MEMORIAS DE UN GITANO

M EM O R I AS D E U N GI TANO Manuel Ganivet Za rco s M EM O R I AS D E U N GI TANO {COLECCIÓN SÍSTOLE} Primera edición, septiembre 2016 © Manue...
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M EM O R I AS D E U N GI TANO

Manuel Ganivet Za rco s

M EM O R I AS D E U N GI TANO

{COLECCIÓN SÍSTOLE}

Primera edición, septiembre 2016 © Manuel Ganivet Zarcos, 2016 © Esdrújula Ediciones, 2016 ESDRÚJULA EDICIONES

Calle Martín Bohórquez 23. Local 5, 18005 Granada www.esdrujula.es [email protected]

Edición a cargo de

Víctor Miguel Gallardo Barragán y Mariana Lozano Ortiz Diseño de cubierta: Patricio Hidalgo www.patriciopinceles.com Impresión: Ulzama

«Reservados todos los derechos. De conformidad con lo dispuesto en el

Código Penal vigente del Estado Español, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes reprodujeren o plagiaren, en todo o en parte, una obra literaria, artística, o científica, fijada en cualquier tipo de soporte sin la preceptiva autorización.»

Depósito legal : GR 1003-2016 ISBN : 978-84-16485-78-9

Impreso en España· Printed in Spain

A mis padres, que con su ejemplo

me enseñaron a ser comprensivo con todos.

I La choza

Tras acogerse a la Amnistía por Hechos Políticos y Socia-

les del 22 de febrero del año en curso, José Bermúdez Heredia, alias el Viruelas, ha regresado de nuevo a Santa Fe, ciudad

que lo vio nacer y en la que tuvieron lugar los acontecimientos

que lo llevaron a permanecer durante quince años en el penal

del Puerto de Santa María. Pese al recelo que su vuelta ha

provocado en no pocos vecinos, es de de esperar que los años pasados en prisión lo hayan rehabilitado y capacitado para

insertarse entre sus paisanos como un ciudadano más.

Esta noticia, sin más comentario, apareció publicada el 30

de junio de 1936 en la crónica de sucesos del periódico Ideal,

diario de gran prestigio y de gran tirada en la provincia de Gra-

nada. Hacía una semana que me encontraba en el pueblo de

vacaciones procedente de Málaga, donde trabajaba desde hacía ocho meses como reportero en la redacción del diario El Sol.

Aquel 30 de junio de 1936, recién estrenado el verano,

resultó ser un día de agobiante calor. Mientras caminaba por

la calle Larga en dirección a la casa de mis padres, un cielo

{9}

plomizo y ausente de nubes entechaba las calles que, a hora

tan intempestiva, escupían fuego y aparecían desiertas. El sol,

a través de la calina, se insinuaba en el firmamento como una

amarillenta esfera de desdibujado tamaño y bordes impreci-

sos. Empapado en sudor, entré por el portón de la casa

después de haber permanecido unas horas en una taberna

próxima al cinema Reyes Católicos con un grupo de antiguos compañeros de instituto a los que no veía desde nuestra época

de bachilleres.

La casa de mis padres se encontraba situada en la calle

Cruz Sur, llamada así por la cruz de piedra integrada en el vía

crucis que recorre la ciudad de este a oeste que por entonces la embellecía y que, pese a los intentos de algunos por hacerla

desaparecer, por ahora permanece intacta en el lugar que siempre ocupó. Distinta suerte ha corrido el nombre de la calle

que, desde que gobierna la coalición republicano-socialista, ha

pasado a denominarse de Joaquín Delgado. Yo la sigo llamando Cruz Sur, por ser el nombre con el que siempre la he

conocido y porque así es como la siguen nombrando todos los

vecinos del pueblo, incluidos aquellos que promovieron el cam-

bio de denominación. Por la puerta del patio de la casa, situada frente a la del corredor, penetraba una leve corriente

de aire fresco que algo me alivió del sofoco padecido unos

minutos antes en la calle. Echado sobre una mecedora de

madera, tapizada con tela de franjas rojas, azules y amarillas,

abrí el periódico en el que unas horas antes había leído la noticia referida a José Bermúdez. Por pura curiosidad, comparé

la fecha en la que este fue recluido en prisión con la de mi

nacimiento, comprobando que por entonces yo debía de andar

por los siete años. Por más que me estrujé la memoria en { 10 }

recordar aquellos acontecimientos, apenas logré encontrar en

ella rastro de los mismos. Seguro que me habría olvidado de

José Bermúdez si mis padres no lo hubiesen mencionado durante el almuerzo.

En estas estaba, cuando mi madre me avisó de que la

comida ya estaba puesta en la mesa. Me levanté de la mece-

dora y me dirigí hacia la cocina. Cuando llegué, ella y mi padre estaban sentados, esperando a que yo también lo

hiciese. Después de que me hube sentado, mi madre bendijese

los alimentos y nos sirviese unas panojas de boquerones fritos

y un poco de pipirrana, mi padre, sin levantar la mirada de la

fuente en la que estaba colocado el pescado, comentó:

—¡Ni imaginarte puedes con quién me he tropezado esta

mañana cerca del Arco de Granada! —que es una de las cuatro puertas que dieron acceso a la ciudad mientras esta

permaneció fortificada y amurallada.

—¡Cómo lo voy a saber si no me lo dices! —respondió ella

sin prestar mayor atención a sus palabras. —¡Con José el de Benito!

—¡No me digas! ¡No me lo puedo creer! ¡Qué alegría tan

grande! ¿Y cómo lo has encontrado?

—Después de tanto tiempo sin verlo y viniendo de donde

viene, no sabría decirte si se encuentra mejor o peor que si

hubiese permanecido aquí durante todos estos años. A primera

vista, no tiene mal aspecto. Creo que, aunque algo envejecido,

no son muchas las huellas que los años han marcado en su

cara. Si te digo la verdad, yo esperaba encontrarlo peor. —Te habrás parado y lo habrás saludado…

—Claro que sí, mujer, a él y a su hijo Antonio, que cada día

se parece más a su padre.

{ 11 }

—Seguro que te habrá contado cómo lo ha pasado en la

cárcel. ¡Vamos hombre, cuéntame todo lo que sepas sin que

tenga que sacarte las palabras con sacacorchos!

—Eso ni siquiera lo ha mencionado. Tampoco creo que

fuese el momento más oportuno para hacerlo, y mucho menos

estando su hijo presente. Pero si tan interesada estás en

saberlo, su casa no dista más de cincuenta metros de la nues-

tra. Así que te acercas y se lo preguntas, aunque me parece

que tiene pocas ganas de hablar. Yo espero que cuando pasen unos días y se vaya recuperando, cambie de actitud. Es lo que

espero por su bien, porque no hay mejor medicina para curar las penas que compartirlas con los que nos quieren. Mal asunto es guardarlas y que se pudran en nuestro interior.

—¡A veces tienes unos prontos que hay que ver!... Si te lo

he preguntado es porque José tiene que saber desde el primer

momento que puede contar con nosotros para todo lo que nece-

site. Pero si crees que lo mejor es esperar, demos tiempo al

tiempo, que ya nos irá contando él lo que considere oportuno. Porque tampoco es cosa de que vaya a pensar que nos mete-

mos donde no nos llaman.

—La verdad es que si haces un poco de memoria, recorda-

rás que José siempre fue un hombre parco en palabras. Tan

parco que, en ocasiones, su padre se enfadaba con él por este motivo.

—¡Qué hombre con tan mala suerte ha sido José! A veces

pienso que cuanto más bueno y honrado se es, peor te trata

la vida.

—Yo nunca he creído en la buena o la mala suerte. Arre-

glados estaríamos si a todo lo que nos ocurre hubiese que

buscarle una razón o un porqué. Desde que el mundo es { 12 }

mundo, mientras que unos pocos nacen en mullidos colchones

de lana y envueltos en sábanas de lino sin haber hecho nada

para merecerlo, la mayoría lo hace en ásperos lienzos. Como dice el refrán: unos nacen con estrella y otros estrellados.

Pese a estar muy atento a la conversación que mis padres

mantenían, no lograba comprender de quién estaban hablando. De pronto se me vino a la cabeza que podían estar refiriéndose a

José Bermúdez, por lo que decidí tomar parte en la conversación: —Os llevo escuchando desde que empezasteis a hablar,

pero lo hacéis de una forma tan ambigua que no tengo idea de

a quién os estáis refiriendo. ¿No será por un casual del gitano

apodado el Viruelas que, tras pasar quince años en la cárcel, acaba de ser puesto en libertad?

Al escuchar la pregunta, mi padre me miró con gesto de

desagrado y, fijando sus ojos en los míos, casi silabeando las palabras para que quedasen grabadas para siempre en mi

memoria, me advirtió:

—Santiago, entérate bien de lo que te voy a decir. En esta

casa José Bermúdez siempre ha sido conocido como José Ber-

múdez, y mientras yo esté presente seguirá siendo así. Así que

sea la última vez que te escucho nombrarlo con ese mote y en ese tono.

—¿Te vas a enfadar conmigo por llamarlo el Viruelas? El

mote no se lo he puesto yo, lo único que he hecho ha sido repetir lo que dice el diario Ideal. Además, ¿acaso hay alguien en

este pueblo que carezca de mote? Nosotros, sin ir más lejos,

también tenemos el nuestro sin que nunca nos hayamos sentido ofendidos por ello.

