muros de una empresa harto impulsiva y ardorosa, dolorosa también, sin embargo no detiene la navegación aguas adentro. Años atrás, en 2006, el escultor cinético Theo Jansen (Países Bajos, 1948) fue la imagen de la automotriz BMW junto con sus esculturas que se mueven a base de viento gracias al diseño de ingeniería mecánica que aplica en ellas. Sus gigantes caminan en la costa y siguen un plan de trayectoria evolutiva que el propio artista cuida de cerca (las esculturas se actualizan según su capacidad de adaptación al medio, es decir, mutan por “selección natural”). Theo Jansen utiliza el tubo de plástico amarillo que sirve de aislante eléctrico en los Países Bajos para construir sus piezas, con lo que se puede decir que su obra es eminentemente un despliegue de ingeniería y biología, pero también de arte. Al parecer, para los ejecutivos de BMW no fue difícil ligar la parte más romántica de su labor empresarial con el trabajo de Jansen, como cualquier campaña publicitaria podría hacerlo, pero va un toque más 175

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lejos con el slogan: “Las barreras entre la ingeniería y el arte existen sólo en nuestra mente.” Que BMW invite a Jansen y que, de hecho, patrocine su proyecto es síntoma de algo menos superfluo y más noble que una campaña publicitaria, tiene que ver con que algunas zonas que cruzan por el arte y la innovación científica se están comenzando a tocar sin escrúpulos. Mirar una de las esculturas de Jansen caminando por la playa es altamente conmovedor sin motivos aparentes, valga decirlo. Ahí es donde opera la belleza del trabajo del holandés: la belleza simple del movimiento de una estructura artificialmente colocada en medio del espacio natural. Toriz, por su parte, focaliza su lance ensayístico en la literatura y reflexiona sobre las posibilidades de encuentro que tienen ambos modos de entender el mundo (el de la ciencia y el de la creación literaria), reconociéndose como parte de una sola y misma cosa, aun si esa cosa es del todo invisible, inarticulable e impronunciable como el Bosón de Higgs, la materia oscura del Universo, el aliento poético o el nombre de Dios. El autor quiere cruzar esas fronteras a las que Jansen alude, con una intensidad que podría antojarse agotadora, igual que las carreras de fondo. Este libro agita las aguas, lo que de suyo ya es relevante, y entra en una disertación compleja, pero sobre todo plagada de prejuicios en ambos bandos. Muchos son los párrafos que el autor dedica a justificar el traslado de conceptos de una episteme a otra, lo mismo que su interés 176

desbordado por la poesía, la filosofía y la teoría del equilibrio puntuado, por ejemplo. Como dice el propio Toriz, “Tal es el motivo por el que abordo la interdisciplinariedad del conocimiento, la visión conjunta de la episteme occidental; tema que compete tanto a científicos como humanistas puesto que examina la espina dorsal de la ciencia, la conciencia de sí misma y la evolución de algunos juicios epistemológicos”. Es menester decir que no es un libro fácil ni pretende serlo; es más, es precisamente esa complejidad la que comienza a desvelar las notas del “furor” antes de llegar al “desconsuelo” a que alude el título. Los referentes son muchos, demasiados quizá; por ello, si el lector no sigue atento la lectura puede perderse entre nombres, teorías y fragmentos. Bien apoyado en Stephen Jay Gould y su ya mencionada teoría del equilibrio puntuado (que sostiene que la evolución sigue un ritmo ramificado, con cambios radicales en periodos cortos de tiempo mientras que en periodos mucho más largos las especies cambian poco), Rafael Toriz se desmarca de la divulgación científica o literaria en estricto sentido y va decididamente a unir las puntas que se separan, blandiendo la premisa de “la comprensión de la condición humana”. Lo que en un principio arranca como ensayos culturales, que van y vienen del ensayo literario al borde del de divulgación, poco a poco constituye el ensayo personal: es un ejercicio sin barreras mentales o, al menos, busca serlo muy a pesar de los constantes apretones de tuercas del autor.

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A diferencia de Marcela Armas y de Theo Jansen, el autor de Del furor y el desconsuelo tiene el “otro problema”, el del lenguaje, o quizá convenga decir el de los lenguajes; esa deliciosa trampa que seduce a los pensadores de todo lo que implica palabras (habladas, escritas o silenciadas). Llegado a este punto, la falla es mayor, la fisura, “el accidente” —siguiendo a Foucault en sus estudios sobre literatura— se ahonda; para entonces la luz es silenciosa, duele un poco. Lo de Toriz se vuelve visionario y evocativo, de ahí que abandonar el nudo de la paradoja complique las salidas, el inicio es fin y el paso adelante implica una vuelta al origen: “El mundo occidental ha pretendido olvidar que, en principio, la ciencia, la superstición, la magia y las certidumbres se encontraban unidas en la palabra: danza y pensamiento confluentes en la escritura.” Mientras más comprende, mientras más cerca está de nombrar lo que mira, piensa y quiere transmitir, Toriz dice que balbuce, se desbarata, de ahí tal vez venga el desconsuelo, pero ¿se conoce? Es decir, ¿a base de dudas y navegaciones llega a sí mismo, se decanta a la manera socrática en una filosofía del conocimiento del hombre? Quizá. Rafael Toriz se asume entre líneas un amateur, un autodidacta de la ciencia y arremete contra la Academia (científica y literaria), si bien esta parte de los ensayos tiene un regusto a incompatibilidades exógenas, más cercano a las discusiones del lugar del intelectual en la sociedad actual y las nefastas consecuencias de la buro-

