Cuatro esquinas en la historia de la guerra

Cuatro esquinas en la historia de la guerra Domingo, 1 de mayo de 2005. Año XVII. Número: 5.619. OPINION CARTA DEL DIRECTOR Cuatro esquinas en la h...
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Cuatro esquinas en la historia de la guerra

Domingo, 1 de mayo de 2005. Año XVII. Número: 5.619.

OPINION CARTA DEL DIRECTOR

Cuatro esquinas en la historia de la guerra PEDRO J. RAMIREZ

En la madrugada de una noche como la de hoy de hace 60 años, el secretario personal de Winston Churchill, su fiel compañero de colegio Jock Colville, interrumpió una de esas interminables sobremesas con amigos y colaboradores a las que tan aficionado era el primer ministro británico, para transmitirle un «anuncio sensacional». Una emisora de radio de Hamburgo acababa de difundir la noticia de que Hitler había muerto, «luchando hasta su último suspiro contra los bolcheviques». Acariciando su copa de oporto o tal vez de champagne Pol Roger, Churchill aplicó su famosa «magnanimidad en la victoria» incluso a la execrable figura del monstruo derrotado: «Bien, debo decir que tenía perfecto derecho a morir de esa manera». Pero su amigo y ministro el magnate de la prensa Lord Beaverbrook le bajó enseguida de la nube: «Obviamente, eso no ha sucedido así». Y tenía razón, pues Hitler se había suicidado a las 15.30 horas del 30 de abril, combinando la pistola y el cianuro, mientras oprimía un retrato de su madre. 1. LAS LAGRIMAS DE HERRIOT. A la vez que Berlín caía en manos del Ejército Rojo -las berlinesas, en el sentido más literalmente infame del término-, en los países vencedores comenzaban los preparativos de lo que una semana después sería ese Día de la Victoria en Europa que ahora conmemoraremos. Para Churchill, el hombre que en mayo del 40 se había negado contra viento y marea a rendirse a la aparente inexorabilidad de una paz humillante con Alemania, el hombre que durante más de un año, hasta después de Pearl Harbour, había mantenido en solitario la defensa armada del sistema democrático, era la hora de la gloria largamente perseguida. Mientras él era aclamado tanto por el Parlamento como por los londinenses, su esposa Clementina le telegrafiaba desde Moscú para contarle la honda impresión que su mensaje radiofónico había causado entre los congregados en la embajada británica. Uno de ellos había dejado rodar unas gruesas lágrimas por sus mejillas.Era el ex premier francés Edouard Herriot, último presidente de la Asamblea Nacional Francesa antes del armisticio, a quien los soviéticos habían rescatado de su cautiverio en Alemania.

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Pero Herriot no lloraba por la emoción de la libertad recuperada sino, como explicó a Clementina, a modo de homenaje a aquellas otras lágrimas de dolor e impotencia que él había visto brotar del rostro de Churchill cinco años antes en el patio de la destartalada Prefectura de Policía de Tours, después de que el primer ministro británico hubiera apelado en vano al espíritu de resistencia del Gobierno francés huido de París. Fue el mismo día y el mismo lugar en que Churchill se dirigió a De Gaulle como «el hombre del destino». Desde las alturas del séptimo cielo al que le elevaba el clamor de una multitud que alternaba los cánticos de exaltación patriótica -sobre todo el Land of Hope and Glory- con el homenaje personal del For He's a Jolly Good Fellow, lo último que se le pasó por la cabeza aquel Día de la Victoria a Winston Churchill -o al menos en su copiosa producción autobiográfica no hay el menor rastro de que así fuera- fue que, exactamente treinta años antes, en esos mismos días de mayo, pero de 1915, había sufrido el más duro revés de su carrera política por razones opuestas a las que ahora le llevaban a los altares. 2. DESASTRE EN LOS DARDANELOS. Si en ese momento era el artífice de una victoria engendrada casi en el útero del milagro, entonces había sido, como Primer Lord del Almirantazgo, el chivo expiatorio de la inesperada catástrofe en que desembocó en Gallipoli el intento de la flota británica de franquear los Dardanelos para hacer pagar cara a los turcos su alianza con el Kaiser. Al entonces primer ministro, Herbert Asquith, la crisis militar le coincidió con la conmoción personal provocada por la decisión de su amante Venetia Stanley -35 años más joven que él- de poner fin a su relación y en su estado de melancolía a lo último a lo que estaba dispuesto era a luchar por la supervivencia de su ministro de Marina. La exclusión de Churchill del nuevo Gobierno de coalición entre liberales y conservadores le convirtió en el símbolo viviente del descrédito de todo el esfuerzo bélico y del propio sentido de aquella sanguinaria Primera Guerra Mundial que 90 años después sigue apareciendo como el epítome de la irresponsabilidad de toda una generación de gobernantes. Si tras la batalla de Inglaterra el propio Churchill pudo decir refiriéndose a los pilotos de la RAF que «nunca tantos debieron tanto a tan pocos», no le falta razón a su biógrafo William Manchester cuando refiriéndose a la guerra del 14 exclama que «nunca en la historia del conflicto humano ha habido tantos que sufrieran tanto para gratificar el orgullo de tan pocos». Quien de forma más clarividente lo denunció en ese momento fue Giacomo della Chiesa, elegido Papa a los pocos meses de que comenzara el conflicto, tras el último Cónclave, por cierto, en el que un español, el cardenal Merry del Val, estuvo a punto de sentarse en la silla de San Pedro. El nuevo Benedicto XV se convirtió en el gran fustigador de la cruel futilidad de la guerra, de los excesos de ambos bandos y de la insensibilidad de los firmantes del Tratado de http://www.elmundo.es/diario/opinion/1792845_impresora.html (2 de 5)01/05/2005 14:31:27