—No es necesario que repitas lo que dice el Ideal, lo sé de

sobra. También sé que nuestro mote en el pueblo es el de los { 13 }

Limpios y que nunca nos hemos sentido molestos al escucharlo. Pero si delante del mismo alguien le coloca la palabra

«alias», te aseguro que ya no nos gustaría tanto. ¿O acaso te

parecería correcto que tus crónicas en El Sol apareciesen fir-

madas por Santiago, alias el Limpio? Tú, que perteneces al mismo gremio que el que ha escrito esas líneas, deberías saber

mejor que yo que no han sido escritas con buena intención. Seguro que si el que ha sido excarcelado perteneciese a una de las consideradas buenas familias del pueblo, esta noticia

no se habría publicado. Porque, por más que lo intento, no acabo de ver dónde está el interés de la misma.

Viendo que sus palabras estaban cargadas de razón, pre-

ferí callar. Seguimos almorzando en silencio, amenizados por los trinos de Fleta, un jilguero cuya jaula colgaba de una rama de la parra que daba sombra y frescor al patio de la casa.

Tanto respeto hacia un gitano recién salido de prisión des-

pertó mi curiosidad por conocer a la persona por la que mis

padres sentían tanto cariño. Por eso, pasados unos minutos,

como el que no hace la cosa, dejé caer la siguiente afirmación: —Espero que no te parezca tanta impertinencia preguntar

por qué ese hombre ha pasado una temporada tan larga en el Puerto de Santa María. Porque digo yo que algo sonado tuvo

que hacer el tal Bermúdez, al que tanto afecto profesáis, para

permanecer nada menos que quince años en prisión. Nadie,

que yo sepa, lo hace como mérito a su buena conducta.

Mientras me escuchaba, mi padre permaneció en silencio.

Pero cuando dejé de hablar y él se hubo tragado el bocado que

tenía en la boca, sin levantar la mirada del plato y con ganas

de acabar con una conversación que le resultaba tan poco agradable, me dijo: { 14 }

—Santiago, comprendo tu curiosidad, de lo contrario no

serías buen periodista, pero la historia de José es tan triste y

está tan alejada en el tiempo y tan repleta de sombras que lo

mejor que podemos hacer es olvidarnos de ella. Pero antes de

hacerlo, quiero que sepas que la Justicia, en más ocasiones de las debidas, no es tan ciega como la pintan.

En días sucesivos continué escuchando de boca de mis tíos,

amigos y vecinos diferentes versiones sobre los hechos que

motivaron el ingreso en prisión del tal José. Algunas tan dis-

paratadas que, olvidándome de las recomendaciones de mi

padre de no hurgar más en aquella herida, me animé a investigar todo lo sucedido quince años atrás. Para ello, después de

pensarlo detenidamente y valiéndome de la amistad que José Bermúdez mantenía con mi familia, decidí acudir al que mejor

podía informarme de todo; o sea, al propio protagonista de la historia.

*** Lucía, la mujer de José Bermúdez, era conocida en el pue-

blo como la Cíngara debido a que a la de edad de catorce años

apareció por aquí en una caravana de quinquis a quienes los

vecinos del pueblo catalogaron como cíngaros desde el primer

momento. De su unión con José Bermúdez nació Antonio, único hijo de la pareja.

Durante los primeros años, de los quince que su marido

permaneció en prisión, la vida para Lucía, para su hijo Anto-

nio y su suegro Benito, no resultó nada fácil de soportar. Porque, como era de esperar, conociendo la reacción normal

de las gentes ante sucesos como el que intento describir, a la

{ 15 }

traumática ausencia de su marido se unió el rechazo generali-

zado de todos aquellos que no solo la consideraban una mujer extraña y misteriosa por cómo había aparecido en el pueblo,

sino que, sin razón que lo justificase, también la creían cóm-

plice y encubridora del mismo. Por eso no vieron con buenos

ojos que continuase viviendo aquí después de que su marido fuese declarado culpable y condenado.

Fueron años de discriminación y sufrimiento que solo una

mujer de la entereza y el carácter de Lucía pudo superar sin,

al menos aparentemente, derrumbarse en ningún momento.

Aunque nunca había trabajado tejiendo canastas, no tardó en

aprender el oficio, siguiendo los consejos de Benito, canastero

de toda la vida como lo habían sido sus padres y sus abuelos. Junto a su suegro trabajó como una mula para sacar adelante

a su hijo sin tener que humillarse ante nadie. En lugar de ami-

lanarse, como otras habrían hecho, por el boicot impuesto a las canastas que fabricaba, todos los días, hiciese frío o calor, llo-

viese o nevase, se trasladaba a pie y descalza a los pueblos

cercanos, donde no era conocida, para colocar allí su mercancía. Por mucho tiempo que transcurra, nunca podrá borrar de

su memoria el día en que su hombre, como ella decía, volvió a

casa y se abrazó a ella y a su hijo Antonio, llorando como un niño. Según me contó Antonio, ese fue el bálsamo que los tres

necesitaban para aliviar el sufrimiento acumulado durante

tantos años de separación. Y en aquel mismo instante, sin que ninguno de los tres lo expresara explícitamente, convinieron

en hacer todo lo que estuviese en sus manos para borrar de sus mentes aquella larga y dolorosa experiencia. *** { 16 }

Pese a los apenas cincuenta metros que separan la casa de

José Bermúdez de la de mis padres, nunca me había relacio-

nado con su hijo Antonio ni con ningún otro miembro de su

familia. Ni siquiera recordaba la cara de José aunque, según mis padres, antes de lo ocurrido solía entrar en nuestra casa

con mucha frecuencia.

Antonio y yo habíamos asistido de pequeños a la misma

escuela. Pero por la diferencia de edad, yo unos cuantos años

mayor que él y, para qué negarlo, por el hecho de ser él gitano,

el trato que habíamos mantenido había sido escaso y ocasional, por no decir inexistente.

Después de la conversación mantenida con mi padre,

durante varios días no paré de cavilar, buscando el modo y el

momento oportunos de entrar en contacto con José Bermúdez.

A pesar de la dificultad, como no estaba dispuesto a abandonar lo que desde hacía unos días se había convertido en una

obsesión, decidí valerme de la amistad y el respeto que Anto-

nio, el hijo de José, sentía por mis padres. Amistad y respeto

nacidos del agradecimiento hacia ellos por razones que en estos momentos no viene al caso enumerar, pero que más ade-

lante relataré.

No pareciéndome oportuno abordar a Antonio directamente

después de tantos años sin dirigirnos la palabra, decidí hacerme el encontradizo con él cuando se presentase una ocasión, algo

que no tardaría mucho en producirse en una población como la

nuestra.

Una mañana de domingo, aprovechando que Antonio

estaba tomando café en el bar Jiménez, el mismo en el que yo solía hacerlo, cogí un taburete y lo coloqué junto al suyo. Me

senté y, antes de saludarlo, pedí al camarero un café con { 17 }

leche, largo de café. Mi voz tuvo que resultarle familiar porque

giró de inmediato la cabeza hacia donde yo acababa de sentarme, me miró con descaro y, al reconocerme, sonrió y me

saludó:

—¡Hola, Santiago!

—¿Qué hay, Antonio?

—¡Ya ves, aquí tomando café!

Con cuidado para no quemarse, se acercó el borde de la

taza a los labios, tomó un sorbo y paseó la punta de la lengua

por la comisura de los labios para arrastrar con ella la espuma

retenida en los mismos. Después, soltó la taza en el mostrador

y continuó diciéndome:

—Antes, me cruzaba con frecuencia contigo por la calle,

pero de un tiempo para acá no hay quien te vea el pelo.

—No sé si sabrás que llevo un año viviendo en Málaga por

motivos de trabajo. Desde entonces apenas he venido por el

pueblo. Si estos días me ves por aquí es porque estoy pasando

unas semanas de vacaciones con mis padres. No sé qué pensarás tú, pero ahora que estamos hablando después de tanto tiempo sin hacerlo, creo que es una pena que habiéndonos

criado tan cerca el uno del otro, habiendo asistido a la misma

escuela y participado en los mismos juegos, al hacernos mayores cada uno haya tirado para un sitio, olvidándonos de los

lazos de amistad que en otro momento nos unieron. No sé por qué será que incluso con compañeros de la misma clase, con

los que tan intensamente nos relacionamos durante los años de

la niñez, con el paso del tiempo nos hemos ido alejando de ellos

hasta el punto de cruzarnos por la calle sin ni siquiera saludar-

nos. Puede que algo de esto nos haya ocurrido a nosotros dos.

Pero la verdad es que, aunque te cueste trabajo creerlo, nunca { 18 }

me he olvidado de ti ni de tu familia, sobre todo de tu padre

que tanto entraba en casa de los míos hasta que pasó lo que pasó.

Al pronunciar la última frase, sentí vergüenza de mentir

tan descaradamente. Así tuvo que percibirlo Antonio, al que

mis palabras debieron resultar tan extrañas, huecas y ajenas

a la realidad que prefirió no contestarme y permanecer en

silencio. Viendo que no hacía comentario a lo que acababa de decirle, opté por cambiar de tercio:

—Aunque los tiempos anden revueltos y no sean buenos

para nadie, ¿cómo os van las cosas?

—Mis padres están bien y yo trabajando en lo que sale,

que no es gran cosa. Pero a mal tiempo buena cara, y a esperar que vengan días mejores, aunque me barrunto que la situación actual tiene difícil solución.

—Sobre todo cuando nadie pone remedio para que se arre-

gle, que es lo que está ocurriendo.

Estábamos en esta conversación cuando se acercó el

camarero con la taza de café y las tostadas que le había

pedido. Colocó los dos platos delante de mí sin excesiva pro-

fesionalidad y se marchó, no sin antes preguntarme si

deseaba algo más.

