P Peeddrroo A Arrrruuppee,, S SJ J E Exxppeerriieenncciiaa E Essppiirriittuuaall ((G Guuííaa 66ªª))

Testamento del P. Arrupe Mi mensaje hoy es que estén a la disposición del Señor. Que Dios sea siempre el centro, que le escuchemos, que busquemos constantemente qué podamos hacer en su mayor servicio, y lo realicemos lo mejor posible, con amor, desprendidos de todo. Que tengamos un sentido muy personal de Dios. A cada uno en particular querría decir “tantas cosas”... A los jóvenes les digo: busquen la presencia de Dios, la propia santificación, que es la mejor preparación para el futuro. Que se entreguen a la voluntad de Dios en su extraordinaria grandeza y simplicidad a la vez. A los que están en la plenitud de su actividad les pido que no se gasten, y pongan el centro del equilibrio de sus vidas no en el trabajo sino en Dios. Manténgase atentos a tantas necesidades del mundo. A los de mi edad recomiendo apertura: aprender qué es lo que hay que hacer ahora y hacerlo bien. Quiero recordar a toda la Compañía la gran importancia de los Hermanos. Ellos nos ayudan tanto a centrar nuestra vocación en Dios.

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1. Renovación Espiritual Primera pregunta que debemos hacernos, una y otra vez, en todas las etapas de nuestra vida de jesuitas: en qué punto nos hallamos respecto a nuestra experiencia de Dios, “en primer lugar atienda a Dios, y luego a la manera de ser de este Instituto que es un camino hacia Él” (Fórmula del Instituto). El mundo se seculariza. La Compañía acepta este hecho. Más aún, saca las consecuencias de él, a fin de adaptar su género de vida y sus formas de apostolado; y está dispuesta a hacerlo mucho más todavía. Pero se impone una condición: que nuestro encuentro personal con Dios dé a nuestra vida su sello de absoluto, de exigencia radical, de respuesta incondicional. Este encuentro con Dios toma, naturalmente, muchas formas según los carismas y temperamentos. Pero siempre será una adhesión a Cristo, un descubrir por Él el amor del Padre, una disponibilidad permanente para dejarse guiar por su Espíritu. Ahora bien, actualmente en la Compañía hay que hacer hincapié en este punto básico –a veces no sin valentía– como una condición de vida y como un criterio para enjuiciar nuestra actuación. 1. ¿Cuál es la experiencia personal de cada uno de nosotros en este encuentro con Cristo? 2. ¿Es para nosotros el Evangelio la revelación personal del Verbo de Dios, simplemente un conjunto de valores religiosos o sociales que hay que defender? 3. Desde el punto de vista del ministerio sacerdotal, de la inserción profesional, de la proclamación de la Palabra, de la ayuda al desarrollo de los pueblos, etc., ¿llevan nuestros compromisos apostólicos el sello de esa misión, cuyo sentido consiste en revelar a los hombres el amor que Dios les tiene? 4. Nuestro comportamiento psicológico, afectivo, intelectual, artístico, social, ¿revela – incluso sin que sea necesario ni posible nombrarla– esa presencia interior de la cual vivimos y es la única garantía eficaz para el Reino de Dios? 5. Aunque las palabras renuncia o abnegación tengan para nosotros un sentido ambiguo, ¿aceptamos realmente participar de la “kénosis” de Cristo y de su misión de Siervo? Se nos ocurren estas preguntas y muchas más para enjuiciar la autenticidad de nuestro comportamiento como jesuitas. Con demasiada frecuencia hablamos de vivir de Cristo, de discernir su Espíritu, de humildad, de pobreza, e incluso de oración, sin que esto responda a una experiencia cuyas exigencias queremos vivir hasta el fondo; en ese caso, se convierten en palabras vacías, en teorías que, o no llegamos a experimentar personalmente, o las desmentimos de hecho. Nuestra renovación espiritual pasa primero por un esfuerzo de sinceridad, de autenticidad, de rechazo de la “hipocresía” farisaica, y de unidad profunda de nuestra personalidad interiormente transformada o transfigurada por una gracia operante que reconocemos y confesamos. La libertad interior (indiferencia), o positiva disposición a dejarse dirigir por el Espíritu Santo, es absolutamente necesaria para la adaptación y la renovación apostólica, tanto más cuanto que no podemos quedarnos en veleidades del tipo de la del segundo binario de hombres (EE 154). Cuanto mayor sea la libertad interior, menos limitación habrá en el