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Versalles hacia los nuevos problemas que estaban engendrando. De ahí que de todos los signos que han acompañado a la ascensión de Ratzinger al Papado, la elección del nombre, con toda la carga de referencias que ello implica, sea el más alentador desde un punto de vista pacifista. Y si encima aprovecha su primera intervención en español para coger expresamente ese testigo, pues miel sobre obleas. Analizando el desastre de Gallipoli, rememorado estos días sobre el terreno por el nada bienhadado Carlos de Inglaterra, el gigante de los historiadores militares contemporáneos Liddle Hart diagnosticó mordazmente que se trataba de una operación «llena de visión y buen sentido, pero estropeada por una cadena de errores de ejecución casi sin precedente, incluso en la historia británica».En el libro Through the Fog of War (A través de la Bruma de la Guerra) sostiene que si el intento de toma de Constantinopla se hubiera llevado a cabo con la determinación y los recursos que reclamaba Churchill, no sólo se hubiera evitado el sacrificio de los miles de muertos del contingente angloaustralo-neozelandés, sino que la duración de la guerra se habría acortado drásticamente. 3. EL 'GRAN MINH' Y LA CAIDA DE SAIGON. Es obvio que Robert Mac Namara, secretario de Defensa de Kennedy y Johnson durante la Guerra de Vietnam, se inspiró en el título de esa obra para bautizar su autobiografía cinematográfica The Fog of War, de la que tanto les hablé al aplicar a la conducta del Gobierno de Aznar durante el 11-M sus tesis sobre la desorientación que afecta a quien está tan metido en la niebla de la batalla que termina perdiendo toda perspectiva de lo que verdaderamente ocurre. El recordatorio es triplemente oportuno toda vez que ayer -menuda semana de aniversarios- se cumplieron también treinta años de la caída de Saigón. La escena y la conversación que entonces tuvo lugar en el Palacio Presidencial de la República de Vietnam del Sur abandonada a su suerte por Estados Unidos no tienen desperdicio.«He estado esperando desde esta mañana para transferirle el poder a usted», anunció desde su enorme corpachón el general Duong Van Minh al primer militar del Ejército de Vietnam del Norte que franqueó la puerta de su despacho. Y el individuo en cuestión, Bui Tin, que sólo tenía rango de coronel, pero además era director adjunto del Quan Doi Nhan Dan, órgano oficial del Ejército comunista, le replicó: «No ha lugar a que usted transfiera ningún poder.Su poder se ha desmoronado. Usted no puede entregar lo que ya no tiene». ¡Así es la vida!, debió pensar el exuberante general, más amante del tenis que de la estrategia o la logística, a quien sus partidarios y detractores apodaban el Gran Minh. Durante toda su carrera había perseguido el poder político, hasta el punto de encabezar el golpe militar que 12 años antes había derribado mediante el expeditivo procedimiento del asesinato- a los hermanos Diem, pero http://www.elmundo.es/diario/opinion/1792845_impresora.html (3 de 5)01/05/2005 14:31:27