Con placer aspiré el aroma del café recién hecho y el olor

a pan casero, acabado de tostar sobre las brasas de unos leños de olivo. Deposité el terrón de azúcar en el café y lo fui disol-

viendo, girando con cuidado la cucharilla como si aquel movimiento ejecutado cientos de veces formase parte de un

ritual. Cuando calculé que el azúcar se habría desleído,

comenté mientras colocaba la cucharilla sobre el plato y sin

levantar la mirada de la barra:

{ 19 }

—Ayer, mientras almorzábamos, mi padre nos contó que

había estado hablando contigo y con tu padre.

—Así es. Por cierto, se emocionaron tanto que al abrazarse

no pudieron evitar derramar algunas lágrimas. —Según mi padre, no lo ha encontrado mal.

—Bueno, esa es la primera impresión que da al verlo, pero

la cosa es distinta para los que convivimos con él.

En el espejo situado detrás de la barra, pude observar cómo

Antonio, mientras hablaba, no me quitaba la mirada de encima. Para corresponderle, coloqué la taza de café sobre la

mesa y giré la cabeza para tenerlo de frente. Así, mientras

desayunábamos, seguimos unos minutos más hablando de temas intrascendentes. Cuando estábamos a punto de levan-

tarnos para marcharnos, sin encomendarme a Dios ni al

diablo, le dije:

—Antes de irnos me gustaría comentar algo contigo que,

me imagino, puede interesarte. Desde que estoy en el pueblo

no dejo de escuchar los comentarios más dispares sobre lo que

hace años le ocurrió a tu padre. Aunque mi familia lo defiende

a capa y espada, no todos los vecinos son de la misma opinión.

—Vamos, Santiago, ¿a qué viene eso ahora? —me pre-

guntó con cara de extrañeza y cierta brusquedad.

—No sé si te he dicho que va para un año que trabajo en

Málaga en el diario El Sol. Desde que llegué de vacaciones y

supe que tu padre había vuelto de la cárcel, pensé que sería

interesante escribir un reportaje sobre la verdad de lo que sucedió hace quince años. Sería, al menos así lo pienso yo, la

mejor y puede que la única manera de acabar con todos los malentendidos que aún persisten en muchos, por no decir la

mayoría, de los vecinos del pueblo. Tengo buenos colegas que { 20 }

escriben en Ideal y estoy convencido de que si hablo con ellos no sería difícil que publicasen las aclaraciones que tu padre

quisiera hacer sobre aquel desgraciado suceso. Te repito que

ahora que tu padre ha vuelto y el tiempo, al menos en parte, ha curado las heridas, sería el momento de charlar con él y aclarar los malentendidos existentes.

—Santiago, te he escuchado con toda la atención del

mundo, pero si no te explicas un poco mejor no comprendo

qué pretendes, ni a dónde quieres llegar con lo que acabas de

proponerme.

—Te voy a ser sincero. Lo que acabo de plantearte, antes

de hacerlo, lo he consultado con mis padres, y a los dos les ha

parecido una idea descabellada. Piensan que querer aclarar algo que sucedió hace tantos años no solo carece de sentido,

sino que además serviría para abrir heridas en parte ya cicatrizadas. Aunque puede que tengan algo de razón, yo estoy

convencido de todo lo contrario. Además, creo que no se perdería nada por intentarlo. ¿Qué piensas tú que diría tu padre si yo le pidiese hablar con él?

—¿Hablar con él, dices? ¿Para qué?

—Creo que alguien tendría que contar la verdad de todo lo

sucedido, y quién mejor que él para hacerlo. Porque, según

tengo entendido, tu familia nunca estuvo de acuerdo con la

sentencia dictada por el juez que lo condenó. Es más, siempre

han creído que, de no haber sido gitano, a tu padre no lo

habrían condenado.

—Santiago, olvídate de lo que acabas de proponerme y

deja a mi padre tranquilo, y de paso a nosotros también. La

verdad que todos querían conocer y la sentencia que todos deseaban fuese dictada, menos los que pedían verlo colgado

{ 21 }

en una farola de la plaza de España, que no fueron pocos, ya

la dictó el juez hace mucho tiempo. Así que olvídate de todo.

¡No le faltaba a mi padre otra cosa que revivir el calvario por

el que tuvo que pasar hace quince años! Por favor, te pido que

dejes a mi padre tranquilo, que bastante tiene con adaptarse a vivir de nuevo en libertad, tarea nada fácil de conseguir des-

pués de tantos años de reclusión. Además, tanto mi madre

como yo nos hemos propuesto no hablar del pasado, olvidarlo,

hacer como si nada hubiese ocurrido e intentar, en la medida

de lo posible, que él también olvide. Siempre se ha dicho que el estiércol, cuanto menos se remueva, menos huele.

Las palabras de Antonio, en principio, me dejaron desar-

mado, pero como no estaba dispuesto a darme por vencido a

la primera, y conociendo lo celosos que son los gitanos en man-

tener el honor y la honra de la familia, opté por picarlo en su amor propio.

—Perdona que insista pero, no sé si equivocadamente,

siempre tuve el convencimiento de que la honra y la familia

son los cimientos sobre los que se asienta la reputación de un gitano. Tan es así que no somos pocos los que opinamos que,

por defenderlos, en ocasiones os excedéis, exponiendo la vida

propia y la de aquellos que osaron ponerlos en tela de juicio. —Y lo son —me respondió con firmeza—. Un gitano puede

vivir sin techo, sin tierra, sin trabajo, sin dinero, pero perder

la honra es para nosotros como estar muertos en vida y ser tenidos como tales por el resto de nuestra comunidad.

—¿Y a ti no te importa que tu padre juzgado y condenado,

según vosotros, injustamente por un delito que no cometió,

se marche de este mundo sin recuperar su fama y su buen nombre? { 22 }

—¿Recuperar su buen nombre… ante quiénes? —me pre-

guntó indignado y alzando la voz— ¿Ante los payos? ¿Ante los

que lo habían condenado antes de ser juzgado? Para mi pue-

blo, para mi gente, para los que siempre creyeron en él, que

son los que a mí y a mi madre nos importan, José Bermúdez,

mi padre, nunca dejó de ser inocente. Lo que piensen o dejen de pensar los demás, sobre todo ahora que ya se encuentra en libertad, comprenderás que no me va a quitar el sueño.

Como payo, me sentí interpelado y dolido por las palabras

cargadas de resentimiento que Antonio acababa de pronunciar contra todos los castellanos del pueblo. De sobra sabía él que, aunque pocos, hubo payos que defendieron a su padre

aun a costa de enfrentarse con sus vecinos y hasta con miem-

bros de sus propias familias. Sin ir más lejos, este fue el caso de mis padres, que siempre dieron la cara por él incluso a

costa de que se la partieran en más de una ocasión. No pude callarme, y con delicadeza intenté corregirlo.

—Antonio, comprendo tu resquemor contra todos nosotros.

Es posible que yo en tu caso reaccionase de la misma manera

que tú. Pero eso no quita para que crea que te has excedido y

que estás siendo injusto con algunos payos que nunca dudaron de la inocencia de tu padre. Además, quiero que sepas que

cada vez que esa palabra sale de tu boca se me revuelven las tripas, no por la palabra en sí sino por la carga de desprecio que contiene cuando la pronuncias.

Al escuchar mi queja, permaneció un momento en silencio,

pero después de encender el cigarro que hacía unos minutos

había sacado de la pitillera, continuó diciéndome:

—Es cierto lo que acabas de decir. Cuando la palabra

«payo» sale de nuestras bocas, en la mayoría de las ocasiones { 23 }

expresa el desprecio que muchos de nosotros sentimos por

todos los que nos han oprimido durante siglos y apenas si nos han tratado como a personas. Dices que se te revuelven las

tripas cuando la escuchas, pues más se me revolvían a mí

hasta no hace mucho cuando me llamaban gitano. Durante mi

niñez, todas las noches me acostaba angustiado, pensando que

a la mañana siguiente tenía que ir a la escuela. Porque raro era el día en el que no me veía obligado a tragarme la rabia y

las lágrimas al escuchar a mis compañeros, a coro, llamarme

gitano, gitano, gitano… con la clara intención de humillarme,

y a ver cómo los maestros, salvo raras excepciones, cuando

acudía a ellos para que me defendiesen, hacían oídos sordos a

mis quejas. Por el contrario, si eran niños payos los que se quejaban de que yo, «el gitano», los había molestado, inmedia-

tamente era reprendido con dureza, no sin antes recordarme

que los de mi raza, por mucho que se hiciese por ellos, no tenían solución. Estoy convencido de que, como las aulas esta-

ban tan sobrecargadas de alumnos, no les habría importado

que, aburrido, hubiese abandonado la escuela. Ahora, que me digan gitano es para mí motivo de orgullo. Orgullo de serlo y

de pertenecer a un pueblo que, pese a las muchas persecuciones sufridas a lo largo de su historia milenaria, ha sabido

resistir sin que nadie haya sido capaz de hacerle doblar la cer-

viz. Te pido disculpas por la forma y el tono empleados, y si te molesta que te llame payo intentaré no volver a hacerlo, o al

menos no expresar el sentido peyorativo que la palabra encie-

rra. Pero a lo que no estoy dispuesto es a utilizar el término

«castellano» para referirme a vosotros. ¡Porque ya me dirás tú lo que los payos tenéis de castellanos… más o menos lo que yo

de payo! { 24 }

—Tampoco es que tengas que disculparte ante mí ni ante

nadie. Yo comprendo que no andas falto de razón para sen-

tirte como te sientes, pero me ha extrañado que la primera vez

que hablamos, después de tantos años sin vernos, te hayas

puesto como acabas de hacerlo.

