RECONSIDERACION DEL NEXO ENTRE DESARROLLO ECONOMICO Y DEMOCRACIA *

ESTUDIO RECONSIDERACION DEL NEXO ENTRE DESARROLLO ECONOMICO Y DEMOCRACIA* Larry Diamond** Treinta años después que Seymour Martin Lipset enunciara s...
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ESTUDIO

RECONSIDERACION DEL NEXO ENTRE DESARROLLO ECONOMICO Y DEMOCRACIA* Larry Diamond**

Treinta años después que Seymour Martin Lipset enunciara su germinal y a la vez controvertida tesis sobre la relación entre el desarrollo socioeconómico y la democracia, Larry Diamond examina en este artículo las proposiciones de Lipset a la luz de los resultados y hallazgos del vasto cúmulo de investigaciones realizadas desde entonces. Conforme a esta revisión de la literatura, el autor concluye que Lipset estaba en lo correcto, en términos generales, al afirmar la existencia de una relación causal entre el desarrollo socioeconómico y la democracia, al igual que en su razonamiento acerca de por qué el desarrollo resulta propicio para la instauración de la democracia. Diamond resume en cinco proposiciones las conclusiones de su revisión. En ellas se plantea, en primer lugar, que el desarrollo socioeconómico facilita la democracia en dos sentidos: allí donde la democracia existe, el desarrollo sostenido contribuye a darle legitimidad y estabilidad; allí donde no existe la democracia, el desarrollo económico conduce, tarde o temprano, a su instauración exitosa. Segundo, el desarrollo socioeconómico no tiene en los regímenes autoritarios los mismos efectos legitimadores en el tiempo que sí tiene en las democracias. Tercero, no es el desarrollo económico per se, y ciertamente no el mero crecimiento económico, el factor más conducente al establecimiento de la democracia, sino un conglomera-

*Este ensayo ha contado con las sugerencias, los aportes críticos y la colaboración como investigador de Yongchuan Liu. Publicado originalmente en American Behavioral Scientist, vol 35, Nº 45 (marzo-junio 1992). Su traducción y publicación en esta edición cuentan la debida autorización. ** Profesor e investigador de la Institución Hoover, Universidad de Stanford.

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do de cambios y mejoras sociales, ampliamente dispersos en la población, resumidos en forma lata en el término “desarrollo socioeconómico”, y de los cuales los que tienen mayor gravitación son aquellos que inciden en las condiciones físicas y en una vida digna. Cuarto, el desarrollo económico conduce o facilita el tránsito a la democracia sólo en la medida que consigue modificar en una dirección adecuada las siguientes cuatro variables mediadoras: cultura política, estructura de clases, relaciones Estado-sociedad y sociedad civil. Y, quinto, si estas últimas variables se presentan en términos adecuados, puede haber democracia incluso en situaciones de bajo desarrollo económico. Por consiguiente, si bien el desarrollo económico contribuye a la instauración y mantención de la democracia bajo ciertas condiciones, no se trata de un pre requisito indispensable para su establecimiento.

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ublicado por primera vez el año 1959 en el American Political Science Review, el conocido ensayo de Seymour Martin Lipset, “Some Social Requisites of Democracy: Economic Development and Political Legitimacy”, se ha transformado con los años en uno de los artículos más controvertidos, más perdurables y mayormente citados por las disciplinas sociales. Al establecer una amplísima, y muy ramificada, conexión entre los varios niveles del desarrollo económico y la democracia, sentó las bases de la que llegaría a ser conocida (a menudo con cierto desdén) como la “teoría de la modernización” y se convirtió en un punto de referencia ineludible, vale decir, en el clásico punto de partida de todo trabajo ulterior en torno a la relación entre el sistema político y el nivel del desarrollo económico de un país. El argumento global de Lipset era, sencillamente, “que la democracia guarda una íntima relación con el grado de desarrollo económico. Mientras mejor sea la situación de un país, mayores posibilidades tendrá de que se consolide en su seno un sistema democrático” (Lipset, 1960, p. 31).1 Para probar su tesis, el autor clasificó a los países de América Latina, Europa y las democracias angloparlantes en dos grandes grupos que se subdividirían a su vez en otros dos, según fuese su mayor o menor experiencia con la

1 Todas las referencias de página corresponden a la versión del ensayo titulado “Economic Development and Democracy”, correspondiente al capítulo 2 del libro de S. M. Lipset Political Man (1960) y, específicamente, a la edición que hiciera Anchor Books en 1963, cuya foliación es la misma que la edición ampliada de 1981.

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democracia: en el grupo correspondiente a Europa, América del Norte, Australia y Nueva Zelandia diferenció entre “democracias estables” versus “democracias inestables y dictaduras”; para América Latina distinguió entre “democracias y dictaduras inestables” versus “dictaduras estables”. En seguida procedió a comparar, dentro de cada región o grupo, los dos tipos de regímenes en un amplio rango de indicadores del desarrollo socioeconómico: el nivel de ingresos, las comunicaciones, el grado de industrialización, la educación y el nivel de urbanización. De manera nada sorprendente (para quienquiera que esté mínimamente familiarizado con la enorme cantidad de análisis que se han derivado de ello) comprobó que, dentro de cada listado regional, los países más democráticos exhibían, de manera consistente y a menudo dramática, niveles medios de desarrollo más elevados que los menos democráticos. El análisis de Lipset resulta criticable, y ha sido de hecho criticado, en varios de sus aspectos conceptuales y metodológicos. En primer término, es un análisis estático de los datos recogidos en una única instancia temporal, pese a que su clasificación de los regímenes políticos considera el devenir de éstos en un lapso más o menos prolongado (25 a 40 años). Igual que con otras teorías de la escuela de la modernización o “liberal”, presupone la continuidad lineal de los procesos, ignorando el potencial impacto negativo que sobre la democracia “pueden tener los procesos de cambio de un nivel de desarrollo a otro” (Huntington y Nelson, 1976, p. 20). Tan sólo establece una correlación, y no relaciones causales, aun cuando presume, e infiere de hecho, que la democracia es consecuencia de estos diversos factores de desarrollo. Nos muestra la correlación de la democracia con un amplio rango de variables del desarrollo, pero no nos brinda un verdadero análisis multivariado en el que, por la vía de controlar las restantes variables, se establezca el peso independiente, en términos causales, de cada variable en particular o su significación específica dentro de la correlación. Por cierto, Lipset llevó a cabo su estudio antes que las disciplinas sociales comenzaran a utilizar el análisis de regresión múltiple (para no hablar de los análisis dinámicos, como es el de las eventualidades históricas). Pero, aun con los métodos en boga por aquella época, no hubo intento alguno de controlar otros factores (salvo la región) o de examinarlos en su interacción mutua. Con todo, Lipset hacía hincapié —y así lo demostró, con datos provenientes del estudio de Lerner (1958) en torno al proceso de modernización en el Medio Oriente— en que las distintas variables intervinientes en el desarrollo “están tan claramente interrelacionadas que configuran un factor global y preponderante, correlacionado en lo político con la democracia”.

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Había, además, un problema sustantivo de interpretación al que se ha concedido menor atención. Aun cuando se justificó la división de la muestra en dos grandes bloques como un intento deliberado de controlar las variaciones culturales y regionales, ello se tradujo en una anomalía sorprendente que Lipset tampoco se ocupó de analizar: en 11 de las 15 variables del desarrollo cuyos datos fueron considerados, las no-democracias europeas (y democracias inestables) exhibían niveles medios de desarrollo más altos que los de las democracias (y dictaduras inestables) de América Latina. De hecho, en la mayoría de esas dimensiones las diferencias eran relativamente grandes, a menudo tan significativas como las diferencias entre los grupos más y menos democráticos dentro de las regiones establecidas. Unicamente en el grado de urbanización los países más democráticos del grupo de América Latina parecían decididamente más “desarrollados”, en promedio, que los más autoritarios del grupo europeo, y tales diferencias eran, de todas formas, relativamente pequeñas. A primera vista resulta tentador atribuir esta anomalía al hecho de que los criterios empleados en la clasificación dicotómica dejaban escaso margen para las comparaciones. Como fruto de ello, la categoría europea menos democrática —“democracias inestables y dictaduras”— se superponía en alto grado, desde el punto de vista conceptual, con la categoría latinoamericana más democrática —“democracias y dictaduras inestables”— . Aun así, esta superposición conceptual no explica, por sí sola, la anomalía en cuestión. De las 7 “democracias y dictaduras inestables” de América Latina, 5 (Brasil, Chile, Argentina, Costa Rica y Uruguay) gozaban de sistemas democráticos en 1959 (y los de Chile, Costa Rica y Uruguay estaban en vigor desde hacía cuando menos una década). De las 17 “democracias inestables y dictaduras” europeas, 10 eran dictaduras estables (la mayoría de ellas de inspiración comunista).2 Si Lipset hubiera confrontado estas dos categorías conceptualmente distintas —la de las democracias latinoamericanas y las dictaduras europeas—, hubiese advertido que las segundas exhibían índices de desarrollo económico considerablemente más altos que las primeras, lo cual habría servido para matizar de manera muy significativa la conexión que estableció entre desarrollo económico y democracia.3 Así, por ejemplo, esa decena de dictaduras europeas exhibía, en 1960, 2 Las diez dictaduras europeas estables eran, en 1960, Albania, Bulgaria, Checoslovaquia, Hungría, Polonia, Portugal, Rumania, España, la URSS y Yugoslavia. 3 Se habría ahorrado, al mismo tiempo, el problema metodológico que señalara Bollen (1980, 1990), de confundir dos fenómenos distintos, la democracia y la estabilidad, en una única medida.

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una tasa promedio de alfabetización del 87%, frente al 80% de las 5 democracias latinoamericanas. En cuanto al PNB, éste era en promedio de $ 598 por habitante, frente a los $ 428 per cápita de las democracias latinoamericanas. En un índice particularmente importante del desarrollo que no había sido aún acuñado cuando Lipset escribió su ensayo, vale decir, “la calidad física de vida”, el nivel medio de las dictaduras europeas era 8 puntos más alto que el de las democracias latinoamericanas: 89 puntos versus 81.4 Y de haberse ampliado la comparación a las “democracias del Tercer Mundo”, incluyendo específicamente a la India y Sri Lanka, la brecha con las dictaduras europeas hubiera sido incluso más impactante. Esta modesta reinterpretación del análisis de Lipset, a su vez, realza en otro sentido la solidez de la conexión que el autor estableció. Así, en Europa se observa un patrón secuencial muy nítido en los tres grupos de países que se perfilan cuando diferenciamos, aparte de las “democracias estables”, las “democracias inestables” y las “dictaduras”. Como era de esperar, el nivel promedio de desarrollo aumenta significativamente con cada paso conducente a una democracia estable.5 Y como intento demostrarlo más adelante, al considerar la relación entre desarrollo y una tipología más refinada del nivel de democracia asociado a los distintos regímenes, queda en evidencia una progresión por etapas aún más impactante. Así pues, los datos reunidos en 1960 brindan cierto apoyo muy revelador a la tesis fundamental de Lipset de que hay una relación directa entre desarrollo económico y democracia, sólo que en esos mismos datos que el autor empleó en la comparación hay desde ya algunos indicios claros de los límites que supone esa conexión. La región (y todo aquello que ésta determina, en términos de condiciones sociales y culturales) constituía una

4 Estas cifras (en números redondos) fueron reunidas para el presente ensayo por Yongchuan Liu. Faltan los datos del PGB per cápita correspondiente a 1960 de cuatro dictaduras comunistas de la Europa del Este, pero la diferencia promedio entre los dos grupos es demasiado relevante para ponerla en duda a causa de esta omisión. 5 En lo que respecta al nivel de alfabetización, el incremento secuencial es, en promedio, de un 87,1% para las dictaduras, 94,8% para las democracias inestables y 98,5% para las democracias estables. El nivel promedio del PGB per cápita va de $ 598 a $ 1.026 y $ 1.479, respectivamente. Las puntuaciones del Indice de Calidad Material de Vida (ICMV) oscilan de un 89,2 a un 92,8 y un 98,6. Análogo incremento secuencial se verifica, para el ICMV, en los tres grupos de países latinoamericanos: “dictaduras estables”, “democracias inestables” y “democracias”. Con todo, puesto que en la categoría intermedia hay sólo dos países (Colombia y México, ambos catalogados como semidemocracias), el universo total es demasiado reducido para que permita ninguna comparación confiable.

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variable interviniente de gran importancia (la mayor parte de las dictaduras europeas estables estaba en Europa Oriental). Y que el nivel de desarrollo no era, en modo alguno, el único factor determinante, quedó también en evidencia por la notoria superposición de ciertos niveles de desarrollo entre los grupos de países más y menos democráticos dentro de cada región. En cada variable del desarrollo había países con mayor grado de desarrollo incluidos en el grupo menos democrático que en el grupo más democrático.6 En rigor, lo que Lipset demostró en su difundido artículo —y todo lo que pretendía o decía querer demostrar— fue una correlación, una tendencia causal (lineal). Incluso antes de dar a conocer su tesis fundamental admitió que “un síndrome de varias circunstancias históricas de carácter único” puede originar un régimen político muy distinto al que deberían propiciar “los principales rasgos (del desarrollo) de una sociedad determinada” (p. 28). Es más, una vez surgida cierta forma de gobierno —por cualesquiera razones históricas de carácter particular— “ella puede perdurar en condiciones que son normalmente adversas para el surgimiento de dicho régimen” (p. 28, el énfasis es del texto original). En estas páginas me propongo reevaluar la tesis de Lipset respecto a esa relación entre desarrollo socioeconómico y democracia, transcurridos treinta años desde que la formulara, en un momento ciertamente propicio para llevar a cabo dicha reconsideración. En primer lugar, hoy existe una cantidad mucho mayor de democracias en el mundo, en especial entre los países menos desarrollados. Al fragor de esta “tercera ola” democratizadora en todo el orbe, en 1990 había, según el recuento hecho por Huntington (1991, p. 26), un total de 58 regímenes democráticos en países con más de un millón de habitantes, frente a los apenas 36 que había en 1962, al culminar la segunda ola democratizadora.7 A esta oleada en particular le siguió una “segunda ola regresiva” que supuso el quiebre de muchas democracias en las décadas del sesenta y setenta, un fenómeno en el que muchos cientistas políticos, especialmente los que empleaban el modelo

6 De hecho, como ya lo hizo notar Cutright (1963), “la dispersión en las cifras de cada indicador (del desarrollo socioeconómico) es tan extrema que pareciera muy difícil situar a una sola nación en las categorías democrática o no-democrática con tan sólo conocer, por ejemplo, el número de líneas telefónicas de que dispone” (p. 254). 7 Huntington incluye en su recuento ciertos países, como Guatemala, El Salvador y Rumania, a los que sería preferible catalogar como semidemocráticos. En una estimación algo más cautelosa, que incorpora esta distinción entre semidemocracia y democracia, en 1990 había, según mis cálculos, 44 democracias en países con más de un millón de habitantes y 65 en total (Diamond, 1992b).

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“burocrático-autoritario” (Collier, 1979, O’Donnell, 1973), creyeron percibir una refutación de la tesis de Lipset. Hoy día esa ola regresiva ha concluido, y el proceso de descolonización europea ha quedado prácticamente concluido (dando origen a más de setenta nuevos Estados desde que Lipset publicó su artículo en 1959). Con esos nuevos Estados en la palestra, transcurridos más de treinta años de cambios y consolidación de los varios regímenes y habiéndose acumulado una cantidad impresionante de estudios sociales referidos a la tesis en cuestión, ha llegado el momento de hacer una reevaluación.

UNA GENERACION DE ANALISIS CUANTITATIVOS

Con posterioridad al ensayo de Lipset, un vasto número de estudios cuantitativos, apoyados en variados métodos de análisis, ha examinado la relación entre la democracia y varias de las múltiples dimensiones del desarrollo socioeconómico. Casi todos ellos han comprobado la existencia de una relación positiva entre dichas variables, y el peso de la evidencia disponible sugiere, en la conclusión de uno de los más sistemáticos y sofisticados de entre esos estudios, que “el nivel de desarrollo económico parece ser la variable explicativa dominante” en la configuración de la democracia política (Bollen y Jackman, 1985, p. 42).

