Mi gitana

Una historia de amor en la Guerra Civil

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De los textos:

© Ángel María Ramos web: angelmariaramos.com © Francisco Suero [email protected] Primera edición Marzo 2012 Edición al cargo de: Lur Sotuela

isbn: 978-84-615-8107-8 Depósito Legal: m-12498-2012 Printed in Spain

Mi gitana

Una historia de amor en la Guerra Civil

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ientras ella cagaba yo le tocaba las tetas. Y se reía, como yo imaginaba que debían hacerlo las hienas hambrientas de sexo, en pequeñas y silenciosas carcajadas casi ocultas, como entre dientes. El maíz nos escondía por completo de los demás campesinos que, inclinados sobre las matas, cogían tomates en el otro bancal de tierra. Desde que a principios de julio comenzó la recogida le eché el ojo a esa moza, y la paciencia en aquel momento no me supo contener los deseos ni las piernas, que salieron tras ella cuando abandonó a toda prisa el tomatal. A la pobre criatura se le juntó el cielo con la tierra, esto es, no se pudo aguantar más y fue a desahogar a hurtadillas el primer apretón de la tarde. Mi apetito carnal se centró en su cuello, ella lo mantenía tieso como un ajo y con una indiferencia impropia de lo que allí estaba pasando; luego besé su espalda, los hombros, y bajé hociqueando por uno de sus brazos con un beso largo. Le arranqué la ropa que pude y tiré mi camisa como si nunca más fuese a utilizarla. En principio no me atreví con su sexo escondido, pues ya tenía bastante con ir aceptando que, en cuclillas y en medio del campo, una mujer y un hombre desnudos son iguales. Pero cuando terminó de obrar, se deslizó a rastras y a empujones por el surco, buscando a tientas con una mano adelantada acomodo, hasta que atinó con un palmo sin terruños ni piedras donde recostó la cabeza y se arrellanó en la tierra húmeda, para que 7

yo, a modo de punzón artesano me encajara en su cuerpo calé. Varios gemidos confusos, cante hondo parecían, se escaparon de su garganta. Yo también perdí el control de mí mismo en una experiencia frenética de primerizo. Después nada; bueno... silencio. El que siempre acompaña a quien ha alcanzado la última fantasía y ya no sabe qué decir. Nos sentenciábamos mutuamente, después de todo, ¿quién era ella, una campesina a destajo que no llegaba a los cuarenta cajones, con un padre más vago que la chaqueta de un guarda, vozarrón y borrachuzo, y ocho hermanos –siete iguales y uno sospechosamente rubio– que apañaban tomates en medio de riñas y jaleos que parecía que se estuviesen matando? En la casa del pobre todos gritan y todos tienen razón. Son familias que se comportan de forma escandalosa y vergonzante, o al menos así lo sentíamos el resto de la cuadrilla. Aquel fue el primer momento en el que la sabiduría popular de mi abuelo empezó a acompañarme en esta historia, porque en eso se iba a convertir el viejo Rafael: en un recurso habitual para los achaques de la vida. Meses antes se lo había llevado, deprisa y sin aviso, la guadaña de la vejez, y desde entonces yo no encontraba otro remedio para aliviar su falta que llorar a solas su muerte. La muchacha, sentada a un par de metros de su excremento, me miraba pensativa: ¿quién es éste, un payo que no coge más de cincuenta cajones y que anda al acecho de la primera que caiga en su trampa de maíz?; debía estar pensando algo así, porque de reojo me encajó dos pupilas negras que exigían madurez y compromiso de inmediato. Y la verdad es que me asusté: en un santiamén se le había puesto cara de mujer casada. Para pasar mejor el trago decidí sonreír, un poco, pero no tardó en atacarme un rosario de pensamientos que me dejaron más serio que un viudo

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con hijos. Debería haber sido el momento de levantarme, salir corriendo y olvidar aquella tarde, pero de pronto ella se incorporó simulando haber percibido mi intención; entonces, cogiéndola por las manos detuve su segundo movimiento que, por otra parte, ignorábamos los dos. –¿Cómo te llamas? –pregunté invocando no sólo el inicio de una conversación, sino al mismísimo diablo de los pleitos perdidos. –Soledá –fue tajante. Sólo Soledá respondió. –¿Soledad? –y puse acento interrogativo en voz baja. Era la primera vez que me hablaba en la intimidad, porque hasta ese día todo me lo había dicho a voces, disimulando entre la gente su interés por mí con esa forma indirecta con la que los jóvenes comunican los dolores del corazón. –Lo que háh´ oío, ¡Soledá! Sin más. Uno se hace viejo cuando decide el tipo de vida que quiere vivir, y Soledad lo supo en cuanto reconoció los primeros desórdenes en su aspecto de niña. Por eso, y porque se le acababa de abrir la herida roja del sexo, no mostraba ahora ni la más mínima sonrisa que permitiera adivinar futuras simpatías. Era fácil entenderla, había perdido su honra. Es curioso –cavilé–, tener la honradez entre las piernas... –¿No díce ná? ¿Qué podía decir, que estaba pensando que su himen la había traicionado y que ya no iba a ser la decente novia que chilla para sangrar el paño blanco y la mano de la vieja que lo sostiene (primero a solas, entre las piernas, después al alboroto que vigila fuera), y con la prueba asegurada, va y viene tranquila entre los convidados de su ruidosa boda gitana?

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–Estoy pensando, ¿sabes? –Pensé que era mejor no explicar los desvaríos del sol, la cabeza caliente tiende a blasfemar. Muchas veces mi abuelo y yo hablábamos sólo con refranes, y a partir de ellos inventábamos entretenidas conversaciones. Empezaba yo o empezaba él, no había previo acuerdo, señal o indicación alguna, sólo ganas –ganas de batalla, de pelea, muchas ganas de hablar– de cualquiera de los dos. El abuelo parecía repasar lo que yo había aprendido, como si estuviese comprobando la calidad y permanencia de sus enseñanzas; a mí me gustaba verlo en el límite fingido en que se ponía de vez en cuando, cuando parecía que no encontraba el refrán que buscaba: titubeaba, se mesaba el bigote, detenía los dedos en uno de sus extremos, y con el pulgar y el índice en forma de pinza, se enrollaba la punta, pegaba la lengua arriba y abajo, con la boca entreabierta, se mordía el labio inferior para pensar –o hacer que pensaba– e iba soltando algún refrán despacio, con sonrisa picarona, como si se le acabara de ocurrir o se acordase en ese momento y, justo ahí, le estuviesen viniendo las palabras y no las tuviera pensadas desde el principio. Le gustaba mucho ese suspense controlado y le gustaba cuando yo decía «¡ay!, ahora no me acuerdo, espere, espere abuelo, no diga usted ninguno que ahora me toca a mí» o «cómo era ése que decía aquello de...», y el abuelo hacía primero como que no se acordaba, «no sé, no sé», y luego me iba soltando pistas graciosas que yo finalmente recogía para decirlo de golpe, y negando la ayuda recibida, «no, no, si yo lo sabía, lo que pasa es que no me acordaba bien, es que, ése hace mucho que no me lo dice usted». Así pasábamos buenos ratos, y fue la distracción de muchos de nuestros paseos, y también de algunas noches de invierno, junto a la lumbre del tinao1, con ese olor a chacina fresca que todavía chorrea y te pringa 10

si te descuidas, mezclado con el humo de un tizón que a altas horas de la noche ya nadie retira, se ignora y se le da una patada al tronco donde reposan los pies del hombre cansado. –No ponga loh s’ojo tan raro que me súhta. –Es que te estoy mirando las piernas. –¡Guarro, mah que guarro! mira que mirárme lah piérnah. No tenía por qué escandalizarse, le acababa de mentir y ella lo sabía. Le estaba mirando con descaro a lo alto, hacia la matita de bellos negros que ocultaba su sexo, ahora calmado, aplazando el hambre para nuevos envites. Y es que por aquellos días yo era de los que no dejaba camino por vereda, sobre todo si el camino ya lo conocía, lo había andado y sabía de sus encantos. –Y a ti, ¿cómo te dícen? –Rafael, como mi abuelo –dije orgulloso, recordando lo honrado que era mi abuelo. –Y yo, Soledá. Debía estar nerviosa, se había presentado apenas un minuto antes, pero en ésta ocasión me gustó, la voz le salió del estómago, cavilante, como quien duda o se acuerda de algo mientras habla de otra cosa, o bien empieza a hablar para pensar lo que realmente quiere decir, o delibera sobre la conveniencia de decirlo, o sea, quien habla para ganar tiempo. Yo también lo hago algunas veces. –Yo me llamo Soledá, ¿sábeh? –dijo otra vez muy bajito, como si se estuviese conociendo a sí misma en ese instante Tinao: Es inconcebible escucharlo en Extremadura en su forma correcta (tinado): cobertizo de los cortijos, más o menos amplio y que tiene numerosas funciones: guardar cosas, colgar chacina, almacenar sacos (por ejemplo de picón –carbón muy fino para los braseros–)... y, por supuesto, hacer la lumbre. 1

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y no se acabase de creer que era Soledad la que estaba allí sentada, abrumada, casi desnuda. –Ya, ya, Soledad. Un bonito nombre –recuerdo que miré al suelo para hablar. Soledad, como su abuela, y como no sé cuántas mujeres de la familia que nacieron antes que ella, y como alguna que nacería después, en un tropiezo luctuoso de la carne. –¿Sólo te llamah Rafaé? –Bueno, para entendernos sí, Rafael, ¿sabes? Así se llamaba mi abuelo. Se acercó a mí arrastrando las nalgas por la tierra. Al ver su movimiento supuse un nuevo brote de erotismo, y me gustó. No me acobardé por tener que echarme otra vez sobre ella, aunque debo confesar que las fuerzas no me sobraban para hacerle otro requiebro al destino, lo único que me asustaba de veras era lo que pudiéramos decirnos entretanto. Pero no se le había revuelto la pasión, sino que un aire travieso había traspasado las fronteras del maíz llegando hasta nosotros, en esto, el excremento que yacía a su lado le dio en las narices y, claro, su mal olor la apartó hacia mi estancia, donde se respiraba sin contaminación. Fue entonces cuando la miré de verdad, guapa gitana: labios llenos de carne, dientes limpios, aliento sin olor, ojos azabaches y rajados como aceitunas, pelo tostado y largo, piel oscura, parecía un toro, un toro negro. Las venillas sensibles de sus ojos me ayudaron a adivinar que la gitana que tenía a mi lado estaba aturullada por la incertidumbre de las emociones. –Eh que jiede mu má. –No te preocupes, ya pasó todo. Y callé. Quería decirle que a mi lado no corría peligro, 12

que no tuviera miedo que yo la salvaría de aquel terrible olor que la amenazaba, que soy todo un hombre, tranquila mujer, yo te protejo de la adversidad. Pero no. El ridículo se impuso y me protegí con más silencio para mirarla mejor.

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a mierda se distrajo con unas moscas verdes que no quisieron revolotear más ni disimular su apetito ni hacerse las desganadas. Y así, con el duende de nuestro encuentro ocupado por la bichería, la besé en los labios por primera vez. La pobre no fue capaz de cerrar la boca, y por los suspiros de felicidad recién estrenada que se le escapaban, supe que había empezado a quererme. Luego, toda búho, clavó sus puñales negros en mi pecho, como temerosa de lo que estaba sintiendo. –¿Sábeh tú? –¿Qué? –dije secamente, relamiéndo la humedad gozosa que me había quedado en la boca. –Que soy la primera de loh chozoh que caza un novio. –¡Qué bien, es el gitano con más suerte de este mundo! –dije para ganar tiempo porque ya imaginaba por dónde iban a venir los tiros. Y así fue. –¡Hómbre! no creo que naide te conohca mejó que tú mihmo –Y no me quitó para decirlo los ojos brillosos de encima. Y aunque hubiese preferido no tener razón premonitoria, recibí la frase con cierta sorpresa, porque la humedad de la boca me abandonó de repente. Por supuesto, dejé de relamerme. No estoy seguro de lo que hubiese dado por no estar allí sentado. Había oído alguna vez, sin entenderla muy bien, esa expresión de «tierra, trágame», y ahora no hacía 15

otra cosa que mirar los surcos para ver si se empezaban a agrietar: no sabía dónde meterme. Es conocido que poco dura la alegría en casa del pobre, y aunque yo no era pobre y en casa vivíamos de la buena economía de veinticuatro hectáreas propias y cinco generaciones de sudor, sí me veía pobre de miras para entender las urgencias que le entran a las mujeres por estrechar vínculos a las primeras de cambio. –¿Cómo has dicho, gitana? –Y me levanté para hablarle desde arriba, para que ella fuese más pequeña y yo más grande (para tener razón o contundencia, o ambas cosas si las necesitaba para mi defensa). –Ya sé que soy antodavía una muchacha, pero no tam chica, ¿o no? –y se miró el sexo–. Porque sé tó lo que´áy que sabé pa llevá una casa y tengo buenah teta p´amamantá a loh churumbele... Buenas tetas sí, pero muy caras. ¿A dónde quería ir a parar esta mujercita –¡esta gitana!–, que sin conocerme ya quería encerrarme en su clan? ¡No, basta, más vale una vez rojo que cien amarillos!, dije para mí. No había recompensa suficiente a tan amargo sacrificio, es mentira, llegué a pensar, que puedan más dos tetas que dos carretas, por muy hermosas que fueran, por mucho que las siguiera mirando y no les pudiera quitar el ojo de encima, por más que imaginaba mis manos sin lavar jugando otra vez con ellas, como hacía un rato, cuando éramos más desconocidos y había menos confidencias. –Sé lavá, cosé, hacé jabón, sotené la cántara del´agua con la rodilla2... Rodilla: Rosca de lienzo –de cualquier tela– que generalmente usaban las mujeres y que, colocada en la cabeza, servía para transportar mercancías, cántaros de agua, cubos con fruta o ropa que se llevaba al río...

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Qué angustia, ¡por Dios!, con quince años y sabía todos los verbos del trabajo. ¡Me agotaba escucharlos! –Sé bareá loh árboleh y cogé bellota pa tó loh guarro que tú tengah y da de comé a tó´el ganao... Me llevé las manos a las orejas esperando que se acabaran las ocupaciones. La insulté en mi pensamiento. De nuevo salió aquella vieja soberbia que sólo tiene en cuenta el estado de ánimo y no sabe ver más allá del berrinche momentáneo. –Sé ordeñá lah vacah, riecogé `l´ hheno, l`alfalfa... Sentía que la vida se me estaba haciendo añicos. Ya me imaginaba con ella en la ermita, vestido de casado; era horrible, no había nadie para salvarme, estaba solo: yo y mi soledad. Aunque parezca mentira, no me irritaba tanto que me manoseara o me besara como una madre empalagosa, sino que hablaba ya con el cariño y la tranquilidad de los amores cotidianos; claro que yo aún no la conocía y no sospechaba que estaba fingiendo, porque aquella respiración de polluelo con la boca abierta significaba que estaba muerta de miedo. –Yo té bañaré, té cortaré el pelo, lah úñah y la barba. –¡Basta! –y ahora sí lo dije, en voz alta para que me escuchara el cielo entero. Me quería cortar el pelo, la barba. Atiendan: una gitana, una cíngara, una egipciana, quería ponerse alrededor de mi cuello con una navaja, ¡lo que faltaba! Tenía que acabar con este sinvivir o vivir acelerado que me iba a matar. Y tenía que hacerlo cuanto antes. Una mosca, ya harta de su manjar apestoso, me distrajo, y al fijar la vista en ella detuve mi blasfemia para más tarde, para dos días después, cuando la criatura ya se puso insoportable. 17

Entretanto había tomado mi mano izquierda y se entretenía en lamerla, devorando sus dedos, uno a uno y vuelta a empezar, entregada a fondo, como si ya no tuviera que hacer otra cosa en la vida y fuera ése su último encargo. Llegué a pensar que me quedaba sin uñas. –Tuh manoh son mú bonita. Mis manos eran muy bonitas, había dicho, y por eso yo también me recreé en mirarlas, como si me las acabaran de poner y las estuviese estrenando en ese instante, o nunca hubiese caído en la cuenta que las tenía. Y las vi grandes, nada más; pero las suyas me parecieron bonitas de verdad, aunque yo no se lo podía decir, ya no quería hablar más porque sentía que ella mangoneaba la conversación, y no quería que se saliese con la suya de nuevo, pero la tensión de mirarla sin hablar fue peor. –Soledad, tienes unas piernas muy hermosas –se me había escapado y metí la pata otra vez, pero ya estaba dicho. Me di una palmada en la frente para recordarme que era un tonto, pero lo cierto es que no veía la manera de desmontar de una vez aquel teatro. Frustrado, dejé sueltas mis manos para que fueran babeadas, para que no correspondiendo fueran amadas. Pero que nadie se confunda o me tome por un flojo, porque abandonarme a ese lameteo sólo fue un acto de rendición momentáneo y por lo tanto estratégico, y nunca una sumisión de futuro.

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uando el aire se hacía sitio a bocanadas, las largas y afiladas hojas del maíz nos abofeteaban la cara, como castigando la soberbia de haber amado la carne ajena sin la dignidad de haber paseado antes como novios. Y no había más testigos de nuestros hechos que los excrementos de Soledad y sus moscas verdes. –Tienes unas piernas muy hermosas –le había dicho de sopetón a la gitana. –Yal`o sè, porque sírven pa subíse loh´árboleh –fue su primitiva respuesta. Y la vi vulgar conforme la iba imaginando en la trepa, saqueando los frutales –siempre ajenos– e hincándole el diente a albarillos, higos, melocotones, bruños3, nísperos, manzanas, a sabiendas de que el fruto bueno es el que se come en el árbol. –¿Sábe una cosa? –¿Qué? –dije resignado, temeroso de todo, de reojo, bizqueando un poco el izquierdo, desconfiado ante la posible inventiva que pudiera haberle surgido ahora. –Ayé me soñé contigo –y ahora fueron dos espinos negros los que me clavó, levantando las pestañas para seguirme mejor, manteniéndolas tiesas hasta terminar de hablar–, te soñé empelote. Me eché a reír. Sospeché que era lo más pasional que 3

Bruño: Ciruela pequeña y muy negra que solía haber en cualquier huerta.

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sabía decir, aunque fuese una ordinariez y nada tuviera que ver con las pasiones de la literatura romántica que por aquellos días iba conociendo. Solía leer en la bodega de la casa, que al final y para entendernos sin rodeos, quedó convertida en una especie de biblioteca. Mi abuelo, yo aún no había nacido, había comenzado a atesorar algunos libros, y por lo visto El Quijote fue su primera adquisición, que nunca dejó de releer; lo recuerdo sentado entre las cubas o apoyado en alguna tinaja, alumbrado por un candil, con el Ingenioso Hidalgo entre las manos, desternillándose de la risa. Pero también lo recuerdo muy serio cuando me decía: «libro cerrado, no saca letrado» porque no le gustaba verme manosear sin ganas los libros. Había forrada de esparto una cantaera4 y prefería verlos bien colocados. Un día se enfadó en serio y me soltó una regañina de maestro de escuela porque abandoné sin miramientos dos volúmenes de Naturalezas del Mundo a los cuales nadie hacía caso y cuyos títulos eran verdaderas lecciones de vida: La sonrisa silenciosa de las hienas y la amenaza del jabalí herido, de los que sólo aprendí los títulos, pero tan bien aprovechados que nadie se atrevería a decir que no los leí cien veces. Mi padre desde joven se aficionó a bajar y pronto le picó la curiosidad por las palabras (trastear con su etimología fue uno de sus grandes entretenimientos, y el mío más tarde), pero fue la historia su gran afición, nunca la mía. No desdeñó tampoco la literatura, comprando numerosísimas obras con las que pasaba buena parte de las horas negras de invierno. A mi madre, la precavida Rosalía, también le gustaba estar entre los libros, aunque menos, distrayéndose con La Regenta y con Madame Bovary, a las que solía comparar y de 4 Cantaera: Cantarera, estantería de madera, con varias repisas, que solía ir colgada y donde se colocaban cacharros no muy grandes. Escucharlo en su forma correcta es inconcebible.

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las que solía decir que eran dos mujeres iguales. Luego se reía en silencio, como si hubiese contado un chiste insondable para los demás. También leía vidas de santos y sus extrañas muertes; creo que esta ocupación era su verdadera afición literaria. Pero la bodega también fue un lugar de encuentro. De vez en cuando, sobre todo en los últimos tiempos, se reunían allí, caída la tarde, un grupo de hombres para hablar de sus cosas, aunque esos asuntos no eran problema mío (y sólo luego fui consciente de ellos) ni de mi madre, y en pocas ocasiones del abuelo, que se quedaba casi siempre en el umbral, intranquilo, como vigilante e intuyendo terribles consecuencias. Mi madre bajaba a servir café y unas perrunillas5, para que nadie sintiera la frialdad de una casa de huéspedes sino el aroma de la propia; pero no decía nada, aunque lo supiera todo. Miraba a mi padre, como advirtiéndole: «cuidado con lo que vais a hacer», o «no te metas en problemas y haz lo que hace todo el mundo». Era yo el que, con dieciocho años, todo lo ignoraba y el que de nada se quería enterar. La información te compromete. Al final mi padre salía a la puerta a despedirse de la visita, y allí seguía el abuelo, sin mirar el reloj de su paciencia. Los hombres se iban cabizbajos, pero al pasar junto a la intemperie del viejo se detenían para echar un rato de lengua floja. Había un tal Dionisio Cortés, al que llamaban el diente por sus palas de castor, que se aficionó a salir con algún libro entre el brazo y el costado, a modo de estudiante aplicado, y el viejo Rafael aprovechaba ese vicio del hombre para hablar de algo, y no sin gracia empezaba así: Perrunilla: Dulce pequeño, especie de torta, hecho con manteca, harina, azúcar y canela. 5

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–¡Cuidado!, tal es la suerte de todo libro prestado: que es perdido a veces y siempre estropeado. Dionisio Cortés, advirtiendo el aguante del abuelo, asentía con la cabeza y le echaba una limpia sonrisa. Todos sabían que el libro sólo servía para apaciguar los nervios que iban creando las tinieblas de empresas más serias, porque a partir de ahí surgían otros temas sin importancia, como el año lluvioso que tenemos: –Nos va a costar olvidar este 36, con la que ha caído tenemos agua pa tres años lo menos. O bien se hablaba de los muchos conejos que se ven en la ribera: –Parece que paren hasta los machos. O incluso, la cal tan mala con la que se ha pintado la ermita: –Cuando el domingo venga el cura no entra, en la cancilla se queda, menudo es este don Luis. Yo escuchaba estas medio bromas recostado en la puerta, porque no conocía otro saludo más afectuoso que estar allí esperando. Se iban con el mismo andar pausado de su conversación sin fondo, y apenas se distinguía el instante en que la noche se los comía. La oscuridad era ciega y uno no sabía si el campo se terminaba en sus narices o se extendía inmenso, pero durante un rato yo sentía que estaban a un tiro de piedra, porque llegaban nítidos hasta la casa sus rumores de hombre. –Ayé me soñé contigo, te soñé empelote –había dicho la egipciana, pero no le hice caso, seguí pensando en aquellas noches de política prohibida entre mi padre y sus amigos, y me pregunté si las esperas del abuelo, absorto en un aparente sosiego de mártir, no tendrían que ver con el repentino descanso de su corazón. 22

El sol despiadado arrojaba brasas desde lo alto del cielo. Soledad dio varios tumbos pendulares, cerró los ojos como para recapacitar, y supuse que le estaba empezando a corroer el óxido de la rutina, pero ese desencanto no había llegado aún, y lo que pasaba era bien distinto: se estaba durmiendo. Entreverada me pareció una niña traviesa que, cansada ya de jugar, había caído rendida en la cama, segura de su cuarto, satisfecha e indiferente a las guerras de los adultos. Había jugado con demasiados riesgos y había perdido, el desenlace de su escondite le resultó muy serio, al menos más que para mí, que ya centraba todo mi entendimiento en arreglar el entuerto que había ocasionado –todo escribiente echa borrones–, pensé para no turbarme, pues ya iba yo asumiendo las amenazas de haber coqueteado con el pecado. En el último balanceo sonámbulo apoyó la cabeza en el surco, y se quedó dormida y tranquila como un bebé recién alimentado. ¡Era el momento! Salir corriendo, hablarle deprisa al capataz para cobrar los cajones que llevaba cogidos, regresar al cortijo con alguna excusa razonable que explicara la premura de la hora, y buscar mañana otras tierras más alejadas de la linde del río. Ella, avergonzada, no diría nada al patrón de la familia, y ya está. Luego, si te he visto no me acuerdo, o me acuerdo poco, o pronto se me olvida. Al cabo de un tiempo enamoraría tanto a un gitanillo que acallaría los destrozos que yo, en un descuido fogoso, había ocasionado. Así, viéndome salvado de la encrucijada de la carne, y haciendo caso a la voz de los antiguos –la primera idea es la que vale–, me levanté con el ánimo de no parar de correr. Pero... –Sabe. Ótra vé me soñáo contigo –¡se espabiló la gitana! Y la pesadilla de la realidad me miró de frente, para quedarse conmigo. Y no sabiendo qué hacer ni qué pensar, 23

o contrariamente, para no pensar ni hacer nada, me puse a recordar los primeros versos de La Nacencia6, que en perfecto castúo7 escuché tantas noches en el tinao, arrimado a la lumbre que alargaba la vida de los hombres: Bruñó los recios nubarrones pardos la lus del sol que s´agachó en un cerro, y las artas cogollas de los árboles d´un coló de naranja se tiñeron... Parece mentira que, con tanta novedad en el cuerpo, fuera una de las tardes más largas de mi vida. Pero jamás hubiese imaginado que al cabo de unos días iba a vivir la angustia de una anochecida mucho más larga y dolorosa. El poema debí dejarlo por la mitad, antes del parto de su campesina, pues el sopor que ya me venía picando me hizo caer derrotado sobre mis propias rodillas. Y soñé. Vi a Soledad, ¡hermosa Soledad!, besándome sin control, con los desvaríos de una loca. Al rato, entre la pintura azulona de los sueños, la imagen del maíz apareció entre neblinas, yo durmiendo y ella, fugitiva de mi amor, huyendo y alejando sus besos maniáticos de mí. Lloré y grité con la angustia intratable de los sueños, pero no se detuvo, escapaba entre la maraña verde del maíz mientras yo revoloteaba moribundo, asado de calor. Desperté sin alboroto. Despegué las lágrimas de la zozobra y abrí cauteloso los ojos, primero uno para buscar y sentir el roce intencionado de las piernas de Soledad; después el otro, para mirar al cielo y dar gracias al Dios de los gitanos por no estar solo. –M´asuhtáo, creí que te daba h´algo. 6 7

La Nacencia: Obra de Luis Chamizo recogida en «el miajón de los castúos». Castúo: Forma de hablar del extremeño antiguo.

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–No –dije amodorrado–, estaba soñando. –Yo tamié soñé ánte, ¿sabeh? Me soñé que tú t´iba pa dejáme sola, ¡qué mieo! Los hombres estaban quemando el rastrojo del barbecho que lindaba con las tierras donde nosotros teníamos la faena, y el olor a paja quemada nos asfixiaba si cabe un poco más. Desde nuestra posición se podían distinguir las simultáneas patas de las ovejas asustadas por el fuego corriendo en rebaño de un lado a otro, cambiando de dirección, parando en seco, volviendo a correr, sin más peregrinaje que los límites de su alambrada. Y fueron estas tristes ovejas, sus patas, las que nos recordaron la existencia de los demás, lo inaplazable de la realidad, y por lo tanto, la búsqueda de una inmediata y congruente explicación, ahora sí, pues donde hay patrón no manda jornalero, y los dos teníamos a quién obedecer. Mientras alternábamos frases cortas, la gitana se desnudó y yo recobré la atenuada apetencia sexual. Pero ya no la toqué, no, ella se mantuvo sentada, jugando con una mazorca de maíz, de una mano a otra, sujetándola entre las rodillas, haciéndola rodar por los muslos, que a mi gusto estaban demasiado juntos. Entonces me hice una pregunta: ¿cómo sería hacer el amor sin atropellos? El rastrojo se consumía a pesar de aislados rebrotes de subsistencia, el excremento se agarraba a la tierra resistiendo con su fortuita apariencia, y mi vida se angustiaba con besos inexplicables que no llegaban.

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uando el diablo está aburrido, hasta con el rabo mata moscas, había escuchado de crío sin saber muy bien lo que se quería decir con eso, porque yo a los únicos que había visto matar a moscas y moscones con el rabo, o al menos asustar, era a las vacas, a los mulos, burros y a los caballos, que lo hacen, estos últimos sobre todo, con refinada distinción. Lo que sí es seguro es que no debió parecerme serio que el diablo se dedicara a cosas tan superfluas que hasta yo era capaz de hacer, con las manos, claro. Ahora me tocaba probar la amarga realidad de aquella lección de la infancia: matar moscas por aburrimiento. Si a esta penuria de la cabeza le añadimos que llevábamos varias horas sin poder llevarnos a los labios el calambuco8, no es de extrañar que me atacara algún delirio; y fue lo peor de la tarde: me vi montado en un burro con siete o nueve muchachos gitanos flanqueándome, y alguno detrás, llorando unos, moqueando todos. Soledad guiaba el cabestro –al que sujetaba como podía– mientras amamantaba a otros dos churumbeles. Mi figura de patriarca se iba definiendo en la grupa del garañón, allí inconfundible en el camino de las chumberas, vestido de negro de los pies al sombrero, incluidas las uñas, de luto permanente, con un gran sello de oro, con una gruesa cadena de oro, con un par de dientes de oro; cargado de oro hasta los dientes, que se dice. Los gitanos se visten de oro porque es incorruptible, como sus costumbres de duende: 8

Calambuco: Vaso de hoja de lata que se usa para sacar el agua de las tinajas.

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no caduca ni pierde su valor, ni debe mezclarse con otros metales que lleven a engaño. Quien lo lleva y lo exhibe quiere publicar quién es. Soledad no llevaba oro. –¡Rafaé!, me píca mucho p´aquí abáho. Y me señaló su negro pelo púbico y el agujero de todas las emociones. Su índice –que sostenía un torcido y descascarillado anillo de lo que a simple vista parecía plata– recorría el picor de arriba abajo como quien tañe las cuerdas de una guitarra desganada. No había duda: esta gitana ignoraba los comentarios pudorosos que se me estaban ocurriendo o cualquier otro juicio que le pudiera llegar. –Eso es del calor y del polvillo que suelta el puto maíz –dije hablando en plata, y callé un par de segundos porque si no me hubiera reído de corrido–; a mí también me pica todo el cuerpo. Pero no me rasqué aunque lo deseara como el comer –o el beber–, queriendo así demostrarle mi educación y saber estar, pues buen ejemplo y razones avasallan corazones, y no podía entregarme tan pronto a las salvajes tentaciones de otra debilidad, por más que verla refregarse me incitara a imitarla. Pero ocurrió: un poco la nuca disimulando que me atusaba el pelo, la otra mano raspando el hombro contrario, un poco la espalda... y ya se sabe, el comer y el rascar todo es empezar. Sin que ella me advirtiera, por supuesto. –Déjamé que t´arrahque yo. –¡Por favor! –construí esta avanzada frase desconocida para Soledad, y así diferenciarme de su calaña. En la palabra al menos podía hacerlo, no iba a pedirle educación a una gitana. Y se rió, como yo imaginaba que debían hacerlo las hienas hambrientas de sexo, en pequeñas y silenciosas carcaja28

das casi ocultas, como entre dientes. Se acercó otra vez con aquel descaro que se iba haciendo habitual y me arremangó la camisa hasta el codo, una manga, la lió sobre sí misma con destreza y se puso a frotar, primero con la mazorca que aún mantenía, después con las uñas y más tarde con la palma de la mano, más suave. Sin parar de reír, sin querer contenerse. Reconozco que fui yo quien la miró, y mis ojos se quedaron allí un minuto, en los suyos, que eran dos ventanitas por donde uno se podía asomar al mundo: ¡cuánta hermosura, por Dios! Me daban ganas de echar la culpa –es una forma de hablar– a la Divinidad por habérmela puesto delante. De alguna manera tenía que salvarme o empezar a buscar el camino del perdón, pues me corroía el gusano de la conciencia. No había imaginado nunca que la belleza pudiera ser tan simple. Llevaba puesta, en sisa, una ligera blusa desgastada que traslucía sus rectos pechos, se había juntado y atado las puntas descosidas sobre el ombligo, que de vez en cuando yo veía y dejaba de ver, porque también me distraían en el juego sus piernas cruzadas, encubriendo con picardía su intrigante picadura. Era el sutil y único lenguaje de la insinuación, el cual yo aún no conocía ni por asomo. –H´oigo la vó de mi páre... –¿Qué...? –¡Soledá, Soledá! –se oía entre cencerros y bramidos. Como uno más. La plantación de maíz, como ha quedado dicho, era colindante a la del tomate, y a la hora del cojondongo9 nos habíamos adentrado apenas unos doscientos metros, permitiéndonos, no sin poca habilidad, ver a los campesinos cuando se incorporaban y despegaban la nariz de la asfixia 9

Cojondongo: Gazpacho característico que hacen los hombres de campo.

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de las matas y dejaban que los riñones reposaran un momento en su natural posición. –Soledá, Soledá... como te coja t´endiño una pedrá y te arrastro loh pelo por tó la finca –ya veía yo a Soledad muriendo como San Esteban10. Asustado, dejé de contemplar el engatuseo11 de sus piernas. El hombre había gritado como si echara toda la voz que tenía, porque estaba sintiendo que no iba a regañar nunca más. Y en efecto, ese día arrojó su última voz llena de sangre, aguardentosa y amarga. Mi mano derecha tembliqueaba abotonando la manga que unos segundos antes estaba siendo dulcemente rascada. Entonces, para aquietarme, resolví alargar un rato más nuestra madriguera de amor fingido, haciendo una prosa con pocas letras y menor valía. –Tus ojos son como tu pelo –pero ya ven: no sabía lo que hablaba ni cómo entretenerla, sólo que su pelo era negro y sus ojos eran negros y se me ocurrió que de ahí se podía sacar algo bonito porque, si había que perder el tiempo, mejor hacerlo con buen gusto. Pero no conseguí lo que pretendía. –Ehtá atontolinao12 –me había visto venir. Pero al menos no se había levantado corriendo y chillando con los brazos arriba: «páre, aquí un payo m´avíolao», seguía conmigo, en nuestro verde y tapado nidito, compartiendo el atardecer. La mierda apenas olía, y las escasas frases que nos dirigíamos no resultaban tan frías como al principio. Ahora no éramos desconocidos del todo, y más San Esteban murió lapidado. Engatuseo: Era muy frecuente escucharlo de esta forma incorrecta, en vez de engatusamiento. 12 Atontolinado: Distraído, atontado. 10 11

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que nunca necesitábamos estar juntos, hasta el anochecer, donde todos los gatos son pardos y la escapatoria se garantiza apenas uno se mueva con sigilo, sin besos de despedida. Y bien por esos planes que yo barruntaba (y que Soledad adivinó con seguridad) o bien porque era poco menos que una niña (que pretendía retenerme como fuese), se dispuso, con sorprendente desenvolvimiento, a regalarme unas satíricas líneas de prosa de un cuento familiar. En ningún momento tuvo conciencia de que había regresado a las travesuras de su infancia. –Un día mi páre metió a mi hermano Manué en el pozo por no recogé verdolaga13 pa loh guarro. –¿Si? Y cuánto tiempo lo tuvo –me pareció gracioso, aparte de necesario, seguir su historia, darle guita14 a la gitana. –Hahta q´un día, que la lata grande de sacá l´agua s´enganchó y mi páre bajó pa rompé la cuerda con un h´ocino. –¡Pobre muchacho! –exclamé sin aflicción alguna, ya se pueden imaginar ustedes, aunque he de confesarles cierto interés, pues me entró una desvergonzada curiosidad por ver a Soledad manejarse por los derroteros de la inventiva. –Lo que pasaba –me decía la gitana– era, ¿sabe tú?, que se había ehtancáo con la cuerda y el´asa de la lata, y se´cayó y se dió con tó la cabeza en lah piedra y se queó allí. Ya muertito tó; el mu tonto. Yo hice un sonido gutural para indicarle que la seguía. Mis ojos y mis cejas ya no podían abrirse más y eso era seVerdolaga: Planta silvestre muy abundante en Extremadura. Dar guita: Al igual que dar cuerda o dar coba, significa halagar la pasión con la que alguien está hablando para que la conversación no decaiga.

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ñal de atención. Deseaba más de su inocencia. Y de la mía que se asomaba. –Mi páre antonce lo desenganchó pa podé usá la lata y lo tiró pal´agua paque lo comieran lah carpa que s´elo comen tó. –¿Y no lo sacasteis para enterrarlo? –le pregunté maliciosamente, con el arreglo de prestarle así otros argumentos al cuento que nos entretenía y descuidaba del día largo que no terminaba de irse. –Algo sí que lo enterramoh. Mi páre andespué, cuando pasó dó semana o tré, ya no ma´cuerdo mu bien, empezó a sacá algunoh trozo. Por eso tengo ehte anillito que yo lo cogí de su manita. Ese anillo que yo había besado. Sentí algunos retortijones que dramaticé para que ella siguiera por ahí. –Y lo enterramo al´ao del camino, cerca de loh chozo. –¿Le pusisteis una cruz? –me llevé las manos a las sienes, como si ya no soportara tanto horror, tanta barbarie. Ya no más sangre, expresé con mi cabeza que oscilaba con desmayo. –No noh dio tiempo, porque al rato un perro se lo venía relambiendo. Si no sí, una crucecita pa mi´hermanito Manué. –¡Qué un perro...! –Lot tuvo lengüetando unoh poco de día; menoh má y gracia a Dió que s´alvé el anillito del probe de Manué. –¡Soledá, Soledá... Soledá!... Y como un eco desfallecido también por el cansancio de la jornada, las voces del gran patriarca fueron desapareciendo, ya más despreocupadas o dadas por vencidas, o con la creencia de encontrarla en el chamizo, descalza, calmada y obediente. 32

Extendía la mano en el aire para enseñarme el anillo que demostraba la veracidad del cuento, como la prueba que yo necesitaba para creerla, la prueba material que necesitamos para estar tranquilos y determinar que un acto ha tenido lugar y otros sólo fueron intenciones o pensamientos. O un sueño. Todo se puede contar, pero acaso no nos creen porque no tenemos nada que enseñar después del relato. Como no tendría yo nada que exhibir más tarde, cuando empezara mi primer curso de ingeniero de canales, caminos y puertos, y quisiera contar a mis compañeros universitarios que estuve dentro de una gitana. Sólo Soledad –si ella también quisiera contarlo– tenía la prueba del hombre y sólo su memoria narrada sería mi testimonio. La sujeté por el anillo con dos de mis dedos en pinza. La gitana descansó su brazo colgado y la sufrida plata llegó hasta el nudillo de su dedo índice. –Me gusta tu mano. Pero no se lo dije. Su mano y su anillo. El anillo en su mano me pareció un regalo para besar. Pero tampoco lo besé. Ya era el momento de la despedida, de seguir mi respetada vida que ya me encauzaba como un hombre de futuro envidiable. Pero eso no era asunto suyo. Y con su dedo aún agarrado quise quitármela de la cabeza cerrando con fuerza los ojos, pero su imagen no se borraba. Dicen los antiguos que hay días que el mejor camino es no salir de casa, y yo me estaba arrepintiendo por haber sido un caprichoso y haber ido a otra finca a hacer un trabajo que no necesitaba. Por eso ahora no me quedaba más remedio que asumir mi tropiezo y disponerme a pagar por él, a sufrir un rato de amargura que, con toda seguridad, se me pasaría antes de regresar al cortijo. –En loh otroh déo me quedaba peó. –Me gusta tu mano –Me escuché decir. 33

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l sol aún no había desertado a Portugal cuando las cuadrillas de jornaleros desfilaron cansinamente en busca de limpieza y descanso. Antes, se han estrujado y frotado las manos con un tomate maduro, para arrastrar la mugre verdosa que se incrusta entre los dedos y que ya al atardecer se ha secado, dándoles vejez de cuero curtido. También han guardado en las talegas –que siempre esperan colgadas de las ramas que las sostienen desde el amanecer– restos esparcidos por los surcos de hogazas y tocino de veta que calmaron el hambre repentina, pero silenciosamente prevista, que surge después de la hora del almuerzo. Y los más frioleros y exagerados han recogido los tabardos y, los menos, otros ropajes de abrigo con los que se montaron por la mañana en los carros o en las bicicletas, cuando el día aún oscuro parecía invierno y uno nunca se hace a la idea del calor que vendrá a castigar a los pobres. Y los sombreros de paja y las gorras de tela se esconden entre las matas, y se les pone una piedra encima, y sirven de señal para saber por dónde va el corte15. Y el hombre apura la bota del vino calentorro16 que ha guardado como premio final, y escupe y hace un ruido amargo con la garganta para convencer a su mujer del sacrificio que le ha supuesto el último trago, que quisiera no haberse encontrado; y la mujer astuta se desata ...Va el corte: Expresión con la que se hace referencia a la continuación del trabajo (al tajo), con la que además se quiere indicar que se sigue por donde se dejó. 16 Calentorro: Muy usado en la zona: Caliente. 15

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el pañuelo sufrido de la cabeza y coge y ata otro reservado, y no habla del vino pero se ríe para sus adentros. Y las cuadrillas se dan voces y silbidos y se insultan con descaro para decir hasta mañana. Pero los caminos se van separando y, al término de la tierra sembrada, cada familia es un punto negro que se aleja con charlatanería desafiante sobre el trabajo de mañana y los ambiciosos deseos de aumentar el número de cajones, encorajinándose ahora que la inminente noche les confía descanso. Cuando se llega a la casa o al chozo, se preparan las bestias si se tienen, y se da de comer a las gallinas y se recogen para salvarlas de los zorros, y se cuida a los viejos que ya no pueden salir más allá del umbral. Se cierra la puerta y se apaga la capuchina17. Cada uno en su casa y Dios en la de todos. –Que te vah´a dormí con tanto engurruñá loh´ seso pensando sabe Dió qué. –Estoy pensando en el pobre de tu hermano Manuel. –No t´he preocupe –y sin una pizca de inocencia comenzó a relatarme la vida entera de Manuel, hasta sus ocho años, momento aproximado en el que se enganchó en la lata de sacar agua y se cayó al pozo, pero ahora no puse mucho oído al cuento, pues ya no era necesario ni entretenerla ni dejarme entretener; se había ido el tiempo de darle coba a la egipciana, así que me puse a pensar en mis cosas, mientras el desfile de sombras cansadas desaparecía en los caminos de la noche. Nada me gustaba más que revivir los ocios de la niñez, y no se me ocurrió otra forma de apurar la espera que traer del recuerdo una tarde en la que el abuelo y yo fuimos a cazar perdigones. Era el día más caluroso del mundo cuanCapuchina: Lámpara pequeña, portátil, que tenía un apagador en forma de capucha. 17

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do, en medio de la dehesa, el abuelo porfió: ¡dijo que yo no sabía correr perdigones! En esa disputa estábamos cuando nos asustamos, porque desde nuestros pies saltaron a cielo abierto una pareja de perdices adultas. Yo escruté a toda prisa los alrededores y corrí adonde los habíamos visto posarse. Pero nada. El abuelo se había quedado en el sitio, con los pies pinchados en la tierra, la mirada fija y mantenida en el vuelo del macho y de la hembra. Me indicó con la mano abierta, sin hablar, por dónde teníamos que ir. Yo seguí su orientación, y a menos de diez metros empecé a sentir el inconfundible correteo de una bandada de perdigones. Corrí tras ellos, pero eran más rápidos, sus saltos ya apuntaban a pequeños vuelos y en un minuto los había perdido de vista. El viejo Rafael apenas se había movido, y me esperaba destapando su media sonrisa burlona, también él como las hienas, entre dientes. Callé –quien habla pierde dos veces–, y sabía por otras ocasiones que era mi ansiedad la que había echado por tierra una mejor persecución. «Ya vuelan, así no se puede», dijo, y se echó a andar. Cuando llegamos a un fresno inmenso que había junto al río, nos sentamos. El abuelo se puso el dedo cruzando su boca callada, para que yo callara la mía. Dos horas callados. Tanto silencio me hacía gracia y algunas veces me costaba no reírme, pero él movía la cabeza disconforme simulando enfado, y entonces yo también me ponía serio, como lo hacen los hombres. Dos horas de correrías es lo que tardaron los perdigones en venir al río. Cuando los vi en la orilla quise levantarme como un rayo, pero el abuelo me plantó su mano prudente en la cabeza. Esperamos a que llenaran el buche. Entonces nos alzamos –primero el abuelo– y fuimos tras ellos. Ya no les sirvió a los adultos jugar al despiste, volar hacia nosotros y posarse al lado, peligrosamente cerca para ellos, ni a las crías, que 37

ya casi volaban, pegar sus formidables saltos, pues les costaba despegar sus patas del pasto hasta para correr, la hartura se lo impedía, y apenas tuvimos que perseguirlos treinta metros para atrapar al primero. Cogimos cinco, dos parejas y una hembra, pero al abuelo se le escapó la hembra, o eso me dijo, porque aunque interpretó contrariedad, yo sé que se la dejó ir: era su manía de viejo. Pasamos la tarde haciendo una pajarera de tablas y alambres para las cuatro piezas cobradas. Y ahora, en medio de un maizal, con una cíngara al lado y sin saber por qué, me había dado por pensar que el abuelo y yo teníamos ya una guerra de por vida con los perdigones. –Vamoh Rafaé, lievantaté pa´inno. Vámonóh d´aquí que s´hace de noche –dijo la gitana que compartía conmigo el furtivo metro de tierra. La mierda, algo vencida por la edad y la mala conservación, nos expulsó un hálito de sucio hedor, su último aliento podrido de moribunda. De repente Soledad se levantó y se escabulló entre el maíz, dejando atrás cantos, voces y gritos, aullidos, gemidos locos y palmas y pataleos que zarandeaban la plantación, y cogió la dirección del camino que bordeaba la finca y que era paralelo a la zanja comunal. Yo agarré mi talega y salí corriendo rastreando los despojos artísticos que iba soltando, pero antes quise despedirme con una encubridora mirada del familiar excremento, que sin orgullo alguno se desmoronó en pedazos: adiós, le dije, testigo de mi falsedad, adiós. Al salir del maíz la vi a lo lejos del camino y fui tras ella, pisando los charcos formados por las aguas de los surcos que se habían reventado durante el riego. Se había parado frente a la zanja, despojado de la falda a rayas y de la blusa 38

desgastada, y ya se refrescaba los brazos, el vientre y los pechos. –Vámoh so güarro, méteté pal´agua pa bañate. Me pareció de mala educación seguir vestido. Sin pensarlo dos veces me desaté la correa de los pantalones, y centímetro a centímetro, con los ojos puestos en su chapoteo, descubrí mi desnudez. Ahogué los pies junto a los suyos. La oscuridad nos vestía y nos daba cobijo, y nos hubiera confundido –porque todos los gatos son pardos– si algún descarriado contrabandista, después de estar todo el día agazapado, pasara ahora confiado por el camino, sin darnos tiempo a silenciar nuestra presencia; y es que sólo en medio del campo es de noche y los ruidos causan congoja, y aparecen misterios de una rama que se troncha o de un búho que cambia la vigilancia con un vuelo corto y decidido; y se sospechan todos los males, y hasta los muertos pierden su descanso para asustarte; hay resplandores y sombras que te aconsejan estar atento y no dar la espalda; las leyendas del tinao se rememoran en silencio sin gustar ahora tanto, pero un familiar cencerro aleja el susto y nos consiente descanso, porque encontramos en la vaca maneada18 la responsable de nuestras figuraciones, que valoramos ajenas y cómicas; decidimos entonces seguir viviendo, como si hubiéramos soplado la vela de la camilla para irnos a dormir, con los dedos entrelazados y los alientos confundidos. En menos que canta un gallo habíamos echado la cabeza sobre la pared de la zanja y los pies en el camino, mirando al cielo, como si fuera la primera vez. –Mira, Soledad –le dije apretando su mano con mi mano más despierta. Manear: Maniatar a las caballerías por sus patas delanteras con una cuerda o cadena que luego se ata a alguna estaca o punto fijo.

