JOSEFINA

ITU LLAVADOR

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Capítulo 1 Josefa Rambla Buj, a quien llamaban Josefina, nació el treinta de marzo de1895 en un precioso pueblecito llamado La Iglesuela del Cid, provincia de Teruel, fronterizo con la provincia de Castellón, a tan sólo dos kilómetros de Villafranca del Cid.Quinto hijo de Ponciano y Carolina, era la primera que estaba mezclada, se parecía a los dos, los hijos anteriores del matrimonio se asemejaban solamente a uno de ellos, pero Josefina lucía el pelo negro de su padre y los ojos azules transparentes de su madre, su piel blanca no era sonrosada como la de Carolina ni morena como la de Ponciano. Su nacimiento se celebró como prescribía la costumbre de aquel tiempo y de aquel entorno. La Iglesuela del Cid tenía censados alrededor de trescientos habitantes, todas las familias se conocían y se relacionaban, la mayoría estaba emparentada en mayor o menor grado; un nuevo nacimiento suponía una noticia importante, todos se preocupaban, se informaban, y visitaban a la madre y al bebé. Se alegraban de lo acontecido, daban la enhorabuena y llevaban pequeños regalos, la mayoría de orden práctico. Josefina nació rolliza y hermosa, se cogió desde el comienzo a la mama de su madre con verdadera efusividad, desde el principio se presentó como la futura amante de la glotonería y el buen comer en que, con los años, se iba a convertir; mamaba y dormía, apenas lloraba, era una niña buena. Fue bautizada a los ocho días de nacer en la iglesia del pueblo que estaba unida en vecindad pared con pared a la casa de sus padres. La casa ostentaba una situación privilegiada pues estaba situada, al igual que la iglesia, en el lugar más importante, en la plaza de la localidad. Podía decirse que tenía un buen tamaño y que estaba considerada como una de las mejores casas del pueblo. El día del bautizo acudió toda la población, que en aquel momento constaba de mujeres, niños, y ancianos; los hombres en edad de trabajar permanecían ausentes laborando durante el invierno y parte de la primavera en otras provincias, incluso en Francia, adonde llegaban andando en cuadrilla. Se les conocía como los andarines por excelencia de la provincia de Teruel, generación tras generación; todo estaba organizado, los adultos enseñaban a los jóvenes y niños, todos los años se repetía la operación, caminar y caminar en busca de trabajo remunerado. La Iglesuela del Cid, pueblo frío donde los hubiere, pasaba nevada, nieves altas, muy contundentes, nieves de mucha envergadura, gran parte del año, esta fría realidad condicionaba la vida y el ser del pueblo, todos los habitantes soportaban con infinita paciencia las inclemencias que el destino les había donado. Este impedimento para el trabajo en el campo había dado lugar a la tradicional emigración para llegar a otras tierras que les proporcionaran el sustento. El día del bautizo, con el pueblo nevado, acudieron todos a celebrarlo. Se le impuso el nombre de Josefa por la fecha de nacimiento, pues el santo más importante de los que estaban próximos al treinta de marzo era San José, lo hicieron a pesar de tener ya un hijo varón, el cuarto, llamado José. Después de recibir sin llorar las aguas bautismales con la misma vestimenta que había bautizado a sus hermanos y de quedar su nombre y apellidos inscritos en el Registro de la parroquia, se dirigieron a la casa donde degustaron unas pastas, hechas para la ocasión por la madre de Carolina, y unas copitas de anís. La fiesta se prolongó varias horas, se cantó y se bailó, salieron a colación todos los temas que interesaban a la comunidad. La partera del pueblo que había asistido a Carolina, ayudada por otras dos mujeres, no dudó en repetir que se había tratado de un parto extraordinariamente fácil, ni la madre ni la criatura habían sufrido, pues había sido rápido y feliz, así debían ser todos los partos–afirmaba-romper aguas y en dos horas la criatura en el mundo.

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Ponciano y Carolina llevaban once años casados. Ponciano, alto, atlético, fuerte, moreno, prototipo del hombre español. Carolina, rubia, alta, trigueña, con los ojos azules tan claros que daban en ser transparentes, prototipo de la mujer alemana, se parecía a su padre, y este, ya fallecido, había sido alemán de pura cepa. Por avatares de la vida había llegado al pueblo siendo niño junto con su familia integrada en una pequeña colonia de alemanes que se instaló allí. El padre de Carolina, Francisco, había fallecido antes de que ella se casara, el luto retrasó la boda, de un ataque repentino al corazón, sin haber estado enfermo nunca en su vida, lo del ataque al corazón se decía en el pueblo por sabiduría popular, carecían de médico que pudiera dar un diagnóstico fiable y seguro. Tanto Carolina como Ponciano poseían buen carácter y eran fuertes tanto mental como físicamente, predominando en ellos la alegría y el buen humor, su vida dura y penosa no les impedía que les gustara divertirse, cantar y bailar la jota cuando la ocasión lo propiciaba. Trabajadores y esperanzados, a pesar de la rudeza tremenda de sus trabajos y afanes, recibían a sus hijos con regocijo y cariño. En una época en que la mortalidad infantil resultaba moneda común, ellos podían presumir de que todos sus hijos estuvieran vivos, sanos, y hermosos. La primogénita, María, reflejaba el vivo retrato de su madre, fuerte y delicada a la vez, con un porte distinguido que la hacía parecer una señorita de alta cuna, contaba nueve años de edad, recibió a Josefina como a la muñeca que nunca había tenido, la quería muchísimo, le gustaba bañarla y cambiarle los pañales, decirle cosas, hacerla reír. Su contacto duró poco, María a los pocos meses abandonó el hogar para ir a casa de unos señores adinerados donde servía desde hacía muchos años en calidad de cocinera la hermana mayor de Carolina, María Loreto, el mismo nombre de su madre. Al amparo de su tía iba a ejercer de niñera de una nena recién destetada y separada del ama de cría que hasta el momento se había ocupado de la criatura durante casi dos años. El segundo hijo, Ángel, se parecía a su padre, sus mismos ojos negros penetrantes de brillo y sus largas y tupidas pestañas, tenia siete años y medio, ya ayudaba a sus padres en las tareas del campo, el muchachito se mostraba valiente, bien dispuesto, obediente, alegre, trabajador, y travieso. Al ser varón se daba cierta importancia a su formación cultural, por decirlo de algún modo, los hombres debían saber leer, escribir, y las cuatro reglas, aún en un medio tan tortuoso y hostil estas enseñanzas se consideraban imprescindibles. Por el contrario no suponían una necesidad en las niñas, podían permanecer analfabetas sin aparente menosprecio para sus personas. La desestima a la mujer se consideraba normal en aquella sociedad y se aceptaba con naturalidad como si fuera lo más lógico del mundo. En el caso de Carolina no era así, pues su padre, al carecer de hijos varones, había enseñado a sus dos hijas, hay que añadir que ellas mostraban un personal interés en aprender aunque su entorno no lo considerara necesario y las destinara a las labores de la costura y el bordado además de las domésticas y agrarias, también era conveniente que, en ausencia de los hombres, algunas mujeres supieran, al menos, leer, pues los hombres enviaban cartas para comunicarse con sus familias. La que no sabía leer visitaba a las vecinas que sabían para conocer el contenido de las cartas. El tercer hijo era una niña, contaba seis años de edad, la más revoltosa de todos, la más juguetona y desenfadada, morena como su padre, a su corta edad ya era presumida y bromista, se llamaba Paca, tuvo celos de Josefina, los mismos celos que sufría alegremente por sus restantes hermanos, le hubiera gustado ser la única, o al menos la más mimada y consentida, una princesita adorada por sus padres, para llamar la atención hacía bastantes trastadas; sentía la necesidad de dejar claro su sello y su deseo de destacar, procuraba siempre acaparar todo el protagonismo. El cuarto hijo, Pepito, sólo había cumplido tres años, como María se parecía a Carolina, abundante pelo rubio, sonrosado,

