LA NUEVA CULTURA DEL AGUA, El TIEMPO DE LOS RIOS

LA NUEVA CULTURA DEL AGUA, El TIEMPO DE LOS RIOS Fco. Javier MARTÍNEZ GIL Catedrático de Hidrogeología Fundación Nueva Cultura del Agua jamargi@unizar...
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LA NUEVA CULTURA DEL AGUA, El TIEMPO DE LOS RIOS Fco. Javier MARTÍNEZ GIL Catedrático de Hidrogeología Fundación Nueva Cultura del Agua [email protected]

RESUMEN Se hace una reflexión sobre el significado físico y emocional de la degradación de un río. Dentro de la peculiaridad de cada situación hay una realidad común a escala planetaria: la degradación de los sistemas hidrológicos, que afecta no sólo a la calidad y al aspecto de las aguas, sino también a las vidas que soporta, a la funcionalidad geológica y a la vinculación emocional de las personas con los ríos. La causa última de esa realidad es el modelo de progreso en el que estamos inmersos. Más allá de las conquistas sociales que en lo hidrológico ha supuesto la aplicación de ese modelo, también tiene en su haber la destrucción de un gran patrimonio de naturaleza y todo un mundo de valores, además de una estela de dolor humano. Hoy ese modelo ya no es sostenible; ha cumplido sus objetivos. El poder actual de las tecnología de la gran obra hidráulica puesta al servicio de un mundo ilimitado de apetencias por el agua, nos avoca al holocausto hidrológico total. En esa tesitura, estamos obligados a instaurar una ética hidrológica nueva, basada en una serie de principios, que son la base doctrinal de la hoy conocida como “nueva cultura del agua”, fundamentados en una percepción holística del agua, que integra lo físico y lo metafísico.

1.- PARAISOS PERDIDOS La destrucción de los ríos por la merma abusiva de sus caudales, por la contaminación de sus aguas, la desaparición de especies y el destierro de todo poder evocador, no es sólo una destrucción física, es también una destrucción de su significado para el ser humano; es una verdadera amputación espiritual al escenario físico en el que trascurre nuestra vida, una despersonalización de los territorios y una desvinculación emocional del alma humana con ellos, un paso más en el camino del desarraigo. El desarraigo es hoy en día un día un cáncer de maldad insospechada, que afecta a las sociedades modernas Los ríos están llenos de referencias personales; rara es la persona de cierta edad, que haya cumplido los cincuenta, incluso menos años, que no guarde de su adolescencia uno de sus más profundos recuerdos ligados a un río; el río de sus veranos. Los ríos han formado parte de la historia de la comunidad a la que pertenecemos; son parte viva de nuestra historia y testigos de nuestro fluir generacional. Con su destrucción convertimos nuestro hogar natural en un paisaje impersonal e insignificante; arruinamos nuestra propia historia y nuestra identidad. Nos destruimos a nosotros mismos en nombre de la paradoja del progreso. No hay razones de ningún progreso que justifiquen la continua destrucción de los ríos, el holocausto hidrológico al que nos aboca la continuidad de las políticas hidráulicas del pasado, políticas de obras, que si bien en un momento fueron necesarias y hoy imprescindible, corresponden a una etapa cuyos objetivos ya han sido alcanzados. Ya no es el tiempo del agua/recurso, sino el tiempo de los ríos,… porque los necesitamos. Cierto es que no se puede generalizar, porque cada situación colectiva y personal son realidades hidrológicas diferentes y percepciones también diferentes. Hay quien ante la contemplación de un tramo de río hermoso, de generoso caudal de aguas limpias, con sus bosques de ribera vivos, habitados por pájaros hermosos pensará de inmediato que es un regalo de la naturaleza y que su destino es ser lo que es, pensará en las generaciones venideras, y concluirá en que es necesario proteger con la ley esa belleza, porque es defender un patrimonio de la Tierra, de la vida, y de las personas. Se emocionará.

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Pero ante esa misma imagen habrá quien pensará de inmediato en la posibilidad de aprovechar esa agua; le dolerá ver como se va sin ser aprovechada; pensará en regadíos y en kilowatios, en concesiones y en valores de mercado. En función de las condiciones hidroclimáticas, de la tipología de los sistemas productivos que utilizan el agua, del nivel de equipamiento hidráulico alcanzado, de la legislación en la materia, de los intereses organizados, del nivel de bienestar alcanzado, de la cultura hidrológica general, de cómo los ríos son sentidos por los ciudadanos, y de cómo son manipulados los sentimientos que despierta el agua en las personas por el discurso político y mediático,… cada país, cada cuenca y cada región son realidades diferentes. Cierto es que en medio de esa diversidad de situaciones hay una realidad objetiva común e incontestable: la degradación. La degradación general, no sólo de las química de las aguas y de su transparencia, sino también de su cantidad, de la merma de caudales y de su régimen; la degradación de los sistemas hidrológicos, la pérdida de biodiversidad, la suciedad dominante no solo en el agua sino en las riberas también, y con todo ello la pérdida del ancestral poder evocador que siempre tuvieron. En general han dejado de ser flujos de vida, para ser espacios insalubres; sus aguas no son ya el símbolo de la vida que llega hasta el mar, sino de la sospecha. La degradación que los ríos y los ecosistemas hídricos han experimentado en apenas cinco décadas de aplicación de un modelo de desarrollo económico que se ha servido de sus aguas, de sus lechos y riberas, y de sus l anuras de inundación sin una ética hidrológica previa, ha arruinado no sólo muchas de sus funcionalidades naturales sino también todo un rico imaginario, un mundo de valores, de culturas, emociones y simbolismos asociados. Con diferentes matices y consecuencias, la degradación de los ríos es hoy un fenómeno de magnitud planetaria. La causa de esa vandálica realidad es también universal: el modelo de desarrollo económico imperante, que necesita del asalto y la depredación de la naturaleza, de la manipulación de las emociones y los gustos de las personas, sin importar raíces y culturas en juego, para seguir medrando; es un modelo antropofágico y ecocida, insostenible, que ha hecho que la sociedad llame “progreso” a lo que en buena parte no es sino un simple “darle fuego a todo” y una huida hacía adelante. Rara es en nuestra realidad hidrológica, sea española o ibérica, que no haya pagado en aras de la destrucción que exige ese modelo de progreso, sin ética ni cabeza, movido tan solo por el negocio, que no haya perdido las manifestaciones más sublimes de su naturaleza, aquella que han dado más identidad a los territorios. Cerca de aquí tenemos uno de esos ejemplos: los Arribes del Duero. No vamos a entrar en valoraciones acerca de si aquello fue necesario, era lo que se tenía que hacer en aquel momento, si el país lo necesitaba, si se podía haber hecho de mejor manera ni siquiera cómo se repartió, con qué equidad, la explotación de aquel bien; que no es ese el objeto de este Congreso de homenaje al río Duoro/Duero y sus ríos ni mi intención, que no es otra que la de tomar conciencia que aquél escenario tan sublime de naturaleza, aquel elemento de identidad de un territorio, es hoy un cadáver hidrológico, una naturaleza muerta. Con las personas ocurre lo mismo que con los países. Cada una es en buena parte el fruto de su propia sensibilidad e historia hidrológica. Habrá para quien esas pérdidas de valores e identidades les parecerán mojigaterías, porque lo que importa es que ahora vivimos mejor que antaño gracias a las explotación de los recursos de la naturaleza, y sus emociones más profundas estén materializadas en el real Valladolid Club de Futbol. Hay quien pensará que la catedral de Burgos está mal aprovechada, que podríamos privatizarla, trasformarla en un gran centro comercial y en una serie de complejos hoteleros de alto “standing”, que serían motivo