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–Mi páre me mata –le escuché decir antes de que finalmente se durmiera, como subconsciente que aparece prematuro y que más tarde invadirá de angustias todo el sueño. El cielo se llenó de estrellas y a lo lejos se veía una nube gorda y negra. Esa noche no sentimos el frío que suele mandar el río Zapatón. Soledad durmió tranquila, yo cerré los ojos cinco minutos. Mientras cogía el sueño se me ocurrió que la noche era un enorme papel de regalo que envolvía la caja del mundo, y que más tarde el sol se iba a encargar de desembalar y mostrar su interior. Dominado por ese estado de ternura recordé una historia que siempre me ha hecho llorar. Mi padre había ido a la estación de tren a despedir al abuelo, que quería cerrar en Montijo un negocio de ovejas. Estaban en el andén cuando sin querer miró a los pasajeros, que ya habían ocupado sus asientos. Y allí estaba ella, la mujer más bella de la tierra. Se acababa de sentar y se distraía con el mundo de su ventanilla. Los dos se atrevieron a observarse durante tres segundos, pero ninguno soportó la tensión del encuentro. Luego se miraron con disimulo, para que el orgullo de ambos se mantuviera intacto. El tren salía en dos minutos y mi padre comprendió que si no hacía algo por hablar con aquella joven, podía perder el amor de su vida. Se despidió del abuelo, pero se quedó con los pies en el mismo sitio, y con los ojos revueltos. Se le ocurrieron muchas cosas para afrontar la situación, pero todas le parecieron demasiado arriesgadas. Sonó el silbato y el susto le ayudó a levantar la cabeza y mirarla por última vez. Allí estaban fieles sus ojos de doncella. 40

Aquel tren iba a Cáceres y la muchacha podía ser de cualquier pueblo. Así que el joven Tomás no tenía más consuelo que decirse para sí: –Si este amor es verdadero, la volveré a ver. Pero no dejó a la Providencia los asuntos de la pasión, y al día siguiente se fue escopetado y sin aviso a recoger al abuelo. Al viejo no le sorprendió verlo allí, ni le hubiese extrañado saber que llevaba tres horas esperándolo. Despachó el saludo con esta frase: –¿Es que ahora trabajas en los trenes? Tomás le ayudó con el morral sin quitar la vista a los pasajeros. Culpó a cada uno de ellos por no ser quien él esperaba. Ya en casa, y viendo el abuelo que su hijo apenas comía y que hablaba con palabras distraídas, le dijo en el mismo tono con el que le estaba contando el asunto de las ovejas, y como si no hubiese cambiado de tema: –Se llama Rosalía, es de Villar del Rey, tiene diecinueve años, mañana regresa de Cáceres y te espera en la verbena de su pueblo después de las nueve. Mi padre abrió los ojos empapados de la emoción y tragó saliva. El viejo se levantó a dar los desperdicios a los perros y añadió: –De cerca parece un ángel. Me despertaron golpes de sereno enfadado. –Atontolinao, mira qu´ére tonto, m´has despertao con el ruido de lah pájah –empezó a dar en sí la gitana. –¿Yo? –pregunté sabiéndome inocente. –¡No, mi´agüela me v´ha despertá! Lávate esah lagañah lo que tiene qu´hacé. –¿Qué legañas? 41

No puede ser el cuervo más negro que las alas, rememoré el refrán para intuir que su mal despertar sólo era el principio de la tragedia que se avecinaba sobre Rafael Medina. Era seguro que me acontecerían males mayores, porque lo gordo, lo doloroso, la desgracia con la egipciana estaba por llegar, venía ya de camino y no había quien la pudiera detener. Iba a ser inevitable verle la cara a los demonios de mi osadía. La dormida había apaciguado los miedos. Aunque la noche seguía majestuosa, no sentí ningún reparo en meterme entre unas zarzas, en busca de un hondón que hacía la zanja y encontrar un agua más tranquila. Hice el lavado del gato, con la punta de los dedos un poco los ojos, un poco la boca, un poco la frente y las orejas. Soledad se desperezaba aún en el suelo. Junté mis manos abiertas y desde la distancia la salpiqué, para que ella sintiera la maldad de mi primera travesura. Se apresuró a levantarse y, ¡qué guapa que estaba!, una risa de pilla en un cuerpo traidor. Su cuerpo siempre desnudo en mi mente. –Se v´hacé de día y mi páre me mata. –Hay favores que no tienen recompensa –me dije cómicamente. Pero enseguida me puse a cavilar sobre alguna historia creíble que ella pudiera contar al patriarca, pues lo mejor era que regresara a sus orígenes sin demasiado peligro. Y mientras estaba dándole vueltas a la cabeza, debí sonreírle con tanta dulzura que ella, espejo de mis muecas, me abrazó con nervio. Al destello de sus ojos no le presté atención: ¿quién iba a imaginar que ése era el instante en que la muchacha se estaba enamorando? Nos quedamos clavados como dos estacas olvidadas en medio del campo. Desnudos. 42

–Dile a tu padre que no te mate, que te perdone por cagar en el maíz... que eso le puede pasar a cualquiera... La acompañé hasta la zarza para que viera el escondido remanso y los dos nos lavamos con fervorosas ansias de limpieza. De verdad, y así lo descubro, yo pretendía que el agua se lo llevase todo, que borrara la suciedad que se me estaba acumulando en el corazón, quería estar limpio, sin manchas, como antes, borrón y cuenta nueva. –V´ha salí el sol, date prisa que tengo mah´ambre qu´un lobo. Y como el hambre no se mata a balazos sino con comida, y es la necesidad la que hace andar o desandar los caminos, me acordé del sandial que hasta ese día habíamos respetado, y aunque ya oíamos con preocupación las risotas de los pastores y el dolondón de los cencerros19, me abalancé como perro rabioso a por la más grande y redonda de las sandías. Regresé hasta Soledad y se la ofrecí como si le presentara un trofeo de caza. Sin remilgos, la gitana cogió una piedra plana para partirla. Dos consejos tardíos me advirtieron de que había metido la pata. Uno fue recordar que las frutas de los caminos nunca llegan a madurar, los caminantes se encargan de ello; el otro también era inevitable: no haber calado la sandía en la tierra para evitar hacer viajes en balde. En esos cuatro segundos de intriga inventé confusas rogativas sandieras,20 para que al abrirla el rojo nos llenara de alborozo.

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Fragmento del «miajón de los castúos», del autor extremeño Luis Chamizo. Sandiera-s: Palabra de los autores con significado claro: relativo a las sandías.

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l trayecto más seguro para salir a la pista de tierra que me iba a llevar al cortijo era seguir la zanja comunal hasta el final (unos siete kilómetros), y allí, junto a la charca de las gallinetas, separar los destinos que el capricho había inventado unidos; ya en casa idearía alguna patraña que disculpara los sobresaltos de mi ausencia, mientras que Soledad no tendría más remedio que ponerse en manos de los temperamentos costumbristas. Y como a mal camino, darse prisa, despabilé con granujería mi paso dejando a la gitana para atrás, que iba escupiendo las pipas de la sandía y tarareando no sé qué cancioncilla. –El que múcho corre pronto para –le oí decir con escaso ánimo, pero con la certeza de haber sido escuchada. Y de haber molestado. –De diestro a diestro, el más presto –respondí enfadado. –Poco a poco llegámoh ánteh... –y tiró al aire la cáscara para que cayera a mitad de camino, confundida entre la yerba mustia que nos distanciaba. –A los borricos alfalfa –dije ahora yo con escaso ánimo. Seguramente también para molestar. –Arrieroh sómoh, y en el camino... Pero este camino es corto, se va a acabar, los arrieros se despiden y no habrá más encuentros –completé para mí, como suelo hacer a veces cuando engaño a la otra persona con mi fingida atención y la mirada hundida en el fondo 45

de la suya mientras pienso en mis cosas, haciendo que me entero de todo, y hasta asintiendo con la cabeza. –No sé qué´eh lo que voy h´acé, Rafaé –de pronto se vino abajo y sentí su tristeza recorriéndome como un calambre por todo el cuerpo. Se tiró al suelo con las rodillas hundidas en la tierra, llena de dolor, con dos lágrimas. Parecía que a sus ojillos negros, ahora brillosos, le hubiesen caído gotas de rocío. Sentí pena. –Tranquila, todo te va a salir bien –me acerqué a ella, pisando la yerba, saltando sobre la camuflada cáscara de sandía. Por más que lo pensaba no podía entrever un final para Soledad que no fuera el repudio, pues no puede haber una gitana soltera sin honra, porque una vez que se pierde no hay forma de recuperarla, esa honradez es de vidrio y no faltará quien le tire los añicos a la cara y le marquen cicatrices que se ven de lejos y de cerca, que se huelen, que echan pus. –La vergüenza y la honra, la mujer que la pierde nunca la cobra –creo que rememoré. Ya no pensaba, como ayer, en un gitano elegante que le pudiera arreglar la vergüenza extraviada. La así por los brazos para caminar, ponerla en pie y alejarnos de allí. Los levantó enseguida, como la niña pequeña frente a la voz reconocida, aguardada y siempre de apariencia animosa de la madre. Sus finos y desnudos brazos pedían la firmeza de los míos o los de alguien que pasara por allí. Los vellos de las axilas se mostraban incipientes, pequeños pinchos eróticos que fueron cortados –no es fácil tan a rente–, tal vez por unas tijeras encontradas o por un cristal que ella tuviese guardado junto a una piedra o en el 46

agujero de algún tronco, donde atesoraría también otros instrumentos de seducción gitana y ungüentos que se untara en furtivas sesiones de belleza, cuando los quehaceres serviles la dejaran. –Pronto llegarás a tu choza y podrás tumbarte al fresco. –Y´unque no quiera, mi páre me tumbará –dijo como sin querer. La cáscara de sandía quedó atrás, sepultada entre la yerba asolanada. La miré de reojo pero callé. Era otro testigo de mi falsedad, un mártir más de nuestra huida, sacrificada y abandonada en el terreno para allanarnos el nuestro, como el soldado herido de muerte en el campo de batalla, que saca sus últimas fuerzas (hace de tripas, corazón) cubriendo a los compañeros que bien conoce, o a los compatriotas, a los del mismo bando, a los que visten su mismo uniforme, aunque nunca haya visto sus caras y a buen seguro no las vaya a ver nunca ya. No me resultó difícil cavilar dos o tres razones que me sirvieran de escapatoria ante los míos. Es más: quería aprovechar la ocasión y asomarme al cortijo con alguna andanza que llamara la atención de mis padres. Últimamente estaban demasiado ocupados con las revueltas del campo y el control de los jornaleros fijos, que mi padre quiso mantener a contracorriente y no sustituir por eventuales, como era aconsejable y venían haciendo los terratenientes de la zona. Y por eso andaba yo demasiado solo y con un libre albedrío que no deseaba. Ir a trabajar fue sólo una testarudez mía. Un berrinche que mi madre no quiso discutirme. Al principio fue un merodeo por las tierras vecinas para ver el trabajo de la gente, pero sin ninguna intención de 47

doblar la rabaílla21, sabía que estaba en un compás de espera lleno de tinieblas y sólo anhelaba llegar a la Universidad y, pasados unos años, bajar del tren siendo un admirado ingeniero de canales, caminos y puertos. Pero el último día de junio me levanté con una idea tan clara como innecesaria: ganar mi propio dinero. De modo que cuando me puse a coger tomates, ya había decidido ser un jornalero más durante todo el verano. Y es que desde la muerte del abuelo se habían terminado las largas charlas en la camilla o en el fuego, o junto a alguna bestia que arranca tallos al pie de la cerca. Las propias bestias ya no comían frente a las alambradas, como adivinando que tampoco se hablaría con ellas o de ellas. Ya tenía preparadas mis dos o tres razones con las que iba a presentarme en la casa, pero la desconfianza no me dejaba tranquilo y no quería sentirme delatado después por una gitana, así que ingenié también otras dos o tres excusas para ella. No era otro mi ánimo que entretenerla y darle un hueso para que fuera lamiendo alguna certidumbre mientras llegaba a su chozo, pero en el momento de hablarle la noté ajena a estas preocupaciones que a los dos nos urgía resolver. –¡Soledad! –le grité. –¡Huuu! –fue un gesto con la cabeza, como queriéndome decir: «qué quieres» o «dime, qué te pasa ahora», un gesto y una sonrisa de bandida que se sobreponían al cansancio y al sueño de la mañana y que también pudo haber significado: «caminemos por la zanja y luego hablamos» o «ya sé que saldrás corriendo, no hagas más el modorro». Rabaílla: Rabadilla (punta del espinazo). Expresión muy utilizada para hacer mención del trabajo duro, como doblar el lomo. Expresión poco usada en su forma correcta.

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Aunque, por haber sido testigo de lo que sucedió después, les puedo asegurar que ninguna de mis conjeturas de aquel momento fueron ciertas. Me dispuse, según lo planeado, a sacar el tema de la separación y darle mis dos o tres consejos cavilados pero, su pelo, sus piernas, sus nalgas traslucidas o imaginadas, otra vez sus brazos con vello despuntando y sus pechos empitonados me turbaron y, sin dominio sobre mi propio hablar, Soledad me oyó decir: –¿Vendrías conmigo? –y antes de cerrar la pregunta ya me había arrepentido de ésta y de todas las preguntas o invitaciones que pudiera hacerle a la cíngara para los restos. –¡Sí, sí, sí, sí, sí, sí, sí, sí, sí, sí, sí, sí, sí, sí, sí, sí, sí, sí, sí, sí, sí, sí, sí, sí, sí, sí, sí, sí, sí...! –me comía a besos. Sólo le había preguntado que si quería venir conmigo, no adónde. Aún estaba a tiempo de corregir el revoloteo de su emoción. Estaba claro que me estaba refiriendo a acompañarla hasta el cordel22 que la llevaba con los suyos, o hasta el final de la zanja, que era lo acordado, o al menos así lo había entendido yo para mis adentros. –Te quiero, te quiero, te quiero, te quiero, te quiero... ¡Cómo me quería! Se había abalanzado sobre mí y me meneaba como si estuviese sacudiendo un árbol cargado de fruta. No creo que tanta felicidad fuera por acompañarla hasta el cordel o el final de la zanja. –¿A dónde quieres que vayamos? Había vuelto a meter la pata, pero necesitaba hablar porque el silencio me atormentaba. Sin embargo, cada vez que abría la boca –que iba siendo bocaza– complicaba más Cordel: Es muy habitual este nombre para designar el camino o vereda que va junto –paralelo– a la carretera.

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las cosas. ¡Qué estúpido! ¿A dónde vamos? Le acababa de preguntar un futuro universitario a una gitana que andaba descalza y con los pechos sueltos y apenas recogidos en una fina blusa malamente anudada sobre el ombligo. No podía creer que allí estuviera yo, que fuera Rafael Medina el que andaba como burro sin cabestro ni amo que lo sujetase ni lo llamase al orden para manearlo y atarlo a una estaca o engancharlo a algún apero. Pero tampoco podía frenarme, algo me impedía amarrarme a la cordura y detener el desvarío. Empecé a temer eso de «el amor por los ojos entra», y que fuera su cuerpo, sólo su cuerpo, lo que me estaba endemoniando. –Donde tú quiera, mi´amó; pero necesitamo dó mula –y se detuvo un momento, como el tendero que rebaja precio–, o dó burro. –Parece que te ha hecho la boca un fraile –dije con sorna–. No te preocupes, no estoy cansado. Podemos ir andando –y enmudecí para no enredarme otra vez en su mundo. –Cómo va í´andando, en cuantito salga d´Edpaña va a necesitá lah behtiah. –¡Ja!. Estuve a punto de reír, pero en segundos comprendí que era el llanto lo que aparecía en mi boca. Háganse cargo: quería pasar la frontera en la montura de dos burros..., y probablemente perseguidos por su padre. Ya se sabe cómo acaban estos asuntos que comienzan como una broma y terminan arruinándote la vida, mi abuelo lo refería a menudo: las cañas se vuelven lanzas. Y es que las bromas, si se alargan, uno no las entiende o entiende que no son bromas, sino desgracias encadenadas, esto es, vida desgraciada. 50

–Yegámo a Portugá y d´ayí donde h´aga falta, al má si tú quiere, pal´agua salá, que má dá. Les puedo asegurar que su determinación me cogió desprevenido, en algún lugar habría escuchado que había gente que estaba huyendo a Portugal, y se le ocurrió que nosotros podíamos entrar en ese mismo saco desertor. –¡Qué felí soy! ¡Soy la gitana má felí de tó ehta tierra! La má dichósa de tóa ¡Máre, qué felí soy! Me dio un apretón prolongado y asfixiante. Quedé con los brazos caídos y flácidos en señal de protesta, pero ella me agarraba las muñecas, una y luego la otra, para encaramarlas sobre sus hombros, una y otra vez las subía y se volvían a caer, yo las provocaba. Sólo mi cuello estirado permanecía en tensión, atento, a sabiendas –y eso me tranquilizaba– de que el buen abrazo, el que surge sincero, ha de ser muy apretado si realmente nace espontáneo, y yo sufría esa irrespirable espontaneidad; pero también es cierto –y eso era inquietante– que estas personas temperamentales, lo mismo dan un abrazo que un porrazo. Sujetó mis mejillas y las estrujó con sus dedos como si me fuera a regañar por haber sido malo, luego apoyó sus labios húmedos y carnosos sobre los míos, que no se resistieron ni protestaron. Por la forma enorme de abrir los ojos, supe que iba a hablar de nuevo. –Mira ehto pájaro, ¡Qué bonito son! Cómo pían y saltan. Parece como si es... qu´eyoh no tuvieram progremah. Creí que su estado de adormecimiento enamoradizo le había agraciado con pardales en mis tenorios ojos. Giré el cuello, ahora menos rígido, y resultó cierta su agudeza: a mis espaldas, una pequeña bandada de pájaros bebían en la zanja. Me di la vuelta pasando y descansando mi brazo derecho 51

encima de sus hombros, como si nos fuéramos a retratar, y contemplamos su ir y venir. Estaban jugando al escondite: de las ramas de un chaparro a la zanja, donde se recuperaban del esfuerzo apoyando la patas sobre las paredes de tierra encharcada y picando un segundo el agua estancada. Algunos se resbalaban y casi todos, antes o después, se mojaban y sacudían. También picaban el suelo y escarbaban como sólo a las gallinas había visto hacerlo antes, buscando lombrices frescas y vivas o cualquier bicho muerto y confiado para el descanso. Desenterraban la pitanza como si estuvieran exhumando la propia historia, y pensé que lo que descansa bajo tierra no debiera moverse nunca. Pero a Soledad le dije cosas sencillas de entender. –Bueno, están haciendo lo que tienen que hacer: comer y beber. Ya se sabe que pájaro durmiente, tarde hincha el vientre, y ellos entienden de esto. La verdad es –y caminé erguido un par de pasos, pavoneándome por la importancia intelectual de lo que iba a decir– que pareciera que no repasaran las desdichas de la vida. Es como... –Hay que vé, ereh un poeta desoh, si señó; un poeta como la copa d´una encina toita cargá de bellota; ere má poeta qu´esoh dó poeta hermanoh de qu´hicierom el embargo23 qu´amí me guhta tanto, cómo se llaman, cómo se llaman, Rafaé. –Gabriel y Galán. –Esoh eran, sí señó. Tó lo que tú sábe. Nos sentamos como dos ociosos viejitos que ya han zanjado las trifulcas con la vida, resolviéndolas a su favor. En el campo casi siempre se vive al ritmo tranquilo del entorno. 23

El embargo: Poema precioso de Gabriel y Galán.

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La gitana comentaba los movimientos de los pardales que le parecían más graciosos, y hablaba con voz prudente para que no se espantaran. –Si yo tuviera dó ala, ehtaría to´el día volando por el cielo y mirando dehd´arriba. Soledad poseía el atrevimiento y la fuerza que le daba su ignorancia. Obedecía a sus impulsos y con ellos construía o deseaba construir su vida. Todo en ella parecía natural, por eso en el maíz había sido capaz de destapar la esencia imprudente que la excitaba y ser libre entre los barrotes que formaban aquellos tallos junto a un desconocido con pretensiones deshonestas, dudosas, y desconocidas para ella. –Mir´aquél chirivín24 d´ayí: s´a caío, s´a caío, s´a caío –gritaba loca de contenta. Una noche de madrugada fui con mi abuelo a asistir a una vaca que estaba pariendo. Yo sólo sostenía el candil y apenas me atreví a mirar el nacimiento. La sangre me echa para atrás y en el parto de La Torina (que es el nombre que finalmente le pusimos a esta vaca, por ser hembra y parecer macho) había demasiada. La sangre siempre me parece demasiada, por eso cierro los ojos, miro a otra parte y es como si no existiese, no veo la herida, pienso en cosas agradables; siempre ha sido así. De regreso a la casa hablábamos de los gitanos, de sus fechorías, de que siempre te la dan: si no es a la entrada es a la salida. Y aunque el abuelo les alabó ciertas costumbres, yo leí un desprecio en su boca cuando me dijo que había que desconfiar de su palabra, apartarse de ellos y antes evitarlos. ¿Qué habría dicho si le hubiera contado mi lío furtivo con la gitana? Sin duda, me habría costado decírselo. Y creo que no le hubiese gustado. 24

Chirivín: Pájaro pequeño.

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–Abuelo –imaginé prolongando mi infancia y su vida en aquel paseo a su lado para explicarle lo que ahora me escamaba–, el amor por los ojos entra. ¿O no? –No te preocupes, Rafaelito, ni hombre sin vicio, ni comida sin desperdicio –pudo haber respondido para mi tranquilidad y conveniencia.

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nos disparos, provenientes de la pequeña alameda que dejábamos a mano izquierda, asustaron a los pardales. Se elevaron despavoridos a cielo abierto, sin saber muy bien adónde tirar. Si pudiéramos haber visto sus rostros puntiagudos, siempre idénticos e inalterables para nosotros, seguramente hubiéramos reconocido la angustia de los que, azarosamente, les tocó hacer el vuelo en solitario; y también cómo abrirían esos picos para suplicar la presencia de cualquier compañía. Las ramas de un eucalipto de tronco grueso y deforme fueron el destino final de todos, como si antes ya hubiesen acordado que en caso de emergencia o de susto habría que reunirse allí, para decidir después. Siempre hay planes alternativos para salvarse. –¿Qué ehtá pasando ahora, mi amó? ¿Qué ese estrumpi25 cio , Rafaé? ¡Mi páre no tiene ehcopeta, no tiene ehcopeta! –No es tu padre, son unos hombres que se quieren matar... Me sobrecogí, me arrugué y hundí entre los hombros por la temeridad de mis palabras, pero más aún por su probable verdad. Desde hacía meses mi padre venía advirtiendo, con ese humor luctuoso tan propio con el que decía las cosas más serias, que nos mataríamos unos a otros y, hasta en cuatro ocasiones en menos de una semana había estado la Guardia Civil en el cortijo para hablar con él. Nunca 25

Estrumpicio: Ruido atronador.

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con mi madre, que escuchaba prudente y silenciosa desde la ventana. Luego discutirían los dos a solas, no en vano su lema en estos asuntos de apretura era «que arda la casa, pero que no salga humo». El humo se quedaba y se tragaba dentro, se lo tragaban los dos. Yo nunca. Según supe después, mucho tiempo después, la intención de los tricornios era persuadirle para que se uniera a la revuelta, despidiendo a los campesinos a jornal y contratando a otros –gitanos y portugueses, sobre todo– a destajo para recoger la cosecha. –Matá, ¿por qué se van´ha matá? –No sé. Cosas de la tierra... o algo así. –¿Se mátam por loh tomate esoh mamelucoh26? Soledad tenía la curiosidad innata de los hurones, pero yo era demasiado joven e impaciente para enredarme en tejer respuestas que aquietaran su paladar chismoso. ¡El que quiera saber que compre un viejo! –me dije–, aunque no tardé en comprender que el silencio en sí mismo significa ignorancia, lunar que de ningún modo podía presentarse ante esta mujer, por lo que resolví idear alguna historia creíble para ella –que a buen seguro sería cualquiera–; pero me faltó tiempo, pues se oyó otro disparo, más cercano y seco. Interrumpí provisionalmente las cábalas en las que ya me afanaba, y los dos, como perros perdigueros, aguzamos el oído para rastrear el eco silbador y furtivo que suele quedar en el aire y descubrir su origen. –Hah oío eso. Un hombre ha pegáo un chiyo. Había sido un grito de muerte, como si todos los males que acosan la vida se uniesen de pronto en una garganta para ser expulsados a un mismo tiempo, de golpe y porrazo, mientras el cuerpo cae con un hilo de sangre y la carne destrozada sobre la tierra que le llama. 26

Mameluco: Bruto, testarudo.

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–Ha debido ser –vacilé–, ha tenido que ser –vacilé con un ritmo lento, muy lento, de puntillas, como las hienas–. ¡Ha debido ser un hombre alcanzado por una bala! –Vamoh a asihtirle, corre vamo, Rafaé, que se v´ha morí. –Ven aquí, mujer, que eso no es cosa nuestra, vente p´acá. Cuando quise alcanzarla ya estaba junto a un hombre uniformado, agónico, medio dormido. Si bien nunca había visto un muerto, con frecuencia había oído que el sueño y la muerte son primos hermanos y a veces se dan la mano; en este caso se la habían dado y ya caminaban con los dedos entrelazados. Yo apenas pude oír –Soledad sí– las últimas palabras entrecortadas que el hombre dijo, nunca previstas y difícilmente imaginables para la ocasión: «tengo frío». En efecto, no fue como en otras ocasiones –en otras muertes que se cuentan y que yo no vi–, el último testimonio y recado a la supuesta mujer amada, o el agradecimiento a la perseverancia de la madre padecida, o el reconocimiento al amigo que le abrazó, ni las gracias sencillas al vecino que le dio trabajo, ni la complicidad al padre que le enseñó a mirar. No ajustó cuentas con nadie o ya los había recordado a todos cuando sintió el impacto, repasando sus nombres y sus olores, sus cabellos y sus manos, y una historia mimosa con cada uno. Y ahora, que ya se habían ido todos y se había quedado con su soledad, en el silencio de una muerte con honor, sintió más que nunca su cuerpo «frío». Noté la serenidad de la gitana. Cogí el arma del suelo y sentí que me envalentonaba su autoridad, pero mis rodillas chocaban una contra otra, cual campanas de la iglesia doblan anunciando una muerte, y tuve que arrojarla al suelo como si fuera un bicho que me acababa de picar. –Tiene la barriga yena de sangre –observó la gitana. 57

Ya les he anticipado lo que me ocurre con la sangre, no puedo ni mirarla ni pensarla. Así que me arqueé sobre un tronco para imaginar tonterías que me impidiesen vomitar. –Vámonos, mi amor –dije. Y mi amor me miró. –Ehpératé un rato má. Y allí nos mantuvimos como garrotes, velando al muerto. Yo sin verlo, con el miedo que para nada sirve y para todo estorba. Y como el que no quiere la cosa me puse a vigilar desconfiado hacia todos lados, por si acaso algún otro combatiente, o incluso el ejecutor o el que sólo se había defendido estuviese emboscado cerca del río, esperando una nueva oportunidad de apretar el gatillo o de huir sin ser visto. –Soledad, vamos, que en la paz y en la guerra, al que matan, muerto se queda. –Ehpéra, que tá mu solo el pobre´hombre. –¡Pero no ves..., está muerto! Había que irse de allí, donde hay muerte no hay buena suerte, se dice, y el soldado se había quedado más tieso que una tabla secada al sol. La gitana, de vez en cuando lo miraba de cerca, con la novedad y el descaro de los enamorados, como si pretendiese memorizar su gesto imperturbable. Se arrimaba a su frente, a la boca, a los ojos. Y yo –¡qué vergüenza!– comencé a tener celos del hombre. –¿Cuanto tiempo dura um muerto, Rafaé? –Pues mira, un muerto dura –y apenas me costó decir– ¡toda la vida! –¿Tó la vida, tóa? –Ahora es que –no me apetecía hablar de la eternidad–, debiéramos irnos. Otro día hablamos d´eso. 58

–Eh verdá, Rafaé, yo creo que la muerte éh el finá de tó, ¿sabe? Que aluego no hay ná. Má o meno. –Tampoco es eso mujer, después está el cielo –me daba igual mi futuro de muerto, quería salvar mi presente vivo–, pero luego te lo aclaro. –Rafaé, ¿tú há vihto loh perroh muerto? Pué yo creo que a nosotroh noh vá a pasá como loh perroh que vemoh muertoh. Noh pudrimoh y ya´ehtá. –No, Soledad, no. Está el cielo. –¿Cielo? Lo que sí sé, eh que un día pa morí no ha de faltá. Y con eso dio por zanjada la conversación. Pero Soledad sabía mucho más, yo lo noté, aunque no le dije cosa alguna; en boca cerrada no entran moscas, ni nada. Le podía haber dicho que imaginando un cielo se vive mejor, se está más descansado, más tranquilo, se deja la responsabilidad a otros –al Otro–, y que de Él sea la culpa o el mérito de lo que tenga que pasar o de lo que a la postre pasa irremediablemente. Te quitas un peso de encima, no eres el dueño, se vive de alquiler, de prestado. Al final todo se devuelve, nada es tuyo, se pasa lista, alguien pasa lista y va tachando del inventario que te fiaron en su día: «entregado» o, «falta esto o lo otro, me lo cojo de la fianza», o bien «está todo, puedes pasar, no debes nada». Y punto. Solté la talega, me arrellané en la tierra, arranqué unas matas y las puse a un costado. Encogí las rodillas sobre el pecho, me balanceé y la cabeza en el suelo coincidió con las malezas recién cortadas. Las horas, el hambre y el sueño se acumularon y las manecillas del reloj fueron empujando el sol hacia un ocaso en llamas. En las nebulosas del sueño eché de menos el cortijo, y me nacieron allí, retorcido en la penuria y en la espera, 59

atisbos de arrepentimiento por el capricho de haber acudido a recoger unos tomates de escasa ganancia. Nadie más que yo podía creerse que con ese dinero iba a costearme los estudios. ¿Qué quería demostrar y ante quién?, ¿quién me juzgaba?, ¿por qué manchar así mi reputación?, ¿por qué mi padre no impedía, y hasta favorecía, que me mezclara de tal forma con todo tipo de gente? No estaba bien visto que un hijo único con hacienda anduviese como potro salvaje y no viviera bajo la sombra segura de su padre, aprendiendo los trucos para gobernar a los hombres que algún día tendría a su cargo. Desperté. El sol ausente todavía aguantaba y arropaba de luz cenicienta el campo extremeño. Soledad permanecía erguida junto al cadáver, hablando sola en un gimoteo tranquilo que recordaba a un cura dando el responso. Supe de su ensimismamiento y de la convicción de su tristeza porque no le temblaban las manos. No dije nada. Me incorporé y, como gallina sin cabeza, deambulé arriba y abajo, con prisas. Ya no prestaba atención a los posibles ojos rastreadores que antes tanto me habían molestado. –Soledad –susurré bajito, para no molestarla en su silencio de oración–, está oscureciendo. ¿Nos vamos? –Vete tú –no lo expresó con fuerza, ni vencida, ni como cuando se le suelta a alguien que te ha defraudado por no estar a la altura de las circunstancias, sino que me lo dijo como comprendiendo, sabiendo lo que había, advirtiendo que yo no podía estar allí más tiempo. Me lo insinuó como una madre que ha visto que su hijo ya ha aprendido suficiente por hoy. La libertad estaba en mis manos. O en mis piernas, que apenas pude detener. –Bueno, ya nos veremos –así de simple fue. 60

Salí corriendo, evitando la vereda para ganar más tiempo y, como no hay atajo sin trabajo, tuve que salvar las taramas arrancadas y desparramadas por el suelo, los árboles que parecían juntarse para impedirme el paso cuando no para golpearme, los hoyos y los pequeños montículos que, como una plaga, empezaban a reproducirse por efecto de la falta de luz, más que por la irregularidad del terreno. No huye el que se retira, me dije para reconfortarme. Pero los gritos y voces de llanto de la gitana me alborotaron el corazón, eran balas que me disparaban por la espalda y de las cuales debía protegerme. Me tapé los oídos con las manos abiertas y mi imagen debía parecerse (si alguien realmente hubiese vigilado la escena) más a la de un loco que huye de él mismo que a la de un hombre al que su amante expulsa o llama. –¡Por fin!, mi vida me espera –exclamé en alta voz con retintín de revancha nada más abandonar la alameda y buscar y encontrar la zanja. Resolví, con gran ingenio por mi parte, desandar el trayecto inicialmente previsto y pateado junto a Soledad, y regresar al cortijo sin tantos rodeos ni quijotismos. Al arrimarme nuevamente al lindero del maíz repasé casi sin querer nuestro amorío junto al excremento que nos había unido. Lo que me inquietó luego fue inevitable: la imagen de la gitana en la soledad de la noche velando el cadáver que nos había separado. Y es que la inmundicia parecía estar por todas partes y parecía querer apadrinarnos.

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s posible que, para los testigos de esta historia, Soledad sea una mujer de aquí te pillo, aquí te mato, y que de tal suerte vaya a ser recordada como atrevida o al menos con una vida que tiene mucho que ver con el arrojo, la imprudencia y aun con el descaro, pues es cierto que siempre obedecía a la bravura de sus instintos y, las dos ocasiones en que no lo hizo, la vida le golpeó sin reparos. Sin embargo, otro rasgo más propio la caracterizaba por encima de éste: su respuesta encorajinada y fácil ante cualquier hecho. Yo confieso que ese extraño comportamiento comenzaba a embobarme, pero también me agobiaba y me ponía enfermo. Y lo peor de todo: me daba miedo estar al tanto y tan cercano de tan inquietante información. Aunque luego he sabido la razón de mi verdadero malestar: mellaba mi orgullo porque yo nunca podría ser igual. Soledad pasó la noche junto al cadáver. Un cielo claro permitió ver la estampa de la gitana con las rodillas en tierra y los ojos negros clavados en los ojos aún abiertos del hombre. Y permitió ver su última lágrima antes del crepúsculo, que le brilló en la cara como una gota de aceite puro. Durante la noche se había entretenido en contarle al pobre miliciano (con detalles novedosos o corregidos sobre lo que yo había escuchado el día antes) la intrascendente historia de su hermano Manuel y su ahogamiento en el pozo, y también algunas baladronadas del padre y, con desconocido refinamiento, le relató cómo había amado, en las pocas 63

horas que una noche deja para amar, a un payo desconfiado y egoísta. –Éh el que a estáo anteh aquí, se llama Rafaé, y se ha ío porque estaba cagao de mieo. Éh mu guapo y mu poeta; si lo´ehcuchára hablá... íba´a vé tú. Le importaba un comino la poesía que yo pudiese saber o inventar y recitar. En todo caso, estaría cavilando y echando cuentas de todo lo que pudo haber hecho, de las otras opciones que tuvo y no tomó y que le podían haber salvado la vida. Estaría pensando qué habría pasado con su muerte si esa mañana no se hubiera echado a campo abierto y se hubiese quedado en Badajoz, dando vueltas entre la Plaza Alta y el Paseo de San Francisco. A la hora del almuerzo su madre, haciendo que pasaba por allí, le entregaría una onza de pan y un trozo de tocino con magro envueltos en papel de estraza. Luego la tarde se habría despistado con el correteo y los rumores negros de la gente y, sin darse cuenta, la noche le habría salvado de caer ese día. Un mes más tarde, el viernes catorce de agosto, cuando el alzamiento golpeara las puertas de la ciudad, él la defendería y sucumbiría entre sus muros, tal vez alcanzado por las agresiones de la aviación alemana; pero aun sería posible que pudiera echarse a correr por las calles, huyendo de una bala que antes o después le tocaría un brazo, una pierna y, a ciencia cierta, la nuca; aunque también podría esconderse y no ser visto, y juntarse con otros milicianos en la Alcazaba o en la Torre de Espantaperros, o en la mismísima Catedral, a esperar a que todo pasara, a que los legionarios y los moros pasaran de lejos y no subieran hasta las escalinatas del altar, como hurones, y no les dispararan a quemarropa. Ningún día es malo si viene la muerte a tiempo, dicen los antiguos más dicharacheros cuando quieren hacer ver a los 64

demás que la muerte será bien recibida si te libra de un sufrimiento ulterior. Parece ser el caso. –El´abuelo de Rafaé sabía múcho refraneh, ¿sábe tú? Y el refrán de loh´abuelo, bréve evangélio, se dice. Le habló siempre con la templanza de quien se encuentra con un viejo amigo al que tiene que poner al corriente de los recuerdos pasados, pero ni buscando con candil encontraba Soledad algo que interesara al soldado. Permanecía callado, dándole guita a la gitana. Algunas veces, como enojada por tanta indiferencia, la muchacha se atusaba el pelo, balanceaba la cabeza, contoneaba el tronco y se acicalaba la chambra27. Con estas coqueterías –llenas de disimulo y solemnidad–, Soledad se andaba distrayendo y como olvidándose de que el varón estaba muerto, así que de vez en cuando se asustaba, porque veía cómo la observaba sin pestañear y con el rostro más serio y blanco que la última vez. –Tiéneh una miaja de mieo porque te váh a queá sólo, ¿verá? Yó tanmié tendría mieo d´ehtá sóla aquí en la lamea –y enmudeció un momento antes de sonreír, como cargada de una felicidad encontrada en un pensamiento que había dejado aparcado y que ahora de pronto recogía con renovado gozo–; claro que yó nunca taré sola, porque yó tengo mi Rafaé, que´éh mu guapo –y el muerto volteó la cabeza hacia el río para concluir simbólicamente la frase de la muchacha. El sol aún invisible ya entregaba a los más atentos y a los más madrugadores sus primeros beneficios: horizontes más cómodos de ver y caminos que parecían recién hechos. También empezamos a ver mejor quienes habíamos estado temerosos y agazapados en la noche. Soledad se incorporó 27

Chambra: Blusa austera que usaban las mujeres.

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y se echó a andar hacia el trayecto que iba junto a la zanja. No volvió a mirar al soldado. Ajena a cuanto ya pudiera pasarle. Caminaba despacio, decidida y seria, como atendiendo a aquello de «oficio hecho, no corre prisa», satisfecha de una labor cumplida. Le había tocado tragar quina, pero sabía que otros vendrían detrás –siempre vienen otros–, a rematar la faena. Había que repartir la carga. A otros les iba a tocar cargar con el muerto. Al abandonar la silueta, aún ennegrecida de la alameda, se santiguó como si saliera de un cementerio. Volvió a parecer solemne y hasta respetuosa pero, en verdad, fue de las pocas veces que yo vi a Soledad temerosa, acongojada, en cada uno de los movimientos de su mano, en el recorrido entero y fragmentado del acto: «en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén». Al llegar al lugar donde habíamos escuchado el grito del miliciano, se detuvo, dio una voz con mi nombre en su boca y se sentó a esperar con los pies metidos en la zanja, arrimada a una compuerta con la brenca terciada, procurando el agua más alta. Respiró hondamente y le llegaron los olores mezclados de las matas de tomates, del polvillo del maíz, de las irreconocibles flores silvestres que salen y se secan en un día, de la hierba mojada por el ambiente de la mañana, del excremento empalagoso, dulzón y uniforme de las vacas, y de otros que el aire traía del río y de la alameda, a la que no volvió en toda su vida. Y en medio de esta espesura de aires y olores están las pequeñas vidas ocultas de los bichos que casi nunca se observan. Ellos mantienen a diario guerras donde manda la fuerza y la astucia de la especie, que en último lugar vence y prevalece y nadie discute el desenlace final. No hay moral ni leyes inventadas que escatimen la necesidad de cada cual, sólo instinto y super66

vivencia. A diario y desde siempre se imponen unos sobre otros y nadie se rasga las vestiduras, saben de qué va esto, el más fuerte domina y los demás hacen lo que pueden para seguir en pie. Así funciona la vida de los bichos. –Buenos días, Soledad. Ya venía a tu encuentro. ¿Qué tal? Ya ves, aquí estoy –allí estaba, sin hacer caso a las cobardías de mi sueño atrasado y dispuesto a recoger los rescoldos de la pasión. Hubo un momento de titubeos en el que sin pensar, y llevado sabe Dios por qué inescrutables razones, iba a preguntarle si quería venirse a vivir al cortijo, a uno de los chozos que mi padre tenía destinados a los temporeros. Pero supe estar a la altura de mi prestigio –que era el de mi familia– y no me dejé llevar. Cualquier otro hombre lo hubiese hecho, era lo más fácil y lo deseable. Yo lo deseaba. Pero paralicé el arranque de mi inocencia dejando quieta la lengua. Soledad, ni corta ni perezosa, se había desnudado y andaba ya salpicándose agua con las manos enredadoras por el cuerpo. Me miraba como lo hacen los jabalíes malheridos, y yo temí que en cualquier momento se lanzara por mí y me destrozara. La imaginé golpeándome con una piedra y chillando, chillándome por ser sólo ella la que hubo de tragar quina con el muerto. Sin embargo, no había sido así: yo también había tragado la mía. –Ven´aquí mi amó. Ven. El agua, que ni empobrece ni envejece, la había dejado transparente. Pero los ojos permanecían opacos y apenas se veía lo que había detrás. Y no era su voluntad esconder cosa alguna o interpretar una quimera, sólo que la amargura se le apelmazaba en la mirada, para padecimiento de ambos. –¿Tu nunca´ha yorao? –me preguntó con la voz a punto de rompérsele. 67

–Nunca –dije casi sin voz. No aguantó más y los ojos se le fueron arrasando de lágrimas prisioneras que empujaban hacia la salida, y las mejillas se le humedecieron. Cualquiera hubiera visto lo mismo que yo: el brillo de una mujer preciosa. Luego sonrió y sus aceitunitas fueron clareando, como cuando el sol sale después de un día nublado que trajo lluvia, quedando lavadas y listas para volver a mirar el mundo. Con un salto de los que se dan cuando uno hace como si se va a caer, me aparté unos metros de ella –para evitar la improbable caída–, y al otro lado de la zanja me cobijé tras un chaparro. Me solté a llorar sin testigos. Soledad comenzó a vestirse. Yo la observaba entre las ramas, me apenaba su pena y aún más dejar de ver sus pechos y su sexo chorreando agua. Cuando se cubrió por completo oí esto: –Noh tenemoh que dí d´aquí. Date prisa Rafaé. Rafael Medina estaba llorando con lágrimas de sangre agachado entre unos matojos sin saber muy bien si se ocultaba de una mujer o de las miserias propias que iba entreviendo. Hoy, que la mentira ya no me ampara ni me sirve ni la utilizo, sé que me escondí del viejo Medina, el que tantas veces me dijera que los hombres no lloran, porque la queja –y el llanto es una– es un acto sucio e indigno. Debilidad es el llanto, y la ira otro tanto, se dice. Me puse a especular sobre mi propia debilidad, y si en aquel momento no fue una tragedia llorar es porque la gitana no vio mis lágrimas de hombre desahuciado. Ya no tenía duda: recordé ahora los suspiros nocturnos de mi madre y supe que es verdad que el corazón duele.