—Puedes estar seguro de que no es así cómo suelo actuar

habitualmente. Los que me conocen bien saben que soy una

persona tranquila, para mi familia demasiado tranquila. Mi

madre me dice, para echármelo en cara, que por mis venas corre sangre de nabo. Pero, a pesar de mi carácter calmado y

del tiempo transcurrido, todavía pierdo los estribos al recordar todos los sufrimientos padecidos desde antes de tener uso

de razón. Dices que no fueron todos los vecinos del pueblo los

que antes de que mi padre fuese juzgado ya lo habían condenado, y mucho menos que los que actuaron de manera tan

injusta lo hicieran por el mero hecho de ser gitano. Si tan con-

vencido estás de eso, dime, aparte de tu familia, ¿qué payos, y perdona por la expresión, son esos? ¡Nómbrame a cinco, a

cuatro, a tres! ¡Ninguno, Santiago, ninguno! ¡Solo los gitanos,

y no todos, estuvieron de su parte! Infórmate mejor y no des

por cierto algo que no se ajusta a la realidad, que por muy

dura que te parezca no es otra que nadie de este pueblo creyó

en la inocencia de José Bermúdez, siendo, como dicen que era

todos los que lo conocían, una persona honrada a carta cabal. Y si algunos payos creyeron en él, ninguno se atrevió a salir

en su defensa. Si lo que le ocurrió a mi padre le hubiese sucedido a uno de vosotros, ¿estás seguro de que habrían hecho lo

mismo que hicieron con él? Tú sabes tan bien como yo que no.

Solo tus padres, solo ellos, aun a sabiendas de lo que se les

podía venir encima, se atrevieron a defenderlo públicamente. { 25 }

Y bien que lo pagaron en críticas y desprecio por parte de sus

vecinos.

Viendo que con mis palabras lo único que conseguía era

alterar el ánimo de Antonio y que la idea de entrevistarme con su padre resultaba del todo imposible, decidí no seguir insistiendo y pedir disculpas por mi atrevimiento.

—Antonio, si te ha molestado mi propuesta, desde este

momento está retirada. Pero puedes estar seguro de que en

ningún momento he buscado mi propio interés, sino el de tu padre y el de tu familia.

Aunque mis últimas palabras parecieron calmarlo, no dio

respuesta de inmediato a las mismas. Seguimos tomándonos el café en silencio y, cuando acabamos de hacerlo, mientras yo

rebuscaba en los bolsillos del pantalón unas monedas con las que pagar y marcharme, Antonio colocó su mano sobre mi

hombro y, con tono más sereno, me dijo:

—No te tomes tan a pecho mis palabras y no tengas tanta

prisa en marcharte. Me sentiría fatal que nuestra primera

conversación después de tantos años terminase de esta

manera. Espera que acabe de tomarme el café y, si no te importa, nos vamos juntos hasta nuestro barrio.

—Si de algo —le contesté— estoy sobrado en estos días es

de tiempo. Hasta la hora del almuerzo no tengo nada mejor

que hacer que estar contigo. Así que podemos seguir hablando hasta que tú quieras.

En un intento por suavizar la tensión, Antonio arrastró su

taburete hasta acercarlo a un palmo del mío y dejó de mirarme del modo tan desafiante en que lo había hecho hasta aquel momento.

Sonrió y continuó diciéndome:

{ 26 }

—Los que conocieron a mi padre y lo tuvieron como

amigo, antes de que ocurriese lo que ocurrió, lo recuerdan como una persona seria, trabajadora, honrada, afable y amigo

de sus amigos. Amigos con los que disfrutaba tomándose

unos vinos en la taberna mientras hablaba con ellos sin poner

límites al tiempo. Ahora, se les parte el alma cuando lo invitan a dar un paseo por la vega, pues saben que, salvo raras excepciones, la respuesta será negativa. A veces pienso que

lo hace porque se avergüenza de cruzarse con la gente y no

saber lo que estarán pensando cuando se quedan mirándolo

con descaro. Los días en que decide salir, que son contados,

su comportamiento es más o menos el mismo que el que man-

tiene en casa: apenas habla, apenas come, apenas dibuja una

sonrisa en su aviejado rostro. Es como el canario al que, después de muchos años encerrado en una jaula, le abren la

puerta para que viva en libertad y no sabe elegir a dónde ir sin que otros decidan por él. El sol de la mañana lo encandila

y la brisa de la sierra lo deja agotado. Mi madre y yo le pedimos con insistencia que se distraiga, que haga canastas, como

las hacía cuando era un muchacho, pero, solo por darnos

gusto, las empieza una y mil veces para nunca acabarlas.

Según él, porque ya no recuerda cómo se hacen ni le merece

la pena, a sus años, ponerse a aprender de nuevo. Pese a

todo, se me acaba de venir a la cabeza que puede que el

hablar contigo le resulte beneficioso. Como me decías hace un

momento, por intentarlo no creo que se hunda el mundo. Se

lo voy a proponer cuando encuentre el momento oportuno, y

tanto si está de acuerdo como si no te lo comunicaré en

cuanto tenga su respuesta. No quiero que te hagas demasia-

das ilusiones, pero cuenta con que lo intentaré.

{ 27 }

*** Pasó una semana sin que Antonio Bermúdez diera señales

de vida. El tiempo corría más deprisa de lo deseado, y ya solo

quedaban dos semanas para que acabase el mes de julio, y con él las vacaciones. Aunque seguía interesado en hablar con

José, la situación social y política en España era tan tensa y

tan convulsa que todo lo demás dejó de interesarme, pasando

a un segundo plano. Era tal la incertidumbre en la que vivía-

mos durante aquellos días que nadie sabía lo que podía pasar de un momento a otro, aunque los más viejos se temían lo peor

y auguraban toda clase de calamidades.

Cada día que pasaba, las noticias que daba la prensa, a

pesar de la censura impuesta por el gobierno de Madrid, eran más preocupantes. El gobierno, pese a la arrogancia de su pre-

sidente Manuel Azaña, al comentar de sus adversarios políticos:

«¿Ladran?, pues cabalguemos rápido y pasemos por encima de

nuestros enemigos», no daba con la fórmula para poner fin al

caos existente, tanto en el campo como en las grandes ciudades. Los sectores más informados de la población eran conscien-

tes de que el gabinete estaba cada día más erosionado ante la

enorme presión ejercida por la extrema izquierda y la extrema derecha, y que un problema de tal calibre no se podía solucio-

nar, como creía el Gobierno, con simples medidas de orden

público. Ante tanta tensión, los rumores de un inminente golpe

de Estado eran tan insistentes que mis padres me aconsejaron que permaneciera en el pueblo, aun a riesgo de perder el puesto

de trabajo, hasta que la situación se normalizara.

Conforme avanzaba el mes de julio, la situación se iba

deteriorando. Se incrementaron las huelgas en las grandes { 28 }

ciudades y las ocupaciones de tierras en los latifundios de

Extremadura y Andalucía, pese a que el gobierno de Madrid

mandó a los guardias de asalto para reprimirlas, en ocasiones

con tanta dureza que algunos campesinos, como los diecisiete

de Yeste, fueron acribillados y muertos por la fuerza pública.

Conventos y templos volvieron a arder mientras la Iglesia, acurrucada en las sacristías, no disimulaba su deseo de que

terminara cuanto antes la pesadilla de la República. Oradores

obreros como Mera, de izquierdas como Largo Caballero y la

Pasionaria o de derechas como Calvo Sotelo y Gil Robles electrizaban a las masas con discursos incendiarios.

Como consecuencia de aquel ambiente crispado, el 10 de

julio desayunamos con la noticia de que el teniente de asalto

José Castillo, afín a la izquierda, había sido asesinado en Madrid, según la prensa, por un grupo de extrema derecha. Como era de esperar, la respuesta no tardó en llegar, y dos

días más tarde fue asesinado el parlamentario de derechas

José Calvo Sotelo.

El malestar y el miedo también se hacían presentes en los

núcleos más pequeños de población. Cada vez eran más fre-

cuentes los enfrentamientos entre vecinos o familiares por

disensiones políticas, sociales o religiosas. En pocos días, la convivencia entre españoles se tensó hasta el extremo de que

mientras unos andaban preocupados con la posibilidad de un

levantamiento militar, otros hacían plegarias para que este se

produjera cuanto antes. Pero mejor será que aparque por

ahora los problemas del país, y que vuelva al tema que tan preocupado me había tenido durante los últimos días, que no

era otro que conocer de primera mano los sucesos que condu-

jeron a José Bermúdez a la prisión del Puerto de Santa María. { 29 }

Pues bien, cuando había perdido la esperanza de hablar

con él y apenas me acordaba del tema, la casualidad quiso que

Antonio y yo nos encontrásemos de nuevo en el mismo lugar

que la vez anterior. Sería la una y media del mediodía. En los pueblos, ya se sabe, o vas a la taberna o no tienes donde ir. Por eso, antes de almorzar me dirigí a una pequeña tasca

situada en la calle Las Flores para tomarme una cerveza y

charlar un rato con los amigos. Acababan de servírmela, y

mientras hojeaba distraídamente la prensa, Antonio Bermúdez se acercó a mí. Nos saludamos y, sin consultarle, pedí otra

cerveza para él. Nos pusimos a comentar la ola de calor que,

procedente de África, estaba afectando desde hacía una

semana a toda Andalucía. Pasados unos minutos, viendo que

no le preguntaba por la gestión que había quedado en realizar ante su padre, me dijo:

—Cuando quieras, si es que aún sigues interesado en

hacerlo, puedes hablar con mi padre. No creas que me había

olvidado de la promesa que te hice, ni de lo que hace unos días

estuvimos hablando. Lo que pasa es que no sabía cómo

entrarle por miedo a que se negase a satisfacer tus deseos. Al decirle que un periodista quería entrevistarlo con la intención

de aclarar los motivos que lo llevaron a prisión, al principio se

negó. Pero al aclararle que el periodista en cuestión eras tú, el

hijo de los Limpios, enseguida cambió de actitud. Tan es así

que está dispuesto a hablar contigo con tranquilidad, a respon-

der a todas las preguntas que desees hacerle y a aclarar todas

las dudas que puedas tener. Además, quiere que sepas que dis-

pones de todo el tiempo que necesites. Si te soy sincero, no me

esperaba de él una respuesta así. Ahora bien, aunque él no te

ponga ninguna clase de cortapisas, yo sí te voy a poner algunas { 30 }

condiciones, como que no tomes notas delante de él, que no

intentes sonsacarle más de lo que te quiera contar y, sobre todo, que no publiques nada de lo que te diga, en especial si da

nombres, que estoy seguro citará, de algunos vecinos del pue-

blo. Esto último es muy importante para mi familia, al menos hasta que pase la tormenta que tenemos encima. ¡No están los

tiempos para buscarse más problemas de los que ya tenemos! —No te preocupes, haré lo que me pides.