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de grandes inversiones, reservando algún pequeño espacio para el culto, con unos robots vestidos de sacerdotes que repartieran la comunión diseñados para dar un toque de exotismo y un mayor reclamo de consumidores al conjunto. Personalmente soy consciente de que mi manera de sentir los ríos y de valorar los problemas derivados de su degradación, están marcados por mis vivencias de adolescencia junto a un río hermoso y limpio, y a mi devenir como adulto. Nada de aquello ríos, de aquel mundo de fantasía que me tocó vivir, es hoy ya posible a los niños y adolescentes de ahora. Se lo hemos hurtado, y me da mucha pena. Los cangrejos, las madrillas y las anguilas, entonces abundantes, desaparecieron. Las aguas limpias se tornaron opacas, y las vísceras de aquellos peces, antaño lozanos, están desde hace años marcadas por la sospecha de la contaminación bioacumulativa. El murmullo de sus aguas que yo conocí, ya no es un canto de vida. “Las autoridades sanitarias recomiendan no bañarse”, ha sido el mensaje de unos carteles que hemos visto pulular por muchos ríos en años pasados; hoy ya ni los ponen, porque todos sabemos que no es necesario prevenir a nadie de una realidad tan obvia. Mis ríos de infancia y adolescencia, como casi todos los ríos de nuestro país, ha perdido su capacidad de evocación; la que siempre tuvieron hasta que llegaron la barbarie y la ansiedad de acaparamiento disfrazadas de progreso. Poco a poco, lo que fueron pedazos de amor se han ido mutando en cloacas, en fuente permanente de problemas, en vergüenza y en desamor; en espacios de desencuentro e insalubridad. Buena parte de mis veranos de niño los pasé en Cabia, un pequeño pueblo donde vivían mis tíos. Había un río hermoso que pasaba junto a la casa, que a unos cientos de metros desembocaba en el Arlanzón, que entonces era un río de aguas cristalinas, con berros en sus orillas, de vegetación lozana, de cantos limpios. Décadas más tarde, tras muc hos años de ausencia, al final de los ochenta me acerqué a recordar aquel escenario que tan gravado llevo en mí. Todo era una cloaca, apocalíptico. Cierto es que tras la depuración de la residuales urbanas de Burgos, y cierto control sobre los vertidos ind ustriales el aspecto de las aguas ha cambiado; pero aquello ya no es un río sino un cadáver hidrológico, un flujo de agua industrial que huele a depuración. Nunca más, al menos en muchas generaciones, los niños podrán vivir las profundas emociones que yo viví. Nuestros ríos no se han muerto, los hemos matado. Los ha matado un progreso desalmado, que sólo ha sabido ver en sus aguas mercancía: kilowatios, cultivos de regadío, arenas, gravas para la construcción, y corriente en la que evacuar sus desechos de forma rápida y económica; y en los bosques de ribera de antaño sólo hemos sabido ver terreno a conquistar, espacios para la especulación. Las aguas de los ríos de nuestro país, como las de tantos lugares del mundo a donde ha llegado el “progreso desalmado”, han dejado de ser las aguas de los sueños que siempre fueron. Nuestros niños desconocen ya la diferencia entre bañarse en una piscina o en las aguas de un río vivo. El río para los niños de ahora es sinónimo de suciedad, de riesgo de contagio, de amenaza de intoxicación y de insalubridad; no pueden imaginar que esas cloacas, esos espacios de muerte e insalubridad que ahora contemplan, no siempre fueron así. Nada saben hoy nuestros niños de la espiritualidad del fluir de las aguas de los ríos, aquella que dio a Siddhartha -el protagonista de la obra homónima de Hermann HESS 1 -, la comprensión que buscaba, el sentido trascendente de su vida y la paradoja de su muerte. Mi manera de ser como adulto, mi forma de relacionarme con las cosas, con la naturaleza y con mis semejantes, así como mi percepción de la vida, el origen de mis emociones y mi 1

HESS, H. (1927): “Siddhartha”. Plaza y Janés, 211 págs. Barcelona.

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actitud ante la muerte y el más allá, están profundamente marcados por aquellas vivencias de niñez, junto a unos ríos que ya no son ríos, sino un cadáveres hidrológicos del progreso. De adulto la vida me ha llevado a ser científico del agua, además de fervoroso piragüista, una afición que me permite sentir los ríos desde una dimensión diferente a la que dan los hidrogramas, las curvas de agotamiento, los gráficos y los modelos matemáticos, que pretenden reproducir su flujo o prever la evolución de los contaminantes. Pese a mi condición de científico, un sentido holístico del saber que siempre me ha acompañado me ha hecho comprender que los ríos son mucho más que números; más que cálculos hidroquímicos, y más que simples parámetros; mucho más que mercancía y que falsos caudales ecológicos. He comprendido que la sabiduría hidrológica no está en esos números, sino en llegar a entender qué es un río; en descubrir el mundo de emociones que atesoran; en la capacidad de admiración ante lo que es y significa el agua para la naturaleza y para los seres humanos. Los ríos son partes consustanciales de los territorios por los que discurren; son el mismo territorio, son su voz. Son patrimonios de memoria y de identidad. Forman parte de la historia de las gentes ribereñas. Cientos de nuestros pueblos del Duero han llevado con orgullo, como una seña de identidad, el nombre de su río: Aranda de Duero, Alba de Tormes, Medina de Rioseco, Renedo de Esgueva, Peral de Arlanza, San Martín de Valderaduey, Calzadilla de Tera, Palazuelo de Torío, Sariegos del Bernesga, Viloria de Órbigo, Castellanos de Zapardiel, Herrera de Pisuerga, Alemanra de Adaja, etc. Como científico he intentado siempre trascender el saber parcial de la hidrología y del análisis racional. Hoy entiendo que hay saberes sobre los ríos y sobre el agua en general, que la lógica de la razón, la del saber hidrológico, no alcanza. No es posible comprender qué es un río sin haberse acercado antes a sentir la espiritualidad de su fluir, sin haber escuchado el mensaje profundo de vidas que contiene y alimenta mientras camina hacia el mar; sin haber conocido el mundo de emociones que lo envuelven, y lo que representa como patrimonio de memoria y de identidad para las gentes; sin conocer la historia de sus relaciones con los seres humanos y con los territorios por los que discurren; sin saber nada de sus viejos barqueros y pescadores, de molinos, molineros y batanes, de lavanderas, de fiestas celebradas a su vera,… Los ríos son sentimiento y oferta lúdica. El saber científico de la hidrología no es más que un acercamiento parcial a la compleja y rica realidad de lo que es un río; hay que ponerlo en su justo valor. Hoy, desde mi piragua, trasformado en río y viajando al ritmo que las cosas han sido hechas por sus aguas -preñado de la “fluviofelicidad” que aún es posible en algunos de nuestros ríos-, observo cuánta destrucción salvaje hemos sembrado por doquier en tan sólo unas décadas de “progreso”; percibo el inmenso daño que nos hemos hecho a nosotros mismos. Viajando con sus aguas siento el mundo de emociones y los simbolismos que hemos hurtado a los niños y adultos de las generaciones venideras. Unos meses antes de la celebración de este congreso, que nos ha reunido aquí en Zamora, tuve ocasión de impartir en Zaragoza una conferencia a niños de 9/10 años sobre el agua y los ríos; se me ocurrió preguntarles: ¿para que sirven los ríos?: "Para tener agua en las casas”, “para que haya agua en los grifos”, “para hacer presas y aprovecharlos”, “para la lavadora” “para podernos duchar”, “para regar”, “para hacer electricidad”, … Hace unos años, cuarenta años atrás, las respuesta más inmediatas, las más espontáneas habrían sido “para bañarnos” y “para pescar”. Los niños de hoy han desterrado el río de su imaginario. Aparte de ser un caudal de emociones profundas para los niños de entonces, los ríos fuero nuestra manera muy sentida y profunda de acercamiento al significado de la naturaleza.