Tabulaciones cruzadas Varios investigadores han realizado, a través de los años, tabulaciones cruzadas del desarrollo económico y la democracia en una gran variedad de muestras y en distintas épocas, y todas ellas han apoyado decididamente la tesis de Lipset. Aunque este método no permite establecer relaciones causales, y mucho menos fijar la senda específica que ellas siguen o determinar su linealidad, sirve para demostrar claramente las relaciones de interdependencia entre las distintas variables. Algunas de esas tabulaciones cruzadas han conducido a resultados asombrosos en lo que respecta a la relación global entre desarrollo económico y democracia. Empleando un enfoque similar al de Lipset, aunque más abarcador, Coleman (1960) dividió 75 “sistemas políticos en proceso de modernización” en tres categorías —competitivos, semicompetitivos y regímenes autoritarios—, que luego relacionó con once indicadores diferentes de riqueza nacional (desarrollo económico), industrialización, urbanización y educación. En cada uno de sus dos listados

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regionales, América Latina y Africa-Asia, la puntuación de los diversos regímenes políticos se atuvo casi a la perfección al patrón esperado: los países con regímenes competitivos exhibían los niveles de desarrollo más elevados, los semicompetitivos venían a continuación y los autoritarios eran los de más bajo nivel. De manera notable, hubo una sola variable (sindicalización) en la que los índices de desarrollo se desviaban, aunque ligeramente, del patrón secuencial esperado.8 En una tabulación cruzada de esos tres tipos de regímenes con cinco “estadios” del desarrollo económico (para 89 países en todos los niveles de desarrollo), Russett (1965, citado por Dahl, 1971, p. 65) comprobó que eran democráticos los 14 países del nivel superior (“consumo masivo alto”), el 57% de los ubicados en el nivel inmediatamente inferior y sólo entre un 12 a un 33% de los que se situaban en los tres niveles inferiores. Y lo que es también significativo para la tesis de Lipset, Russett justificó su propia clasificación de los distintos países en estadios amplios de desarrollo verificando altas intercorrelaciones entre las múltiples dimensiones del desarrollo económico y social. (Virtualmente todos los análisis de esta índole han encontrado a su vez dichas interrelaciones elevadas, entre ellos Cutright, 1963, Olsen, 1968; Powell, 1982.) Al hacer la tabulación cruzada de los mismos cinco estadios del desarrollo que proponía Russett con las 29 poliarquías que Dahl identificó en 1969 (1971, p. 66), este último comprobó nuevamente que todos los países de los niveles más altos son poliarquías, con una caída al 36% en el grupo incluido en el segundo nivel más elevado (grupo con “revolución con industrial”) y un porcentaje ínfimo en los niveles por debajo de éstos (sólo 2 de los 57 países insertos en los tres grupos con nivel de desarrollo más bajo merecieron el calificativo de poliarquías en 1969). A partir de estos resultados, Dahl sugiere una decisiva y muy influyente ampliación de la hipótesis de Lipset, que él formuló en dos proposiciones separadas: Proposición 1: Existe un límite superior, posiblemente en el rango de los US$ 700 a 800 de PNB per cápita (dólares estadounidenses de 1957), por encima del cual las oportunidades favorables a la poliarquía (...) son tantas que cualquier incremento adicional en el PNB per cápita [y las variables asociadas] no afecta de modo significativo a los resultados.

8 Los países autoritarios de América Latina tenían índices más altos de sindicalización que los regímenes semicompetitivos de la región, pero esto pudo deberse al control estatal de tipo corporativo sobre tales sindicatos.

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Proposición 2: Existe un límite inferior, posiblemente en el rango de los $ 100 a 200 de PNB per cápita, por debajo del cual las oportunidades favorables a la poliarquía (...) son tan escasas que las diferencias en el PNB per cápita o las variables a él asociadas no importan mayormente (pp. 67-68). Nuevos cálculos hechos por Diamond (1980 p. 91; véase también Lipset, 1981 p. 471), utilizando los datos de Freedom House para 1977 y las cifras del PNB per cápita para 1974, reagruparon nuevamente a los países de los que se tenía información (que eran ahora 123) en 5 quintiles de desarrollo económico. Las tres cuartas partes de los 25 países más ricos eran democráticos (o “libres”, según la valoración de Freedom House); el resto eran los países petroleros del mundo árabe o Estados comunistas. Un tercio de los países incluidos en la segunda categoría (con un PNB per cápita entre $ 740 y $ 2.320) eran democráticos. Por debajo de los 50 países más ricos había, en un total de 73 Estados restantes, tan sólo 4 democracias (alrededor del 5%). El hallazgo de un patrón similar en 1981 impulsó a Huntington (1984) a ampliar, a su vez, las conclusiones de Dahl. Si tantas de las tabulaciones cruzadas efectuadas en épocas sucesivas seguían mostrando, de manera tan consistente, la existencia de unos umbrales superiores e inferiores para la consecución probable de la democracia, entonces tenía sentido conceptualizar el intervalo de desarrollo entre ellos como “una zona de transición u opción, en la que se hacía cada vez más dificultoso preservar las formas de gobierno tradicionales, requiriéndose nuevos tipos de instituciones políticas para responder a las exigencias de una sociedad cada vez más compleja y para implementar las políticas públicas en dicha sociedad” (p. 201). Si esta ampliación lógica de la teoría por parte de Huntington era acertada, la mayoría de los procesos de transición a la democracia debía estar ocurriendo en este nivel intermedio de desarrollo económico, puesto que “en los países pobres la democratización es improbable y en los países ricos ya ha tenido lugar” (Huntington, 1991, p. 60). De hecho, el propio Huntington ha demostrado que éste era precisamente el caso en aquellas transiciones democráticas de la tercera ola: “Alrededor de dos tercios de las transiciones de este tipo ocurrieron en países con un PGB per cápita de entre US$ 300 y US$ 1.300 en cifras redondas (en dólares de 1960)”. Al contabilizar los 31 países que habían experimentado un proceso de democratización o de significativa liberalización política entre 1974 y 1989, el autor comprobó que la mitad de ellos se situaba en el rango intermedio de US$ 1.000 a US$ 3.000 de PNB per cápita en 1976. De manera sorprendente,

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“tres cuartos de los países que estaban en este nivel de desarrollo económico en 1976 y que tenían gobiernos no democráticos en 1974 se habían democratizado o liberalizado significativamente en 1989” (Huntington, 1991, pp. 62-63). Tales procesos de transición vinieron a “corregir” en buena medida la localización anómala de un cierto tipo de regímenes en países más desarrollados: hacia 1990, España, Portugal, Grecia, Polonia, Hungría y Checoslovaquia se habían convertido en países democráticos, y la Unión Soviética y Bulgaria se hallaban encaminadas, cuando menos, en esa dirección. Hasta ahora las tabulaciones cruzadas se han hecho con una categorización muy rudimentaria de los regímenes existentes, dividiéndolos básicamente en democracias y no democracias, y como mucho, diferenciando las semidemocracias. El universo real presenta, desde luego, un rango de variación algo más complejo en las principales dimensiones de la democracia: competencia, participación y libertad.9 El resumen anual de Freedom House en torno a la situación de los derechos civiles y las libertades políticas en cada país del mundo refleja con bastante exactitud (aunque no a la perfección) tales dimensiones. A cada nación se le asigna una puntuación de 1 a 7 en cada una de estas medidas. El 1 corresponde al extremo de los países más libres y el 7 a los más autoritarios (Freedom House, 1991, pp. 53-54).10 Empleando esta escala combinada de lo que podemos denominar “libertad política”, he elaborado una tipología de 7 regímenes políticos distintos, que van secuencialmente desde los más cerrados y autoritarios a las democracias propiamente liberales e institucionalizadas (Diamond, 1991). La tabulación cruzada de estos 7 tipos con los niveles de desarrollo económico nos permite entender mejor el patrón de asociación entre ambas variables en este punto cúlmine de la expansión democrática en la historia del hombre. El Cuadro Nº 1 nos muestra una tabulación cruzada del PNB per cápita en 1989 (fragmentado en los cuatro grupos de ingresos que distingue 9 Defino la democracia en función de estas tres dimensiones, como las han conceptualizado Diamond, Linz y Lipset (1990, pp. 6-7), todo ello a partir de Dahl (1971). 10 Las dos puntuaciones (que son, en realidad, el resumen de una “medición de puntajes brutos” que va de 0 a 44) son luego agrupadas en dos grandes categorías: libre, parcialmente libre y no libre. Tales categorías no se superponen por completo con otras formas de agrupar los países como, por ejemplo, en democracias, semidemocracias y regímenes autoritarios/totalitarios. En tanto que los estados “libres” se corresponden, grosso modo, con los criterios generalmente aceptados por los cientistas sociales para caracterizar la poliarquía o la democracia, entre los Estados “parcialmente libres” se incluyen muchos que no pueden siquiera considerarse semidemocráticos. Véase también Gastil (1990).

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CUADRO Nº 1

Status de libertad (1990) y PNB per cápita (1989)

Tipo de régimen Hegemonía del Estado, cerrados (13-14) Hegemonía del Estado, abiertos parcialmente (11-12) No competitivos, parcialmente pluralistas (10)

Altos ingresos 2

PNB per cápita Ingresos Ingresos medios-altos medio-bajos 2

2

Bajos ingresos 13

Total 19

10,5% 6,7%

10,5% 11,1%

10,5% 4,1%

68,4% 28,9%

100,0% 13,4%

2 7,7% 6,7%

3 11,5% 16,7%

3 11,5% 6,1%

18 69,2% 40,0%

26 100,0% 18,3%

1 9,1% 5,5%

5 45,4% 10,2%

5 45,4% 11,1%

11 100,0% 7,7%

0 — —

Semicompetitivos, parcialmente pluralistas (7-9)

1 4,1% 3,3%

3 12,5% 16,7%

14 58,3% 28,6%

6 25,0% 13,3%

24 100,0% 16,9%

Competitivos, parcialmente intolerantes (5-6)

1 6,7% 3,3%

1 6,7% 5,5%

12 80,0% 24,5%

1 6,7% 2,2%

15 100,0% 10,6%

Competitivos, pluralistas, parcialmente institucionalizados (3-4)

5 20,8% 16,7%

6 25,0% 33,3%

12 50,0% 24,5%

1 4,1% 2,2%

24 100,0% 16,9%

Democracias liberales (2)

19 82,6% 63,3%

2 8,7% 11,1%

1 4,3% 2%

1 4,3% 2,2%

23 100,0% 16,2%

30 21,1% 100,0%

18 12,7% 100,0%

49 34,5% 100,0%

45 31,7% 100,0%

142 100,0% 100,0%

Total

Nota: Las mediciones de chi-cuadrado son significativas por sobre el nivel de 0,0001, en el método de Pearson y en otros métodos de razón probabilística. Los números entre paréntesis, a continuación del tipo de régimen político, representan el rango de puntuaciones que determina la escala combinada de “libertad política” de Freedom House. La primera cifra en cada casilla indica el número absoluto de casos; la segunda, el porcentaje dentro de la hilera; la tercera, el porcentaje dentro de la comuna. Fuente: Freedom House (1991); Banco Mundial (1991, Cuadro Nº 1).

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el Banco Mundial) y el régimen político imperante en 1990 en un total de 142 países (por desgracia se omiten varios países de la órbita comunista al no haber datos de su PNB). El cuadro muestra, una vez más, la sólida conexión aparente entre desarrollo económico y democracia. En lo que respecta al avance incremental de la investigación, hay dos aspectos de esta tabulación cruzada en particular (y de la que se ofrece en el Cuadro Nº 2) que adquieren relevancia. En primer lugar, como ya hemos dicho, ella examina la asociación con 7 tipos de regímenes políticos en lugar de los dos o tres habituales. En segundo término, se ha probado la significación estadística de los datos recogidos con dos modalidades de la prueba del chi cuadrado, y la asociación ha resultado, en ambos casos, altamente significativa al nivel de un 0,0001. Considerando en primer lugar los niveles de ingresos, apreciamos en el Cuadro Nº 1 que más de un 83% de los países de altos ingresos gozan de regímenes políticos basados en la competencia, esencialmente democráticos (esto es, de uno de los tres tipos más democráticos). Cuatro naciones de este grupo de ingresos están sometidas a regímenes altamente autoritarios, pero se trata, en todos los casos, de Estados petroleros situados en el Golfo Pérsico, cuyos ingresos en cifras dan una idea exagerada de sus auténticos niveles de desarrollo socioeconómico. Fuera del Golfo, el único país de altos ingresos que no es democrático es Singapur. Resulta de interés constatar que hay menos diferencias de las esperables entre las naciones de ingresos medios altos y las de ingresos medios bajos. Son, de hecho, las de ingresos medios-altos las que exhiben la mayor proporción de regímenes muy autoritarios (con hegemonía del Estado), pero cuatro de ellas son nuevamente Estados petroleros del mundo árabe (la otra es Rumania, que a contar de entonces ha experimentado una progresiva apertura política). En ambos grupos la proporción de democracias es la misma (aproximadamente la mitad del total), pero los países de ingresos medios-altos exhiben, como era lo esperado, una proporción más alta de gobiernos cercanos a los propiamente democráticos. En conformidad con la tesis de Lipset y todos sus derivados, tan sólo tres naciones de bajos ingresos son democráticas —la India, Gambia y las Islas Salomón (en orden creciente de condición democrática)— y las dos últimas tienen menos de un millón de habitantes, un tamaño que parece más propicio a la democracia.11 Otros dos países de

11 Uno de los correlatos más impactantes de la democracia en el mundo contemporáneo (en que la mayoría de las restantes colonias europeas ha alcanzado la independencia) es la incidencia significativamente mayor de ella entre los “mini Estados” de menos de un millón de habitantes. Tales Estados tenían mayores proba-

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bajos ingresos —Sri Lanka y Paquistán— eran democráticos hasta hace unos años, pero su situación se ha deteriorado hasta llegar a un status semidemocrático (Haití permaneció en 1991 en la categoría de las naciones “democráticas” durante apenas ocho meses). Resulta impactante comprobar que una alta proporción (casi el 70%) de los dos tipos de regímenes más autoritarios se hallaba concentrada en el grupo de países de bajos ingresos. La variable del desarrollo que suele considerarse (en el análisis tabular-cruzado, en las pruebas de correlación o en el análisis multivariado) para confrontarla con el grado de democratización es el ingreso per cápita del país, o el Producto Nacional Bruto (PNB). Ello plantea, sin embargo, algunas limitaciones y sesgos, incluida la dificultad para estimar los ingresos monetarios de los países en la órbita comunista (que no funcionan con precios de mercado) y de muchos países en vías de desarrollo (donde buena parte de la actividad económica es sumergida o informal), y también los exagerados niveles de desarrollo que estas cifras indican para los países exportadores de petróleo. Por otra parte, el ingreso medio de un país no nos dice gran cosa de cómo se distribuye ese ingreso entre la población y, en la medida que la distribución de los ingresos monetarios puede ser mucho menos equitativa que la de las expectativas de vida o de escolaridad, las cifras relativas al PNB per cápita son bastante menos confiables como indicadores del desarrollo humano promedio de un país que los promedios nacionales en estas dos últimas variables, de índole no monetaria. Una forma de atenuar tales dificultades consiste en examinar ciertos índices del desarrollo no relacionados con mediciones de tipo monetario, como el Indice de Calidad Material de Vida (ICMV), 12 o bien combinar el PNB per cápita con ciertos indicadores no monetarios del bienestar humano como son el nivel de alfabetización y las expectativas de vida. El Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD, 1991) ha elaborado una medición de esta índole: el Indice de Desarrollo Humano (IDH). Este representa un promedio no ponderado de tres mediciones (estandarizadas): el nivel de alfabetización adulta, la expectativa de vida y (el logaritmo de) el GDP per cápita.13 El índice en cuestión tiene la bilidades de ser democráticos en 1990 (57%) que los Estados con más de un millón de habitantes (34%; Diamond, 1991). 12 El ICMV es un índice no ponderado de tres variables: alfabetización adulta, mortalidad infantil (esto es, tasa de muertes ocurridas antes del primer año de vida) y expectativa de vida a la edad de un año. Cada medida está estandarizada en una escala que va de 0 a 100 (Morris, 1979). 13 La medición es, por tanto, similar al ICMV. Para cada uno de los tres componentes del IDH se identifican valores máximos y mínimos entre todos los

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ventaja que está disponible para casi todos los países del mundo (abarcando a varios de los no incluidos en el Cuadro Nº 1), y una mayor validez como indicador de los auténticos niveles de bienestar de un país. Como queda de manifiesto en el Cuadro Nº 2, la relación entre democracia y desarrollo es aún más evidente cuando se utiliza el IDH como indicador del desarrollo y se descompone el universo total de países en cinco niveles de desarrollo en lugar de cuatro.14 En concreto, ello contribuye a atenuar o hacer desaparecer algunas de las anomalías más flagrantes. La totalidad de los 20 países más desarrollados se concentra entre los dos tipos de regímenes más democráticos, y el 85% de ellos cae en la categoría del régimen más democrático de todos. Y, lo que es más significativo al comparar este análisis con la tabulación-cruzada a base del PNB per cápita, la asociación entre el IDH y el grado de democracia del régimen es, en términos secuenciales, bastante más nítida en los niveles intermedios de desarrollo. Los países del nivel medio-alto exhiben una proporción más alta de regímenes democráticos —y de democracias propiamente tales— que los países de nivel medio, diseminados entre los diversos tipos de regímenes, con los de índole semicompetitiva como el tipo dominante. Los países de desarrollo medio son, a su vez, más democráticos que los del nivel medio-bajo, que oscilan desde regímenes con hegemonía estatal a los que exhiben algún grado de democracia, pero resultan, así y todo, más democráticos que los de desarrollo-bajo, decididamente autoritarios. De los 57 países con desarrollo bajo o medio-bajo, sólo uno, la pequeña Gambia, obtiene la puntuación requerida para ser incluido en el segundo tipo de regímenes más democráticos (véase apéndice).15 En el

puntajes asignados a los países, y la diferencia entre ambos valores se fija como el rango de “carencia” en esta variable: de 0 (carencia total) a 1 (ninguna). Luego se promedian sencillamente las tres puntuaciones de carencia. En cuanto al GDP per cápita, no sólo se trabaja con su logaritmo sino además se lo nivela en la denominada línea de pobreza, de modo tal que el ingreso medio de un país que esté por encima de esa línea de pobreza no aporta a su puntuación en el IDH. Esto sirve para neutralizar, adicionalmente, las diferencias absolutas en cuanto a riqueza, y destaca los progresos ostensibles en cuanto a bienestar humano. 14 Por esta vía no sólo me he ceñido con precisión a la estrategia de agrupamiento de los países en cuatro categorías adoptada por las Naciones Unidas sino que he buscado factores de diferenciación naturales, trabajando con grupos desiguales en número pero de significado más sustantivo. En todo caso, dado que la elección de tales factores de diferenciación se hizo independientemente de la localización de los países en la variable de tabulación cruzada (tipo de régimen), esta forma de descomponer la muestra no debería resultar más sesgada que otras. 15 El apéndice contiene un listado completo de los países incluidos en las casillas del Cuadro Nº 2.