Le di las gracias por la gestión realizada y quedamos en

que iría a su casa el día siguiente a las cinco de la tarde. Des-

pués continuamos hablando unos minutos más mientras dábamos buena cuenta de nuestras cervezas y tapas. Pagamos y nos dirigimos juntos a nuestras casas. Hasta llegar a la

calle Larga, vía que atraviesa el casco antiguo de la ciudad de

Este a Oeste y que, debido a su estrechez, apenas permite que

los rayos del sol alcancen el suelo, el calor era insoportable. *** Esa noche, entre las noticias cargadas de malos augurios

que daban las emisoras de radio, el sofocante calor de mediados de julio y la preocupación por no saber cómo enfocar la

entrevista con José Bermúdez, apenas pude conciliar el sueño. Para más inri, una pareja de gatos no dejó de maullar

y corretear por el tejado durante toda la noche. En varias oca-

siones, me asomé a la ventana y di unas palmadas para

ahuyentarlos, pero estaban tan enfrascados en sus asuntos

que no me hicieron el menor caso.

El 15 de julio, día en que fui por primera vez a visitar a José,

llovía torrencialmente a causa de una tormenta provocada por

{ 31 }

la humedad y la calina de los últimos días, algo raro por estas tierras del Sur. Hacia las tres de la tarde, unas diminutas nubes

blancas, aparecidas por el poniente, comenzaron a hincharse y

a ennegrecerse. En un corto espacio de tiempo, el cielo se oscu-

reció y en el horizonte empezaron a dibujarse los primeros

rayos y a escucharse, cada vez más cercanos, unos prolonga-

dos y sonoros truenos. En pocos minutos se hizo de noche y

era tal la cantidad de agua que caía sobre el pueblo que apenas podían distinguirse las paredes de las casas que teníamos

frente a la nuestra. Mi madre, muy convencida de lo que hacía, formó una cruz de sal sobre la mesa, al tiempo que

rezaba un padrenuestro a un cuadro de la Santísima Trinidad

que tenía colocado sobre la repisa de la chimenea. Pasados unos minutos, la tormenta se fue alejando tan rápidamente como había venido, aunque la lluvia continuó cayendo durante

toda la tarde, pero de forma más suave. Mi madre, como acción de gracias, rezó otro padrenuestro. Yo, aunque no creo

que la forma de acabar con una tormenta sea rezar un padre-

nuestro, como tampoco conocía un mejor modo de hacerlo, acompañé a mi madre en su plegaria.

A las cinco de la tarde, hora en la que habíamos quedado

citados, cogí un paraguas que mi madre tenía guardado en el

armario de su dormitorio y me dirigí a grandes zancadas

hacia la casa de José Bermúdez. El tintineo de la lluvia sobre

la tela del paraguas calmó la tensión que unos minutos antes me oprimía el pecho.

Cuando llegué al número 19 de la calle Tejedor, José me

estaba esperando. Una vez dentro de la casa, le tendí la mano

para saludarlo pero él tiró de ella y me abrazó dándome fuer-

tes palmadas en la espalda con su mano derecha. { 32 }

—Con la de veces que me has mojado los pantalones y la

camisa cuando siendo un crío te cogía en brazos, ¿vas ahora a

darme la mano? Deja que te dé un par de besos en la cara,

como hacía cuando era un zagalón y tú un renacuajo.

Aturdido por el inesperado comportamiento de José, me

excusé con las siguientes palabras:

—La verdad es que mi intención era besarlo como a cual-

quier miembro de mi familia, pero no sabía si en este caso era

lo correcto. Ahora que usted lo ha hecho, permítame que yo también lo bese.

—Pregúntale a tu padre —continuó José— la de veces que

he jugado contigo mientras él negociaba con el mío el precio

de los pegotes de ajos, patatas o cebollas que criaba en la

vega. Todavía recuerdo, pese a los muchos años transcurri-

dos, las risotadas que soltabas y las babas que caían de tu

boca sobre mi cara cuando, jugando, te lanzaba al aire. Así que, aunque sea la primera vez que nos hablamos después de

tanto tiempo y nuestras edades sean tan dispares, trátame

como a un amigo. Y lo primero que hacen los amigos es hablarse de tú, que tratándome de usted me haces más viejo

de lo que soy.

—Muchas gracias, José, por lo que acaba de decir. Es cierto

que esta es la primera vez que nos vemos, pero he oído tantas

veces hablar a mis padres de usted —aquí estaba mintiendo—,

quiero decir de ti, que sin haberlo visto antes lo conozco como

si hubiésemos vivido bajo el mismo techo. Aunque no se lo

crea, conozco más a usted y a su familia que a algunos parientes cercanos.

Una vez roto el hielo, José comenzó a hablarme del com-

portamiento de mi padre con él y con su familia, y de la { 33 }

confianza que siempre depositó en el suyo cuando le encargaba vender los frutos que cultivaba en la vega.

—¡Qué castellano tan noble, tan honrado y tan cabal era y

sigue siendo tu padre! Siempre le pagó al mío más de lo debido, conocedor como era de los muchos apuros que pasaba

mi familia. Solo tu madre lo superaba en bondad y generosi-

dad. En esta tierra en la que no hemos salido de unos años de

hambre y de miseria cuando ya nos están acechando otros

peores, a cuántos estomaguitos vacíos consoló ella. ¡Y qué clase tenía para hacerlo! Sin darse importancia y con la clara

intención de no humillar a los que socorría. ¡Ay, si todos los

que dicen creer en Dios, empezando por los curas y las monjas, fuesen solo la mitad de generosos que tu madre, seguro que ahora nadie afirmaría las barbaridades que se dicen de ellos! Pero, como dice el refrán, y nunca mejor dicho, una cosa

es predicar y otra muy distinta dar trigo. Puedes estar seguro

de que en todos estos años de ausencia, después de mi familia,

es a tus padres a quienes más he echado de menos.

Calló un momento, respiró profundamente y se pasó con

disimulo la yema del dedo índice de la mano derecha por el ojo

del mismo lado para impedir que una lágrima resbalase por

uno de los muchos surcos de su demacrado rostro. Después sonrió y prosiguió:

—Yo sé que mi hijo te ha puesto muchas trabas para que

hables conmigo. Él y su madre están empeñados, como si

fuese posible, que olvide el tiempo pasado en el Puerto. Pero

olvidar los años pasados en prisión, y más en el Puerto, es tan difícil como olvidarse de los años de niñez por muy viejo que

uno sea. Tú, como todavía eres joven, no has pasado por esta

experiencia, pero los que estamos sobrados de años sabemos { 34 }

que cuanto más nos alejamos de nuestra infancia, más presente se hace en nuestras vidas. No sabría explicarte la

razón, pero puede que se deba, como dicen algunos entendidos, a que vivimos los años de niñez con tanta intensidad y

con tanta ilusión que la marca que dejan en nuestro cerebro nunca, por mucho que sea el tiempo transcurrido, se consigue

borrar. Con los años vividos en prisión ocurre, si no lo mismo,

algo parecido. Te marcan de tal manera que, por mucho que

lo intentes y por mucha que sea la ayuda que recibas de familiares y amigos, nunca, nunca los podrás olvidar. Antes de

que comiences a preguntarme lo que quieras saber sobre mí, te aconsejo que no hagas caso de lo que haya podido decirte

mi hijo, ni temas abrir heridas que nunca se cerraron. Pregúntame todo lo que desees saber, que yo, en la medida de lo

posible, te contaré todo lo que recuerde. Solo te pido una cosa:

no tengas prisa y permíteme hacerlo a mi manera. También

quiero que sepas que ayer recibí un sobre con varias cuartillas en las que, en parte, se aclara lo que tal vez tú andas buscando, pero me vas a permitir que no te las deje leer hasta

que lo considere oportuno.

Las palabras de José me impresionaron tanto que olvidé

las preguntas que llevaba preparadas. Lo miraba a los ojos y

él sonreía al verme tan callado. Tras permanecer unos inter-

minables segundos en absoluto silencio, no tuve mejor ocurrencia que preguntarle:

—José, ¿de qué quinta es usted?

Me miró con cara de sorpresa y, viendo mi turbación, me

preguntó sin dejar de sonreír:

—¡Para qué quieres saberlo?