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2.- LA DEGRADACIÓN DE LOS RÍOS, EXPRESION DE UN DESORDEN MAYOR En el llamado “primer mundo”, toda una ancestral filosofía de vida ha sido sustituida por la filosofía del “consumismo”; una actitud que nos ha llevado a fundamentar el afán de vivir en el poder. Dos exp resión altamente significativas de ese poder son el afán de ostentación, el protagonismo en sus múltiples manera, y el dinero. Conseguir dinero no es ya tanto un medio para cubrir unas necesidades y unas mesuradas apetencias, como un fin que se justifica a sí mismo. El coste que pagamos por el poder y la fama de oropel, por conseguir ese dinero, es la hipoteca de nuestra vida; es la causa de la profunda crisis moral y de convivencia que padece hoy la gran familia humana. El afán de lucro es lo que hoy mue ve al mundo hasta convertirnos a todos en rehenes y esclavos de ese realidad, sin tiempo siquiera para pensar dónde estamos, en qué modelo de sociedad vivimos, qué estamos haciendo con la naturaleza, qué mundo estamos dejando para nuestros hijos, o hacia dónde caminamos como personas. No hay siquiera tiempo para preguntarnos ¿qué es un ser humano? El progreso ha barrido todo un mundo de comunión espiritual con las personas, con las cosas y con la naturaleza; un rico mundo de rituales de la vida, cargados de simbolismos que respiraban sacralidad, sentido de lo cósmico, de ese orden profundo que hay en todo lo creado, ha sido derrumbado por el progreso. El consumismo, ese mundo de las cosas desprovista de alma, nos está sumiendo en una terrible y mal disimulada soledad. Toda una cultura milenaria de la vida, nacida cuando los seres humanos teníamos tiempo para reflexionar, ha desparecido de golpe sin dejar nada a cambio. Esa cultura era la esencia profunda de la vida, lo que le daba transcendentalidad y la dignificaba; la permitía entender el sentido de todo lo creado y el obligado. El progreso nos ha dejado ciegos al potencial de espiritualidad que hay en cada uno de nosotros y anima mundi presente en cada una de las cosas que nos rodean. Ha permitido la emergencia de un mundo vacío e inaprensible, que se nos escapa de las manos, y nosotros con él. La felicidad es la principal ecuación que tenemos que aprender a resolver en la vida. Personalmente, el conocimiento hidrológico me ha servido para encontrar momentos profundos de felicidad y para hacer felices con el agua y los ríos a los demás, a gentes mayores, a adultos y niños. La ciencia y el saber deberían ser para cada uno de nosotros una especie de viaje interior que nos permita regresar mejor equipados para entender y vivir la vida, y no para nuestros negocios personales o dar culto a nuestra bajezas. La belleza de un río y su caudal de mensajes son una gran fuente de felicidad cuando son comprendidos desde una perspectiva humanística, desde un saber integrador. Si el saber no sirve para hacer un mundo mejor, unos seres humanos más plenamente realizados, es un saber equivocado, que se acaba volviendo contra nosotros. De la mano de un modelo de progreso deshumanizado y desespiritualizado, en pocas décadas hemos creado un mundo enfermo de mediocridad, de violencia, de muerte y de ambiciones desmedidas; un mundo en el que los esfuerzos para progresar hacia dentro son ignorados o despreciados, porque sólo se valora ya lo tangible y lo inmediato, aquello que da imagen de poder. Hoy, que tenemos medios adecuados para conseguir un buen nivel de bienestar interior, no hemos olvidado de vivir. Tendemos a creer que no hay más sistema de compresión ni más lógica que las de la razón, ignorando que hay otros principios inspiradores, como los asentados en la fraternidad

