Profesor Manuel Bermúdez Vázquez

Tema 3. Medio ambiente. “Lo que no es bueno para el enjambre, no es bueno para la abeja”, Marco Aurelio. “De todos los compromisos que he adquirido en mi vida, el más importante es el de la lucha por la naturaleza, posiblemente sea el más urgente de todos”, Nicanor Parra. Ideas generales. Solo hay un planeta Tierra. En el futuro a largo plazo este planeta será nuestro único hogar y nuestra supervivencia dependerá de su capacidad continua para proveernos de comida y otros recursos y de su fuerza para ocuparse de los productos de desecho procedentes de las actividades humanas. La Tierra ha sido capaz de cubrir estas necesidades durante miles de años, pero en el pasado reciente, muy reciente, el peso de la carga que hemos puesto sobre ella ha aumentado de forma dramática. Hoy en día viven en nuestro planeta diez veces más personas que a principios del siglo XVII y cada uno de nosotros demanda y consume una cantidad inmensamente mayor de recursos que por aquel entonces. Además, estos recursos son finitos. La preocupación sobre el impacto de la actividad humana en el medioambiente empezó a aumentar a lo largo del siglo XIX de forma paralela a los procesos de industrialización. A ello contribuyeron la combinación de un aumento espectacular de la población humana del planeta y la capacidad de la humanidad de destruir los sistemas naturales. Desde entonces, el ingenio y la inventiva humanas junto con el desarrollo tecnológico han permitido encontrar formas nuevas y más eficientes de satisfacer la creciente demanda de recursos cada vez más empobrecidos y escasos. Hasta ahora se han podido evitar los efectos más catastróficos de la acción humana sobre el planeta, pero las presiones a las que sometemos a la Tierra han dejado claro que las cosas no pueden continuar de forma indefinida en su actual estado. Un cambio de modelo: la sostenibilidad. Un único problema parece haber captado la atención y la preocupación medioambiental y llevarlas a un nuevo nivel de intensidad, el cambio climático. Sin embargo, esta preocupación que podemos

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identificar con el movimiento verde internacional, tiene sus comienzos algunas décadas atrás, al final de los años 60. Las preocupaciones que inicialmente estaban principalmente confinadas a grupos dispares de científicos e intelectuales preocupados por el medioambiente se extendieron rápidamente provocando la aparición de un número considerable de partidos ecologistas y Organizaciones No Gubernamentales

dedicadas

a

promover

la

preocupación

por

asuntos

medioambientales y el fomento de la acción política. Los primeros activistas mostraron unas preocupaciones muy limitadas, abogando por ocuparse de temas específicos como la pérdida de hábitat natural, la conservación medioambiental y la limitación del uso de la energía nuclear (tanto civil como militar). La idea central compartida por la mayoría de los ambientalistas era, y sigue siendo, que nuestro estilo de vida actual basado en la espiral infinita de consumo y la necesidad cada vez mayor de producción de energía son insostenibles. En particular se encuentra en el punto de mira de estos grupos el modelo de crecimiento socioeconómico movido por un consumo en constante aumento, modelo creado y desarrollado en Occidente y exportado al resto del mundo. La propia esencia de nuestro actual sistema es considerada negativa desde el punto de vista medioambiental. La espiral de consumo infinita no puede sustentarse en los recursos finitos del planeta que, por mayores que sean, son finitos, mientras que las necesidades que el sistema crea son infinitas y, además, en aumento perenne para poder mantener el propio sistema. Además, esta espiral infinita de consumo produce otro efecto pernicioso más allá del perjuicio ambiental, el daño psicológico que la necesidad de consumir produce: como no se puede tener todo se termina provocando la peor de las reacciones psicológicas humanas, la frustración. Así, el modelo actual se convertiría en un modelo despreciable y negativo tanto desde el punto vista ecologista como psicológico. Nuestra relación con la naturaleza se habría vuelto desequilibrada y disfuncional. Nos comportamos como si el planeta fuera algo que tuviera que ser conquistado y domado, un activo para ser explotado, un recurso que saquear. Enfrentados con este malestar los ambientalistas han alcanzado un amplio acuerdo sobre cuál es el remedio ante tanto desmán: el desarrollo sostenible. Según este modelo, toda la actividad económica (y la otra también) debe tener muy en cuenta el

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peaje que hace pagar al medioambiente y debe tratar de evitar la degradación ecológica y el agotamiento a largo plazo de los recursos naturales. Al salvar el planeta nos estamos salvando nosotros mismos y este hecho obliga a un cambio de actitud. “Abusamos de la tierra porque la tratamos como si fuera un bien que nos pertenece”, escribió Aldo Leopold, un ecologista norteamericano en su influyente A Sand County Almanac en 1949, “cuando veamos la tierra como una comunidad a la que pertenecemos, entonces podremos empezar a usarla con amor y respeto”.1 Si bien los ambientalistas se han puesto de acuerdo en que nuestra relación con el planeta es, actualmente, un total desastre, existe menos consenso sobre cuál debe ser la relación adecuada. Muchos de los primeros miembros de los movimientos verdes estaban motivados inicialmente por los peligros para el ser humano que un uso abusivo y un tratamiento explotador del planeta podían traer. La amenaza era expresada a menudo en términos de bienestar humano o supervivencia, y la petición de un cambio se hacía en base a nuestras responsabilidades morales para con nuestros iguales y para con las generaciones futuras. Esta visión estaba, esencialmente, centrada en el ser humano y favorecía una imagen en la que una concienciación ecológica desarrollada apropiadamente, junto con cierta dosis de prudencia y también interés en los propios asuntos humanos, aconsejaba una gestión sostenible de nuestro planeta. Este tipo de posturas fue el que imperó en el informe de 1987 de la Comisión Mundial sobre Medioambiente y Desarrollo (titulado Nuestro futuro común). En este documento la sostenibilidad se definía como “desarrollo que permite satisfacer las necesidades del presente sin comprometer la capacidad de las generaciones futuras para satisfacer sus propias necesidades”. Esta aproximación al problema es pragmática puesto que reconoce que hay mejores perspectivas en un cambio del comportamiento humano que en la naturaleza humana. No están sugiriendo que “las necesidades del presente” están simplemente equivocadas, de hecho, el informe continúa hasta anticipar “la posibilidad de una nueva era de crecimiento económico, basado en políticas que sostienen y expanden la base de recursos naturales medioambientales”.2 El mensaje, relativamente positivo y 1 2