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los mismos ojos azules transparentes de tan claros como eran; Carolina recibía la ayuda de su madre, María Loreto, aún se encontraba fuerte y entera a pesar de haber cumplido los sesentaicinco años. También la ayudaban las vecinas si era preciso, en un pueblecito tan pequeño donde todos se conocían, salvo raras excepciones, los habitantes se llevaban bien y se ayudaban los unos a los otros siempre dentro del esquema establecido. Los hombres caminaban juntos todos los años en busca de trabajo apoyándose de mutuo acuerdo, las mujeres también se ayudaban, tenían mucho trato entre sí, iban a lavar al río juntas muchas veces, se auxiliaban con los hijos, con cualquier cosa que les hiciera falta. Durante el crudo invierno lavar en el río se convertía en una actividad sufriente en extremo, se helaba, rompían el hielo y lavaban con aquella agua tan fría que les amorataba las manos haciéndolas sangrar, yendo juntas la tarea resultaba un poco menos ardua y doliente, contaban historias, se comunicaban las novedades, intentaban hablar con sentido del humor para que brotara un poco de alegría que aliviara con distracciones y entretenimientos las penalidades y extrema dureza del quehacer. A veces dejaban el trabajo a medias porque la nieve y el temible viento se aunaban de forma insoportable. Tender la ropa durante esos meses tapaba el horizonte de imposible, se veían obligadas a secarla al amor de la lumbre dentro de casa y costaba mucho. Al nacer Josefina, su madre debía completar la cuarentena de las parturientas, la costumbre mandaba que debía permanecer cuarenta días en cama, dedicada exclusivamente a dar de mamar al bebé y a tomar suculentos caldos para reponerse. Carolina insistía en levantarse antes de la cama, eran muchas las actividades que debía realizar, estaba a su cargo el cuidado de la casa, de los niños, además del trabajo del campo y ocuparse de los animales. En aquel tiempo todo se hacía en casa, desde la harina, la ropa, el salvado, hasta el jabón. Las coladas eran muy complejas y costosas, se necesitaba todo un día para llevarlas a cabo, separaban la ropa de color de la ropa blanca, la lavaban, la enjuagaban después de haber frotado a conciencia para que estuviera impecable, después la ropa blanca debía permanecer unas horas en agua con lejía y luego en agua y azulete otro montón de horas, si no la ropa no quedaba bien, completamente blanca y resplandeciente; habia que restregar de firme para quitar las manchas. También había que remendar y coser, además de un sinfín de detalles más, entre ellos el planchado con plancha de carbón que requería por lo menos dos tardes a la semana, trabajo duro y pesado, se necesitaba extremar la habilidad para no quemarse con el carbón ardiendo. Su madre la ayudaba, se ocupaba principalmente de hacer la comida y cuidar a los niños pequeños, de este modo la dejaba libre para moverse, María Loreto salía poco de casa, se quejaba del reúma de vez en cuando. Ponciano le traía hierbas del monte para aliviarle los dolores e inflamaciones. Ponciano conocía muy bien las hierbas y sus utilidades terapeúticas, la única medicina a la que tenían acceso, bien en infusión o en cataplasmas, los lugareños para todos sus males, el dinero no alcanzaba para médicos. Los nacimientos los solucionaban las mujeres, siempre había alguna con vocación de partera que cumplía bien su cometido ayudada por otras mujeres con experiencia. Como es sabido tampoco era extraño en la época que murieran mujeres durante el parto o el sobreparto, los huérfanos tenían que repartirse en la familia para sacarlos adelante o improvisar segundas nupcias para los viudos y darles una nueva madre a los niños, estas soluciones eran comunes y bien aceptadas por aquella pequeña sociedad. Cuando nació Josefina todavía estaba reciente la muerte de Catalina tres meses atrás, después de un larguísimo parto no consiguió dilatar lo suficiente, los esfuerzos la agotaron y se llevaron su último aliento llevando todavía al hijo en las entrañas. Debido a ello las vecinas obligaban a Carolina a respetar la cuarentena, aunque ella, animosa, valiente, y deseosa de no causar molestias a las otras mujeres que la ayudaban, quisiera levantarse antes de tiempo para reintegrarse a