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universal, en el respeto a la naturaleza, en su disfrute, en la comprensión de los valores y mensajes que nos ofrece, en la buena convivencia, etc. Hoy ya ni siquiera los niños son educados ya en esos principios. ¿Qué mundo les estamos dejando? Los que ocurre con los ríos es el reflejo de esa realidad superior que está por encima de todo, que nos atrapa y nos gobierna; unas veces nos interesan para generar electricidad, otras como materia prima para la producción agraria en regadío; para verter y diluir en ellos de forma fácil y barata los desechos de nuestra actividad. Otras veces nos interesan para trasvasar sus aguas allá donde pueden ser promocionados negocios urbanísticos, y pelotazos económicos. Otras para obtener la concesionalidad de su explotación con la que montar grandes negocios y nuevas estructuras de poder. Con frecuencia nos interesan como bazas de los juegos de unos políticos para los que la degradación de un río con la ejecución de un embalse que causa dolores humanos, despersonaliza los territorios, destruye bellezas, arruina patrimonios colectivos o introduce riesgo potenciales sobre la seguridad de las poblaciones, no importan si a cambio se puede obtener una previsible rentabilidad electoral y unas suculentas comisiones personales y/o para el partido. En aras de un progreso que se nutre de la degradación de la naturaleza y de las personas, lejos de caminar hacia un mundo más feliz y más seguro, estamos creando una familia humana más dividida, más ansiosa, más frágil y más desarraigada; unas relaciones más tensas, unos niños cada vez menos felices, más ansiosos, más privados de la existencia de un mundo sublime de valores, en un escenario de vida cada vez más impersonal y esquizofrénico. Vivimos en la crisis profunda de la mentira institucionalizada. La mentira está hoy en todo; todo lo impregna. El modelo de progreso que hemos construido precisa de la mentira. Sin embargo, el alma humana necesita vivir en un mínimo clima de verdad, del que hoy más que nunca carece. Miles de años de sabiduría nos habían hecho entender que las conductas deben estar gobernadas por principios morales. El llamado “progreso” es una forma descompensada de avanzar centrada en lo externo; en cambio, en lo interno, en aquello que atañe a la esencia del ser humano, nuestro modelo de progreso es temerariamente regresivo. El papel regulador que sobre las bajezas humanas han ejercido los valores religiosos, la institución familiar o el simple prestigio de ser reconocido y sentido como “una persona de bien”, han sido arrasados por un modelo de progreso que nos invita a admirar al listillo, al triunfador, al que sabe aprovecharse de los fallos del sistema y de su situación de privilegio para ganar dinero de forma fácil. A cambio nos ha dejado el vacío espiritual. El panorama de destrucción de los ríos es la versión hidrológica de una realidad mayor: el desencuentro humano creado por un modelo de desarrollo marcado por la falta de una cultura del respeto y por la irresponsabilidad generacional. En España, no contentos con la degradación causada en la casi totalidad de los ríos, lejos de entender que no es ya momento de seguir destruyéndolos, la planificación hidrológica trazada para construir el futuro -el Plan Hidrológico Nacional, aprobado por Ley-, aún pretende dar un par de vueltas de tuerca más a unos ríos y a unos sistemas hídricos harto degradados; una vueltas de tuerca disfrazadas –naturalmente-, de interés general y de respeto, que con rango de Ley compromete al país a la construcción de un largo centenar de nuevas grandes represas. Paradójicamente, hace caso omiso de un futuro cargado de incertidumbres, como las del cambio climático y las del mercado agrario, en un mundo cada vez más despiadadamente liberalizado. Hay actuaciones en política hidráulica que como mínimo deberían exigir la aplicación del principio de precaución, que no se aplica.

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Disfrazado de bien hacer y de decisiones democráticamente tomadas, el PHN es un proyecto diseñado al dictado de los grandes intereses, sabedor que hoy más que nunca hablar de agua es hablar de dinero, es decir, de estructuras de poder. Hoy nuestros ríos están repartidos entre apenas media docena de grandes instituciones privadas; de ellos es su futuro; a ellos le pertenecen hoy. Mañana una vez a una gran multinacional holandesa, por decir algo. Toda una parte esencialmente pública de un país, común por naturaleza, como son los ríos, puede ser tomada y apropiada por una operación legal y democrática, sin la menor posibilidad de resistir. Es así como los países pobres democrática y civilizadamente han ido a parar a las manos de los países ricos, de unos señores de los países ricos. El asalto a todo vestigio de belleza y de funcionalidad natural susceptible de generar dinero, por encima incluso de dolores humanos inimaginables, ha sido la norma en las políticas hidráulicas de las últimas décadas; en un mundo en el que hasta las instituciones teóricamente creadas para proteger esos valores han acabado en ocasiones siendo el zorro cuidando el gallinero. Ríos que ya tienen el claro destino social de ser simplemente ríos; montañas y cordilleras que tienen el sublime valor de su existencia, horizontes y costas que son santuarios de belleza, y otros tesoros de la humanidad, siguen estando en el punto de mira de los intereses organizados que, para mayor paradoja, operan bajo la bendición de las instituciones encargadas de protegerlos, afanadas en disfrazarlos de progreso, de futuro, de interés general y de decisiones democráticamente tomadas. Estamos llamando “respeto” a los ríos los llamados “caudales ecológico”, al 10% de la aportación de un río en régimen natural, “el caudal que garantiza la vida del río”¿Alguien concebiría que se pudiera hablar en términos de una “respiración ecológica” para referir una norma de inspiraciones que nos redujera el ritmo de inspiraciones de 13 a 1,3 veces cada minuto, porque adecuadamente entrenados, reduciendo al mínimo nuestra actividad vital, estuviera demostrado que ese ritmo nos garantizaría la vida? Lo s caudales ecológicos así concebidos, son caudales de muerte; caudales del negocio y la especulación. Adocenada por la fuerza manipuladora de unos mensajes organizados y embrutecedores, la gran mayoría de nuestra sociedad no tiene hoy más visión de los ríos que la productiva, la de su aprovechamiento, de forma que sólo concibe aquellos destinos capaces de generar y mover dinero. En España esa percepción ha llegado incluso a invadir las bases de un sistema educativo que les habla de los ríos de manera muy cercenada; les está hurtando una realidad infinitamente más amplia y más rica, algo que la ley obliga a garantizar: la educación en valores, que es una educación que trasciende el conocimiento academicista, que llega al “anima” de las cosas. Las grandes planificaciones hidrológicas oficiales, las que deciden cuál debe ser el futuro de lo poco que va quedando de nuestros ríos, siguen inmersas en las políticas del pasado, son políticas de obras para dar ese par de vueltas de tuerca más al sistema; unas vueltas que traen más destrucción, por muy edulcorada que esté. Ignoran que ya no podemos seguir hablando de nuevas sangrías de agua sino de ríos a proteger, que estamos ya en el tiempo de los ríos, que ya no es el tiempo de las obras. Tiempos en los que las planificaciones deberían centrar sus esfuerzos y sus dineros en proteger lo que todavía queda de en nuestros con cierto nivel de funcionalidad y de poder evocador, catalogándolo antes de que llegue el holocausto hidrológico total.