—Para saber la edad que tiene. { 35 }

—Yo no soy de ninguna quinta porque tuve la suerte de

librarme de ir a servir al rey. Pero si lo que deseas es conocer

mi edad, te diré que nací hace muchos años y que he vivido

muchos más de los que tengo. Mi madre, a la que Dios tenga

en su gloria después del purgatorio padecido en esta vida, me contaba muerta de risa que, siendo yo todavía un niño, cuando

sus vecinas le preguntaban: «Coja, que era el apodo por el que

todos la conocían pese a no serlo, ¿cuándo nació tu José?» Ella,

que era más lista que el hambre, o que el hambre la había

obligado a serlo, aún a sabiendas de que se lo preguntaban para mofarse de ella, les solía responder sin inmutarse:

»—Mi José nació el día que cayeron las gotas gordas. »—¿Las gotas gordas… de qué mes?

»—Del mes en que se celebran las fiestas de San Miguel.

Creo que en septiembre. Si estaré segura... El primer llanto de

mi niño coincidió con la traca final de la feria. Recuerdo que mi suegra, ante el estruendo de la misma, me comentó: «¡Vaya

repullo ha pillado la criatura con el coñazo de los cohetes!»

»—Pero del año en que nació seguro que no te acordarás... —Le hacían estas preguntas guiñándose unas a otras y

aguantando la risa, seguras de la respuesta que les iba a dar.

Ella las veía reír pero continuaba la farsa como si aquello no

fuese con ella. Por eso a la última pregunta les contestaba de

la siguiente manera: «Si no sé ni el año en que estamos, ¿cómo

me voy a acordar del año en que nació mi José? Pero digo yo

que si mi Rata tiene dos años y mi Victoria tres, mi José debe

de andar… por los cuatro o cinco. Pero lo que es estar segura, segura, la verdad es que no lo estoy.» Estos circunloquios los

hacía mientras sumaba y restaba con los dedos al tiempo que les preguntaba:

{ 36 }

»—Pero vamos a ver, ¿a qué viene tanto interés en conocer

la edad de mi niño?

»—A nada, mujer, a nada. De algo tendremos que hablar

si queremos que no se nos seque la lengua.

—La Coja, que tanto me amó y a la que tantos malos ratos

hice pasar cuando comenzaron a crecerme pelos en la barba, en las piernas y en otras partes del cuerpo que por respeto prefiero silenciar, me aclaró un día en secreto que yo había

nacido el primero de octubre de 1898, pero que nadie que no fuese de la familia debía conocer la fecha.

»Mi padre, un gitano muy sabido en leyes, según él y según

la Coja, no quiso asentarme en el registro civil, en la creencia, compartida con otros muchos de mi raza, de que no estando ins-

crito en ningún libro oficial podría, en su momento, librarme de

tener que ir a servir al rey como otros jóvenes de familias humil-

des, porque los hijos de los ricos solían librarse pagando una

determinada cantidad de dinero, y a guerrear en Marruecos con-

tra los moros que, por entonces, degollaban a los soldados

españoles que caían en sus manos como a los corderos que todos los años sacrifican en la fiesta religiosa del mismo nombre.

»Todavía recuerdo los sufrimientos padecidos por muchas

familias del pueblo a consecuencia de los enfrentamientos con

los moros en Marruecos. Recuerdo sobre todo los que tuvieron lugar en el año 1909, cuando yo tenía once años, edad en que

experiencias tan duras como la que te voy a contar se quedan grabadas en la memoria para el resto de tus días.

»Acababa de cumplir once años y aún me parece estar

escuchando los desgarrados lamentos de algunas madres del

pueblo cuando los municipales se acercaban a sus casas para informarles de que sus hijos habían caído en el campo de { 37 }

batalla defendiendo a la patria. El día del que te estoy

hablando, acababa de volver con mi padre del secano, donde

habíamos estado buscando alcaparras para venderlas en las tabernas donde, una vez aliñadas, eran muy apreciadas como

tapas. Al entrar en la calle Tejedor, observamos el revuelo que se había armado al final de la misma, cerca de la casa de

mis tíos, unos metros antes de desembocar en la calle Cruz

Sur. Un grupo de personas muy alteradas gritaban alrededor

de una vecina que yacía tumbada en el suelo. Lleno de curiosidad, me acerqué al grupo y me coloqué en primera fila para

no perder detalle de lo que ocurría. De repente, escuché un

grito que me heló la sangre. Nunca había oído algo parecido. Aquel alarido, casi animal, me dejó paralizado en un primer momento, pese a lo cual la curiosidad propia de la edad hizo que no me moviese de allí.

»Un grupo de vecinas permanecía junto a la puerta de Juan

el Cohetero, cuya mujer era la que permanecía tendida y sin

sentido en el suelo. Todos los presentes intentaban consolarla mientras su hermana se esforzaba en reanimarla, aireándola con un abanico de cartón. Pero Juan y su mujer no eran los úni-

cos en llorar, también Amador, antiguo maestro de sierra que

dejó de serlo tras perder el brazo derecho en un accidente de

trabajo, se esforzaba con el brazo que le quedaba y con los dien-

tes en abrir el sobre que acababa de entregarle un municipal.

Carmela, su mujer, viendo que era incapaz de abrirlo, se acercó

a él y se lo arrancó de la boca de un tirón. Después de abrirlo y

leer los primeros párrafos, comenzó a gritar al tiempo que se

arañaba el rostro y se arrancaba mechones de pelo de la cabeza. »—¡No! ¡No! ¡No! ¡Por favor, mi hijo no! ¡Mi hijo no, que es

el único que tengo! ¡Malnacidos! ¡Hijos de puta! ¡Malditos! { 38 }

¿Qué habéis hecho con él? ¡Como una flor os lo entregué, y

como una flor quiero que me lo devolváis! ¿Y tú qué crees

—gritó dirigiéndose al pobre municipal que, aturdido por los gritos de la mujer, no sabía cómo reaccionar—, que con una carta todo está arreglado?

»Mientras seguía gritando y lanzando improperios contra

todos los que consideraba responsables de la desaparición de

su hijo, el municipal se abrazó a Amador y, descompuesto por la emoción, le dijo con lágrimas en los ojos:

»—Amador, ya me gustaría a mí… pero yo no puedo hacer

nada. El comunicado viene dirigido a ti y la dirección es la

tuya. Díselo así a tu mujer. Dile que comprendo su dolor y sus duras palabras para todos los que considera responsables de la desaparición de Marcelo. Y recuérdale que también mi hijo

Pablo se encuentra donde se encontraba el vuestro, y que a estas horas solo Dios sabe cómo estará.

»Cuando el municipal estaba a punto de marcharse,

intentó dar el pésame a la pobre mujer pero no pudo hacerlo

porque Gracia, que así se llamaba la esposa de Amador, seguía gritando en un ataque de histeria, arañándose y

mesándose los cabellos. Asustado, miré a mi padre y pude

comprobar, pese al esfuerzo por evitarlo, cómo resbalaban

dos lagrimones por sus mejillas. Era la primera vez que lo veía llorar.

»El resto de los varones allí presentes se esforzaban en

disimular su dolor, como hacían las mujeres y los niños, pero

en su esfuerzo por conseguirlo no podían evitar emitir algún

que otro suspiro lastimero preñado de ira y de indignación. El municipal, ya concluida su misión y pálido como la cera, se

alejó de allí hacia la calle las Cruces, donde vivía un hermano { 39 }

de mi padre que también se encontraba en Marruecos. Al ver

hacia dónde se dirigía, lo siguió con la mirada al tiempo que susurraba la siguiente oración:

»—¡Señor de la Salud, que mi Luis se encuentre bien y que

no le haya ocurrido ninguna desgracia, que tiene mujer y dos hijos pequeños!

»Desde allí pude ver que el municipal llevaba en la mano

una carpeta de cartón de color azul. Al contemplarla, me pre-

gunté cuántos avisos de muerte habría en ella. Mi padre respiró aliviado cuando vio que el funcionario pasaba ante la puerta de su hermano sin detenerse en ella. Los pocos vecinos

del pueblo que participaron en aquella maldita guerra y tuvie-

ron la suerte de volver sanos y salvos a sus casas, como fue el caso del hermano de mi padre, ponían los pelos como escarpias al relatar los sufrimientos padecidos en la misma.

»De vuelta a nuestra choza, recuerdo cómo mi padre,

mientras contaba a la Coja todo lo sucedido aquella mañana,

repetía una y otra vez: ¡Pero qué coño se nos ha perdido a

nosotros en Marruecos para ir a guerrear contra los moros!

¡Que vaya el rey si tiene agallas para hacerlo, y que se olvide de enviar a los pobres como los olvida para todo lo demás!

»Según me contó mi padre cuando tuve edad para com-

prenderlo, el año de mi nacimiento, 1898, fue un año cargado

de desastres y de calamidades para este país. Entre otras desgracias, tuvo lugar la pérdida de Cuba, Filipinas y Puerto

Rico. Los siguientes fueron años de hambre, de faltas y de

miseria, causa de motines y huelgas en ciudades como

Madrid, Barcelona y Valencia, acuciadas, como las del resto de España, por el encarecimiento del pan y demás productos

básicos para la dieta de las clases más populares. { 40 }

»Yo, de niño, siempre me recuerdo pasando hambre y frío.

Para que te hagas una idea de cómo vivíamos en los primeros años de este siglo, te basta con saber que el sueldo de un peón

del campo era de seis reales, cantidad a todas luces insufi-

ciente para cubrir los gastos más perentorios de cualquier familia. Entre los campesinos se pasaba hambre, la misma

que padecían los trabajadores de otros gremios. Pero la situa-

ción de miseria era más acuciante entre los primeros porque, además de recibir un sueldo miserable con el que ni siquiera

llegaban a cubrir los gastos más elementales para el mante-

nimiento de una familia, solo trabajaban dos tercios del año,

y eso los que tenían la suerte de poder hacerlo, que no eran muchos. Era esta la razón por la que cada día que pasaba el campo estaba más radicalizado.