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sus quehaceres. Piensa que tienes cinco hijos–le decían-si te mueres qué será de ellos; se organizaban para ayudarla en la casa y en el campo, así había sido siempre, cuando una mujer paría, las demás formaban una piña en torno a ella ante el temor de que pudiera enfermar o perder la vida en el sobreparto. Afortunadamente el parto de Josefina había sido breve, sencillo, todo había rodado muy bien, “un parto cortico”, como solían decir por allí, los senos de Carolina contenían leche abundante, apenas había notado las hemorroides; Carolina emanaba alegría porque la pequeña se mostraba muy vivita, sana, rolliza, no se podía pedir más a un parto tan suave y llevadero. El mes de mayo arribaron los hombres, así pues Ponciano conoció a Josefina, su nueva hija, no podía estar más contento por el gran acontecimiento, recibía a sus hijos con los brazos abiertos, como una bendición divina y maravillosa, le asombraba el milagro de la vida, ser padre enternecía su corazón, lo llenaba de júbilo. Las nieves habían descendido bastante, la tierra rebrotaba, se hacía visible y verde, y con ella los trabajos de la tierra se intensificaban, aquella tierra que era de su propiedad y también contribuía a alimentarlos; aunque sus frutos no fueran grandes y hermosos, como en las zonas de regadío, sabían dulces, alimenticios, y buenos; amaban las frutas y las verduras que crecían en aquella difícil tierra, las agradecían con todo el calor de su pecho. Además de la tierra en la casa de Carolina y Ponciano contaban con un extenso corral que contenía una amplia marranera para los cerdos, una conejera, y un gallinero, amén de una cabra que les daba leche y queso, todo lo cual contribuía al rendimiento y manutención de la familia. El dinero lo proporcionaba la emigración, esos meses en que los hombres andaban kilómetros y kilómetros a buen ritmo en busca de trabajo a jornal. La Iglesuela del Cid llegaba a ser un pueblo tan sumamente frío que en diciembre y enero las agudas nevadas cubrían las puertas de las casas y no dejaban salir a sus habitantes, tenían que subir al tejado con palas y desde allí ir retirando la nieve, creando caminos practicados en las calles para poder circular por ellas, días y días de arduo trabajo en el que colaboraban hasta los niños de siete u ocho años. Esta era otra de las causas de la tradicional emigración andarina, aquel tiempo constante y malvado; durante estos meses apenas se salía de casa, salvo para lo más preciso y para quitar la nieve, alimentando con un permanente fuego el hogar, nunca les faltaba la leña, la recogían y almacenaban durante el verano manteniéndola seca para que ardiera plácidamente en la chimenea, de otro modo no hubieran podido sobrevivir. Si los hombres se hubieran quedado en el pueblo hubieran permanecido inactivos, no había ningún tipo de industria, sólo las tierras que se cultivaban y las hierbas curativas que recolectaban y vendían en Castellón constituían las fuentes de riqueza, además de la caza de los alrededores y de los animales domésticos que les daban huevos, carne fresca, y fiambres.Todo ello escaso para salir adelante cubriendo sus necesidades, pues siempre había insuficiencias. Los hombres venían con el dinero de sus jornales de varios meses, ese dinero ganado con sangre y sudor, absolutamente imprescindible, servía para todo lo que había que comprar.

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Capítulo 2 Durante el verano recogían la almendra, la vid, la oliva, hacían conservas de fruta y hortalizas, sabían que el invierno largo e implacable necesitaba calorías, calorías para sus cuerpos curtidos por el frío, en verano se trabajaba sin descanso preparando la supervivencia durante el invierno, en el que a pesar del maléfico frío las mujeres seguían madrugando para ir una vez por semana a lavar al río. Seguían andando por la nieve y la escarcha hacia Villafranca del Cid, el pueblo más grande de los alrededores, donde iban a comprar alpargatas, zapatos, hilos, tela, agujas, tijeras, cuchillos, cacharros de cocina y cualquiera de los artículos que necesitaban, si bien procuraban comprar lo mínimo y hacerlo duradero, ansiaban no despilfarrar el dinero que tanto costaba de ganar, intentaban administrarlo cuidadosamente. Por la precariedad de sus vidas se veían obligados a colocar a las hijas a temprana edad al servicio de los señores, una boca menos y un jornal más, un jornal aunque fuera pequeño ya valía para comprar el ajuar de las hijas, la dote que debían aportar al matrimonio, sábanas, toallas, mantelerías, cubiertos, cristalerias, vajillas, así como todo lo necesario para vestir una casa con humildad pero también con dignidad. Así lo hacían la mayoría de las mujeres que se casaban, sus padres no podían comprarles lo que necesitaban para la creación de una nueva familia, en aquel tiempo la mayor aspiración de las mujeres, pues así las educaban, de este modo con un poco de aquí y otro de allí, y con la fuerte voluntad de todos iban saliendo adelante, con muchos trabajos, durezas, y carencias, sobrevivían e incluso se sentían felices; valoraban mucho lo poco que poseían aprendiendo a agradecerle a la vida el aire que respiraban, limpio y saludable, aunque tan sumamente recia, difícil, cruelísima, trabajosa y pobre. Estaban unidos y se apoyaban, eso constituía su fuerza, además de la esperanza de progresar, de prosperar en el futuro, poniendo todo su tesón en ello. Los hombres corrían mundo y veían que evolucionaba la sociedad, que se abrían fábricas, que se creaban puestos de trabajo, que con un poco de suerte y mucho sudor quizá algún día ellos encontrarían la manera de vestir mejor, de alimentarse mejor, de acceder a la cultura. Soñaban con cambiar, trazaban proyectos llenos de inquietudes confiando en sus fuerzas. Tenían muchos hijos, cuantos más hijos más jornales, a los diez o doce años los niños ya se sumaban al carro de la emigración invernal, ya comenzaban a hacer trabajo de hombre. Iban a la escuela de Villafranca, en La Iglesuela no había, dos o tres años, después al tajo. Nunca perdían la fe y se entregaban a las caminatas y a los diversos trabajos con entusiasmo, si no lo hacían bien no los volvían a contratar. Ellos se afanaban, sabían que al año siguiente, y al otro, y al otro, si se empleaban a fondo volverían a encontrar trabajo en los mismos sitios, los apreciarían y conseguirían una cierta estabilidad dentro de lo inestable que sellaba todo en aquel tiempo sin contratos, sin seguridad social, sin pensiones. Eran conscientes de que una mala cosecha, una enfermedad, el paro, podía sumirles en la miseria más absoluta, por ello estaban tan unidos, por ello se ayudaban tanto. A finales de agosto los hombres emprendían de nuevo el camino, se iban a la greda, así denominaban a la vendimia francesa, las mujeres volvían a retomar todas las responsabilidades del pueblo, terminaban las faenas del campo, continuando hasta octubre, el mes en que empezaban las lluvias y las nevadas, no muy fuertes, pero ya la tierra iba desapareciendo bajo un manto blanco. A finales de octubre ya estaban las despensas llenas, a partir de entonces se dedicaban con más afán al cuidado de la casa, salían a recoger hierba para los conejos durante todo el año, era una carne apreciada y económica, los conejos se reproducían con facilidad y sólo comían hierba. En todas las