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3.- LA NUEVA CULTURA DEL AGUA Conscientes de la realidad hidrológica que hemos creado, con mas de treinta años de experiencia profesional en el mundo de la hidrología científica, a principio de los años noventa empezamos a utilizar en nuestros artículos y conferencias un concepto que ha hecho fortuna, incluso internacional: “una nueva cultura del agua”. Éramos entonces conscientes de que los ríos empezaban a no ser sentidos por la sociedad como un bien de la Tierra y como un tesoro de la humanidad, para convertirse en mercancía apetecible para un complejo mundo de negocios que la tecnología hidráulica hacia posible. Desde que la alta fontanería hidráulica ha sido capaz de cualquier fantasía, los ríos se han convertido en mercancía y poder. En un país como el nuestro, la apetencia por el agua pasó a ser ilimitada, sin capacidad de satisfacción posible mientras en alguna parte hubiera un río que explotar, o un negocio que desarrollar que precisara del agua. Las nuevas planificaciones hidráulicas entonces anunciadas, pese a estar diseñadas para las décadas del futuro no eran sino un “más de los mismo”, un camino hacia el holocausto hidrológico total del país, obligadamente adornadas de palabras bien sonantes, como “respeto a la naturaleza”, “caudales ecológicos”, “solidaridad interregio nal”, “agua para todos”, y demás formas eufemísticas de nombrar los afanes desmesurados e irresponsables de acumulación de poder. Entendí que el discurso numérico del saber hidrológico y económico eran manipulados por los poderes tecnocráticos al servicio de los grandes intereses, y que en -cualquier caso-, respondían a un saber insuficiente para entender la grandiosidad de un río y las complejas consecuencias de su destrucción. Entendí que la ambición hidrológica sólo podría ser contenida desde un discurso nuevo, diferente del anterior, que introdujera el mundo de los valores, de los sentimientos, de las emociones, de la cultura, de la identidad de los territorios, del dolor de los afectados, de los derechos inviolables de las minorías a vivir en su territorio, de la participación, del derecho a la belleza, del valor de lo lúdico, de la sostenibilidad de todo eso… y de los derechos de las generaciones venideras. Pensé que era necesario un lenguaje nuevo, que desterrara expresiones perversas de un pensamiento dirigido, capaz de analizar el contenido de las palabras/mensaje que invaden el pensamiento social en el debate del agua, con las que luego se montan los discursos fáciles y erróneos. Nos referimos a palabras y expresiones como: “el agua es un bien escaso”, “las guerras del siglo XXI por el agua”, “el oro azul del futuro”,“los ríos que tiran sus aguas al mar”, “las regiones que pasan sed”, “el desequilibrio hidrológico nacional”, “ríos a los que les sobran aguas”, “ríos a los que les faltan”, “el agua injustamente repartida”, “la solidaridad interregional”, “el interés general”, “la obligación de satisfacer la demanda”, “la energía hidroeléctrica como energía ecológica”, “el regadío como el futuro de los pueblos”, etc. Comprendí que el saber hidrológico -el bien hacer en su sentido más holístico-, no era sólo una cuestión de saberes hidrológicos y tecnológicos, sino de un discurso nuevo, de una auténtica regeneración del pensamiento hidrológico de la sociedad con términos correctos; un lenguaje nuevo que debía llegar a los políticos, a los medios, a los científicos,… y al mundo de la calle, basado en un mundo de valores y en la responsabilidad colectiva. Le llamé cultura porque, en definitiva, lo que yo pretendía era invitar al país a superar la imagen del agua y de los ríos ligada exclusivamente a un recurso, a algo a aprovechar en función de sus prestaciones los sistemas productivos; es decir, a un valor de utilidad. Había que hacer un nuevo discurso no sólo a favor de lo que los ríos representan por sus funciones de naturaleza sino también por lo que significan para el ser humano, por una vinculación emocional que no se da con ningún otro bien o elemento natural. Entendí que el término “cultura” era necesario y que, por tanto, estaba justificado. La expresión “cultura” era una llamada a nueva ética hidrológica que exigía la consideración de unos valores, como lo 8

simbólico y lo metafísico; una percepción que fuese más allá de la idea del aprovechamiento, más allá del debate del ahorro y la eficiencia de uso, de lo privado o lo público, del “quién contamina paga”, o de la reversión de costes; era una apelación a una ética hidrológica que respetase la personalidad de los territorios, al enraízamiento de las personas, el derecho al placer de lo lúdico, al bienestar interior que ofrece la armonía de lo natural, al valor de los ríos como patrimonios de memoria, etc,… La misma reflexión me hice en relación al término nueva. Por qué “nueva”,… me han preguntado a veces Es “nueva” en el sentido de que al encontrarnos ante nuevas realidades sociales, ante nuevas apetencias y necesidades humanas, nuevos poderes tecnológicos capaces de trastocar el mundo natural con redes hidrográficas artificiales que la naturaleza no ha diseñado, ante nuevas capacidades de destrucció n y, en definitiva, ante un paradigma social diferente del anterior,… era necesario un nuevo discurso cultural del agua, porque nada de lo anterior era suficiente para hacer frente a la nueva realidad. Hoy el agua nos permite formas de confort y prestaciones que antaño eran inimaginables. El estado del bienestar nos ha dado la posibilidad de tener un piragua para disfrutar de los ríos; podemos embellecer las ciudades con las imágenes, los murmullos y la presencia del agua, podemos ajardinarlas; ha surgido la apetencia por las viviendas unifamiliares ajardinadas como primera o segunda residencia allí donde la vegetación natural es xerófita; han surgido nuevas expectativas de negocio y nuevas formas poderosas de destrucción que antes no existían. El agua, que durante milenios fue un bien libre, hoy ha dejado de serlo; formas de uso y de explotación que hasta un momento determinado fueron sostenibles, hoy ya no lo son. Todo esto exigía, por tanto, un discurso “nuevo” del agua. La Nueva Cultura del Agua nació como un modesto intento de expresar mi verdad personal, de hacer ver la necesidad de instaurar un saber hidrológico holístico capaz de explicar a la sociedad que los ríos desarrollan unas funciones de naturaleza, que son la razón de su existencia; que allí donde están generan y sostienen nuevos equilibrios geológicos y de vida que no procede perturbar más allá de un cierto nivel; un nivel que en nuestro país para entonces habíamos sobrepasado ampliamente. Los ríos -al igual que los climas que generan las precipitaciones y reparten sequías en las regiones semiáridas y áridas de la Tierra-, están donde tienen que estar, porque son la consecuencia de un equilibrio planetario global, de forma que no tiene sentido el discurso del agua como un bien escaso o mal repartido; el agua está donde tiene que estar y en la cantidad que tiene que estar, como ocurre con la atmósfera. A pesar de que no podemos descargar en la atmósfera más cantidad de gases nocivos que la que actualmente descargamos, sabedores de que tenemos que reducir nuestras emisiones porque la vida humana y los grandes equilibrios del planeta están en juego, no se nos ocurre hacer el discurso de la escasez del aire, ni el de su limitación, pese a ser un bien tan necesario para la vida como el agua. Es el ser humano quien, por complejas razones, en ocasiones acaba ubicándose en regiones donde la naturaleza es hidrológicamente hostil, insuficiente incluso para cubrir las necesidades más básicas, las de subsistencia. En otras ocasiones la causa está en las guerras y en los odios étnicos que han obligado a colectivos humanos a vivir y procrearse en esas zonas marginales. En ocasiones el discurso de la escasez es utilizado para justificar las apetencias de unos modelos de desarrollo y unas formas de uso del agua claramente insostenibles, que necesitan unos cantidades anuales que el territorio no las da, de igual manera que en otras zonas la naturaleza no da playas, nieve, inviernos de temperatura primaveral o petróleo.