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CUADRO Nº 2

Status de libertad e Indice de Desarrollo Humano, 1990

Tipo de regimen

Alto (Hasta 20)a (21-53) .993-.951 b

Hegemonía del Estado, cerrados (13-14)

0 — —

Hegemonía del Estado, abiertos parcialmente(11-12)

0 — —

No competitivos, parcialmente pluralistas (10)

Indice de Desarrollo Humano Medio Medio Medio alto (54-97) bajo (98-128) 160) .950-80 .796-510 .499-.253

.242-.048 Total

7 31,8% 16,3%

2 9,1% 7,7%

11 50,0% 35,5%

22 100,0% 14,5%

3 10,3% 9,4%

6 20,7% 14,0%

7 24,1% 26,9%

13 44,8% 41,9%

29 100,0% 19,1%

0 — —

0 — —

3 27,3% 7,0%

5 45,4% 19,2%

3 27,2% 9,7%

11 100,0% 7,2%

Semicompetitivos, parcialmente pluralistas (7-9)

0 — —

6 24,0% 18,8%

10 40,0% 23,3%

6 24,0% 23,0%

3 12,0% 9,7%

25 100,0% 16,4%

Competitivos, parcialmente intolerantes (5-6)

0 — —

3 18,75% 9,4%

7 43,8% 16,3%

6 37,5% 23,1%

0 — —

16 100,0% 10,5%

Competitivos, pluralistas, parcialmente institucionalizados (3-4)

3 12,0% 15,0%

13 52,0% 40,6%

8 32,0% 18,6%

0 — —

Democracias liberales (2)

17 70,8% 85,0%

5 20,8% 15,6%

2 8,3% 4,6%

0 — —

20 13,2% 100,0%

32 21,1% 100,0%

43 28,3% 100,0%

Total

2 9,1% 6,25%

Bajo (129-

26 17,1% 100,0%

1 4,0% 3,2%

0 — — 31 20,4% 100,0%

25 100,0% 16,4%

24 100,0% 15,8% 152 100,0% 100,0%

Nota: Las mediciones con chi-cuadrado son significativas por sobre el nivel de 0,0001, con el método de Pearson y otros métodos de razón probabilística. Las cifras entre paréntesis adjuntas al tipo de régimen representan el rango de las puntuaciones adjudicadas por Freedom House en la escala combinada de “libertad política”. La primera cifra en cada casilla indica el número absoluto de casos; la segunda, el porcentaje en cada hilera; la tercera, el porcentaje en cada columna. a Los números entre paréntesis en cada hilera son el intervalo correspondiente a cada grupo de países en el Indice de Desarrollo Humano. b Los números en cada hilera son el intervalo de puntuaciones obtenidas en el Indice de Desarrollo Humano. Fuente: Freedom House (1991); Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (1991, Cuadro Nº 1).

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extremo autoritario de la escala de regímenes políticos la asociación funciona, a la vez, en sentido inverso con mayor regularidad que en el análisis a base del PNB per cápita. La proporción más elevada de regímenes con hegemonía del Estado (77%) se halla entre los países de bajo desarrollo, seguida nuevamente, en un patrón secuencial, de los países medio-bajos (35%), los medios (30%) y los medio-altos (6%). Como nos lo sugiere la comparación de ambos cuadros, el IDH muestra una correlación significativamente mayor (0,71) con el índice combinado de libertad política que la que evidenciaba con el PNB per cápita (0,51). (La correlación entre las medidas del desarrollo es de 0,66, lo cual indica que están fuertemente imbricadas, pero que más de la mitad de la variación que cada una experimenta se debe a otros factores.) Dos conclusiones relevantes pueden extraerse de estas dos correlaciones. La primera, que es el nivel medio de “desarrollo humano” de un país o su calidad física de vida, antes que el nivel de ingresos monetarios per cápita, lo que mejor permite predecir tanto sus probabilidades de tener un régimen democrático como su nivel de libertad política. Esto es consistente con los análisis multivariados que muestran que el ICMV está asociado aun con mayor fuerza a la democracia que el PNB per cápita. Y es a la vez consistente con la lógica implícita en la argumentación de Lipset, lo cual habré de fundamentar al final de este ensayo. Una de las razones por las que el IDH se correlaciona con el índice de libertad política en mayor grado que el PNB per cápita es que muchas de las democracias de los países en vías de desarrollo obtienen una puntuación significativamente mejor en el IDH que en el PNB per cápita; esta brecha entre ambas variables es especialmente aguzada en el caso de Chile, Costa Rica, Uruguay, Mauricio, Jamaica, República Dominicana y (la semidemocrática) Sri Lanka (PNUD, 1991, Cuadro Nº 1). En otras palabras, la calidad física de vida entre la población (en cuanto a expectativas de vida, alfabetización y otras variables) está muy por encima de lo que sería de prever considerando tan sólo el nivel de desarrollo económico.16 En segundo lugar, la moderada correlación observable entre el PNB per cápita y el grado de libertad política (más baja que la encontrada en

16 También resulta significativo el hecho de que los cinco países de altos ingresos que no son democráticos —el semicompetitivo Singapur y los regímenes con hegemonía estatal de Arabia Saudita, Kuwait, los Emiratos Arabes Unidos y Katar— exhiben todos índices significativamente más bajos en el IDH que en el PNB per cápita (de 160 países, 11 posiciones más abajo para Singapur y entre 26 y 43 posiciones más abajo para los Estados petroleros del Golfo Pérsico).

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muchos de los estudios analizados, de manera muy somera, previamente) puede estar indicando que la conexión entre el desarrollo económico y la democracia se ha debilitado en algún grado durante los últimos treinta años, a medida que el número total de democracias, en especial las ubicadas en los niveles intermedios de desarrollo, ha aumentado, especialmente en años recientes. Aun cuando las diferencias en la forma de evaluar la democracia tienen al respecto una importancia evidente, me parece que lo verdaderamente relevante en este caso ha sido el cambio real habido en el mundo, “la globalización de la democracia, en términos de la cuasiuniversalización de las demandas populares en favor de la libertad, la representatividad y la responsabilidad políticas” (Diamond, 1992b). Y aunque dicho cambio pueda erosionar, o cuando menos refutar de manera transitoria, lo que Dahl y Huntington identificaron como el umbral más bajo de desarrollo para la viabilidad de la democracia, viene a reforzar de todas formas el umbral más alto, lo cual se pone de manifiesto en la universalidad de la democracia entre los países con alto IDH y en el hecho de que, por sobre un nivel de $ 6.100 per cápita (1989), en 1990 había tan sólo tres países no democráticos (Singapur, Kuwait y los Emiratos Arabes Unidos). Es interesante constatar que muchos de los países cuya posición dentro del Cuadro Nº 2 era la que preveía la correlación global, son “recién llegados” a esa forma de gobierno: es decir, son fruto de la tercera ola democratizadora. Puede argüirse, siguiendo a Huntington (1991), que dos grandes giros históricos dan cuenta de esto último: el colapso relativamente acelerado y repentino de una barrera no relacionada con el desarrollo que impedía la democratización en la Europa del Este y en la Unión Soviética —la intransigencia autoritaria del Partido Comunista de la Unión Soviética— y el simple transcurso del tiempo, lo cual ha posibilitado que la “evolución política” de países como España, Portugal, Grecia, Corea del Sur y Taiwán se pusiera a la par de sus respectivos niveles de desarrollo socioeconómico. Huntington (1991) sostiene, de hecho, que “en buena medida, la oleada democratizadora que se inició en 1974 fue producto del crecimiento económico habido en las dos décadas precedentes” (p. 61).17

17 Esta es precisamente la razón por la que los análisis de regresión múltiple de los efectos del desarrollo socioeconómico pueden resultar más decidores cuando utilizan variables independientes medidas en cortes temporales efectuados al menos cinco a diez años atrás en el tiempo respecto a la variable dependiente de la democracia.

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Análisis multivariado18 El estudio de Cutright (1963) fue el primero en su género que utilizó el análisis de regresión para evaluar la hipótesis de Lipset. La correlación más elevada (0.81) se dio entre su índice de estabilidad democrática y el de desarrollo comunicacional, pero también los índices de urbanización, educación e industrialización mostraron altas correlaciones positivas de orden cero con el desarrollo político (0,69, 0,74 y 0,72, respectivamente) y correlaciones aun más elevadas entre sí. La correlación múltiple de estos cuatro aspectos del desarrollo socioeconómico con el índice de democracia de Cutright fue de 0,82 (esto significa que daban cuenta de casi dos tercios de la varianza), lo cual vino a apoyar decididamente la tesis de Lipset de una asociación amplia y multidimensional entre el desarrollo y la democracia. Cutright rotuló su propio índice con la expresión “desarrollo político”, pero como entremezcló las mediciones de competición pluripartidista y estabilidad, parece adecuado concluir que estaba midiendo en rigor la “estabilidad democrática”, y en posteriores escritos se refirió a ese mismo índice con la expresión “representatividad política”.19 Varios estudios cuantitativos ulteriores (Coulter, 1975; Cutright y Wiley, 1969; Olsen, 1968) emplearon luego (parcial o totalmente) ese mismo índice, por lo cual resulta pertinente considerar las objeciones de Bollen (1980, pp. 374-375; 1990, pp. 15-17), quien señaló que el hecho de entremezclar las medidas de estabilidad con las de auténtica democracia plantea ciertos problemas conceptuales y metodológicos de importancia: el hecho de promediar las posibles, y muy extremas, oscilaciones en los niveles de democracia puede obstaculizar el estudio de los cambios políticos y enmarañar la interpretación de las correlaciones observables. Empleando el índice de representatividad política de Cutright y un 18 Esta revisión se nutre de las conclusiones de una revisión análoga y reciente efectuada por Rueschmeyer (1991). 19 Aunque el índice llegó luego a ser conceptualizado y aceptado como indicativo de la “representatividad política”, es en realidad una medición más acertada de la presencia de la contienda pluripartidista. Concedía dos puntos por cada año en el que hubo un Parlamento en funciones con representantes de dos o más partidos y con la minoría detentando al menos el 30% de los escaños (un punto si había múltiples partidos en el Parlamento, pero menos de un 30% de los escaños eran de la minoría); y un punto por cada año que el país había sido gobernado por un jefe del Poder Ejecutivo derivado de una elección libre. El estudio abarcaba un total de 21 años en aquella época, de modo que un país podía obtener hasta 63 puntos, haciendo un énfasis sustancial en la dimensión temporal (Cutright, 1963, p. 256).

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índice alternativo que no incorporaba la estabilidad en el tiempo,20 Olsen (1968) llegó a resultados sorprendentemente parecidos a los de Cutright en una muestra de países algo mayor (115, frente a los 77 del primero). Tanto la escala de Cutright como la del propio Olsen mostraron, de manera consistente, altas correlaciones con distintas facetas (multivariables) del desarrollo socioeconómico, que iban de un 0,59 a un 0,71. Adicionalmente, Olsen comprobó que la correlación múltiple que se verificaba entre sus 14 variables socioeconómicas consideradas en conjunto y el desarrollo político/democracia era casi idéntica a la comprobada por Cutright (0,83 para el índice de Olsen y 0,84 para el de Cutright). Examinando los elementos relativamente distintos que consideraban ambos índices políticos (y, más que todo, sus diferencias en cuanto a incorporar la dimensión de la estabilidad), resulta aun más impactante comprobar que sus correlaciones con los varios índices de desarrollo fueron virtualmente idénticas (Olsen, 1968, p. 706; véase también el Cuadro Nº 3 aquí incluido). En 1969, Cutright y Wiley dieron un importante paso adelante en términos metodológicos al examinar sólo aquellos países que habían tenido ininterrumpidamente un gobierno representativo entre 1927 y 1966 (sin considerar los efectos de la administración colonial y las ocupaciones foráneas). Tras dividir esos 40 años en cuatro décadas sucesivas, examinaron la relación entre la democracia y el desarrollo socioeconómico en cada una de esas décadas y aplicaron una prueba de correlación a los rezagos cruzados. Por esa vía encontraron no sólo una asociación positiva consistentemente fuerte entre la democracia y el desarrollo social y económico en cada década, sino fundamentos suficientes para inferir una vía causal entre el desarrollo económico en particular y la democracia. Y el hallazgo adicional de que los cambios en cuanto a representatividad política (es decir, democracia) ocurrían sólo cuando los beneficios de la seguridad social eran bajos y la alfabetización alta, los llevó a modificar la suposición previa de Cutright que sugería una simple relación lineal. Pareciera que la disponibilidad de un sistema de seguridad social (y, más ampliamente, la satisfacción de las 20 El índice combinado de Olsen (1968) para medir lo que él mismo denominó “desarrollo político” constaba de 5 variables que apuntaban a dimensiones claramente relevantes (aunque no las únicas) de la democracia: funcionamiento del ejecutivo (incluida la combinación de intereses), el funcionamiento legislativo (incluidos la efectividad legislativa, la combinación de intereses y el control civil de la política), el número, la estabilidad y la combinación de intereses de los partidos políticos, la diversificación del poder (la constitucionalidad del gobierno, el número de entidades autónomas y la amplitud del reclutamiento político) y la influencia de los ciudadanos (libertad de prensa y de la oposición organizada).

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expectativas y necesidades económicas) confería estabilidad a todas las modalidades constitucionales. Este hallazgo vino a anticipar en algún sentido el de Hannan y Carroll (1981), que examinaremos más adelante. A fines de los sesenta otros invesigadores comenzaron a interesarse en este intento de establecer alguna forma de causalidad. McCrone y Cnudde (1967) hicieron una revisión de los estudios previos de Lerner (1958), Lipset (1960) y Cutright (1963), poniendo a prueba las ralaciones de casualidad entre las variables, empleando para ello el método de Simon-Blalock (que infiere la causalidad al establecer un patrón con las correlaciones verificables entre los cortes transversales en el tiempo). Según sus hallazgos, el modelo que mejor encajaba con los datos de Cutright parte por la urbanización, que produce un incremento en la educación y tiene a su vez un pequeño efecto directo en la democratización. La educación a su vez —fue lo que comprobaron— incentiva la expansión de los medios de comunicación, los que luego tienen un efecto directo sustancial en la democratización.21 Un estudio longitudinal de los Estados Unidos, realizado por Winham (1970), proporcionó cierta evidencia adicional acerca de esta vía causal. El estudio empleó como indicador del grado de democracia en cada década el índice de representatividad de Cutright, combinado con una medición del nivel de participación (el porcentaje promedio de la población que votaba en las elecciones presidenciales). Winham observó también correlaciones positivas entre las comunicaciones, la urbanización, la educación y la democratización, las que resultaron ser sorprendentemente parecidas a las que obtuvo Cutright. Pero al hacer correlaciones de rezago en un período largo pudo inferir de modo más convincente que el desarrollo socioeconómico tenía un efecto causal sobre el desarrollo democrático. Específicamente, comprobó que los datos señalaban, como un factor causal prioritario, a la educación y en especial (una vez más) a las comunicaciones.22 Empleando similares correlaciones, a base de correlaciones de rezago, para 36 países de Europa, América del Norte y América Latina, Banks 21 Esto pareció confirmar el énfasis que Lerner (1958) pone en la primacía causal del proceso de ampliación de las comunicaciones, pero la variable dependiente de Lerner no era la democracia sino la participación política en un sentido más general. 22 Sin embargo, lo que Winham (1970) explica aquí no es la auténtica “democratización” o el auténtico “democratismo” en el mismo sentido que lo analizan los estudios de cortes transversales. Puesto que las puntuaciones registradas por la medición de Cutright (1963) fueron relativamente constantes entre 1830 y 1960 en los Estados Unidos (véase el Cuadro Nº 3 de Winham), lo que Winham estaba midiendo y explicando a través del tiempo era, ante todo, la expansión en los índices de participación electoral.