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dinamismo apostólico: el que goza de libertad interior puede hacer planes apostólicos sin temor a nada ni a nadie. Interroguémonos acerca de la clase de encuentro, de diálogo, de unión, de docilidad al Espíritu de Cristo, que tratamos de insertar en nuestras vidas. Las palabras tienen sólo una significación aproximada: hay que rebasarlas para encontrar una verdad escueta y extraer todas sus consecuencias: Cristo vive, habla y actúa recibiendo de su Padre su ser, su palabra y su acción; y in Christo, participando de sus relaciones con el Padre, se desarrolla toda nuestra vida. De donde se desprende lo siguiente: En qué situación nos encontramos respecto a nuestra oración (con lo que necesariamente comporta de adoración, purificación, disponibilidad, llamamiento a trabajar por el Reino universal de Cristo). Hay que repetir incansablemente a todos los jesuitas que su vocación, más que cualquier regla o control, es la que les obliga a la oración; y por eso mismo, su responsabilidad está gravemente comprometida. Y que la Compañía mantiene esto como criterio para juzgar la fidelidad a la vocación.

“Encontrar en todo a Dios” Para un jesuita esta fórmula expresa un ideal que debe ir alcanzando poco a poco por medio del apostolado. El trabajo es un medio de unión con Cristo, y de hacer esta unión más profunda por una absoluta mortificación de sí mismo; pero con tal que se realice en caridad, es decir, por el amor que Dios nos da y recibimos sin cesar. Hay que deshacer dos equívocos: Persuadirse a la ligera de haber cumplido las condiciones de un trabajo que santifica; cuando se ha obrado sólo por actividad natural. Creer que lo primero es la oración y que el trabajo va después; siendo así que éste, realizado bajo la acción del Espíritu Santo, lleva en sí el medio de progresar en la unión con Dios. Habría que añadir una intención: favorecer con empeño el intercambio y la comunicación en el plano espiritual. Nos ayudará a ello la práctica de un verdadero discernimiento comunitario; porque la comunicación de las experiencias interiores es un medio magnífico para unificar una comunidad. (24 junio 1971)

2. Integración Espiritual y Apostólica Mi propósito ahora es continuar este múltiple diálogo -que es búsqueda conjunta y progresiva de la voluntad del Señor-, proponiendo algunos temas para guiar el proceso de reflexión y de examen que nos pide la Congregación General. Empiezo planteando una pregunta: ¿Cómo podríamos asegurar y robustecer nuestra vida espiritual y nuestro apostolado, como un todo perfectamente integrado, de forma que nuestra vida y actividades resulten realmente evangelizadoras y anuncien eficazmente a Jesucristo hoy?

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Pregunta que yo desglosaría en estas otras dos: – ¿Nuestra espiritualidad, tal y como vivimos en la práctica, es tal, que nos permita vivir nuestra vida apostólica con la creatividad, disponibilidad, riesgo y compromiso que requiere la CG.? – ¿Nuestra manera de concebir y ejercer de hecho nuestra misión apostólica hoy, individual y comunitariamente, es tal, que refleje una espiritualidad profunda y nos permita desarrollarla y sostenerla? No se trata, como bien podéis suponer, de preguntas retóricas. Me lleva a hacérmelas, y a proponéroslas, la constatación de que, al lado de un prometedor resurgir espiritual y de un nuevo dinamismo apostólico, hay en la Compañía síntomas de un real deterioro en ambos aspectos y de una estéril dicotomía que no los íntegra suficientemente, de modo personal, en bastantes de los jesuitas. Esto da lugar, como consecuencia, a situaciones de insatisfacción, de desgaste y desilusión personal por un lado y a tensiones individuales y comunitarias por otro. Se constatan también formas de actividad, nuevas y antiguas, que acaparan por entero la generosidad de no pocos de nuestros hombres. Por otro lado se constata la existencia de una práctica fiel en apariencia a expresiones tradicionales de nuestra vida espiritual, pero a la que no corresponde la creatividad apostólica que requiere hoy la evangelización de una nueva sociedad.