»Algunos políticos, cuando se dejaban caer por el pueblo en

época de elecciones, achacaban la miseria en la que el pueblo

vivía a la avaricia sin límite de los caciques y de los terrate-

nientes, afirmando que mientras no se acabase con ellos todo

seguiría igual. Pero cuando llegaban al poder se olvidaban de nosotros y contemporizaban con los mismos a los que critica-

ban en sus discursos. Por todo lo dicho, los años de mi niñez fueron años en los que el analfabetismo, la tuberculosis, el

tifus, el hacinamiento, la promiscuidad y otros muchos males

echaron raíces en esta sufrida tierra.

»Con ser mala, la situación de miseria que acabo de descri-

birte era la de los jornaleros payos, así que puedes imaginarte

cuál sería la nuestra, la de los gitanos: chivos expiatorios de

todas las desgracias anteriormente enumeradas. Si para los

payos solo había trabajo durante dos tercios del año, para nosotros solo lo había cuando las faenas agrícolas eran tan

{ 41 }

urgentes que resultábamos imprescindibles para asegurar las

cosechas. Aun así, nuestra presencia en los tajos no era bien

acogida por la gran mayoría de vecinos que, indiscriminadamente, recelaban de todo lo que sonaba a gitano, aceptando de mala gana tener que trabajar junto a nosotros. Veo que

pones cara de extrañeza por lo que acabas de escuchar, pues no

te extrañes tanto porque podría contarte multitud de anécdotas

que así lo avalan. Para no hacerme muy pesado solo te contaré

una. Durante el tiempo que Lucía y yo permanecimos en

Zujaira, en su momento te explicaré el porqué, necesitábamos

trabajar con urgencia en lo único que allí se podía trabajar, que

era la agricultura. Mi primo Miguel, con el que vivíamos, me

aconsejó que hablase con el capataz de una familia apellidada Alba, terratenientes de Asquerosa con los que él y su mujer trabajaban arrancando y pelando remolachas.

»Fue aquel un año de mucha lluvia y por ello urgía llevar

las remolachas lo antes posible a la fábrica azucarera de Pinos

Puente, no fuese que las fincas acabasen convertidas en un

lodazal y los carros de bueyes no pudiesen entrar en ellas para

cargarlas y trasladarlas a la fábrica. Por eso, dada la urgen-

cia, no resultó difícil que nos contratasen a los dos.

»Al terminar la primera jornada, llegada la hora de cobrar,

mientras que para los jornaleros castellanos el sueldo fue de dos

pesetas, a los pocos gitanos que habíamos trabajado las mismas

horas solo se nos pagó seis reales. Ante la sorpresa de todos, ni tiempo tuvimos de pedir explicaciones porque, antes de que lo

hiciésemos, el capataz nos aclaró que como los gitanos no está-

bamos hechos a trabajar en la vega, nuestro rendimiento había

sido inferior al de los payos. Por eso y nada más por eso, en justicia, nuestro jornal también tenía que ser inferior. { 42 }

»Un gitano de Pinos Puente apellidado Trigueros le replicó

que tanto él como el resto de su familia se habían tirado toda

la vida trabajando en el campo y que no estaba dispuesto a

cobrar ni un céntimo menos que nadie por muy payo que este

fuese. El capataz, extrañado de que alguien, y mucho menos

un gitano, se atreviese a llevarle la contraria, le dio los dos

reales que le faltaban blasfemando contra Dios y todos los santos del almanaque pero advirtiéndole que nunca volvería

a formar parte de su cuadrilla. Como nosotros, dada nuestra situación, no podíamos permitirnos el lujo de protestar pese a

ser conscientes de la discriminación que aquel capataz estaba

cometiendo, optamos por callar, conformándonos con los seis reales de jornal.

»Como esta y mayores que esta te podría enumerar infini-

dad de discriminaciones padecidas a lo largo de mi vida, la mayoría de las veces soportadas con resignación. Pero no todos

los jornaleros eran tan pacientes y mansos como nosotros. Por eso cada día que pasaba menudeaban las huelgas y las ocupa-

ciones de fincas en no pocos pueblos de Andalucía, provocando

que las cosechas se pudriesen en el campo mientras los jorna-

leros se cruzaban de brazos. Un trueno sonó a miles de kilómetros de Andalucía: la revolución bolchevique. ¡Viva Lenin!, gritaban enfervorizados muchos jornaleros andaluces,

exigiendo el reparto de los grandes latifundios. Como res-

puesta a dichas reivindicaciones, las fuerzas del orden

disparaban a matar a los que se atrevían a ocupar fincas. ***

{ 43 }

Aproveché el breve espacio de tiempo en que José dejó de

hablar y bebió un sorbo de agua con que humedecer su garganta reseca, para hacerle la siguiente pregunta:

—José, acaba de decirme que durante una temporada

estuvo trabajando en Zujaira. Yo tenía entendido que tanto

usted como toda su familia eran naturales de este pueblo. ¿Es

así o estoy equivocado?

—Claro que nací en Santa Fe, o para ser más exacto en una

choza situada a dos kilómetros de aquí. Siempre, pese a que

mi vida no haya sido un camino de rosas en el pueblo que me

vio nacer, me he sentido afortunado de haber venido al mundo

en un trocito de su vega, para mí la más hermosa de todas las

vegas de España, aunque si de algo no puedo presumir es de haber viajado ni mucho ni poco para poder compararla con las de otros lugares. Pese a todo, no me cabe la menor duda de que

no todos han tenido la suerte, como yo, de haber nacido en un pueblo abierto desde el que poder contemplar las nieves per-

petuas de Sierra Nevada y, a sus pies, la ciudad de Granada

con sus torres enhiestas y rodeadas por el verdor de la vega. En un libro que leí en la cárcel se dice de nuestro pueblo que

en un principio fue una ciudad torreada con foso y cava, con

cuatro puertas orientadas a los cuatro puntos cardinales y una

plaza de armas en el centro. Un pueblo construido en 1491 por orden de los Reyes Católicos como plaza militar cerrada, pen-

sado para servir como defensa y a la vez como ariete cristiano contra un mundo exterior hostil. Un pueblo que con el paso de

los siglos fue derribando sus murallas y rellenando el foso que

lo rodeaba por haberse convertido en un obstáculo para su expansión. En el ejido de la Puerta de los Carros se configura-

ron los barrios del Salitre y de Belén, en el de la Puerta de Loja { 44 }

se creó el del Convento de los Agustinos, en el de la Puerta de

Granada los del Ave María y la Ermita, y así todos los barrios que conforman el pueblo en la actualidad. ¡Qué pena que el

foso y las murallas hayan desaparecido! Pero todavía podemos

disfrutar de la plaza de armas y de las cuatro puertas por las que se accede a ella: la de Granada, la de Loja, la de Sevilla y la de Jaén o de los Carros.

»En la cárcel, donde el paisaje queda reducido a cuatro

muros y un trozo de cielo, los espacios abiertos o cualquier edi-

ficio que en circunstancias normales apenas nos llamarían la

atención son constantemente recordados e idealizados, puede

que por haberlos disfrutado en libertad o por no haber tenido

la oportunidad de contemplar otros más bellos. Además, el

hecho de permanecer muchos años en prisión no deja ningún sentido intacto al que sufre dicha circunstancia, siendo el de

la proporción el primero en perderse. Quizás por eso ponde-

raba tanto ante mis compañeros del Puerto las dimensiones de nuestra iglesia, la altura de sus torres, el tamaño de sus campanas, la fachada de su ayuntamiento y la singularidad

de sus cuatro arcos. Ahora comprendo que, en ocasiones,

exalté tanto la belleza de mi tierra que algunos acabaron pen-

sando que lo mío era típica exageración andaluza. Pero por entonces estaba, como lo sigo estando ahora, convencido de que pocos lugares pueden igualar en hermosura el trocito de

tierra donde tuve la suerte de nacer. Un trozo de tierra

situado en el centro de una vega inmensa y generosa, capaz de producir todo tipo de frutas, hortalizas, verduras y cerea-

les. En el centro de la misma, y no precisamente en un palacio sino en una choza, me trajeron a este mundo. Por eso me con-

sidero tan de la vega como puedan serlo las granadas en otoño, { 45 }

las cerezas en primavera, los albérchigos en verano y las bayas

en invierno, y estoy tan unido a ella como pueden estarlo las

raíces más profundas del álamo más esbelto o del olivo más

centenario. Ni yo mismo puedo explicarme cómo he podido vivir todos estos años alejado de aquí sin haber muerto de nos-

talgia. Todavía, después de tanto tiempo, sigo recordando la choza que fue mi primer hogar como si continuase habitán-

dola. Pensarás que es una estupidez acordarse de un lugar tan inhóspito como una choza, cuando lo normal sería olvidarse de

él. Puede que lleves algo de razón pero para mí aquel lugar era

y sigue siendo la prolongación del jardín del Edén del que me hablaron en la catequesis de primera comunión.

»Recuerdo que estaba levantada sobre un caballón con

forma de herradura que rodeaba un nacimiento de agua que

brotaba a borbotones a ras de suelo como si se tratara de un

cazo lleno de agua hirviendo. De él, sobre todo en primavera

y verano, nacía un agua transparente como el cristal y fresca

como las madrugadas de la vega. No son pocos los momentos de mi vida unidos a aquel canal porque, desde que tuve fuerzas para hacerlo, todos los días tenía que recorrer unos cien

metros, corriente abajo, pertrechado de botijos, calderos o cántaros hasta donde la altura del balate me permitía, con ayuda

de un cordel, llenar de agua todos aquellos recipientes.