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lo lejos se volvieron a escuchar disparos. Uno, otro, otro, algunas veces dos seguidos, y hasta ráfagas de tres. Ya se vislumbraba la charca de las gallinetas y el cruce donde nos íbamos a separar. La cosa era bien sencilla: yo tomaría el camino que salía a la derecha hasta llegar al cortijo, Soledad continuaría la senda de la zanja y, sin decir ni pío, llegaría hasta su chozo. Desde hacía un rato la gitana se había sumido en un silencio místico, aunque poco creíble porque, con el rabillo del ojo, intentaba descubrir mis pensamientos, ya que no era otra su intención que adivinarlos. Yo disimulaba como podía para que ella no advirtiera los zarandeos de mi preocupación, pues el corazón se me empezaba a escapar del pecho, las manos me chorreaban angustia, las rodillas me volvieron a repicar y los tendones se me engarrotaron como si de pronto hubiese entrado el frío del invierno. Pero no crean que todo eran nervios: mis ojos vivos no dejaron de observarla, ya que de ninguna manera quería que me cazase en un renuncio. Ella caminaba delante, yo a cuatro metros. Al acercarnos al camino aminoró el paso, yo también. Sonó otro disparo, escueto, sin eco. Ella iba casi parada, yo todavía a tres metros. Me tranquilicé, porque no había quien me viera y luego pudiera ir contando por ahí. De pronto Soledad clavó sus pies en tierra, como si hubiese echado raíces de encina, puso los ojos en mi camino y los brazos en jarra. Fue un desplante al destino. Yo permanecí detrás, a dos metros, sin atreverme a pasar, pues tendría que rozarla. Otro disparo, más flojo, 69

sin duda de un arma pequeña, una pistola, pensé. Soledad inmóvil, yo a su lado, echándole el aliento en su nuca, en la oreja que me ofrecía. Callada. Y ya no pude hacer otra cosa: la adelanté y seguí marchando, mi camino quedó a la derecha, a mi espalda; no lo tomé. Soledad comenzó a andar, creo que sonriendo. Me hubiese gustado ver su cara de niña feliz en ese instante, pero no la miré, porque se hubiese creído cosas que yo no estaba dispuesto a mantener por mucho tiempo. No pretendía inmiscuirme en su vida, ni mucho menos que ella fisgoneara en la mía. Sin ataduras. Como un retumbo se me venía la vieja advertencia: el golpe de la sartén, aunque no duela, tizna, y no veía forma de quitarme el ennegrecimiento. La verdad es que, aunque caminaba hacia el frente, como en paseo militar, no paraba de preguntarme cuándo me daría la vuelta definitiva que pusiera las cosas en su sitio. Todo claro y santas pascuas. No quería pasarme el resto de la vida llorando las risas del año pasado, como se dice cuando por vicio te ves atrapado en desgracias mayores y duraderas. En ese momento ni tan siquiera barruntaba que aquella decisión iba a cambiar tanto la historia de mi vida. No haber cogido mi camino y seguir durante un rato el suyo me salvó de ver cómo se llevaban a mi padre en un coche y cómo en la pugna golpeaban mortalmente a mi madre. Pero yo seguí la zanja, delante de Soledad, ignorando y protegiéndome de cuanto pasaba en el cortijo. A mi madre –la apaciguadora Rosalía– la acercaron una cuadrilla de segadores a un famoso médico de Badajoz, en el trayecto se fue desangrando en un sueño sin lamentos. A mi padre es probable que lo mataran río Gévora abajo o ya en el mismo Guadiana, donde las dos aguas se juntan y los juncos forman un bosque de sombras. Debieron de ponerlo de rodillas junto a la margen izquierda y fusilarlo, tres disparos al unísono y uno de gra70

cia –aún no comprendo por qué este nombre– en la nuca o en la sien. Pero también es posible que lo agarrasen por la cabeza, maniatado, y lo zambulleran violentamente, una y otra vez, mientras los verdugos, aprovechando los vaivenes mortales, le iban echando en cara sus pecados –sus osadías–, y mi padre les despreciara o no les dijera nada, porque ya sentía cómo sus pulmones se enguachinaban y se ahogaban. No sé, pero quizá no les dio el gustazo de que le vieran patalear; sería como decirles: «en efecto, estoy sufriendo por lo que hice, por lo que me acusáis, sufro por no echar a los jornaleros, por no contratar a campesinos a destajo, sufro por no hacer lo que hicieron los grandes terratenientes, o casi todos». Lo dejarían rodar sobre su propia cabeza hundida en la arena y allí mismo se perdería y reposaría hasta que la crecida siguiente lo arrastrara. A mi madre la llevaron al cementerio estos generosos hombres, aunque la tensión, el ajetreo y las prisas de aquel sitio en aquellos días no les permitió cerrar la sepultura con alguna inscripción que después la pudiera identificar. A ninguno de los dos pude volver a verlos, ni vivos ni muertos. Los años me fueron dando los detalles que en aquel cruce de caminos y de decisiones no llegué a sospechar. –Cariño, tengo hambre, quiero jañir28. –¡Y yo! –dije, tocando instintivamente el costado donde colgaba la talega. Dice un refrán que tanto el que cena como el que no cena, en ayunas se levanta, y nosotros éramos de los que estábamos en ayunas por no haber cenado, y la diferencia en el ayunante es considerable. La cíngara volvió a tomarme la delantera, yo la dejé pasar y, sin venir a cuento, comenzó a caminar de forma rara, haciendo el ganso que se dice tam28

Jañir: Tragar. Un refrán extremeño dice ´de jiñe jañe, aunque me dañe´.

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bién, como interpretando un teatro burlón y disfrutando más que un gato chico en una matanza. Si me pidiesen una palabra que calificara a la gitana con sus andares enrevesados, no tendría duda: graciosa. En ésas estaba cuando de pronto me vino la inquietante idea de que estaba a solas con una mujer, a solas con Soledad. Y me asusté un poco. La verdad era que ya había conocido a algunas mozas, pero era ahora cuando me notaba yo cautivado. Hasta ahí todo normal, pues reconozco que a ninguna de las anteriores las había tratado en la intimidad de la carne, y por lo tanto me estaba enfrentando a un descubrimiento vital, pero lo raro es que a la gitana la estaba sintiendo como si la acabara de ver, como si antes no hubiésemos rozado los cuerpos y yo no hubiese entrado en el suyo, como si no hubiese sido consciente sino arrastrado sin querer a las locuras del placer. Tal vez sólo fue la novedad de sentir el interés de una mujer... y por esa congoja, o por otra que no me atreva a relatar, elegí otro tema para nuestra conversación. –Mi padre se llama Tomás, Tomás Rafael, ¿sabes?, como Tomás Moro, como Santo Tomás de Aquino... –Ay mira tú, yo tamié tengo un hermano que se yama Tomá. ¡Mu güeno é!; s´ace caso de tó el mundo, y de mi páre má que de naide. Nada es más temerario que la ignorancia. El ser humano no nace enseñado, hay que trabajar para aprender; y Soledad no se había preocupado de estos conocimientos ni de las ideas que hay detrás de ellos. Por lo tanto debía callar y oír, y no participar a la ligera en este tipo de conversaciones, no abrir la boca, ni una mosca sobre el asunto. Chitón. 72

Pero esta mujer no tenía remedio, se mostraba irresistible a la curiosidad, y ya saben: el que no sabe es como el que no ve. Fíjense: de los muchos hermanitos de dudoso pelaje que andaban zanganeando por su desaliñada familia, uno se llamaba Tomás –¡toma castaña!–, y ahora que yo hablaba de hombres ilustres, ella me interrumpe, distrae, y dice lo que se le viene a la boca: que un gitano se llama también Tomás. ¿Adónde quería ir yo así, a quién quería engañar? –¿Y ésoh dó, eran páyoh o gitanoh? –¡Por favor, Soledad Cortés! ¿Cómo pueden Tomás Moro, o Santo Tomás de Aquino, un verdadero Santo... ser gitanos? ¿Es que tú crees que un cualquiera puede ser visitado por la gracia de Dios? ¡Soledad... me pones malo! Ahora fui yo quien le tomó la delantera. Pasé a su lado con mi mirada de superioridad. La dejé atrás, pero no pareció importarle, no mucho o nada, porque comenzó a tocar palmas alegres y a canturrear. La musiquilla me sonaba de haberla oído en el tinao a alguno de los hombres bullangueros que solían pasar por la lumbre, pero ni se me ocurrió acompañarla. Caminé y punto. Ya se veían las primeras cuadrillas, parecía que naciesen de repente de la propia tierra de los caminos, silenciosos y cargados de bultos. Nosotros íbamos diciendo «buenos días nos dé Dios» a quien nos cruzábamos. La gente respondía sin más, correctos pero escuetos, secos, de forma cortante: «adiós, buenos días», como sabiendo o figurándose las cosas que habían pasado o iban a pasar. Algo de eso había, porque aunque yo no trataba a todo el mundo, la gente me conocía, y aquella mañana no observaba el compadreo de otras veces, ni escuché señorito ni palabras que solían llegar nítidas para halagarme. Sin duda conocían lo que había pasado en el cortijo; algunos sospecharían de mi ignorancia sobre el asunto, otros creerían que huía para no seguir 73

la misma suerte de mis padres, y otros –al verme con una gitana– pensarían que me habría vuelto loco. Yo iba como el lazarillo de un ciego, aguantando la fatiga porque Soledad no se quejaba y yo no iba a ser menos. Pero todo tiene su límite y el suyo llegó de esta forma: –¡Rafaé! –¿Qué? –Súbemé a la´espalda tuya queh´toy cansá. –¡Y yo! Esta egipciana pretendía que don Rafael Medina, futuro ingeniero, la subiera a sus espaldas como si fuera un vulgar burro de carga. Confundía la pobre una caricia pasajera y carnal con los sacrificios permanentes del amor, y mis huesos bien criados con una carreta que recoge basura para verterla en la esterquera29. –¿Vas cómoda, cariño? Pronto tendrás que bajarte para escurrir el sudor de mi camisa. Se había dormido en mi lomo. Me agaché cauteloso para no herir su sueño y la arrellané en un surco fresco y mullido de yerba y pasto. Al minuto aquello era una cama de liebre. Me puse a un metro y contemplé su cara con sus ojitos negros cerrados. El jabalí dormía. De pronto empezó a abrir la boca y a moverla de forma rara. Su nariz hacía guiños arriba y abajo como haciendo señales, mientras la cara entera parecía mantener una lucha interna por conseguir una expresión determinada. –¿Qué sucede, Soledad? –susurré por si me escuchaba, sin querer despertarla. Entonces ocurrió algo terrible: la boca se le abrió con un Esterquera: Esterquero, lugar donde se recoge el estiércol. Es muy usual usar este término en femenino. También se utiliza este otro: estercolera.

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tembleque y la nariz se le arrugó hasta el ceño y un espantoso ruido surgió del sueño. –¡No ronques, Soledad! –ahora no utilicé el susurro sino la voz quejosa, no me parecía decoroso que una señorita roncara, menos aún delante de un educado galán. Cuando una persona desconocía demasiadas cosas de la vida, mi abuelo solía decir con gracia, que tenía muchos cocidos atrasados. Pero ahora no había tiempo ni yo me sentía con fuerzas para que la egipciana recuperase los instructivos pucheros que necesitaba para aprender la educación que no vio entre los suyos. Era la primera vez que oía a una mujer roncar. Mi madre no roncaba o yo nunca la escuché, y por eso tal vez me pareció sucio y hombruno aquella tormenta de narices. También pensé que sería muy duro para ella si finalmente, algún día, se enteraba de que era una mujer roncadora, si alguien se le quejaba, si algún hombre con más sueño que un lirón le interrumpía el suyo y le decía: «calla de una vez, que mañana también sale el sol para mí». ¿Por qué imitaba las costumbres de los hombres? Ya lo sabemos: era descarada. Desde el primer día en que metimos mano a los tomates ella ya me miraba y me provocaba, iba a mi surco por cajones cuando había otros más próximos y se venía a la misma higuera que yo a la hora del almuerzo, me cogía agua sin pedírmela y dejaba el calambuco donde le convenía, y yo tenía que levantarme cuando me añugaba; claro, que yo no le decía nada aunque lo pensara: «a ver si te ahogas, gitana», porque yo tenía mi saber estar en los sitios y ella no sabía estar en ninguno. También me hurtaba la sal que mi madre me echaba en la talega para aliñarme los tomates. Y un día hasta me quitó una tajada de melón que tenía en la boca, «a ver si te ahogas, gitana». Pero no se ahogaba ni le entraba nada por mal sitio, así 75

que no había media mañana ni mediodía en que no fuera a rondarme y a sisarme. El bocado así nunca me lucía. Ahora no me rondaba. Dormía y roncaba como un pastor cuando le da el primer sol de la mañana y se echa un rato confiado, mientras el rebaño rumia y el mastín vigila. Abstraído por esta mutación de Soledad, la pensé bebiendo y fumando como lo hacían los hombres y me hizo reír, porque no se me ocurrían motivos por los que una mujer tuviera que ponerse un pitillo en la boca, pues no necesita de tales chulerías para agradar a un hombre, como tampoco necesita –seguí pensando– entrar en la cantina y ponerse en el mostrador, codo apoyado, con un vaso de vino en la mano, porque no está obligada a envalentonarse sino a esperar a que algún valiente le pida un baile, un paseo y después la mano. –¿Quieres un cigarro? –le dije con la mano alzada como si en verdad sostuviera una cajetilla– Venga, mujer, sólo uno –y eché una risotada, sin que Soledad se coscara lo más mínimo ni dejara de roncar. Pasó cerca una cuadrilla con retraso (seguramente por atender a los animales antes de ir a las tierras) y temí que descubriera aquel lamentable cuadro. Estuve a punto de taparle la boca y la nariz, pero la conversación agitada que traían ahogó los estruendos oníricos. Se volteó y me dio la espalda. Dejó de roncar. Dijo algo pero no lo entendí. Abrió los dos ojos al mismo tiempo, como si el día le hubiera dado un susto. Se incorporó y quedó sentada sobre el campo. Estaba sandunguera y sudorosa. Se puso en pie y, acercándose al agua, se fue quitando la blusa. Yo la acompañé con los ojos y las paredes de la zanja no me dejaron ver la desnudez de su espalda. Pero como la mañana iba de imaginar, no dejé de hacerlo. 76

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n una ternura sin palabras la agarré por el cuello para que no se me escapara, abrí mi trampa dentada y moví la lengua dentro de su boca para juntarla con la suya, pero no se estaba quieta la muy pilla. El vacío me supo a carne. Yo sabía que mi obligación de principiante de cazador furtivo no era otra que morderle la lengua y hacer como que me la iba a comer y a tragar. Pero hubo un momento, cuando ya se rozaban las puntas, que nos miramos al infinito de los ojos y un escalofrío de enamorado me recorrió el espinazo. Sentí que le estaba abrazando el corazón. La gitana se quedó con la mente en blanco y yo aproveché su descuido para morder la presa deshuesada. Entonces me miró simulando sorpresa como diciendo: «cabrón, ¿qué me haces?», y yo puse gesto pícaro, como respondiendo: «¿de qué me hablas?» y, en todo caso, «ha sido sin querer» o «te aguantas, querida mía». Me salí de la boca lamiéndole la cara hasta el cuello. Saboreé otra vez el olor de la carne y noté que mi deseo iba en aumento, a reventar, y el suyo también, sobre todo cuando sentí que sus piernas se separaban como esperando, y las mías se posaron encima y se besaron. No fui yo quien había bajado mis pantalones. Sus pechos me daban en las manos abiertas, de abajo arriba, una y otra vez y no sé cuántas veces. Los apreté con fuerza. Me detuve en los pezones, duros y excitados como 77

si fueran a estallar y todo el pecho fuera a salirse por ellos. Los pellizqué con mis dedos de hombre, los zarandeé, despacio, con violencia, como si los quisiera arrancar. Me agarró la cabeza por la nuca y me arqueó hacia delante, y mis ojos dejaron de ver con tanta carne. Mordí los pezones hasta casi sangrarlos, luego dejé que la lengua los aliviara con unos brochazos de saliva. Con ese mismo irrefrenable deseo lamí esos puntitos de alrededor, que eran como pequeñas tetillas que fueran a crecer pronto. Sentí su humedad sobre las ingles y fue entonces cuando me dejé caer al vacío: su desfiladero, estrecho, me estrangulaba poco a poco hasta ahogar a mi valiente emisario que, condensado en las mudas paredes amatorias, izó el semen blanco de la rendición. «Apretúja, apretújamé má» habían sido las últimas palabras de la gitana. Se recogió el pelo con coqueteo, como si acabara de ser ofendida –ofendida por mí– y se estuviera restableciendo del agravio: «qué me has hecho, a mí, si yo no quería nada»; como si ella no necesitase del gozo recién pasado y tuviera que taparlo: «espero que te hayas divertido, porque lo he hecho por ti»; como si en todo caso el gozo no hubiese sido tanto como pareció y los alaridos le debieran mucho al fingimiento: «no te creas que lo he pasado tan bien, sólo que más vale algo que nada»; como si a pesar de todo, el mérito no estuviese en mí sino en ella, que hizo cosas que yo no entendí ni vi, y que sirvieron para dar ese efecto escandaloso: «menos mal que hice así o así, esto o lo otro». Dicen que ni el pelo ni el cantar entran en el ajuar, pero ayudan a enamorar, y cierto es que aquel coqueteo y el teatro que se traía entre manos me estaban perdiendo, más cuando, ya vestidos y puestos ambos en pie para proseguir el curso de la zanja, me dijo: 78

–Rafaé, ¿eh ehto amó? Sabía que tenía que retrasar la respuesta. Mis contradicciones iban en aumento y en tan poco tiempo no podía contestar nada coherente ni con seguridad. El amor y sus consecuencias me agobiaban y me agobiaba la propia espera de Soledad. Sus facciones iban cambiando, como si mi silencio también la agobiara a ella o no entendiese que una respuesta tan obvia tardara tanto; la fruta madura cae por su peso y no precisa que nadie la arranque –parecía cavilar–. Pero, o yo no estaba tan maduro como la gitana se figuró, o prefería pudrirme en el árbol y no en el suelo. Cuando ya deduje que desesperaba, me aventuré: –Sí, mi vida, esto no puede ser otra cosa que amor, amor y nada más que puro amor. –¡Poeta!, ¡qué poeta éreh! –De poetas, músicos y locos, todos tenemos un poco –dije con sencillez. –¡Olé! paréce tú un vendeó ambulante, pero amejorao toavía. Me avergoncé, ésa es la verdad. Me avergoncé de ella, su vulgaridad, y de mí, por estar allí. Pero no me importó, no quería desilusionarla, aunque sabía que iba a dejarla. –Me hago poeta por ti, por ti soy poeta y vagabundo, pluma ágil que emborrona un papel de amor gitano –no sé bien qué quise decir. –¡Vámoh a por´otro!, ¡vámo! Me espoleaba como si cantara un fandango, voceaba mis palabras y palmeaba, brazos arriba, moviendo la cabeza y las caderas con meneos de columpio, con cierto ritmo y sin dejar de caminar junto a la zanja, delante de mí. –¡No! Ya no hay más, ése era el último –y me quedé 79

contemplando por detrás su pavoneo, y esa contemplación compuso y recitó para mi memoria la poesía más linda que nunca le dije. –¿Ya´a´acabao, Rafaé? La cíngara, que no dejaba que yo tomase la delantera ni que me despegase mucho de ella, seguía esperando que en cualquier momento volviese a recitarle alguna de mis ridiculeces. Se creía enamorada y cualquier frase que no entendiese y que incluyera palabras tiernas le confirmaba su alegría. Iba tan pendiente de lo que yo pudiera decir, tan distraída en el amor, que no vio a lo lejos el final de la zanja ni a dos metros a la izquierda un cadáver que alguien había medio tapado con tierra y unas ramas mustias. La persona que lo había encontrado, tal vez agonizando, no quiso que ese fuera su entierro definitivo. A otros les iba a tocar cargar con el muerto. Pero yo no dije nada, no tuve arrestos para soportar los golpezuelos de otro muerto desconocido; llevábamos demasiado tiempo sin comer otra cosa que no fueran los tomates que cogíamos de la linde y unos pepinos y pimientos tempraneros que sisamos de un huerto humilde. En mi talega reservaba un trozo de patatera30, pero Soledad aún no lo sabía. Me fijé en una fila de hormigas que gateaban sobre el cuerpo del soldado, excavando la tierra y metiéndose por entre los botones de la ropa hasta la carne. Sentí miedo. Me aterró convertirme en polvo, pudrirme en una fosa. Las hormigas eran sólo la avanzadilla de la desaparición. Volví la cabeza con el ánimo descompuesto; la sepultura quedaba atrás, sola, con su ramito de ortigas en lo alto. –¡Oye, niña!, ¿No ves que allí alante se acaba la zanja? 30 Patatera: Especie de morcilla chacinera muy frecuente en la zona. Se mezcla la carne gorda –sobrante de la magra– picada con patatas, pimiento rojo, pimentón y sal. Es una de las primeras piezas que se suele empezar a consumir de la matanza.

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–Pó no, chacho31, no había diquilao32 yo eso. ¡Contri33! No sé muy bien por qué, seguramente por virtud de mi atenta escucha a su escurridizo lenguaje, pero me dio en la nariz que Soledad había advertido antes que yo el final de la zanja y, a mi parecer, también había visto antes que yo la sepultura. Aquellas palabras tan suyas apuntaban a un cambio de intenciones: «vamos a otra cosa, que ésto no me interesa». –¿Por qué no me díce algo bonito, Rafaé? –ahora no empleó palabras tan propias. Eché los ojos para arriba como si lo estuviera pensando. En realidad quería indagar sobre su inconmovible silencio ante las dos novedades. Sobre el final de la zanja era comprensible pues, aún no estaba preparada para decidir hacia dónde ir, de momento al menos, y quería retrasar, lo más posible, esa decisión que no era enteramente suya. Pero, ¿por qué no había hablado del muerto?, ¿temía repetir un drama en el que apenas creía?, ¿temía mi marcha si al final cedía y se arrodillaba junto a él?, o más sencillo y a tenor de su cansancio, ¿prefirió hacer la vista gorda, o ciega más bien? Sin duda, por aquí iban los tiros –perdonen la expresión tan poco afortunada–, pero no tuve tiempo de meterle el diente para llevármela a mi terreno y abrir un amistoso interrogatorio, porque se giró a toda prisa diciendo: –¿Por qué no´ehcribe un libro tú? –¿Qué dices, Soledad? –no podía creer que hubiese escuchado la palabra libro de su boca gitana. –Com lo biem que te maneja com lah palabrah, podíah ehcribí um libro –no había oído mal. Chacho: Muchacho, Soledad lo emplea como respuesta por haber sido llamada ´niña`. 32 Diquilar: Divisar, ver venir. 33 Contri: Interjección que denota despreocupación. 31

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Me resistí a entrar en semejante conversación, pero me dejé llevar por el halago inesperado, pues me pareció una sencilla recompensa a tantos años de lectura silenciosa en la bodega literaria de la casa. –Yo un libro, ¿para quién?, ¿qué voy a decir? La gente que lee, ¡la que lee!, busca historias entretenidas, con mucho suspense, y yo no sé ninguna historia así. Pero a ella le daba igual, le había mordido la serpiente de la verborrea y no iba a detenerse por razonamientos que ni siquiera entendía. –Pó una´hihtoria de amó. De amó de vérah. –Vale. Algún día, Soledad, algún día –y puse una entonación concluyente para dejar zanjado el tema, que debía morir en ese punto, por desatinado. Se me habían quitado las ganas de seguir recibiendo la recompensa de una analfabeta. Y ya está. –Pó un libro de... –y no dijo nada. Se giró otra vez hacia mí y me besó. Y pare usted de contar, no la rechacé. –Lo que es seguro es que yo seré ingeniero de canales, caminos y puertos, y eso es mucho más importante que ser escritor –sonó dentro de mí la vieja lección: los libros ¡cuánto enseñan!; pero el oro ¡cuánto alegra! –¿Má qu´ehcritó? –¡No te digo! Los escritores pasan hambre y frío. Y muchas más cosas. Tienen, por ejemplo, que escribir en los periódicos; sí, sí, no me mires así, por cuatro perras gordas. Y decir lo que ellos no dirían si el periódico fuera suyo. –Pó a´mí me guhtan loh´ehcritoreh. Me resultaba complicado comprender que una gitana, que a duras penas sabía articular dos palabras correctas seguidas, sintiera el más mínimo interés por asuntos litera82

rios. Soledad, sin duda, apreciaba las fascinaciones de la vida sin importarle ni la distancia ni el tiempo que había entre ella y sus deseos. –Pó si no va a ehcribí de amó, podía tú ehcribí de la guerra ehta que dícen que va´habé; de tó lo que´ehtá pasando p´aquí. –Mira –y aprovechando que nos habíamos detenido y que sus ojos estaban atentos, le solté unas palabras proféticas. No me pregunten de dónde las saqué, me vinieron, yo ni quito ni pongo. O no mucho–. Lo que va a pasar aquí será contado por varias personas, ¿sabes?, porque esto será historia y sobre la historia escribe mucha gente. Se harán libros muy gordos que lo recojan todo, desde el principio hasta el final, e incluso hasta después del final, buscarán las razones y narrarán las batallas. Contarán hasta los muertos, uno a uno, y pondrán en el papel dónde cayó cada uno. No te preocupes, que esto se escribirá. –Pero no pué sé. Hay cosah que elloh no ven, como el muerto que nosotroh hemoh vihto. –¿Esos muertos? –usé el plural para indicarle que eran dos los muertos y no uno como ella decía–. Bueno, si no conocen datos los tienen que inventar, no van a dejar las cosas a medias, la historia debe quedar completa. Cogerán apuntes de aquí y de allá, retazos que les lleguen y a recomponer se ha dicho. Imagino que también habrá hechos que haya que esconder, que estorben para seguir viviendo o que sean incómodos para quien los descubra. Pero al final saldrá un buen libro, muy gordo. –A lo mejó yo y tú salimoh en el libro ése. ¿Cuándo tará ya´echo? –¿Cuándo? –y ahora saqué unas palabras que mi padre pronunció una noche en la biblioteca hablando de no sé 83

qué hostilidad–. Nunca se habla en serio de una guerra mientras unos cuantos hombres estén como locos pegándose tiros con los ojos cerrados; se hablará de ella cuando ya poco importe y el vencedor dé permiso. Así se ha hecho siempre, pues se abren y se cierran batallas para decir a la gente cómo hay que vivir los próximos años, y cuando se le ha dicho (y por supuesto se han enterado, siempre por las malas, claro), se cierra el tinglado y se arreglan como se puedan los desperfectos, y aquí paz y después gloria. –Soledad había dejado de atender en las primeras palabras, no le interesaba o no me entendía. –Pó amtómce –e hizo una parada como si estuviera rumiando lo que iba a decir y no lo tuviese ya más que pensado, que es lo que me pareció, pues ella siempre tenía una carta en la manga, que se dice–, amtómce, ehcribe de yo y de tú. Eché una carcajada amplia y alegre encima de la gitana. Y como no era capaz de parar mi risa, tomé una de sus manos para disimular, una al azar, y me incliné sobre ella para besarla y taparme la boca de paso. Pero la guasa se hizo aparatosa cuando recordé un refrán alusivo al retrato que formábamos los dos: manos besa el hombre que querría ver cortadas. Entonces un poco de saliva contagiosa cayó entre sus dedos agitanados y mi actitud infantil se hizo irreprimible, pero estas cosas pasan. –¿De nosotros voy a escribir?, ¿de Rafael Medina...? –y me mordí el labio inferior para impedir el contagio de la risa y así, en silencio, completar la frase–, ¿un libro de Rafael Medina y Soledad Cortés, la cíngara?, ¿un libro de amor?, ¿un libro nuestro? La gitana, más lista que el hambre, había escuchado algo de mi silencio. Lo supe cuando escapó su mano, era la iz84

quierda, de la mía derecha. La retiró como si se fuera a quemar con la lumbre o ya se le estuviera chamuscando el vello de los brazos, y le llegara el olor, no aún la quemazón. Fue sólo un gesto demostrativo; quería que yo viese su enfado, pero no quería enfadarse ni lo estaba. –¿Ehque yó y tú no sémo doh persona normá y corriente? –Soledad, creo que vas demasiado deprisa –y volví a completar para mi pensamiento sin que ella pudiera saberlo. Me faltaban arrestos para enfrentarla con el porvenir. –Pó éh una hihtoria mú bonita, lo que pasa éh que tú no me quiere, eso eh lo que pasa, ¿sábe? Tú no me quiere, eso éh tó lo que pasa. Ya´ehtá. –¿Yo?, claro que te quiero. Es una de esas frases que tanto me han acompañado a lo largo de la vida, antes de concluirla ya estaba arrepentido de haberla dicho. Salen de mí para vengarse, para neutralizar los silencios en los que sigo hablando para mis adentros. Es una incontinencia verbal que viene a hacer justicia con la otra persona. –Ámtomce sí me quiere –y como si no se terminase de convencer, pretendiendo que yo insistiera o le pusiera más énfasis, se dio media vuelta y comenzó a caminar, zanja alante. Yo detrás. –¡Soledad! –¿Qué? A mal sitio habíamos ido a parar con eso de escribir un libro. La gitana había utilizado el arte para ir adonde realmente le interesaba. El arte como camino. El aparente interés en la creación para ir a lo mundano. El pragmatismo como meta. Me había entretenido, pero no le interesaba 85

un pimiento, a no ser que ese pimiento se pudiera comer. Decidí cortar por lo sano y tomar la pista de tierra que bordea las fincas. Ya era mediodía. –El final de la zanja está ahí. ¿Ya sabes lo que vas a hacer? –¿Qué´éh lo que vámo a hacé? –y dijo algunas palabras más, entre dientes, de esas que se dicen para que el acompañante no te entienda bien pero sepa que hay algo más. «Si me quiereh, como dice, salímoh d´aquí y h´acemo una familia lóh dóh». Fue lo que yo entendí, lo que Soledad quiso exactamente que yo escuchara. Que no es poco. –Claro –yo también hablé entre dientes, la situación exigía no quedarse callado, quería dar la cara. El final de la zanja me ponía de los nervios, pues era allí donde había que hablar en serio. Quería desaparecer o que el tiempo avanzara sin mi presencia y me situase ya en la pista de tierra, a mí solo, sin carga, camino del cortijo. O bien, quedarme dormido profundamente hasta que todo pasara, y despertar en mi casa y en mi cama con las imágenes y las voces habituales. –Vámo, Rafaé, nuehtro último laváo en la zanja. Nos descalzamos y sólo metimos los pies. Nos reímos para dentro porque los dos al mismo tiempo sentimos los latidos frescos del agua. Una rana salpicó el silencio y se perdió en el verdín. Nos habíamos sentado tan juntos que parecía que nuestros muslos estuvieran pegados. Dejé mi mano libre y, con la prudencia de no ser visto por los campesinos que andaban de allá para acá buscando una sombra para arrellanarse y comer, la abandoné entre sus faldones para tocarle el sexo. Separó un poco la pierna más alejada y, apoyando sus manos abiertas en la hierba, se echó para 86

atrás, con la cabeza entre los hombros y el cabello libre hasta barrer la tierra. Se dejó hacer. Pero indiferente y sobrada de placer, otra vez como si no fuera con ella el asunto o no le importase, como si me dijese que no se hizo la miel para la boca del asno; pero tú allá, como si no fuera entre sus ingles donde mi mano escarbaba o no su grieta donde mis dedos se mojaban. Sin duda, la gitana esperaba algo que durase para siempre, que se pudiese agarrar con las manos y no fuera tan efímero, pero la calentura del momento la traicionaba. Con mi mano aún sobre sus rodillas, busqué el brillo de sus ojos negros y, sintiendo los retortijones de las promesas hechas, me lancé a retar su buen ánimo. Tenía plena conciencia de la importancia del momento y de que no podía entrar en los pormenores de mi desbandada. –Soledad, me voy a mi casa, ahora mismo tiro para el cortijo. Se acabó. –¿Cómo dice tú? Antes de hablar de nuevo le hice un gesto con la mano para llamar su atención, pues no iba a volver a repetirlo. La misma mano para todo: la que da placer es la que acuchilla una vida y la que otro día puede pedir perdón. –¡Mira! –la voz se me estaba poniendo ronca del susto, los nudos de la garganta apenas me dejaban tragar saliva. –¿Cómo dice mi amó? –preguntó con los ojos llenos de miedo. –¡Mira, gitana! Lo último que podría hacer es irme contigo. La zanja se había terminado. Los campesinos comían protegidos del bochorno que estaba cayendo, y Soledad se87

guía sin saber que en la talega reposaba un buen trozo de patatera.

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a boda fue tal como quiso su padre y como las circunstancias lo permitían, y no era otro ese permiso, que casarnos casi a escondidas en un alcornocal prestado en medio de la dehesa. Dos días antes, el Gobernador Civil de la provincia de Badajoz había hecho público un Bando en el que se hacía saber que quedaban prohibidos los grupos, estacionamiento de personas y manifestaciones en la calle, caminos y carreteras, así como las reuniones al aire libre34. O sea, que seguíamos igual que cuando nos conocimos en el maizal: agazapados y furtivos y sin los consentimientos oportunos. Si acaso la diferencia estaba en que en estos momentos ella tenía sus testigos, y los míos no estaban ni podían estar. Con esta desgracia encima, yo andaba destrozado por la muerte de mis padres y por la ausencia de gente conocida a mi lado. Me había enterado casi a bocajarro de la tragedia, y las pocas noticias me llegaban deslavazadas, sin saber muy bien qué es lo que verdaderamente había pasado. Por mucho que me contaran, no lograba tomar conciencia de lo ocurrido ni sabía adónde iba a meter la cabeza con este casorio. Estaba como adormilado. Me dejaba llevar o casi no era yo. No tenía fuerzas ni para enfurecerme por el rencor. Me sentía un don nadie con ganas de llorar. Un hombre que andaba con el peso de su sombra a cuestas. Punto cuarto del Bando, firmado el 17 de julio de 1936 por el Gobernador Civil, Miguel Granados Ruiz.

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A mi alrededor revoloteaba sin descanso una multitud fanfarrona. Todos gitanos. Algunos me abrazaban y me echaban encima alguna frase de amor conocida. Yo decía que sí con la cabeza, porque me daba igual lo que me hablaran. Deseaba que todo pasara rápido y descansar un poco. Luego llegaría mi normalidad. ¿De qué otra forma si no podía volver a vivir? Los hermanos de Soledad, aliados del hambre y del no saber comer, me observaban desde la distancia, pero con picardía de niños se fueron arrimando hasta que consiguieron lo que querían: manosearme. Uno me pellizcó un brazo. El más pequeño me hociqueaba como un perro. Del mayor, ya les contaré. Un ruido molesto los atrajo y me los quité de encima durante un rato. Era el rasgueo analfabeto de unas guitarras que gritaban las mismas e irrepetibles notas quejosas que siempre se hacen notar en estos jorcos35. Fue en ese momento cuando su madre, una mujer extraña de aspecto vacuno y precioso rostro, se arremangó la faldota y contra el suelo soltó dos o tres zapatazos, al tiempo que voceaba estribillos desagradables que mezclaba con gemidos. Nadie le hacía caso. El vino iba haciendo de las suyas. Dos mozos sacaron sus facas para cerrar una discusión, pero como tampoco nadie les hizo caso, ni siquiera las abrieron. Siguieron cantando, sentados en un tronco olvidado. Desde la solemnidad, el gran patriarca, descamisado y borracho como una cuba, hacía de inexperto anfitrión eructando su provisional felicidad a cualquier oído despistado que pasara cerca. Atrapaba las presas devorando 35

Jorcos: Fiestas libres que celebra la gente.

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su paciencia con historias cansinas. Era el protagonista y, aunque todos le rehuían, algunos se veían obligados a abrazarlo. Deambulaba torpemente, despernancado y sin dirección, molestando. De vez en cuando echaba su tísico brazo derecho sobre los hombros de la temerosa víctima y permanecía así un rato. Otras veces aprovechaba la coyuntura y se quedaba colgado del cuello de quien le había ayudado a incorporarse de alguna de sus desagradables caídas vocacionales. Invariablemente, exhibía una sonrisa de agradecimiento en la que no había que esforzarse para ver su diente dorado recubierto de sarro amarillento. Yo también empecé a beber. Seguramente para olvidar mi futuro. Soledad contaba cosas a un grupo de muchachas. Tenían un cuchicheo sordo que delataba su conversación: ¡yo y nuestro primer encuentro! Tampoco hay que descartar que hablaran de la maña que tuvo con el pañuelo la vieja arregla todo o endereza clavos. Lo cierto es que se la veía muy alegre, entregada a su mundo; aunque por momentos me buscaba con su mirada negra y los dos nos quedábamos un ratito serios, como si ella me dijera que se ponía en mi lugar, que me comprendía, pero que ahora tenía que estar contenta, que el acontecimiento le obligaba a reír. ¡Y que ella quería reír! Yo también me propuse estar contento y quise estar con los míos; así que, como no atiné con otra forma, me puse a recordar imágenes y sucesos que me llevaran con ellos. Y fueron muchos los cuadros familiares que se me vinieron a la cabeza, y aunque siempre fui interrumpido por manotazos en la espalda y charlatanería pamplinosa, pude poner en pie episodios felices.

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Algunos días parecen eternos. Antes de que la tarde de mi boda se fuera, me dio tiempo de pensar una cosa: que, a poco que uno se mueva, la vida se hace incontrolable. También me fijé en que se me estaban rompiendo los zapatos.

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ra imposible perderme, conocía a la perfección el camino y todos los senderos probables: mil y una formas de llegar, bien dando rodeos y así disfrutar de los alrededores, o bien tomando atajos y descubrir cuanto antes los placeres de la llegada animal. Lo dicho, jamás me perdía, tan solo tenía que escalar sus piernas. –Lo que me guhta la casa Rafaé, qué grande eh, ¿verá? –Sí. –Parece que no te guhta, ¿no táh contento? –Sí, sí me gusta. –No, tú Rafaé no táh contento; ¿no t´ha guhtáo lo qu´emoh h´echo ahora? –¡Que sí mujer! Sí me había gustado perderme entre sus muslos y subir a la bravura de sus pechos. Me iba haciendo un experto en estas escapatorias carnales y hasta tal punto me gustaba la cosa del sexo, que era lo único intenso que nublaba mi mente previsora. Con esa preocupación comprendí que me había convertido en una piltrafa humana que sólo daba pena. –La casa eh grande, ¿verá Rafaé? –Sí, cariño, muy grande. En efecto, la casa era grande, y las tierras y todo el trabajo que yo ya sospechaba que habría en aquella finca y 93

su cortijo. Pero un trato es un trato, y nosotros (o mejor dicho, yo), por mediación de un conocido de mi padre que supo de mi situación y que tenía trato con el dueño de la hacienda en cuestión, que por otra parte no encontraba a nadie de fiar que le hiciera el trabajo, había accedido (y Soledad conmigo) a cuidar de esta propiedad a cambio del seguro cobijo de la casa y de 25 pesetas a la semana. No era mal arreglo. Preparar las tierras y tener atendidos a los animales eran los trabajos acordados. Un trabajo que hace unos días habría querido hacer por gusto, en estos momentos me estorbaba para mantener en pie la dignidad. Pero la cosa había venido así, pues la finca de mis padres la había tomado un pez gordo amigo del alzamiento, y hasta quince años después yo no iba a regresar a ella. Pero eso es otra historia. Si miraba de reojo el pasado, mi vida era un castigo: estaba casado con una gitana y me disponía a trabajar sin amparo a las órdenes de un señorito al que sólo en una ocasión pude ver fuera de su flamante coche. Se trataba de un militar (comandante, supimos luego) con residencia en Badajoz y que, acomodado en los trapicheos de las rentas heredadas, había renunciado al Ejército tras la victoria del Frente Popular en las ultimas elecciones. Aunque poco me importaba a mí todo eso porque, como saben, yo seguía con mi hablar interno, y si bien la vida me había dado un vuelco, mis intenciones no habían cambiado: paciencia y esperar cuatro días a que la incipiente guerra terminase; después, ya me conocen: «adiós, pastorcita». Ya se me abrirían caminos más importantes y de mayor prestigio. Eso no lo dudaba. –Lo conténta qu´ehtóy, con ehta casa tan grande, con dó cuartoh pa dormí, con chiminea, con agujero pá cagá, con troje36, con camah, con mueble de loh buenoh. 94

Para la pobre egipciana, que nada había tenido en su triste existencia, le suponía júbilo y prosperidad dejar la privada37 entre cuatro paredes y dormir a algunos centímetros del suelo. La miseria de vez en cuando tiene esas cosas: hace grande el mínimo detalle pero se desentiende de la vergüenza. El hambre no tiene idioma propio, adopta el de la mano que le atiende. –Rafaé, enciende el candil. Se iba nuestro primer día en el nuevo cortijo sin bajarnos de la cama. Ahora los dos permanecíamos sentados, como tirados y pinchados desde lo alto, dándonos la espalda. Soledad andaba con una retahíla de cuchicheos que apenas oí ni entendí (volvía a hablar entre dientes), y yo me entretuve en recordar algún adagio que me echara una mano y me sacara de aquel atolladal38 de infortunios: «hacer de la necesidad, virtud», fue el que al final recuperé. «De la necesidad, virtud...». Y con esto no se me ocurrió otra cosa que pensar en los muchos conocimientos que iba a aprender como verdadero campesino-ganadero, y que se sumarían a los que ya poseía o traía de los tiempos de holgura. La palabra sabio susurró en mi cabecita, pero yo sabía que sólo era la forma más digna de esconderme dentro de mí mismo. El candil colgado en la pared parecía el sol clareando, y ya otra vez era casi de día en el cuarto. Nos miramos con la complicidad piadosa de quienes atesoran varios años de amantes, y los dos nos sorprendimos al ver los ojos del otro rojos como gato bajo luna llena. Troje: Especie de despensa y, en ocasiones, cuarto trastero donde se guardaba todo tipo de cosas, ya fuera comida (patatas, sacos de trigo, pimientos de cuelga...) o cualquier utensilio de uso doméstico. 37 Privada: Palabra en desuso que se empleaba en ocasiones como sinónimo de excremento, sobre todo cuando éste era evacuado en el suelo, al aire libre. 38 Atolladal: Vocablo muy usado en Extremadura: atolladero, atascadero. 36

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–Vamoh a hablá un ratito, ¿no? Le cogí una mano con las mías y le besé la frente como si tuviese delante a una venerable anciana. Y sin otras artimañas se hizo de nuevo el silencio que yo tanto deseaba. Si alguien las hubiese visto, las tres manos empenumbradas39, le hubiesen parecido nacidas de un único cuerpo, barajadas perezosamente en el aire. Pero en menos que canta un gallo habíamos ahorrado fuerzas suficientes y estábamos otra vez desnudos bajo la sábana, que bajaba y subía a la orden del animoso reflejo enloquecido. La cama, sostén de nuestra quimera, crujía de placer sus desatendidos hierros oxidados, en cada acometida y en cada salto, chillando como si fuéramos tres. –Ya, Rafaé; ya me´ido. Y hasta que no llegamos a la tranquilidad que se gana después del jadeo, Soledad no percibió el ruidito de los hierros. –Rafaé, el catre, que pa mí que chirría. Iba a ser nuestra primera noche en una cama. Mañana esperaba la tierra y había que poner orden en el trabajo. Pensándolo me dormí, acurrucado sobre la cíngara. Su ajuar había quedado desparramado, y aunque este desorden de mudanza da vitalidad a cualquier casa, la nuestra parecía muerta. Sólo las quejas del catre, los colgajos de las telarañas, el tufo a petróleo y la humareda negra del candil, le prestaban algo de vida. Cuando no hay planes futuros, al presente le cuesta tirar hacia delante, y en aquella noche de miel no podía imaginar lo que se avecinaba en los próximos días. Ni por un casual. 39 Empenumbradas: Palabra compuesta por los autores. Su significado es claro, estar en penumbra, en-penumbra-do/a.