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casas había. En noviembre los hombres volvían de la greda con dinerito fresco, descansaban unos días, y a principios de diciembre se ponían a preparar las matanzas. La comida para las gallinas y los cerdos se almacenaba en los graneros junto a la de las personas. Las matanzas se organizaban como un ritual, se disfrutaban en navidad y durante todo el invierno. Había casas, como la de Carolina y Ponciano, en las que se mataban tres o cuatro cerdos, había muchas bocas que alimentar, el invierno era largo y muy frío, el cerdo se aprovechaba todo y se conservaba con facilidad durante mucho tiempo mediante la fabricación de embutidos, incluídos los estupendos jamones de Teruel, durante gran parte del año constituía la base de la alimentación junto al pan que horneaban una vez a la semana, amasaban grandes hogazas. También las patatas eran muy importantes tanto para la alimentación de los animales como de las personas. Si todo iba bien no debía faltar comida, pero a veces los animales enfermaban, o las cosechas se malograban, años de mala suerte, entonces se pasaba necesidad e incluso hambre. Los hombres permanecían en el pueblo hasta la navidad, la pasaban en familia, se divertían mucho cantando y bailando tanto la jota como los villancicos, bebiendo un licor de hierbas que preparaban en el pueblo así como copitas de anís y de aguardiente, disfrutando, cuando el año venía bien, de una cierta abundancia; preparaban dulces con la manteca blanquísima del cerdo, harina, huevos, almendra, y azúcar comprada en Villafranca del Cid, el azúcar sabía a lujo, sólo se lo permitían en las fiestas navideñas, normalmente utilizaban su propia miel, pues también se dedicaban a la apicultura. La miel era el dulce de todo el año, el azúcar el dulce de navidad.

Capítulo 3 Aquellas navidades María obtuvo unos días libres y pudo reunirse con sus padres, Ponciano había preguntado por ella nada más llegar, al saber que estaba colocada de niñera había dicho “ya tenemos una mujer en casa”. Ponciano se enorgullecía de María, una trabajadora más para ayudar a la subsistencia familiar, conversaba con ella y le preguntaba por todo lo que hacía, lo que había visto, la marcha de su aprendizaje, su hija vivía en Castellón, en broma le preguntaba:¿a que no te imaginabas que una ciudad pudiera ser tan grande? Con tantas tiendas, tantos comercios, y tanta gente. María desde el primer momento se había habituado a Castellón, incluso hablaba ya la lengua del lugar, echaba de menos a los suyos pero no había llorado ni se había puesto triste, sólo en algunos momentos furtivos su corazón se había partido de nostalgia. Su tía la había ayudado mucho, se parecía también a Carolina, cuidaba de ella como una segunda madre y procuraba que no le faltara de nada dándole a su estancia un clima de confianza y seguridad, además la estaba enseñando a cocinar para que fuera en el futuro una cocinera de pro como ella. La tía María Loreto permanecía soltera a pesar de ser mayor que Carolina, no tenía vocación de casada, por el contrario estaba tan apegada a sus señores que hubiera dado la vida por ellos, no los abandonaba jamás, mantenía contacto con su familia por carta, pero nunca pedía un permiso para ir a ver a los suyos, sólo se desplazababa con los señores, les consideraba dioses, les era completamente fiel, con una fidelidad que conllevaba un pellizco considerable de adoración. Cuando decía “los señores” se le llenaba la boca, para ella contenían lo más grande que existía en el mundo, su proyecto vital consistía en permanecer a su lado hasta su último aliento con el mismo sentido de servicio y con el mismo cariño mitificador. Muchas tardes le decía a su sobrina que fuera a la cocina con la nena y le contaba historias de los

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señores, lo bien que se habían portado con ella, lo que les debía, la adoración que les profesaba, en el fondo de su corazón deseaba que su sobrina compartiera con ella los mismos sentimientos, la misma fidelidad a la casa. Por las mañanas la hacía ir con ella, con la niña de la mano o en brazos, al mercado, deseaba enseñarle a comprar; la base, el primer paso para llegar a ser una buena cocinera, darle a conocer lo que era de buena calidad, rechazar los alimentos en mal estado, que conociera las carnes y los pescados, todos los productos que una cocinera pudiera convertir en delicias para el paladar. La calidad ante todo–le insistía-es lo más fundamental, importaba mucho aprender a reconocerla, para ello le indicaba los signos que le asegurarían distinguirla a simple vista. Cuando el señor iba a cazar perdices se las enseñaba, “estate aquí conmigo y ayúdame a desplumarlas”, y después añadía: te enseñaré la mejor manera de cocinarlas y cuando estén listas podrás comerte una, ya verás qué ricas son, los señores tienen un paladar exquisito, sólo comen lo mejor. “Esto no se puede comparar con el pueblo, aquí los señores viven en la abundancia y si les tomas aprecio y ellos te quieren, como me ha pasado a mí, tú también vivirás en la abundancia, no me negarás que no se puede comparar lo que vistes y comes aquí con la pobreza del pueblo, ahora todo lo que entra por tu boca es de primera calidad”. Los consejos de María Loreto, si bien María los encontraba interesantes y los consideraba parte de su aprendizaje, no los compartía, tenía vocación de mujer casada, la abundancia de los señores no dejaba de ser injusta en un mundo donde había tanta miseria, además entregarse por completo al servicio de unos amos que al fin y al cabo siempre la considerarían una inferior, sin otra ambición en la vida, no entraba en sus planes. A los diez años de edad almacenaba en su interior la suficiente madurez como para configurar ya una idea si no consolidada, sí aproximada de lo que debía ser su vida futura, se miraba en sus padres, en lo enamorados que estaban, eso le atraía, tampoco podía concebir su vida sin familia, sin hijos. Su estancia en Castellón le había aportado muchas novedades interesantes, conocer una ciudad, moverse por ella con fluidez, ir bien vestida con su uniforme limpio e impecable, y comer, comer la cantidad que le apeteciera de manjares exquisitos, permitiéndose caprichos que jamás hubiera podido soñar, pues su tía la mimaba y siempre le guardaba cosas especiales para que las probara. Sin embargo nada se podía comparar a pasar las navidades en La Iglesuela del Cid, sentía que pertenecía a aquella tierra pero sobre todo la confortaba el calor familiar, estar al lado de sus padres y sus hermanos no tenía precio, lo superaba todo, aquel cariño tan grande que le daba energía para salir adelante, un cariño que llevaba encendido dentro del corazón y le permitía poder separarse de ellos; en el fondo no se separaba, los llevaba dentro de sí, ese cariño tan profundo la hacía fuerte y capaz de soportar cualquier cosa. No era lo material lo que más pesaba en el carácter de María, lo que verdaderamente confortaba su espíritu se hilaba con los sentimientos, las sensaciones, el encuentro del amor a la vida. Josefina ya gateaba, no tardaría en comenzar a caminar, con ella al brazo pasaba muchas horas, la maternidad que llevaba dentro se manifestaba con más fuerza que con la hijita de los señores, era sangre de su sangre, su hermanita pequeña y no necesitaba de uniformes ni de jornales para desear su compañía y cuidarla, darle de comer y acunarla, materias en las que se había convertido en una experta a sus diez años. Cuando volvió a Castellón se sintió fortalecida, más mujer, como si fuera ya una adulta; con ganas de proseguir su aprendizaje y de ahorrar todo su salario para poder hacerse un buen ajuar, el día de mañana encontraría el amor, formaría una familia tan feliz como la de sus padres. Los señores lo notaron, comentaron entre ellos que había madurado, que se había embellecido, un halo luminoso se desprendía de su rubia cabellera y de su piel