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Desde las perspectivas de la Nueva Cultura del Agua no pueden ser echadas las culpas de la falta de agua a la naturaleza, puesto que es el bien más abundante. Como recurso, el agua es renovable, reutilizable, reciclable y fabricable a partir de la desalación del agua del mar. Las culpas de esa pretendida escasez corresponden al proceder humano, que para exculparse tiende a trasladar su mal hacer y sus intereses insostenibles a una naturaleza imperfecta, que necesitaría ser corregida. Para la Nueva Cultura del Agua los ríos no son sólo agua fluyente; son también sales, sedimentos, nutrientes y un espacio continuo de vidas interdependientes que se extiende desde la montaña hasta el mar; su dominio de influencia no acaba en el continente,… ni sus aguas se pierden en el mar. Al llegar al mar, las aguas de los ríos condicionan la dinámica del litoral, que incluye la presencia de las playas y el vigor de las pesquerías. Por otra parte, es innegable que los ríos nos proporcionan el agua necesaria para alimentar unos sistemas productivos, unas economías y unas formas de confort a las que ahora no sabríamos renunciar. También dan satisfacción a unas necesidades básicas a las que todo ser humano debería tener derecho. Detraer el agua para esas actividades, represar los ríos para generar energía con la que atender unas necesidades y unas apetencias, conlleva disfunciones que no tenemos más remedio que asumir, si bien dentro de un límite obligado. El problema es hasta dónde se puede y se debe llegar en esa disfunción, quién pone el límite, y en base a qué principios. Los ríos no sólo son agua, sales, sedimentos, vida, recurso y mercancía; son también sentimientos, del mismo modo que una catedral no es un simple apilamiento de piedras sillares dispuestas de acuerdo con los gustos y las tecnologías de un determinado momento de la historia. Las catedrales son la memoria de la razón profunda que llevó a nuestros antepasados a levantarlas; son lo que para ellos y para las generaciones posteriores han representado; son nuestro nexo de conexión con ellos y su legado de generosidad; son lo que han de representar para las generaciones venideras; son los sentimientos que nos unen con ellas, y los que les han de unir a ellas con nosotros. Son patrimonio de memoria e identidad. Son valores y, como tales, por su propia naturaleza no tienen precio, no pueden estar en el mercado. ¿Por cuánto podrían vender León y Burgos su catedral, Segovia su acueducto, Ávila sus murallas, Salamanca la fachada plateresca de su universidad o Zamora su legado románico? ¿Alguien podría autorizar su destrucción para aprovechar mejor el espacio que ocupan o transformarlas en una exótica gran entidad bancaria que pudiera comprarlas? La Nueva Cultura del Agua es una expresión que encierra una filosofía hidrológica nueva; es una hidrología humanística nacida en el contexto de nuestro país para poner coto a la destrucción vandálica de sus ríos desde un una ética centrada en la dimensión espiritual que encierra todo río. Se fundamenta en la necesidad de encontrar un equilibrio capaz de ponderar desde la inteligencia y la responsabilidad: 1) lo que los ríos representan para la naturaleza, 2) lo que sus aguas y energías constituyen como necesidad humana irrenunciable para vivir en condiciones mínimas de salubridad, asegurar la alimentación básica, y alimentar unos los sistemas productivos del llamado progreso, y 3) lo que como obra señera de la Creación representan los ríos para los seres humanos en el plano de las emociones. En el año 1997 en un pequeño libro 2 escrito en cuatro noches a golpe de corazón, desarrollamos las esencias de esa nueva cultura del agua. Jamás podíamos entonces imaginar

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MARTINEZ GIL, F.J. (1997): “La Nueva Cultura del Agua en España”. Bakeaz 130 págs. Bilbao.

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la aceptación que llegaría a tener el término, que gracias a unos apóstoles singulares ha atravesado fronteras y continentes hasta llegar a formar parte de un lenguaje mediático, político y científico muy extendido; del lenguaje intelectual, religioso y filosófico. Hoy la Nueva Cultura del Agua forma parte de un gran movimiento internacional. El éxito de la expresión refleja el gran sentimiento de culpabilidad que hay en nuestras conductas en relación al agua en general, y con los ríos en particular. Refleja la mala conciencia que tenemos de nuestro proceder. Como ocurre con todas las expresiones que llegan a hacer fortuna, pronto hay quien se apropia de ellas y del mensaje implícito que encierran para encubrir intenciones diferentes, afanes inconfesables, de forma que “no es oro todo lo que reluce”. No son nueva cultura del agua, ni siquiera cultura del agua, todas aquellas políticas del agua que en su nombre se invocan. El plus de la Nueva Cultura del Agua está en el plano emocional y en el mundo de los valores. La esencia de la nueva cultura del agua no es, por tanto, una nueva política hidrológica basada en el uso más eficiente del recurso; no está en el debate sobre el ahorro, sobre lo privado o lo público, ni en las mejores formas de eficiencia, en los bancos de agua o en la depuración de las residuales ni en la desalación de las del mar, que por supuesto son tecnologías y estrategias necesarias y que la nueva cultura del agua integra. La esencia de la Nueva Cultura del Agua está entender que el agua, aún siendo un recurso, es bastante más que eso; está en sentir la grandeza de lo que significa un río, del mismo modo que sentimos y entendemos lo que es una catedral; está entender que nuestra sociedad necesita más que nunca la belleza de lo natural y de la percepción del orden cosmológico en todo lo creado; está una belleza cada vez escasa y más alejada de lo cotidiano; cada vez más enjaulada en parques, como los animales salvajes de un zoo; está en entender que el agua merece un respeto no sólo para que no se nos muera la gallina de los huevos de oro, para asegurar las formas actuales de explotación, sino en entender que el agua y los ríos merecen un respeto intrínseco por lo que significan y simbolizan. No podemos imaginar un futuro de ríos llevando aguas de depuradora, porque en el plano emocional sería algo así como un mundo con museos a base de reproducciones de obras originales; faltaría en ellos algo fundamental e inmaterial, el ánima del creador. 4.- DEL DICHO AL HECHO: PEDAGOGIA SOCIAL Y PARTICIPACION Diagnosticado el problema y establecida la solución, e reto está en cómo iniciar y cómo llegar a instaurar en la sociedad ese nivel de compresión de la nueva cultura del agua 3 , que nos lleve a entender que la explotación de los ríos debe tener un límite, y que no puede autocalificarse de futuro un plan hidrológico incapaz de ponderar esos valores, de reservarles un espacio más allá del discurso retórico y lo inconcreto. El Plan Hidrológico Nacional, incluye 816 grandes actuaciones hidráulicas, además de 120 nuevas grandes presas, las que figuran en su Anexo II; todas ellas vigentes pese al gran cambio en las políticas del agua anunciado por el Partido Socialista cuando fuera gobierno. Hoy lo es, pero más allá de la derogación de los trasvases del Ebro -no los demás trasvases, como el del Tajo al Guadiana o el del Guadiana al Guadalquivir-, que fue una decisión cargada de un alta connotación política, que los sustituyó por un gran plan de obras de desalación,… la irracionalidad que 3

MARTINEZ GIL, F.J. (2003): La Nueva Cultura del Agua”. Naturaleza Aragonesa. Revista de la Sociedad de Amigos del Museo de Paleontología de la Universidad de Zaragoza. Nº 11, págs. 41 a 60.