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espués de una semana en el cortijo, los dos nos íbamos haciendo con las riendas del trabajo. Ya habíamos visitado, en espontáneas excursiones, cada linde de las tierras, incluido el tétrico portón que daba a la carretera, imprudentemente abierto, y conocíamos hasta por sus nombres, recién inventados por nosotros, a las más destacadas bestias y a algunas aves del corral. En una de esas rondas, apareciendo de pronto de detrás de dos grandes fresnos que hacían de entrada y a los que aún no habíamos hecho caso, nos topamos con un frondoso huerto. El frescor y el colorido de sus frutales, verduras y hortalizas nos pellizcaron los ojos durante un rato. Un rectángulo casi perfecto de no más de media hectárea guardaba el sueño de cualquier campesino. Una balsa almacenaba el agua de lluvia, y unos coquetos surcos revestidos de pizarra la repartían por los pequeños bancales. Una estructura de madera cubierta de taramas y cañas desplegaban un revolucionario invernadero, con estratégicas ventanas que favorecían que el verano paseara brisas. Parecía construido para engañar a las estaciones y para que cualquier verdura pudiera brotar fuera de su tiempo. Y como si se tratase de un jardín diseñado para pasear, unos bancos de troncones rajados a la mitad esperaban el cansancio del hortelano. La sombra fresca de los naranjos, los membrilleros, el laurel, los granados y los limoneros se ofrecía por todos lados. Sin duda, en el origen de aquel huerto había unas manos pacientes e ingeniosas que habían logrado que imágenes cambiantes pareciesen 97

un cuadro inmutable. Entristecía su estado de abandono, y era sorprendente que el señorito no nos hubiese mencionado su existencia y exigido su arreglo. También durante esos primeros días nos atrevimos a subir al doblado40 de la casa y registrarlo: vimos demasiadas cosas, y muchas eran extrañas o impropias en un cortijo de labranza y de bestias. Había gran cantidad de cuadros, casi todos embalados, señalando tal vez la prohibición o la inconveniencia de verlos; varias cajas de pinceles atadas con cuerdas; dos lienzos apoyados en la pared, uno blanco y otro ligeramente emborronado con lo que parecía ser el rostro de una joven mujer; y otro lienzo, más pequeño, sobre un envejecido caballete; pegotes dispersos de óleo en una paleta, como si alguien hubiese hecho un descanso para seguir pintando al poco rato; también era extraño un precioso candelabro dorado, que desenterré animoso bajo unas gruesas cortinas blancas; y encima de una repisa de tablas agrietadas reposaban dos poemarios: uno de Carolina Coronado y otro de Meléndez Valdés. Nuestra curiosidad por cada objeto delataba que aún estábamos creciendo. Las paredes de la casa estaban escalfadas41, seguramente por la humedad de las fuertes lluvias del último invierno; a pesar de eso, Soledad, que no era una jigona42 –como nos podía parecer a todos–, la tenía limpia como una patena; pero es que además, sacaba tiempo para echarme una mano con los animales, ir por agua al río Zapatón, lavar la ropa –yo nunca pasé más de tres o cuatro días sin tener sobre la cama una muda limpia–, poner los garbanzos e incluso para acompañarme en alguna de mis tareas en la era o en el Doblado: En Extremadura se usa con mayor frecuencia que desván. Escalfada: Pared que no está bien lisa y forma ampollas. 42 Jigona: Mujer perezosa. 40 41

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huerto. También sacaba tiempo, siempre al atardecer, para sentarse junto a la higuera que teníamos frente a la casa. No le importaba que, a los ojos del trabajo, no fuera cosa provechosa regalarse un rato de descanso. Lo hacía sin decir ni pío, a la hora en que las sombras de la higuera apenas se movían y empezaban a mezclarse con la gran sombra del campo, cuando la escasa luz del día se volvía cómoda y alrededor del tronco se dibujaba la intimidad. Era un cortijo aperado, no había excusas para que la tierra no estuviese preparada. Don Ricardo –aún no les había presentado a nuestro señorito– ya nos había enseñado un poco los dientes y le habíamos cogido algo de respeto. Es mejor no enfadarlo, le dije a Soledad en cuantito lo vimos. Así que, a trabajar. Me gustaba darle, de vez en cuando, un respiro a la mula. Desenganchaba la vertedera y llevaba la estéril a beber a un charco apartado que se formaba en el río. Entonces descubría en la bestia un mirar agradecido, tierno, como si olvidara nuestras discusiones anteriores, comprendiese y perdonase mi mal trato, y aceptase las muchas voces. Hociqueaba el agua en su superficie mientras yo echaba un traguito en la correntera43 (agua corriente no mata a la gente, se dice). El animal apenas se atrevía a mover el charco. En eso también notaba yo su humildad. Luego la volvía a enganchar, le ajustaba las cinchas, y sumisamente asentía ante su tarea de labriega. Tiraba de nuevo de la vertedera, tambaleando la cabeza y acelerando el ritmo cada vez que el final de un surco se arrimaba, creyendo que éste podía ser el desenlace de la juéyebra44, y si no, al menos, para Correntera: Palabra utilizada con frecuencia en Extremadura, y que viene a sustituir a torrentera. 44 Juéyebra: Huebra o yugada, es decir, la cantidad de tierra que puede labrar una yunta en un día. También se puede oír, jera. 43

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comer la yerba perdida que crece alrededor de cualquier bancal. Yo, conociendo su apetito por el mío propio, no la impacientaba en exceso, dejaba primero que ventease el verde, que lo hozara y lo sacudiera con meneos. Luego, ya rumiando, con el pescuezo tieso y los belfos soltando flecos deshilachados de yerba, agradecía mi paciencia doblándose sin rechistar y emprendiendo cansinamente un nuevo surco, que los dos veíamos invencible. De vuelta a casa todo era distinto. Yo cabalgaba con tal fanfarroneo que parecía que viniéramos de paseo. Trotábamos a paso parejo, dejando la tierra atrás, como si nunca la hubiéramos trabajado. –Rafaé, vámoh a comé. –¡Voy! –gritaba desde lo alto. Me gustaba que me viese encaramado en la mula. Ella lo sabía y por eso salía a recibirme. En la camilla se repetía la historia. Era aburrido y pobre comer siempre garbanzos aguachinados, pues aún no sabíamos disfrutar de todos los beneficios que teníamos a nuestro alcance. –No loh míreh así, qu´eh lo que´hay. No los miraba, los contaba. Una vez que atacaba con el primer bocado, los demás iban detrás sin pestañear. Un ruido estridente ya conocido nos levantó de las sillas y nos puso en la calle. La obediencia y el respeto conocían sus obligaciones: era el señorito en su rubia45, esperando nuestro servicial saludo. –Buenas tardes, Don Ricardo. –¿Cómo tá´uhté, Don Ricardo? 45 Rubia: Automóvil llamado popularmente así por tener su carrocería de madera. Existían muy pocos.

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Antes de hablar solía mirarnos de arriba abajo, como si fuera un tasador de ganado, sobre todo a Soledad. –¿Hay alguna novedad? –No, señorito –me adelanté a mi mujer. –¿Ha parido la Barraca46? –No, señorito –me remeó47 ella. Subió la ventanilla hasta la mitad y, con la barbilla orientada al volante, se marchó sin escupirnos un adiós. Nosotros quedamos juntos y tiesos frente a la puerta, debajo de la sombra rayada del parral, saludando como dos bebés en brazos de su madre. Cuando las encinas del camino convirtieron al coche en un intermitente bulto negro, nos metimos para dentro. Antes, al final del saludo, nos habíamos envalentonado con insultos y risas. –Soledad... –¿Qué pasa ahora? –Los garbanzos están fríos. Ya tenía yo mi propio parecer acerca de este señorito de pamplingao48: sentía que no era trigo limpio y me molestaba su engreída superioridad, tan elegantemente vestido y oliendo a rico. Me molestaban su frente despejada y sus caracolillos húmedos cayendo sobre la nuca, salvando las orejas. Me molestaba la rectitud de su bigote y su sonrisa invisible. Me molestaba tenerlo delante y me daban ganas de decirle que yo sería ingeniero y que él sólo valía lo que valían sus tierras heredadas. –Rafaé, loh garbanzoh que no comah ahora, te loh cóme pá cená. ¿Sabe tú? –dijo Soledad con su boca, pero fue a mi madre a quien escuché. Barraca: Expresión localista, cerda grande. Es posible que haya derivado de la siguiente forma: guarra-guarraca-barraca. 47 Remeó: Remedó, imitar con gracia. 48 Pamplingao: Blando, débil, insignificante, por ejemplo, «médicos de pamplingao». 46

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l despertar me enfadé con el gallo, como si al cantar fuera él con sus prisas quien convocase al día y no le quedara al granuja mañana para importunarnos. El gallo blanco vigilaba el arranque de las jornadas, y yo le repetía, a voces y con algunos fallidos chinatazos49, que no había necesidad de ser tan meticuloso, que la tierra no iba a salir corriendo. Por eso prefería al gallo negro, que lo mismo cantaba a las siete que a las ocho o las diez; o no cantaba en toda la mañana, o lo hacía a las cuatro de la tarde y ya no paraba hasta que se cansaba. Se cansaba pronto de todas formas. Con estos tempranos esfuerzos había puesto aquel día pie en tierra, preguntándome si el gallo negro no sería gitano, tan negligente y dejado, y el blanco payo, tan diligente y despierto. Soledad, apenas poner el puchero de la achicoria en la lumbre, y sin dejar que yo le expusiera mis elucubraciones sobre el probable origen de los gallos, se precipitó intuitiva hacia las pocilgas. En dos minutos me trajo la noticia: –Rafaé, la barraca, k´aparío. –¡Ya lo sabía yo! –me hice el sabiondillo–¿Cuántos? –¡Qué bonito son! Ocho guarrinoh50, Rafaé, ocho, mu bonitoh tó. Chinatazo: Vocablo extremeño: Golpe dado con una piedra pequeña, con una china. En el hablar de la zona se puede encontrar fácilmente chinato en lugar de china. 50 Guarrinoh: Guarrinos. Cerdos o guarros pequeños. Se usa aún por la zona. 49

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Corrimos como cuando niños para ver las crías, dando saltos de entusiasmo por el camino. Al llegar a la pocilga y verlos cosidos a la ubre de la barraca, miré afectuoso a la gitana y le di un beso ceremonial en la frente, contento, como si aquellas criaturas fueran nuestros hijos, nuestros primeros nueve hijos. –¡Soledad, son nueve, no ocho! Apoyada en la pared e inquieta, como si estuviera en la puerta del circo a punto de entrar, se puso a escarbar con los ojos entre los lechones que consumían a la madre que, a juzgar por su invariable sosiego, parecía estar muerta. –Pó yo sólo veo ocho... y s´acabó. De nuevo, con una carrera impropia de nuestra edad, llegamos al puchero. El agua hirviendo llamaba acalorada al serrín de la achicoria. En mi boca, y sin ocultarse, una sonrisa socarrona buscaba riña. Soledad, sin mirarme, descubrió mi desafío, pero sabiendo la muy astuta que la cosa iba acerca de su no saber contar, no dijo ni pío. Nos tomamos el aguachirri51 discutiendo en vapores de silencio. Rompiendo una de esas miradas, la gitana me expulsó a la tierra. –¿No v´a labrá hoy? –Voy a echar la mañana en el huerto. El huerto estaba y, según me cuentan, sigue estando al bajar la ladera de un cerro no muy crecido que hay detrás de la casa. Ahora evoco todos sus olores: pimientos rojos morrones, guindillas picantes, plantas salteadas de fresas, calabacines, unos buenos surcos de patatas blancas, melones de piel de sapo, sandías, fridiños52 y tomates, enormes matas de tomates cargadas de verdes. Aguachirri: Aguachirle: bebida sin sustancia. Fridiño: Palabra en desuso, pero aún utilizada en la zona. Variedad de la judía. 51 52

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Los tomates no me abandonaban. Mientras los regaba y limpiaba de grama, no paraban de atacarme ingeniosamente a la memoria las primeras horas con Soledad. Me reía para mis adentros, por no llorar. Nunca dejaba el huerto sin un repaso al amistoso espantapájaros. Parecía un prisionero atado a la tierra que en cualquier momento pudiera echarse a andar. Yo se lo permitía con mi imaginación, y con mirada íntima lo animaba. Pero sólo eran mis ganas de verlo moverse, porque en realidad estaba hecho a esa vida y viajar hubiese sido un tormento para él. Nació preso. Los pardales que entraban por las pequeñas ventanas encontraban en sus pajas el lugar perfecto en el que instalar sus adosados nidos. Era un juego irónico que el interior de un preso estuviera lleno de revoltosos peregrinos, de tal forma que alguien podía decir, o al menos pensar, que su cuerpo estaba inundado de pequeños corazones con ansias de volar. Las ironías se amontonan frente a la fatalidad. Entré hambriento en la casa con un saco de provechos del huerto a la espalda, limpios ya de polvo y paja. Los garbanzos me hicieron frente. Sin que aún la cuchara hubiera surcado su recorrido acostumbrado, el repelente ruido del motor de gasolina nos reventó el corazón y nos puso, con humilde servidumbre, junto al sombrero de don Ricardo. –¿Ha parido la barraca? –Buenos días, señorito –quise poner en primer término mi educación y mis modales–; sí, ha parido –y en segundo su asqueroso interés. –Buenoh día, señorito; ha tenío ocho guarrinoh. –¡Ocho no! –y la miré algo serio– Nueve, son nueve, señorito –ahora lo miré a él, disculpándola o pidiéndole que 105

fuera mi cómplice o aliado, que entendiera las limitaciones de esta egipciana a la cual me arrimé como si hiciese frío. –Ocho, señorito, son ocho –se atrevió otra vez. –¡Son nueve! –Ocho. Don Ricardo parecía divertirse con nuestra riña. Clavaba los ojos en Soledad con tal consentimiento, que cualquier cifra porcina le hubiese parecido bien. –Anda –dijo–, id corriendo a contarlos. Resistió el doloroso calor en su coche, fumando. Por la ventanilla se veían salir nubes angustiosas de humo. –Hay ocho –dije dubitativo cuando con otra carrera regresamos al coche–, pero había nueve –no quise dar mi brazo a torcer. –Rafael, tienes que hacer más caso a las mujeres. El tubo de escape añadió más humo negro y, entre las encinas y a brusca velocidad, se fue hacia la carretera de San Vicente, dirección Badajoz. –Pues había nueve. –Come y calla. Nos quedamos tranquilos ante los garbanzos, más consistentes que nunca. Sin duda, la carne del lechón los hacía irrepetibles. En Extremadura, al mediodía, el sol despiadado del verano mata la voz del campo y un silencio de cementerio acobarda a los hombres. Pero aquella siesta tuvo una escandalosa rebeldía: la gitana y yo nos reíamos sólo con mirarnos. Sentados en la mesa parecíamos dos enfermos de manicomio atacados por un delirio sin freno, y los ladridos de los perros del cortijo nos hacían un coro gandul que azuzaba más nuestro ánimo contagioso. 106

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los pocos días le era infiel a Soledad. Todo comenzó por obligación, pero con el tiempo se convirtió en un verdadero placer, al que incluso me costó renunciar cuando las limitaciones naturales se impusieron. Me levantaba a hurtadillas y me iba a su encuentro. Ella –la otra– ya me esperaba en la cuadra, semidesnuda. Me acercaba cuidadoso, le pasaba mi mano más valiente por encima, luego le acariciaba sus fuertes muslos, su vientre y los pechos. Los pechos, al mínimo trajín, caían ya mojados de leche entre mis manos y, en segundos, me habían hecho entrar en calor. Me aficioné a llevármelos a la boca y a tragarme algunos buches. No muchos. Luego acomodaba las piernas, en cuclillas, ligeramente separadas, y encajaba entre ellas el cubo de hojalata. Sólo entonces la leche de la vaca lo golpeaba, descubriendo un cadencioso ruido de gotera que pronto era neutralizado por la espumosa abundancia. Y ya se sabe que la vida no se interrumpe, así que no faltaron días en los que llegaba con la leche a la casa y Soledad aún no se había ido a hacer los vahos de la achicoria, sino que me esperaba en la cama, también semidesnuda. Entonces aprovechábamos ese rato y condescendíamos con el deseo antes de que la faena nos metiera prisa. Así, los amaneceres se me iban de ubre en ubre. Pero había que levantarse, el campo no perdona ni los domingos, no tiene días festivos su calendario. No puedes decir a los animales que hoy no les vas a dar de comer, que 107

es fiesta porque lo dice el cura. Tampoco la tierra espera: una planta se puede morir y, de hecho, se muere cualquier día, y la yerba mala no deja de crecer los domingos. En todo caso lo contrario, casi se podría decir que crece más urgentemente, como por traición. El campo no entiende ni quiere treguas, no le conviene; en él todos los días hay bajas y si no lo atiendes se puede perder para siempre, o para mucho tiempo. Era domingo, pues. Yo había sacado agua del Zapatón y la llevaba al cortijo en dos cántaras a lomos de la mula. Y como la rutina me da pereza y el calor aún no apretaba lo que habían prometido los días anteriores, cambié el itinerario: regresé, dando un poco de rodeo, por una pista que sube desde el río hasta la ermita de Bótoa. Mucha gente se agolpaba en la puerta, hablando antes de entrar en misa. Las señoras de compostura se ajustaban los escapularios al cuello para que, ya en el interior, no hubiese ningún desorden terrenal que les distrajera de la palabra divina. Se veían carretas debajo de las encinas y un par de coches a lo lejos. Y seguía llegando feligresía de los cortijos cercanos. Parecía un ensayo de romería. Algunos me miraban pero yo no reconocí a nadie; ya tenía bastante con que no se me vertiera el agua y con sujetar a la mula, que extrañaba tantos colores y perfumes. La nostalgia quiso provocarme imágenes recientes. Fue triste ver cómo entraba la gente bien vestida en la ermita y yo marcharme para el cortijo. Pero a los pocos metros ya había levantado la cabeza y me estaba limpiando el lagrimeo de los ojos. Llevaba tantos días llorando en silencio la ausencia del abuelo, que cuando me puse a recordar a mis padres y recogí las primeras lágrimas, creí que nunca iba a terminar de llorar. Para aliviarme pensé en cómo me estaría 108

aguardando mi mujer. Fue peor para la mula, pues le metí una prisa impropia de domingo. En el rostro de Soledad noté su confusión. Unos milicianos –6 ó 7– que, aterrorizados, huían y ahora querían pasar la frontera, habían aparecido por la finca. A mi gitana no se le ocurrió otra cosa que darles cobijo en el tinao y llevarles después unos garbancitos. ¡Seguro que tocada con una servicial sonrisa! Reconozco que me enfurecí más de la cuenta, pues vi peligro por todas partes. Lo raro es que se lo razoné con un humor de remembranzas fuera de lugar: «como es domingo y yo vengo de acarrear agua, estos milicianos vienen a aguar la fiesta». –Eh que me daban pena. –¡Y yo no te doy pena! –fue mi único reproche a su imprudencia. Acurrucados entre unas maderas apiladas, los hombres debieron perder hasta el más necesario de sus movimientos: habían aceptado que un silencio como los de estar en misa era ya su mejor arma. Pretendían esperar a que el sol se fuera, e irse con él, todos a Portugal. Yo los vi al anochecer, de espaldas, formaban una hilera agazapada que fue desapareciendo en la llanura de la vega. Sus caras desconocidas son aún un enigma para mí; para Soledad el enigma habrán sido sus vidas. Uno se pregunta más fácilmente por quienes conoció, aunque ese conocimiento sólo fuera una mirada, un gesto o una voz. Sin embargo, lo que más me impresionó fue sentir el acabamiento de un grupo de hombres tan jóvenes que yo imaginaba aún jugando con bromas y entretenidos con cantinelas, charlatanería y risas ociosas, y no corriendo tan muertos. Pero un rato antes del crepúsculo, sobre las ocho, el des109

quiciante ruido del coche de don Ricardo ralló el campo, se detuvo, abrió la ventanilla y se puso a decirle cosas a Soledad. La gitana dejó la canasta de ropa en el suelo y sintió que debía entretenerlo para proteger a los milicianos. Yo daba de comer a las gallinas y rebuscaba huevos en sus nidos de paja. Metía la mano amistosamente para no asustar a las ponedoras y palpaba el fondo. Entonces algún dedo tropezaba con el previsible tesoro. Los cuatro que recogí no fueron recompensa suficiente para ahuyentar los fantasmas de los celos. Soledad se había puesto a lavar sobre la panera, elevada sobre dos cajones de tomates. Desde el gallinero me imaginé las palabras sucias del señorito. Mi gitana no paró en ningún momento de restregar la ropa. Ladeaba la cabeza para prestar atención o hablar. Él preguntaba y ella contestaba, pero en ninguna de sus respuestas breves pudo decir la verdad. Creo que dominaba la sinuosidad que mostraba, tumbada sobre la panera, con las manos deslizantes hacia el frente, adelante y atrás, con su vestido de flores agarrado a la carne. Los brazos desnudos. Intuitiva como nadie, seguro que interpretaba bien aquel paisaje de guerra. Después de un rato de palabrería, los dos pactaron callarse, cada uno a lo suyo; don Ricardo clavó sus podridos ojos en ella, e imaginó. Desde el gallinero lo vi. Cuando la noche tiró a la basura todos los sobresaltos que la luz había puesto sobre el cortijo, nos fuimos fatigados al cuarto. Soledad se metió en la cama y se me quedó mirando, como un perro dócil que espera el hueso; yo me senté en una silla a los pies de la cama, con el rabillo del ojo puesto en la percha que sostenía su vestido; mis pantalones ya hacía rato que estaban colgados en lo alto de la puerta, entornada, y mi mano derecha curaba con pequeños estrangulamientos a mi sexo que, rendido, cayó goteando la felicidad almacenada sobre el asiento. 110

Un olor fuerte se quedó diciendo lo que allí había pasado. Nada más: fue nuestra primera noche sin palabras. Luego me dormí con un inesperado recuerdo infantil.

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U

na tarde de esas que se alargan y no terminan de irse, fuimos a recoger las vacas: sacarlas de los pastos y llevarlas a la cerca. El abuelo lo hacía a diario; yo sólo cuando estaba aburrido que, por aquel tiempo de niñez tardía, era casi siempre y cada vez más. Íbamos detrás de la manada, él con su cansada garrota y yo con un palo revoltoso que había encontrado en la cuneta del camino. Hablábamos sobre las pintas de las vacas –naranjas, negras, marrones, blancas– y buscábamos un nombre con el que motear a una ternerilla nueva. El abuelo, fijándose en su color, decía que Parda le pegaba: «La Parda es un buen nombre». Yo tenía mis propios argumentos para discutir con él, y no tenían nada que ver con que el animal fuera albardado53. «Parece un macho», decía yo, «corretea como un macho, así que, como es hembra y parece macho, se llamará Torina». El abuelo, con la boca torcida y el labio inferior mordido, decía: «La Parda», sin apenas cambiar la expresión, o «La Pardala», añadía, no tanto para condescender como para enrabietarme más. «Torina, abuelo», le repetía yo, suplicando que lo aceptara. En ésas estábamos cuando bordeamos la charca. El dolondón de los cencerros se mezcló con el croar de las ranas, y yo, viéndome ya perdido en lo del nombre de la ternerilla, y teniendo en cuenta la urgencia con la que un niño se ilusiona en nuevos descubrimientos, le propuse al abuelo ir Albardado: De albarda; animal que tiene el lomo de diferente color al resto del cuerpo.

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a cazar ranas. Apenas me hizo caso y despachó mi propuesta como si nunca la hubiese escuchado. Se entretuvo en quitarle el cencerro a una vaca cualquiera y dejarlo apoyado en el tronco de la encina grande. En el campo todo tiene su sentido y uno no siempre lo entiende. Antes de proseguir hacia el cortijo, y para que yo no perdiese la esperanza, dijo: «¿ranas? No sé, no sé». Ya en el cortijo, después de cercar las vacas, nos recostamos sobre los palos de la cancela, como dos viejos rengados. –Pídele una cántara a tu madre, que esta noche cenamos ranas –me dijo el viejo Rafael. Sólo él sabía meterme en el cuerpo tan lindas alegrías. Deseé darle un abrazo de nieto, pero las manías de la vergüenza sólo me dejaron hablar. –Abuelo, no se debe vender la piel del oso antes de cazarlo –quise no parecer un flojo. –Con propósito y ganas, no faltan ranas –respondió. Y como quien no ha aprendido del cuento de la lechera, o lo hubiese olvidado y por ello lo quisiese reinventar, le anuncié a mi madre –la trabajadora Rosalía– que no preparase cena alguna, que en un rato traeríamos ancas de ranas para hartarnos los cuatro. Cuando llegamos a la charca la noche se había hospedado en la tierra. El abuelo se lió un pitillo y, torcido sobre el tronco de la encina grande, se puso a echar humo por la boca. Las ranas croaban insistentes, parecía que nos llamasen: «aquí estamos, venid; rápido, Rafael», o algo así entendí yo, porque me lancé en su busca sin pensarlo. Eso sí, con cierto disimulo y pisando la hierba de la orilla como sin querer, muy lentamente, para no ser oído. Pero conforme iba caminando, las ranas saltaban al agua, como si yo las salpicara o se resbalasen y cayesen de mis pies. No cogí una sola. Ni una sola rocé. Era imposible, las muy astutas 114

sentían la vibración de la tierra y urgentemente se echaban a los brazos de la húmeda seguridad. Después de unos cuantos intentos volví a la encina. El abuelo se quemaba los dedos con el ascua, pero no terminaba de tirar el pitillo. Lo abandonó, al fin, entre las grietas de la gruesa corteza. –¿Cuántas? –me preguntó, como si la luna casi llena no le hubiese sobrado para verme corretear en vano, alrededor del agua, a la manera de un mimo. –Todavía ninguna –le respondí, para no darme aún por vencido, pero convencido de que era ilusorio atrapar a esas provocadoras. A las ranas les gusta pasar la noche entre la yerba diciéndose cosas, así que supuse que ya estarían saliéndose otra vez del agua. Claro que, si yo volvía con mi torpe sigilo y mi temblor de pies, ellas otra vez se arrojarían a los invulnerables brazos del agua y no habría forma de echar una sola en la cántara. –Vamos, abuelo –le pedí. Me impacientaba su acostumbrada paciencia. Me mandó callar con la cruz del dedo índice sellando mis labios, y cogiendo y haciendo sonar el cencerro que un rato antes había dejado en el tronco de la encina, nos aproximamos a la charca. Lo zarandeaba imitando los movimientos irregulares de las bestias: acompasado, para caminar cansinamente; también con violencia, para asustar a algún insecto que le escarba en una oreja; y en silencio, para rumiar. Combinaba tan creíblemente estos movimientos que, si yo no hubiese ido a un metro de él, hubiese jurado que iba tras una vaca. Las ranas, al oír este dolondón de cencerro debieron imaginar que una inofensiva res, tal vez huida de la manada, comía la yerba más fresca. Así que no saltaban, sino que se quedaban con los ojos saltones 115

y brillantes en la orilla. Mala suerte para ellas. La mano grande y azulada del abuelo, o la mía blanca de niño, iban sorprendiéndolas, una a una, y en la cántara las íbamos juntando. Luego le pusimos el tapón de corcho seco que recolgaba del asa para que no escapara ninguna. Tres docenas llevamos a casa. Las preparamos sentados al fresco y las comimos entre ocurrencias de unos y otros. No faltaron las bromas. –Me ha dicho el abuelo que has cogido muchas –curioseó mi padre al tiempo que le hacía señas al viejo. Yo me daba cuenta. –Más que él –contesté haciéndome el enfadado, si es que no lo estaba de veras. –Casi todas las cogió Rafaelito –azuzó el abuelo la chanza. –Pero –intervino también mi madre, animada por la cálida inocencia de todos– habéis tenido la ayuda de una vaca, ¿no? –Sí –respondí–, de Torina, que parece un macho. Sin más, nos fuimos a la cama. El sueño debió atraparme casi en el aire, antes de tocar las sábanas y, por lo tanto, pocas reflexiones infantiles pude hacer de la aventura. Muchas veces me he preguntado por qué fue precisamente esta historia la que recordé junto a Soledad aquella noche de domingo fracasado. Ahora lo sé: resumía bastante bien mis presentimientos acerca de la guerra. Si suponemos al abuelo como un General de guerra, y la caza de ranas una batalla, vemos que el abuelo tenía una estrategia, pues no se acude a la lucha de cualquier manera, sin planificar y sin prever porque, si se pierde luego se llora y se piden explicaciones, y uno no para de buscar excusas. 116

Nosotros no dejamos que las ranas nos dieran las suyas. La guerra es el arte de engañar y nuestra estrategia se basaba en la mentira. La sinceridad es estar con los tuyos y protegerlos con un plan, no con la improbable o desconocida debilidad del enemigo. Habíamos mentido, por supuesto; nos habíamos hecho pasar por vacas. Pero hay más, la sorpresa: el General había ordenado atacar cuando las ranas –el Enemigo bien identificado– no estaban preparadas y, por lo tanto, no esperaban que nos lanzáramos sobre ellas. El que avisa está mostrando la más escandalosa de las deficiencias. Nuestra operación militar fue rápida, por lo que no hubo más desgaste que el necesario, no se emplearon más fuerzas que las justas. La victoria por lo tanto fue fulminante, porque se había ocultado el momento del verdadero ataque. No hubo precipitación y hasta mi primera incursión en tierras enemigas, que podía parecer una imprudencia, estaba estudiada por el abuelo-General, que necesitaba cerciorarse de la eficacia de su engaño: quería que las ranas sintieran al hombre –al niño–, para que después se confiaran en la comparación de los ruidos, y creyesen, ya sin vacilación, que se trataba de ganado suelto –de una vaca extraviada–. Así, la estrategia nos libró de entrar en un combate perdido de antemano, de ir tras ellas en el agua, de levantar las piedras y de perderlas en el cieno. La luna casi llena no nos hubiera servido; si acaso, para mantenernos en pie. El General conocía al enemigo, se conocía a sí mismo, y sabía que en la naturaleza siempre vence el más fuerte.

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V

ámoh Rafaé, que son la séi y pico. El pico del puto gallo blanco –el Jacinto lo había empezado a llamar Soledad–, me seguía matando a madrugones, con unos sustos muy poco sanos para el corazón. Los sustos a la larga nunca vienen bien. Yo me sobresaltaba sin remedio y maldiciendo porque siempre me parecía que aún no me había dormido, sino que estaba cogiendo el sueño y el sinvergüenza del gallo se había vuelto a adelantar. Digan lo que digan, el sol y su ruido salen a diario para traicionar la tregua de los hombres. No se apuren. De todos modos, no nos levantábamos a la primera, la fiebre de la resignación no llegaba a tanto. Solíamos disimular con cabeceos teatrales no habernos enterado. Así, entre canto y canto, hacíamos la amanecida54 más llevadera y sensata. Eso sí, yo saltaba de la cama rumiando una idea y una secreta intención, que por fin aquella mañana, con la taza de achicoria en los labios, se la solté a la cíngara. –¡Vamos a matar el gallo! –Múchoh gáyoh h´ay aquí, me parece a mí. Luego fue directa al carro a llenar un saco de heno para los guarrinos. Yo salí a la puerta, como a esperar a la luz. El frío que envía la vecindad de un río entorpecía los movi54

Amanecida: Amanecer.

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mientos habituales. Me senté en el umbral con la taza aún caliente entre las manos y derramé un rato los ojos tras el picoteo del gallo. No puedo afirmarlo, pero creo que se reía de mí. Escarbaba la tierra, careaba insectos invisibles, se paseaba majestuoso ofreciéndome su cola y, a capricho suyo, lanzaba picotazos a las sumisas gallinas. Siempre ganaba él. De pronto, se espantó el bravuconzote y salió corriendo, casi volando hacia el gallinero. No volví a verlo en todo el día. No volvió a cantar en toda esta historia. Que yo sepa. A lo lejos, un punto negro se dirigía a la casa, al cabo de un rato resultó ser un hombre montado en un burro. ¡Menudo cuadro formaban los dos! –¿De qué le conozco yo a usted? –pregunté, mientras el hombrecito intentaba bajarse. –Hombre, tu veráh –dijo el personaje flaco y huesudo, que en ese momento se afanaba y no conseguía poner los pies en el suelo. –Pues no caigo, mire usted –y como quien convoca imágenes, quise verle nuevamente la cara, pero no fui capaz, porque el burro parecía una repiona55. –¡Ahora te lo digo! –exclamó. Acto seguido, el animal se estremeció. Vi un enorme sombrero negro por el suelo, forrándose con el terregal56 que iba creciendo en derredor. –Pues mire usted, no caigo –admití mientras el jinete organizaba su enésimo intento de bajar airoso. Un zapato, también negro, se le estaba descolgando del pie. –¡Ya t´acordaráh! –dijo con resaca de venganza. 55 Repiona: Peonza. Juguete, en aquella época de madera, en forma de cono y con punta de acero al final. La peonza lanzada con un cordel previamente enrollado sobre ella, giraba –repiaba– velozmente sobre sí misma. 56 Terregal: Polvareda.

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–La verdad, no termino de caer –el burro parecía rendirse con arranques más espaciados y tranquilos, como un pez saltando fuera del agua cuando está dando las últimas boqueás57. –¡Si, hombre, ahora caeráh tú! –sentenció, agarrando al burro por la soga. –Sí, hombre: ya caigo... –dejé temeroso en el campo este hilillo de voz. –¡Ya!, ¿no? –dijo en el aire mi suegro. Los dos por los suelos. El burro, muerto; y Manuel, quejoso, a cuatro patas, buscando el zapato y el sombrero. –¡Páre! –gritó Soledad, inmóvil. Había apoyado un codo en el pescante58 del carro y sujetaba el saco vacío en la otra mano, como si estuviese esperando a que alguien viniese a desclavarla o a darle un empujón para despabilarla. –Es tu padre, que viene a vernos –¿qué podía decir yo? –¡Páre! –volvió a gritar la gitana, sin terminar de creerse el drama que tenía delante. –Soledad, ¿por qué no vienes? –volví a decir cualquier cosa. –¡Pá-re! –tartamudeó la gitana, sin soltarse del carro. –¡Mujer, deja ese saco y ven aquí! –invité desesperado. –¡Páre!, ¿qué le´ha´echo uhté al burro?, ¿otra vé borrachito? –descalificó al pobre hombre que se tambaleaba con un ritmo tan torpe como gracioso. Tantos años y ahora me vengo a acordar de la comicidad que ese día no fui capaz de reconocer. Boqueás: Boqueadas: abrir la boca un moribundo. Pescante: En un carruaje, asiento exterior desde donde el cochero gobierna las caballerías.

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El hombre apartó el mundo y me miró a mí. En ese momento íntimo y serio vi tres cosas: una, que arrastraba un pasado que no dejaba de golpearlo en las sienes; dos, que era más consciente de su decadencia de lo que representaba a los demás; y tres, que tenía una cabeza demasiado grande. En la boda el sombrero no se le llegó a caer. Mientras yo iba sacando estas conclusiones, se me acercó, y con palabras cansadas me dijo: –Al vení pacá, he parao en la taberna. Un trago de repi59 so , poco máh. –Ya –dije muy bajito yo también. Su olor me traicionó el olfato. –Ehtába mú viejo –masculló fijándose en el burro. Yo, por alguna razón, sabía que le estaba doliendo más que a nadie ver al animal sin vida, tirado en el suelo. También supe que había elegido no expresar emociones, endurecer los ojos, darse la vuelta ante el pasado y repoblar su tiempo de aparentes indiferencias. Y en sólo unos días descubrí que si se había bebido su vida no fue por vicio, sino por la flaqueza de no enfrentarse con los demonios de la memoria. Es una opción como otra cualquiera. –Páre, venga uhté pa casa, ande. Yo me escurrí y fui a dar de comer a lo guarrinos. –¡Que sí! –¡Que no! –¡Que sí te digo, Soledá! –¡Que no, páre! Mi abuelo decía: deja a los gitanos, que nunca llegan a las manos. Pero más tarde mi vida daría un vuelco a con59

Repiso: Vino de inferior calidad que se hace con la uva repisada.

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secuencia de la violación de este refrán, pues comprobé lo contrario. –Que h´e dicho que no! –decía con firmeza quebradiza la hija. –¡Pó tié que sé que sí! –insistía Manuel, el padre, viéndose ya como un señor en alguno de los cuartos que seguramente tanteaba desde la entrada. –¡Aquí no! –¡...Pa no aguantá a tu máre! –tuve que oír también este argumento. –Pó sólo unoh día –concluyo la egipciana. –Claro, híha. Yo me encorajiné para mis adentros y se me retorcieron las tripas al pensar que tendría que compartir durante algún tiempo techo con otro gitano. ¡Jamás! Me puse a cavilar con rapidez alguna estrategia. Nada honrado se me vino. Me acerqué a la puerta porque, por unos segundos, les había dejado de oír, pero lo único que me llegó fue el tufo de deterioro que expulsaba el hombre. Soledad salió de la casa y, al cruzarnos, dijo suavemente mi nombre. Yo, que le vi su cara y sus ojos y el vestido de flores que ustedes conocen, le dije con premura y para que no se rebajara: –¡Pero sólo unos días! Me di la vuelta y reparé en el gallo negro. Se paseaba hinchado por la explanada del cortijo y me pareció un mal presagio.

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os días siguientes a la llegada de Manuel tuvieron un olor especial. Soledad recibía de su presencia una alegría contenida que yo era capaz de advertir y que ella, para no dañar mi orfandad, no declaraba. Era un pacto, y en demasiadas ocasiones había escuchado a mi padre sobre sus inconvenientes: nos pasamos la vida pactando, decía, por eso se busca la compañía y la norma; si estuviéramos solos tendríamos que elegir por nuestra cuenta, y eso siempre es confuso. Pero la gran complicación de esta novedosa visita no venía por la convivencia, a la cual ningún ser humano sensato podía acostumbrarse, sino por las futuras e irremediables apariciones sin anuncio de don Ricardo, invariablemente traicionero. Aunque el cortijo era extenso y en cualquier sitio se puede esconder a un hombre, y mucho más a Manuel, aficionado a no moverse, y además el señorito no se iba a bajar del coche así como así para buscar a nadie –¡ojalá no lo hubiese hecho nunca!–, lo cierto es que esta situación la vivíamos con angustia. ¡Y ocurrió! Escuchamos la voz ronca de su motor, ladró un perro desconocido y, según lo planeado, Manuel se fue a sestear a la troje de la casa. Nosotros nos quedamos juntos en la misma puerta, bajo el parral, aguardando el espanto de la conversación obligada, con el pecho oprimido por una respiración sin aire.

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–Rafaé, ahí viene –me dijo con suavidad la gitana, con el temor del inocente que en un descuido se ha ensuciado las manos. –Ya lo veo –y la agarré bien fuerte por la cintura, para que don Ricardo viera sin fisuras de quién era la presa. –¿Qué hacéis ahí como dos pasmarotes? –Lo ehperábamoh a uhté. Le cambió el semblante. Sus depravados ojos se agrandaron como dos falos. Por las comisuras de sus labios se me hizo ver la pegajosa saliva del deseo. –¿Y tú qué haces? –se dirigió a mí, desafiante. –Pues nada, aquí, con-mi-mu-jer –y la apreté con fuerzas hacia mí. Comprendí que me encontraba bajo el mando innoble de los celos. Se presentía la sangre en un duelo del que, de momento y por diferentes excusas, los dos huíamos. Para don Ricardo, perder la batalla suponía quedarse sin la posibilidad de materializar un deseo que ahora palpaba en su imaginación cada vez que ponía sus ruedas en la finca. Y si era yo el que perdía, la cosa se complicaba más. Se estaban acercando rumores poco halagüeños de todos los colores, algunos campesinos de cortijos cercanos habían desaparecido, seguíamos viendo milicianos a escondicha60 cruzando las tierras, se oían disparos en medio de la noche y nadie estaba tranquilo. La guerra iba a ser tan civil que se mataría hasta por los chinchorreos61 que se contaran las vecinas desde el umbral. Con esta situación –que a mí siempre me pareció momentánea y, por lo tanto, soportable– no convenía hacer A escondicha: Localismo, a escondidas. Chinchorreos: Chismes que cuenta una persona, normalmente con mala intención. La persona chinchorrera es una alcahueta en su acepción de correveidile, se ocupa poco de su vida y está más pendiente de la de los demás.

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un drama sólo porque un cabrón se acariciara su sexo con las manos ausentes de tu mujer. –Soledad, ¿no te gustaría montarte en el coche y dar una vueltita? –Otro día, Señorito. –Te cojo la palabra. Mi mano derecha aflojó un poco su cintura; «escápate si quieres», traté de decirle. Me dieron ganas de correr hacia el coche y romperle la quijada contra el volante; ya se lo había hecho en un sueño. Pero me quedé quieto, yo no debía ser un auténtico Medina, estaba despierto y no movía ni un dedo, me había quedado, efectivamente, como un pasmarote, con el rabo entre las piernas, que se dice. –Es una buena idea –dije, y mostré si cabe aún más mi inseguridad–, tengo yo ganas de montarme en ese coche. Don Ricardo no quiso hacer más leña del árbol caído que era yo, e ignoró con humanidad mi desventurada ironía. Le di pena y ya está. Pero ahora era tarde para avergonzarme. Con la parsimonia autoritaria de un rey hizo girar el coche, sabiéndose ya citado con Soledad. Al pasar otra vez junto a nosotros fue sincero: –Mirad bien dentro de la casa, debéis tener un perro o una gallina o algo muerto, porque huele fatal. Esa tarde no volví a hablar con Soledad, tardamos varios días en sacarnos de encima la zozobra del suceso. Vino un tiempo de silencio. Me dolieron sentimientos que no sabía que tenía. Los dos andábamos algo raros y lo peor era en la cama: cada uno en su lado y sin tocarnos; los dos despiertos y pensando con los ojos abiertos, sin decir ni pío. Nunca en verano he sentido tanto frío. La presencia fantasmal de don Ricardo se paseaba con aullidos de perro perdido. 127

Pero a la cuarta noche sucedió algo. Desperté aterrorizado debido a una tormenta de calor. Los truenos querían destrozar la casa. Me levanté a tientas, encendí el candil y vi el rostro iluminado de Soledad que dormía como un niño. Le di un beso rápido en la frente y fui a curiosear a la calle. Todo estaba en calma, ni una gota de agua y la tierra seca como el esparto. De regreso a la cama volvieron los truenos que habían cesado ese rato. Me paré en seco y lo descubrí: Manuel, que había comido frijones62 a destajo, se estaba rajando a peos63, sin miramientos. Tuve el mal gusto de iluminarlo: se movía como si tuviese lombrices, e intentaba ganar la mejor posición para expulsar el aire encarcelado. Todo un espectáculo verlo sobre el catre, adornándose de vez en cuando con algún eructo de viejo. Me dio por reír a carcajadas. Con la risa en la boca me fui a la cama. Soledad me preguntó qué es lo que estaba pasando, si me estaba volviendo loco con esa risotada floja. Le conté que no era yo el flojo y, riendo los dos, nos arrebujamos en la sábana y nos enroscamos desnudos como culebras. En mi recuerdo se aclaran y ordenan ahora mis buenos sentimientos por Manuel. Este incidente fue seguramente decisivo para que se convirtiera en un ser entrañable para mí, y aunque existieron otras razones de peso y desde luego otros sucesos más graves, éste fue el primero y con resultado práctico e inmediato sobre los desarreglos del amor. Además, en otras muchas ocasiones fuimos cómplices, confabulando invisibles malicias contra Soledad. También ayudó a mi buen sentir el que Manuel fuera un hombre de pocas discusiones, debido sin duda a su gran pereza, o a que la experiencia ya le había enseñado que la energía vital se pierde en discusiones caseras. 62 63

Frijones: Fréjoles, judías, alubias. Peos: Pedos.