cracia cultural; y arremete incluso contra la escritura misma con un cariz ciertamente incendiario, pero su ánimo no es apocalíptico, es destructor sólo en la medida en que sobre las ruinas sea posible construir, a la manera de Nietzsche, del Arcano 13 del Tarot o de la zafra de la caña de azúcar. Y es que más que insuficiente, el lenguaje se descubre innecesario para el pensamiento, del cual dice el autor “es autosuficiente y comprensible en sí mismo”, no es la mudez sino la presencia del silencio: “Parecerá paradójico, de hecho lo es, pero no es a la destrucción a la que se apela. Mi intención no es enmudecer ni negar la conversación…” Valga como remate destacar la mención directa y casi irrespetuosa que hace Toriz en defensa de la imaginación: “Dijo Hume, y dijo mal, que ‘nada es más peligroso para la razón que los vuelos de la imaginación.’ Como muchos antes y después de él, Hume fue un espíritu devoto de la razón, quimera proveedora de espejismos y falsas certezas que contribuye —con tenacidad— a ampliar la brecha entre ciencia y poesía, entre el verso y la prosa”, pues en el fondo los “experimentos mentales” de Einstein no son otra cosa que “experimentos imaginativos”, son vuelcos de posibilidades de conocimiento para los que sólo la imaginación brinda herramientas de soporte a conceptos teóricos. Debo decir, y en esto sí hablo en rigurosa primera persona, que la opinión de un científico sobre este libro sería por demás pertinente e interesantísima. 177

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Pabellón Chandos D ANIEL B ENCOMO Maurizio Medo, Manicomio, Mantis Editores, Guadalajara, 2011, 96 p.

El término sparagmos refiere una serie de procedimientos que conciernen al ritual orgiástico dionisíaco, en el cual las bacantes o ménades desmembran un animal o un individuo. Vinculado al sparagmos aparece el acto de la omofagia, que es el consumo de la carne cruda de los recién sacrificados. Ambos rituales abrevan de reminiscencias simétricas: por un lado, el mito en el cual Dionisos es desmembrado por los titanes para resucitar como Yaco, portavoz de los misterios eleusinos; por el otro, el pasaje mítico evocado por Eurípides en Las bacantes, donde Orfeo es devorado por las ménades, tras rehusarse a seguir a Dionisos debido al culto que le profesa al dios Apolo.1 Con ello se vislumbra la oposición dialéctica entre Dionisos —el dios de la no individuación y la inmanencia, de la contradicción impronunciable y el enigma— y Apolo —divinidad del canto, la figura y la sabiduría entregada al individuo, bajo la forma del oráculo y la expresión—. La coincidencia de ambas diEl estudio de las coincidencias y las peculiaridades entre Dionisos y Apolo, en el pensamiento mítico griego, está muy bien documentado. Fuentes más que accesibles son las obras de Giorgio Colli, La sabiduría griega y El nacimiento de la filosofía. 1

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vinidades, sin embargo, va más allá de un complemento entre opuestos; funda más bien una unidad que propició el nacimiento de la sabiduría —y con ello, de la expresión— en Occidente. Los cultos dionisíacos y los misterios eleusinos remiten a las visiones epópticas, la pura sensorialidad de una revelación silente, conservada en secreto, no registrada con palabras y, por supuesto, no adscrita —por ser no escrita— a un individuo. Orfeo encarna la administración del enigma ya tocado por Apolo en la expresión. De acuerdo con el pensamiento mítico griego, la poesía es en su origen una sentencia oracular, oscura, heredera del enigma y no apropiada por el individuo. Está más cerca de la inmanencia que de la presencia. Por otro lado el oráculo de Delfos, dedicado a Apolo, era consagrado en épocas no estivales a Dionisos. En Delfos, la expresión primigenia, extática y ambigua, pronunciada por la pitonisa, era retomada por los rapsodas, que la “traducían” a los interesados en desentrañar el enigma. ¿Dónde acaece la poesía? ¿En la voz enajenada de la pitonisa o en la apropiación del rapsoda? Apunto lo anterior a propósito de Manicomio, libro en el cual Maurizio Medo actualiza una serie de cuestionamientos e indagaciones que competen a la poesía latinoamericana más arriesgada: aquella que permite cuestionarse la fragilidad de los conceptos modernos, tales como “individuo”, “autor” o “poema”, a través de procedimientos singulares y una implacable solución estética. Manicomio, publicado originalmente en 2005, ha sido ahora reeditado

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en México por Mantis, lo cual demuestra la potencia del volumen y la discusión que ha suscitado entre autores y lectores de la realidad latinoamericana. La “manía”,2 es decir la locura o posesión extática a la cual se accedía en los rituales iniciáticos de la Grecia arcaica, fue recubierta por capas y capas de discursos, doctrinas, fijaciones de la palabra sobre la palabra. La revelación —sensorial-silente o expresada— que se menciona líneas atrás, se ocultó y petrificó en la sedimentación de más de veintiséis siglos de conocimiento —filosofía socrática: cristianismo: ciencia— para luego ser pulverizada por el pensamiento radical de finales del XIX y el XX. Por otra parte, los siglos ilustrados terminaron por confinar la “manía” a sitios fuera de la comunidad, lejos del centro del motor social: los manicomios congregaron —y aislaron en el plano social— a aquellos individuos cuya percepción y discurso evidenciaba la fragilidad del constructo subjetivo de la modernidad en Occidente. Maurizio Medo apela a las nociones de manicomio y manía —no más divina— para desarrollar la disociación del sentido en el plano del texto poético. La locura, antes que un dictamen médico, implica una diferencia radical en la forma de Según Platón, de esta “manía” derivó el término “mántico” que se atribuye a Orfeo: se trata de lo adivinatorio. Ello confirió a la figura del poeta una serie de atributos que han sido mal interpretados de manera crónica hasta nuestros días. 2