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llevó a elaborar el listado de obras de cada Plan de Cuenca, que luego serían incluidas en el Anexo II de la ley del Plan Hidrológico Nacional, sigue en vigor. Frente a ese gran plan de obras, que completan y rebosan la agenda de trabajo de un poderoso sector, que son la base de nuevas privatizaciones de los ríos, el PHN no presenta un solo listado de tramos de río, cabeceras o cuencas enteras a preservar en razón de su valor. La funcionalidad de los ríos queda relegada a la mentira de los caudales ecológicos, con los que lavamos nuestra conciencia y a la participación social. Planificaciones como la del PHN, posterior al nacimiento del concepto de la Nueva Cultura del Agua, no tienen derecho a llamarse planificaciones para el futuro mientras no incluyan a nivel de los concreto los valores que esa nueva filosofía hidrológica reclama. La Nueva Cultura del Agua apela a la obligación ineludible de recurrir a la educación de la sociedad, tanto la adulta como la escolar, en los principios básicos de una hidrología holística; es decir, total e integradora, que explique lo que el agua es y representa para la naturaleza y para los seres humanos, no sólo como recurso sino como un bien natural absolutamente singular4 . En este sentido, entiende la Nueva Cultura del Agua que la herramienta más poderosa para operar en ese campo es la participación. La participación es un principio fácil de apelar, pero difícil de definir y, sobre todo, difícil de articula r. La participación no puede quedar reducida al hecho de que la sociedad esté representada en los órganos de consulta para quienes deciden las políticas del agua, que legitiman tal o cual proyecto, sabiendo que su voluntad está por encima de esa pseudoparticipación, o que los órganos de consulta están viciados en su propia composición. La participación no puede ser reducida a una operación de simple consulta a los diferentes agentes sociales. La consulta no tiene sentido si no va dirigida a una ciudadanía instruida, documenta en el problema. Por tanto, la participación debe empezar por una amplia labor de pedagogía social; una pedagogía que no puede estar dirigida por la autoridad hidrológica, el Ministerio de Medio Ambiente en nuestro caso; tiene que emerger desde la propia sociedad. La función de la Administración debe estar limitada a facilitar las dinámicas de análisis y el debate público, con programas de ayudas económicas pertinentes para que en igualdad de condiciones, los diferentes colectivos que previamente garanticen ser portadores de un mensaje ilustrado y solvente, puedan hacer sus campañas ante la sociedad, incluidos los sectores representantes de los grandes intereses organizados y los del propio Gobierno y del partido que gobierna. Solo desde una profunda labor de pedagogía social, estructurada bajo unos principios como los referidos, podrá emerger un día la inteligencia colectiva. En ese momento, el papel del ente promotor y de la autoridad responsable se verá sumamente facilitado. La crisis de la gran mayoría de los sistema democráticos está en que, con frecuencia, los electos representan a una sociedad no sólo desinformada sino que siquiera ha sido auscultada. Instituciones como los Consejos del Agua, las Comisiones del Agua, y otras formas modernas de participación suelen estar viciadas en origen; adolecen de una formación hidrológica holística; su función suele ser dar el visto bueno a decisiones previamente tomadas o, todo lo más, a maquillarlas; son instituciones que sirven para legitimar ante la sociedad una pretendida decisión tomada por la sociedad; en su mayoría están anclados en objetivos de épocas pasadas, hoy claramente 4

ANTORANZ, Mª Antonia y MARTINEZ GIL, F.J. (2003): “El agua y la educación medioambiental: hacia una nueva cultura del agua” En Agua y Educación: nuevas propuestas para la acción. Caja de Ahorros de Murcia, Obras Sociales, pág.43 a 60. Murcia

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desfasados, prisioneros de un lenguaje que les lleva al pensamiento unidireccional del aprovechamiento y la apropiación del agua como objetivo fundamental, sea para generar nuevos regadíos, para generar electricidad. Hoy todo esa realidad debe ser sometido a revisión y a actualización. La participación es el derecho que todo ciudadano tiene a ser plural e ilustradamente informado sobre los temas conflictivos que entrañan cierta trascendentalidad e irreversibilidad; desde la igualdad de oportunidades que deben tener los diferentes actores a la hora de explicar al país sus razones. Es la única forma de despertar el interés por las cosas y que el sentido común aflore. Los gastos de las pertinentes campañas de ilustración al país deben ser sufragados por el órgano promotor, que en nuestro caso son las Confederaciones Hidrográficas, o por la autoridad competente, el Ministerio de Medio Ambiente. Llegado el caso, los representantes políticos no tendrán más remedio que decantarse por la opinión socialmente mayoritaria, que será la del sentido común. Lo lamentable de la falacia del progreso, de una sociedad participativa, de esa inteligencia colectiva, del sentido común y de las esperanzas de un futuro más respetuoso y consecuente, está en que -como dice el escritor Rafael SÁNCHEZ FERLOSIO-, “nada cambiará mientras los dioses no cambien”. Como los dioses son el dinero, el poder, la ostentación, y la soberbia humana, no es previsible que de momento nada sustancial llegue a cambiar. Es impensable que desde los propios mecanismos de poder, los grandes interese organizados que definen y alimentan el actual paradigma de progreso, de una forma u otra infiltrados siempre en la propia Administración y en el Gobierno, llegue a surgir un día una manera más honesta y responsable de hacer las cosas, ni que nuestro discurso de la belleza, de las emociones, de los patrimonios de identidad, del dolor humano, ni siquiera el de los derechos de los niños, llegue a enternecer el corazón de quienes en el agua tienen poderes, expectativas de futuro o privilegios, hasta hacerles cambiar de actitud. Si no es desde un fuerte compromiso social de lucha por un orden nuevo capaz de poner en marcha un proceso de regeneración hidrológica de la sociedad, la única alternativa es esperar a la catarsis general; un tocar fondo que desde el renacer nos vuelva a dar una nueva oportunidad. La degradación de los ríos y la pérdida del valor emocional que siempre tuvieron, no es sino la manifestación en el plano de lo hidrológico de una realidad superior que afecta a todo; es el modelo de progreso que hemos construido el que ha tocado fondo. Un día ese modelo nos sirvió, fue útil; permitió la creatividad, alimentó la ilusión y nos trajo u gran progreso material; pero hoy ese modelo está agotado y se ha vuelto contra la naturaleza y contra el propio ser humano. La regeneración del pensamiento hidrológico es un camino más de los que hay que emprender hacia una regeneración general la sociedad del bienestar, que no tiene tanto de bienestar como aparenta. El problema es que todavía siguen operando resortes que hacen creer en la necesidad de seguir exprimiendo los ríos. El pequeño cambio de actitud habido en la sociedad española surgida de la Ley de Aguas primero, y del Anteproyecto de Plan Hidrológico Nacional, del Libro Blanco del Agua, y de la Ley del Plan Hidrológico Nacional después, con o sin los trasvases del Ebro, no ha respondido a un giro sustancial de las políticas del agua, a un cambio de actitud de quienes tienen sus ojos puestos en los grandes negocios del agua, para quienes todos esos proyectos o bases de las nuevas planificaciones han sido una forma de perpetuar sus intereses dentro de la limitaciones más o menos capoteadas de los tiempos y de nuevas obligaciones internacionales como puedan ser las derivadas de las diferentes directivas de la Unión Europea traspuestas a nuestro ordenamiento jurídico, no siempre bien cumplidas. 13