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(1970) encontró un patrón muy distinto. Su escala del desempeño democrático (que medía cómo se elegía al jefe del Ejecutivo, la efectividad del Poder Legislativo y la extensión del derecho a voto) estaba positivamente correlacionada con el desarrollo socioeconómico en el período que iba de 1868 a 1963, pero Banks infirió, del patrón observado en las correlaciones de cortes temporales, que si había alguna relación causal entre el desarrollo y el desempeño democrático era más probable que ella se diera en sentido inverso. Este método está expuesto, sin embargo, a serios cuestionamientos y plantea dudas respecto a todos los estudios que lo emplearon.23 Jackman (1973) diseñó una técnica de medición más continua del desarrollo democrático, fundiendo las mediciones simples y categoriales de la presencia de estructuras democráticas con mediciones continuas de la participación y el grado de libertad de la prensa en 1960. Comparando los modelos lineales y curvilineales de los efectos del desarrollo económico (consumo energético per cápita) sobre su escala del desempeño democrático, comprobó que dos de los modelos curvilineales encajaban mejor que el lineal. El aporte de Jackman fue significativo, en parte porque puso a prueba una escala de la democracia que no estaba “contaminada” de una medición de la estabilidad a lo largo del tiempo. De hecho, el autor demostró a continuación que esa dependencia excesiva del índice de estabilidad política que evidenciaba la medición de la representatividad política hecha por Cutright (1963) podía conducir a resultados espúreos desde el punto de vista del análisis (en este caso, relativo al nexo entre la democracia política y la igualdad social; Jackman, 1975, pp. 86-87; véase también Bollen, 1980, p. 382).24 Con todo, la medición de la democracia hecha por Jackman era también defectuosa en otro aspecto habitual, al incluir entre otros cuatro 23 El método de correlación de rezago puede resultar un método poco confiable para extraer inferencias causales. Este pretende inferir una relación causal por la vía de determinar si la correlación entre, digamos, el desarrollo económico en la Epoca 1 y la democracia en la Epoca 2 es o no mayor que aquella entre la democracia en la Epoca 1 y el desarrollo económico en la Epoca 2. Sin embargo, aun cuando esta última correlación exceda a la anterior, el método de las ecuaciones estructurales sugiere que la vía causal primera (desarrollo —> democracia) puede continuar siendo la más fuerte si la democracia es mucho menos estable en el tiempo que el desarrollo (Diamond, 1980, pp. 93-94). 24 Bollen (1980, p. 384) demostró esto mismo en otra ocasión, señalando que en tanto la medida de la democracia utilizada por Jackman y la del propio Bollen (bastante similar) se comportaban de manera parecida a la medida empleada por Cutright, indicando una relación fuerte con el nivel de desarrollo, la medición de

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componentes de igual peso los índices de participación electoral (entre los adultos en edad de votar). Esta misma opción, que confunde el democratismo del régimen con el comportamiento democrático de cada ciudadano, estropea el diseño empleado en el estudio de Coulter (1975) sobre los determinantes de la “democracia liberal”, que se vio adicionalmente menoscabado (pero menos seriamente) al utilizar el índice de Cutright como una medida de la competitividad. Debemos ser cautelosos al interpretar los resultados de estudios que emplean mediciones de validez tan cuestionable, a menos que ellos nos brinden (como hace a ratos el de Coulter) mediciones de los componentes individuales de la democracia más válidas que las de la escala globalmente considerada.25 Una estimación del grado de democracia bastante más sólida en términos metodológicos y conceptuales es la escala que Bollen empleó para evaluar la democracia política entre 1960 y 1965.26 Utilizando esta escala, Bollen y Jackman (1985) realizaron una de las investigaciones más taxativas y más frecuentemente citadas entre los estudios cuantitativos de los deter-

Cutright estaba a la vez significativamente relacionada con la duración temporal del desarrollo nacional, en tanto que las medidas de Bollen y Jackman no mostraban ninguna relación significativa con esta última variable. 25 Coulter (1975) debió sospechar de sus datos cuando la Unión Soviética obtuvo, entre 85 países, la más alta puntuación en el índice de “participación” (Cuadro Nº 1.1). No es preciso señalar que su medición no requería que la votación ocurriera en elecciones democráticas. (No resulta sorprendente que esta dimensión de su índice de democracia liberal se correlacione débilmente con las otras dos (0,20 con la competitividad y 0,19 con las libertades públicas) y con medidas del desarrollo socioeconómico o de “movilización”. Tampoco puede sorprendernos que Coulter encontrara coeficientes de correlación más débiles entre los indicadores del desarrollo socioeconómico y la democracia liberal y coeficientes de regresión también más débiles para los efectos de los primeros (Cuadro Nº 2.1), en comparación con los hallazgos de otros muchos estudios. En tanto su conclusión general —de que el desarrollo económico (PNB per cápita) es la variable modernizadora más fuertemente asociada con la democracia— concuerda con otros datos, su escala está demasiado contaminada para que podamos confiar demasiado en sus hallazgos. De sus tres dimensiones de la democracia, la única que es sustancialmente válida, la de las libertades públicas, es a la vez —y no por coincidencia— la que resulta más predecible a partir del nivel de desarrollo económico, en su análisis de regresión múltiple. Y lo que tal vez sea aun más interesante, al examinar los índices de cambio en los niveles de desarrollo (algo que muy pocos estudios han hecho), Coulter comprobó que “el índice de desarrollo económico es el factor más relevante en la ecuación de regresión, a la hora de explicar las libertades públicas; los otros cuatro índices tienen escasa influencia” (p. 28). 26 El índice de Bollen de la democracia política, utilizado en varios estudios adicionales, consta de seis elementos. Tres son indicadores de las libertades políticas

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minantes de la democracia. El estudio empleó varios modelos distintos de regresión múltiple (mínimos cuadrados ordinarios y ponderados) para estimar los efectos que sobre la democracia política tuvieron, entre 1960 y 1965, diversas variables independientes que aparecen en lugar prominente en los textos relativos a sus determinantes, a saber: el desarrollo económico (medido por el logaritmo del PNB per cápita), el pluralismo étnico (establecido por la medición, ampliamente utilizada, que Taylor y Hudson hicieron en 1972 del fraccionamiento etnolingüístico), el porcentaje de la población que profesaba la doctrina protestante, la historia previa como colonia británica y la transición reciente a la condición de nación (las últimas dos son variables dicotómicas). Bollen y Jackman comprobaron que la mayoría de sus variables no económicas tenían efectos significativos sobre la democracia (negativos para el pluralismo cultural —aunque ello resultaba significativo sólo en 1965— y positivos para el protestantismo y la herencia colonial británica). Sin embargo, el nivel de desarrollo económico explicaba por sí mismo una mayor parte de la varianza que la regresión con todas las restantes variables reunidas. Y comprobaron que “buena parte (cerca del 50%) de los efectos del pluralismo cultural y el protestantismo son, de hecho, efectos del desarrollo económico” (p. 39). Confirmando el hallazgo previo de Jackman, determinaron (empleando la función logarítmica para la variable del PNB per cápita) que el efecto del desarrollo económico no es lineal, “de modo tal que su impacto sobre la democracia es más pronunciado en los niveles inferiores de desarrollo y decrece a partir de allí” (p. 39). Los estudios previos de Bollen (1979, 1983) habían comprobado efectos positivos consistentemente fuertes del desarrollo económico sobre la democracia, ninguna relación significativa entre la distribución cronológica del desarrollo y la democracia, efectos positivos de la cultura protestante, efectos negativos del control estatal sobre la economía y efectos negativos del status de nación periférica y semiperiférica (dependiente) en la economía mundial (incluso después de controlar la variable de desarrollo económico). Utilizando un análisis de panel que correlacionaba los análisis de regresión de algunas de estas variables independientes (en 1960) y de la democracia política en 1960, para contrastarlos con el grado de democracia verificable en 1965, Bollen (1979) fue capaz de demostrar la significación —libertad de prensa, libertad de la oposición organizada y sanciones gubernamentales (censura, toque de queda, arrestos y prohibiciones políticas, y así sucesivamente)— y los otros tres son medidas de la soberanía popular —limpieza de las elecciones, elección del Ejecutivo y el Legislativo. Cada uno de estos seis elementos fue traducido a una escala lineal de 0 a 100 y a cada uno se le confirió un peso equivalente.

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del desarrollo socioeconómico, incluso para los cambios habidos en los niveles de democracia entre 1960 y 1965. Otros dos análisis muy innovadores, y publicados por la misma época que el de Bollen, comprobaron a su vez positivos y significativos efectos del nivel de desarrollo económico sobre la democracia, pero con algunas salvedades importantes. Empleando regresiones de panel en dos períodos (1950 a 1965 y 1960 a 1975) para dos mediciones del grado de centralización del poder (regímenes con menos de dos partidos genuinos y regímenes militares), Thomas, Ramírez, Meyer y Gobalet (1979) encontraron efectos negativos “sustanciales y significativos” del desarrollo económico (PNB per cápita) sobre los regímenes centralizados, y que tales efectos se veían atenuados (en lo que respecta a la centralización partidista) sólo en una muestra de nuevos países (p. 197). Más tarde, puesto que dos de las mediciones de la dependencia económica de cada país estaban asociadas por su cuenta (positivamente) con el centralismo político (es decir, el autoritarismo) y no ocurrría lo mismo con otras variables modernizadoras como la educación y la urbanización, llegaron a la conclusión (pp. 200-201) que la teoría de un sistema mundial tenía mayor validez que la teoría de la modernización (asociada a Lipset).27 En un primer estudio deliberado de los cambios de regímenes políticos (de 1950 a 1975), en el cual se aplicó el método de las eventualidades históricas, Hannan y Carroll (1981) concluyeron que el desarrollo económico (el PNB per cápita) inhibe la evolución en todos regímenes políticos (en los de partido único incluso más que en los pluripartidistas), pero a la vez incentiva las transiciones a formas pluripartidistas. Al igual que Thomas et al., no encontraron “evidencia alguna de que las experiencias e instituciones modernizadoras (por ejemplo, la educación) afecten a los índices de cambio de los regímenes políticos” (p. 30), pero tampoco com27 Esta inferencia contra la teoría de la modernización es cuestionable en términos generales y, en cualquier caso, no resulta aplicable a las tesis de Lipset puesto que, según su propia argumentación, las varias dimensiones del desarrollo socioeconómico estaban tan interrelacionadas que formaban un único síndrome de vastos alcances, y el PNB per cápita es, evidentemente, el indicador más fuerte dentro de ese síndrome. Así, el hecho de que la educación y la urbanización no añadieran un peso causal independiente a la ecuación, cuando se controlaba el PNB per cápita, no le resta crédito o niega sus tesis. A mayor abundamiento, de las doce regresiones que incluían una u otra de las variables de dependencia económica (la concentración como socio exportador o el logaritmo de la inversión extranjera per cápita), sólo tres de ellas indicaron efectos significativos sobre el centralismo político (es decir, el autoritarismo). Estos últimos tres eran todos positivos, pero en otras tres regresiones el efecto fue ligeramente negativo.

DESARROLLO ECONOMICO Y DEMOCRACIA

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probaron ningún efecto de la dependencia económica sobre la estabilidad o el cambio de un régimen determinado. El hallazgo crucial de Hannan y Carroll fue que los elevados niveles de desarrollo económico promovían la estabilidad no sólo de la democracia sino de todos los regímenes existentes. Con todo, dicha conclusión se basó en la experiencia recogida en el período que iba de 1950 a 1975. De repetirse hoy su estudio, tras la caída generalizada de los esquemas estatales de partido único en la Unión Soviética y la Europa del Este y las transiciones de las naciones recién industrializadas como Corea del Sur y Taiwán, se verificarían con seguridad efectos muy distintos del desarrollo económico sobre los regímenes de partido único en años recientes. El análisis estadístico más reciente, y en cierta forma más abarcador, ha sido realizado por el propio Lipset en colaboración con dos de sus discípulos (Lipset, Seong y Torres, 1991). Tras reexaminar los datos recogidos por Bollen y Jackman para el período entre 1960 y 1965, y sumándoles sus propias regresiones de panel de los años setenta y ochenta, para lo cual emplearon la escala combinada de libertades civiles y políticas de Freedom House, Lipset et al. (1991) arribaron a la conclusión que “el desarrollo económico es, cuando se controlan todas las restantes variables, el factor más relevante para predecir la ocurrencia de la democracia política” (p. 12). Sometiendo a prueba varios modelos no lineales en una muestra de países en vías de desarrollo, comprobaron que los datos cuadraban bien, y de manera significativa, con una relación susceptible de graficarse en una curva en N, de modo tal que el desarrollo económico aumenta las probabilidades de democratización hasta un nivel medio-bajo del PNB per cápita, hace decrecer esa probabilidad en un rango intermedio (de entre $ 2.346 y $ 5.000 en 1980) y permite que esa tendencia se estabilice en un alto grado de probabilidades a favor de la democracia en el intervalo de ingresos altos. Varios análisis de regresión múltiple que efectué yo mismo con Lipset, Seong y otros autores pusieron en evidencia otro hallazgo importante y muy singular. En un cierto número de las diversas regresiones efectuadas, el Indice de Calidad Material de Vida (ICMV) tenía efectos positivos consistentes sobre la libertad política, a un nivel habitualmente significativo en términos estadísticos (y en ocasiones incluso más que el PNB per cápita). Por ejemplo, cuando se hizo la regresión del índice de libertad política de 1984 con seis indicadores del desarrollo socioeconómico en épocas distintas, los únicos dos factores que resultaron significativos fueron el PNB per cápita (considerado retroactivamente hasta 1965 en rigor) y el ICMV en 1970. El efecto de este último fue sustancialmente mayor y estadísticamente más significativo, en tanto la urbanización, la educación y las comunicacio-

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ESTUDIOS PUBLICOS

nes no evidenciaron ningún efecto independiente (posiblemente a causa de la colinealidad múltiple entre las distintas variables independientes). En una regresión similar con sólo 72 países en vías de desarrollo, el efecto positivo del ICMV resultó de nuevo muy claro y altamente significativo, en tanto que el PNB per cápita no tuvo ningún efecto independiente. Las correlaciones sustanciales y estadísticamente significativas observadas en ambas muestras (0,67 y 0,42) entre el PNB per cápita de 1965 y el ICMV de 1970 sugerían que este último podría ser una variable interviniente fundamental en la relación que pueda haber entre el desarrollo y la democracia. En regresiones relacionadas con las precedentes, en las que los períodos fueron más breves (5 a 10 años de intervalo), se acumuló evidencia sustancial en favor de esa relación causal. Pusimos a prueba cinco modelos diferentes de la relación ingreso per cápita-ICMV-democracia (tres de ellos en períodos de 5 años sucesivos y los otros dos en lapsos de 10 años sucesivos), aplicando cada modelo a dos muestras diversas de países (la una de carácter global, la otra tan sólo de los países en vías de desarrollo). En cada una de estas diez regresiones el ICMV mostró fuertes efectos positivos sobre la libertad política, significativos al nivel de un 0,001. También el PNB per cápita tenía decididos efectos positivos (y de nuevo altamente significativos) sobre el ICMV tras un período de cinco o diez años. El efecto directo del PNB per cápita sobre la democracia fue siempre positivo aunque más débil que los del ICMV y resultó estadísticamente significativo tan sólo la mitad del tiempo. La dependencia económica no manifestó jamás efectos directos significativos, en tanto que los gastos militares tuvieron en ocasiones efectos negativos sobre la democracia. El Gráfico Nº 1 nos presenta los hallazgos de una de las vías causales puestas a prueba. En términos generales, los resultados de los análisis brindan apoyo sustancial a la tesis de que el aporte del desarrollo económico a la democracia es mediatizado de un modo sustancial por mejorías en la calidad física de la vida.28 28 Los intervalos evaluados fueron 1965-1970-1975, 1970-1975-1980, 19751980-1985, 1960-1970-1980 y 1965-1975-1985. El índice de dependencia económica puesto a prueba fue la proporción del comercio internacional dentro del PNB, en tanto que se trató los gastos militares como una proporción dentro del presupuesto nacional. Los modelos de 10 vías pusieron a prueba otras variables modernizadoras (urbanización, educación secundaria y aparatos de radio por cada 1.000 habitantes), pero, dado que muy pocas de ellas evidenciaron efectos significativos, y cuando se las consideró en conjunto con otras variables del desarrollo generaron serios problemas de colinealidad múltiple, no se las incluyó en las regresiones finales. Como en la mayoría de las restantes investigaciones de este tipo, el PNB per cápita se transformó a su expresión logarítimica. Además de Kyoung-Ryung Seong, Jingsheng Huang colaboró en este análisis.