percepción y enunciación del mundo que, contemplada desde la perspectiva de la “normalidad”, aparece como no útil, no disponible, sin objetivo. Esa no disponibilidad engendra un lenguaje abierto, no obturado por convenciones ni fijado a las anclas de una conciencia. Quizás el temor de la racionalidad ante la locura sea, en última instancia, el temor a comprender el conocimiento como experiencia instantánea, fugaz, irrepetible: “He visto las brillantes mentes de mis predecesores perdidas en lo que pareció ser episteme”, aúlla aquí un falso Ginsberg. Los textos que conforman Manicomio están atravesados por esa energía, la cual permite la irrupción de voces dentro del objeto verbal, en una hybris donde la univocidad es derrocada: aparecen miles de aristas, gradientes hacia donde puede apuntar el objeto verbal. Esta pluralidad polifónica entreteje dos tipos de motivos: algunas líneas desprenden registros vivenciales, relativos a la clausura en un sanatorio mental, a la administración de sustancias que inhiben la dislocación del pensamiento, el acoso y abuso de los guardias —aquí apodados “Mandriles”, lo que consituye un correlato irónico sobre poesía y poder en nuestros países—, las pruebas diagnósticas. Estos registros se activan en una matriz de motivos literarios: Alicia y el Sombrerero, los dantescos Paolo, Francesca y Virgilio, Néstor Perlongher y ciertas atmósferas de Héctor Viel Temperley; Jean-Arthur Rimbaud y Paul Verlaine, Paul Celan o Hugo von Hofmannsthal asumen por instantes la dicción del poema. 179

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Las alusiones y las citas brotan en los textos y emulan las prácticas de los sparagmos y la omofagia, pues las voces desmembran la “normalidad” de la voz lírica, para después devorarse entre sí, unas a otras, en un vértigo que dota de brillo a cada uno de los artefactos verbales. Desde la primera sección, “Etumina”, el mejor ejemplo es el poema “Sparagmos sparagmos”, donde la voz enunciante es devorada por un fármaco que termina asumiendo el papel evocativo: “Y poco a poco fui travistiendo en el placebo de un informe ser (...) El sepukku mortal de todas las ansiedades (...) soy la droga que te colma de imbecilidad: soy Etumina.” Además del devoramiento, ocurre el travestismo: Jean-Arthur Rimbaud es un cholo (Vallejo) púber de apellidos Torres Canccha, Verlaine es su chica de bachillerato; un falso Ginsberg tropicalizado ocupa un poema y fagocita el discurso. Hay algo de razón antropofágica en todo esto. La figura femenina de Gilda aparece y es absorbida luego por Francesca, por Verlaine, por Medo. La sensación de hallarse en un manicomio aparece; una sana ambigüedad impide localizar, en un cuerpo o en varios, las palabras que se pronuncian. La multiplicación y la fractura de las voces, la devoración y el travestismo configuran un plano de signos que no refleja —ni pretende hacerlo— una realidad evocada ni evocable; por el contrario, demarca una zona donde toda experiencia es fugaz y los símbolos son frágiles, reinterpretables: en las imágenes de un test de Rorschach sólo puede verse “el cuerpo 180

muerto del autor”, como ocurre en la sección “Pentotal Saloon”. Si el cadáver del poeta ha salido ha flote, la idea del poema como entidad caduca aparece. Lord Chandos, el autor que recupera Hugo von Hofmannsthal, se pronuncia y reafirma esta sensación de indisponibilidad —por su total apertura— de experiencia alguna, al menos en la dirección unívoca de enunciación de un sujeto: “Ya no hay principio ni fin, sólo adición. No hay más poema, sólo híbridos fragmentos, rizomas agonales que rompen las fronteras, tanto así que he podido cazarte como a un estúpido conejo.” Recursos como la variación tipográfica, la aparición de las figuras de Rorschach o los espacios en blanco —donde debe verse un cuadro y ser nombrado—, ayudan a consolidar la sensación de rareza y delirio, zona abierta. Pero ante todo lo hacen la variación formal, la oscilación entre unidades de prosa y verso fragmentario, la intensa sonoridad que se procura entre los signos, la repetición enajenante y apócrifa de los motivos: “No más cuarto Relámpago / No azotes / No fármacos / Grilletes / Inyecciones / Ella duerme ¿è Turandot? Nessun dorma nessun dorma / No más rayos calcinantes de neuronas / No hipnóticos mantras / Ben peridol brom peridol.” La última sección, “Francesca”, monta un escenario de abuso por parte de los Mandriles y la total esquizofrenia de las voces enunciantes, que alcanzan un final ambiguo a través de un ritual apócrifo —en una cámara de Aedas, ofrendas en pastilla— que puede interpretarse como cura temporal o cura definitiva —la muerte—.

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De una u otra forma, el poeta como entidad apolínea —manager de la expresión de la conciencia— y como ínclito portavoz de una realidad epifanizable es aniquilado. Se alcanza con ello una expresión que tiende a lo enigmático y afirma la fugacidad de todo conocimiento; esta consideración posromántica del artefacto poético puede asociarse con la discusión de las vanguardias y de la escritura conceptual, pero también tiene resonancia el origen oscuro de la expresión lírica en Occidente. La naturaleza ama esconderse, afirmaba Heráclito, y el lenguaje no tendría por qué apuntar a lo contrario: el pensamiento es enigma. Procesos escriturales como el de Manicomio aún suscitan resquemor en espacios literarios como el mexicano, donde algún sector reaccionario quisiera apostar —en medio de la crisis de todo humanismo, de la crisis del lenguaje como correlato certero— por una creación obnubilada, estable y de romanticismos trasnochados. Manicomio es uno de los libros significativos para entender la actualidad de la lírica hecha en Latinoamérica.