Problema fundamental: ser, de hecho, “in actione contemplativus” Estas consideraciones no agotan, por supuesto, toda la realidad, que es mucho más compleja y más rica, pero sí revelan un verdadero problema de fondo, a saber: la falta en no pocos de esa profunda experiencia personal de fe y también de esa integración real de la vida espiritual y apostolado (fe y misión) que han de penetrar y dinamizar todos los aspectos de nuestra vida. En otros términos, la necesidad de realizar también hoy de manera concreta el “in actione contemplativus”, de modo que no sea meramente una frase, un “slogan”, sino una realidad vivida. Propuestas: § Tener hoy la intuición y el valor de realizar creativamente nuestras opciones apostólicas prioritarias, rompiendo generosamente con connaturales inercias, requiere una docilidad al Espíritu que no se consigue sino como un don, fruto de humilde escucha de ese Espíritu en el seno de una vida verdaderamente de oración. § Mantener el sentido especificador, religioso, apostólico, sacerdotal, de todas nuestras actividades, aun las de cuño material más “secular”, sólo será posible desde una consciente vivencia espiritual personal, compartida comunitariamente. Más aún, cuando las exigencias de la misma evangelización sólo permitan o aconsejen una manifestación implícita de nuestra fe, tanto más viva habrá de ser esa fe en nosotros, más explícita para nosotros mismos la intencionalidad apostólica que nos justifica en esas actividades, y más exigente la coherencia de nuestra propia vida con esa fe. Todo ello es impensable sin un don de Dios implorado en humilde oración. § Vivir hoy, en todo momento y en toda misión, el “in actione contemplativus”, supone un don y una pedagogía de oración que nos capacite para una renovada “lectura” de la realidad (de toda la realidad) desde el Evangelio y para una constante confrontación de esa realidad con el Evangelio. § Finalmente, hoy, más quizá que en un cercano pasado, se nos ha hecho claro que la fe no es algo adquirido de una vez para siempre, sino que puede debilitarse y hasta perderse, y necesita ser renovada, alimentada y fortalecida constantemente. De ahí que vivir nuestra

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fe y nuestra esperanza a la intemperie, “expuestos a la prueba de la increencia y de la injusticia”, requiera de nosotros más que nunca la oración que pide esa fe, que tiene que sernos dada en cada momento. La oración nos da a nosotros nuestra propia medida, destierra seguridades puramente humanas y dogmatismos polarizantes, y nos prepara así, en humildad y sencillez, a que nos sea comunicada la revelación que se hace únicamente a los pequeños.