DESARROLLO ECONOMICO Y DEMOCRACIA

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GRAFICO Nº 1

Modelo causal de los determinantes de la democracia 0,30*

PNB per cápita 1970 0,81*

ICMV 1975

-0,08

0,49*

-0,38

Libertad política 1980

-0,09 -0,08

Dependencia económica 1970

Gastos militares 1975 -0,30*

-0,01

Nota: Las cifras corresponden a los coeficientes de regresión estandarizados para las vías que se indican: n = 88; r2 = 0,62; * = p < 0,001.

Ponderación de los hallazgos ¿Qué podemos concluir tras esta revisión de los resultados cuantitativos acumulados en más de tres décadas de investigación dentro de las ciencias sociales? De momento, pueden formularse con cierto grado de certeza las siguientes generalizaciones: 1.

2.

Existe una conexión positiva y decidida entre la democracia y el desarrollo socioeconómico (como lo indican el ingreso per cápita y las estimaciones del bienestar físico). Esta relación es causal al menos en una dirección: los niveles altos de desarrollo socioeconómico se traducen en una probabilidad significativamente mayor de que exista un gobierno democrático.

64

ESTUDIOS PUBLICOS

3.

Parece ser que los niveles altos de desarrollo socioeconómico están asociados no sólo a la existencia, sino también a la estabilidad de la democracia.29 La relación entre el desarrollo socioeconómico y la democracia no es unilineal, pero en décadas recientes ha comenzado a asemejarse cada vez más a una “curva en N”, aumentando las probabilidades de democratización entre los países pobres y quizás los de ingresos medio-bajos, haciéndose neutras o incluso revirtiéndose hasta ocasionar un efecto negativo en ciertos niveles medios de desarrollo e industrialización, y luego aumentando de nuevo hasta un punto en el que, por sobre un determinado nivel de desarrollo económico (representado en términos muy gruesos por un ingreso per cápita de unos US$ 6.000 en dólares actuales), la democracia se vuelve extremadamente probable. Puede que la relación causal entre el desarrollo y la democracia no sea estable a lo largo del tiempo sino que varíe en ciertos períodos, o en la forma de oleadas a través de la historia. La actual oleada de expansión global de la democracia puede estar debilitando o erosionando la hipótesis de Dahl (1971) respecto a la existencia de un “umbral inferior” del PNB per cápita por debajo del cual las probabilidades a favor de la democracia son “frágiles”, a pesar de lo cual su ocurrencia seguiría siendo menos probable en este nivel de ingresos que en ningún otro situado por encima de él. Todavía más, pudiera ser que la ola actual estuviera atenuando o eliminando la relación inversa entre la democracia y el desarrollo en los niveles intermedios del desarrollo. El nivel de desarrollo socioeconómico es la variable más importante al determinar las probabilidades de la democracia, pero dista mucho de ser absolutamente determinante. Otras variables también influyen y en un cierto número de países subsisten (aún hoy) regímenes políticos que parecen anómalos en función de su nivel de desarrollo. Aun cuando el ingreso nacional per cápita parece ser la variable independiente más confiable y consistente para predecir el grado de democratismo de un país, es más bien un sucedáneo de otras medidas más abarcadoras del desarrollo y el bienestar humano reales, las que están incluso mayormente asociadas a la democracia. Es posible, así,

4.

5.

6.

7.

29 Esto queda demostrado más convincentemente por el análisis de eventualidades históricas de Hannan y Carroll (1981), el cual muestra que el PNB per cápita tiene un efecto muy poderoso y significativo en inhibir las transiciones a regímenes pluripartidistas (pp. 28-29).

DESARROLLO ECONOMICO Y DEMOCRACIA

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reformular levemente la tesis de Lipset: Mientras más pudiente sea, en promedio, la población de un país, más probable será que ésta promueva, consiga y mantenga un sistema democrático para su país. Cabe hacer hincapié aquí en la extraordinaria consistencia con que la premisa fundamental de la tesis de Lipset ha sobrevivido a todas las pruebas sometidas. Aun cuando los diversos estudios y diseños de investigación sugieren ángulos distintos de inferencia e interpretación, prácticamente la totalidad de ellos ha demostrado una relación positiva muy fuerte y consistente entre el nivel de desarrollo económico y la democracia (o, lo que es igual, una relación negativa entre el desarrollo económico y los regímenes autoritarios). Los efectos del desarrollo económico son no tan sólo muy poderosos y consistentes sino a menudo sorprendentes. En un total de 44 regresiones para varios grupos de países (cada uno de los cuales incluía todos los países de los que había datos disponibles), realizadas en dos períodos distintos y con dos tipos diferentes de regímenes autoritarios, alternando —en dichas regresiones— once diferentes variables control, Thomas et al. (1979, Cuadro Nº 11 B) comprobaron que el desarrollo económico tenía una incidencia negativa significativa en 43 de las 44 ecuaciones obtenidas. De esas 43, la incidencia de 24 era significativa al nivel de 0,01, 16 lo eran al nivel de 0,05 y 3 al nivel de 0,10. En las 44 regresiones efectuadas, las once variables independientes restantes mostraron incidencias significativas únicamente en cuatro oportunidades (menos del 10% de las ocasiones en que fueron sometidas a prueba).30 Como lo indica el resumen de sus principales características en el Cuadro Nº 3, esta comprobación habitual de una relación positiva fuerte entre el desarrollo económico y la democracia es virtualmente lo único que los varios estudios realizados tienen en común. Dada la extrema variedad de los métodos cuantitativos empleados, de los países y las épocas estudiados y las mediciones de la democracia utilizadas, y dado el vasto despliegue de muy distintas ecuaciones de regresión (que supuso probar más de veinte variables independientes distintas), debe considerársela a estas alturas una de las relaciones más sólidas y robustas en el estudio comparado del desarrollo nacional. Más aún, existen fundadas razones, de índole 30 Como se hizo notar previamente, el efecto del desarrollo económico sobre el autoritarismo fue, con menos frecuencia, estadísticamente significativo en una muestra de nuevos países. Para Thomas et al. (1979), ese efecto siguió siendo, con todo, consistentemente negativo y “sustancialmente significativo; la falta de significación estadística se debe, probablemente, a la dramática pérdida de casos en la muestra” (p. 197).

66

ESTUDIOS PUBLICOS

metodológica y teórica, para inferir que esa relación es de tipo causal (lo que no excluye la posibilidad muy factible de que se trate de una causalidad recíproca). Varios de los estudios emplean diseños en panel o dinámicos y, como habré de plantearlo más adelante, hay evidencia considerable (especialmente de tipo histórico) en favor de la argumentación de Lipset sobre los mecanismos específicos a través de los cuales el desarrollo económico favorece la democracia. En una revisión de esos mismos estudios cuantitativos y de las críticas historicistas a la tesis de Lipset, Rueschemeyer (1991) llegó a una conclusión similar: Hay una conexión positiva y estable entre el desarrollo social y económico y la democracia política, la cual no cabe dejar de lado por problemas meramente instrumentales. Los estudios revisados emplearon todo un arsenal de mediciones diversas del desarrollo y la democracia, lo cual no influyó en los resultados. No invalida esta conclusión el argumento de que ella no es aplicable a ciertas regiones del mundo. Ni cabe explicarla en función de cierto proceso de difusión habido a partir de un único centro de creatividad democrática, aunque Bollen (1979) halló algunas conexiones de la democracia con el status de antigua colonia británica y también con la proporción de población protestante del país. Tampoco puede explicársela en función de una correlación particularmente estrecha entre el desarrollo y la democracia en los niveles de desarrollo altos, pues las muestras formadas únicamente por países menos desarrollados exhibían patrones sustancialmente iguales. Finalmente, la estrecha concatenación del nivel de desarrollo y la democracia no es reducible a una conexión peculiar entre la modernización temprana y la democracia, pues la incorporación deliberada de mediciones relativas al tiempo de desarrollo no influyeron significativamente en la relación entre el nivel de desarrollo y la democracia (pp. 25-26).

Rueschemeyer se muestra en todas formas insatisfecho, como habrá de ocurrirle a muchos lectores, con las conclusiones que arroja esta multiplicidad de estudios, pues aunque nos muestran que existe de hecho una conexión positiva evidente entre el desarrollo y la democracia, y hasta nos permiten inferir alguna forma de causalidad, la mayoría de ellos nos dice poco de la razón por la que el desarrollo tiende a generar la democracia, de la forma en que ello ocurre y de las circunstancias en que no lo consigue, o en que provoca el resultado contrario. Así pues, aun cuando varios de los más recientes estudios cuantitativos —en especial los que emplean los análisis de regresión en panel, los métodos dinámicos y los análisis de cadenas causales— han comenzado a brindarnos algunas conclusiones de esta índole, seguimos dependiendo claramente, para responder a tales interrogantes, de la evidencia que pueden ofrecernos el estudio de casos y los análisis históricos comparados.

+(1) r=0,59 (2) r=0,60

+(1) r=0,60 (2) r=0,68

+(1) r=0,71 (2) r=0,70

Urbaniza- +(r=0,69) ción

Comunica- +(r=0,81) ciones

Transportes

Pluralismo cultural

+(1) r=0,61 (2) r=0,69

+(1) r=0,62 (2) r=0,68

(Log.) PNB per cápita, consumo, diversidad laboral

Olsen (1968)

Educación +(r=0,74)

Efectos del desarrollo económico +(r=0,68)

Indice delPNB per cápita, desarrollo consumo económico energético y otros

Cutright (1963)

+ (alfabetización)

+

Consumo energético per cápita

Cutright y Wiley (1969)

+

(Log.) consumo energético per cápita

Jackman (1973)

+

(Log.) consumo energético per cápita

Bollen (1979, 1983)

-

+

(Log.) PNB per cápita

Bollen y Jackman (1985)

0

0

0

+

(Log.) PNB per cápita

Thomas, Ramírez, Meyer y Gobalet (1979)

CUADRO Nº 3 Estudios cuantitativos de los correlatos y determinantes de la democracia (Continuación)

-

0

0

+

(Log.) PNB per cápita

Hannan y Carrol (1981)

0

0

0

+/+

(Log.) PNB per cápita e ICMV

Diamond et al. (1987)

+

(Log.) PNB per cápita

Lipset, Seong y Torres (1991)

+(1) r=0,83

Olsen (1968)

(2) r=0,84

Jackman (1973)

-(Posición en el orden mundial)

0

Bollen (1979, 1983)

+

Bollen y Jackman (1985)

-(concentración como socio exportador y dependencia de inversiones)

0

+

Thomas, Ramírez, Meyer y Gobalet (1979)

0 (concentración como socio exportador y dependencia de inversiones)

Hannan y Carrol (1981)

0

Diamond et al. (1987)

-/0

-

0/-(dependencia comercial)

Lipset, Seong y Torres (1991)

Nota: El signo más indica un efecto positivo estadísticamente significativo sobre la democracia (o un efecto negativo en el autoritarismo). “0” indica que la variable fue sometida a prueba y que no produjo un efecto estadísticamente significativo.

Correlación combinada de todas las variables del desarrollo+(r=0,82) socioeconómico

Gastos militares (%PNB)

Dependencia económica

Duración del desarrollo

Protestantes (% de población)

Cutright (1963)

Cutright y Wiley (1969)

CUADRO Nº 3 Estudios cuantitativos de los correlatos y determinantes de la democracia (Continuación)

Correlación

1940-1960

115 (naciones independientes)

(1) Escala de «modernización política» y (2) índice de Cutright

Período1940-1960 analizado

Espectro 77 y número(todas de casoslas regiones excepto Africa)

VariableIndice de democraciarepresentatividad política (incluye la estabilidad)

Olsen (1968)

MétodoCorrelación empleado

Cutright (1963)

Indice de Cutright con un índice relativo al derecho de sufragio

40 (independientes desde 1927 a 1966)

1927-1936, 1937-1946, 1947-1956 y 1957-1966

Correlaciones cruzadas de cortes temporales

Cutright y Wiley (1969)

Indice de Jackman (estructuras y participación democráticas y libertad de prensa)

60 (no comunistas)

1960

Regresión múltiple

Jackman (1973)

Indice de Bollen (1960 y 1965)

28-99, 94-100 (+475% muestras aleatorias)

1960 y 1965

Regresión múltiple y regresión en panel

Bollen (1979, 1983)

Indice de Bollen (1960 y 1965)

97,109

1960 y 1965

Regresión múltiple

Bollen y Jackman (1985)

Categorial; centralismo estatal (regímenes militares y de partido único)

Global (49-102) y nuevos países (15-37)

1950-1965 y 1960-1975

Regresión en panel

Thomas, Ramírez, Meyer y Gobalet (1979) Hannan y Carrol (1981)

Indice categorial de regímenes (4 tipos)

90 países y 206 transiciones

1950-1975

Eventualidades históricas

CUADRO Nº 3 Estudios cuantitativos de los correlatos y determinantes de la democracia

Escala de libertad política de Freedom House

Global (80-100) y países menos desarrollados (62-72)

1965-1975, 1975-1985, y 1965-1985

Regresión en panel

Diamond et al. (1987)

Indice de Bollen (1960 y 1965) y Freedom House (1973-1985)

66-104 antiguas colonias

1960,1965, 1975,1980, y 1985

Regresión múltiple

Lipset, Seong y Torres (1991)

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ESTUDIOS PUBLICOS

CASOS HISTORICOS Y EVIDENCIA COMPARADA

No es mi intención resumir aquí, de manera sistemática, las numerosas críticas a la tesis de Lipset que se han derivado de los análisis históricos y comparativos (cualitativos). Así y todo, puede ser útil resumir unas cuantas de las principales refutaciones planteadas para examinar su propia validez quince años después de iniciada la “tercera ola” de democratización global en el mundo. Luego examinaré cada uno de los mecanismos causales que Lipset sugiere para explicar la conexión democracia-desarrollo.

Refutaciones a Lipset Probablemente el desafío más contundente a la hipótesis de Lipset —y a toda la corriente de la “modernización” con la cual se la asoció— provino de la escuela dependentista, que emergió a fines de los sesenta y en la década del setenta, y de la perspectiva afín a ella, que fue la teoría del sistema mundial. Buena parte del pensamiento dependentista postulaba una relación negativa entre la dependencia económica y la democracia. Los teóricos de la dependencia sostenían que los Estados capitalitas dependientes y en vías de desarrollo eran regidos por elites aliadas con las naciones dominantes y las empresas transnacionales, las que servían a los intereses de estas últimas. Esta alianza de carácter excluyente requería que se reprimiesen políticamente las movilizaciones populares para mantener bajos los niveles salariales y altos los niveles de utilidades (Evans, 1979; Fernandes, 1975). En un análisis que resultó enormemente influyente, O’Donnell (1973) argumentó que, en una cierta fase del desarrollo económico de América Latina en la época contemporánea, un mayor desarrollo generaba no la democracia sino una dictadura “burocrático-autoritaria”. Esta nueva etapa sobrevenía, en términos generales, cuando comenzaban a agotarse —poco más o menos— las oportunidades para llevar a cabo una industrialización sustitutiva de importaciones “fácil” a través de la producción de bienes de consumo ligeros, y los países debían “profundizar” sus procesos de industrialización para producir bienes de capital. Esta profundización exigía comprimir el consumo popular para generar altos niveles de inversión local y atraer la inversión foránea. Esto, a su vez, requería de la desmovilización (a la cual iba típicamente asociada la represión brutal, cuando menos inicialmente) de los movimientos sindicales de signo militante y los partidos y líderes de carácter populista. Para llevar a cabo esta estrategia de desarrollo capitalista dependiente, una serie de golpes militares colocaban en el poder

DESARROLLO ECONOMICO Y DEMOCRACIA

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a una coalición de tecnócratas civiles y militares apoyada por el capital local y extranjero en gran escala. Dicha perspectiva tenía algunos adherentes fuera del ámbito más radicalizado de la escuela de la dependencia. En una crítica explícita a Lipset y otros teóricos de la modernización que sostenían, en efecto, que “todas las cosas buenas van juntas”, Huntington y Nelson (1976) señalaron que eran necesarias algunas concesiones básicas en las diferentes fases del desarrollo, entre tres objetivos claves: el crecimiento, la equidad y la participación (democrática). En los niveles más bajos de industrialización, o lo que ellos denominaban la Fase I, la equidad y la participación planteaban conflictos. Un requisito básico para reducir la desigualdad en estas sociedades de base agraria —la reforma agraria— requería a su vez de un régimen autoritario (aunque no quedaba garantizado por él). En caso de optar por la democracia, la participación democrática estaría controlada por las elites rurales y urbanas; y su control podría generar crecimiento económico pero no una mayor equidad. Cuando los países comienzan a industrializarse y en su seno se desarrollan sindicatos fuertes y otros movimientos populares (fase vagamente relacionada con la proximidad a la era de los bienes de capital en la tesis de O’Donnell), aflora un nuevo conflicto, entre la participación y el crecimiento económico. En esta fase, un régimen participativo (democrático) estaría dominado por partidos y movimientos populistas que plantearían tantas exigencias de redistribución de la riqueza que acabarían obstaculizando el crecimiento económico. La elección en esta fase es, pues, entre una democracia “populista” y una dictadura ”tecnocrática” (léase burocrático-autoritaria). En su afán de desarrollar un enfoque historicista, “genético”, en el estudio de la democracia, Rustow (1970) planteó uno de los desafíos más tempranos e influyentes a la tesis de Lipset. Históricamente, señalaba, las democracias habían existido de hecho en condiciones de bajo desarrollo económico (por ejemplo, en los Estados Unidos en 1820, en Francia en 1870 y en Suecia en 1890). Los únicos requisitos verdaderos de la democracia, sostenía el autor, eran un sentido de unidad nacional y algún tipo de compromiso de parte de las elites en favor de la transición democrática, que se derivaba a menudo no de una valoración intrínseca de la democracia sino de un conflicto sin salida para el que la democracia parecía ofrecer las mejores soluciones (p. 352). Como lo plantearé en mis conclusiones, Rustow tenía razón en cuanto a que ningún nivel específico de desarrollo económico es un prerrequisito de la democracia (sería igualmente difícil, en tal caso, especificar un nivel preciso de unidad nacional como un prerrequisito absoluto de la democra-

72

ESTUDIOS PUBLICOS

cia). Pero la analogía referida a las democracias con bajos ingresos del siglo XIX es inadecuada por varias razones. En su reformulación de su afamada tesis, Lipset (1981, p. 475) señaló: Estas y otras democracias tempranas tenían (…) la ventaja histórica de haber configurado sus instituciones políticas antes que irrumpiera un sistema de comunicaciones de alcances mundiales que podía poner en evidencia el hecho de que otras naciones eran bastante más ricas que ellas, y antes que surgieran movimientos populares significativos, en términos electorales, que exigían una distribución más equitativa de la riqueza a nivel mundial (p. 475).