Cada cosa se disgrega en palabras L UIS V ICENTE

DE

A GUINAGA

Antonio López Mijares, Epígrafes, poemas, prólogo de Arturo Ipiéns, La Zonámbula, Guadalajara, 2012, 56 p.

Sin duda los principales rasgos diferenciales de la poesía moderna y contemporánea de Latinoamérica respecto a la europea y la norteamericana son la voracidad, el eclecticismo y el sano descontrol con que los poetas han absorbido ejemplos, lecturas, influencias y modelos de todo el mundo y todas las épocas. En términos generales, desde la perspectiva práctica de los poetas latinoamericanos no parece haber conflicto ni dificultad en dialogar con Homero y la Biblia simultáneamente, con Dante y con Petrarca, con Baudelaire y con Valéry, con Williams y con Eliot, combinándolos y hasta confundiéndolos, llegado el caso. Clasicismo latinizante y coloquialismo, petrarquismo cancioneril e irracionalismo surrealista, intimismo y objetivismo, canción popular y barroquismo son algunos de los aparentes extremos que pueden verse asociados con suma desenvoltura y familiaridad en poetas como José Coronel Urtecho y Gilberto Owen, José Lezama Lima y Carlos Martínez Rivas, Rubén Bonifaz Nuño y Alberto Girri, Gerardo Deniz y Raúl Zurita, sin que de ahí deba inferirse que tales poetas carezcan de peculiaridades o marcas distintivas. Poeta de pocos libros y de libros breves, 181

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Antonio López Mijares (Guadalajara, 1951) es, en vista de lo anterior, un buen hijo de la tradición poética latinoamericana. Debo añadir en seguida que López Mijares, hijo de dicha tradición, lo es de toda ella en su conjunto más que de algún precursor en especial. Figurar en compañía de sus madres, padres, hermanos, maestros o amigos literarios, más que angustiarlo, parece animarlo y hasta divertirlo. Si en el título de su nuevo libro consta la palabra poemas es únicamente después de la palabra epígrafes. En unos, los poemas, queda registro de una realidad austera y sencilla; en otros, los epígrafes, más bien se anuncia que nada es tan simple como parece, que basta una biblioteca para entender que todo en el mundo está relacionado con todo lo demás y que, por ello mismo, es casi como si nada lo estuviera. En unos, los poemas, las pequeñas cosas del mundo —el perfil de un pájaro, la luz del anochecer— buscan su forma; en otros, los epígrafes, el poeta confirma que las palabras y las cosas existen por separado y que, por sí solo, “el fruto no dice”. La poesía de López Mijares parte de una convicción, a saber: que todo tiene significado pero casi nada tiene sentido. A semejante dilema, que define como “la ironía de atarse al/sentido”, el poeta responde componiendo frases que desmonta él mismo paralelamente. Con qué puede hacerse un poema, en efecto, sino con “palabras que le devuelven/nitidez a lo inexpresable”: qué sabe el pez 182

anegado sino transparencia con quién entonces ese ahíto reiterativo difuso pez de plata espejeando en la pecera vacía pelea deseoso

Ignoro si el pez del fragmento que acabo de citar proviene de un poema de Vicente Aleixandre, como indica el epígrafe del poema correspondiente, o de una pintura de Paul Klee. Tanto da. Prefiero ver en él una versión conjunta del “pájaro solitario” de san Juan de la Cruz y del “mulo en el abismo” de Lezama Lima. Las primeras palabras de la cita (“qué sabe/el pez/anegado/sino transparencia”) insinúan que la ignorancia del pez y la pureza del agua son la misma cosa o podrían serlo. Más aún, si el pez de López Mijares está solo en el fondo del vacío, tenemos que las nociones de soledad y profundidad se le adhieren a los elementos previos de transparencia e ignorancia. Con esas cuatro abstracciones puede formarse una cadena conceptual que a la postre resultará bastante útil para leer Epígrafes, poemas. El poeta, simultáneamente, ignora y percibe. Si está sumido en la oscuridad, en la oscuridad percibe y en la oscuridad ignora; si está en la luz, ignora en la luz y en la luz percibe. No sabe qué sentido tenga lo que ve, lo que oye, lo que toca, pero se las arregla para ver, oír y tocar diciendo. En uno de los veinticuatro poemas de su

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libro, el que se titula “El tordo: versiones”, López Mijares intenta describir un pájaro. Y es importante que trate de hacerlo, desde luego, pero no lo es menos que lo haga leyendo un poema de William Carlos Williams traducido por Octavio Paz, “El tordo”, que hace las veces de lente. López Mijares no escribe una versión del poema de Williams; no lo traduce ni lo parafrasea: escribe, literalmente, una versión del pájaro, un traslado imposible del animal viviente a un medio que no es ni puede ser el suyo, una transubstanciación (y ruego de inmediato que me sea disculpada la elección de tan categórico y teológico vocablo). Así como la realidad es incapaz de hablar acerca de los objetos que la componen, así también el poema balbucea o enmudece ante un ave modesta, un pajarito sin lujos ni ambiciones, un “meollo de carne jaspeada”, una “pizca de no sé”, una cabeza engastada en un latido