Abrirnos a nuevas experiencias Este cuadro plural de circunstancias y de causas, nos hace aún más necesario el abrir responsablemente nuestra experiencia de oración. El Espíritu Santo enriquece en nuestros días la vida cristiana suscitando formas y estímulos de oración, de índole individual o comunitaria, algunos relativamente nuevos, otros patrimonio habitual de muchos jesuitas de todos los tiempos, hombres de empeñadísimo compromiso apostólico, como el mismo Ignacio, Javier, Fabro... Muchos de estos modos de auténtica experiencia espiritual pueden sin duda ser incorporados a nuestra existencia. Quiero en este sentido manifestar mi agradecimiento a los que, enviados por la Compañía en misión a situaciones de difícil inserción, se esfuerzan sinceramente por integrar, en estas nuevas circunstancias, contemplación y acción, y lo hacen con humildad, ayudándose en verdadero discernimiento de otros hermanos de la Compañía expertos en las cosas del espíritu. Si su experiencia de contemplación “a la manera de Ignacio” les lleva a ser captados renovadamente por la llamada de Jesucristo, Hijo de Dios, será experiencia auténtica, y nos harán a todos un gran servicio haciéndonos partícipes de ella. Necesitamos aprender todos. Sepamos oír a quienes el Señor se comunica. El Espíritu “sopla donde quiere”. Preguntarnos periódicamente, como deseaba S. Ignacio, y hasta de modo sistemático, después de cada jornada o al final de nuestras sesiones y encuentros de trabajo, sobre la obra que el Espíritu ha hecho en nosotros durante ese tiempo, sobre lo que el Señor ha querido significarnos, sobre lo que no hemos obrado según el Espíritu, etc., nos ira poco a poco educando a trascender los aspectos puramente técnicos y seculares de nuestro trabajo y a desarrollar nuestra actividad, con la especificidad que nos es propia como compañeros de Jesús. ¿No es ése el más profundo sentido del examen de conciencia ignaciano? Finalmente os invito a que en actitud de sincero discernimiento ante Dios Nuestro Señor os hagáis y os respondáis, individual y comunitariamente, preguntas como éstas: 1. ¿Mi actividad en la Compañía, tiene objetivamente en sí, en mi intención personal y en el modo de vivirla (objetivos, motivación, medios y procedimientos), toda la impronta apostólica que debe caracterizarla y especificarla en fuerza de mi vocación? 2. ¿Cómo integro de hecho, vitalmente, en lo concreto. de mi existencia, mi experiencia de Dios y la acción apostólica más comprometida que me pide la Compañía? 3. Mi experiencia personal de Dios, y la que comparto con mi comunidad, ¿es más que una formalidad externa que observo con fidelidad? ¿Qué he de hacer para que lo sea? 4. ¿Hasta qué punto mi compromiso por la justicia brota de mi fe? ¿Y hasta qué punto mi fe es tan auténtica, que me proyecta apostólicamente en un real seguimiento del Jesús pobre y humillado que me compromete en la promoción de la justicia?

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5. ¿Me ayudo del Superior y sé humildemente tomar consejo del director espiritual para concretar responsablemente mi tiempo y modo de oración a mis circunstancias concretas? Quiera el Señor ayudarnos a descubrir más y más profundamente, con clarividencia y con gozo, para nuestro momento presente y para el inmediato futuro, esa “espiritualidad de fuertes trazos”, esa “fuerte espiritualidad de San Ignacio”. No es otra la raíz viva de nuestra eficacia apostólica, la única que nos interesa, que no se funda en poder humano, sino puramente en “la fuerza de Dios”. (1 noviembre 1976)

Testimonio Pedro Arrupe, hombre de todos Le conocí personalmente en mayo de 1965. En el momento mismo de ser elegido General de la Compañía de Jesús. Tenía entonces 58 años. Yo 40. Traía sobre sí una historia movidísima: alumno de los Escolapios (Bilbao), universitario (Madrid), jesuita en formación (Loyola, Bélgica, USA...), jesuita en activo, más de veinte años misionero en Japón (maestro de novicios, Provincial...) Le había conocido antes por las páginas de su autobiografía «Este Japón increíble», que me cautivaron. Sobre todo como autorretrato de un hombre capaz de vivir en «encarnación permanente», «haciéndose todo a todos» . Eso, que luego él divulgaría como «inculturación» y sobre lo que, desde la hondura de esta su experiencia personal, escribiría páginas definitivas. Me impresionó su primer gesto, apenas llegado a Japón, el de arrinconar definitivamente sus apuntes de filosofía y teología, laboriosamente preparados en Occidente para la evangelización que imaginaba, porque «a esta gente sólo le interesa experimentar como viven ésos que dicen que creen en Dios». Y simplemente se dedicó a eso: a vivir su fe viendo como vivió Jesucristo. Así lo encontró el estallido de la primera bomba atómica. Y no pensó en otra cosa que en desvivirse por todos hasta la extenuación. Como lo había contemplado muchas veces en el autorretrato de Jesús, el buen samaritano de la parábola (Lc 10, 29-37). Poco después pude conocerle más, y más despacio, en el día a día, durante nueve años y medio, sus últimos como General, hasta el umbral mismo de su enfermedad terminal.