El cambio habido es aún esencialmente simbólico, pues en algo tienen que ceder los intereses organizados para que nada de lo sustancial cambie. En cualquier caso, el aparente golpe de timón hacia el rumbo del bien hacer no es todavía capaz de contrarrestar la aceleración de la dinámica del mal hacer impulsada por los intereses organizados. Cierto es que hoy se habla de una “nueva cultura del agua”, de un respeto a los valores de los ríos y del medio ambiente en general; de caudales ecológicos, de participación y de los derechos de las minorías. Pero todo eso apenas son algo más que palabras y gestos, estrategias de la autocomplacencia y de la escenificación de una sensibilidad política y social que no existe. Son las formas las que ha n cambiado, pero no el corazón, porque nuestra relación con los ríos y con la naturaleza sigue siendo dual. El mal hacer está ahí, incólume; esperando su oportunidad. Creemos que sólo desde una percepción cultural del agua y de los ríos podremos un día poner coto al vandalismo con la naturaleza y con nosotros mismos. Es posible que ese día no queden ya más que los restos de un gran naufragio hidrológico de la cuenca. En medio de esa realidad somos también de la opinión de que “la fe mueve montañas”. El secreto está en cómo instaurar en la sociedad esa fe capaz de hacer creer que un mundo hidrológico nuevo es necesario y posible, que ha llegado ya el tiempo de los ríos. El poder que potencialmente tenemos las gentes de bien, las que defendemos la necesidad de una ética hidrológica basada en una percepción holística de los ríos, es inimaginable; el problema está en cómo tomar conciencia de esa fuerza y en cómo organizarla; en cómo crear alianzas. Es posible que de este Congreso surjan esas alianzas. La participación es una acción clave, pero también lo es la actitud recta de los jueces al aplicar la ley. Simplemente, si se aplicara la ley muchas cosas cambiarían. Los jueces son humanos, como los demás ciudadanos, sujetos a las mismas tentaciones, presiones, influencias y bajezas; no son ángeles custodios ni espíritus puros; de hecho, la acción política no se pone fácilmente de acuerdo a la hora de nombrarlos para determinados cargos, porque no se fían de su imparcialidad. Tiene que haber una regeneración de la justicia medioambiental; tiene que haber condenas ejemplarizantes para que los técnicos de la Administración no cedan fácilmente ante las presiones de los responsables políticos de turno; para que haya rigor, para que el interés general de determinados proyectos sea demostrado, y para que la evaluaciones de impacto ambiental sean respetadas o dejen de ser un simple formalismo mediatizado a gusto de la Administración. Todas las aldabas son pocas para hacer una llamada al bien hacer, a la necesidad de una regeneración del pensamiento hidrológico, que precisa de la actitud de compromiso del científico y del técnico, del mundo intelectual, de las autoridades morales, y de las gentes de los medios. Los informadores de los medios están hoy en día sujetos a unas directrices tan fuertes como sutiles; ni siquiera existe la necesidad de censurar a nadie, porque todo el mundo sabe autocensurarse, sabe lo que tiene que decir y lo que debe callar. Es necesario una revolución educativa en el mundo escolar. Hay que denunciar planteamientos perversos que se pasean por los libros de texto, que cercenan y dirigen la opinión del alumno. El alumno debe ser educado desde la pluralidad, desde un mundo de valores. Esa realidad, que es un derecho, en relación con el agua no existe. En esa ingente tarea de reforma del pensamiento hidrológico político y social tenemos ya algunos precedentes que han coronado con éxito sus afanes. En los Estados Unidos de Norteamérica tienen la Ley de Ríos Escénicos y Salvajes, que incluye una larga lista de ríos, cabeceras y tramos cuya función en el futuro, el mejor servicio pueden hacer al pueblo americano, es “seguir siendo ríos”. A esa lista se le han ido sumando nuevos azudes y

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pequeñas presas a demoler, algunas no tan pequeñas, para que determinados tramos de ríos ganen vida. El ejemplo está siendo seguido por otros países, entre ellos nuestra vecina Francia. Aquí, tanto en el Duero como en España, tendríamos que empezar a actuar en ese sentido, de forma que cada Comunidad Autónoma pudiera tener en breve su pequeña lista de ríos escénicos; al final sería una gran lista a escala de todo el Estado. Pese a su difícil y compleja viabilidad en ese reto estamos, tratando de instaurar esa nueva cultura del agua hasta aquí expuesta. Tenemos un gran aliado, la Directiva Marco. El problema es la voluntad política de hacerla cumplir. Es necesaria la misma voluntad que un día llevó a poner en práctica la gran reforma fiscal que permitió llevar a cabo una modernización de muchos servicios públicos; la misma que desarrolló la reconversión de sectores como los astilleros, la siderurgia, la minería, la pesca,… que eran socialmente insostenibles si no se ajustaban al preceptivo cambio. Entender que hay cosas que se han hecho mal y que hay actuaciones recientes, como las relacionadas con el conflicto de Castrovido en el Arlanza, o apenas hace unos años la de Riaño en el Esla, indican a las claras que aún no estamos en el buen camino. Reconocer esa realidad es el primer paso hacia el cambio, hacia la esperanza de un bie n hacer que, por supuesto, no será inmediato, al menos hasta que los vientos sean más propicios, que será cuando los dioses cambien. Sé que mi humilde discurso en este Congreso, junto a todo mi esfuerzo personal como Coordinador General del mismo, no va cambiar de momento un ápice el rumbo de las cosas. Si estamos hoy aquí predicando “la nueva cultura del agua”, es por la obligación que nos mueve a dar testimonio de una realidad con la esperanza de que un día contribuya a recuperar un bien hacer hidrológico en el que los ríos sean sentidos y considerados como algo más que agua para ser aprovechada o fuerza motriz susceptibles de ser convertida en energía para dar satisfacción a una apetencia ilimitada.

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