Aun así, el poeta es capaz de presentir “la consumación del pájaro en su vuelo”. También sospecha, con Alberto Girri, que lo irreal es apenas y tremendamente “lo real sin objetos”. Dicho de otra forma: si el pájaro alcanza plenitud en el aire, cabe maravillarse a la vez por la grandeza del vuelo, por la pequeñez del ave y por el vacío que habrá de liberar tras de sí con cada uno de sus aleteos. Esa “consumación”, esa plenitud, no es por lo tanto equiparable al horror vacui

de ciertas corrientes artísticas, ya que su razón de ser no es llenar lo vacío para suprimirlo sino integrarse a él para reafirmarlo. Se trata, incluso, de una superación de la carencia desde la carencia misma, como si el poema fuera un objeto pobre capaz de remediar todas las pobrezas. El poema, parece decirnos López Mijares, es un propagador de carencias, un agente disgregador, un artefacto disolvente, y en la expansión de su pobreza (en el contagio de su pobreza) radica, irónicamente, su riqueza: Cada cosa, cada cosa se disgrega en palabras, miseria colmada, poema.

Ignorancia, soledad, transparencia y profundidad confluyen, pues, en el mestizaje poético de López Mijares. No es anormal que, puesto a repartir cantidades de significancia e insignificancia entre yo y tú, el yo encarnado por el poeta se quede con la segunda en “Miento sobre el mundo”, uno de los poemas de su libro: “para la insignificancia estoy/para la significancia estás”. Tampoco es anormal que “Impromptu”, otro de sus poemas, lleve inscrito un verso de Mallarmé referido precisamente a la majestuosa extrañeza de las cosas del mundo, lápidas o piedras: “quieto bloque aquí caído de un desastre oscuro” (traducido por Xavier de Salas, dicho sea de paso, más como un heptámetro yámbico que como un alejandrino). En la insignificancia conviven la cosa y la palabra, el pájaro y el aire, la sílaba y el silencio, la certeza de la materia y las “inclemencias 183

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del pudo ser”. Al recordar a una “joven intacta” y “su contorno eterno”, el poeta, conmovido, entiende que su deber es resguardar la vida, no sólo el recuerdo de la vida: “Preserva, lengua del pobre,/la derruida perfección/de aquella claridad”. En esa “lengua del pobre”, débil e incolora, caben las palabras de todo lo insignificante, los nombres de todas las cosas del mundo.

Atisbar por el ojo de una cerradura A LEJANDRO B ADILLO David Miklos, Brama, Tusquets Editores, México, 2012, 161 p.

La narrativa de David Miklos (San Antonio Texas, 1970) se ha caracterizado por mantenerse lejos del grueso de narrado184

res mexicanos cuyos temas se insertan en fenómenos sociales identificables como la política, la violencia, el folclor del norte y la frontera con Estados Unidos. Desde el inicio Miklos se esforzó en construir una mirada íntima, buscar el mundo desde la biografía, la ambigüedad y la duda. Sus historias están ancladas en una reflexión que se extiende, que no termina. Podemos pasar de La piel muerta, su primera novela, en la que sondeaba en clave simbólica la herencia familiar, a La vida triestina, obra que mezcla el ensayo y el diario de viaje. Una característica importante en este recorrido es la brevedad en la extensión de sus novelas y la contención. Miklos busca ese “desvío” o “extrañeza” del que hablaban los formalistas rusos y que distingue el lenguaje cotidiano de la literatura con una prosa aparentemente sencilla, desprovista de giros retóricos. En vez de lo llamativo, de lo claramente identificable, el escenario es ocupado por el ritmo, la repetición hipnótica, la construcción de imágenes que dan forma a diálogos breves, un monólogo que no se altera y que cuenta con parsimonia. Por estas razones me pareció muy interesante la incursión del autor en el campo de la literatura erótica. ¿Cómo confrontar la contención con la exuberancia? ¿Cómo reelaborar una prosa que reduce sus posibilidades hasta rozar los límites de lo conceptual? Este dilema se acentúa en una época marcada por lo visual. La imagen ha ocupado muchos territorios antes reservados a la literatura y a su poder imaginativo. Incluso la narrativa o poética más

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descriptiva no pueden competir con el detalle de una fotografía o la escena de una película. Ante este fenómeno, la literatura erótica necesita experimentar, reinventarse, sin embargo muchos autores no asumen el reto y el planteamiento de sus obras sigue siendo convencional y sólo encadenan escenas sexuales en un contexto anodino, huérfano de referencias o simbolismos que propicien una lectura en varios niveles. El Marqués de Sade, por ejemplo, famoso por sus excesos en su obra y en su vida, no ofrecía sólo depravación sino que utilizaba a sus personajes como portavoces de una de las ideologías que dominaban su época: la naturaleza es sabia y permite que los más fuertes abusen de los débiles. Brama plantea una historia familiar y desmenuza poco a poco su tragedia. En el centro tenemos a András, sometido a su dominante hermano mayor Béla. Otros personajes que gravitan alrededor de los hermanos son Moira, la madre; y Milena, la esposa de Béla, que reta continuamente a András para lograr el acto sexual, liberarlo de una eyaculación precoz que lo limita. Además hay que destacar a un personaje que se une y que, en muchos momentos, disputa el papel principal: la casa. Miklos ocupa el lenguaje para explotar el espacio como un elemento que interactúa y que lentamente cobra vida con sus cortinas, habitaciones, paredes, escaleras. Así, la aparente objetividad del narrador omnisciente se vuelve un terreno resbaladizo. Parece que el punto de vista es el de una cámara que atisba a través del ojo de