Así, tuvieron a su favor la ventaja del desarrollo gradual. No tuvieron que encarar crisis simultáneas o superpuestas de integración, legitimación, penetración, participación y distribución a las que se han enfrentado los países en vías de desarrollo en la post era de la segunda guerra mundial (Binder, 1971; Diamond, 1980; LaPalombara y Weiner, 1966). En particular se beneficiaron de una secuencia histórica muy favorable en la que las instituciones propias de un sistema competitivo se desarrollaron primeramente entre un segmento limitado de actores políticos, incorporando gradualmente a un espectro cada vez mayor de la ciudadanía. Históricamente, ésta ha sido la senda más propicia para generar un “sistema de mutua seguridad” y confianza entre elites rivales, pero en una época de comunicaciones instantáneas y de sufragio universal no es ya una opción al alcance de las democracias emergentes (Dahl, 1971). Por consiguiente, las democracias irrumpen en los países menos desarrollados con niveles cada vez mayores de movilización social y política, en los que las demandas sociales y económicas pueden sobrepasar fácilmente la capacidad de Estados más bien pobres para responder a ellas y en los que las instituciones participativas nacientes pueden hallarse mal dotadas para integrar y responder a los grupos históricamente marginados (Huntington, 1968). Más atinada resulta la búsqueda de Rustow (1970) de un enfoque genético o histórico. Por esa vía comprobamos inevitablemente que la historia no avanza por obra y gracia de una mano económica e invisible sino de los individuos concretos y la enorme variedad de intereses, valores y factores históricos únicos que los motivan. Con todo, las cambiantes condiciones sociales y económicas —incluidos el desarrollo económico y sus consecuencias—, estructuran fuertemente tales intereses, valores y conjeturas individuales. Tras los valores e intereses, estrategias y cálculos, escisiones y pactos de las elites rivales, los cuales aparecen en lugar relevante en las teorías centradas en las elites para explicar las transiciones democráticas

DESARROLLO ECONOMICO Y DEMOCRACIA

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(Burton y Highley, 1987; Higley y Burton, 1989; O’Donnell y Schmitter, 1986; Rustow, 1970), solemos poder discernir los efectos facilitadores que derivan de períodos prolongados de desarrollo social y económico.

El desarrollo socioeconómico como “causa” de la democracia En su ensayo original Lipset (1960) propuso como hipótesis una serie de procesos históricos y sociológicos mediante los cuales el desarrollo económico se traducía en una mayor probabilidad de ocurrencia de la democracia. En primer lugar, el desarrollo favorece una cultura política más democrática, debido en parte a los progresos educacionales que suscita. Los ciudadanos llegan a valorar cada vez más la democracia y cultivan un estilo más tolerante, moderado, limitado y racional en el terreno político y con sus adversarios políticos (pp. 39-40). Dicho atemperamiento del conflicto político se ve favorecido, a la vez, por varios cambios interrelacionados en la estructura de clases que suelen acompañar al desarrollo económico. Los niveles de ingreso más elevados y la mayor seguridad económica de la población en general vienen a atemperar a la vez la intensidad de “la lucha de clases, lo cual permite que los sectores ubicados en los estratos inferiores desarrollen perspectivas de más largo plazo y enfoques políticos más complejos y gradualistas” (p. 45). Las actitudes cambian también entre los estratos superiores; con el crecimiento de la renta nacional, las clases altas se muestran menos proclives a considerar a las más bajas como sectores “vulgares, genéticamente inferiores” y, por ende, absolutamente indignas de disfrutar en plenitud de sus derechos políticos y oportunidades reales de compartir el poder (p. 51). En términos más generales, Lipset sostenía que el bienestar creciente reduce el nivel global de desigualdad objetiva, debilitando las diferencias de status y, lo más importante, ampliando los márgenes de la clase media (pp. 47-51). El desarrollo económico atenúa también la tendencia de las clases bajas a adoptar posturas políticas extremas, al someterlas a una serie de presiones entrecruzadas en una sociedad algo más compleja que la precedente (p. 50). Finalmente, en lo que respecta a las clases sociales, Lipset sugería que el desarrollo económico habría de disminuir la importancia asignada al poder político al reducir los costos del proceso de redistribución socioeconómica y generar alternativas atractivas, en términos de ingresos y desarrollo profesional, en áreas ajenas al aparato del Estado (pp. 51-52). Independientemente de tales cambios en la estructura de clases vigente, Lipset insistía, en una vena similar a la de Tocqueville,

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en que el desarrollo económico contribuiría a su vez a la democracia al generar una serie de organizaciones intermedias voluntariamente constituidas, que aumentan colectivamente el grado de participación política, refuerzan las habilidades políticas, generan y difunden nuevas opiniones e inhiben al Estado u otras fuerzas dominantes de monopolizar a su favor los recursos políticos. Trasciende a los fines de este ensayo el considerar sistemáticamente la evidencia histórica y comparada que justifique cada uno de los procesos descritos. Por tanto, lo que se ofrece a continución es un mero esquema, de carácter ilustrativo, de los importantes y reveladores hallazgos empíricos que se han acumulado hasta aquí, desde que Lipset formulara por primera vez sus proposiciones.

La cultura política El propio Lipset (1960) citaba varios estudios que sugerían una relación clara entre la educación, el status socioeconómico y el proceso modernizador por una parte y los valores y tendencias democráticas por la otra. La evidencia acumulada en revisiones ulteriores ha venido a reforzar el argumento del autor de que los individuos mejor educados tienden a mostrarse más tolerantes con la oposición y las minorías y más comprometidos con la democracia y la participación. En su estudio de la cultura política en cinco países, Almond y Verba (1963) concluyeron que los logros educativos tenían “el efecto demográfico más relevante sobre las actitudes políticas”. En cada una de las cinco naciones estudiadas, los sectores poblacionales con mayor nivel educacional fueron a la vez los mejor informados políticamente y los de opiniones más abiertas, los que más atentos se mostraban al devenir político y más propensos a enfrascarse en discusiones políticas y a sumarse y comprometerse activamente en alguna organización social (con obvias implicancias para el desarrollo de la sociedad civil), los más confiados en su propia capacidad de influir sobre el gobierno y los más decididos a la hora de manifestar su confianza en otras personas. En su estudio comparativo del proceso de modernización en seis países, Inkeles (1969) comprobó que la educación en particular, y también la exposición a los medios de comunicación de masas, contribuían significativamente a lo que definió como un síndrome de “ciudadanía activa”, con consecuencias en términos de actitudes, información y conductas muy similares a las comprobadas por Almond y Verba (1963). Por cierto que, como Almond y Verba lo reconocieron explícita-

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mente, el hecho de que la población con más alto nivel educacional sea proclive a participar políticamente no nos dice mucho en sí sobre el contenido de esa participación, y Huntington (1968) adiverte que esa forma de movilización social, en ausencia de un grado apropiado de institucionalización política, puede conducir de hecho a la inestabilidad política y a prácticas de signo pretoriano. Con todo, el síndrome de la modernidad a nivel individual que Inkeles describe, del que la ciudadanía activa es una dimensión adicional, incluye a su vez otras tendencias democratizadoras como la eficacia, el respeto por los derechos de las minorías y la “liberación de la sumisión absoluta a la autoridad establecida” (Inkeles y Smith, 1974, p. 109), y este síndrome algo más vasto se ve también reforzado por la educación y el contacto con otras instancias modernizadoras, como la industrialización y los medios de comunicacion masivos. Inkeles (1978) postuló enseguida que el nivel de desarrollo económico de un país tiene un importante efecto autónomo en la modernidad a nivel individual. En favor de la tesis de Lipset, Inkeles y Diamond (1980) demostraron que el contexto global de un país influía poderosamente sobre varios elementos escogidos de la llamada cultura política democrática, aun cuando se controlara, hasta cierto punto, el status socioeconómico. Tras revisar varios estudios comparados establecieron, en cada caso, correlaciones por rango entre las puntuaciones promedios que arrojaban las muestras de los distintos países (dentro de los diversos grupos socioeconómicos u ocupacionales) en determinadas actitudes y valores, y el PNB per cápita de los respectivos países. La media de las correlaciones por rango fue de 0,76 para los índices de antiautoritarismo (o tolerancia), de 0,85 para el de confianza, 0,55 para el de eficacia y 0,60 para el de satisfacción personal (que tiene fuertes implicancias potenciales para la legitimidad política). En fecha más reciente, Inglehart (1990) ha demostrado (mediante la aplicación de una encuesta en más de veinte de los principales países europeos) que la confianza interpersonal y la satisfacción de vida están altamente correlacionadas no sólo con el desarrollo económico sino a la vez con la democracia estable.31 Un estudio comparativo de Powell (1982) con 29 países que habían tenido regímenes democráticos durante al menos los últimos cinco años en el período 1958-1976, dio lugar a un tipo muy distinto de resultados cuanti-

31 Las correlaciones con el desarrollo económico de la nación fueron de 0,67 para la satisfacción de vida y 0,53 para la confianza. La satisfacción de vida se correlacionaba en un 0,85 con el número de años que un país había funcionado ininterrumpidamente como una democracia.

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tativos. Al agrupar su muestra en cuatro niveles de modernización en 1965, comprobó una asociación moderada entre la participación (en concreto, la participación electoral) y el nivel de desarrollo, que aumentaba claramente desde los grupos menos desarrollados hasta el segundo nivel más desarrollado, pero a partir de allí se estabilizaba. Sin embargo, la evidencia conductual verdaderamente sorprendente que arrojó su estudio decía relación con la violencia política: el promedio anual de muertes producidas por efecto de la violencia política era dramáticamente más elevado en los seis países menos desarrollados —India, Sri Lanka, Filipinas, Turquía, Costa Rica y Jamaica— que entre los de cualquier otro grupo.32 No por coincidencia, estos seis países en conjunto habían sufrido la mayor inestabilidad democrática observable en los cuatro niveles de desarrollo y, en todos los casos (excepto el de la más estable Costa Rica), la violencia política jugaba un rol preponderante en la vida cívica. En esa violencia política de signo devastador se manifiestan claramente —y con carácter extremo— la intolerancia y la falta de moderación, lo cual resulta ciertamente consistente con la hipótesis de Lipset de que eran las nanciones más empobrecidas las que experimentaban la cuota más significativa de ella. Powell concluye que, “en la medida que la contención de la violencia es un signo evidente del buen desempeño democrático, las naciones más pobres parecen mucho más difíciles de ser gobernadas democráticamente” (p. 41).33 También hay evidencia histórica (aunque menos precisa) de que las actitudes y valores pueden modificarse en respuesta al desarrollo socioeconómico. Booth y Seligson (1992) se mostraron “sorprendidos de comprobar” que en México, a pesar de la prolongada experiencia de autoritarismo gubernamental y del carácter autoritario que se le presupone a la cultura política mexicana, la muestra de ciudadanos mexicanos de su estudio —sectores del ámbito urbano, pertenecientes a la clase trabajadora y los 32 Durante el período 1967-1976 fue de 4,5 por millón de habitantes en ese grupo, comparado con un 1,3 en el siguiente nivel de desarrollo y 0 en los dos niveles más altos. 33 De haber sido Powell (1982) menos estricto en su criterio para seleccionar la muestra y haber incluido algunos países africanos como Nigeria, que vivieron muy breve y superficialmente la experiencia de la lucha electoral, ese nexo observado por él hubiera resultado con seguridad incluso más impactante. De manera llamativa, la asociación entre disturbios callejeros y nivel de desarrollo resultó mucho más débil, con una media anual de disturbios por cada millón de habitantes más elevada entre las naciones que se modernizaban más rápidamente, como Grecia, Chile y Uruguay (todas las cuales se desplomaron durante este período), como habrían de predecirlo la teoría de Huntington (1968) y la de Huntington y Nelson (1976).

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estratos medios— “mostró altos índices de apoyo” a las libertades cívicas y los derechos de participación y disenso. Tales inclinaciones democráticas estaban ampliamente difundidas en la sociedad, a pesar de hallarse escasamente correlacionadas con la educación y la posición de clase. Booth y Seligson especulaban con una serie de factores —difusión desde los Estados Unidos, prolongada exposición a la retórica y los aspectos formales del constitucionalismo y desencanto con el partido gobernante— para explicar este hecho. Sin embargo, una explicación igualmente convincente, si no más, debería apuntar al impacto en la esfera cultural de un cuarto de siglo de crecimiento relativamente rápido del PNB per cápita, a un promedio anual de un 3,0% entre 1965 y 1989, lo cual ha afectado con mayor intensidad a las clases medias y trabajadoras del ámbito urbano.34 En otros puntos de América Latina los casos estudiados revelan que el desarrollo socioeconómico provoca un cambio valórico en ralación a la democracia, al menos en importantes sectores sociales. Al igual que la pobreza y las desigualdades favorecieron ciertas actitudes y valores resueltamente antidemocráticos en Perú y la República Dominicana, un acelerado viraje socioeconómico en ambas naciones contribuyó a que las elites y profesionales incorporados a las nuevas empresas y otros grupos de clase media con cierto nivel educativo valorizaran la participación democrática y apreciaran de manera más certera la necesidad de armonizar intereses en lo social y la esfera política (Diamond y Linz, 1989; McClintock, 1989; Wiarda, 1989). Fruto de las reformas socioeconómicas llevadas a cabo bajo el régimen militar de Velasco en Perú (1968-1975), que redujeron las desigualdades y recortaron el poder oligárquico tradicional, los grupos de las clases medias y bajas del país se volvieron, en términos políticos, más activos, informados y sofisticados y dieron muestras claras, en una serie de encuestas realizadas durante los ochenta, de sus acendradas actitudes democráticas (McClintock, 1989). Estructura de clase y difusión a nivel internacional El caso peruano es indicativo, a su vez, de que los efectos del desarrollo socioeconómico sobre la cultura política están fuertemente mediatizados por los cambios en la estructura de clases de un país. De

34 Este índice superó el promedio durante ese período para cualquiera de los cuatro grupos de ingresos que distingue el Banco Mundial y estuvo muy por encima de él (2,3%) en el caso de los países de ingresos intermedios (Banco Mundial, 1991, Cuadro Nº 1).

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hecho, tales cambios —el crecimiento de la clase media, y más específicamente de una burguesía comercial e industrial, la expansión, sindicalización y mejorías salariales de la clase trabajadora, y la migración de los sectores rurales empobrecidos a las ciudades, con el trastorno que ello supone en las relaciones tradicionales de clientelismo y las prácticas feudales supervivientes en el sector agrario— están claramente interrelacionados desde el punto de vista lógico y cronológico. Chen (1989) ha caracterizado de manera sucinta su efecto interactivo en favor de la democratización de Taiwán: El crecimiento acelerado (...) tuvo consecuencias liberalizadoras que el KMT no había previsto del todo. Con el despegue económico, Taiwán comenzó a mostrar los rasgos compartidos por todas las sociedades capitalistas en fase de expansión: la tasa de alfabetización se incrementó, las comunicaciones masivas se intensificaron, el ingreso per cápita aumentó y surgió un sector urbano bien diferenciado, que incluía a los sectores obreros, a la clase media profesional y al segmento empresarial. La clase empresarial se hizo notoria por su marcada autonomía. Aun cuando las empresas individuales eran pequeñas y mal organizadas, quedaron fuera de la égida del partido gobernante. Para evitar la formación de grandes capitales, el KMT había abolido las uniones empresariales o la promoción de “grandes campeones nacionales”. Fruto de ello, las empresas pequeñas y medianas controlaban la producción industrial y las exportaciones. En su condición de principales empleadores y de beneficiarios del comercio exterior, tales empresas pequeñas y medianas eran sumamente independientes del KMT (p. 481).