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A

quel domingo se impuso la armonía familiar y un no bien recibido pero necesario aseo personal. –Déjame en pá con tant´agua –huía Manuel de su hija que le perseguía por media finca con el cubo y el jabón de aceite. En la parte de atrás de la casa, y escondido de algún accidental curioso, teníamos un bidón de hojalata en el que Soledad y yo, en rigurosos turnos, nos metíamos a fregotearnos los días designados. Y por primera vez nos atrevimos a visitar a la Virgen. Soledad, respetando mi vocación, omitía su indiferencia a todo lo que no fuese materia terrenal. Los tres emprendimos, con nuestras mejores ropas y con el incorregible calor del verano ya encima, los dos kilómetros hasta la ermita. –Tem suciah tó otra vé. Manuel no se quejaba en balde, entramos pecadores ante la Virgen de Bótoa, con los zapatos comidos por el polvo. Para más vergüenza, a mí se me había descosido la bastilla y llegué arrastrando los pantalones por el terregal. Nos sentamos donde pudimos, los tres juntos. En la cara de la gente noté que no nos esperaban. El sacristán estuvo a puntito de decirnos algo desagradable, pero no era tan malo su fondo como su arranque, y se quedó en el camino, disimulando quehacer con las velas. El ímpetu tiene su descanso, como la lluvia su escampe. 129

A don Ricardo lo vi en el otro flanco de la nave, a nuestra derecha; creo que estaba allí cuando llegamos, aunque hasta la entrada del cura no me di cuenta de sus ojos nerviosos. No se me había ocurrido que pudiera acudir a misa. Soledad estaba a lo nuestro, o a lo suyo, entretenida con firmes advertencias a su padre. ¡Los presentes, en pie! Don Luis, el cura, dijo en latín mal traducido lo que venía a decir. Hizo algunas alusiones a la incierta realidad que todos, mejor que peor, sentíamos. Sonreía y cabeceaba conforme hablaba, como si de antemano pidiese perdón o el arrepentimiento le fuese apareciendo al mismo tiempo que el pecado. Sabía que la imprudencia en la que se iba metiendo no era tanto por su verbo revoltoso como por la calaña de algunos feligreses. Hizo un resumen certero de lo que estaba ocurriendo: la mayoría de los jornaleros habituales habían decidido no trabajarle a los terratenientes y, por contra, algunas grandes fincas habían sido tomadas por los campesinos para trabajarlas por su cuenta, mientras otras estaban sin cultivar porque era la forma que encontraron los propietarios de presionar al Gobierno: «que les dé de comer la República», decían. Mi padre era de los que habían seguido con los mismos regímenes de contratos y con los hombres de toda la vida, y por eso vio con buenos ojos que yo fuese a faenar a otras tierras, aunque tuviera que juntarme con gitanos, portugueses y otros hombres de Badajoz poco acostumbrados a las vegas del Zapatón. Luego ya saben: higueras que no dan higos y viñas a las que no se les conoce el amo, dos parábolas de trabajos del campo que no me permitieron descansar un rato en paz. –Ahora, les pido que se den ustedes la mano. Aquella frase parecía una provocación o la petición de 130

un deseo imposible. Don Luis, había visto tan mal la cosa que, sin darse cuenta, adelantó más de treinta años el gesto fraterno de la paz; y a nadie le pareció una novedad64. El interior de la ermita quedó dividida en dos bandos, como sin querer. Unos y otros se habían buscado de tal forma que quedaron a un lado unos y en el otro sus enemigos, y cada grupo en armonía, dándose saludos de camarada. Nosotros no nos movimos, y sólo al final y después de escuchar chismes, nos enteramos de la fracción. Nos tocó al lado del señorito y los suyos. El azar es el más potente de los destinos. Le di la mano a mi suegro, que me la entregó con cariño, aunque algo floja. A mi mujer le pegué un detenido beso en la mejilla. Es una pena que aquí sólo pueda poner palabras, y no una pintura con mis ojos cerrados y mis labios rozando los suyos, más amigos que nunca. Por primera vez tuve la certeza de que el fruto de la vida puede recogerse en un minuto. –Ahora ehtá lo bueno –cuchicheó Manuel. Sin duda conocía los pasos del santo oficio. Primero tragó el pan hecho carne poniendo muecas de desapego. Pero la sangre, ¡ay la sangre! La sangre era otra cosa. Fue bochornoso: tomó el cáliz como un poseído, y de la manera más tacaña y ruin, mordió la yugular del generoso Donante sorbiendo hasta la última gota. Luego, pasó dos veces el dedo índice por el interior del metal y se lo llevó con precaución a la lengua. De pronto me miró como si en ese momento volviera en sí o regresara de algún viaje furtivo. En su media sonrisa volví a entender su fracaso. –Yo ya me voy –dijo entonces con un aliento que nos mostraba su trofeo. El gesto fraterno de la paz comienza a utilizarse a partir del Documento Litúrgico elaborado en el Concilio Vaticano II.

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–Uhté s´ehpera aquí –ordenó la hija. Luego, con una estudiada indiferencia, hincó sus preciosas rodillas en el suelo. El sacristán paseó con dulzura el infinito cesto de las limosnas barriendo, con controladas sonrisas, monedas sonoras. Nosotros nos miramos y nos dimos pena. El hombre del mimbre, experto observador, nos pasó de largo sin que pudiéramos, por lo menos, disimular con el brazo extendido y la mano cerrada. A vista de todos, fuimos ignorados por la propia limosna. Don Ricardo metió la mano en el cesto y habló pausadamente con el sacristán. Éste cabeceaba hacia el frente, como un caballo cansado o como quien da la razón incuestionable al que habla. El cura aguantaba en silencio y nadie, excepto yo, parecía violentarse con la espera. Nos pusimos en pie. Fue entonces cuando el señorito se volvió hacia nosotros y nos registró con detenimiento. Me percaté de su mirada extraviada, como si la propia voluntad genética le impidiese ir de frente. Es curioso, dije para mis adentros, ni siquiera puede fingir confianza. –Ehtá mirando a mi páre –dijo la hija del gitano para que yo me calmara. –¡No! Te mira a ti. –Calla y ehcucha al cura. Yo callé, pero aseguraría que la ceguera fálica del señorito estaba sacando, de los recatados movimientos de mi mujer, posturas amatorias, pues la observaba como si ya nunca la quisiera olvidar y pudiera llevársela a su cama con sólo desearlo. Eso fue todo, sólo que otra vez me había puesto de mala leche. Me moría de impotencia sobre las viejas maderas de aquellos bancos. En medio de esta lucha, y sin

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saber cómo, fui asaltado: mis dedos, de mi mano izquierda, fueron abatidos hasta quedar inmovilizados; los nudillos, que en mi pensamiento estaban rompiendo cráneos, se desplegaron rendidos sobre la palma, que cayó ruborizada; la mano entera había sido abordada por los dedos frágiles y calientes de mi gitana. Arrimamos nuestras cabezas y nos soplamos cosas al oído. Entonces no fui yo el primero que dijo «te quiero». Antes de salir, la Virgen y yo nos echamos unas miraditas. Ya en la calle, frente a la cancilla de hierro azul, nos dirigimos comedidos a don Ricardo. Él esperaba sin disimulo, con la atención retenida de un cazador. –Mire uhté –rompió Soledad– éhte eh mi páre, pa servirle a uhté tamié. Nuestro señorito dijo sí con la boca cerrada y se fue. Antes de entrar en el coche volvió a observar a Manuel. A él también le había sorprendido el exagerado tamaño de su cabeza. El sol era ya de los que quitan la salud y de los que hacen que uno ande por los caminos con la sensación de que se está cocinando vivo. Llegamos a casa con los zapatos desconocidos y mucho trabajo por hacer. Pero un día es poca cosa y al final la cama paga todos los excesos. Esa noche, antes de que el sueño me venciera del todo, la gitana me zarandeó y espabiló para preguntarme, como si se le acabara de ocurrir: –¿A dónde s´ehcuende el sol por la noche?

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e veo paseando en comitiva, en la inauguración de uno de mis puentes. Se oye el correcto sonido de la orquesta municipal. Las últimas notas son apagadas por el trueno largo de un disparo al aire. Estoy dichoso. Llevo los zapatos bien lustrados. Son negros. Voy delante, un enjambre humano me sigue. Hay muchas gentes principales de la ciudad. Al lado y sin despegarse, un sudoroso y rechoncho alcalde me habla. No sé lo que dice, nadie lo sabe: el puente ya está hecho y eso es lo importante. Suena otro disparo. En ese momento la gitana, a base de escandalosos manotazos, me despierta: –¿Eh que no ehcuchah loh tiroh? –¿Tiros? –Pó llevan un buen rato. Ya estoy despabilado, el sueño se ha roto. Me levanto y, dando vueltas al puchero con un palo, intento alargar un rato más la frágil memoria de la mañana: la estructura de mi puente sobre el Guadiana era innovadora, una sólida base tirada de gigantes cables amarrados a un colosal mástil central. Un abanico desplegado en el aire. Pero ya no tengo tiempo para más y el día pide irse al corte y dejarse de sueños. La mañana se me fue en el huerto, zachando65 y reganZachando: De sachar (escarbar la tierra). Sería inconcebible y ridículo escucharlo por la zona en su forma correcta.

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do; y paseando por sus senderos de enamorado. Era seguro que aquella tierra de fantasía nunca volvería al resplandor de sus inicios, pero iba recobrando la fragancia artística con la que debió construirse. Me presenté en la casa con un gran manojo de laurel que le regalé a Soledad. Lo cogió de buen grado y se lo llevó a la nariz. –Podíah habé cogío una fló. –Lo pensé –les puede sonar a disculpa, pero no le había mentido. –Anda, díle a mi páre que se levante que son lah doce. Aquello no era dormir, el hombre perdía el conocimiento cuando su cuerpo rozaba el camastro. Su posición solía ser inamovible, aquella que adoptara nada más caer, ni media vuelta, ni encoger piernas, el lirón dormía sin gastar fuerzas en desplazamientos inútiles que confunden el descanso con el placer. Si acaso sus gases podridos lo obligaban a menearse de tarde en tarde. Un día de visita pastoral el cura lo advirtió: «este hombre duerme con obediencia canónica». –Soledad, llámalo tú. Dile que es la una. –A mí no m´hace caso. –Dile que si no se levanta... se queda sin comer. Los garbanzos se miraban unos a otros sin entender nada, pues ¿quién en su sano juicio podía desaprovechar un plato caliente que entretuviera las tripas? Manuel se mostraba tan desafiante al hambre como al trabajo, rechazando lo primero para no mancharse con lo segundo. –Rafaé, otra vé loh tiroh. Fueron dos, muy seguidos. Deduje que habrían salido del mismo cañón, y buscado y encontrado un mismo cuerpo. 136

–¿Habrá má muertoh? –Pó claro que sí –le contestó Manuel. Venía con las señales del jergón en la cara y ya andaba rebuscando en los cajones una cuchara con la que arrimarse a la mesa. –A lo mejor son los últimos –mentí–; la guerra es cosa de tres días. Nos pusimos a comer en silencio. Yo no dije que el antiguo aguador de la finca, a quien había encontrado por casualidad en el cordel, me había contado cómo se estaban tomando prisioneros (él conocía gente de Alburquerque y de La Codosera), y cómo los apiñaban en camiones y los llevaban a la plaza de toros de Badajoz, para ser pasados por las armas en el albero. –La guerra eh pa loh tontoh –rompió Manuel el tintineo cansino de las cucharas. –Pó claro –asintió la hija con los ojos muy abiertos, sin dejar de rumiar. –Loh páyoh... que son tontoh –volvió el gitano. Por un momento había dado descanso a los garbanzos y se acuchillaba la nariz con la larga uña del meñique. –No tó loh payoh, páre –me miró para salvarme–, sólo unoh cuantoh que se han enfadao, o son mú maloh. El viejo patriarca le daba la razón con la cabeza, examinando absorto la redonda porción de excremento nasal que seguía amasando con los dedos. Entonces quise intervenir yo para dar sabiduría e ilustración a una conversación vulgar que no llegaría por sí misma a ninguna parte, y que en todo caso iba a morir tan pronto como se acabaran los garbanzos. –Han hablado las armas porque... –¿A víhto uhté pare, qué bien habla mi Rafaé? 137

–Sí, mu bien –y de reojo me buscó, como diciéndome que a esta muchacha, que era su hija, la tenía en el bote. –Pero... habla de poesía –pidió mi mujer–, no de guerra. ¡De poesía de amó! Y de poesía de amor hablé. Manuel aguantó mis primeras frases, que –como yo imaginaba que sucedería– coincidieron con las últimas cucharadas. La última del todo se la comió de pie y debió tragársela por el camino. Le oímos bostezar en su cuarto. Luego supimos que se había apoltronado en la cama y que nos estaba escuchando. Cosa extraña. Soledad se sentó en un taburete de corcho, recostada sobre la pared, atendiendo con tanta aplicación que, a veces, parecía entender. –Los trovadores –estaba yo contándole– andaban por los caminos recitando, sin casa ni ciudad fija donde pasar las noches. Atravesaban los ríos de la vida inventando historias, sacando amantes de la chistera mágica de la verbosidad... –Y esoh poetah, ¿eran gitanoh? –¿Gitanos? ¿Por qué iban a ser gitanos, Soledad? –Porque no tenían casa y s´acohtaban donde s´hacía la noche. –Pero, ¿tú nunca has oído lo del Camino de Santiago? –Bueno, yo lo que he´oío ha sío lo de la casa del tío Santiago, pero que me maten si conóhco el camino. Sé que h´ay una acequia seca que d´a su casa. Ya ehtá. Y sucedió: las carcajadas de Manuel llegaban desde el fondo. Nunca había escuchado a nadie reír con aquella sinceridad. Se daba golpes de mono en el pecho para intentar parar, pero la cosa iba a más, había perdido el control y la 138

desordenada alegría iba ganando poderío. Algunas veces y con gran esfuerzo, conseguía atajar la risa un instante para introducir alguna frase dicha anteriormente por su hija, lo que le suponía un arranque de hilaridad más valiente. Yo intenté no reír, por no ofenderla, que en algo ha de notarse la educación, pero veía que no iba a ser posible y me puse a toser simulando un daño en la garganta. La tos se me atragantó y, en un descuido de concentración, reventé. Al principio me reía entrecortado, como sin ganas, y señalando claramente a Manuel como culpable de todo; pero en una ocasión el viejo estúpido atinó a decir, entre risitas, lo de «sé que h´ay una acequia seca que d´a su casa. Ya ehtá», y no me pude aguantar más. Miré a Soledad para indicarle que me iba a reír, que ahora era tiempo de reír, y que más tarde, con otra mirada, le pediría perdón. Entré como un toro manso en el cuarto de Manuel y, arrodillándome junto a él, le acompañé en su fiesta. A los pocos minutos Soledad interceptó la pobre luz de la puerta. Estaba seria y quieta como una piedra. Atesoraba en sus manos dos tazas de achicoria recién hecha. Olía a paz. Mi porfiada mirada burlona abrió una brecha blanca en su cara. Los tres reímos un largo rato. El resto del día, y hasta que la noche volvió a meternos en casa, me estuvo haciendo gracia el suceso. Si alguien hubiera estado curioseando de cerca mis expresiones, fácilmente podía haber contado que en medio del campo había un tonto que se reía solo.

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l sol ya había decidido ser insoportable. Pero ese día la desgracia quería que hubiese más cosas insoportables. Soledad preparaba la comida y yo apuntalaba unos sacos en las ventanas para que la resolana se tropezara con ellos y quedara fuera. A Manuel le oí bostezar en su catre. Cuando desde la lejanía empezaron a llegar unos aullidos que nos asustaron. En un principio pensé que se trataba de algún desgraciado alcanzado por una bala, no del todo certera, que le habría dejado herido de muerte y ardiendo de dolor, pero aún con tiempo de dar voces al cielo para que lo recogiese cuanto antes y le ahorrara sufrimiento. Ya es sabido y casi aceptado que Dios de vez en cuando se deja dormir, dejadez que no debiéramos echarle en cara si tenemos en cuenta su avanzada edad. –¿Eh que no ehcucha esoh chillíoh? –me preguntó la gitana. Cada vez estaban más cerca. ¡Insoportables! Viajaban energúmenos en el aire y golpeaban los tímpanos a modo de marra en cincel. –Ya sé Rafaé, ya sé qu´hé lo que pasa –me dijo ahora. Manuel salió corriendo de la casa y puso tierra de por medio. Jamás le había visto darse esos madrugones: faltaba más de una hora para la comida. Sólo una vez más en su vida volvería a correr a esa velocidad de liebre, y sería providencial, aunque yo no llegara a verlo. –Soledá, son elloh que vienen p´acá –decía entre zanca141

da y zancada. Recuerdo el pánico desencajado de sus ojos cuando se escondió en la corralada de los cerdos. –Sí, son elloh –y abrió la muchacha los brazos de alegría. –¿Qué pasa ahora? –pregunté inquieto y, aunque es cierto que ignoraba y ni siquiera imaginaba la respuesta, no es menos cierto que intuí sus nefastas consecuencias. –Eh mi máre y mih hermanoh –y corrió, con los brazos aún abiertos, hacia una nube de polvo que cabalgaba donde nosotros. –Pero... –es lo único que se me escuchó. Cuando quise despegar nuevamente los labios, Soledad ya había sido engullida por la polvareda y, en ese estómago terregoso, triturada por arrumacos gitanos. –¡Ven Rafaé, corre, ven, ven, corre! –gritaba la pobre e insistía con su mano inquieta en el aire irrespirable. «Voy a correr, sí, pero como tu padre, para no verlos». Fue un pensamiento fugaz, aunque de los más sinceros que me han atacado en mi vida. De todos modos, sabía que no podía proceder de forma tan necia. Las necedades prefería tan sólo pensarlas, así evitaría enseñar mis cartas y proseguir con el plan (¡otra vez a estas alturas con mi plan de huida!, pero no podía remediarlo: cada vez que se asomaba alguna dificultad, venían estas cavilaciones a socorrerme). –Anda, ven a saludá a mi máre. –Buenos días, buena señora –fue lo que encontré en algún rincón de mi pasado y lo que dije, para que todos vieran que la educación y el saber estar en una persona culta siempre permanece. Vi que la chiquillería que se arrastraba alrededor se miraba con ojillos graciosos: se reían de mí. No la recordaba tan gorda. Ni tan bella: aún las arrugas no le habían cuarteado el semblante. Abrió los brazos mo142

fletudos y me instaló un minuto entre sus enormes tetas. Luego me golpeó con cien besos y otros tantos manotazos en la espalda. Aguanté como pude, aunque no me hubiese importado llorar. Por curiosidad y como el que no quiere la cosa, me puse a contar a la prole. No se estaban quietos, entraban y salían de la casa, se subían al carro, iban hacia la alambrada de las vacas y venían corriendo, se cascaban66 entre risas perezosas, me tocaban, perseguían a las gallinas, tiraban chinas hacia el llano, para no darle a nada... y así y todo, pude distinguir siete u ocho o nueve, todos descalzos, con harapos empercudidos los mayores y desnudos los pequeños; todos machos. –Pó mira –Soledad me había visto en el esfuerzo del recuento–, ehte eh Manuelín, aquel Manuelón, er que viene p´acá eh Manolete, el otro d´al lao eh Manolín, otro que no veo ahora eh Manueliño, que nació en Portugal, el que corre tanto le decimo Manel, ese d´al lao de la higuera eh el Lolo, y el que ehtá ahí sentao y quieto eh el Rodrigo, el mayó pa mah señah. –¿Rodrigo? –salté como una escopeta. –Sí, son la cosah de mi marío –quiso zanjar con urgencia la señora. –Y ehte tan guapo eh Manué, como mi pare –el del pozo, pensé. Y Manuel, el padre, asomó la temerosa cabeza tras el muro de los corrales y, abriendo la cancilla, se vino hacia el grupo, atravesando el llano que nos separaba con marcha militar. Sin perder la solemnidad con la que se había revestido, se fue abriendo paso entre la manada de cachorros gitanos hasta que su vista tropezó con la de su mujer, infinitamente más cordial. –¿Qué pasa ahora? –me recordó al primitivo tirano que 143

había conocido en el tomatal, pero ahora no me dio miedo sino compasión; ya le había calado, porque le había visto las lágrimas del corazón. –No pasa ná, Manué, hemoh venío a véte. –¡Po ya m´habéih vihto! –Paapa, paapa, paapa –empezó a sonar de todos sitios esta cantinela, como las chicharras cuando te rodean con su alboroto y no logras ver ninguna, y hasta sospechas que a lo mejor ni existen y que te estás volviendo loco. No estoy seguro de que ustedes puedan imaginarse este coro, porque yo tuve que sosegarme unos segundos y empezar a dar bandazos con los ojos para ver que nadie tenía la boca cerrada. Soledad, aprovechando este momento, desapareció del cuadro familiar y se fue a la casa. La señora Manuela –el nombre lo supe luego– se puso a babosear al marido con besos atrasados y frases irreproducibles. Manuel se hizo el hombre con palabras feas. Los churumbeles reiniciaron, algo más apagados, su rosario de «paapa, paapa». Rodrigo, que debía rondar los trece años, se abstenía de las súplicas y seguía sentado, pensando en sus cosas. Una voz de dulce autoridad nos llamó a todos. –Tó la gente a comé –era mi gitanilla desde la puerta. Decía el refranero del abuelo que la mujer que luce entre las ollas no luce entre las otras, y Soledad aquel día fue un ejemplo de esas habilidosas mujeres; sin embargo algunas veces me he preguntado cómo se las arregló para preparar en tan poco tiempo tanta comida. He considerado numerosas opciones, sin descartar la eficacia de sus dotes para, en un momento determinado, aumentar el puchero, pero al final siempre me asalta una sospecha, y es que ella supiese de antemano algo de la multitudinaria 144

visita, aunque desconozco cómo le pudo haber llegado tan adverso aviso. Con esta mujer uno nunca sabrá por qué ocurrieron muchas cosas. Nos repartimos alrededor de dos peroles. Me fijé que los críos comían como si ese acto fuera su único presente y, por lo tanto, lo único que tenían por delante. Las contadas cucharas iban pasando de mano en mano y, si no se hubiesen fregado los cacharros, nadie hubiese dicho que hace un rato estuvieron sucios y, más aún, llenos de garbanzos. Después de la comida me fui a las tierras para no ver a nadie. Arranqué malas yerbas. Pero la soledad no regala milagros, así que volví cuando estaba oscureciendo y encontré el mismo cuadro desordenado. Ahora se organizaban para dormir: gobernados por Soledad, los gitanillos habían hurtado sacos de cualquier sitio –aun los apuntalados en las ventanas–, y se disponían a esparcirse por el cortijo en busca de un metro cuadrado que se interesara por sus sueños. Con mi brazo sujeto y extendido en el tronco de la higuera, los vi desfilar entre las estrellas y el campo. Dejaron caer sus huesos en los corrales, tinao, pajar, en el doblado de las gallinas e incluso al raso, que en esta época se agradece y hasta es un premio. Sentí su contento, su poco apego a las cosas y su mítica libertad. La gran sacrificada fue Manuela; no le quedó más remedio que dormir en la misma piltra67 que su marido. Los ruidos nocturnos aumentaron en variedad e intensidad. Yo dormí con Soledad, y la absoluta oscuridad no me impidió comprobar la radiante alegría con la que ella me 67

Piltra: Muy usado antiguamente para designar la cama. 145

besaba. Para no estropear esos gestos que yo palpaba, no le pregunté cuándo tenían pensado irse. Pero se me metió en la cabeza que éstos venían para quedarse. Así que me entretuve con el amor como lo podía haber hecho con cualquier otra cosa.

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al era el descaro de estos lobeznos gitanos, que a los pocos días de su llegada parecía que hubiesen nacido en el cortijo. Nunca nadie les habría advertido que hay que poner precaución y cuidado en lo que se hace, que uno no se puede comportar como si todo fuera suyo, que no todo el monte es orégano, y que las confianzas que ellos se tomaban desconciertan al más pintado. Con tanto atropello en los ojos, se me acumulaban las ideas sin tiempo a digerirlas. Nada más despuntar el alba y animados por esta desvergüenza, y no sé a cuento de qué, comenzaron a venirse en manada a nuestra cama, bien tempranito, a despertarnos. Cuando los sentía cerca me hacía el remolón e intentaba volver a dormirme, con el deseo de un sueño eterno, a ver si se cansaban, se aburrían y se iban; pero entonces, Soledad, más juguetona que ellos, metía la pata y les seguía la corriente soplándoles nuevas ocurrencias. La primera fue decirles que me acariciaran detrás de las orejas para que yo, creyendo que era ella, susurrara erotismos. Con ésta y otras técnicas parecidas, me hacían hablar en sueños, convirtiéndome por un rato en el bufón del mundo calé. Pero ahí no acababa la gracia, porque cuando Soledad se levantaba, ellos se echaban a mi lado, como lactantes agarrados a ubres y, con la excusa de las bromas, se dejaban dormir. De todas las formas que tiene la comodidad, ninguna gusta tanto como aquella en la que uno ya no se tiene que mover más. 147

Tal fue la afición que le cogieron a nuestro cuarto que, no contentos con despertarnos en la amanecida, también empezaron a visitarnos por las noches, antes de acostarnos, y alguna que otra vez nos los encontramos ya dormidos. No pasaba nada: sólo que olía a niños sucios. Entonces me tenía que poner serio, para que se levantaran y nos dejaran meternos en nuestra cama; yo no quería perder el constante privilegio de rozar a Soledad y, aunque ella no ponía freno a mis peloteras con las criaturas, era fácil observar con qué pena los miraba cuando desfilaban, como un reguero de hormigas negras, en busca de sus respectivos jergones. Pero me daba igual, ya había cedido bastante y esta batalla no la iba a perder, aunque también a mí me agobiasen pensamientos contrariados. Cuanto antes hay que decir que Rodrigo, el Rubio, no participaba de este desgobierno. Se levantaba y se iba al tinao. Preparaba el puchero, picaba el pan o desgranaba una cabeza de ajos para las migas. Te decía buenos días y hasta te arrimaba y te ofrecía la silla con el pie. Me gustaba ese rato, a solas con sus ojos tímidos. Luego iban llegando los demás, guiados por el olfato y con tiritona de polluelos mojados bajo lluvia fina. Aquella fotografía que ahora rememoro sería hoy la entrada de muchos museos etnográficos: un austero aposento; pared de adobe blanqueada68; brasas que sostienen un puchero rugento69; cuatro taburetes de corcho de alcornoque y otros tantos burriquetes70 esculpidos en troncos propicios, simulando animales diseBlanqueada: Se hacía con cal viva disuelta en agua y había que dar varias manos, por su poca espesura. 69 Rugento: Era muy común oírlo así en lugar de herrumbroso, es decir, algo que tiene herrumbre. 70 Burriquete: Banco que se hacía, de tres patas generalmente, aprovechando la forma de los troncos, y en el que sólo se sentaba una persona. Su forma fina y alargada es la que simula a la de los animales domésticos (perros o gatos). 68

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cados; penumbra; un caldero de migas en el centro; una tinaja grande flanqueada por dos jarrones, como dispuesta para un lienzo; el olor a humo de tizón71 mañanero; avispas que entran y salen por las ventanas encortinadas de esparto; golondrinas y nidos de barro pegados en las esquinas del techo; gitanos, muchos gitanos pasándose una taza de achicoria amargosa72; silencio; y un payo sentado en la única silla, atesorando un recipiente para él solo. –Y ahora vení tó p´acá. Cuando del caldero salió el rasgueo metálico de las cucharas y no el acolchonado de las capas de pan, Soledad dio pequeñas tareas a todos, que obedecieron como la mula al arar, dando cabezazos disconformes a los lados. Viéndolos con esa desgana pensé para mis adentros que, mandarles a hacer algo a éstos, era como labrar en el mar, que de nada sirve. –Algo habrá k´acé, digo yo –me dijo la egipciana cuando nos quedamos a solas. –Algo... ¿de qué? –sinceramente, desconocía sus barruntos. –Algo pa dormí loh churumbeleh. ¿No? –Pues... –se me quedó cara de pan. –¿No hah pensáo en un chozo? Más que una pregunta fue una recriminación, o acaso un consejo o incluso una solución, porque tal y como se veían las cosas (y ya les anuncié), estos no tenían la más mínima intención de irse: ¡venían a quedarse! Levantar un chozo tenía dos grandes inconvenientes: el primero era que había que hacerlo y, aunque cuando se 71 72

Tizón: Palo o leño a medio quemar que produce humo. Amargosa: En la zona es mucho más corriente que amarga.

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les ve en pie, parece que han brotado de la tierra como tubérculos salvajes, la cosa tiene su dificultad y su ciencia; el otro inconveniente era soportar el seguro enfado de don Ricardo por las novedades añadidas. –En la parte d´atráh no lo ve naide –nos interrumpió Manuel, que apareció como por ensalmo, y otra vez increíblemente temprano–, ademáh, ¡yo lo h´ago! Manuel tenía en el mirar la firmeza de los héroes. Así y todo, dudé de que fuera capaz de sostener sus palabras en el campo. –Vosotros sabréis –les dejé dicho. Me fui a limpiar los corrales. Saqué el estiércol con la carretilla y lo amontoné afuera. La horquilla pinchada en lo alto suponía mi victoria contra la inmundicia. Me senté a ordeñar a la vaca. Todavía el sol era un amigo, aunque ya estuviera sembrando la tierra de sombras aliviadoras. Luego me llegué solemne hasta el portón que daba a la carretera para apuntalarlo bien. Ese portón nos separaba del mundo y opté por cerrarlo y tenerlo vigilado. El miedo guarda la viña, ya lo saben. De regreso a la casa, me encontré a Manuel con su animosa cuadrilla afanados en clavar en tierra tres grandes palos, para formar un cono con punta al cielo, en lo que pretendía ser el esqueleto de un chozo. También habían acumulado juncos del río y ramas secas, y se les veía traer agua para hacer barro. La cosa iba en serio. Cuando la noche aplastó la tierra el chozo estaba en pie, como si llevase años construido y ya se vieran algunas carencias, y pareciese viejo y no nuevo, si es que un chozo, que se hace con lo pobre, pudiera alguna vez parecer nuevo. La propia noche impedía ver que aún faltaba la puerta, pero el verano saca ventaja y hace alegría de las ausencias. 150

Todos ellos durmieron en él. La casa quedó para nosotros dos. Ahora parecíamos familias distintas y eso me gustó, cada una en su casa, como Dios manda. Antes de dormir rastreé el día con la memoria y admiré la ilusión de los gitanos por tener algo propio, y por atreverse a manosear su destino para estar de nuevo juntos. Imaginé que echarían de menos a mi mujer, pero las cartas ya estaban echadas. Yo tenía el as. En el último golpe de vida que uno tiene antes de que el sueño le lleve a los miedos, miré por la ventana y la inmensa oscuridad me dio una idea: regalarles a los del chozo el majestuoso candelabro que en los primeros días habíamos encontrado en el doblado de la casa. Sentí que si lo hacía era por desahogar mi mal corazón, y por llevarme al entendimiento alguna buena obra que compensara el desprecio acumulado; al fin y al cabo, yo quería salvarme como cualquier otro hombre y, con este acto, no hacía otra cosa que poner remedios a una nueva herida del alma. Ya sé que era una inoportuna contradicción meter tanto lujo en semejante agujero, y más con gente tan desagradecida porque, de todas las enfermedades incurables que tenían estos gitanos, la más persistente era la de aprovecharse del lujo ajeno y, al mismo tiempo, tratarlo con indiferencia. Subí al doblado sin decirle a Soledad que me iba a poner en paz con el diablo utilizando marrullerías de pecador. El candelabro no se entretuvo en elucubraciones, prendió a la primera y alargó y dio color a los últimos retozos de los churumbeles. Parecía agradecer que se le devolviera a la vida. Aquella noche no pude pegar ojo, la mala conciencia me daba un susto de vigilante cada cinco minutos, y tuve que conformarme con el remanso de rozar despierto a mi 151

gitana. Pero a la mañana siguiente no sufrí los quebrantos del sueño atrasado, sino la sonrisa de una felicidad agotadora.

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or enterarme de las noticias que se iban sucediendo, empecé a frecuentar los cortijos vecinos, en los que sólo encontré gente sencilla que disculpaba los sacrificios de esta vida esperando otra mejor. Una de mis visitas más distinguidas era la que le hacía al siño73 Apolonio, un campesino viudo y sin hijos que ejercía de curandero. Como todos estos hombres de hechizo, guardaba historias oscuras, pero lo que nunca pude sospechar es que uno de sus mayores secretos fuera a relacionarse con mi propio devenir. La verdad es que casi nadie le echaba cuentas, sobre todo en público y, aunque sólo solicitaban sus servicios para asuntos menores, en su casa no faltaban feligreses74 que buscasen un rezo a la luna o aceite mágico para sanar los culebrones75. Así opinaba sobre él un corrillo de mujeres, un domingo al salir de misa, mientras sus maridos hablaban de cosas serias. –¿El Apolonio? Un brujo de mala muerte. –Desde luego, no lo quieren ni los bichos. –¡Eso!, hasta los perros lo han abandonado. Siño: Señor. Se empleaba y aún se emplea como respeto a la gente mayor. No se utilizaba para llamar a los señores (señoritos) dueños de las tierras; este término se reservaba para la gente humilde. 74 Feligreses: Aquí se emplea como clientes. Así, por ejemplo, la feligresía de una lonja eran todos sus clientes. 75 Culebrones: Un culebrón es un herpe, es decir una erupción cutánea que tiende a rodear el miembro o la parte del cuerpo en el que aparece. Se tiene la creencia de que, si el culebrón consigue su propósito, la persona perderá dicho miembro. Si el herpe se localiza en el cuello, perderá la vida. 73

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–Sí, sí, pero la gente no deja de ir. –Bueno, pero van porque ya no tienen fe en los médicos. –¡Huy! Los médicos. –¡Esos... si tienes dinero..! Pero si ellos ven que no les llevas na, te mueres de asco. –Por lo menos..., el siño Apolonio no te mata. Yo acudía a él porque siempre tenía noticias frescas. Pero había otra secreta razón que llegaba a emocionarme, y es que algunas veces, cuando estaba frente a él, me parecía que estuviese hablando con el abuelo. Tampoco puedo ocultarles que me seducía beber, como a todos los lugareños, el agua de su pozo. Luego supe que ese agua era el principal remedio que usaba para hacer las curas. En una ocasión que dejé la mula sin manear y se me escapó, y me tuvo toda la mañana dando vueltas, llegué a su casa hecho trizas, con la bestia del ronzal y más sed que si me hubiese comido un saco de serrín. El hombre me ofreció su amistad con una vasija de agua bendita. Mientras la tragaba y se me iba pasando el castigo mañanero, yo iba pensando para mis adentros con cierta sorna: «hay que ver cómo cura este agua: ¡me ha curao la sed!». Relamiendo mi bienestar y con la mula en ristra76, me fui por el cordel al cortijo. De pronto oí el testarudo claxon de un automóvil y, por suerte, recordé que el portón estaba cerrado y que el señorito estaría furioso esperando que alguien corriera a abrírselo. Monté la mula y los dos llegamos nerviosos. El animal bufó cerca de la ventanilla del coche y yo me alegré de tan fortuito insulto. Lo abrí sin abrir la boca y me quedé cerrándolo, cubierto de humo y 76

En ristra: Como del ronzal, es decir, que se lleva a pie y sujeta por las correas.

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polvo. Bajé deprisa a la casa. Frente a ella, la familia gitana formaba una respetuosa hilera. Don Ricardo se había detenido y los inspeccionaba, incrédulo, desde la atalaya de su ventanilla. Su brazo derecho no se atrevía a soltar el volante; el izquierdo caía muerto por fuera, hacia el suelo. Até la mula con parsimonia al tronco del parral y miré de reojo. Eché una sonrisa que nadie recogió y que, más bien, era un suspiro angustioso ante lo que se me venía encima. Don Ricardo no hablaba, pero sus ojos lo preguntaban todo. Los escrutó de uno en uno; luego descansó en mí, como quien ve una sombra familiar. –Rafael, ¿qué pasa aquí? Se lo conté como pude. No me interrumpió ni una sola vez. En aquellas secuencias más comprometidas del relato, aguantó como Dios le dio a entender: asiendo con fuerza el volante y enclaustrando la cabeza entre los hombros, sin pestañear. Este hombre –me dije– se ha quedado como una muñeca de feria, de esas de porcelana que te observan con sus ojos vidriosos y fijos, como si te conocieran de toda la vida. Creí que de un momento a otro se pondría a llorar, pero hay ojos que nacen secos. No paraba de contarlos y de recontarlos. Le expliqué, mintiendo, lo útiles que me eran todos para el trabajo, y él, que estaba en asuntos más importantes, dijo: –Eso, que trabajen. Y al hablar, su rostro curtido y cetrino, que no había dejado asomar la más mínima emoción, si acaso desconcierto, ganó en arrogancia y marcialidad. Se envalentonó, volvió en sí y, con la mirada anclada en algún punto del futuro, recobró su amenazante voz: –La próxima vez que me veas te exigiré el saludo castrense. 155

Nos advirtió que se reincorporaba a la carrera militar con el grado de comandante. Su relato estuvo lleno de malas intenciones. Volvió a pasar revista, como si fuéramos sus primeros quintos. Ahora sus ojos perforadores y lascivos buscaban sin fingimiento la figura de Soledad. El silencio hacía daño. Volvió a mí, como quien se ha tomado un respiro o un trago de agua fresca, para decir lo que faltaba: –Que no se crean estos rojos de mierda que será tan fácil deshacerse de los verdaderos patriotas. Se enderezó en el asiento y, envuelto en una espesa y mortecina polvareda, continuó la ronda por la vega. Recé para que no viera el chozo. Aunque yo no sabía muy bien el significado ni la verdadera importancia que para nosotros tenía esta novedad militar, me sentí desfallecer. Miré a los gitanos: tan quietos, tan callados y tan firmes, y comprendí que era mejor lidiar con ellos que soportar a don Ricardo, ahora que estaba enrabietado y crecido porque había descolgado la guerrera y abrillantado su olvidada estrella de comandante. Disgustados y silenciosos, como ramas secas que se caen y se pierden en la dehesa, rompimos filas. Entonces escuché las canciones amorosas de una pareja de grillos que andaban cortejándose cerca de la casa.

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n efecto, al día siguiente, y como si tuviera prisa por que lo viéramos vestido de militar, se presentó encaramado en un vehículo oficial, embutido en un uniforme verde hecho a medida. Nadie lo hubiera dudado: tenía la ilusión de un niño estrenando su traje de primera comunión, pero ya era un hombre sin edad, o con la edad universal de los hombres uniformados. Se detuvo a mitad de camino entre la casa y la higuera, impidiendo así que yo me pudiera arrimar a cualquiera de las dos sombras. Llegué corriendo y me puse frente a él. De la ventanilla salía el humo presumido de un puro recién encendido. Pensé que por fin lo veríamos bajarse del coche, pavoneándose como gato satisfecho al final de la matanza, pero permaneció recostado en el asiento, sonriendo como una hiena y con el rostro afilado por la arrogancia. Las ocho puntas de su estrellas se me clavaron en los ojos, y los suyos, abiertos como signos de interrogación, me hicieron caer en la cuenta de que el comandante don Ricardo esperaba mi saludo. Cruzar el río con una vaca a cuestas no me hubiese pesado tanto. Sin pretenderlo, he adoptado la posición de firme. Después de unos segundos de nervios he localizado mi brazo derecho, pero está tieso y me pesa como la yunta al buey. Apenas muevo los dedos. La cabeza me da vueltas, el sol mete cizaña. Escucho alrededor el jaleo de los niños y el 157

murmullo prudente de los mayores. Quiero distraerme con esa chillona y desordenada felicidad que esta gente siempre se trae entre manos, pero el cuello está rígido, estoy cegado porque cada estrella de su bocamanga es un ascua abrasándome la vista. El primer minuto no termina de irse, todo se ha detenido, menos el orgullo del ambiente que crece como la mala yerba, a cada segundo que no siento. Me ahogo en mi propio sudor. Estoy quieto, parezco un muerto que se hubiese quedado de pie, un hombre muerto de pena: ¿muerto? ¡Seguro que la muerte no duele tanto!, me digo. Pienso que no voy a poder hacerlo, que estoy en el final o en el principio de algo que está por venir y que, por lo tanto, desconozco. Una lágrima se rompe antes de salir; nadie la ve. Aprieto los dientes de rabia y, con el esfuerzo de una parturienta, comienzo a subir mi brazo de plomo, pero se me derrumba sobre la pierna, agarrotado por una mezcla oscura de miedo, repugnancia y rebeldía. La gravedad de la tierra parece reírse de mí. El comandante me mira sin soltarme, como si fuera un lagarto agarrado a mi dedo. Oigo la voz de Soledad, que le habla a su madre de cualquier cosa. Entonces, aprovechando ese camino que me abre la memoria, la meto en mi cabecita y me voy con ella al tomatal: está sonriente y serena, con sus aceitunillas negras buscando el jugueteo de mi cuerpo. Nos besamos... y eso es suficiente para alentar el entusiasmo de mi brazo, y hacerlo obedecer y que comience a subir, centímetro a centímetro. Noto un hermoso sentimiento, como si de pronto empezara a vencer a decenas de hombres en un pulso desigual. Rebusco en mi interior: me concentro en el esfuerzo y mi diestra, aunque lenta, ya sabe que no se va a detener, que el resto del cuerpo, seguro 158

de la victoria, también empuja, ¡todos a una!; ni un solo músculo va a evitar la batalla. El comandante me da una voz de las que se le dan a los sordos para que abrevie su espera al sol, pero la mano ya está arriba, apoyada en la sien. Clavo la vista en la suya extraviada. Ahora soy una estaca en medio del llano, henchido de gozo. ¡A sus órdenes! El hombre suelta una perezosa carcajada, creo que sincera. La estrella de ocho puntas ya no brilla tanto. Otra lágrima se rompe antes de salir. En seguida hizo rodar las ruedas unos metros y se fue donde Soledad. Sin disimular su lujuria, le dijo con voz peligrosa: –A partir de ahora nos veremos más, y te recuerdo que tenemos un paseo pendiente. Mi mujer se limitó a esconder la mirada. Don Ricardo dejó caer el brazo y el puro de su mano abierta por la ventanilla, y se fue dando palmas triunfantes contra la chapa. Me quedé firme, con el saludo en lo alto, paralizado por la tristeza. Oí las precauciones infantiles de los niños: su miedo a ir a la cárcel, a ser fusilados o a que les quitaran el chozo. Manuel, que en todo este tiempo no se había movido del umbral, tosió con fuerza para que yo sintiera su presencia. Pero mi brazo no bajaba y el tormento rompió aguas sobre las mejillas. Un viejo mastín se me acercó a refregar su lomo de amigo por las piernas y a lamerme las albarcas, pero nadie se fija en las lágrimas de un perro. Soledad se puso frente a mí, y como si sujetase el arma con la que me iba a quitar la vida, me bajó la mano. La firmeza de su gesto de madre me hizo caminar hacia la casa, y en sus mimos de esposa comprendí que me había quedado mustio. 159

–Hace calor para cuatro días –dije, como si los dos lleváramos un rato hablando de asuntos rutinarios. De repente, un aullido casi humano me devolvió a la vida del cortijo. Un bando de pardales voló nervioso, como si los acabaran de expulsar de la tierra. La autora de semejante vozarrón era Manuela, llamando a juntas. La buena mujer se había recostado en el tronco de la higuera y los polluelos la iban rodeando, como si la gran gallina madre hubiese encontrado un gusano y se lo fueran a disputar entre todos. Me quedé bajo el parral, solo, observando la escena. Al principio pensé que se trataba de uno de esos antojos improductivos que tiene esta gente, pero era otra cosa. Hablaban sin parar, aunque desde la distancia yo apenas les entendí: las frases eran más desordenadas que nunca; las palabras, según su costumbre, se rompían antes de acabar; las interrupciones se encadenaban; se movían como si tuvieran lombrices y dando la mareosa sensación de ser un grupo más numeroso del que allí concurría; las voces eran las de personas enfadadas. La atmósfera parecía más la de un mercado en día de subasta, que la de una reunión familiar. –¡Vaya gente! –dije en silencio con balanceos del cuello. La gran gallina ponedora seguía en el centro, inamovible y serena. Súbitamente, alzó su enorme brazo y todos callaron. ¡Oh, qué silencio! Y manteniendo suspendido ese tiempo con el brazo, elevó el otro, no menos espléndido, para llamarme y que me integrase al grupo. No había un ojo gitano que no estuviese conmigo. Me fui dudoso a la higuera y, dejándome caer sobre la yerba seca, me senté entre ellos. Recibí pegajosos manotazos de respeto y cariño. Desde lejos hubiese parecido un lobo más de la camada, y ese sentimiento de pertenencia al grupo no me provocó las acostumbradas náuseas. 160

Ya no se habló más; todo estaba dicho. Como siempre, sus manifestaciones habían sido más alborotadoras que sus acuerdos: pretendían arroparme para que curase las heridas provocadas por el saludo y recobrase la dignidad perdida. Además, según decían, se habían comprometido a colaborar en las tareas de la tierra y del cortijo. Me pareció un juramento juicioso, pues ellos temían perder su libertad más que al trabajo, y trabajando allí se sentían libres, por muy paradójico que resultase sentirse libre en un recinto alambrado. Aquel portón que ahora mirábamos desde la higuera era nuestra protección. Alcé los ojos poniéndolos en estos pensamientos, y sentí que se me estaba abriendo una grieta en el corazón y que esa gente estaba entrando por ella. Sin tiempo a mucho más, nos levantamos en tropel, con tan mala suerte para Manuel que uno de los churumbeles derramó el cuenco de vino que sostenía entre las piernas, y al cual no había dado descanso durante la reunión. Escarbando entre el pasto se puso a lanzar improperios contra todos nosotros, que cómicamente aceleramos el paso para no oír a lo que parecía un charlatán de feria. Manuela, con la excusa de preparar la comida cuanto antes, tomó la delantera del grupo. Yo me fui a cerrar el portón. Comimos en el tinao: nos pusimos delante de unas gachas77 y algunos aún pudimos sentir el definitivo y nada casual lamento de Manuel: –No penséih que hoy voy a trabajá yó.