una cerradura. La condición del voyeur es fundamental para crear tensión en la obra. La relación que Miklos entreteje con sus personajes —además de la exhibición del acto sexual— da cauce a la transgresión cuando una mujer es compartida por dos hermanos, cuando la dinámica familiar se corrompe lentamente y deja al descubierto tiranías y fetiches. Más allá de lo explícito, la apuesta del autor abreva de lo grotesco, de lo prohibido que ocurre tras la apariencia normal de una gran casa. Brama, con sus secretos lentamente develados, me recuerda las genealogías malditas de las novelas del chileno José Donoso, en especial El obsceno pájaro de la noche. En Donoso la historia es más extensa, dirigida a la deformidad expresa, y en Miklos el trayecto es más concentrado. La voz que late tras estas obras nos dice que el mal está en nosotros, que la normalidad de todos los días es un disfraz que oculta nuestros traumas, nuestros deseos más inconfesables. Esto mantiene credibilidad en una historia que bordea siempre los límites del exceso, que trasciende los límites del cuerpo y le da un contexto que, al final, es lo más atractivo para el lector. En otras reseñas para esta publicación había apuntado cierta gratuidad en los autores cuando rompían la linealidad de sus historias con voces que se añadían de último momento y cuyo papel era, a mi gusto, un distractor más que un elemento que sumara en el plano estético o estructural. El caso de Brama es distinto: los capítulos se disponen casi geométricamente en 185

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las 161 páginas de la novela. El peso, entonces, está distribuido equitativamente y el lector se enfrenta a diferentes historias, a un coro en el que cada participante espera su turno para contar un fragmento íntimo que seduce. El lenguaje se desdobla en varios tiempos y escenarios pero siempre conserva el tono que ha cultivado el autor desde sus primeras obras: un fraseo que sólo aborda lo necesario, que no explota en adjetivos y basa su potencial en lo mínimo, en el impacto de una imagen, en una escena desprovista de adornos. Otro elemento atractivo en Brama es la relación destructiva que pasa por distintos planos simbólicos: la violencia física que se expande a la debacle familiar; el deseo que deviene odio. Incluso, por momentos, la destrucción pasa de lo sexual a elementos simbólicos: los personajes se comen unos a otros hasta saciar sus instintos. El ámbito sexual pasa al ámbito madre-hijo no con la gratuidad del incesto o con el famoso complejo de Edipo sino con la fuerza vital que lleva a que el hijo recién nacido consuma a su madre: “Mis pechos, alguna vez hermosos, bellos como pocos pechos durante el embarazo, fueron consumidos por mi primogénito durante los más de doce meses que lo amamanté. Leche y sangre, toda de la que Béla pudo saciarse, me las chupó…” Una de las ventajas de Brama es el final no contado por un personaje en particular y abordado por la casa que, para entonces, se ha consolidado y es un protagonista más. Como un útero infectado, la casa lleva registro del mal que la devo186

ra desde adentro. Sus pobladores la inundan con excremento, con desperdicios. Se cazan unos a otros en la penumbra de las habitaciones. A lo lejos sólo se escucha el bramido, el elemento simbólico que los regresa a una etapa primitiva, animal, donde el instinto y el deseo lo rigen todo. En su interesante ensayo, Nuestro lado oscuro. Una historia de lo perverso (Anagrama, 2010), Élizabeth Roudinesco, la historiadora rumana especializada en psicología, hace un recuento de cómo han sido vistas y contextualizadas las conductas que se salen de la norma: de los primeros místicos cristianos a los genocidas nazis. Las distintas etimologías de perverso: “revolver”, “trastocar”, “desordenar”, “destruir”, apuestan por la exhibición desenfadada, por lo evidente o lo provocador que genera la identificación inmediata y el rechazo de la sociedad. Sin embargo, como sucede en Brama, el significado de la palabra se ha tornado más oscuro, menos expuesto: el perverso ya no es el que cuestiona abiertamente las buenas costumbres sino el que se consume a sí mismo en lo íntimo. Lo perturbador es, entonces, la normalidad trastocada en los personajes de Miklos, la cual ocurre siempre en privado. El malo ya no es exclusivo de los locos y puede estar en todos lados. Para finalizar, es importante destacar que Brama, además de su planteamiento y estructura, pone sobre la mesa un tema que pasa desapercibido para gran parte de la crítica literaria: la importancia de la novela corta o nouvelle en la literatura mexicana y en un escenario dominado por

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obras de largo aliento. Me parece que Brama reivindica el terreno breve porque explota su poder de sugestión en lugar de crear un mundo profusamente detallado, donde todo está dicho. Esta novela corta funciona como una mirada que atisba por el ojo de una cerradura: se perciben fragmentos de la realidad, destellos que son lo suficientemente poderosos para que la imaginación se ramifique y perdure.

Revolución mientras estemos vivos C AROLINA C UEVAS P ARRA

Pantera Negra: El arte revolucionario de Emory Douglas, Alias Editorial, México, 2012, 186 p.