Cheng comprobó además que la democratización de Taiwán se vio particularmente favorecida por “la clase emergente de los intelectuales de clase media, que habían alcanzado la madurez en el período de acelerado crecimiento económico”, que estaban relacionados por lazos familiares y sociales con la burguesía emergente y cuya formación en el extranjero, en el área del derecho y las ciencias sociales, los predisponía decididamente en favor de los “ideales democráticos de Occidente” (p. 483). Taiwán es en muchos sentidos un caso único y, desde el punto de vista teórico, sobresale aquí por haber alcanzado un crecimiento económico acelerado y haber mejorado significativamente, al mismo tiempo, la distribución del ingreso, acelerando de este modo el impacto democrático del desarrollo al difundirlo más rápidamente hacia los estratos inferiores. Un hecho típico es que las desigualdades en los ingresos se ven agravadas durante la fase temprana de industrialización. Sin embargo, cuando dicho efecto no resulta en extremo severo y cuando las condiciones materiales de

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todos los sectores sociales mejoran al menos en términos absolutos, es muy probable que el desarrollo económico tenga, eventualmente, consecuencias políticas similares a las que Cheng identificó en Taiwán. Incluso en una etapa bastante inferior del desarrollo económico, el crecimiento abrupto de la economía (a un promedio anual de un 6,4% del GDP durante los años ochenta) suscitó fuertes presiones en favor de la democratización en Paquistán. Particularmente relevantes fueron la aparición (como había ocurrido al norte de la India) de un sinfín de empresarios rurales o afincados en pequeños poblados, el progreso generalizado de la economía rural, la disminución del poderío tradicional de la elite rural propietaria de las tierras, la acelerada urbanización y el surgimiento de un movimiento sindical mejor organizado y más activo. Es más: cabe suponer que el mayor desarrollo profundice y robustezca la democracia paquistaní con el correr del tiempo, al impulsar la incorporación a la vida política de una generación renovada y mejor educada, proveniente de las familias que conforman la elite rural, ampliando de ese modo la base de los partidos políticos dominados largo tiempo por grupos familiares asociados a las elites urbanas, la mayoría de los cuales llegó huyendo de la India en la época de la partición (Rose, 1988). Evidentemente, cualquiera sea el impacto del desarrollo económico sobre la democracia éste será más decisivo en la medida que proyecte al país a niveles de desarrollo cada vez más elevados y en la medida que ocurra aceleradamente, porque “el crecimiento económico acelerado crea a su vez aceleradamente la base económica para la democracia” y puede generar “tensiones y tendencias” que contribuyan a desgastar al gobierno autoritario (Huntington, 1991, p. 69). Este fue, al decir de Huntington (1991), un factor crucial en las transiciones democráticas de Portugal, España y Grecia a mediados de los setenta, cuyos índices respectivos de crecimiento económico (per cápita) en el cuarto de siglo previo a las transiciones eran en promedio de entre un 5 y un 6% anual (p. 68). Este desarrollo sostenido y vigoroso se tradujo en una expansión acelerada de las capas medias, al tiempo que elevó sus expectativas, puso en evidencia las desigualdades en ciertos casos (especialmente en Brasil) y generó frustraciones, descontento y movilizaciones políticas (en favor de la democracia). Como el propio Huntington lo reconoció en una matización relevante, aunque muy sutil, de la tesis de Lipset, las clases medias florecientes no son siempre proclives a la democracia y pueden incluso plegarse activamente a gobiernos autoritarios en circunstancias de extrema polarización social y de amenazas como las que prevalecían en Brasil y el Cono Sur de América Latina a finales de los sesenta y principios de los setenta. Sin embargo,

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una ironía de esta combinación de gobiernos autoritarios con acelerado crecimiento económico estriba en que ella elimina (aunque, con frecuencia, a un trágico costo humano) esas circunstancias de extrema polarización social y de insurgencia, volviendo “prescindibles” —para emplear los términos de O’Donnell y Schmitter (1986, p. 27)— a los regímenes autoritarios. Así, lo que las teorías de las elites (bastante alejadas, en su espíritu, del enfoque estructural de Lipset) postulan respecto a las transiciones democráticas y han considerado, de unos años a esta parte, un factor crucial —vale decir, el cambio en los intereses estratégicos y en el comportamiento de los sectores de clase media, por lo demás cruciales— emana con suma frecuencia del factor estructural en el que Lipset hace, precisamente, hincapié: el desarrollo económico. Tales cambios, tanto en el alineamiento de la burguesía como en la cultura y estructura de la sociedad, tuvieron un poderoso impacto como factor motivador de la transición democrática en Corea del Sur. El crecimiento económico acelerado —a un promedio anual de un 7% en el PNB per cápita a contar de 1965— tuvo consecuencias democratizadoras similares a las observadas en Taiwán, aunque el proceso de industrialización se llevó a cabo en este país con una mayor concentración del capital y una mayor represión de los trabajadores. Por cierto que, en ambas naciones, un incentivo relevante para la democratización fue no sólo el contacto cada vez mayor de las clases medias urbanas con los valores democráticos de Occidente, sino la conciencia —de gran importancia en un país donde la industrialización está tan claramente subordinada al sector exportador— de que “la democratización es el pase de entrada imprescindible al club de las naciones avanzadas” (Han, 1989, p. 294). Este efecto indirecto del desarrollo económico en la “internacionalización” de la elite dirigente de un país y de sus valores ha sido, con toda probabilidad, un factor siempre presente, pero es hoy mucho más evidente que en ninguna época pretérita. En la era de las comunicaciones vía satélite, de los vuelos a reacción y de una interdepedencia global cada vez mayor, “el desarrollo económico de los años sesenta y setenta requirió, y a la vez promovió, una apertura de las sociedades locales al comercio exterior, la inversión y tecnología extranjeras, el turismo y las comunicaciones (...). La autarquía y el desarrollo se habían convertido en una combinación inviable” (Huntington, 1991, p. 66). Una contribución adicional al impacto internacionalizador del desarrollo ha sido la preeminencia creciente de ciertas estructuras supranacionales de carácter formal o informal, como la Comunidad Europea, que consideraba a la democracia (explícitamente en el caso de la propia Comunidad) como un requisito previo para

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pertenecer a la organización (Diamond, 1992b; Huntington, 1991). Esta progresiva interconexión añade una dimensión adicional al impacto del desarrollo socioeconómico. Al igual que lo hace la vertiginosa evolución que ha experimentado la tecnología aplicada a las comunicaciones, a los transportes y a las formas de almacenar y recobrar la información, que ha tenido dos poderosos efectos a favor de la democracia: el de descentralizar y pluralizar radicalmente el flujo de la información, y el generar efectos difusores más poderosos, inmediatos y abarcadores que los conocidos hasta aquí, alcanzando a bastantes más segmentos de la población que los sectores de elite. Siempre que los temas e imágenes dominantes que se transmitan sean democráticos, como de hecho lo han sido en el plano de la cultura mundial durante más de una década, también lo serán sus consecuencias políticas.

El Estado y la sociedad Lipset sostenía que el desarrollo económico altera la relación habitual entre el Estado y la sociedad para favorecer la emergencia y mantención de la democracia. Una de las formas en que lo consigue, según el autor, es reduciendo la cuota de nepotismo y corrupción burocrática imperantes y, en términos más generales, modificando el carácter neutro de la lucha electoral. Reformulando ahora ligeramente el planteamiento de Lipset, una razón fundamental por la que la democracia es menos viable en sociedades menos desarrolladas es que la “proporción (...) de la riqueza nacional que el gobierno o los órganos electivos locales absorben y distribuyen es mayor y [resulta por tanto] más difícil (...) asegurar una posición independiente y un pasar honesto sin descansar en un sentido u otro en la administración pública” (Mosca, 1896/1939, p. 143). Puede que no sea rigurosamente cierto que el Estado absorbe y distribuye más riqueza en los países menos desarrollados que en los industrializados, pero ocurre ciertamente que, en los niveles de más bajo desarrollo, un Estado fagocitador controla una porción bastante mayor de las oportunidades económicas más valoradas (ocupaciones, contratos, patentes, becas y los beneficios del desarrollo), en comparación con lo que sucede en los niveles de desarrollo más elevados. Como bien lo anticipó Mosca, ésta es una razón más por la que la democracia requiere de “una gran clase [media], formada por individuos cuya posición económica sea virtualmente independiente de aquellos que detentan el poder supremo” (p. 144). En la época que siguió a la segunda guerra mundial, las presiones y

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modelos prevalecientes en el sistema mundial y los riesgos que suponía la situación periférica dentro del sistema indujeron a los nuevos países subdesarrollados a crear Estados centralizados e intensivos en recursos (Meyer, 1980). Fruto de esta expansión del Estado en la búsqueda del desarrollo acelerado, el control de ese Estado se ha convertido en el medio fundamental para la acumulación de riqueza individual y, de ahí, en el principal determinante en la formación de las clases sociales (Diamond, 1987; Sklar, 1979). A través del empleo público y de los contratos suscritos legalmente, como también a través de las distintas modalidades de desviación ilegítima de los fondos fiscales, la manipulación de los recursos públicos se transformaría en el medio más fácil, más habitual y menos riesgoso de acumular riqueza personal. En toda Africa y buena parte de Asia, en América Latina y el Oriente Medio este proceso dio lugar a lo que Sklar (1965) conceptualizó, siguiendo a Mosca, como una “clase política”, en el sentido de que “el poder político es la fuerza primordial que crea las oportunidades económicas y determina el patrón de estratificación social” (pp. 203-204). Esta relación distorsionada entre el Estado y la sociedad ha sido una de las causas fundamentales del quiebre democrático en Africa y Asia tras la descolonización, porque ha dado pie a muchos de los otros factores asociados superficialmente con el mal funcionamiento de la democracia. Afianzó la corrupción política como el instrumento fundamental de movilidad social ascendente, despojando a los Estados democráticos de sus recursos económicos y su legitimidad política. Por los efectos deformadores que supone la sistemática búsqueda de mayores ganancias y los impedimentos de vasto alcance a las empresas verdaderamente productivas —provocados por los grandes excesos verificables en el tema de la propiedad estatal, de las regulaciones, la tributación y las contrataciones fiscales—, el estatismo acabó deprimiendo y obstaculizando el crecimiento económico. Al excluir la competencia económica del sector privado impidió la aparición de una burguesía autónoma y productiva (en vez de una parasitaria). Al someter a la mediación y el control estatal virtualmente toda la actividad orientada al desarrollo hizo que el progreso comunitario y también el individual dependieran del control estatal, reforzando las desigualdades y tensiones políticas entre los distintos grupos étnicos y regionales. En virtud de esta conexión última con el conflicto grupal, y dadas las tremendas ventajas que suponía para algunos individuos el control del aparato estatal, indujo al fraude y la violencia generalizados en la contienda electoral por el poder. Por cierto, el hallazgo de Powell (1982) de que la violencia política de carácter fatal se asocia negativamente con el desarrollo económico nos dice bastante más sobre los efectos del estatismo en este contexto que sobre ningún otro rasgo

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intrínseco de las culturas políticas, como he sostenido en otro lugar para el caso de Nigeria (Diamond, 1988a, 1988c). Tomadas en conjunto, las consecuencias del estatismo —corrupción, abuso de poder, estancamiento y crisis económica, conflictos étnicos, fraude electoral y violencia política— explican en buena medida el triple fracaso de la democracia en Ghana, su doble fracaso en Nigeria y Uganda, y en términos generales en todo el continente africano (Chazan, 1988; Diamond, 1988b; Kokole y Mazrui, 1988). Fuera de Africa, los efectos deformadores del estatismo han contribuido a los tres quiebres o interrupciones del proceso democrático en Turquía (Ozbudun, 1989), a la polarización étnica y el subsecuente deterioro de la democracia en Sri Lanka (Phadnis, 1989) y al declive generalizado del funcionamiento democrático (lo que incluye altos niveles de corrupción, decaimiento de los partidos, conflictos grupales y violencia política) en la India (Brass, 1990; Kohli, 1990). Ciertamente, los Estados fagocitadores, conducentes a la búsqueda de ventajas individuales, no son necesariamente una consecuencia de los bajos niveles de desarrollo económico; Singapur y Taiwán se han desarrollado aceleradamente al tiempo que se las han arreglado para evitar este síndrome, y Botswana lo ha hecho incluso dentro de un marco democrático. Ni tampoco está el estatismo ausente en los niveles más altos de desarrollo. Con todo, él adquiere propiedades tóxicas para la democracia únicamente en los niveles de bajo desarrollo, precisamente porque el control del aparato estatal otorga esos enormes beneficios. Como el propio Lipset (1960) sostenía, “si la pérdida del cargo implica serias pérdidas para los grandes grupos de poder, se buscará retener o asegurar el cargo por todos los medios disponibles” (p. 51).

La sociedad civil Existe hoy abundante evidencia histórica en favor de la hipótesis que postula una conexión entre una vida asociativa muy activa y una democracia estable. Desde luego, igual que hizo Lipset, podríamos citar en primer término el estudio germinal de Tocqueville (1840/1945) La democracia en América. Tocqueville fue quizás el primero que advirtió la relación simbiótica, mutuamente reforzante, entre la participación en la sociedad civil y la participación en la vida política, caracterizando a las asociaciones como “grandes escuelas libres”, en las que se promovía el interés por lo político y se reforzaban las habilidades políticas y organizacionales (p. 124). Dicho efecto se aprecia particularmente en los países menos desarrollados como la

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India y Costa Rica, donde la actividad organizacional y la participación política de signo partidista han sido más sólidas de lo que cabría esperar a partir de sus respectivos niveles de desarrollo (Booth, 1989; Das Gupta, 1989). Hoy ocurre, cada vez más, que las organizaciones cívicas del mundo desarrollado están abocadas a la movilización y legitimación políticas de variados grupos sociales, como las mujeres, los jóvenes y los sectores de menos recursos, tradicionalmente excluidos del poder (Diamond, 1992a). En segundo término, como Lipset y otros espíritus pluralistas han sostenido, una vida asociativa bullente —y en términos más generales, una sociedad civil vigorosa y pluralista—35 controla y contrapesa el poder del Estado. En este respecto, una vida asociativa bullente favorece la confrontación plural de los intereses particulares y brinda a los grupos más empobrecidos y en desventaja la capacidad de desahogarse o de resolver las injusticias a las que se enfrentan. Con el deterioro que exhiben el sistema partidista y el liderazgo político en la India, la sociedad civil local, muy vigorosa, se ha convertido en un instrumento cada vez más importante (si bien algo turbulento) de decisión democrática, articulación de intereses, reforma social y renovación política (Shah, 1988). En tercer lugar, una sociedad civil fuerte puede constituir un baluarte indispensable contra la consolidación de un gobierno autoritario y un catalizador eventual para su eliminación. El “resurgimiento” de la sociedad civil ha sido un factor crucial en las transiciones a partir de un modelo autoritario en el sur de Europa y América Latina (O’Donnell y Schmitter, 1986). La movilización de medios y organizaciones independientes ha sido igualmente significativa en sus presiones a favor de un cambio democrático en Filipinas (Bautista, 1992; Pascual, 1992), Nigeria (Epku, 1992; Nwankwo, 1992) y Sudáfrica (Heard, 1992; Schlemmer, 1991; Slabbert, 1991). El giro democrático en Taiwán durante los ochenta se vio incentivado e impulsado por un puñado de varios movimientos sociales —de consumidores, trabajadores, mujeres, aborígenes, granjeros, estudiantes, maestros y

35 Por sociedad civil entiendo la totalidad de la escena social donde actúan los grupos organizados (basados en intereses funcionales, propósitos cívicos, religiosos o étnicos) y los movimientos sociales, los medios de comunicación masivos, las corrientes y centros intelectuales y los modelos de expresión artística y simbólica que sean autónomos respecto del Estado o que dialoguen con el Estado (véase Chazan, 1991, pp. 4-9; Diamond, 1992a, p. 7; Stepan, 1988, pp. 3-4). Como Chazan (1991) lo ha sugerido, la sociedad civil implica a la vez ciertas nociones de pluralismo y parcialidad: el que ningún grupo pretenda representar la totalidad de los intereses de un individuo y, por tanto, el que deba haber en la sociedad múltiples canales transmisores de los intereses y significados.