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Necesito afirmar que, después de la fe (en la que incluyo la llamada del Señor a la Compañía de Jesús), estos años viviendo con Arrupe -1972-1981- han sido la gracia más importante de mi vida: j Porque es una gracia vivir con un hombre apasionado del mundo -de este mundo- apasionado de un Dios que no tiene otra voluntad que salvarlo liberando su libertad, la huella más divina que todo ser humano lleva dentro de sí. Por lo que esta salvación no se impone por ningún tipo de violencia, se ofrece, se «derrocha» (Ef 1,8) y ha de ser libremente recibida. j Es una gracia vivir con un hombre humilde que, porque cada día experimenta la opción de Dios por él, por su pobreza, es decidido y valiente a la hora de su opción por todos los pobres de todas las pobrezas y vive continuamente arriesgándose por encima de todo cálculo y de todo interés personal. Como evangélicamente pequeño, que es, todo lo debe, todo lo tiene, todo lo da. j Es una gracia vivir con un servidor voluntario a quien no hace falta decirle dónde está la necesidad, porque él mismo se anticipa a descubrirlo y moviliza toda su capacidad de respuesta y de recursos en ello (refugiados, ateísmo, inculturación, ecumenismo, problemas teológicos de naturaleza y transmisión de la vida, marxismo, diálogo interreligioso...) j Es una gracia vivir con un hombre que rebosa el optimismo de la misericordia, que no cierra los ojos al mal, pero los abre, penetrantes, al bien. El bien que obra Dios presente y activo en todo corazón humano. Por eso cree en el hombre, se fía, aunque le engañen, -y le engañaron!-, hace crecer a todos a costa de sí mismo. A su lado se crecía. j Es una gracia vivir con un «amigo fuerte de Dios», un apasionado de Jesús, a quien se remite y refiere de continuo, sobre el que ha dejado páginas bellísimas. Como quien se explica por El, no se explica a sí mismo sin El, se justifica únicamente por El y necesita decirlo, con la vida y la palabra, cono la razón de su esperanza. «EN ÉL SÓLO LA ESPERANZA» fue lema de Ignacio de Loyola y suyo y será más tarde título de un compendio de páginas íntimas suyas. j Es una gracia vivir con un seguidor de ese Jesús, que, por eso, no se reserva, no discrimina, busca abiertamente a los discriminados. j Es una gracia vivir con un hermano de todos, a quien todo lo humano le resuena como propio, lo registra en su corazón, -como María-, y lo recuerda y lo revive en el momento oportuno, como algo siempre fresco, personal, a punto. j Es una gracia vivir con un hijo de la Iglesia, a quien le duelen las debilidades de su madre, pero no menos las críticas de quienes, -siendo, de hecho, y diciéndose, hijos suyos-, la miran y la maltratan como realidad ajena. Y sale siempre, inmediatamente, al paso de ambas. Corto, porque me lo mandan; no porque haya agotado la gracia de Dios de ese hombre, ambulante por todos los caminos del mundo y por todos los escenarios de los hombres, que fue PEDRO ARRUPE, hombre de todos y para todos. O, más todavía «por» todos. Como el Maestro. Todos se sintieron importantes a su lado. A nadie hizo sombra. Quienes le conocimos, le tuvimos, y le seguimos teniendo, por nuestro.

Ignacio Iglesias, SJ 7