En la solapa de Mi libro es su libro, de Lawrence Weiner, también publicado por Alias, se lee: “Si de hecho todas las cosas

deben estar a la disposición de todo el mundo, cada cosa debe ser adaptable a las necesidades de cada grupo de personas (tal vez para enriquecer la vida tal como es o tal vez para cambiar lo que puede ser cambiado).” La cita puede o no referirse literalmente al ejercicio de la traducción, pero la utilizo aquí para introducir un rasgo sobresaliente de la publicación de Pantera Negra… por una editorial mexicana independiente que interviene y modifica sin más la predecible lógica de publicación y distribución de la industria editorial en México. Este libro es una colección de imágenes de la obra de Emory Douglas, ministro de cultura e ilustrador del periódico del Partido Pantera Negra de 1967 a 1978, y seis textos —biográficos, académicos, una entrevista al propio Emory Douglas— que reconstruyen casi sin querer la historia del artista en el partido y la amenazante atmósfera cultural y política en la que trabajó como ilustrador y activista político. Todos los textos y consignas que acompañan las más de ochenta imágenes están traducidos al español interviniendo así los editores mexicanos directamente sobre las imágenes originales. La traducción del libro estuvo a cargo de un equipo de traductores cubanos, y en esto también interpreto un interés de relacionar y enlazar a un lugar con otro, de hacer aún más pertinente la publicación de este libro aquí, en este momento. Publicado por primera vez en 2008 por Rizzoli International en Estados Unidos, Alias lo publica en 2012 con apenas unas modificaciones: las ya mencionadas traduccio187

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nes, la selección de una portada alterna, la inclusión de una nota a la edición en español; pero es ya un libro hecho de otro libro. En algunos libros de Alias, pero en particular en éste, encuentro un entusiasmo por volver urgente el acto de publicar, de reactivar astutamente la fuerza de las imágenes y los textos, que casi podemos tocar porque, aunque pensados en otra lengua, los editores los acercan a nosotros y nos piden que los leamos atentamente, que estudiemos este libro como parte, hasta ahora desconocida, de nuestra propia historia. Me parece que este rasgo y el sentido de urgencia que lo acompaña se hermana con el gesto artístico de Emory, con su capacidad de diluirse como individuo en una colectividad oprimida, con las relaciones que buscaban sus imágenes con los miembros de la comunidad negra durante las décadas de los sesenta y setenta. En el caso de este libro, es claro que el gesto de la publicación por parte de la editorial de Damián Ortega va más allá del gusto arbitrario por la obra de un artista comprometido. Se está buscando algo más, algo que tiene que ver con la aproximación y el acercamiento de un objeto hacia otro, de un objeto hacia otra cosa. Hacer relaciones, diría apresuradamente. Sería más acertado decir que Emory también está pensando —aunque no lo haga del todo— en nosotros aquí, cuarenta años después; o al menos, los editores han logrado que así lo parezca, han vuelto sumamente pertinente la publicación de este texto, la revelación de una historia oculta. Dice Lawrence Weiner: “Realmente una traduc188

ción es el movimiento de un objeto a otro lugar.” Yo agrego que una traducción es también el movimiento de una fuerza. La obra gráfica de Emory Douglas fue elaborada en su mayoría para el periódico The Black Panther, publicación semanal que desde 1967 hasta finales de la década de los setenta se encargó de difundir las ideas y propuestas políticas del partido. Como ministro de cultura y artista revolucionario del partido, Emory también estuvo a cargo del diseño del periódico que desde el comienzo reveló en sus páginas el poder visual de sus imágenes. Ante una comunidad en su mayoría no lectora, los líderes del partido comprendieron que el diseño era fundamental para distribuir y movilizar sus ideas. La mayoría de los que rememoran el arte gráfico de Emory enfatizan la manera cómo desde el offset, la serigrafía y el collage de fotografías y caricaturas, logró iconizar la lucha que el Black Power Movement! llevaba a cabo en aquellos años en gran parte de Estados Unidos. Más que ilustrar la lucha, las caracterizaciones que hizo de los policías blancos como cerdos uniformados, los retratos de mujeres negras armadas y guerrilleros negros mirándonos fijamente desde sus gruesos trazos, consolidan la idea de una comunidad dispuesta a hacerse cargo de sí misma, no sólo de defenderse y combatir por su supervivencia, sino de representarse a sí misma y contar a sus miembros su propia historia. En esto, Emory tiene un papel fundamental. Si su obra genera comunidad, lo hace desde que él se disuelve para servir a la

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ideología del partido, arrojando sus ilustraciones a la calle mediante el periódico, las reuniones donde colgaban los afiches, y las paredes donde se pegaban los carteles reclamando toda clase de exigencias políticas. Él desaparece para que sus obras se alineen con la gráfica de protesta que prolifera en todo el mundo, es decir, está su quehacer pero lo que resuena con más fuerza son aquellos símbolos que logran representar a una comunidad que se siente deshecha al mismo tiempo que fortalecida. Emory habla de un todos, Kathleen Cleaver, secretaria de comunicación del partido, lo dice de esta manera: “Todos los que vivíamos en el área de la Bahía estábamos bajo asedio —llevados hacia un vórtice mortífero de ira, violencia y amor.” Bahía estaba en todas partes, o al menos eso creían los miembros del partido cuando hablaban de sumar a su lucha a los indios americanos, a los chicanos, al recién gestado movimiento gay, a los vietnamitas… La historia del Partido Pantera Negra de Autodefensa se narra a través de las imágenes de Emory. En esto subyace mi interés en este libro: no se trata sólo de contar una historia o de dejar testimonio de las acciones del partido a lo largo de una década, se trata de declarar que la historia no es siempre una y de contradecir la mitología oficial en torno al partido que intentó a toda costa caracterizar a sus miembros como terroristas, ciudadanos violentos que intentaban trastocar el supuesto orden social que imperaba en Estados Unidos. La historia es otra, y como