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sectores preocupados por el medioambiente— que acabaron liberándose de la tradicional condescendencia o la intimidación y control estatales, para plantear sus exigencias específicas y también objetivos de largo plazo (Gold, 1990). En la Europa del Este, la Unión Soviética y China, la expansión de la vida organizacional, cultural e intelectual de carácter autónomo ha sido un factor crucial para socavar la hegemonía cultural y el monopolio de la información, luego la legitimidad política y, últimamente, la viabilidad de un Estado en manos del Partido Comunista (Lapidus, 1989; Nathan, 1990; Sadowski, en vías de publicación; Starr, 1988; Weige y Butterfield, 1991). En Africa, más recientemente, las protestas impulsadas por grupos urbanos organizados de manera autónoma —estudiantes, Iglesias, sindicatos, empleados fiscales, abogados y otros profesionales— han focalizado el descontento flagrante y las exigencias de un cambio de régimen, estableciendo “una conexión directa entre el malestar económico y político y la ausencia de democracia” (Chazan, 1991, p. 52; véase también Joseph, 1991; Kuria, 1991). Cabe imaginar también otros efectos positivos de una vida asociativa vigorosa y pluralista sobre la democracia. En la medida que las asociaciones voluntarias sean democráticas en sus procedimientos internos de gobierno, ellas pueden socializar a sus integrantes con valores y creencias de signo democrático y contribuir a reclutar y formar a nuevos líderes políticos para la escena en que habrá de discurrir la democracia política formal. Se requiere más investigación en torno al tema para determinar si las asociaciones cumplen de hecho (como un subproducto de sus otros objetivos) este papel, pero es de todas formas significativa la aparición de organizaciones cívicas centradas expresamente en estas últimas metas (Barros, 1992; Martini, 1992; Pascual, 1992). Aunque las asociaciones voluntarias y otros elementos de la sociedad civil no contribuyen necesariamente a la democracia y pueden incluso oponerse a ella (dependiendo de cuáles sean sus propósitos y su ideología), es claro, a la hora de hacer un balance, que el tamaño, el pluralismo y la inventiva crecientes de las sociedades civiles en todo el mundo han sido un factor preponderante en la expansión de la democracia en décadas recientes. Numerosos factores pueden influir en la cantidad, el carácter y la solidez de las organizaciones autónomas en una sociedad determinada, pero es evidente que un único factor —el desarrollo económico— contribuye de manera decisiva a su expansión. De Taiwán a China, de la Unión Soviética a Africa del Sur y de Brasil a Tailandia, el desarrollo económico ha tenido ciertos efectos sorprendentemente similares: al concentrar a la población en áreas residenciales más pobladas, al tiempo que la ha dispersado en

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redes interactivas más amplias y diversas; al descentralizar el control sobre la información y aumentar las fuentes alternativas de ella; al dispersar la alfabetización, el conocimiento, el ingreso y otros recursos organizacionales a través de segmentos poblacionales más vastos; y al incrementar la especialización e interdependencia funcionales y, de este modo, el potencial de protestas específicas en términos funcionales (por ejemplo, las huelgas del sector transporte), que pueden poner en jaque a la totalidad del sistema. Tales efectos deberían apreciarse más rápidamente, y posiblemente es así, en el contexto de una economía de mercado, pero aparecen con cada vez mayor intensidad en los sistemas de inspiración comunista al expandirse la educación, la industrialización y las comunicaciones masivas.

CONCLUSIONES E IMPLICANCIAS

Trancurridas tres décadas, la revisión de las investigaciones realizadas ha demostrado que Lipset (1960) estaba básicamente en lo correcto al postular una sólida relación causal entre el desarrollo económico y la democracia y en sus explicaciones de por qué el desarrollo promueve la democracia. No es preciso señalar que esta relación no tiene un valor predictivo absoluto, y que no es necesariamente lineal, pero eso no le quita validez a la conexión general que Lipset propuso. El análisis precedente sugiere cinco conclusiones básicas y algunas implicancias políticas evidentes. En primer lugar, el desarrollo socioeconómico promueve la democracia en dos sentidos. Allí donde ella ya existe, el desarrollo sostenido contribuye significativamente a su legitimidad y estabilidad, en especial en las épocas tempranas del régimen democrático (Diamond, Linz y Lipset, 1990, 1992, cap. 5). Allí donde la democracia no existe de hecho, el desarrollo conduce (tarde o temprano) a la eventualmente (si no inicialmente) exitosa instauración de la democracia. Sin embargo, es difícil predecir en qué punto del desarrollo socioeconómico o histórico de un país habrá de irrumpir la democratización. Por debajo del umbral superior del desarrollo que Dahl (1971) propone, múltiples factores influyen para configurar la probabilidad de ocurrencia de un régimen democrático, y tales factores son en buena medida, como sugiere Huntington, una cuestión dependiente de las instituciones políticas, los liderazgos políticos y las opciones en juego. No debemos, por tanto, menospreciar la importancia de ese “manejo político” para la democratización exitosa en los países próximos al umbral o situados por debajo de él (Linz y Stepan, 1989).

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En segundo lugar, no obstante el hallazgo de Hannan y Carroll (1981) para el período comprendido entre 1950 y 1975, el desarrollo socioeconómico no provoca en los regímenes autoritarios los mismos efectos legitimadores en el tiempo que tiene en los regímenes democráticos. Más bien plantea a los primeros un dilema sin solución. Si los regímenes autoritarios “no funcionan, pierden legitimidad, pues el hecho de funcionar constituye su única justificación para mantenerse en el poder. Sin embargo (…), si consiguen de hecho generar progresos socioeconómicos, las aspiraciones populares tienden a reencauzarse hacia objetivos políticos que postulan el derecho a expresarse y a participar, los cuales el régimen no puede satisfacer sin dar por terminada necesariamente su propia existencia” (Diamond, 1989, p. 150; también Huntington, 1991, p. 55). Este último patrón de cambios fue fundamental en las transiciones de España, Taiwán y Corea del Sur, está muy avanzado en Tailandia y comienza a manifestarse en Indonesia. En tercer lugar, no son el desarrollo económico en sí y tampoco, ciertamente, el mero crecimiento económico los factores del desarrollo más relevantes a la hora de promover la democracia, sino, más bien, un conglomerado abigarrado de cambios y mejoras sociales ampliamente distribuidas entre la población, lo cual queda vagamente resumido en el término de “desarrollo socioeconómico”. Lo más relevante aquí son los progresos en la calidad física y dignidad en la vida de las personas: el acceso al agua potable, a un barrio seguro y limpio y a los cuidados médicos básicos; la alfabetización y educación avanzadas (probablemente, al menos hasta la enseñanza media); ingresos suficientes para brindar a la propia familia cuando menos alimentos, vestimentas y un alojamiento mínimamente adecuados; y habilidades suficientes para conseguir un empleo que nos provea de ese ingreso. Por supuesto que los criterios acerca de lo que se considera decente y “mínimamente adecuado” varían con el tiempo y entre las diversas culturas, pero estas dimensiones básicas del “desarrollo humano”, incluidas en el índice de medición que sugiere el PNUD (1991), permiten predecir en mejor forma que el “nivel de riqueza nacional per cápita” la presencia y el grado de democracia existentes en una nación. El desarrollo económico nos brinda un contexto estructural en el que puede tener lugar el desarrollo humano propiamente tal, pero en la medida que sus beneficios estén muy mal distribuidos (o que sus correlatos, como la urbanización, alteren tan sólo la forma visible y la escala de las miserias humanas), no podrá contribuir gran cosa a promover la democracia y puede incluso generar contradicciones y tensiones contrarias a la democracia. En lo que se refiere a las posibilidades de la democracia, hay un aspecto del desarrollo

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económico que está por encima de todos los demás: la reducción de los niveles absolutos de pobreza y carencias humanas. Varias son las razones por las que la democracia está tan íntimamente relacionada con la calidad física de la vida. La primera es que tales condiciones generan las circunstancias y contribuyen a formar las habilidades que posibilitan la participación efectiva y autónoma en la vida pública. La segunda es que, al estar la mayoría de la población alfabetizada, alimentada, alojada decentemente y cubierta en sus necesidades materiales elementales, las tensiones de clase y las tendencias políticas radicales tienden a decrecer. Así, como Lipset (1960) lo hizo notar, “el reformismo gradualista de inspiración secular sólo puede constituir una ideología válida para una clase baja pudiente” (p. 45). La tercera razón es que los seres humanos parecen establecer, cuando menos en parte, su escala de valores en función de lo que el sicólogo Abraham Maslow (1954) denomina una “jerarquía de necesidades”. La investigación comparada reciente indica que las necesidades fisiológicas de seguridad física y sustento material tienen prioridad sobre las necesidades de “orden más elevado”, las de naturaleza social, intelectual y estética (aun cuando esa misma investigación no brinda apoyo al supuesto de Maslow de una jerarquía predecible, y “pan-humana”, más allá de las necesidades fisiológicas; Inglehart, 1990, p. 152). Por ende, aunque la satisfacción de necesidades de orden inferior no aumenta automáticamente la importancia de las necesidades individuales de libertad e influencia política, hace más probable la valoración positiva de tales necesidades. La cuarta razón es que el desarrollo económico genera o facilita la democracia sólo en la medida que éste modifique favorablemente cuatro variables intervinientes de carácter crucial: la cultura política, la estructura de clases, las relaciones sociedad-Estado y la sociedad civil. Esta fue también la conclusión del quizás único estudio comparativo transnacional que combinó indicadores tanto del desarrollo nacional como de las actitudes individuales: Inglehart (1990, p. 44). Aparte del cambio en la estructura ocupacional, dicho estudio identificó un factor cultural muy influyente, que mediatiza la relación entre el desarrollo económico y la democracia estable: un síndrome de “cultura cívica”, consistente en confianza interpersonal, satisfacción de vida y moderación política. Finalmente, es importante subrayar, a la vez, que la democracia puede ocurrir a niveles bajos de desarrollo si las variables mediatizadoras cruciales se hallan presentes. El desarrollo económico no es un pre-requisito de la democracia. De hecho, Lipset lo conceptualizó en sus escritos como un “requisito”, término cuyo significado literal alude a algo que es esencial,

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pero que no necesariamente ha de existir previamente. En un párrafo frecuentemente olvidado de su conocido ensayo anticipó un elemento fundamental de la experiencia democrática en los países contemporáneos en vías de desarrollo: “Una democracia prematura que logre sobrevivir lo conseguirá (entre otras razones) por la vía de facilitar la expansión de otras condiciones conducentes a la democracia, como la alfabetización generalizada o las organizaciones privadas y autónomas” (p. 29). Aquellos países en vías de desarrollo que han preservado la democracia durante largos períodos han hecho precisamente lo anterior. Todos ellos han heredado o desarrollado una cultura política que hacía hincapié en la tolerancia, en la inclusión, la participación y la adaptación, como ha sido el caso (poco más o menos) de la India, Costa Rica, Botswana, Venezuela tras 1958 y Chile y Uruguay antes de la polarización ocurrida a fines de los sesenta y luego nuevamente en años recientes. Muchos de ellos han desarrollado, como hicimos notar previamente con respecto a la India y Costa Rica, vigorosas sociedades civiles. Y tal vez, por encima de todo, han sido razonablemente eficaces en lo que respecta a procurar el desarrollo humano. Los diez países en vías de desarrollo (por sobre un millón de habitantes) que han preservado, con más o menos continuidad, la democracia a partir de 1965, redujeron su tasa de mortalidad infantil a un promedio anual de 3,25% a contar de ese año y hasta fines de los ochenta, en comparación con una tasa media anual de reducción de un 2,3% en el caso de las diez dictaduras ininterrumpidas más prominentes del mismo período. Así pues, las democracias en cuestión han subsistido en buena medida porque han mejorado sustancialmente la calidad de vida de sus conciudadanos (Diamond et al., 1992, cap. 5).36 Esto sugiere que la democracia no es incompatible con el desarrollo y que, de hecho, la tendencia causal puede revertirse de manera tal que la democracia sea el factor conducente al desarrollo. Aun cuando los estudios comparados sobre los efectos de la democracia en el desarrollo económico no son concluyentes (Sirowy e Inkeles, 1990), hay suficientes fundamentos teóricos para suponer que la participación, la libertad, la responabilidad y el pluralismo políticos “serían factores conducentes a ciertos logros económicos de las personas laboriosas, en particular los empresarios”, y también a mejorías en la satisfacción de necesidades humanas básicas (Sklar, 1987, pp. 709, 711). Ciertamente, con procesos de desarrollo que han exhibido fracasos tan espectaculares como los que ha habido en Africa en el último 36Los diez países en cuestión son la India, Sri Lanka, Costa Rica, Colombia, Venezuela, Jamica, Trinidad y Tobago, Botswana, Mauricio y Papúa Nueva Guinea.

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cuarto de siglo, muchos africanos piensan hoy que la democracia es el factor esencial para el desarrollo (Ake, 1991). Para reformular levemente el argumento de Lipset relacionado con las democracias “prematuras”, en los países pobres la democracia puede perdurar únicamente si ellos consiguen difundir, en forma amplia y sostenida (aunque no necesariamente de manera acelerada), el desarrollo socioeconómico entre su población, especialmente el “desarrollo humano”. Las implicancias políticas de todo esto son hasta cierto punto evidentes. En primer lugar, el hecho de concederle prioridad a las necesidades humanas básicas no es sólo una medida sensata desde el punto de vista del desarrollo económico y una opción intrínsicamente más humana, también es un proceso que, muy probablemente, habrá de promover o sostener la democracia en mayor grado que ciertas estrategias más intensivas en capital para las que la salud básica y la alfabetización son necesidades “de consumo” que pueden ser aplazadas. En segundo lugar, en ningún país debería excluirse absolutamente la posibilidad de la democracia. Por cierto que en los países más pobres ella tiene menos probabilidades de surgir, en especial en su configuración institucional completa, pero dado que “la democracia sobreviene en cada país por fragmentos o partes” (Sklar, 1987, p. 714), las políticas del desarrollo debieran incentivar la institucionalización de tantas facetas o rasgos de la democracia como fuera posible, tan pronto como ello fuese factible. Una lectura cuidadosa de las tesis de Lipset revela que el desarrollo económico promueve la democracia sólo al provocar cambios en la cultura política y la estructura social. Aun aquellos países que exhiben niveles modestos de desarrollo económico pueden alcanzar una cultura democrática y conformar una sociedad civil y conseguir reducciones significativas en sus niveles de pobreza absolutos. Si los actores políticos y sociales del sector privado y público se centran en estas metas intermedias, hay grandes probabilidades para un desarrollo “prematuro” de la democracia.

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APENDICE Ordenación de los países según el grado de libertad y el Indice de de Desarrollo Humano en 1990

Tipo de régimen

Alto (Primeros 20) 0,993-0,951

Medio alto (21-53) 0,950-0,800

Medio Medio bajo Bajo (54-97) (98-128) (129-160) 0,796-0,510 0,499-0,253 0,242-0,048

Hegemonía estatal, cerrado (13-14)

Kuwait Albania

Cuba China Corea del Norte Irak Libia Arabia Saudita Siria

Myanmar Vietnam

Afganistán Angola Burundi Camboya Chad Etiopía Liberia Malawi Mauritania Somalia Sudán

Hegemonía estatal, parcialmente abierto (11-12)

Katar Brunei Bahrein

Irán Líbano Omán Rumania Emiratos Arabes Unidos Maldivas

Ghana Kenya Tanzania Zambia Lesotho Indonesia Swazilandia

Mali Togo Mozambique Guinea Bissau Guinea Níger Burkina Faso República Centroafricana Yibuti Bultán Sierra Leona Uganda Yemen

Jordania Fiji Surinam

Zimbawue Bangladesh Cabo Verde Nigeria Comoras Benín Costa de Marfil Santo Tomé Príncipe

Sri Lanka Tunisia Mongolia Colombia Perú Africa del Sur Guyana El Salvador Paraguay Gabón

Egipto Nepal Marruecos Senegal Guatemala Haití Pakistán Algeria Madagascar

No competitivo, parcialmente pluralista (10)

Semicompetitivo, parcialmente pluralista (7-9)

Malasia México Yugoslavia Bulgaria URSS Singapur

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(Continuación)

Tipo de régimen

Alto (Primeros 20) 0,993-0,951

Competitivo, parcialmente intolerante (5-6)

Medio alto (21-53) 0,950-0,800

Medio Medio bajo Bajo (54-97) (98-128) (129-160) 0,796-0,510 0,499-0,253 0,242-0,048

Corea del Sur Antigua y Barbuda Bahamas

Filipinas Tailandia Turquía Nicaragua Panamá Brasil República Dominicana

Competitivo, pluralista, parcialmente institucionalizado (3-4)

Francia Alemania Reino Unido

Chile Chipre Mauritania Argentina Israel Uruguay Venezuela Checoslovaquia Hungría Polonia Domínica Portugal Grecia

Granada Samoa Botswana Ecuador Jamaica Santa Lucía San Vicente Bélice

Democracia liberal (2)

Australia Canadá Italia Japón España Suecia Estados Unidos Austria Bélgica Dinamarca Finlandia Islandia Luxemburgo Países Bajos Nueva Zelandia Noruega Suiza

Costa Rica Trinidad y Tobago Irlanda Barbados Malta

San Cristóbal y Nevis Islas Salomón

Bolivia Honduras India Namibia Nueva Guinea Papúa Vanuatu Gambia

Nota: Los números asociados a cada país representan la puntuación del país en el Indice de Desarrollo Humano, con el 1 siendo la puntuación más alta. Fuente: Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (1991, Cuadro 1).

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