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trigueña. Aquel mes en La Iglesuela había supuesto la cima de un crecimiento espiritual que había comenzado a manifestarse unos meses antes. María continuó su vida en Castellón ocupándose de la niña, aprendiendo a cocinar y acercándose a su tía quizás porque en sus adentros se había afirmado la diferencia, la gran diferencia entre las dos en su visión de la realidad, María Loreto también había advertido el cambio y empezó a tratarla más como a una mujer que como a una niña. El tiempo transcurría, María se carteaba con su familia, sabía que no volvería a verla hasta las próximas navidades, pero no lloraba nunca, había comprendido: la felicidad asomaba a su semblante. Los señores se codeaban con la aristocracia del lugar, aunque no eran propiamente aristócratas, el señor trabajaba, administraba las numerosas propiedades, entre fincas y bienes muebles e inmuebles, que poseía la marquesa de Castellfort en la provincia de Castellón, la aristócrata más rica, poderosa, e influyente de los contornos y una de las más ricas de España. El señor viajaba con frecuencia a visitar las fincas rurales. En su despacho permanecía horas enteras anotándo números, de vez en cuando también se desplazaba a Valencia, donde residía la marquesa, a ponerla al corriente de las propiedades, las cosechas, los alquileres, los arrendamientos, y a rendirle cuentas. La marquesa era muy apreciada en Castellón entre la aristocracia y los burgueses adinerados por sus enormes riquezas, esta sociedad privilegiada gustaba presumir de amistad con la señora marquesa, por ello trataban a su administrador, hombre de su confianza, con verdadero mimo; le obsequiaban, le invitaban a todas las fiestas, por esta causa el administrador podía llevar un ritmo de vida a la última. Trabajaba mucho pero recibía pingües beneficios, le invitaban a cazar y él también correspondía permitiendo que la crema de la sociedad castellonense tuviera acceso a los famosos cotos de caza de la marquesa con el permiso de ella. El administrador sabía que con estos gestos se apropiaba de la cordialidad y el respeto de sus convecinos, su rumbo de vida subía como la espuma, pues debido a su posición privilegiada había iniciado sus propios negocios, negocios que funcionaban cada vez mejor, enriqueciéndole a marchas agigantadas. Todo ello por tener trato directo con la marquesa, toda la clase alta castellonense estaba interesada en mantener buenas relaciones con la marquesa, suponía un privilegio, una categoría especial, su administrador proporcionaba una vía de acceso conveniente, ambas partes salían beneficiadas manteniendo relaciones afables en todos los sentidos, en el de la diversión y en el de los negocios; se hacían favores, intercambiaban influencias, construyendo de este modo una clase social fuerte, dominante, dueña de los entresijos de la ciudad. Esta oligarquía castellonense despreciaba la lengua autóctona, presumían de comunicarse en castellano, lo consideraban más distinguido, más fino, estas ideas venían del centralismo madrileño, para ellos el sumun, la corte, los reyes, todo ello el ideal adorado por estas gentes que soñaban con medrar, con subir en el escalafón, si el rey hablaba en castellano era un honor para ellos imitarle; en esta lengua se dirigían a la servidumbre, aunque la mayor parte tenía como lengua materna el valenciano, lengua que utilizaban entre ellas las clases pobres y mandaba en la calle. La clase alta la consideraba vulgar y zafia, propia de ignorantes y pobretones, María hablaba el castellano con los señores y el valenciano con los ciudadanos de a pie y con la mayor parte de la servidumbre, no encontraba ningún deshonor en hacerlo. Con su tía hablaba el castellano, lengua materna de las dos, sin embargo aprendió rápidamente el valenciano con toda naturalidad. Entre la alta sociedad estaba muy mal visto, una ordinariez, jamás empleaban esta lengua que, por otra parte, era su verdadera lengua materna. Imitaban a Valencia. Valencia imitaba a Madrid. J Josefina

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crecía, por el momento, ajena a la lucha de clases y a las diferencias sociales que determinaban los escalafones del poder, el ser y el tener, para muchos lo mismo. Josefina había cumplido cinco años, la quietud, la prudencia, la discreción, ya asomaban a su peculiar manera de ser, también la voracidad con la comida, no había alimento que rechazase o que no le gustara, casi siempre llevaba un trozo de pan en la mano para saciar aquel apetito fuera de lo común. Su primera infancia había transcurrido entre los brazos de su hermana Paca, de su madre, y de su abuela. Su hermana Paca se había negado a ir a servir, argüía que por lo menos una de las hijas debía quedarse al lado de la madre para ayudarla, ella se consideraba la más indicada, pues estando María ausente, y siendo Josefina una chiquilla pequeña, era ella y sólo ella la que debía ocupar el puesto de ayudante hogareña. Tanto insistió que Carolina no supo negarse, al fin y al cabo ella tampoco había ido a servir nunca, su hermana María Loreto servía desde los nueve años. Ella también decidió quedarse en casa para atender en el futuro la vejez de sus padres, cuando ésta se produjera. Pero Paca no era muy trabajadora, le gustaba levantarse tarde, jugar con su hermana, disfrazarse de gran señora con sábanas y cobertores, la razón principal de su tozudez consistía en una mezcla de superioridad y temor, servir, según su concepto, equivalía a rebajarse, el temor lo experimentaba si alguna vez se alejaba de su madre, ella sabía que lejos de su madre se volvería triste y llorona, ella que en casa desbordaba alegría vivaracha y gozosa.