bien lo ilustran los carteles de Emory, eran otros las bestias, los cerdos que actuaban desde el racismo institucionalizado y la práctica legal de discriminación y segregación de los ciudadanos negros. Es también la narración visual de esta brutalidad y violencia la que se halla en las imágenes de Emory; por tanto, un libro así derrumba la noción de Historia de Estados Unidos, como si ésta fuera identificable, palpable, narrable en términos de consenso y no —como realmente fue— en términos de continua lucha y contradicción. En uno de los textos incluidos en este libro, Sam Durant señala que la compilación de las imágenes de Emory y los textos y entrevistas que los acompañan están también reunidos para “contradecir de manera radical la imagen de los panteras negras que construyeron los medios convencionales”. Un acercamiento frívolo a estas imágenes puede provocar un rechazo inmediato: descontextualizada la violencia de éstas, sólo permite ver a hombres, mujeres y niños armados entre exclamaciones e invitaciones a defenderse de la violencia ejercida sobre ellos: “En la revolución uno gana o uno muere”, “En nombre de la tierra, el pan, la vivienda, la educación, el vestir, la justicia y la paz, hágase a los cerdos lo que ellos nos hacen a nosotros”, “Revolución mientras estemos vivos”, “La sangre de los cerdos debe correr por las calles”. Puede ser que nadie esté preparado para admitir la violencia de estas consignas o la imagen de una mujer negra sosteniendo a su hijo con un brazo y una metralleta con el otro, pero no creo que 189

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Emory estuviera pensando en que lo que ocurría en sus dibujos se correspondiera con la realidad, es decir, sus imágenes no eran representativas per se. En ciertas declaraciones señala su intención de empoderar y dignificar a un grupo de individuos —en todo caso, hayan sido sueños, visualizaciones o la representación pintoresca y brutal de una lucha por la supervivencia—, fue esta idea abstracta y descontextualizada de la violencia la que se difundió por los medios masivos para descalificar el movimiento del Poder Negro y, en específico, al Partido de las Panteras Negras. Poco se sabe sobre el principio de autodefensa que originó la creación del partido, y mucho menos se reconoce su importante papel en la implementación de programas sociales para miles de miembros de su comunidad (en una segunda etapa las prácticas del partido mutaron de la autodefensa armada a los desayunos comunitarios, talleres, clínicas gratuitas, campañas de vestido y calzado —y, con ellas, las ilustraciones de Emory—). Al contradecir la historia de los terroristas con boina negra, este libro también contradice, y paradójicamente fortalece, la historia de los íconos revolucionarios de estos años en todo el mundo. Emory introduce en sus carteles a vietnamitas, a latinoamericanos, imágenes del guerrillero que en aquel tiempo comenzaba a consolidarse como símbolo de la revolución. Este libro es también una forma de combatir los acercamientos superficiales a estos movimientos y dar cuenta de los procesos de apropiación y reciclaje de imágenes, ideas y frases 190

que —a veces de forma intempestiva— circulaban en los lugares donde se estaban llevando a cabo luchas contra alguna forma de poder. El arte propagandístico siempre tiene algo de chocante, en especial para aquellos artistas que velan por la autonomía del arte y lo reclaman ajeno a toda realidad social o política. El mismo Emory declara que no cree en el arte por el arte, y afirma con orgullo estar sirviendo a una causa mayor, vaguedad que ahora nos suena más hueca que nunca. ¿El arte revolucionario? Sería difícil ponerse a hablar aquí acerca de prácticas revolucionarias sin que suene a los discursos vacíos que circulan sin remedio entre nosotros. Sin embargo, lo que defiendo aquí, y la publicación de Alias ejemplifica mi argumento, es que más allá de la temática de este libro y de que la obra de Douglas sea abiertamente propagandística y haya servido para fines políticos específicos, ningún libro deja de tocar nunca la realidad en la que se encarna. Que este libro cobre vida aquí, justo en este momento en el que vuelven a ver la luz oleadas de imágenes e ilustraciones con claros fines políticos, no es una mera coincidencia ni una lectura forzada ni una forma —de nuevo superficial— de abogar por la ilusión revolucionaria. Desempolvar los carteles del 68, publicar la obra de Emory Douglas, volver a gritar las mismas consignas que hace cuarenta años no se oían, redefine y resemantiza cada una de estas prácticas y las vuelve vigentes y reales para algunos, añejas y anacrónicas para otros. Los

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LA VIGILIA DE LA ALDEA

carteles de Douglas reclaman, con un júbilo insospechado, que algo aún puede ser revolucionario, y no lo hacen desde la desmemoria de las luchas fallidas del siglo veinte ni desde la superficial añoranza de la revolución que no llega, lo hacen desde la urgencia por asumir nuestras formas culturales como prácticas que dialogan con su entorno inmediato, y hasta con un entorno lejano que parece no dirigirse a nosotros. Creo que si Emory creía en el poder de sus imágenes y Huey P. Newton creía que tomar un arma era una forma de tomar en sus manos el destino de su comunidad, lo hacían con una profunda comprensión de que, en las representaciones que hacía cada uno de sí mismo y de su comunidad, también estaba la lucha. Un lenguaje se estaba creando, unas imágenes lo hacían suyo y lo hacían público, y unos individuos se sentían cada vez con más fuerza para exigir el cese de

la brutalidad contra sus comunidades. Estos procesos de caracterización, metaforización y definición identitaria no pueden pasar inadvertidos por cualquiera que se acerque a la obra de Emory Douglas, y forzando un poco la reflexión a cualquier obra que se plantee en el horizonte de la creación de símbolos y representaciones. Al darle presencia en sus imágenes a hombres y mujeres que derrotaban a los cerdos, Emory estaba declarando su fuerza y descubriendo la gran mentira: no era cierto que los negros estaban desarmados para defenderse y que nada podría detener la situación injusta que los mantenía oprimidos. La publicación por Alias de este libro hecho de otro libro puede ser también una declaración de fuerza desde el ejercicio editorial, una modesta manera de arrojar algo a la realidad “tal vez para enriquecer la vida tal como es o tal vez para cambiar lo que puede ser cambiado”.

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