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sus compañeros de armas sólo se lo habían confiado pocos días atrás cuando ya todo estaba perdido y sólo quedaba poner en el cargo a alguien lo suficientemente tonto como para poder estimular la condescendencia de los vencedores. Siendo todavía vicepresidente, el expeditivo Lyndon Johnson había llegado a definir a Ngo Dinh Diem como «el Churchill del sureste asiático» y «el Churchill de nuestra década». Estando aún vivo el original, aquello era demasiado incluso para un texano que se jactaba de ser el que meaba más largo en el jardín de la Casa Blanca. Y sin embargo el disparate retórico no era sino el fiel reflejo del disparate político que suponía poner un país mayoritariamente budista en manos de un clan de católicos integristas, pues el pulcro presidente Diem apenas tenía otros apoyos sino los de un hermano obispo, otro, adalid de la filosofía del personalismo, al que nombró ministro del Interior y la esposa de éste, la bella y agresiva Madame Nhu, cuya obsesión era cerrar burdeles y discotecas. Cuando los monjes budistas comenzaron a quemarse a lo bonzo y los generales del corte del Gran Minh a conspirar, la CIA y el embajador Cabot Lodge les pusieron la cruz a los hermanos Diem y fueron cambiando de caballo -Cao Ky, Van Thieu- con la misma soltura de ánimo con que sus homólogos y émulos en Irak sustituyeron a Chalabi por Alaui y han sustituido ahora a Alaui por Yafari. Para entonces los Estados Unidos ya estaban subidos a la espalda del tigre y tendrían que mediar docenas de miles de muertos y una impresionante escalada de protestas en casa, para que dos cínicos como Nixon y Kissinger lograran apearse en marcha. 4. ¿A QUE SE PARECE MAS IRAK? ¿A cuál de estas tres encrucijadas bélicas cuyo aniversario redondo acaba de coincidir ahora se asemeja más la que George Bush proclamó pronto hará ya cuatro años y cuyo más importante frente transcurre hoy en un Irak, oficialmente en paz, en el que se mata y se muere todos los días? ¿A la de la generación de nuestros padres, a la de la generación de nuestros abuelos, o a la de la generación de nuestros bisabuelos? Aunque lo más parecido al ataque contra las Torres Gemelas que le ha pasado nunca al pueblo norteamericano fuera Pearl Harbour, las secuelas de uno y otro acontecimiento sólo guardan un cierto paralelismo en lo que se refiere al ataque contra el Afganistán que daba cobijo a Bin Laden. Durante la Segunda Guerra Mundial en Estados Unidos al igual que en Europa estaba muy clara tanto la identidad del agresor como la continuidad de su amenaza. Eran ellos o nosotros. Para sobrevivir había que defenderse con las armas. Los apaciguadores se habían equivocado y la realidad les había puesto en evidencia. El traslado a Irak del teatro de las operaciones de la llamada «guerra contra el terrorismo internacional», cuando ningún iraquí ha participado en ninguno de

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los atentados más notorios de los últimos años -Kenia-Tanzania, Nueva York, Bali, Yakarta, Casablanca o Madrid-, ha supuesto, en cambio, un notable elemento de confusión que, desde el punto de vista intelectual, nos acerca más al modelo de la reacción en cadena y los efectos inducidos que hace 90 años condujo a muchachos nacidos en Oceanía a morir en las playas turcas porque un serbio había matado en Sarajevo al heredero del imperio austro-húngaro. Y el no hallazgo de las armas de destrucción masiva que sirvieron de motivo para la invasión decretada en la cumbre de las Azores evoca inmediatamente el incidente del Golfo de Tonkin, cuando un ataque norvietnamita que nunca existió -y Mac Namara lo reconoce ahora paladinamente-, sirvió de pretexto a Johnson para implicar directamente a tropas norteamericanas en la Guerra de Indochina. Kennedy se había negado a hacerlo, alegando tal y como revelaría su asesor y confidente Arthur Schlesinger, que enviar unidades a un combate «es como cuando te tomas una copa, que en cuanto se te pasa el efecto necesitas tomarte otra». Lo curioso del caso es que su sucesor emprendería ese camino explicando, igual que se decía en el 14, que esa era «una guerra para acabar todas las guerras». Y que lo haría después de haber tenido que defenderse de acusaciones de debilidad con los comunistas a lo largo y ancho de la campaña electoral del 64. Entonces como ahora, en el 14 como en el 40 y el 41, la palabra clave, el concepto sublime que lo justificaba todo, era, cómo no, la «libertad». E incluso Lyndon Johnson tuvo que comprobar que, puestos a estirarse, había alguien que llegaba más lejos que él, cuando Barry Goldwater proclamó al aceptar la nominación en San Francisco algo que hoy en día parecen compartir notables fundaciones y think tanks de ambos lados del Atlántico: «El extremismo en defensa de la libertad nunca puede considerarse un defecto».Claro, que con ese eslogan el Partido Republicano obtuvo sus peores resultados durante toda la segunda mitad del siglo XX.Entre lo ridículo y lo sublime sólo había, y sólo sigue habiendo, la tenue pero esencial frontera del estado de necesidad. [email protected]

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