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Gachas: Comida típica de pastores, compuesta de harina cocida, agua y sal.

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uando apenas había enganchado la mula y me disponía a remover un bancal olvidado, el Manueliño y el Lolo se precipitaron sobre mí con un grito en el cielo: –¡Dóh muerto, Rafaé, dóh muerto! A escasos metros de la higuera habían encontrado dos fosas. Me picaba la curiosidad y no hallé otra forma de arrascarme78 que la de salir corriendo hacia el cortijo, dejando pinchados sobre el campo el arado y la pobre mula atada a él. Aún no sabía muy bien con qué me iba a encontrar ni de qué iba el farragoso relato que insistentemente me perseguía a dúo. Lo descubrí al llegar jadeante al lugar indicado por mis perseguidores. Los niños, con el ímpetu de llevar a cabo su compromiso, se habían afanado en el trabajo improductivo de quitar unos yerbajos y unas taramas amontonadas, encontrándose, para susto de todos, dos túmulos de tierra con sus dos crucecitas. Miraban al Este y recibían, ahora ya limpios de hojarasca, los primeros rayos matutinos de un sol que ese día iba a ser despiadado. Ese mismo día (la curiosidad no dejaba de picarme) busqué respuestas por los alrededores. No faltaron historias descabelladas. Un bracero me contó que los dos cadáveres pertenecían a las hijas bastardas del abuelo del señorito, que presuntamente murieron al nacer. No lo creí. Un pastor muy viejo llamado Elías, con el que solía coincidir algu78

Arrascarme: Forma incorrecta de rascarme. Sigue siendo muy habitual su uso.

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nas tardes en el cordel y que siempre decía hablar de oídas para no comprometerse con sus historias, me contó que se trataba de dos contrabandistas que, viniendo de Portugal, fueron abatidos a tiros por un guarda que por entonces tenían en el cortijo. Podía ser cierto. El siño Apolonio me narró otra cosa. Cuando la tarde empezaba a retirarse a sus aposentos, dos taburetes y una encina fueron testigos de la misma historia: al parecer, dos mujeres jóvenes –la una, tía del señorito (hermana de su madre), y la otra, una joven pintora americana– eran las dueñas de aquellas osamentas. La americana habría venido a pintar estas inigualables puestas de sol sin saber que sería incapaz de abandonarlas. Prefirió tenerlas delante al final de cada día que obligarse a recordarlas. Se conocieron en las frescas orillas del Zapatón. Era primavera y las flores abiertas estaban al alcance de la mano. La tía del señorito fue inmediatamente rechazada por su familia y obligada a vivir aquí en el cortijo, de espaldas al cateto decoro de la ciudad, que no podía entender ni ver con buenos ojos tales desmanes. Ambas rezaron para que este castigo fuera eterno; y lo fue durante diez años, al cargo de las tierras. Según el curandero, de ellas fue la idea de diseñar y construir el huerto mágico que ahora nosotros disfrutábamos. La generosidad de esta media hectárea fue su principal sustento. En aquel momento no me pareció importante, pero sospeché que el siño Apolonio las llegó a tratar en la intimidad de sus conjuros, pues sentí que, cuando cerraba los ojos, hacía algo más que recordar una historia lejana. Fue emocionante oírle decir que las dos muchachas se amaron con la locura de lo prohibido. –¿Qué pasó? –La epidemia de gripe del año dieciocho se las llevó a las dos. Se fueron juntas, como quisieron vivir. 164

Mientras prestaba atención al relato, como un perro a la presa que el hombre agita en el aire, no dejé de pensar en los útiles de pintura que habíamos encontrado en el doblado y en los cuadros que Soledad y yo no nos atrevimos a descubrir, e imaginé que aquellas pinturas podían revelar lo que los hombres no me decían. De forma especial recordé la paleta manchada de colores y el desvencijado caballete con su lienzo preparado, como si las dos amantes se hubieran tomado un descanso, no muy prolongado, y éste les hubiese sorprendido y precipitado hacia una muerte no advertida. –¿La gripe? –pregunté con malicia de alcahuete, como haciendo entender que yo sabía algo y que las piezas no me encajaban. –La gripe. Hace dieciocho años –y se levantó como para indicarme que era tarde y que la noche estaba echando ya su capita negra sobre el mundo. Por la humildad de este hombre sé que mintió con todo el dolor de su alma. Hablaba con el rabillo del ojo puesto en la buena ventura de sus cartas, que en ningún momento de la conversación dejó de barajar. En el campo las despedidas suelen ser cortas. Me fui al cortijo con la historia recién escuchada en la cabeza, como si una avispa se me hubiese metido dentro y no quisiera irse, y estuviera zumbando, buscando la salida. Salté la alambrada y fui sorteando obstáculos conocidos. Antes de entrar en el tinao, donde los gitanos estarían cenando, me quedé fijo mirando la silueta de la higuera: ¿por qué ejercerá ese influjo sobre todos? La mayoría de la camada busca en ella su cobijo a lo largo del día; a media mañana es el lugar preferido, donde nos almorzamos la sopa de tomates; en las primeras horas de la tarde se con165

vierte en la más cotizada sombra donde echar la amable siesta; he visto incluso a Manuela, bajo su maternal copa, sostener la cabeza de sus lobeznos y despiojarlos con singular maestría; en el ocaso se transforma en la humilde garita desde donde observar la marcha cansina del sol hacia Portugal; y, desde el principio, Soledad buscó en ella la serenidad del atardecer. Dejé la higuera a mi espalda y me fui a la algarabía de la cena. Antes de pegar el primer bocado ya me había hecho tres preguntas sobre los cadáveres: ¿Por qué estaban tapados, si no escondidos? ¿Por qué nadie nos había referido cosa alguna? Y, ¿cómo podía averiguar la verdadera historia?

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lgunas veces las noches se callan y cualquier ruidito resulta molesto, porque enturbia el orden que uno se empeña en buscar. Rodrigo, con una vara intranquila, fue el que rompió mi paz. Estaba yo echando un barzón79 por el llano, dándole aún vueltas al asunto de esas mujeres que se amaron en pecado, cuando el muchacho, rubio y espigado como el trigo, se me acercó con dos ojos atentos y confiados. –No tengah míeo que soy yo –dijo. De su mano más perezosa sólo vi un dedo largo que se escapaba del roído bolsillo. Pasó a mi lado, y cortando la tierra con el palo se adelantó tres metros antes de detenerse. Se ladeó y se mantuvo así, con temple torero, como invitándome a pasear. Comprendí y, con zancadas graciosas, me puse a su altura. Paseamos. Los dos sabíamos que, de un momento a otro, se iba a quebrar el silencio caviloso que llevábamos. Pensé que él querría hablar del espinoso asunto de su concepción, pero por lo visto no era el momento; había zanjado el tema de alguna manera y lo manifestaba a diario, adorando a su madre –la niña de sus ojos– y a sus hermanos, y tratando con respetuosa indiferencia a su presunto padre. Si alguien aquella noche hubiese necesitado mi opinión, me habría arriesgado a decir que aquel muchacho no era de la cama79

Barzón: Dar un paseo ocioso.

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da y que sólo un gitano ciego podía aceptarlo como hijo propio. ¡También un gitano borracho lo hubiese aceptado! –¡Qué míeo, Rafaé! Se refería ahora a los resplandores que veíamos en el negro horizonte de Badajoz. Estaban agujereando el cielo con pequeños incendios de guerra. Pasé mi brazo por sus huidizos hombros y, con gesto cariñoso y chancero, le dije: –¿Miedo?, ¡no hay miedo!, ¡un Medina no teme a la muerte! Y como dos borrachos de cantina, que de todo entienden, nos pusimos a discutir sobre las razones de la guerra: el ser humano no está hecho para razonar, sino para sobrevivir. Hablando por hablar, nos topamos con el portón de la alambrada de la finca y, ni cortos ni perezosos, lo saltamos. La noche era negra como un tizón. Temerosos, pero con la resabia de unos chiquillos que traman una trastada, nos alejamos cien metros hacia la desprotegida oscuridad. En seco y sin previo acuerdo, nos paramos junto a una encina retorcida, más vieja que el mundo. Ése fue el momento en que nos agarrotó el miedo. De pronto me pareció que la noche se movía y se echaba encima de nosotros, abrazándonos sin cuidado. Sonidos familiares nos asustaron: los romances invisibles de los grillos, el crujir del reseco terruño bajo los pies, o el de las ramas de la encina en el último acomodo de los pájaros antes de dormir, nos llegaron de forma distorsionada, torpedeándonos los tímpanos como si fuesen gritos de condenados a muerte. Permanecimos en pie, con la espalda apoyada en el tronco, intentando así aliviar el tembleque de las piernas. Éramos dos imperfectas estatuas atentas a lo que pudiera 168

llegar, insistiendo en retener algún eco conocido que nos devolviese la confianza que tanto necesitábamos. Yo al menos la necesitaba, créanme, porque ni siquiera fui capaz de reconocer el canto de mi propia respiración. Recé para que la claridad de una luna grande se llevara la pesadilla y todo acabase bien. Pero la noche seguía creciendo. Los ojos me gritaron de dolor, cansados ya de escrutar el negro tapiz de sombras en el cual, a duras penas, descubrí dos cosas: que las dilatadas pupilas de Rodrigo se estaban helando, y que su semblante parecía trastornado, como si todo el dolor del mundo se hubiera alojado en aquel bendito rostro. No sé cuánto tiempo había transcurrido cuando percibí que un ahogo grave me abatía. Pesaba como una carretilla cargada de piedras. Traté de moverme y casi di con mis huesos en el suelo; menos mal que lancé urgentemente los brazos al aire para agarrarme al muchacho, y él, que rebosaba salud y reflejos por los cuatro costados, me sujetó por los codos. Quedamos abrazados y en silencio, como dos amantes abandonados a las cunetas del frío. Su aliento era limpio. Sólo nos separaba un hilo de aire y, sin embargo, lo sentí demasiado lejos. Por eso eché la cabeza sobre uno de sus hombros, pero no acudieron a socorrernos palabras de sosiego. Nos miramos y punto. Creo que los dos escuchábamos por separado el alocado galope de nuestros corazones, temiendo que se escaparan de sus pechos temblorosos. El sudor salado de Rodrigo provocó mi reacción: –¡Dios Santo, creí que un bicho enorme iba a devorarnos! Lo tomé de una mano y, como si fuera su avispado lazarillo, emprendimos una frenética carrera en dirección al portón. Corrimos torpemente, a ciegas, como en las pesadillas donde uno nunca ve el rostro de quien le persigue. 169

Corrimos, corrimos y seguimos corriendo. La presencia invisible del portón nos hacía más ligeros. En cuanto lo atisbamos nos lanzamos sobre él, aferrados como si fuésemos una de sus traviesas. Respiramos. Así permanecimos, en cuclillas y sin soltarnos, durante un buen rato. No sé bien quién de los dos comenzó antes, pero cuando quisimos darnos cuenta éramos dos bebés abandonados sollozando, llenos de lágrimas y de mocos. Como pude saqué mi pañuelo y, tanteando palmo a palmo las tinieblas de su cara, lo limpié. No apareció ninguna luna grande, pero extrañamente, junto al portón la oscuridad no era tan profunda ni tan mala. Nos pusimos en pie y saltamos al otro lado. Antes de tirar para el cortijo permanecimos un minuto apoyados en los tabicones80, relamiendo la presión de la aventura y paladeando la salvación. Echamos a caminar tranquilos, reconociendo las voces, las sombras y los susurros de la noche, que ahora nos daban la bienvenida y nos arropaban con un cálido manto. Hasta creo que una pareja de lobos se nos cruzó en el camino, pero ni se me ocurrió agacharme para coger una piedra y alejarlos. No estábamos seguros de lo ocurrido. Charlamos y charlamos sin separar realidad de ficción. Concluimos que habíamos experimentado un ceñido baile con la locura, sintiendo la violencia, el sufrimiento y la angustia de la macabra música que se vivía afuera. ¡Así se lo dije!: nos ha anegado la presencia de la muerte con la misma brusquedad con la que las lluvias de noviembre anegan los barbechos. Lo vi ir hacia el chozo. El cielo seguía apagado y, sin embargo, en medio del llano su melena rubia parecía una estrella fugaz. 80

Tabicones: Tablón, tabla gruesa.

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uando llegué al dormitorio tenía la cabeza llena de pájaros. Soledad, perdida en pensamientos de mujer, esperaba sentada en la cama, con la espalda apoyada en la pared y acicalándose el pelo con un descascarillado cepillo de nácar. Su escasa ropa invitaba al amor. Se había perfumado y olía a las flores de los caminos del campo a media mañana. La miré lascivamente, como se mira al amante antes del banquete, para que ella supiese que los dos queríamos la misma cosa. En ese instante me pareció desprotegida, vulnerable y no tan aguerrida como otras veces, y pensé lo fácil que resulta atacar a una presa cuando ésta no tiene previsto defenderse. Fue una de esas extrañas ocurrencias que en principio no tienen importancia, pero que luego te ves obligado a recordar el resto de tu vida. A trompicones me quité la ropa, ansioso como un principiante. Tan apresurados y torpes debieron ser mis movimientos, que aún la recuerdo asustada, esbozando media sonrisa y esperando que yo encontrase un sitio donde dejar caer la camisa. Sin embargo los labios fueron tranquilos, se alojaron unos sobre otros con la solemne lentitud de quien besa al hijo recién nacido, y sin dar ningún permiso a las palabras de seducción que suelen decirse en los preámbulos del amor. Nada más notar la humedad del contacto nos aferramos en un abrazo prudente, dando por hecho que sentíamos el mismo miedo invisible a ser separados. 171

En algún momento debió soltar el cepillo. Sus manos se pusieron a jugar entre los vellos de mi pecho. Paseé la boca entreabierta por su piel y me detuve en su pezón izquierdo, un minuto, pero ella inconforme, me sujetó con rabia la cabeza y la dirigió a su sexo. El sabor no era el de otras ocasiones, pero disfrutó igual que siempre. Empapada de placer y de sudor, me tiró del cabello para apartarme y, con un gesto amable que pronto reconocí, me buscó la boca y nos mordimos a besos. Mientras luchábamos en tan suculenta batalla, empuñó con firmeza mi sexo y lo dirigió expertamente al suyo. Empujé y la penetré con la misma fuerza que la primera vez. Cabalgué sobre ella, mirando al horizonte de sus ojos; ella cabalgó sobre mí, exhibiendo su placer con los brazos en cruz. El gozo avisó de su llegada y lo esperamos, pendientes el uno del otro, fundidos en un solo ser. Luego volví a amarla con una lenta caricia en la frente. Se incorporó sin ruidos, encendió el candil, y en el cerco de claridad que nació en el cuarto, se lavó en la palangana. La observé con descaro creyendo que aún éramos un solo ser, pero ella se sintió vigilada en tan íntimo acto y apartó su mirada de la mía, dolida por mi atrevimiento. Enfadada. Volvió a la cama el jabalí herido, dispuesta a atacarme. Quise acercarme a ella, pero de un manotazo me apartó, indicándome con una fuerte voz femenina que permaneciese inmóvil. En su gesto salvaje descubrí la complicidad de los amantes. Entonces me tendí boca arriba, con el sexo aún lleno de venas. Se inclinó sobre él y no necesité verlo aparecer y desaparecer en su boca para saber que lo estaba engullendo. Intenté tocarla pero no lo permitió. Mis manos inquietas caían con violencia una y otra vez sobre el catre.

Antes de que el sexo me reventase, lo soltó. Atrapó con sus rodillas las palmas de mis manos y me paseó los pezones por la cara. Los vi flotando en el aire, como si saliesen a mi encuentro y luego se arrepintiesen. Pude beber de ellos, igual que un cachorro hambriento, cada vez que los reposaba sobre mi boca. La sed de la carne era cada vez mayor y más dolorosa. Ya no había remedio: una gitana estaba perpetuando mi dolor con dos frutas maduras que yo no podía alcanzar, con dos cerezas de mayo que no podía comerme. Pero en un momento la vida cambia y, sin saber por qué, me atreví a morderla. Gritó sin recordar que podían oírla en el chozo. Agarró mi sexo y lo introdujo, por segunda vez en la noche, en lo más profundo de su cálido escondite, comenzando la implacable monta e insistiendo en el juego de no dejarse tocar. Los pechos libres me hipnotizaban, arriba y abajo, las caderas atrás y adelante y, mientras tanto, sobre mis ingles chocaba la violencia acompasada de sus nalgas. Sentí cómo me vertía dentro y cómo la noche por fin se acababa. Me levanté a apagar el candil y, al volver a su lado oí rodar por el suelo el cepillo de nácar. Dejé que la paz de la gitana me atrapara en un abrazo y en un suave canturreo calé que ya me empezaba a sonar. –Gitana –murmuré con sorna para mis adentros, como diciéndome: «quién te ha visto y quién te ve, Rafael».

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mediodía el sol se había quedado arriba, como colgado, y no parecía que tuviese ninguna intención de bajar ni de concedernos un respiro. La fértil vega del río Zapatón se sometía a la dictadura del más ardoroso soberano. Pocas veces la calor asusta de esa manera. Era domingo –por todo el día, que se dice–, aunque sólo habría que fijarse en nuestras ropas y oler nuestra recién estrenada higiene para saber que, en efecto, era el Día del Señor. Manuela y Soledad se habían pasado la mañana preparando comida, y ahora íbamos a dar buena cuenta de ella en una mesa que habíamos improvisado con cajones y tablas bajo la sombra de la higuera. Unos huevos cocidos, cogidos por los niños la tarde anterior, y carnosos pimientos asados, para abrir boca. Luego, y vitoreado por la camada, el plato estrella: unas modestas carpas del río que, después de pasar por las manos gitanas, se transformaron, al igual que Cenicienta, en las reinas de la fiesta. Vistiendo un primoroso hábito de vegetales y hortalizas, reposadas en la familiar sal y maceradas en hierbas (para mí desconocidas, a excepción de la presta81), fueron presentadas en sociedad. Las voces se acallaron en un silencio glotón. Todas las manos, morenas, grasientas y vivarachas, parecían salir de un único y hambriento cuerpo. Al verlas con 81

Presta: Hierbabuena.

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esas ansias, de un caldero a otro, me hicieron recordar las reuniones de las moscas borriqueras en la panza de las bestias, yendo cada una a lo suyo, dando pequeños vuelos y picando en todos lados, sin molestos zumbidos, para llegar cuanto antes a la presa y no perder tajada. La verdad es que comían sin respirar, como si temiesen que alguien les fuese a quitar el bocado. El suculento bodegón estaba regado por el único batallador que podía hacer frente a la calor: ¡el gazpacho! Servido en un profundo cuenco de roja arcilla de Salvatierra de los Barros, no pudo en ningún momento estar en calma, mil cucharas nerviosas lo hicieron menearse en un continuo oleaje. Pero no todo el mundo bebía gazpacho: Manuel prefería ir a lo seguro y hacer el riego a base de vino. Con la bota colgada al costado, se había apoderado de un borriquete y se hacía fuerte en un extremo de la mesa. ¡Allí estaba el gitano más feliz del universo! De pronto nos dimos cuenta de que aquello estaba cuajado de gatos. Paseaban mimosos y pedigüeños como si nos conocieran de toda la vida. De esa demostración de confianza dependía su alimento. Súbitamente un alarido inhumano y espectral nos sacó a todos del ensimismamiento. A ninguno nos pareció una broma. Bien podía haber sido la queja resentida de las dos mujeres eternas que descansaban a escasos metros de nosotros, o la de cualquier soldado que, después de saltar la alambrada, podría haber caído en alguno de los cepos que habíamos puesto para los zorros. Pero no, se trataba de Manuel, revolviéndose en el suelo igual que un cerdo maniatado que está sintiendo el acero limpio que lo va a degollar. Todos nos miramos con prisa, buscando que alguien revelase lo ocurrido. El pobre hombre gritaba improperios y 176

maldiciones a diestro y siniestro y abría la boca de manera desmesurada, mostrando los dientes como si fuese un mulo en subasta, intentándonos decir, sin menguar sus aspavientos y gestos de dolor, que una espina de pescado le había atravesado la encía. Por supuesto, el suceso había matado el apetito de la mesa. Después de ese primer rato en el suelo, se incorporó como pudo, suplicando ayuda con ojos sinceros, pero otra vez cayó en la tierra, de rodillas ahora. La importunada camada, llevados por el susto y por la preocupación que mostrábamos los mayores, se arremolinó alrededor del padre, sin saber muy bien si tenían que llorar o reír ante tan esperpéntica visión. Los dos pequeños, imitando a polluelos asustados, se intentaron refugiar bajo las faldas de la oronda figura de la madre. –Míra al páapa –escuché. El sol escupía brasas encendidas. Nos movimos inquietos, sin tener una idea clara de cómo poder ayudarlo. Nuestra confusión iba creciendo conforme al dolor y a los quejidos de desconsuelo que soltaba el desventurado. El campo también lo escuchaba. No fui yo el primero en advertir que los gatos, lejos de aprovechar el descuido para subirse a la mesa, habían desaparecido. ¡Lo que hubiese dado por haberlos visto correr! El gran patriarca, rendido, acabó por sentarse en el suelo. Los brazos le colgaban flácidos, la frente era un chorro de sudor y los ojos, enrojecidos y arrasados de lágrimas, suplicaban un alivio que por el momento no llegaba. Manuela cogió el toro por los cuernos: con decisión le sostuvo la cabeza y le ordenó, no sin vehemencia, que mostrara la causante de tan bochornosa afrenta. Ante la 177

impávida y expectante mirada de todos, Manuel abrió la boca y un halo nauseabundo nos hizo retroceder; pareciera que hubiésemos visto un alacrán al levantar una piedra. La humanidad acababa de descubrir la halitosis. Nos encontramos con una ingente cantidad de detritos aferrados a sus encías. Creí ver sanguijuelas pegadas a la lengua de una vaca. Allí en medio, igual que un puñal en corazón enamorado, apareció una enorme espina de pescado atravesando su rastrillo dental. La pérfida y afilada aguja se mantenía firme en su sucio cobijo y cualquier intento de moverla acababa con innumerables aullidos de padecimiento. Nadie dudaba de que aquel gitano se hubiese confesado culpable de cualquier delito, si alguien se lo hubiese pedido. Los churumbeles se frotaban los ojos con los nudillos, porque les costaba reconocerlo tan débil y transfigurado: no podían creerse la cercanía de un ser tan humano y tan diferente del que padecían a diario. Lo más sorprendente eran esos sudores de bracero y esas lágrimas de chiriveje82 en un rostro desencajado. Soledad se acercó sin remilgos a su padre, introdujo dos dedos de su mano derecha –pulgar e índice– haciendo una pinza en la boca afectada y, sujetando concienzudamente la resbaladiza inquilina, tiró de ella hacia sí en un rápido movimiento sin conseguir otra cosa que no fuese aumentar el escarnio en la encía y el aturdimiento en la cabeza. Fue un poema verlo golpearse el pecho en actitud de súplica y desafío a la vez. En mi vida había visto a nadie sufrir un dolor tan raro. Vimos el temblequeo de sus labios y todos supimos que estaba hablando con la muerte. 82

Chiriveje: Niño pequeño.

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Rodrigo apareció jadeante, sudando como un pollo. Se había echado una carrera hasta la cuadra y había vuelto en un santiamén. Y es que, amén de la urgencia que teníamos, a uno no le quedaba más remedio que correr rápido de sombra en sombra, por miedo a que el sol se te cayera encima; era un enemigo que salía detrás de ti, y te acuchillaba la espalda y la cabeza si no la cubrías bien. No tardamos en descubrir que el muchacho traía unas tenazas. En el sudor salado de sus manos encontré la preocupación que a toda costa intentaba disimular. Miró a su presunto padre, me guiñó un ojo en un claro gesto de complicidad cómica y, haciendo como que nadaba en el aire, apartó a los curiosos abriéndose paso hacia el quejoso hombre, quedando frente a él, todavía con las tenazas cerradas. Luego las blandió imitando a un guerrero. –Yo me ocupo –podía haber dicho. Igual que un perro al que le han pisado el rabo, Manuel se revolvió sobre sí mismo en un intento de huida. Pero para entonces Manuela ya le había vuelto a poner encima sus impresionantes brazos, sujetándole la cabeza con firmeza de verdugo y empujándole hacia abajo. Entonces el patriarca supo que la fuga era imposible, y se doblegó. Ya no había marcha atrás: el ritual de exorcismo iba a empezar. –Haced lo que queráis –dijo la postura flácida de su cuerpo. Verse de esta manera le dolió más que la propia espina, pues a la memoria le venían los angustiosos minutos a los que le sometió el barbero Juan (primo de su mujer, que también ejercía de matasanos) en la Plaza Chica de Badajoz, el día en que le extrajo una muela pocha83. 83

Pocha: Podrida.

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–¡Tres días tuviste que estar sin beber vino! –le mortificaba el recuerdo. Rodrigo, parodiando esa desconfianza de quien se asoma a la madriguera de un lagarto verde, hizo un amago de asomarse a la boca. Enarboló las tenazas en señal de que la cosa iba a empezar, y le indicó con un gesto conocido que abriese bien la boca. Pero el pobre Manuel no lo imitó, la cerró a cal y canto. Las venas de su cuello eran ríos desbocados y tumultuosos, los ojos abiertos se llenaron de malos pensamientos, y las piernas y los brazos se tensionaron como si fueran a crecer. No sé cómo, pero todavía logró agarrarse a los brazos de su mujer y columpiarse en el aire. Hasta ese momento nunca había pensado que, en los días de mucho aire, los juncos de la orilla del río también intentan correr. Bastó que Rodrigo lo mirase con gesto serio, como diciéndole: «abre la boca de una puta vez» o «déjate de hacer más el tonto», para que el padre despegase los labios y echara los ojos hacia arriba, como diciéndole a su vez: «venga, véngate, so cabrón». Su gesto de sumisión transmitía la esperanza pobre de un chatarrero ante la báscula. El muchacho, que ya tenía ademanes dignos del mejor herrero, metió las tenazas en la boca y sujetó la espina con sus dientes metálicos. Sólo cuando estuvo seguro de que ya no se le escaparía, tiró de ella hacia sí. Todos vimos que había sido un movimiento suave pero firme. Sin que Manuel se percatara de lo ocurrido y mientras seguía pensando en el dolor que iba a sentir, Rodrigo dejó caer el aguijón en el suelo. A coro reímos con disimulado afecto cuando el herido se llevó las manos a la boca. Se quedó tendido en la tierra, escupiendo sangre y do180

lor durante unos eternos minutos. Fue fácil advertir que, cuanto menos le dolía, más se quejaba y más empeño ponía en dar lástima. El atardecer nos regaló un viento con olor a río y los gatos volvieron por las raspas del suelo. Y como en el campo no se descansa la digestión, ni los domingos se pueden descuidar las faenas, nos fuimos al corte. Igual que un perro apaleado, Manuel buscó el oscuro refugio del establo para lamerse sus heridas. Ninguno vio con malos ojos que aquel día no soltase la bota de vino. Hay tardes en que uno no ve la llegada de la noche, hasta que una imagen te la muestra. Apenas se veían tres en un burro, cuando a un tiro de piedra pasaron, otra vez camino de Portugal, uniformes militares cargados de miseria y de miedo. A ninguno les vi la cara.

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H

ay partes de la historia que yo no vi con mis propios ojos, pero las casualidades de la vida y desesperadas conversaciones posteriores con otras personas que vieron o creyeron ver (y que seguramente contaron más de lo que deseaban contar), me hacen pensar que los hechos fueron tal y como los narro ahora. Los rayos del sol huían cabizbajos, como humillados, sabedores de que la tarde empezaba a ganar terreno. Soledad estaba sola en el cortijo pero, a pesar de esa azarosa orfandad, la sensación de estar acompañada no la abandonó. Sabía que su madre, después de discutir con Manuel por groseros asuntos del pasado que nunca llegaron a aclararse entre ellos, se había ido enfadada al huerto de las pintoras a remendar la hatada84, y que los demás, sin excepción, andábamos por la vega, haciendo fardos de pasto seco. Lo de Manuel es muy sencillo de entender: prefirió la cercanía del trabajo a tener que seguir refunfuñando. Soledad recogía ropa del tendedero, y a cada prenda le dedicaba una reflexión íntima. Al llegar a los calzones de su padre se le abrió en la boca una blanca huella pensando en el episodio de la espina. Incluso llegó a reírse en alta voz con algún pormenor de ese mal rato. La añoranza hace feliz al que está bien. Alzó la cabeza por encima de las cuerdas y se dejó atrapar por los colores melocotón de la tarde y por los mil olo84

Hatada: Ropa de la gente del campo.

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res secos de la tierra. Cerró los ojos, como quien pide un deseo, y sintió en la piel la brisa de todas las riquezas que disfrutaba. Tuvo miedo de estar viviendo lo mejor de su vida y no saberlo. Sumida en ese cuento, miró al horizonte que estaba intacto y exhaló un suspiro leve, profundamente femenino. Luego terminó de recoger la ropa. El movimiento posterior de llevarse el cesto a la parte derecha de su cintura, lo había heredado. La maniobra consistía en doblarse igual que un junco hacia delante, agarrar el cesto con las dos manos y enderezarse en seco, haciendo descansar su borde inferior por encima de la falda. De inmediato lo ceñía con el brazo, pareciendo que fuera a bailar un chotis con él. La maniobra regalaba siempre un porte sensual y altivo, y aquella tarde no fue distinta: enseguida sonó la invisible orquesta y los pies se deslizaron ligeros hacia la casa. Su negra cabellera ondeó. El extraordinario volumen del cesto la obligaba a moverse de un modo inconfundible y peculiar, al tener que desplazar la cadera izquierda hacia fuera para mantener el equilibrio y andar a la vez. De pronto, un tenue chasquido tras ella la sobresaltó, pero la memoria impulsiva no le dejó sentir la cercanía del misterio y, sin vacilar, le habló de esas otras veces en que yo había observado a escondidas esos andares eróticos. Esperando, sin duda, satisfacer mis secretas fantasías, exageró su garbosa danza. Es de resaltar cómo inclinó la cabeza hacia atrás, dejando caer su cascada morena sobre los hombros, y cómo, sin perder tiempo, iba escrutando el terreno con dos ojos llenos de picardía, intentando localizar la madriguera del oculto deseo. Podía sentir cosida a su cuerpo la lasciva mirada fisgona, incluso creyó escuchar una respiración entrecortada. Se detuvo por azar, y de repente se dio cuenta de que estaba asustada: aquel sonido no era yo. Podía ser cualquiera, era como si hubieran llamado a la puerta de la 184

casa cuando no esperas a nadie, así que sintió que el mundo entero la observaba. –¿Ehte hombre con lah brómah! –se dijo no obstante en su cabecita para aliviar el sobresalto. Inmediatamente, e intentando no parecer asustada, volvió a su particular representación. Pero a medio camino de la casa se repitió aquella respiración y otros ruidos de fiera agazapada. Comprobó que el miedo da sensación de frío. Ahora anduvo con la torpe inseguridad con la que se anda un camino a media noche. Tras ella había registrado el ritmo sordo y firme de pesados pies que se arrastraban con lentitud. Se quedó inmóvil como una cosa grande, con el cesto al costado y la actitud despierta de un perro de caza cuando, en su paseo mañanero, huele la pieza. Hubo un silencio de funeral. Deseó oír esa voz amiga, esa broma escondida que no terminaba de asomarse. El entorno pareció volverse extraño, y el horizonte más rojo. Su cuello se tensó, y de no haber sido un músculo, podía haberse confundido con la soga de un pozo sacando su cubo lleno de agua. Fue entonces cuando reparó en el paseo tranquilo de un perro escuálido y bigotudo que no reconoció. Con una calma calculada, se inclinó despacio hacia delante hasta dejar el cesto en la tierra. Parecía más bien que estuviese dejando en la cuna al bebé que se acaba de dormir, de modo que cuando se incorporó había pasado una eternidad. Y no le hubiese costado admitir que el invierno se le había caído encima, y una de sus frías brisas, la más húmeda, se había adherido sobre todos los recovecos de su cuerpo. Cuando miró el cesto lleno de ropa ya sabía que algo malo iba a suceder, el ritmo desordenado de su corazón se lo decía a golpes; sin embargo, controló la natural iniciativa de las piernas en estos casos. 185

Aunque no encontraba una explicación posible, y la mataba la curiosidad, el miedo le impidió darse la vuelta para mirar hacia atrás. Estaba sembrada en medio del llano y creyó que nunca más se iba a mover de allí. Tuvo la impresión de verlo todo nublado, como si mirara a través de un espejo empañado. Sin querer pensó en las tumbas cercanas. Comenzó a morderse el labio inferior hasta hacerse daño. Ni siquiera el dolor punzante o el sabor salado de la sangre la abstrajeron de su inconsciencia. Sintió palpitar el corazón en la herida y un reguero fino de sangre bajó por el cuello hasta el canalillo de los pechos. Pensamientos oscuros e inquietantes le golpearon la cabeza. Hasta ese momento no supo que la cobardía la estaba asfixiando, sólo entonces abrió la boca para agarrarse a la vida. Luego comenzó a olisquear el aire, intentando atrapar cualquier halo conocido que le ofreciera seguridad. Aunque fuera la nariz la que aleteó al cielo que tenía delante, fueron sus orejas caninas las que insistieron en amargarle la tarde, ya que volvieron a captar el espeluznante sonido de aquella respiración entrecortada. Pero la mirada, única señal del verdadero interés, seguía al frente, con dos ojos desobedientes, como bolindres85 en la mano abierta de un niño. De pronto, en una inspiración honda del ambiente, se tragó un fino olor añejo y agrio. Le pareció, ni más ni menos, el olor de la carne podrida en el aliento de un viejo. Una arcada desprevenida se le presentó en la garganta. El tufo nauseabundo había sido un puñetazo dañino en la boca del estómago, y no le quedó más remedio que reconocer que a sus espaldas, y muy cerca, la observaba una presencia extraña y sucia. En un acto de defensa vital redujo la respiración, pero 85

Bolindre: Canica.

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no tardó en comprender que para salvarse tenía que poner en juego otras artimañas. En medio de tantas misteriosas y desagradables sensaciones, decidió girarse sin ambages y enfrentarse de una vez por todas a lo que fuera menester.

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C

on más miedo que siete viejas se dio la vuelta a campo abierto, dejando la casa a sus espaldas. Sus ojos caídos chocaron de frente con tres pares de botas cansadas. –¡Qué hay, muchacha! –dijo el más adelantado de los hombres. El color rojo de sus ojos era el del cielo del final del mundo. No había duda: su voz valiente no era la de los últimos días en la batalla, sino una que había cogido prestada del pasado. –Buenah tarde –respondió Soledad, ruborizada y sintiendo más vergüenza que si la hubiesen pillado lavándose desnuda en el río. Apenas quiso remediar la sofoquina86, empleando gestos que la hubiesen descubierto más débil. Intentó musitar una leve disculpa que no prosperó, pues la palabra elegida para limar el bochorno de las dudas anteriores se agarró a las cuerdas vocales y no terminó de salir, quizá porque era una palabra para ella y para nadie más. Carraspeó hasta lograr aclarar la voz, y cuando llegó a conseguirlo y ya tenía palabras para un discurso entero, se le adelantó la curiosidad y, con toda claridad, preguntó quiénes eran y qué hacían allí. Ellos narraron su breve historia como si la hubiesen leído en un libro: eran milicianos de la República que huían de Badajoz. La ciudad estaba siendo sometida a un cruento Sofoquina: Sofocón fuerte. Calor. En los campos cercanos a Badajoz también suele utilizarse cuando se viene de algún sitio y se trae mucho calor. 86

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cerco y pronto, si es que no lo había hecho ya, iba a caer en manos fascistas. Era un enorme descalabro y daban por hecho que sólo salvarían la vida replegándose hacia el norte. Por lo visto, ya no era seguro tirar hacia Portugal; los portugueses empezaban a devolver todo lo que no era suyo. Uno de los soldados, al advertir que Soledad no sólo respiraba con disimulo para no ofenderles, sino que incluso, como el que no quiere la cosa, se había llevado una mano a la nariz, le explicó que llevaban tres días de huida y que dos de ellos habían estado escondidos entre cadáveres, de ahí el mal olor; eso sin contar que hoy al amanecer habían llegado al cortijo y se habían cobijado en el gallinero. Mi mujer no entendió muchas cosas pero no preguntó más; en boca callada no entran moscas, si acaso ignorancia. Les indicó que se acomodaran junto a la higuera. Ellos, que parecían una sola persona, se sintieron invitados y supieron que iban a matar el hambre. Pero lo primero es lo primero y, antes de nada, les preparó el palanganero y una jofaina, una cubeta llena de agua clara, una toalla blanca de algodón que guardaba igual que un tesoro, y un pedazo de jabón de aceite y sosa. Desde el pequeño ventanuco de la cocina vio que se lavaron los tres al mismo tiempo, como si tuvieran prisa por pasar revista. En efecto, eran una sola persona: las ropas, la delgadez y el semblante desfigurado permitía que se les pudiese confundir con facilidad. Parecían tres hermanos en apuros. Sólo las insignias de sus uniformes los diferenciaba. Y los ojos rojos de final del mundo de uno de ellos, cuando se arrimaba mucho. Mientras cortaba un poco de queso de Elvas87, algo en su interior le gritaba que corriera, se alejara de esa compa87

Elvas: Pequeña ciudad portuguesa cercana a Badajoz.

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ñía y buscara el amparo de los suyos. Pero no sostuvo esa intención por mucho tiempo, porque otra voz más suave se la recriminó, obligándola además a avergonzarse por tan cobardes pensamientos. Le volvieron a toda prisa y con una nitidez pasmosa los dramas de las propias huidas familiares, cuando escapaban de finca en finca convertidos en prófugos asustadizos. Una herrada no es caldera, pensó, para excusarse de su ligera falta. Así y todo, se sintió culpable por tener miedo ahora que les había visto la cara. Se encorajinó contra sí misma diciéndose entre dientes que no iba a correr, ni a gritar, ni a buscar el auxilio de nadie. Mojó un dedo en saliva y se entretuvo en arrebañar88 las migajas de queso que quedaron sueltas sobre la mesa. Antes de salir de la casa se esforzó por aparentar amabilidad y confianza pero, si se hubiese mirado en un espejo, habría visto en su rostro dudas y temor. Llegó a ellos portando una bandeja rectangular de madera ennegrecida por el tiempo viejo y el uso, en la que llevaba pan, queso y vino. No pudo soltar la frase que venía ensayando por el camino, porque una jauría de ajadas manos se disputaron con voracidad las provisiones. Le llamó la atención la contundencia de sus mandíbulas y cómo levantaban constantemente la cabeza, mirando desconfiados a su alrededor. Así comen las gallinas, caviló. Uno de los tres soldados que eran iguales, pero que se le podía distinguir por su estrella de seis puntas, le tendió la mano demandándole más vino, acción que imitaron los otros dos. Soledad, que estaba de pie y que parecía la criada de tres señorones venidos a menos, se acercó a ellos con la cautela de un recolector de miel silvestre. El tintineo que produjo el metálico borde de hojalata de la taza al chocar 88

Arrebañar: Rebañar, recoger los residuos de algo hasta apurarlo.

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con el cristal del cuello de la botella, delató el nerviosismo que estaba conteniendo. Los tres uniformes se observaron inseguros. Ella percibió, en la boca de los hombres, el rechinar intrigante de las puertas viejas. A la señal espontánea de la primera risa contagiosa de uno cualquiera, rieron los tres. Soledad comprendió que no había sido buena idea atender ella sola a extraños. Miró a la vega , a ver si alguien se acercaba. Con más miedo que cordura, decidió volver sobre sus pasos y encerrarse en la casa de cualquier manera. No le importó tener que explicar después su cobardía. Juntó las tazas y la botella en la bandeja para salir de allí con ella en brazos. En esos primeros pasos de retirada estaba cuando uno de los hombres le solicitó un tazón de leche. Los otros abrieron los ojos hasta dejarlos como platos, sorprendidos por tan buena ocurrencia del compañero. A la gitana le pareció una petición inocente –la leche la beben los niños, se dijo– y ésa debió ser la razón por la que se tranquilizó y los miró con esa mezcla de ternura y lástima con la que algunas personas se pasan la vida mirando. Luego utilizó una frase de pocas palabras y muchos aspavientos para indicarles que aguardasen un momento, que a su vuelta tendrían la leche. Atravesó el llano como un equilibrista, portando tres cuencos a rebosar de leche sobre la misma bandeja de madera. Iba tan centrada en no derramarlos que no se dio cuenta que faltaba un miliciano hasta unos segundos antes de llegar a la higuera. La ausencia la hizo estar con la mosca detrás de la oreja, pero todavía no se achicó ni quiso aceptar ningún ánimo premonitorio de mal agüero; se acercó decidida a los dos, que la observaban con tal dedicación que realmente parecía que temiesen que la leche saltara por los aires. A un metro de ellos clavó los pies en el suelo e, imitando los gestos de cura bueno, pero sin hacer preguntas, les puso la bandeja al alcance de estirar los brazos. Los 192

hombres, que parecían estar a otra cosa, no prestaron atención. Ni siquiera sus miradas desordenadas se orientaban a mi gitana; tenían los ojos vacíos de dos ciegos, rebuscando en el aire una voz conocida. Ella les insistió con el mismo ofrecimiento de cura, sin conseguir otra cosa que no fuera ponerlos nerviosos. Fue en ese instante cuando los dos hombres recibieron la orden para observarla, y ella notó que los cuatro ojos ciegos la enfilaron sin pestañear. Así comprendió que la tarde entera había sido un error. Iba a tirar la bandeja, soltar un par de palabras rápidas, darse la vuelta y echar a correr, cuando sintió que la fuerza brava y desproporcionada de un toro mocho la empujó hacia delante, haciéndola caer de bruces contra el suelo. No tardó en comprobar que el mentón se le había quedado clavado en la tierra. Los cuencos y la bandeja volaron por los aires, describiendo un patético malabarismo. Ella quedó bocabajo, tirada en el suelo igual que un jergón de esparto lanzado desde el carro, abrazada al terruño. La envolvía una lenta y asfixiante sombra de polvo que no podía dejar de tragar. Probó la tierra pegada en el labio herido. La mala suerte, que es la hermana pobre de la casualidad, se había cebado en ella de tal modo que el filo puntiagudo de una piedra bajo el pecho le estaba inflingiendo el castigo de una cuchilla desgastada; además, la bandeja, al estrellarse contra el suelo se había astillado y una de las pequeñas agujas que soltó fue a clavarse en su muñeca izquierda, causándole una honda gotera que manaba a chorros; para colmo, y porque la casualidad también tiene un hermano tonto –el ridículo–, uno de los cuencos se vertió sobre ella y se mezcló con la sangre y la tierra, formando una masa sanguinolenta que la terminó envolviendo en una áspera mortaja.