»En los meses de estío, cuando el viento del Sur se hacía

presente y el canto de los grillos, el chirrido de las cigarras y

el croar de las ranas resonaban por todos los alrededores de

nuestra choza, los labradores cortaban el cauce del canal

levantando una enorme presa a base de estacas de madera, ramas de chopo, gavillas de rastrojo y arcilla humedecida. En

pocas horas, el nivel del agua subía y subía hasta alcanzar la { 46 }

altura de nuestras caderas. Entonces el agua embalsada se

desangraba mediante sifones a través de acequias y brazales

de tierra por todas las fincas colindantes, plantadas de cereales, árboles frutales y hortalizas.

»A mí que, como acabo de decirte, no he tenido la posibili-

dad ni la suerte de conocer otros lugares que comparar con este donde he nacido, se me antoja que Dios echó los restos al

diseñarlo y que tras hacerlo rompió los planos. Esto es al

menos lo que siempre he oído contar a mis padres. En las tardes de julio y agosto, cuando un sol redondo y gris permanecía

varado sobre las aguas del canal, suavizando su frialdad, mi padre en calzoncillos, mi madre en combinación y yo tal como me trajeron al mundo aliviábamos el agobiante sofoco del inte-

rior de la choza zambulléndonos en aquellas cristalinas aguas.

A pesar de los muchos años transcurridos, aún noto la agra-

dable sensación de las burbujas al subir desde los veneros

produciéndome un delicioso cosquilleo al resbalar sobre mi

piel. También la sensación de peligro al sumergirme hasta el

fondo de la balsa para arrancar un puñado de berros y, tras conseguirlo, emerger orgulloso y mostrárselo a mis padres,

que aplaudían mi proeza con rostros de satisfacción.

»La humilde choza en la que nací y viví los primeros años

de mi vida estaba construida, como te acabo de contar, sobre

un caballón de unos tres metros de altura. Esa minúscula elevación artificial del terreno, en medio de la inmensa llanura

que la circundaba, la convertía en un privilegiado mirador

que facilitaba la contemplación de la vega y de las sierras que la rodean, donde nacen el Genil, el Beiro y el Darro, los tres

ríos que hacen de los alrededores de Granada un hermoso

vergel. Solo pasados los años, cuando abandonamos aquella { 47 }

miserable vivienda para instalarnos en el pueblo, fui consciente del paraíso en el que tuve el privilegio de nacer y crecer.

Calló de pronto al percatarse de que llevaba un buen rato

monologando, me miró con ojos de preocupación y me dijo:

—No sé si te interesa lo que te estoy contando. Por cómo

me miras, tengo mis dudas. Si te aburro o te resulto pesado

no tienes más que decírmelo y pasamos a otra cosa. Aunque

quiero advertirte desde ahora mismo que mi vida no ha sido

tan especial como para interesar a nadie, aparte de a ti, y de

verdad que no lo entiendo. Si se pudiese borrar la etapa en

que, sin pretenderlo, estuve en boca de todos, lo demás sería

una vida parecida a la de cualquier gitano de los muchos que

viven en este pueblo: un gitano buscavidas cuya mayor preo-

cupación es que a su mujer y a su hijo no les falte un bocado

que llevarse a la boca, ni un techo bajo el que poder cobijarse. No busques otra cosa en mí porque no la vas a encontrar.

—No se preocupe, José. Si guardo silencio es porque todo

lo que estoy escuchando es nuevo para mí. No entiendo cómo,

estando tan cerca de usted y de otros gitanos como usted,

nunca me he interesado por sus problemas ni por su forma de vida. Siempre he creído, porque así lo he escuchado desde

pequeño, que la culpa de la situación de miseria en la que

viven la mayoría de los de su raza es solo de ustedes mismos,

que se conforman con poco con tal de no dar un palo al agua.

Usted, por el contrario, y me imagino que no será el único en

hacerlo, debe pensar que gran parte de la culpa es nuestra, de

los castellanos que los discriminamos, marginándolos e imposibilitando que puedan vivir como cualquier otro vecino del

pueblo. Puede que tenga razón, por eso le pido que siga { 48 }

hablándome como hasta ahora, porque en el poco tiempo que llevo escuchándolo he aprendido más que en toda mi vida

sobre la situación en la que viven muchos vecinos de este pue-

blo con quienes me cruzo a diario sin ni siquiera fijarme en ellos.

—Si es como dices, me alegro de que así sea y podamos

continuar con el relato donde lo habíamos dejado.

»Como te estaba diciendo, a pesar de los muchos años

transcurridos, todavía recuerdo con todo detalle la choza en la

que viví durante tanto tiempo con mis padres, te la puedo des-

cribir como si la estuviese viendo. Empezaré por su pavimento

formado por cantos rodados, restos de losas y trozos de ladri-

llo, rebuscados en los montones de cascajo que los arrieros

arrojaban al cauce del río Genil, muy cerca de donde vivíamos. Tan variada y colorista solería, que más que el suelo de una

vivienda parecía un puzle, descansaba sobre una capa de tie-

rra húmeda y arcillosa sin ninguna fijación de cemento o

argamasa. Los pilares eran troncos de álamo hincados en el

suelo a una distancia aproximada de un metro unos de otros. Las paredes eran de cañas procedentes de las muchas caña-

veras que crecían en los humedales próximos al río y al canal.

Para aislarlas del exterior estaban repelladas con una capa de

adobe, fabricada con paja y barro y aplicada a las cañas con

nuestras propias manos. Pese a la pobreza de sus materiales,

siempre permanecieron enjalbegadas ya que raro era el día en

que mi madre no les daba una mano de cal. Encima de las

paredes, a modo de barca invertida, un techo de madera cubierto con gavillas de rastrojo hacía de tejado. Por último,

la puerta, único vano por el que penetraban el aire y la luz del

sol, estaba sujeta a dos rollizos de madera y un madero de

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mayor grosor hacía de dintel. Era una puerta estrecha, de

escasa altura y poco adecuada para nuestra elevada estatura,

obligándonos a hacer una profunda reverencia cada vez que

teníamos que cruzarla.

»Para que la luz del sol iluminara la choza por dentro era

preciso que la puerta permaneciera abierta la mayor parte del

día, permitiendo así la entrada a moscas, mosquitos, abejas y

toda clase de insectos, muy abundantes en un paraje tan

húmedo como aquel. Por entonces había en la vega muchas

chozas como la que acabo de describirte. En ellas los labrado-

res protegían al ganado de las inclemencias del frío o del calor,

y también las utilizaban para almacenar los aperos y las

herramientas de labranza. En la que nosotros vivíamos, como carecía de electricidad, por las noches y solo durante un corto espacio de tiempo mi madre encendía un candil o una vela

para iluminarla. Por eso nuestro ritmo de vida, como el de las

aves que por allí anidaban, se acomodaba a las horas de sol.

El crepúsculo nos metía en la cama y en ella permanecíamos hasta que los primeros destellos del alba nos invitaban a levantarnos.

»Como dentro de la choza era peligroso encender una

hoguera, la Coja utilizaba para cocinar un hornillo de latón en

el que quemaba aserrín o carbón vegetal. Como verás, más

que una casa era un habitáculo más apropiado para animales que para personas que solo contaba con una habitación fría y oscura en invierno, un suelo rezumando humedad y un techo

ennegrecido y cubierto de hollín. El humo del hornillo y la

grasa de las comidas lo impregnaban todo, creando una

atmósfera irrespirable que irritaba los ojos y los enrojecía

como si estuviésemos permanentemente de duelo. A causa de

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aquel tufillo, nuestras ropas apestaban a zorruno. Los payos decían que olíamos a gitano, como si los gitanos, por el mero

hecho de serlo, desprendiésemos un olor especial, diferente al de los payos.

»En invierno, el aire gélido que bajaba de Sierra Nevada,

hermosa postal situada frente a nuestra choza, nos agarro-

taba los músculos y los mantenía en un permanente tiritón.

En verano, el sofocante calor de julio y agosto impedía respi-

rar con normalidad. A pesar de todo, y con no poco esfuerzo

por su parte, la Coja mantenía la única habitación de la choza

y el escaso ajuar del que disponía limpios como los chorros del oro, tal como ella misma decía.

»Resumiendo, te puedo asegurar que pese a la indigencia

en la que durante aquellos años transcurrió mi existencia, cuando cierro los ojos y traslado mi mente a aquel lugar, algo

que cuantos más años tengo me sucede con mayor frecuencia,

aún me estremezco al recordar las horas previas al anochecer,

cuando el cielo ardía en llamaradas de un intenso color rojizo

al tiempo que se iba poblando de estrellas. Una visión tan imposible de olvidar como el solemne silencio nocturno que le

sucedía, solo interrumpido por el nervioso aleteo y el suave

piar de los cientos de gorriones, jilgueros y ruiseñores que anidaban en dos gigantescos nogales que se erguían a un tiro de

piedra de nuestra choza.

»No tengo palabras para expresar con exactitud sensacio-

nes tan gratificantes como las vividas junto al canal. Solo cuando las circunstancias de la vida me arrancaron de aquel

paraíso fui consciente de lo que acababa de perder, y empecé

a soñar en el día en que volvería a verlo. Y es lo primero que

hice al regresar de la cárcel. Pero ya nada es igual. Los balates { 51 }

de tierra que antes lo encauzaban, al igual que los de las acequias a través de las que continúa desangrándose, han sido

sustituidos por muros de cemento. Muros donde no nacen flores ni brillan luciérnagas ni croan las ranas.

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