Capítulo 4 Por aquellos días Carolina recibió una carta de María, había cumplido los catorce años y tanto su tía como sus señores se habían preocupado de conseguirle una nueva ocupación acorde con su edad, María le decía en la carta que iba a entrar al servicio de los marqueses de Torrevieja en la ciudad de Alicante, aún no sabía si su cometido sería el de pinche de cocina o de cocinera principal. María había resultado una alumna que absorbía los conocimientos con aprovechamiento, estaba preparada para ser una excelente cocinera, además llevaba la mejor de las recomendaciones. También le expresaba en la carta que antes de marcharse a Alicante pasaría un par de semanas en La Iglesuela del Cid. Carolina la esperaba con ansia, la veía tan poco, la quería tanto. Cuanto más tiempo pasaba, más echaba de menos a los hijos que se iban, se iban y no volverían a convivir con ella, era también el caso de Ángel, había comenzado a trabajar, había partido con su padre a hacer la ruta emigratoria, ya había cumplido los doce años, ya era un hombre, tendría que caminar kilómetros y kilómetros, experimentar frío, cansancio, María, al menos, había estado protegida en la casa caliente de los señores, el niño tendría que dormir muchas veces al raso, demostrar su hombría, su resistencia, su valor. El corazón de Carolina se llenaba de ternura pensando en sus dos hijos mayores, habían volado del nido para siempre, nunca más serían suyos como antes. Pero también se mostraba orgullosa, sus hijos manifestaban su fuerza y su capacidad de crecer, se sentía satisfecha de su labor, de sus sacrificios de madre. María no tardó en llegar, apenas unos días, Carolina y sus hermanos la abrazaron con entusiasmo, la abuela con ternura. Pepito había cumplido ocho años, estaba aprendiendo a leer y escribir, se le parecía tanto que cuando la veía concebía un cariño especial por ella. Carolina tomó conciencia de que su hija se había transformado en toda una mujer, decidida, mesurada; marcada por el paso de cinco años de trabajo había madurado antes de tiempo, la necesidad de

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sobrevivir había dado sus frutos, apenas quedaba nada de la niña que había sido y que a los nueve años y medio había emprendido viaje a Castellón junto a su tía. Estuvo hablando largamente con ella, le preguntó por su nuevo destino, tan lejos de casa, no, María no tenía miedo de irse a Alicante sin el apoyo de nadie, completamente sola, ya conocía los entresijos, las idas y venidas del trabajo, segura de sí misma, preparada para cualquier contingencia ella lo veía lógico, las etapas de su vida debían seguir su curso, su cumplimiento, este momento de volar sola, sin el continuo cuidado de su tía se presentaba en el tiempo adecuado, en el instante previsto, todo estaba controlado en su ritmo vital. Ciertamente su carácter se mostraba adulto con una fuerza singular, Carolina no sabía de donde la sacaba, estaba ahí, a la vista de todos, concluyente, evidente. Madre no se preocupe–le dijo-nos veremos igual que siempre y seguiremos escribiéndonos, el sueldo será más grande, podré comprarme un dote mejor, estoy contenta porque ya tengo muchas cosas pero de aquí a que me case aún tendré muchas más. Carolina sonreía al oirla hablar así, su niña pensando en casarse, qué hombre sería el que iba a compartir su vida, no había hombre tan bueno que fuera digno de su María, tan parecida a ella, ahora la encontraba distinta, más decidida, con más carácter; además había un rasgo distintivo que compartían, algo sustancial para Carolina, el recato de la mujer decente y honesta. El recato formaba parte de la intimidad más honda de Carolina, hasta tal punto estaba hincado en su médula que había decidido a los dieciséis años no ponerle su nombre a ninguna de sus hijas, si llegaba a tenerlas. El motivo fue un grupo de saltimbanquis que llegó a La Iglesuela para actuar, iban en un carromato viejo, entre ellos se encontraba una equilibrista que para su disgusto también se llamaba Carolina, al verla sobre el alambre con un tutú de bailarina que mostraba ampliamente sus piernas, Carolina sintió la mayor vergüenza de toda su vida. Recordaba la mirada de los hombres clavada en aquellas piernas torneadas, ¿por qué tenía que llamarse Carolina? Desde entonces creyó que su nombre estaba maldito, lo aborreció. Ella tan pura, tan virginal, tan recatada, tan tapada, tan respetuosa de la decencia hasta lo más profundo de su espíritu no podía soportar que aquella pelandusca se llamara como ella. Nunca olvidó a aquella mujer “desvergonzada”. Por ello cuando se casó con Ponciano tardó tres días en acostarse con él, los tres días que tardó el párroco en convencerla de que no había nada pecaminoso en consumar el matrimonio. Con esta actitud había demostrado que ella era completamente distinta de la otra Carolina, que la decencia y la honradez formaban parte intrínseca de ella desde los pies a la cabeza. Todo el pueblo se hizo lenguas de aquel sucedido, para Carolina lo importante consistía en dejar constancia de que sólo se acostaba con su marido después de largas conversaciones con el cura del pueblo. Tanto Josefina como María habían heredado este curioso modo de enfocar la sexualidad de su madre. Paca pensaba de una manera más abierta, le gustaba presumir y ser descarada si lo consideraba oportuno así como desenfadada y pícara. Carolina confiaba en María, estaba segura de que su hija jamás le daría un disgusto en el terreno de las relaciones con el sexo opuesto, no veía ningún peligro en que se desplazara a Alicante sola, además se trataba de una casa seria y de postín, la casa de unos marqueses que, sin duda, exigirían a su servicio un comportamiento modélico y no tolerarían escándalos amorosos entre la servidumbre. De todos modos Carolina estaba tranquila sobre todo por la confianza ciega que tenía depositada en su hija mayor. Es más ni siquiera se le pasaba por la imaginación que un hecho de ese cariz pudiera sucederle. Estaba acostumbrada a las cartas de María Loreto que tanto ensalzaban a los señores, los veía con aquel halo majestuoso casi divino.

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Carolina idealizaba a los señores bajo la influencia de su hermana, en la que confiaba plenamente, estaba segura de que nunca enviaría a María a un puesto que no fuera fiable al cien por cien. María Loreto llevaba toda la vida trabajando, conocía muy bien a la nobleza y a los burgueses adinerados de alto rango, estaba enterada de lo que se cocía en cada mansión. Los quince días que María permaneció en La Iglesuela del Cid pasaron en un vuelo, fueron varias veces madre e hija a Villafranca para comprar piezas nuevas del ajuar, telas para confeccionar sábanas bordadas, un par de docenas de vasos muy bonitos, copitas de anís del cristal más fino y valorado, camisones de encaje….Volvían andando de Villafranca muy cargadas, algunas veces algún arriero conocido las recogía, así no tenían que andar tanto, todo lo adquirido lo guardaban en un arcón que dedicaban a contener exclusivamente el ajuar de María.Vino a buscarla un coche de caballos para conducirla a Castellón y de allí, tras recoger todo su equipaje, despedirse de su tía, de los señores, y del resto de la servidumbre, partió hacía Alicante. Josefina preguntaba por ella cuando hubo partido, no comprendía que su hermana tuviera que irse, se había hecho la extraña ilusión de que había vuelto para quedarse, no se sabía porqué razones había llegado a alegrarse con semejante desenlace. La vida real o la complejidad de la realidad dura de la vida todavía, como era lógico, no había penetrado en su tierna cabecita, bien es cierto que su carácter iba formándose y a los cinco años se mostraba más avispada de lo normal, cuando se enfadaba también daba muestras de su genio fuerte, pero esto ocurría muy de tarde en tarde. En la cotidianeidad de sus días el reposo tranquilo predominaba sobre cualquier otra cualidad.