Aldo Leopold, A Sand County Almanac, Oxford University Press, 1966, p. 6. http://www.sustainwellbeing.net/Espanol-/WCED.shtml

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políticamente aceptable, no es que tengamos que abandonar todas nuestras aspiraciones, sino que tenemos que ser más inteligentes y más comprensivos a la hora de tratar de conseguirlas. Junto a este análisis pragmático, también ha habido otro tipo de propuestas más idealistas, menos comprometidas dentro del movimiento verde. Desde esta perspectiva, la imagen del ser humano como un administrador comprensivo de la naturaleza es rechazada con firmeza ya que supone una relación desequilibrada y de explotación entre los seres humanos y la naturaleza. La Tierra y toda su abundante vida no son valiosas porque nos sirvan o porque satisfagan nuestras necesidades; tampoco son dignas de consideración porque sean bellas o enriquezcan nuestras vidas. Las especies animales y vegetales que comparten el planeta con nosotros no son ni útiles ni bellas, simplemente tienen valor intrínseco. Nuestras obligaciones morales se extienden más allá de los otros humanos, presentes y futuros, también abarcan las otras formas de vida existentes y el planeta Tierra mismo. No es suficiente salvar la Tierra para salvarnos a nosotros mismos. Tenemos que ser no prudentemente inteligentes, sino ecológicamente sabios, y vivir en armonía y equilibrio con la naturaleza porque no estamos separados de ellas, somos parte de ella, somos naturaleza. Una de las elaboraciones más influyentes e importantes de este tipo de posturas ecologistas más radicales es la conocida como teoría de Gaia, propuesta por primera vez en 1979 por el científico británico James Lovelock en su libro Gaia: a New Look of Life on Earth. La idea central de Lovelock es que la vida en la tierra mantiene las condiciones necesarias para su propia supervivencia: nuestro planeta es estable y está formado por partes inestables y se mantiene en equilibrio por un mecanismo gigantesco que es conducido por la actividad reguladora combinada de todos sus componentes tanto vivientes como no vivientes. Los seres humanos somos parte de este todo, pero somos simplemente eso, otra especie más, ni los propietarios ni los gestores del planeta. La lección de la teoría de Gaia es que la salud de nuestro mundo depende de que adoptemos una perspectiva planetaria, global. Quizá la implicación siniestra de esta teoría es que la tierra sobrevivirá probablemente, por muy mal que la tratemos, pero que su supervivencia quizá no nos incluya a nosotros.

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Las predicciones de los devastadores efectos del calentamiento global, entre los que se incluyen la desaparición de los glaciares y al aumento del nivel del mar, han obligado a los activistas del ecologismo, y también a los gobiernos de los distintos países, a llevar a cabo una revisión drástica de sus prioridades. Aunque todavía hay muchos escépticos, existe un amplio consenso en torno a la realidad del cambio climático, también hay consenso sobre la urgencia de las medidas que hay que tomar debido a los riesgos potencialmente catastróficos. Este desafío exige un nivel de cooperación internacional que está mucho más allá de lo que hasta ahora se ha podido conseguir. Hasta ahora, las reuniones internacionales que se han organizado para afrontar la amenaza del cambio climático solo han provocado decepciones. Al mismo tiempo, alguno ambientalistas han comenzado a dudar de la santidad de algunas vacas sagradas. Al tiempo que la necesidad de disminuir las emisiones contaminantes a la atmósfera amenaza con batir a las otras prioridades, muchos ecologistas han comenzado a cuestionar abiertamente la oposición al desarrollo de la energía nuclear, al menos como una solución temporal mientras se aumenta la eficiencia de las energías renovables. Otros han propuesto utilizar los mismos sistemas del capitalismo, tradicionalmente visto como promotor malvado del crecimiento consumista de la economía en cuya base se encuentran la mayoría de los problemas medioambientales, para buscar una solución. Si se creara un impuesto que grabara el uso de carbón, o un impuesto que obligara a los productores a hacerse cargo de todo el coste del daño que causan al medioambiente, quizá el propio mercado buscaría los medios para terminar con este tipo de energías contaminantes. Todos estos debates no dejan de ser debates actuales en los que la filosofía tiene que buscarse un hueco. Uno de los problemas, quizá, de nuestra disciplina, es que el filósofo tarda, por necesidad, mucho tiempo en reflexionar los temas sobre los que se le pregunta. La premura con la que la sociedad exige las respuestas, premura casi periodística, de opinión lanzada al aire casi a la ligera, es algo extraño a la filosofía. La filosofía requiere de tiempo, de análisis, de reflexión. Pues estos problemas de corte ecologista de los que estamos tratando son tan reales y tan actuales que requieren de la intervención del pensamiento filosófico. La filosofía no puede permanecer ajena y alejada del debate medioambiental, además, puede aportar

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sus muchas virtudes. En todo comportamiento humano hay una huella filosófica, el hombre, al comportarse, está actuando filosóficamente, pues, como vimos en la introducción de esta memoria, la filosofía es inseparable del ser humano.