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Tuvo un miedo terrible a no saber qué estaba ocurriendo. Pensó que quince años eran muy pocos para morir. Sólo el castigo del golpe y el palpitar de las heridas le decían que estaba viva. Los ríos desbordados de sus ojos le inundaron el rostro de unas lágrimas más amargas que su desgracia. El escozor no encontraba manos que se lo llevasen. Estaba inmovilizada, el dolor la ataba al suelo. Crucificada. Intentó gritar, pero su garganta se había muerto del susto y sólo reunió fuerzas para un lastimero quejido que se quedó a su lado. Sintió la presión de dos manos grandes sobre su espalda y, por segundos, creyó que la ayudaban a incorporarse, idea que al instante desterró al comprobar que también le sujetaban con firmeza los pies, hundiéndoselos en la tierra y provocando que se le clavasen mil piedras invisibles. Estaba entrillada89 y en cada nimio movimiento de resistencia recibía terribles descargas de sufrimiento. Dos nuevas garras comenzaron a subir por sus piernas hasta que se frenaron en el misterio de sus nalgas. Se las pellizcaron hasta enrojecerlas. Luego se pudo oír: –¡Arráncaselas, arráncaselas de una puta vez! Soledad no comprendió bien a qué se refería, aunque muy pronto iba a probar la cara oculta de su especie. Un zarpazo violento le quitó las bragas de un tirón. Sintiéndose desnuda, forcejeó sin fuerzas intentando zafarse; bravura inútil. Su quebrada garganta, su maltrecho cuerpo y su inviolable voluntad gritaron mil veces ¡NO! Su negación sólo provocó más dolor. 89

Entrillada: Aprisionada, oprimida.

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Fue en ese momento cuando se refugió en las cálidas caricias y en la infinita ternura de los ausentes. Pero la felicidad de la memoria se alejó de inmediato, porque temió que alguno de nosotros llegásemos a pecho abierto y nos lanzáramos a la lucha y a una segura muerte. Insistió en decir ¡NO!, cerrando las piernas. Sus rodillas hubieran partido una almendra amarga. Creyó que así evitaría ser profanada. Pero dos tenazas de cinco dedos se clavaron en sus muslos y la abrieron de par en par. Al verse vencida, cesó el dolor y sintió que sus piernas se volvieron obedientes. Los hombres la manosearon palmo a palmo y la pusieron mirando al cielo. Murieron los pájaros. Se callaron las gallinas y las bestias dejaron de rumiar. Los perros y los gatos desaparecieron como por ensalmo en una siesta larga y a deshora. Sólo el perro desconocido merodeaba por el cortijo. Una lengua húmeda saboreó sus mejillas con besos de baba blanda. Soledad aleteó la cabeza de asco y el torturador sustituyó el besuqueo por lacerantes mordiscos. Un coro de risas martillearon sus oídos y un jaleo de manos la anclaron de nuevo a la tierra, imposibilitándole cualquier movimiento. Tragó su última saliva, cerró fuertemente los ojos, concentró el esfuerzo, se llenó de oxígeno y, con una explosión de rabia, intentó librarse de las poderosas ataduras. Pero era verdad que sus fuerzas hacía tiempo que la habían abandonado, y ni un solo músculo de los convocados respondió a la desesperada llamada. Los pulmones se le habían llenado de polvo. Hubo más risas y manotazos, como los que se dan a los burros para que aligeren el paso. 195

Lo único que se movió fue la astilla de su muñeca. El dolor eléctrico del pinchazo postergó su conciencia del abismo en el que se iba hundiendo, y tuvo la extraña sospecha de que estaba encontrando alivio en el sufrimiento físico de sus heridas y que, cuanto más daño soportaba, más se alejaba de aquel sucio ataque. El dolor la había atado a una cruz a la que terminó adorando. Quedó inconsciente durante un minuto, hasta que el peso muerto de un cuerpo sobre el suyo la espabiló. Sintió que un salvaje la penetraba. En cada embestida desgarraban sus entrañas y su cuerpo recibía cien latigazos. Arañó la tierra con desconsuelo, intentando tal vez escarbar un profundo hoyo donde esconderse. Sus violadores se turnaron, penetrándola indistintamente en repetidas ocasiones. Pensó que nada más terrible podía ocurrirle que no fuera morirse allí mismo. Y durante medio minuto lo anheló. Iba a entregarse a la oscura dama cuando un impetuoso envite le destrozó el sexo. En medio de un denso y enlutado charco de sangre, adormecida y abandonada a su suerte, estaba siendo cabalgada. Ya se percibía el aliento grisáceo de la noche. Los tres hombres marcaron el territorio meándola encima, y se fueron a la hora que tenían previsto, ni un minuto más tarde. La fortuna sólo les había puesto en las manos un juguete para matar el tiempo aburrido. Se alejaron convencidos de que Soledad había disfrutado a la par que ellos, si no más. Se jactaron de su hombría y mitificaron con júbilo la hazaña, por eso apenas escucharon los aullidos de espanto de mi gitanilla. Mientras caminaban se pudo oír: –Esta perra ya sabe lo que es estar debajo de un hombre. 196

Luego siguió su último orfeón de carcajadas. Al pasar junto a las tumbas, uno se santiguó como si saliese de misa, y los otros dos lo imitaron con respeto. El perro sin nombre iba tras ellos. La morena figura de mi gitana tendida en la tierra parecía haber menguado. Su posición semejaba la de un animal moribundo acurrucado sobre su desnudez: la espalda ligeramente encorvada hacia delante, las piernas encogidas, y los brazos extendidos y lasos. La flama90 parecía querer regresar junto a su amo, y una suave brisa comenzó a soplar acariciando con mimo su maltrecha figura. Junto a tan inesperada invitada surgió la magia, y los sonidos del campo volvieron a percibirse con total nitidez y en franca algarabía. Tal fue el estruendo que más bien pareciese que los animales del cortijo hubieran despertado de la muda pesadilla de la que habían sido testigos, y quisieran celebrar la normalidad, o acaso poner sobre aviso a los demás miembros de la familia, ahora que el peligro había tirado río arriba. Las timoratas gallinas, presas de una extraña y convulsa danza, movían sin concierto las alas arriba y abajo, alargando y encogiendo una y otra vez el cuello, cacareando hasta quedar afónicas y correteando en tropel de un lugar a otro. Los gatos se arremolinaban alrededor de ella, simulando a las bestias que tiran de una noria. Vueltas y más vueltas, con la pelambre erizada y confusa, y el lomo curvado hacia arriba. Bramidos, rebuznos y ladridos fueron otras llamadas de atención. Despertó de su aturdimiento sin separar los párpados. Se le habían secado los ojos y ya sólo almacenaba legañas resinosas que se los pegaban. El dolor era su cuerpo entero, ninguna zona se quejaba menos que las demás y el más 90

Flama: Bochorno debido al calor.

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simple movimiento la castigaba con una bronca chillona. El respirar era agotador y el pensar mucho más que doloroso. Los sentidos más primarios fueron ávidos en percibir el tormento que iba a venir: sintió en la nariz la acre y empalagosa corrupción de la sangre. Ese sabor dulzón y contumaz la obligó a escupir de asco y, otro tufo la atrapó sin remisión: aguantó como pudo la respiración con un gesto nauseabundo, pero la fétida acidez y la oxidación del orín sobre su cuerpo ya la habían envuelto en un abrazo reseco e inmundo. Era la dañina firma, el tatuaje gamberro de sus autores. A pesar del esfuerzo, la resistencia se quebró y la vida le obligó a abrir la boca hasta no poder más, como si fuera a gritarle al cielo. Luego se cargó de rabia y tomó una bocanada de aire que la llenó de salud. Y suspiró, porque sabía que ése era el mejor regalo que se podía permitir en esos momentos. Ya más tranquila, se quedó con la boca abierta igual que un pichón nuevo en el nido, esperando que otro resuello la alimentara. La asquerosa mezcolanza de fluidos propios y ajenos dibujaban un escenario al cual sólo le restaban las moscas para aparentar un basurero a las puertas del infierno. Se atrevió a despegar los ojos y se sobresaltó al descubrir frente a su rostro una mano ensangrentada y sin uñas. Mutilada. ¿De quién será?, llegó a preguntarse ante aquella impresión. Su propia imagen escarbando la tierra le llegó como una mala noticia. Enseguida aparecieron planos perdidos de la película que había filmado su inconsciencia, y le golpearon sin orden el cerebro. Se vio aullando y acariciando la muerte, aunque las telarañas del recuerdo le impidieron ver que las escenas eran propias. 198

La sequedad en su boca la animó a incorporarse en busca de agua. Comenzó a levantarse. Sus movimientos lentos eran los de un mimo borracho. Estaba hincando su rodilla derecha en el suelo, cuando un espeso cuajarón de sangre se desprendió de su entrepierna cayendo en la tierra igual que una losa. Centró la atención sobre su sexo, que le quemaba como bufarda91, y se convenció de que los terribles hematomas de alrededor eran los negros nubarrones en un día de tormenta. Se puso en pie, como si se la hubiera sorprendido un hormiguero y se la estuviese comiendo su diminuta multitud. El observar impávida su sexo manando sangre piernas abajo hasta colorear sus pies de un grana oscuro y brillante, la hizo sabedora de lo ocurrido. Creyó que la penetraban de nuevo y cayó otra vez al suelo aullando amargamente su pena. Supo que, conforme transcurrieran los minutos, el dolor dejaría paso al recuerdo. Tal vez por eso dejó que los ojos se echaran al horizonte. Vio que el sol, hinchado de rojo, estaba colgado de un cielo blanquecino en lo que parecía un enorme huevo frito. En ese instante, y por segunda vez en su vida, se preguntó adónde se va el día por la noche. Empapada de hedores y viendo que los suyos no llegábamos, se dijo para sus adentros: ¡qué largas son las tardes en verano! Y aunque ella lo ignorase, en aquel momento se estaba pintando su primera cana.

Bufarda: Agujero abierto a ras de tierra por el cual la carbonera respira mientras se hace el carbón.

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odrigo fue el primero en darse cuenta de que algo terrible le había ocurrido a su hermana. Entre día y noche no hay vallado, dice la gente de campo, cuando te aconsejan no abandonar el trabajo emprendido aunque se acabe el día, por eso habíamos apurado tanto la luz y ahora los dos aligerábamos el paso para atender a las bestias antes de que definitivamente el sol se apagase. Yo marchaba dos pasos detrás, mascullando mi cansancio porque, aunque se sorprendan ustedes, aún me perseguía la manía de maldecir mi suerte. –¡Dáate prisa! –me gritó el muchacho con la voz rota. Sus ojos vertían zozobra. Salimos corriendo hasta llegar a las proximidades de la higuera. Nos detuvimos, cefrados92 por la loca carrera de última hora, con el corazón en la boca y la sangre helada ante lo que veíamos. Nos acercamos con los pasos lentos de quien atraviesa un lodazal, la respiración contenida y los ojos atónitos, demandando una explicación al cielo que se iba. Nos inclinamos sobre ella y observamos paralizados las terribles marcas de su cuerpo. Éramos dos mudos derramando lágrimas. El corrosivo sudor nos mordía la frente y el cuello, y en la garganta se me había formado una pelota de angustia. Al ver que no se movía, nos acercamos un poco más: parecíamos animales olisqueando al compañero 92

Cefrados: Agotados por haber corrido.

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herido. No queríamos tocarla, porque ninguno estaba dispuesto a afrontar la peor noticia. Por supuesto que pensamos en la muerte, pero no convocamos la severidad de la palabra y nos aguantamos en silencio. Con más lágrimas que lucidez me armé de valor, hundí los ojos en Rodrigo para que fuésemos testigos, y me dispuse a tomarla en brazos, aun con miedo a levantar un trapo hecho jirones. Mis manos eran dos palas lentas que buscaban surcos paralelos entre sus rodillas y su espalda. Cuando apenas la había levantado, despegó los ojos y me los clavó. La devolví a la tierra y todos entendimos que algo sin retorno había sucedido en nuestras vidas. No derramó una lágrima y mantuvo la mirada reteniendo el momento, como si lo que pasara por su cabeza fuera tan importante que quiso que durara un minuto entero. Le tomé una mano y supe que era suya porque salía de su brazo y no porque la reconociese. Sin embargo, no sentí la rabia de la venganza sino la cobardía de encontrarla viva. La insistencia de aquellas aceitunillas negras lograron insuflarme la fuerza necesaria para abrazarla. Nos abrochamos en un arrumaco de viejos, y sus lágrimas –que por fin brotaron– y las mías se juntaron. Su otra mano, más temblorosa, apartó su cabello de esparto de mi boca y no probé el sabor salino de la sangre hasta que no besé la suya herida. Al fin la elevé. El dolor la arqueó y los males que la anidaban volvieron a sangrar. La pobre perseveraba en no manifestar palabras de queja, aunque en cada paso que yo daba su cuerpo se retorciese y me reventase los oídos con voces regañonas. Anduve hasta la casa. Permaneció aferrada a mi cuello con la secreta ilusión de no tener que declarar nunca. Rodrigo nos seguía, como si acompañara el paso misterioso de 202

una procesión. Su actitud me resultaba desconcertante, el rostro reflejaba una ausencia total de emociones o, al menos yo no pude vislumbrar turbación alguna. Se mantenía a cierta distancia, como pretendiendo que tanto dolor no le salpicase. En su mirar alcanzaba a leerse que se había refugiado en algún lugar inaccesible de su cerebro, o que se estaba dando una vuelta muy larga por el mundo. Seguramente jugaba al escondite para no llorar. Así estuvo hasta el día en que dejé de verlo, deambulando desorientado por la finca, como un fantasma que no encuentra su sitio. Aquella noche larga me la pasé inundado por la emoción, porque acepté con un amor puro y una resignación de enamorado algo que me hubiese parecido imposible admitir el día del casorio: que al unirme con Soledad mi parte del trato era pasar la vida sufriendo por ella, y no desear otra cosa.

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as rollizas manos de su madre le desenredaban los nudos apelmazados del pelo, mientras canturreaba al oído viejas canciones que la transportaban a la infancia en noches de tormenta, cuando el sueño se convertía en un amigo esquivo y había que invocarlo con musiquillas que ahuyentaran los monstruos de la oscuridad. De vez en cuando, un nuevo espasmo la sacudía y un escalofrío eléctrico corría como un rayo por su columna vertebral. Entonces Manuela se levantaba de la silla, se sentaba en la cama y la recogía en un abrazo compasivo, contrastando casi como un chiste su corpulenta figura con la menudencia acobardada de su hija. Así comenzaba el insistente y rítmico balanceo de sus cuerpos aferrados en medio de la quietud del cuarto, iluminado torpemente por un candil que también parecía esforzarse por seguir vivo, lanzando ya a trompicones sus últimas palabras. Manuela no pudo evitarlo: este agónico chisporroteo de luz le recordó un burro trastabillado antes de su caída. Fuera, la brisa que se había levantado unas horas antes, cuando mi Soledad yacía junto a la higuera, era ahora un viento impropio que se obstinaba en entrar en la casa llamando a la puerta con silbidos de hombre. De pronto Manuela se incorporó, miró a su alrededor buscando algo que no alcanzaba a ver en la penumbra, escrutó y otra vez fijó su atención sobre la mesa tachonada de numerosas vetas, se inclinó sobre ella alargando un brazo y 205

cogió el mandil de cocina que había traído, lo sacudió en el aire con un violento y seco golpe de látigo, provocando un imprevisto regalo fresco que acarició a madre e hija. Envolvió su mano derecha en la prenda a modo de guante, salió a la calle y se dirigió al tinao. Las llamas de la lumbre, ruidosas y humeantes, bailaban bajo el caldero de agua que ya borboritaba, empuñó el atizador y, antes de dejarlo apoyado en la pared para muchos años, retiró hacia atrás la leña que le estorbaba. Luego se aseguró ambas manos con el mandil y descolgó el caldero de la cadena hollinienta que lo sostenía, agarró el asa con el esfuerzo de quien va a romper la gravedad, y a pies juntillas y mirando al suelo para no derramar ni gota y no escaldarse, y sin ver la media luna que la vigilaba, ni notar que el viento en persona es menos peligroso, y sin hacer un solo descanso por el camino, regresó al cuarto donde lo vertió con calma en una enorme cuba de cinc. El sonido del agua al caer ahogó durante unos segundos la llamada persistente del viento, y es que no hay peor visita que la que se invita sola. Volvió sobre sus pasos y en el tinao recogió dos cubos de latón llenos también de agua acarreada del río, esta vez a la temperatura de la noche, los llevó a la casa y los vació dentro de la cuba. Sólo restaba una cosa: el gesto delicado de introducir su brazo izquierdo y comprobar que el baño estaba preparado. –Vámoh´ íha. A modo de fiel lazarillo, y guardando la dignidad de ambas, dejó que Soledad, desnuda, se apoyase en ella para dirigirse hasta la cuba. En un principio el contacto del agua con la piel animó el ardor de las heridas, pero pronto sintió una apacible sensación de bienestar y descanso. La madre no tardó en comprobar que las mejillas comenzaban a recu206

perar su color habitual. Reprimiendo la alegría de ese logro, cogió el paño de algodón que había preparado y fue con él de llaga en llaga. Las provocadoras caricias despertaron, por fin, la voz dormida de mi gitana. –¡Yo no hice ná, máre; no hice ná! –resonó profunda y áspera, pero lo importante era que se había quebrado el régimen de silencio mortecino que se había impuesto. –Ya lo sé –contestó resignada y sin dejar de frotar la espalda de su hija–, ésoh bichoh tenían que sé má málo que la quina. –Me podía habé ehcapáo. –Ya´a pasao... y´a pasao tó, híha. Soledad no pudo ver las dos lágrimas de hielo que rodaban por las mejillas de su madre. –No, máre, éhto no va´a pasá nunca. –Yo te juro que sí, qu´un día sacaba tó. Volvió el silencio, sólo el vaivén del agua de la cuba interrumpía el ensimismamiento. Soledad se preguntaba si podría volver a abrazarme algún día sin sentir asco al género hombre, a ser mía sin sentirse rota por dentro. La maltrataba la idea de no tener más remedio que rendirse al amor por la tiranía de su insistencia. También se preguntó si yo me atrevería a buscar su boca para besarla de verdad, a acariciarla, si volvería a tratarla como a una mujer legítima. Reconocía que había recibido la puñalada mortal del sexo, y ahora no tenía más remedio que consagrarse en vida a su recuperación. Pero en contra de lo que ella misma pensaba, bastó que un día, en un tropiezo imprevisto, me introdujera en sus ojos, la agarrara por la nuca, le dijera dos palabras en susurro, le acariciara sus labios abiertos con la yema de mis dedos, y la besara hasta ahogarla, para que la herida 207

grande empezara a curarse. Pero ahora su memoria era un barrizal que empezaba a secarse y en el que se estaban quedando grabadas las pisadas de aquellos tres hombres. Manuela, que había observado cómo la muchacha se había llevado las manos al sexo y se lo había tapado para que no escuchara sus pensamientos, quiso desatascar la tortura de su hija. –Éreh mu afortuná al láo de Rafaé, te quiere con locura. Soledad ya era una mujer triste. Dejó caer la cabeza para asentir. La madre continuó hablando con esas pausas misteriosas que tienen las leyendas bien contadas. –Pocoh´ ombreh iban a consentí que su mujé fuera ensuciá por otro. –¡Fué a la fuerza! –gritó mi gitanilla en un arrebato de decencia castúa. Manuela la calmó con un siseo lleno de eses largas y cerrándole la boca, para que las palabras del recuerdo no la removieran más. Fueron sus ojos los que se removieron y volvieron a soltar dos lágrimas frías. Esta vez Soledad sí advirtió que su madre estaba llorando, pero ahora no era por el dolor que había recogido de sus lisiaduras o de sus palabras enfadadas, sino porque le cayó encima la sentencia imborrable de que se había pasado su juventud amamantando hijos. Tuvo que ser con esas lágrimas como comenzara a reinventar ese otro tiempo. –Teh´e dicho éso, híha, porque yo sé cual eh tu doló –y después de cinco segundos de angustia, que le sirvieron para tragar abundante saliva, terminó la frase–, lo sé mu bien. –Máre, ¿qué me quiere uhté decí? Manuela, que todo este tiempo de baño había estado a 208

espaldas de Soledad, rodó la silla y se sentó enfrente, para que los ojos se vieran las caras y porque ya sabía la buena mujer que su papel en esta tragedia no se podía limitar a templar las heridas, ni siquiera a ser una madriguera de comprensión, un paño de lágrimas, sino y sobre todo, debía despachar alguna consulta sobre el amor. Por estas inquietudes y con la sangre tan fría como sus lágrimas, comenzó a desempolvar su historia, la cual yo ahora, y tirando de licencias literarias, pongo en román paladino. Hija, llegué al matrimonio con catorce años y sin haber conocido varón alguno, nadie me había regalado un beso, una caricia... nadie me había cogido la mano en un paseo secreto. Tus abuelos lo habían pactado cuando tu padre y yo aún teníamos la edad mágica de jugar, haciendo hablar a las cosas. Lo conocí solo tres días antes de la boda y me pareció el hombre más guapo del mundo, del pequeño mundo gris que yo había visto. La mañana del casorio me sentí la gitana más feliz... iba a tener un marido. Cuando llegó la noche, mi madre –tu abuela Soledad, que era una santa– me susurró al oído: «aguanta híha, pórtate como una mujer», pero en ese momento ignoré el verdadero sentido de sus palabras. Cuando nos quedamos los dos solos, en la intimidad del chozo, descubrí con amargura cómo mi guapo hombre de la mañana se iba transformando, ahora en la noche, en un fiero animal. Me tomó violentamente. Aunque opuse resistencia (igual que tú hoy), a fuerza de golpes entendí el papel que me iba a tocar jugar en las penumbras de ese chozo. Te puedes imaginar cómo temía la llegada de cada noche, pues en todo el día era incapaz de quitarme de la cabeza el suplicio que me esperaba. 209

Una buena mañana –tú eras pequeña, me acuerdo que empezabas a andar– llegó a las tierras en las que estábamos un herrero, a calzar cuatro mulos y una yegua percherona, pues comenzaba la temporada de labranza. Fui a las cuadras a ver cómo era eso de ponerle zapatos de hierro a una bestia, y allí, en medio de dos pesebres llenos de paja seca, encontré el susto de la pasión. Se llamaba Gumersindo, aunque me faltó tiempo para hacerle caso y llamarle Gúmer. Su familia era de Olivenza, pero llevaban varios años viviendo en Badajoz, en la calle Joaquín Sama, donde tenían una herrería. Él, que debía rondar los dieciocho años, era el encargado de hacer los trabajos fuera de las murallas de la ciudad. Tanto viaje y tanta gente a la que tratar, habían hecho que en poco tiempo atesorara mucha vida, de modo que su historia, seguramente, estaba llena de pequeñas historias bonitas que se cancelaban cuando estaba en la última. Yo era la última. Como el muchacho era mañoso, el capataz le iba dando nuevos encargos, de tal forma que la faena en el cortijo se le fue acumulando y no tuvo más remedio que pasar allí casi dos semanas. Por las noches se quedaba en un chozo vacío de una familia que había cambiado de tierras. Yo daba razones sencillas a tu padre para ausentarme, e iba a su encuentro. Cuando engañar es demasiado fácil, termina humillando al embustero. Con Gúmer descubrí la hermosura del abrazo de dos cuerpos, la ternura y la pasión. Aquel chozo ardía. Me mostró los diferentes caminos que llevan al gozo, a la plenitud de sentirse mujer, me hizo creer especial y única. Cuando un hombre te hace única, no se puede perder tiempo en ninguna otra mirada. Él me regaló aquello que tu padre tomaba por la fuerza. Hasta entonces me atacaban las 210

garras de un hombre que había trabajado poco, que no sabía hablar con las manos; sin embargo, Gúmer me atacaba con manos moldeadas por el trabajo, y eso se nota, porque el amor es trabajo, y para hacerlo bien uno ha tenido antes que sudar con ellas. Yo era una confusión de arcilla en sus manos, amorfa, y cuando abandonaba aquel chozo y regresaba al mío sentía por el camino que iba echando cuerpo de mujer. Gúmer desapareció igual que llegó, fui a buscarlo y el jergón estaba vacío. Sus cosas no habían dejado ni fusca93 en el suelo. Tal vez fue desenmascarado por tu padre (nunca hemos hablado de aquello por mucho que él diga cosas sueltas), tal vez encontró a otra mujer a la que consolar de alguna desgracia o, simplemente, dio por terminada la faena en aquel cortijo. La vida nunca volvió a ser igual. Yo cambié. Es difícil tirar p´alante94 cuando uno sabe que lo mejor que te ha pasado pertenece a un tiempo que se empieza a ir –al principio de puntillas– y que finalmente se va –con paso firme–. Pero el sabor intenso que me dejó el amor me hizo fuerte para comprender que tu padre nunca había descubierto la existencia de otro lenguaje, muy hermoso, y que al pobre nadie le había enseñado otra cosa que no fueran palos y voces, trato perverso que se va a la sangre y uno lo trasmite al mínimo contacto. Trabajo y muchos insultos me costó enseñar a amar a tu padre, poner en práctica la sabiduría pasional que la casualidad había puesto en mi camino. Sólo eso quería decirte, híha, porque cuando te veo junto a Rafael revivo aquello que yo tuve con Gúmer... pero Fusca: Es muy utilizada para designar a pequeñas acumulaciones de suciedad, como por ejemplo la que queda después de retirar un mueble. 94 P´adelante: Muy utilizado, incluso en la actualidad: para adelante. 93

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lo tuyo es mejor... porque lo nuestro... lo mío, después de todo, sólo fue una emergencia del amor... debes estar muy dichosa de tener un hombre como él a tu lado. Bien hubiese deseado Manuela otro momento para salir del cautiverio del pasado que tantas veces había querido compartir con alguien, pero las oportunidades se fueron estrechando y, cuando se quiso dar cuenta, la vida le había cortado la lengua. De este modo su mayor gozo, aunque hubiese sido un amor a la carrera, como ella venía a decir, se le estaba muriendo por abandono, porque ella sabía mejor que nadie que una alegría en silencio termina siendo una pena, y que aun, en la peor de las experiencias, recordar termina siendo un placer para el narrador. Soledad, sorprendida por la revelación de su madre, no supo hacer otra cosa sino abrazarla en silencio. Luego, para que Manuela encontrara desahogo, dijo: –No hacía falta qu´ehto cabroneh se déhfogasen conmigo pa sabé que Rafaé me quiere con locura. Este pensamiento le pareció un regalo, y se quedó en la cuba casi dormida, sin sentir que el agua se estaba enfriando ni que la madre le frotaba ahora los brazos con un paño que, a estas horas, era ya la lengua felina que lame fatigada a la cría recién parida. Pero aún el candil dejaría ver que había heridas muy feas.

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anuel atizaba con ahínco a la mula y la pobre respondía relinchando ante la premura de su inusual jinete. Tras él marchaba jadeante el viejo Avelino, uno de los curanderos que buscaban freguesía95 en las riberas del Zapatón y del Gévora. Avelino era un hombre bueno y conocedor de todo tipo de yerbas y de sus usos terapéuticos, heredero de una sabia tradición que se remontaba hasta el olvido y que se había mantenido a pesar de la intromisión de algunos imitadores más perezosos, como el siño Apolonio. Parece ser que no se dirigían la palabra entre ellos cuando se encontraban en medio de la dehesa averiguando plantas. Rumores de la gente, pues la verdad era bien distinta y su enfado tenía que ver más con la dudosa enfermedad y muerte de una mujer, que atendieron los dos y a la que no fueron capaces de encontrar antídoto para el veneno que llevaba en las venas. Se les quedó tiesa en la cama y, claro, en el mundo de la magia no existen la aclaraciones: se acabaría la magia. Aprovechando que había enfermos incurables, la mayoría porque no tenían nada que curar, y que acudían esperanzados a los sabios consejos de ambos, se estuvieron enviando mensajes de odio el resto de sus vidas. Avelino cabalgaba una mula negra tan lenta como vieja y tan tozuda como él. Manuel avanzaba erguido, con la espalda más recta que si se hubiese tragado una estaca, como Freguesía: Se usaba mucho en la zona. Clientela, seguramente de feligresía, esto es, conjunto de feligreses de una parroquia.

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si por una vez se hubiese olvidado del viejo eterno que vivía en su interior. De vez en cuando miraba para atrás, fuera de quicio, levantando los brazos en actitud de súplica para reclamar al curandero y a su negra estéril que se diesen prisa. La ausencia de alcohol en su sangre y la inquietud por llegar cuanto antes al cortijo hacían de él un hombre impetuoso, firme, un hombre nuevo a los ojos de Avelino que, conociéndole de lejos, no daba crédito a semejante transformación. Por fin, la media luna alumbró el portón de la finca. Manuel saltó a la manera de un quinceañero sobre la tierra, lo abrió en un santiamén y esperó desesperado a que el curandero lo cruzase. De pronto el viento, que había seguido creciendo a sus anchas, les saludó con un golpe de frente, descubriendo de un zarpazo el pelo blanco de Avelino que, haciendo ademán de bajarse de la mula para recuperar el sombrero, quedó clavado en su cabalgadura por un vozarrón de Manuel que le exigía no entretenerse en pamplinas. Hasta ese momento el curandero no se había dado cuenta que también la voz del gitano se había hecho más joven. Yo los vi llegar por el camino abajo y me quedé esperándoles en la puerta de la casa. Los churumbeles dormían ya en el chozo. Nunca había visto llorar en silencio a tantos niños juntos. Rodrigo seguía dando vueltas por el cortijo, como quien patrulla. Manuel le ayudó a desmontar, y sin tiempo a que el hombre se enderezase del todo, le indicó el camino con firme resolución. Soledad despertó y observó a su padre con una pausa infinita. Ella también lo notó desconocido. En un minuto había visto más padre que en toda su vida. Sólo Manuela había disfrutado antes de ese gitano, en los días en los que había aprendido a amar a su mujer y aún no conocía la 214

inconsciencia placentera del vino. Por eso esta noche lo vio más guapo y mucho más alto. –¡Mejor en la mesa! –ordenó Avelino. Al sujetarla, los tres hombres tuvimos el mismo miedo de que se nos rompiese a pedazos; en vilo la sacamos de la cuba y la depositamos sobre la mesa, que la recibió con frialdad de quirófano. Manuela tapó la intimidad de mi gitanilla. Hubo una mirada de conformidad entre ambas. Avelino la miró dentro de los ojos y sonrió. En ese momento Manuel salió del cuarto y todos oímos su frase de celebración: –Éhto se merece un buen trago. En realidad aquella noche no probó ni gota, ni nunca más volvería a saber del vino. El curandero abrió el zurrón, metió su mano derecha y la sacó con tres abejas lentas sobre la palma, la terció despacio y la fue poniendo sobre el vientre de Soledad; luego las animó con la otra mano a que descendieran y las dejó posadas alrededor del ombligo. La contradicción en los ojos atónitos de mi mujer nos dijo que le estaban picando. Aquella noche me enteré que ese veneno levanta el ánimo, alivia el cuerpo y ayuda a sanar. «Ayuda a decidir no estar enfermo», dijo Avelino. Luego, como si el zurrón del curandero fuera verdaderamente la chistera de un mago, volvió a abrirlo y extrajo unas manotadas de flores secas de manzanilla y un manojo de cortezas de pero. Se los entregó a Manuela para que las hirviese. Yo fui el encargado de buscar trapos que sirvieran de gasas. Manuela y yo nos pasamos toda la santa noche empapando los trapos y aplicándolos: la infusión de manzanilla para las contusiones y la de pero a las muñecas, rodillas y tobillos. Al tiempo, Avelino iba recorriendo el cuerpo de la enferma con un dedo 215

impregnado en una especie de aceite sucio. No fui capaz de entender aquellos rezos de brujo. Manuel entraba en el cuarto de vez en cuando, observaba los conjuros y salía de nuevo a la calle, cigarrillo en mano. Así toda la noche. Cuando supimos que el candil no aguantaba más y era seguro que se nos apagaba, apareció con el del chozo y, sin mediar palabra, lo colgó en una punta de la pared y nos dejó la pieza iluminada. Ese fue el momento en que me di cuenta que el buen hombre había estado llorando bajo la luna. El siño Avelino salió tras él y hablaron a solas como hombres. Está claro que el curandero quiso matar dos pájaros de un tiro, y encontró en este infortunio doméstico la mejor oportunidad de apartarlo del vino, así que le hizo sentir la responsabilidad en la cura de su hija asegurándole que, de los dos padres que había tenido la muchacha, ahora necesitaba el segundo, el que estaba empezando a conocer y al que se acostumbraría con gozo. A la primera luz del alba metimos a Soledad en la cama. Durmió todo el día de un tirón. Manuel ayudó al curandero a montar mientras yo sujetaba la mula del ronzal. –Manuel –empezó Avelino a despedirse–, en tres días la criatura estará como nueva. Ya sabe tu mujé lo que´hay qu´hacé –aquí hizo una pausa, inventó una mueca burlona que yo no había visto en toda la noche y que revelaba una vida menos seria, y añadió–, ¡ah!, y tú no te olvides de masticar hojas crudas de perejil. Yo le agradecí su trabajo con mi mano cansada en el aire. Después de algún tiempo he sabido dos cosas: que el perejil masticado se recomienda para el mal aliento, y que cuando Avelino salió por el portón llevaba puesto su sombrero de brujo. 216

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a noticia de lo ocurrido a Soledad se extendió igual que el fuego salvaje en el pasto. Manuela escuchó el primer cuchicheo a la mañana siguiente, mientras lavaba en la orilla del río. Las mujeres, cuando levantaban el lomo y ponían a secar sus ropas en las piedras, aprovechaban para hablar despacio entre ellas, y luego, como si se tratase de un acuerdo comunitario, se le acercaban de una en una a ofrecerle sin tapujos el consuelo de las palabras. Pero no crean ustedes que estas escenas tenían el tufo de los ambientes rabaleros96, pues la historia había escocido tanto que no iba a ser de aquéllas que conforman el ajuar del baúl de chismes que se olvidan a los pocos días, sino de esas otras que la gente sigue contando y enriqueciendo con detalles que se inventan sobre la marcha y que hacen pensar que los narradores fueron testigos directos de lo que cuentan. La gitana, en honor a la verdad y a su experiencia, se tomaba el ofrecimiento como un pésame sincero por la muerte de la dignidad, una forma solidaria que tenía la gente de sumarse a la desgracia que había caído en su casa. –Resihnarse es lo que noh quéa –pensaba camino del cortijo. Llevaba el cesto en lo alto de la cabeza y la expresión preocupada de quien empieza a comprender la polvareda de indignación que el suceso había levantado. Quería hacer suyo el susto que tenían en el cuerpo todos los vecinos por la que se podía venir encima. Y soportando este Rabaleros: Arrabaleros, es decir, que en modales o manera de hablar se muestra mala educación, y ganas de saber los chismes de los demás.

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desconsuelo de viuda, no se le ocurrió otra cosa a la mujer que mirar a la tierra para agradecerle la fidelidad eterna de su olor a vega, pero el cesto la obligó a levantar la frente. Y entonces tuvo un pensamiento calé: «ésa es la función del trabajo, te obliga a seguir p´alante y te impide distraerte en las preocupaciones de los sentidos». Pero su corazón triste no estaba tan atormentado como para obedecer sin rechistar, así que se puso a cantar. Los gitanos lloran cantando. Y fue por casualidad que aparecieron las primeras palabras flamencas en su boca; el resto fueron llegando solas, cada vez más altas, porque era verdad que sumaban una protesta. Y justamente cuando el canto empezaba a compadecerse de la soledad del trayecto tropezó. Se había topado con un bulto y estaba despatarrada en el suelo, con la ropa alrededor diseminada en el camino, como si un ángel travieso la hubiese lanzado desde el cielo. Nunca había visto aquel perro que parecía dormido, le habían pegado un tiro en la barriga y debió morir sabiendo el pobre animal que la vida se le iba poco a poco en un camino de nadie. La ropa llena de tierra y de lágrimas volvió al cesto. Al perro flaco y bigotudo lo veríamos Soledad y yo dos días después, una noche de estrellas, aunque el sol de las chicharras ya lo había desfigurado a bocados de hiena y su hedor nos haría acelerar el paso. El comandante don Ricardo tuvo conocimiento de la desgracia tres días después. Andaba muy atareado en los cometidos que la guerra le requería, que no eran otros que buscar por las ensangrentadas calles de Badajoz traidores al alzamiento. Aquel día se encontraba junto a la puerta grande de la plaza de toros, aguardando un nuevo cargamento de presos, pues le había cogido gusto a eso de ponerse al mando, inspeccionar en persona los rostros de los deteni218

dos y ver los miedos en su forma de andar. Don Luis, el cura de la ermita de Bótoa, fue quien le dio la noticia, ya que esa misma mañana se había trasladado a la ciudad para interceder por varios parroquianos que, según le dijeron, iban a ser fusilados al atardecer. Ante una frenética multitud de familiares que esperaban, los presos bajaron del camión, mareados como animales de subasta, y cuatro militares a las órdenes del comandante los tuvieron que apartar a culatazos, para dar paso a una camioneta que salía hacia el cementerio llena de cadáveres marcados por el signo inequívoco del plomo de la victoria. Ahora, revisando y contrastando lo sucedido, sé que el episodio de la camioneta llena de hombres, algunos casi niños, fue una constante los días posteriores a la toma de la ciudad. El rebaño de recién llegados permaneció arrinconado, humillado por la impotencia. Contemplaron cabizbajos la camioneta, rezando en silencio para que ninguna de las caras del amasijo de carne les fuera conocida. Esta visión les previno de su suerte, y muchos se negaron a entrar en la plaza, aferrándose a los familiares con abrazos de desconsuelo. Se armó la de Dios. Los familiares imploraban por sus vidas y corrían desesperados, calle arriba y calle abajo, en busca de cualquier uniforme que detentara autoridad y tuviera pinta de querer interceder. Regulares, guardias civiles, requetés, religiosos, falangistas y hasta serenos eran asaltados por la súplica. Se vieron muchas mujeres rotas defendiendo la carne de su carne poniendo precio a la suya. Cuando la entrada en la plaza era inminente y los cuatro militares empezaron a enfadarse y a empujar, se multiplicaron los abrazos. Hubo un griterío de manicomio. Mujeres aferradas a sus maridos. Padres a hijos. Hijos a madres. 219

Hermanos a hermanos. Parientes a parientes. En cada gesto se desparramaban mil lágrimas y se sellaban pactos de amor y de fidelidad. Otros decidieron ser más prudentes y sus pactos fueron mudos. Abrazos eternos y profundos convertían a hombres en cándidos corderos, y minutos más tarde apenas se les veía enfilar, ya resignados, el largo pasillo del matadero. Algunos presos que habían llegado a la plaza acompañados tan sólo de su soledad, recibieron el desprendido y noble abrazo de aquellos que habían ido a despedir a sus seres queridos. Ni siquiera los curiosos que espiaban a distancia la plaza hubieran advertido que se trataba de apretones entre extraños. Finalmente, ya en la misma puerta, hubo una piña humana compacta que se negaba a ser separada. Don Ricardo aún escuchaba con atención el relato del cura y, aunque se mantuvo firme y no se soltó a llorar por los rigores de la envidia que le dieron los tres violadores, por momentos sintió que se venía abajo. De repente, como si le hubiese visitado la venganza, desenfundó su arma y a punta de pistola apremió a los últimos presos que se resistían a entrar, sin importarle que gritaran igual que niños perdidos. Don Luis se quedó aún algunas palabras en la boca. Las ha soltado después de muchos años. Las puertas se cerraron y al comandante le faltó tiempo para pedir exigente la presencia de dos hombres que también estrenaban allí su destino de guerra. Vinieron corriendo y hubiera sido una humillación para ellos que alguien les hubiese notado la fatiga de la carrera. En ningún otro hombre había mostrado nunca don Ricardo tanta confianza como la que ponía ahora en estos dos desconocidos. Ambos habían entrado en la ciudad como avanzadilla de las fuerzas rebeldes del teniente coronel Yagüe, y fue un honor para ellos salir a recibirlas y vitorearlas sin mucho ruido la tarde del día trece de agosto. A don Ricardo le bas220

tó verlos en la Plaza de San Andrés cortar los genitales de unos cuantos cadáveres para saber que compartía con ellos los mismos escrúpulos, y que a su lado sobreviviría mejor a los ojos acechantes de la población. Eso pensó. Eran un tal Pérez, sargento pequeño y bizco, de aspecto cansado y grandes ojos miel, perteneciente a la 16 compañía de la IV bandera del II tercio de la legión; y Saïd, cabo marroquí de piel oscura, más largo que un día sin pan y espaldas anchas, del Regimiento de Tetuán Nº 1. En efecto, el moro tenía las espaldas que se echaban en el puerto de Tánger, y el rostro afilado de pez, de escrutar sin reposo el horizonte azul de donde venían flotando las esperanzas. Deseaba una ocasión que le cambiara la vida. Y la tuvo: a la esperanza la vio en la playa, correteando junto a sus hermanos: se llamaba Fhatih y tenía doce años y, aunque era graciosa, menuda y ágil, y de una belleza de esas que parecen inmutables y que hacen sospechar que nunca le van a afectar gravemente los estragos del tiempo, a Saïd lo que más le llamó la atención fue la forma tan perfecta con la que le perseguía su revoltosa coleta. Se casaron y su propósito fue sincero: encontrar la dicha y vivir en un corazón más grande. Pero pronto dejaron de mirarse, y sólo lo volvieron a hacer, con un desgarro que recordaba los inicios de la pasión, cada vez que ella le anunciaba un nuevo embarazo. Dejaron de hablarse por mucho tiempo el día en que Saïd llevó otra mujer a casa. Ésta se llamaba Malika, era más joven y lo había enamorado sin remisión también en la playa. Pero a los tres meses de ser la amante altruista de un pobre sin oficio ni beneficio como era él, encontró un hombre como Dios manda para toda la vida. En medio de la tristeza Saïd salió a pasear y, observando a unos niños que jugaban en libertad junto a las caballerizas, sintió que la vida le pesaba. Entonces vio en el ejército un alivio y en España su última 221

esperanza. Cuando al cabo de tres años de muertes regresó a casa, Fhatih le preguntó si estaba bien, él asintió con la cabeza y se fue a dormir. Aquella noche y sin hablar, engendraron su sexto hijo. Los tres militares, con las prisas de quien es perseguido por un toro en descampado, se dirigieron al cuartel de la Bomba, donde recogieron un vehículo para ir al cortijo. Por lo visto, nadie dijo una sola palabra, aunque los dos subordinados desconocieran la misión y se les animase la curiosidad. La obediencia no pregunta, se corroe por dentro. Saïd conducía y don Ricardo iba a su lado. Pérez ya estaba acostumbrado a los asientos traseros; cuanto más lejos del volante mejor, pensaba, los coches son peligrosos. Pasaron frente a las puertas inexistentes del maltratado Teatro López de Ayala, que había sido incendiado, y vieron que un grupo de camisas azules retenía, a punta de fusil, a tres hombres de paisano a los que acusaban de haber participado el viernes a mediodía en la lucha sangrienta de la brecha de Puerta Trinidad. Alguien decía haberles visto y, como no lograron huir como otros tantos, o morir como la mayoría, fueron denunciados por vecinos de toda la vida que quisieron de esta manera ganarse el favor de los vencedores, y así ponerse en paz con las viejas envidias que escondían. Estos miserables chivateos se estaban repitiendo una y mil veces en cualquier rincón. La guerra cambia las monedas vigentes. Don Ricardo ordenó a Saïd que aflojase la marcha, para determinar si tenían que intervenir en el altercado, pero la cosa estaba controlada, o eso parecía. He sabido que a los tres hombres los tuvieron retenidos varias horas, hasta que un legionario les hizo quitarse las camisas, para ver si tenían 222

colorado el hombro derecho, ya que era la señal inequívoca del retroceso de las armas de fuego. Uno de ellos fue asesinado allí mismo y los otros dos, que en su vida habían disparado, fueron finalmente llevados a unas cocheras que había frente a la plaza de toros. Antes de que el moro acelerase, el sargento Pérez había tenido tiempo de echarle un vistazo a una pared cercana a la glorieta de Moreno Nieto, y comprobar que allí continuaba el bando que él mismo había pegado y que el propio gobernador civil de la provincia, el comandante de infantería retirado don Marciano Díaz de Liaño Facia, había redactado. Decía así: Hago saber, que las personas que hayan adquirido mercadería, objetos, alhajas y efectos procedentes de saqueos o mala procedencia, deben hacer entrega inmediata de los mismos en la comandancia militar. En la inteligencia de que la contravención de esta orden será castigada de acuerdo con lo establecido en el apartado cuarto del bando, declaro el estado de guerra. Dado en Badajoz a 17 de agosto de 1936

El sargento Pérez, siempre obsesionado con el orden, se había tomado muy personalmente la difusión del bando, pero hubiera estado más tranquilo de haber sabido que el Diario Hoy de esa misma fecha lo había publicado. Nunca llegó a saberlo; dos días más tarde sería rajado a navajazos, sobre los raíles del tranvía de la calle Vasco Núñez, por un camarero que se aficionó a la venganza nocturna. Estaba indefenso: iba cargado de olvido por culpa de siete copas de aguardiente que había tomado a sorbos cortos en El Mercantil. Don Ricardo tampoco llegaría a enterarse nunca de esta muerte. 223

Cuando el vehículo enfiló el viejo puente de Palmas, los tres hombres observaron, con alegría de victoria, una multitud de personas que escapaban del cerco militar, arrinconadas al margen derecho del Guadiana. Eran hormigas tristes en dirección al norte, buscando el refugio de las sierras de La Codosera, Alburquerque y Alcántara. Muchos luego darían el salto a Portugal. Pérez se quedó mirando por el cristal trasero y creyó que contemplaba un cuadro inacabado al que él mismo había dado algunas pinceladas de rojo. Al cabo de un rato nadie hubiese dudado que el cuadro lloraba en silencio tanto como su autor, y es que el dibujo de Badajoz era fantasmagórico: se mezclaban el olor a pólvora, el agrio dulzón de la sangre en descomposición, el negro del luto y el nublado de la incertidumbre. A pesar del ruido del coche, aún podían escuchar esporádicos disparos y, en ocasiones, un eco obediente y armonioso, ráfagas que les indicaban que la camioneta volvía a su necrológica rutina. La vida nunca para de matar. Las pinturas de guerra habían liquidado la algarabía de algunas de las zonas más populosas de Badajoz, y mostraban ahora calles tristes y solitarias y una atmósfera metálica que nadie quería respirar. Serpenteaban regueros de sangre que, con sigilo sacramental, reclamaban descanso al final de calles que parecían podridas. Ni tan siquiera el propio infierno en día festivo sabría engalanarse de forma más acertada: pendones de cólera, de miseria y también de victoria ondeaban majestuosos en lánguidas fachadas. Ya de lejos, el sargento Pérez comprendió que aquel lienzo podía prescindir de sus actuales autores, porque hay obras bélicas tan inteligentemente expuestas al mundo que su primera intención de separarnos va a perpetuarse entre la progenie 224

después de los años, reivindicando de continuo su vigencia. En fin, pensó: siempre se estará en guerra, aunque no se vea la camioneta rebosante de cadáveres. El aspecto de don Ricardo era deplorable, su semblante se confundía con el antifaz de la derrota: barba de leñador y ojos llenos de venillas rojas. A nadie le había dicho que no había podido encontrar el sueño en los últimos tres días. Y precisamente a este estado calamitoso se le sumaba ahora una furia contenida, que le acuchillaba sin descanso el amor propio de señorito y le ponía el odio en carne viva. Posó la mirada en el horizonte de la carretera y, en un duermevela, soñó que estaban ante el portón del cortijo. Pero no era un sueño. Ordenó detener el motor para recorrer a pie el tramo hasta la casa. Pérez y Saïd lo dejaron caminar delante, cinco metros. Nadie dijo esta boca es mía, avanzaron y punto. Don Ricardo iba recordando los muchos años que llevaba sin pisar con los pies aquel camino, y se asustó de que fuera tanto tiempo el que llevaba haciéndolo con el coche. A pesar de tanta abundancia de sentimientos y tanta vida acumulada, desde lejos sólo eran tres hombres en medio del campo.