Capítulo 5 La llegada de María a Alicante transcurrió con toda normalidad, fue presentada a los marqueses, la trataron con distancia y cortesía, una de las doncellas le enseñó su cuarto, en el que se instaló de inmediato; el primer día no hizo nada, estuvo acomodándose, conociendo el palacete, comenzó a trabajar al día siguiente, inspeccionó la hermosa cocina, la despensa, la bodega. Trabó conocimiento con la cocinera que estaba a punto de dejar su puesto por casamiento, ella le enseñó la ciudad y el mercado, le dio bastante información acerca de las paradas donde debía comprar, le presentó a los vendedores que exponían los productos más frescos y de mejor calidad. La incógnita se despejó en seguida, María había ido allí para ser la cocinera principal, su antecesora en el puesto permaneció todavía diez días más en la casa para ponerla al corriente del funcionamiento de la cocina, de la marcha del palacio, de los gustos de los señores y sus menús preferidos, además de ponerla en contacto con el resto del servicio, las doncellas, el mayordomo, el cochero, y especialmente la niña de doce años que iba a ser su pinche de cocina, sin duda con la que más contacto iba a mantener. María no tuvo ninguna duda, se sentía segura y contenta, todo se desarrollaba como estaba previsto, rezumaba alegría, su sueldo aumentaba más del doble del que ganaba en Castellón. Estaba hechizada por el mar, ese mar inmenso que se veía a todas horas, tanto desde el palacio de los marqueses, como circulando por toda la ciudad. La temperatura también le gustó, más cálida que en Castellón. Atrás había quedado El Maestrazgo, tan lejos del mar, después Castellón que casi rozaba el mar, y ahora el calor y el mar en el centro de la ciudad. El mar la atraía, podía contemplarlo horas enteras sin cansarse, la relajaba, le cantaba sus canciones, el mar se convirtió en su confidente, le contaba sus sensaciones, sus sentimientos, sus preocupaciones. Le parecía mentira haber estado tantos años alejada del mar y de su brisa. En Castellón lo había visitado en muy

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pocas ocasiones a pesar de estar tan sólo a unos pocos kilómetros. Nunca se perdía el amanecer en el mar ni tampoco el crepúsculo, fiesta de colores y belleza que le daba ánimo, disfrute. María aprendió con prontitud a conocer la ciudad, sus jardines, sus recodos, sus íntimas palmeras. También se encariñó con las personas, especialmente con Inés, una de las doncellas que tenía su misma edad, igualmente con su compañera en las tareas culinarias pues pasaban muchas horas juntas y las dos tenían buen carácter, excelente disposición. Con las dos llegó a tener una amistad muy consolidada, consiguieron quererse como hermanas. En cuanto a su trabajo organizó la cocina y la compra a su modo, con un funcionamiento perfecto, introdujo en las costumbres de la casa algunos platos típicos de Castellón que cocinaba con verdadera maestría. Apreciada por los marqueses, encantados con ella, podían presumir de una cocinera guapa y bien dispuesta, con aquel toque de distinción que la descubría especial. La cuidaban, temían que sus amistades, al verla y saborear sus platos, trataran de arrebatársela. Por ello la propia marquesa hablaba con ella por las tardes algunos momentos sobre el menú del día siguiente, María le informaba sobre los productos más adecuados de la temporada, en base a la información, la señora marquesa de Torrevieja, de mediana edad y bastante agradable, aunque con un cierto aire de superioridad, le indicaba la comida y la cena que deseaba. También había días especiales con exceso de trabajo, pues recibían invitados con frecuencia, esto requería hacer platos y postres más exquisitos y elaborados de lo habitual. A pesar de ser cocinera María no era comedora, se mantenía esbelta y delgada, no alcanzaba la altura de Carolina, su estatura podía considerarse media tirando a alta. No probaba los alimentos constantemente como hacían otras cocineras, sólo lo imprescindible. Los invitados de los marqueses la felicitaban después de las comidas o de las cenas. Se trataba de gente de la alta sociedad alicantina; como había ocurrido en Castellón, algunos aristócratas, otros burgueses adinerados como el médico de más renombre, el notario, el abogado de la familia, el alcalde, el administrador, los grandes comerciantes, los dueños de fábricas importantes en la economía de la zona, y otras personalidades de la vida politica y cultural de la ciudad. Los marqueses tenían dos hijos y una hija, los varones estudiaban en Valencia, la niña, de nueve años, permanecía en Alicante educada por una institutriz, aprendía cultura general, idiomas, piano, su educación se completaba con la enseñanza del comportamiento adecuado en sociedad, modales, buenas maneras, aún era pronto para iniciarla en el baile pero ya dominaba a la perfección el uso de los diferentes cubiertos y la utilidad de cada copa que se ponía en la mesa, su corrección a las horas de comer podía calificarse de distinguida; también dominaba el protocolo para relacionarse con distintos tipos de personas, desde los reyes hasta los mendigos, la enseñaban a caminar recta, con donaire, tener gestos suaves pero lengua firme si fuera necesario, su deber consistía en saber mandar dentro del ámbito de las mujeres, para eso había nacido. Sus padres, por ser la pequeña y la única niña, la mimaban en exceso, concediéndole todos los caprichos. María se había adaptado por completo, le gustaba la responsabilidad de la cocina, tomar decisiones, sabía relacionarse con las vendedoras del mercado, tan cariñosas y simpáticas, nunca trataban de engañarla, le ofrecían el mejor pescado, fresco, casi vivo, recién traído de la playa, daba gozo verlo, los ojos brillantes, el lomo duro, tieso, lo mismo hacían con los demás productos, simpatizaban con ella, la apreciaban, hay que añadir que compraba mucho y bueno, era una perla para los comerciantes. Había cumplido quince años hacía varios meses, se acercaba el verano, los señores marqueses