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l afilador se llamaba Wenceslao Tejado Barriga y pasaba en bicicleta por los cortijos de la ribera del Zapatón una vez al mes. Tenía la delgadez del pedaleo perpetuo y los labios se le habían echado para delante de tanto soplar el camarillo. Era uno de esos hombres viejos que cuentan historias mientras trabajan, por eso algunas mujeres le daban para afilar herramientas que no iban a usar nunca. Afila muy mal, decían, pero da gusto escucharlo. Cobraba la voluntad; eso sí, no le gustaba dejar fiado. La voluntad, si no es inmediata, se olvida. Manuela, con todo el dolor de su corazón, tuvo que volver al río a darle un enjuague a la ropa que hacía dos días se le había caído en el tropiezo del perro desconocido, y no pudo decirle a Wenceslao que ella no precisaba de los servicios de su profesión puesto que, desde pequeña, había aprendido a afilar sus bienes cortantes en las piedras de las guadañas, y cuando estas estaban gastadas o perdidas, lo hacía en las piedras salvajes que se encontraba en los caminos. Los churumbeles, muertos de curiosidad, se fueron tras la inocencia de aquel silbido, y nadie podía convencerles de que no estaban ante un mago. Le acompañaron hasta los cortijos cercanos, observaron el engatuseo con el que adormilaba a las mujeres, y cuando el hombre hacía descansar la bicicleta en el patacabras y empezaba a pedalear, intentaban coger con las manos las chispas que en la fricción con el metal hacía volar la rueda de piedra, y cuan227

do se quemaban se reían con los dientes juntos, como si tiritasen de frío, para hacerse los fuertes. Wenceslao tenía la cara llena de chispas apagadas. Era la cara volcánica de un afilador. Yo esa tarde me había encontrado con fuerzas para preguntarle a Rodrigo acerca del olvido de sus palabras, de ese letargo lingüístico en el que se había encerrado el pobre muchacho y que parecía un ejercicio espiritual de solidaridad infinita con el que absorber el dolor de su hermana. Por eso, y porque los corralones estaban llenos de mierda, me lo llevé a limpiarlos, y cuando escuchamos el caramillo no dudamos que serían Manuela o Soledad quienes le darían las buenas tardes y le sacarían la vasija de agua para calmar la sed. Era verdad que se nos había acumulado demasiada porquería para hacerle caso al perezoso que llevamos dentro y dejar la horquilla y la carretilla para mañana, así que no nos quedó otra que apencar disciplinados como prisioneros de un penal. El hombre se fue con la boca echa un zapato y atosigado por la impertinencia de los niños. –El´afilaó, el´afilaó. Vámo niña, que se va el´afilaó. Soledad estaba bajo la higuera acumulando las imágenes de su reciente desgracia. Había oído una vez la atrevida historia de una joven gitana llamada Mónica Salazar que, habiéndose quedado viuda y viendo que la zozobra de la muerte no le permitía entrar en el chozo que había compartido con su amor, decidió coger la última muda que había llevado puesta su marido, incluidos los zapatos, y meterse con ella y sus olores revueltos en el catre, y así entenderse lo antes posible con la larga ausencia que le aguardaba. Eso es lo que ahora quería hacer Soledad con todos los retratos que guardaba bajo la higuera: dormir con ellos en la intimidad. De modo que, cuando escuchó al afilador y vio a los hermanos detrás, fue como si alguien le hubiese 228

puesto una imagen equivocada en su álbum, y no tuviera más remedio que pasar página sin detenerse, y continuar ordenando y comprendiendo sus penas. La higuera, testigo silencioso, que tanto había conocido y tanto estaba callando, se le mostraba ahora más maternal que nunca y en ningún otro lugar, como bajo sus brazos, iba a encontrar con más acierto el bálsamo cicatrizante para las heridas del recuerdo. Ella misma había oído las palabras que el viejo Avelino le había dicho a su madre la noche larga en que alivió sus heridas: «lo mejor es que la muchacha resucite a la alegría y borre pronto las huellas del ataque». Luego el curandero se había encaramado en su mula y alejado de nuestra vista. En el portón se detuvo a recoger su sombrero, y fue ahí donde se topó con don Luis, el cura, que venía de dar la extremaunción a una venerable anciana llamada Genoveva Caro Gómez. A los dos se les fue la lengua largo rato, aunque aún al cura se le iría más en la misa de la tarde. Hoy sabemos que, en efecto, don Luis había ido a darle licencia cristiana para morirse, pero también a interesarse por los rumores que circulaban sobre el testamento de la vieja pues, según se decía, era la ermita la gran beneficiaria de las cuatro perras que guardaba en el Banco Bilbao. No haremos caso al contrastado comentario que hizo uno de los hijos de doña Genoveva al ver entrar al cura en el cuarto de la enferma: «éste viene a animarla a que se muera». El atardecer estaba consumiendo con glotonería los últimos rayos de sol y el calor iba perdiendo fuelle ante el paso ligero de la brisa invisible que suele preceder a la oscuridad; pero hasta el último guijarro del camino retenía aún en su interior los alaridos desesperados de socorro del salvaje ataque del día. De repente el comandante se detuvo y, dirigiéndose a sus hombres, les ordenó que regresaran al vehículo y aguardaran en él hasta nueva orden. Saïd y Pérez 229

se observaron atónitos, como las vacas cuando ven pasar la locomotora del tren, y desanduvieron despacio, pero con obediencia de soldado, el camino que les llevaría a una espera que nunca hubieran imaginado de aquella manera. En los diez primeros minutos su única distracción fue ver a una recua de gitanillos y a un afilador que parecía poseído por la fama. Don Ricardo reanudó la marcha en solitario hacia la casa. Era un jabalí herido, directo al corazón del cazador que le había pegado el tiro, pero esa determinación rabiosa sólo estaba en su cabeza, porque a su cuerpo derrotado sólo le quedaban pasos de mendigo hambriento. Lástima que fuese un jabalí silencioso y no un perro, porque entonces iría ladrando y todos le hubiésemos advertido. Conforme la distancia al cortijo se reducía, el alma se le iba llenando de odio; y los ojos, reventados de sangre, iban inspeccionando el horizonte y reclamando una oportunidad para vengarse. Pero la verdad era que parecía un hombre que no tenía fuerzas ni para afeitarse. De hecho, cuando tuvo la elegancia de ver el polvo campesino en sus botas, y de sentirse por ello aún más sucio, no encontró ni el modo ni las fuerzas de agacharse para limpiarlas, y se enfureció más. Le atacó entonces en la garganta un pastoso sudor que lo acongojó y, con un enérgico movimiento, se arrancó la corbata, rompió dos botones de la camisa y dejó el pecho de lobo al descubierto. Mostraba una imagen que en nada se asemejaba a la del terrateniente elegante que hasta entonces habíamos soportado en aquella finca. Era como si todos sus sentimientos fueran gallos que ahora se habían echado a pelear, y ya nunca fuera a encontrar la manera de separarlos. Se debatía entre la venganza y la justicia, pues su castrense entender reivindicaba un castigo ejemplar para los violadores, pero su corazón sólo sentía la traición de un amor que siempre consideró al alcance de 230

la mano. Hurgando en esa idea se paró en seco, se llevó la mano derecha al pecho, y el alboroto del ritmo cardiaco lo asustó. Las piernas se negaron a obedecerle y optó por sentarse junto al camino, recostando la cabeza en una alpaca de paja. Los churumbeles pasaron junto a él, pero iban tan distraídos con la novedad que sólo advirtieron a un hombre cualquiera descansando. Don Ricardo se vio jugando allí de niño y comprendió que aquello era una cita con la fatalidad, como si se hubiese estado esperando a sí mismo para recoger los trastos de la memoria y ponerse en paz de una vez. Se dio cuenta que desde la infancia había sido educado de un modo que ya permitía saber cómo sería de adulto. La severidad de sus abuelos y luego de sus padres se le había metido en las venas. Miró al cielo y la atmósfera le pareció impenetrable y viscosa como el chocolate y, abriéndose con ansias la camisa, respiró a bocados. Le bastaron cinco minutos para saber que su respiración se había sosegado y dos más para enfrentar los sentimientos que tenía por Soledad, y que eran las mismas pasiones agazapadas de otros tiempos por otras mujeres, pues en la adolescencia había empezado a llevar un recuento de las muchachas de las que se iba enamorando, aunque al principio sólo fuera por el ímpetu de las hormonas. Pero con los años fue perdiendo esa contabilidad de los amores fracasados, ya que siempre fueron deseos prohibidos ante los ojos incorruptibles de su condición social. Con un cielo limpio y con ese sol grande y redondo de los atardeceres extremeños, que parece pintado con los instrumentos precisos de la geometría, echó a andar de nuevo.

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ra cierto que la primera vez que la vio delante de la casa la había considerado algo parecido a una propiedad o, al menos, algo fácil de coger y de hacerlo suyo sin mucho esfuerzo. Pero desde ese día en adelante no dejó de preguntarse qué tendría que hacer él para conquistar su corazón gitano. Y la verdad era que su único logro había sido apalabrar un paseo en coche que siempre se fue aplazando. Por eso, cuando en la puerta de la plaza de toros el cura le informó de que el honor de Soledad había quedado dañado, su intimidad planeada con ella reventó como el globo de un niño, y un berrinche caprichoso deseó a toda costa meterla en su cama y gozarla sin escrúpulos. Y si bien no dejaba de culpar por los agravios del sexo a esos rojos de mierda, también se preguntaba por qué ella lo había permitido, por qué se había entregado tan frescamente a unos indeseables: ¡porque era una puta!, y basta. En ese estado de ofuscación, un doméstico sentimiento de infidelidad conyugal comenzó a martillearle la cabeza. Se vio traicionado y preso de unos celos que no conocía. Ya era inevitable: había olvidado que, en realidad, los celos siempre son nuevos y anulan los anteriores, que empiezan a parecer sólo anécdotas para ser contadas, y eso que todos sus amores no habían sido más que en su imaginación. Al final el camino se ensanchaba, confundiéndose con el llano grande que había frente al cortijo y, en su otro extremo, detrás de la carretera y junto al portón, el coche militar 233

era un punto negro que debía estar vigilando. Al recordar la paciencia obediente de sus hombres y saber que al mínimo jaleo aparecerían como dos mastines en busca de la oveja perdida, se le envalentonó el ánimo. Oyó el silencio del atardecer y notó una silueta tranquila bajo la higuera. Manuel miraba el campo abierto a través de la pequeña ventana de la cocina, y comprobó que aún quedaba azul en el cielo para que los demás hombres siguieran trabajando. Cualquiera que haya visto a una niña jugando en solitario a las muñecas, comprenderá la emoción del gitano cuando se puso a contemplar a su pequeña cachorra, gozoso además de los esfuerzos que estaba haciendo por enterrar a los monstruos que la habían señalado. Pero, al mismo tiempo, el gitano estaba sufriendo las de Caín para domar sus ansias de vino, pues a marchas forzadas quería acabar con este vicio rojo que le había arruinado la vida, sobre todo ahora que había advertido cómo a Soledad le había entrado un aliento nuevo al verlo sereno. Pero su conciencia de alcohólico le hacía sentirse culpable, ya estaba marcado por una profunda herida, y sólo una cosa le impedía no empinarse la bota y aliviar la ansiedad a base de chorros: la comida suelta que iba robando de la cocina. El esfuerzo era de los de sudar la gota gorda, allí escondido y sin saber cómo acercarse a su hija, pues siempre había sido un hombre de palabras prestadas y ahora los remordimientos le enseñaban un pasado lleno de errores que le cortaban aún más cualquier iniciativa de aproximación, así que la dolorosa abstinencia fue un consuelo porque no encontró otra manera de ponerse en paz con la hija, de saldar su deuda de padre extraviado, e incluso de recompensarla. Continuar cuerdo fue entonces como una manía de viejo, porque hacía demasiado tiempo que no saboreaba la lucidez. 234

Se sentó en un taburete y, con la ayuda de su navaja, obsequio de un pariente de Arronches97, se concentró en cortar pequeños pedazos de queso que devoraba con las ansias de quien estrena dientes. Se inclinó hacia delante recogiendo el pecho sobre las rodillas, se puso a balancearse como los enfermos de la cabeza y volvió a sumergirse en sus demonios. La piel se le endureció igual que a una gallina desplumada, y sintió que estaba temblado de frío. Soledad, que ya andaba en las preocupaciones propias del cercano momento de la cena, se levantó para meterse en las faenas de la casa, y hasta que no dio tres pasos no se percató de que alguien se acercaba por el camino del portón. El sol, que aún no se dejaba mirar a los ojos, le impidió comprobar quién era, aunque ella quiso creer desde el principio que se trataba de una silueta vecina. Se quedó quieta para esperar y, en un gesto femenino, se recogió el pelo en un enorme moño negro. En la distancia reconoció desarreglos que le agriaron la espera: militar sucio, mala cara, y las ropas mal vestidas de haberse encontrado a un lobo codicioso. Contribuyó a esta negra estampa ver la agonía del sol detrás del hombre. Pensó muchas cosas, unas detrás de otras, y también todas seguidas: un bandido, alguien que viene herido, que huye; pero también tuvo agudeza de sentir la elegancia de aquel hombre o, mejor dicho, de saber que llevaba poco tiempo con esa apariencia de pobre. Aunque lo primero que se le pasó por la cabeza nada más distinguir sus haraposos rasgos fue una inquietante sospecha: el regreso de alguno de sus agresores. Pero, finalmente, sus ojos se esforzaron y la mano derecha se fue, como un reflejo, a la boca para no gritar «¡el señorito!»; acababa de ver su mirada enferma. Cruzó los brazos sobre los pechos, 97

Arronches: Pueblo portugués muy pequeño cercano a Badajoz.

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se sintió incómoda y, sin aguantar un respiro, volvió a dejarlos caer sobre las caderas; y en ese mismo segundo los cruzó de nuevo y otra vez cayeron ingrávidos. Sin duda, cualquiera podía haber olido su desazón. En otro segundo mal contado volvió a repetir los mismos movimientos: un respingo para entrecruzar los brazos, respirar con urgencia y dejarlos desplomarse flácidos y desganados, cuando el aire apenas había llegado a los pulmones. Sin saber cómo colocarse, esperó el encuentro. No se avergonzó por caer en la cuenta de que su falda estaba rota, ni por tener la camisa blanca llena de lamparones, sino por estar descalza, pues estaba aprendiendo que enseñar los pies a un extraño equivalía a sentirse desnuda. Notó en la nariz el olor de los higos, cerró los ojos y respiró como si delante tuviese una rosa recién cortada, y comprobó que el aire se estaba llenado de polvo. La postilla del mentón empezó a picarle con el rencor de las viejas heridas y, aunque sintió que el corazón le palpitaba allí mismo, porque le estaba gritando, no quiso rascarse para no destrozarse la cara con arañazos de gato acorralado. Notó ese sudor canalla que a veces se abre paso desde las entrañas, entrecruzó las manos sobre la espalda, sujetándose las muñecas para que no acudieran al auxilio de la carne, y despegó los labios para dibujar las ruinas de una sonrisa que sólo a ella le pareció un saludo. Dos minutos antes, don Ricardo había mirado desde sus propios pies hasta la silueta que estaba bajo la higuera (y que ya se agitaba más nerviosa: Soledad se acababa de levantar), y su ritmo era tan lento y tan bien elegido para el suspense que parecía que fuese contando –uno, dos, tres, cuatro– cada uno de los pasos que iba a dar hasta llegar a ella. Ya la venía apuntando con ojos de francotirador, pero

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se le revolvió aún más la cólera cuando vio cómo la gitana lo provocaba jugando a cruzar y descruzar los brazos y, sobre todo, cuando al final echó las manos para atrás y descubrió los pechos humedecidos por el sudor. Los pezones le besaban la camisa. Entonces dijo para sus adentros los pensamientos que le venían mordiendo: ¡esa puta no sabe quién soy yo!

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n rato antes yo había salido a verter una carretillada a la estercolera98 y había contemplado la calma reflexiva de Soledad bajo la higuera. De poco me habían servido los intentos de conversación con Rodrigo, pues apenas el muchacho había soltado tres o cuatro monosílabos casi insonoros. El dolor y el miedo se le habían juntado en la garganta y yo no encontraba manera alguna de que los escupiera, y por esa obsesión de hacerle hablar, y para desahogarme un poco yo también, le conté algunos miedos propios que guardaba bajo la llave segura del silencio, como los que me molestaban aún de cuando don Ricardo citó a Soledad para el paseo en coche. Se lo confesé por partes: de aquel día me avergonzaba haberme quedado más quieto que un ajo porro y haberme acojonado vivo; haber sentido que se me desangraba el corazón cuando ella aplazó la cita para otro día; y no haber sido capaz en aquel momento de reventarle las quijadas a ese maricón de mierda. Y lo más importante, le confesé a Rodrigo lo que nunca pude demostrar: que para mis adentros yo también tenía una cita pendiente con don Ricardo, porque mi ira sólo estaba aplazada. Ya se sabe: arrieros somos y en el camino nos encontraremos. El muchacho me miraba muy atento, invitándome a no callar, pero los repentinos acontecimientos –que ahora les narro– me impidieron revelarle otros miedos: mi soledad Estercolera: Estercolero. Era usual, y aún lo es en estas tierras, escuchar esta palabra en su forma femenina.

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y la tragedia de mis padres, que ya empezaban a existir en una muerte sin regreso. Y aunque esos acontecimientos nos separaron, sospecho que si no lo conté antes fue en realidad por temor a olvidarlos, porque a veces pasa que, si logras sacar fuera de la razón sucesos que están bien agarrados, es como si los expulsaras para siempre, y ya no te vuelves a ocupar de ellos y, al final, eres tú el que termina matándolos. Yo aún esperaba la normalidad. Don Ricardo se presentó jadeante frente a Soledad, con ojos de búho la revisó de arriba abajo y, sin la parafernalia de las palabras y sin darle tiempo a ella para que intentara hablar, le arreó el bofetazo99 que le traía guardado. El dorso grande de su mano izquierda le impactó como una coz de yegua en el rostro, un hilillo de sangre comenzó a brotar de su nariz, los ojos se le inundaron de temor y ya no pudo controlar las lágrimas. Creyendo que el señorito había cumplido con la determinación que le había traído hasta allí y que todo el castigo era cruzarle la cara de un sopapo rabioso, se giró avergonzada para correr, esconderse y llorar sin testigos, pero él se lo impidió en un forcejeo que provocó que mi gitana cayera de bruces al suelo e hincara las rodillas igual que una penitente abatida por las dudas. Entonces la poderosa manaza100 del señorito la apresó por el moño y, pareciéndose a un viajero despistado que porta a diario su maleta, la remolcó hasta las tumbas en un arrastre de cinco ásperos metros. Soledad se resistió clavando sus rodillas en el suelo. Un rato después, yo mismo pude ver los dos surcos de manchas rojas que quedaron detrás. Sin poder levantar la cabeza empezó a batir los brazos, intentando encontrar un asidero que entorpeciese su animal arrastre. Era el agónico baile de un viejo molino que se derrumba y 99

Bofetazo: Bofetón, bofetada. Manaza: Manota, mano grande.

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que por última vez mueve sus aspas. Llegó a pensar que aún estaba en la cama y que se trataba de una de las pesadillas de las noches anteriores, donde el daño le hacía abrir los ojos y despertarse al mismo tiempo. Pero cuando vio que el pelo se le caía mechón tras mechón, y que la cabeza le estallaba de dolor porque tenía un aguijón atravesándola, supo que no era un sueño sino una nueva convocatoria de la muerte. El señorito se movía como ausente y con una parsimonia que parecía que toda su vida se hubiese dedicado a arrastrar personas por la tierra, ajeno a los alaridos de sufrimiento de su víctima y mascullando entre dientes insultos y reproches que lo reafirmaban más y más en su papel de macho agraviado, que había conseguido llegar a la hembra elegida rastreando los olores sexuales que la muy zorra había repartido por el campo. Y en efecto, era así: ahora se le presentaban claros algunos retazos que la memoria le había estado escondiendo durante años, y vivió otra vez la imagen de su abuelo arrastrando a la tía Camila hacia la higuera, apretándole después el cuello hasta que la mujer se quedó sin la vida. Elisa, la joven y bella amante que le había revuelto el sexo a Camila, moriría un mes más tarde, abatida por la gripe y sin que ninguno de los dos curanderos que fueron reclamados por la familia, no por salvarle la vida –como se quiso hacer creer a la gente–, sino más bien por no juntarse tan pronto con dos cadáveres, pudieran hacer nada para liberarla de la broma de la muerte. Aunque en los recuerdos de niño don Ricardo adivinaba que, si su abuelo no mató también a Elisa, fue porque ésta decidió morirse sola de gripe o de pena, o de ambas cosas a la vez, o de ninguna de ellas, porque un médico autorizado de Badajoz dijo que el pigmento que usaban las artistas para hacer los colores de sus pinturas era venenoso, que si no la 241

hubiese quitado del medio en un periquete, de la misma forma que hubiese quitado del medio a la propia Carolina Coronado, a quien culpaba por la influencia que tuvo su poesía feminista en su hija ya que, según creía, su lectura le había llenado la cabeza de amores enfermos. Tirándole del pelo la puso en pie como a un pelele y, sin aparente esfuerzo, la incrustó de narices contra la tumba de Camila, que la mordió sin contemplaciones en un abrazo de invierno. Pero, al no lograr sostenerse en pie, fue ella misma quien se abrochó a la piedra mortuoria, para tener por fin un punto de apoyo donde sujetarse y coger aire. Pronto se dio cuenta que todo el aliento del campo no era suficiente, porque la pesadilla de sólo tres días antes la asfixiaba. Entonces fue la paciencia de una vieja la que le permitió darse la vuelta y dejar la espalda pegada sobre la tumba, plantando su rostro frente al de su atacante, pero no para hacerle cara como él pensó, sino para espantar el miedo. Aún después de los años, no ha olvidado cómo sintió en su rostro el torbellino húmedo del resuello del señorito, que le pareció un toro resoplando con los belfos llenos de bramidos blancos, ni ha olvidado la dificultad que tenía el hombre para encontrar la respiración acostumbrada, ni sus labios amoratados ni la boca torcida que parecía que se le fuera a caer al suelo, ni ha olvidado aquel semblante conocido que era incapaz de reconocer a pesar de la cercanía. Soledad gritó pidiendo auxilio, pero su voz encontró un obstáculo imprevisto y sólo sonó un gemido torpe y lastimero: la mano izquierda del comandante hacía presa sobre su cuello, impidiendo que cualquier sonido saliera afuera. Se ensució las bragas por la descomposición del susto, y supo que su hora había llegado. Al principio sintió que la lengua se le dormía y que las cervicales rechinaban pidien242

do compasión, pero pronto notó cómo el cuello entero se convulsionaba, porque era verdad que todo el aire que había encima de la tierra no bastaba, y comenzó a distorsionar su noción de la realidad, como si viera el mundo a través de las llamas de una lumbre. El comandante estaba tan centrado en cada gesto de lamento de Soledad, que nada le importó la asquerosa imagen que daba la comisura de su boca escupiendo ríos de saliva sobre ella y, aunque nunca apartó la mano de su cuello, por un momento Soledad sintió que la presión aflojaba y que la vida le daba un respiro. Tragó saliva. Entonces don Ricardo no pudo resistirse y metió la mano libre en sus sueños más profundos: le abrió la camisa de un fuerte tirón, dejando las tetas expuestas a la inclemencia de sus babas. Cayó una hoja pálida de la higuera, porque ésa era la vieja costumbre que tenía el árbol de decir que a la mañana siguiente haría algo más de frío. Era su manera de pintar sobre la finca el primer color del otoño. Desde su incómoda posición, Soledad lograba atisbar por el rabillo del ojo la casa, rogando, ¡a qué se yo qué Dios!, que alguien corriese en su ayuda. Sin fuerzas para zafarse escupió, en un esputo sanguinolento, toda su rabia sobre el rostro del comandante. Pero el hombre no se inmutó, no consintió limpiarse, sino que respiró como si fuese la última vez y, sin apartar la vista de los jóvenes pechos, y con una voz llena de recriminaciones antiguas, le gritó: –¡Puta! Por fin sabrás lo que es un hombre de verdad, hoy te follo yo. Ya no te ríes más, so puta –miró para arriba y añadió–: ¿Por qué regalaste lo nuestro? Se quedó quieto, como si las palabras que acababa de decir se las estuviese repitiendo a sí mismo, o estuviese ensayando otras nuevas o rezando por las que iba a decir. 243

–¡Zorra! Me vas a devolver todo lo que festejaste con esos cabrones. Cada vez más fuera de sí, el hombre inició una llorera escandalosa: –¿Por qué te entregaste a ellos? –se repetía entre lágrimas sinceras. Luego vino un aullido de pena: –¿Por qué me has traicionado? ¡Yo pensando que te agradaría mi uniforme, y tú has preferido el primer bolchevique piojoso que se te ha cruzado! Miró los pechos que Soledad ya no escondía, lanzó su mano derecha a la aventura y, emocionado por el pánico de los principiantes, le rozó un pezón y, acto seguido, dijo algo que hubiese dicho muchas veces a muchas mujeres: –¡Yo te amaba! –y le volvió a apretar el cuello. Lloró ahora con vagidos de crío y, aunque hubiese sido fácil odiarlo, Soledad encontró motivos en aquel desconsuelo para sentir pena y quererlo un poco, aunque sólo fuese como se quiere al perro extraño que te lame mientras tú le miras los ojos, que te parecen humanos. Pero no estuvo confundida: sabía que la confesión de amor que acababa de oír nunca iba a llegar a las venas privadas de su corazón. Y recordando a un bebé que comienza a pronunciar las primeras palabras y no puede decir otra, repetía la retahíla: yo te amaba. Pero, al mismo tiempo, apretaba con fuerza el cuello de mi gitana que, en un postrero esfuerzo por librarse se inclinó hacia delante, y ya nada pudo hacer para impedir que sus labios se dejaran besar. En todo momento, don Ricardo mantuvo la boca cerrada y, cuando la abrió, fue para decir de forma reiterada: Te amaba, te amo, te amaba. Parece mentira, pero era así: porque aunque estu244

viese en un estado propenso a la ceguera y no distinguiera bien los sentimientos, su voluntad no era tanto castigarla como amarla, si bien para ambas demostraciones precisaba de la fuerza, porque no conocía otra forma, y tal vez nunca supo que la estaba matando, y no amando, como él creía. Manuel dio en sí de un sobresalto, igual que si despertara en la caída libre de un sueño justo antes de llegar al final del precipicio y, en esa fase en la que se mezclan todas las vidas que uno tiene, advirtió la letanía amorosa que don Ricardo iba diciendo. Cuando salió corriendo en busca de su hija sabía sólo dos cosas: que en su vida había tenido tanto acojono, y que tenía un nudo espeso en el estómago que lo fatigaba más que la vejez. Además no se fiaba de sus piernas, pues sólo unos días antes se habían movido a esa velocidad de liebre y aún recordaba la debilidad reumática de sus rodillas. Así y todo, y aunque estuviera a más de treinta metros y no pudiera ver la escena completa, iba imaginando lo que ocurría junto a las sepulturas: el hombre que le da la espalda y al que no puede verle la cara está estrangulando a su hija, que se aferra a la vida con manotazos desengañados; cuando apenas le restan quince metros sabe que Soledad aún vive, pero sus brazos apenas protestan ya; es el momento en el que Manuel piensa que, si sigue corriendo de esa manera, el corazón se le va a escapar por la boca; a los cinco metros los ojos le brillan, porque cree que podrá detener la marcha de su hija, y es cuando se jura a sí mismo sobriedad hasta la tumba, pero un mal paso le hace trastabillarse y está a punto de irse de bruces contra el terruño, tragando polvo y rabia. Pero quien tropieza y no cae, adelanta el doble de camino, dice el refrán, así que levanta la cabeza y se descubre a tan sólo dos metros del desenlace, dispuesto a saltar sobre su presa y sin saber aún que su mano derecha lleva empuñada la navaja portuguesa. 245

El rejón de muerte entró en contacto brutal con el cuello del señorito, seccionándolo con limpieza de escalpelo y vertiendo su savia en una explosión grana y espesa. Luego crujieron las vértebras cervicales y lo apartaron de su obsesión. La opresión sobre Soledad cedió al instante y fue ella quien ahora buscó la urgencia de sus manos, como si tuviese que desatar un fuerte nudo de soga que la ahogara. Respiró de la forma más egoísta que pudo, para calmar su dolor y su sed de vida: abriendo la boca de par en par. Y conforme el aire le iba devolviendo los sentidos, fue viendo a su padre delante, teñido de carmesí, sofocado, con una navaja en lo alto. Entonces la pobre se fue derrumbando despacio y en silencio hasta quedar abrazada sobre sí misma, convertida en un ovillo rojo. A su lado el cuerpo del señorito se aferraba a este mundo ahogándose en su propia sangre; sólo un hilo de vida lo separaba del final, pero aún su mano derecha reptaba sobre la tierra en busca de Soledad, que ya no se movía, porque era ahora un feto que aguardaba su nacimiento. Ni siquiera fue consciente del profundo tajo que adornaba el cuello de don Ricardo, que parecía una cómica carcajada encarnada. Tampoco se inquietó cuando sintió en sus pies el roce tenue de la mano temblorosa del señorito, que se apagó sin más ruidos, como agradeciendo que el desahogo de una muerte sin lamentos le llegara junto a ella. En los labios del comandante don Ricardo quedó dibujada una leve mueca semejante a una sonrisa, contrastando grotescamente con otra que salvó a ambos: a ella de una muerte prematura, a él de los mortales celos.

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C

uando el cielo está claro hay una estrella que sale antes que ninguna, como para indicarle a las demás que el camino está libre, que cuando oscurezca pueden salir sin peligro alguno. Yo la estaba mirando cuando sentimos el bullicio de los churumbeles bajando por el camino del portón. Habíamos limpiado a conciencia los corralones y ahora buscábamos la casa para darle al estómago la última alegría del día. –Vamos a matar a quien nos está matando –le dije a Rodrigo de forma refranesca para que a los dos nos quedara bien claro que lo único que nos faltaba por hacer hoy era cenar, que el trabajo se había terminado justo en el momento de pinchar la orquilla en lo alto del estiércol. La jauría de críos venía imitando con voces verduleras algunas escenas del afilador: «vamoh muhé, que d´un palo t´ago un cuchillo», decían. Pero además, venían cargados de varas y maderos de distintos tamaños, haciéndolos pasar por armas, como si fueran pequeños soldados que acabaran de recibir la instrucción militar y estuvieran poniendo en práctica los nuevos aprendizajes. Era gracioso verles jugar a la guerra. Los dos nos reímos de corazón durante un buen rato, y hasta que no estuvimos todos juntos debajo del parral no vimos la otra escena, la que había entre las dos tumbas. Manuel se había arrodillado y tenía en brazos a su hija. Le había dado por llorar, y se iba sintiendo reconfortado por la 247

oportunidad que el destino le había dispuesto para expresarse. Estaba escupiendo los demonios del padre ausente. El sonido de nuestras alborotadas pisadas lo sacaron de su ensimismamiento, fijó la mirada en el horizonte menguado por la poca luz y nos vio llegar como una manada cansada por el día. Asombrados por el descubrimiento, rodeamos el cuerpo muerto. Manueliño fue quien gritó: –¡El señoriito! El silencio nos ató en un secuestro de pánico. Los animales del cortijo se volvieron a apartar de la vida, igual que lo habían hecho hacía tres días y como lo hacían siempre cada vez que sentían las tempestades de la convivencia humana. Por eso no se atrevieron a interrumpir el momento en el que, todos apiñados alrededor del señorito, observábamos la insólita fotografía: Manuel ya se había sentado en una tumba, Soledad en la otra y, entre ambas, el cuerpo en medio de un espeso charco de sangre. Yo levanté la cabeza y subí los párpados, preguntando qué había pasado, y Soledad, con prisas de querer acabar cuanto antes, nos contó lo que pudo. Pusimos la atención mágica con la que los niños escuchan los cuentos. Luego me senté a su lado y la abracé para compartir el miedo. No sé cuántas veces la besé en la frente. Y una en la boca. –Nunca me gustó cómo te miraba –le dije. –Ni´a mí tampoco –dijo Manuel, poniéndole ese tono experto que tanto gusta a los hombres cuando están delante de los suyos. Manuela había apurado la luz del día. Llegó del río con el cesto de la ropa en lo alto de la cabeza y un cántaro de agua a un costado. Cuando vio el enredo descansó el cántaro en el poyo de la entrada de la casa y se vino derecha al corro gritando: «Dioh mío, Dioh mío». Por el camino 248

dejó caer el cesto, y nunca más lo volvería a recoger del suelo. –¡Dioh mío!, ¿k´apasao? ¿k´apasao? Ehto es nuehtra ruina, ahora noh matarán a tó –dijo medio histérica mientras recogía a sus polluelos en el regazo. Los chirivejes se contagiaron del espanto de la madre y se pusieron a llorar y a gritar «¿k´apasao? ¿k´apasao?», sin saber muy bien qué es lo que decían. Soledad, como si estuviésemos los dos solos en la intimidad del cuarto, me lo preguntó con una voz tranquila: –¿Qué noh va ha pasá ahora? Yo me esforcé por mantener la calma, pero sabía que algo urgente teníamos que hacer. Me levanté para pensar, pero también para evitar que me lo volviese a peguntar. Manuel, en un arrebato de lo que parecía clarividencia, interrogó al aire: –¿La familia del señorito sabía qu´ehtábamoh aquí? –Yo sólo he hablado con él –contesté–, pero eso da igual, lo sabe todo el mundo. –Lo sabe tó el mundo Páre –dijo también Soledad. De pronto Manuela soltó la noticia que habría de meternos prisa y desconfianza para muchos años. –¡Dícen loh churumbele que hay doh soldáoh en el portón! Saïd y Pérez se habían entretenido con los niños, les habían preguntado cosas graciosas para reírse un rato, pero los niños se pusieron serios y se entusiasmaron con sus armas de fuego, y los hombres se sintieron más hombres cuando se las enseñaron. Durante ese tiempo se les había ido de la cabeza la guerra, aunque estuvieran jugando con bártulos de matar. 249

El crepúsculo comenzó a cargarse de estrellas y en su frescor flotaba ya el olor dulzón y testarudo de la sangre. Seguíamos paralizados, sin voluntad ni criterio, incapaces de tomar decisión alguna. Los minutos se precipitaban y el manto definitivo de la noche nos cogió casi por sorpresa. Los churumbeles temblaban de frío y de hambre, doblándose débiles como la juncia. –Páre, ¿qué vamoh´aceh? –Soledad se había secado las lágrimas con el dorso de la mano, y por algún motivo sabía que su padre estaba acopiando fuerzas para intervenir. En efecto, Manuel se encaramó sobre sí mismo de tal forma que parecía que estuviese creciendo y se fuera revistiendo al mismo tiempo de esa resolución nueva que tanto nos cautivaba. Tras un momento interminable de intriga, posó sus ojos sobre los de cada uno de nosotros, como si quisiera apropiarse de nuestros temores y cargar con ellos. Lucía el resplandor de quien nada tiene que perder y, aunque yo desconocía lo que podía sugerir, me tranquilizaba saber que alguien iba a tomar el mando. Sentí la comodidad de tener que obedecer, y en mi propio alivio noté el alivio íntimo de los demás. El hombre había visto un resquicio de luz y eso era suficiente para que comenzara a impartir ordenes. Fueron tres, una detrás de otra, y todos supimos que no sólo buscaba la autoridad torcida por el vino. –Manuela, te cóhe a los churumbele y a Rodrigo y te vah al Marco101 con el primo José Antonio. –Rafaé y Soledá, oh váih a Badahó, con tanto jaleo naide os va buscá ni a pedí razón. –Yo me quéo aquí. Al principio no nos atrevimos a contrariarlo pero, desEl Marco: Barrio pequeño perteneciente a La Codosera y que tiene como linde con Portugal un pequeño riachuelo de no más de dos metros de ancho. 101

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pués de un rato, Soledad se levantó para ponerse a su altura y decir en alto el pensamiento que todos mascullábamos. –¿Pa qué se va uhté a queá, páre? Ya se le había metido en la cabeza y lo explicó en una frase. –Alguien ha matáo a ehte hombre, y éh a quien buhcarán, no precisan sabé más ná. El silencio de Manuela fue sepulcral, lo miraba boquiabierta, como quien se está enamorando. Sabía que su plan era tan bueno como cualquier otro, pero eso era lo de menos, lo que a ella le conmovía era la certeza de que sus palabras estaban llenas de amor. Deseaba detener el tiempo para seguir gozando, ya intuía que lo estaba viendo por última vez, pues su valentía era una enfermedad mortal. Se fue hacia él, se asomó a la oscuridad de sus ojos, le pasó las manos sobre el cuello y besó sus labios de hombre nuevo. Se detuvo el mundo: Manuel y Manuela se estaban besando en una unión sin reproches, sin pasado, y con un futuro de suspiros, sólo besos de bienvenida y de despedida, y lágrimas que se trenzaban para irse juntas a la tierra. Ansiaron decirse muchas cosas, pero optaron por enmudecer. Manuel apartó las manos de su mujer con la firme ternura de quien se sabe perdonado y, repartiendo los ojos entre los muchachos, dijo a la dueña de su vida: –¡Iroh ya! Pero antes llamó a Rodrigo para darle el mando de la familia y para que lo abrazara. Yo me emocioné, porque estaba viendo el abrazo de un padre con un hijo y porque estaba escuchando lo que en voz baja se decían por primera vez: «páre», «hího». Hay cosas que se echan de menos toda la vida.

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No hubo más, Manuela y sus hombrecillos recogieron algunos trastos del chozo y desaparecieron en un horizonte que estaba estrenando oscuridad. En varias ocasiones tuvo que tirar de los chirivejes, porque no dejaban de mirar para atrás. Cuesta trabajo creer cómo se aceptan algunas cosas, pero Manuela había decidido hacía muchos años ser antes madre que esposa, y el descubrimiento de un viejo amor casero no hizo temblar esta antigua elección. –Ahora oh toca a vosotroh doh –nos explicó que nos fuéramos por el río, y que luego cogiéramos el camino de la acequia. Pensaba que una vez en Badajoz, con tanta agitación y tanta gente abandonando la ciudad, no íbamos a tener problemas para meternos en el lío y empezar a vivir, mucha gente lo hizo. En parte yo le daba la razón: a río revuelto, ganancia de pescadores. Aunque un hombre es capaz de hacer lo que sea para que le quieran o, mejor dicho, para sentirse querido, su sacrificio era evitable, y Soledad y yo nos miramos para actuar sin fisuras. Luego me dio un pequeño empujón hacia el frente, como si me estuviera indicando o dando permiso para decirle al padre que no había ninguna necesidad de condenarse, que es de escasas entendederas haber sobrevivido a las borracheras del vino y ahora dejarse matar por los desórdenes de la lucidez. Parece mentira, pero no pude evitar recordar las palabras que Sancho le dijo a Don Quijote en el lecho del adiós: porque la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir, sin más ni más... –¿Por qué no se viene usted con nosotros? –fue todo lo que dije. Pero estas cosas pasan así de rápido y el hombre no podía dejar escapar la oportunidad de encontrar su libertad, no podía seguir huyendo, había desperdiciado su vida 252

ahogado en una botella, y posiblemente ese atrevimiento de resistir en solitario era un engaño que se hacía a sí mismo para no vivir más tiempo despejado. Había acumulado demasiadas deudas y hay personas que no saben vivir con la conciencia cargada de cosas pendientes. Los tres nos abrazamos y el pobre hombre repitió algo que seguramente se decía a sí mismo para coger fuerzas: –Elloh buscan un culpable y eh lo que van´a encontrá aquí. Yo me fui con la mujer más hermosa del mundo, camino del río Zapatón, para ir a parar luego a la acequia donde a mediados de julio nos habíamos enamorado sin querer. Agarrándola por una mano comprendí que sólo con amor no íbamos a ser felices. Por delante nos quedaba una vida de regateos, tal vez por eso Soledad ya no miraba con la vejez que tenía cuando nos conocimos, esa que las personas suelen tener desde el momento en que deciden y saben qué tipo de vida quieren vivir. Los titubeos te mantienen con la mecha encendida. A Manuel se le juntaron mil penas en los ojos. Sin remordimiento alguno, se sentó junto al cadáver de don Ricardo, cruzó las piernas, apoyó la espalda en una de las lápidas y, arropado por el relente de la oscuridad y su conciencia de padre bueno, lió un pitillo para saborear la libertad. Tiró una bocanada de humo y observó cómo dos siluetas se acercaban en medio de la noche.

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Este libro titulado Mi Gitana. Una historia de amor en la Guerra Civil se terminó de imprimir el día 25 de marzo de 2012