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se trasladaban con todo el servicio a la casona que poseían en Torrevieja, donde disfrutaban de muchas propiedades. Sus hijos mayores estaban a punto de llegar. En Torrevieja navegaban, practicaban otros deportes propios de su posición social como la equitación y la caza. Lo pasaban muy bien, les acompañaban muchas amistades que veraneaban tambien allí. Cuando llegaron los primeros días de junio, la familia con todo su séquito partió hacia Torrevieja, sus hijos mayores se reunirían con ellos cuando volvieran de Valencia a finales de mes, o a principios de julio, dependían del final de curso. El mayor estudiaba derecho, el menor filosofía. A María le gustó mucho Torrevieja, un pueblecito de pescadores, limpio, claro, con sus casitas enjalbegadas. Un pueblo típicamente mediterráneo con aquella luz maravillosa. Al principio hubo que realizar la puesta a punto de la casona, limpieza a fondo, vestirla de cortinajes, acomodar las habitaciones, todos los trabajos propios de la casa cuando se hacen a conciencia. Lo primero que estuvo listo fueron las habitaciones de los marqueses y de la niña. Después el resto, María, ayudada por Adela, la pinche de cocina, se encargó de poner la cocina a punto, desembalaron las vajillas, las cristalerías y la batería de cocina, lo colocaron todo en su sitio después de haber limpiado enérgicamente, suelo, azulejos, armarios, despensa, etc. Se informaron de donde estaba el mercado, de donde estaba la fuente para acarrear el agua dejando la cocina reluciente y lista para empezar a trabajar. A los pocos días, después de regresar del pequeño crucero en yate que habían realizado, la señora marquesa le anunció que iba a dar su primera fiesta, le detalló el menú minuciosamente, la mayor parte a base de ricos pescados, quería quedar muy bien porque iba a recibir a unos primos suyos, además de otros invitados, que no veía desde hacía tiempo. La marquesa estaba entusiasmada con la llegada de sus familiares, venían de Madrid, de la corte–decía ella-, sin duda le iban a contar todas las novedades, las nuevas modas, los acontecimientos artísticos de la capital que tanto le interesaban, benditos ellos–le decía a su marido–que pueden asistir a la ópera durante toda la temporada, nosotros sólo tenemos una buena banda, no disfrutamos de las orquestas internacionales, salvo raras ocasiones, y porque le insisto al alcalde, igual que la ópera, sólo vemos dos o tres durante todo el invierno, nos traen las sobras de Valencia, si el viaje a Madrid no fuera tan largo y tan pesado, viajaría a menudo sólo por el teatro y la música, menos mal que vamos a Valencia, de vez en cuando hay espectáculos que lo merecen. Capítulo 6 Cuando llevaban un mes en Torrevieja, volvía María del mercado cuando Adela le dijo: ha venido la doncella de la marquesa, ha dicho que cocines para diez personas, tiene invitados, también ha dicho que no cambies el menú. María se puso manos a la obra, afortunadamente disponía de una abundante reserva, siempre había muchos más alimentos de los necesarios, la despensa grande y hermosa los acogía amorosamente, pudo doblar el número de platos que tenía previsto con la mayor amplitud. Después de la comida los hijos de los marqueses insistieron en felicitar a la cocinera, tanto disfrute habían obtenido degustando las delicias cocinadas por María, la familia invitada era la del notario, compuesta por el matrimonio y sus dos hijos, a los que María no conocía debido a que estudiaban en Valencia y acababan de instalarse en Torrevieja. Luis Coquillat, el notario, quería con aútentico empeño que sus hijos siguieran sus pasos, el mayor, de diecinueve años, se llamaba Luis, como su padre, el menor de diecisiete años se llamaba Enrique, los dos estudiaban derecho, más por imposición paterna que por vocación personal.

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María estaba a punto de sentarse a la mesa con el resto del servicio para comenzar el yantar; al ser requerida por la doncella salió a saludar a los señoritos quienes la felicitaron efusivamente. En aquel momento ocurrió algo diferente, un estremecimiento desconocido y agradable, el hijo mayor del notario, Luis Coquillat, la miraba embobado, todo su rostro emanaba efluvios de amor, se le estaba declarando con los ojos. María, al mirarlo, pensó: con ese moreno me casaría. Apenas unos instantes, sentimientos como raíces profundas nacieron en ambos jóvenes. El señor notario y su familia también veraneaban en Torrevieja todos los años, se había retrasado en llegar porque tenía unos trabajos pendientes de firmar, una compraventa cuantiosa de última hora que se habia complicado, debido a ello habían llegado más tarde aquel año. Querido Luis– había dicho el marqués– le hemos echado mucho de menos, en cuanto he recibido su tarjeta me he apresurado a invitarle, tenemos asuntos que tratar, un poco de trabajo, pero no crea, sólo un poco, tengo unas consultas que hacerle, aquí venimos a descansar, a pasarlo bien, olvidando el calor insoportable que hace en Alicante; espero que a partir de ahora navegaremos juntos como otros años, lo pasamos fenomenal en este mar transparente que siendo hondo no lo parece y nos muestra las maravillas de su fondo y sus peces magníficos. Los hijos de los marqueses eran amigos de los hijos del notario, se veían constantemente en Valencia durante el curso académico, después en verano asistían a las mismas fiestas, practicaban los mismos deportes, coincidían todo el año y se llevaban bien, su amistad tenía nombre de consistencia. El notario aconsejaba a sus hijos estas amistades, deseaba que hicieran matrimonios brillantes, con los que enriquecerse además de acceder de una vez a emparentar con la nobleza, tal vez su mayor deseo María y Luis se habían enamorado, un flechazo fulminante. Luis apenas pudo dormir aquella noche, poco antes del amanecer se levantó, se arregló, quería estar guapo, desayunó un vaso de café con leche y rosquilletas, después salió; en realidad no sabía como aproximarse a María, no sabía lo que iba a hacer pero su cuerpo actuaba solo, imbuido de un extraño automatismo, sin razonamientos previos fue paseando hacia la casona de los marqueses, una fuerza desconocida le guiaba, deseaba estar cerca de ella, le hubiera gustado saber donde se hallaba su dormitorio para orientar la mirada hacia allí, como si velara su sueño, salvaguardándola, como un caballero medieval deseaba proteger a la dueña de su corazón. Todo lo que ocurría era nuevo para él, se movía a golpe de impulso, se situó cerca de la casona, estuvo espiando escondido tras unos árboles; a las ocho de la mañana vio salir a María con la cesta al brazo camino del mercado, su interior se aceleró, la siguió y apretando el paso se puso a su lado, María le miró sorprendida. Luis le dijo: ¿me permites que te acompañe? Quisiera decirte unas palabras. María muy seria dijo que no, le dijo que era muy templada y muy decente. Luis respondió que tenía que hablar, consideraba necesario hablar, no había pegado ojo en toda la noche porque deseaba volver a verla y expresarle todo lo que su corazón sentía por ella. María enfadada le cortó, si no deja de molestarme–le dijo–me quejaré a los señores marqueses. Luis confuso, casi desalentado, se quedó quieto, parado en medio de la calle, viéndola alejarse con salero; ¿molestarla? Eso jamás, lo último que hubiera deseado, esperó unos minutos mientran ella avanzaba, después, despacio para que ella no se diera cuenta retomó el camino, la observaba a lo lejos sonriendo recreándose en cada uno de sus movimientos, vio cómo entraba en el mercado, no se perdió detalle, disfrutaba sólo de contemplarla, la vio ir llenando su cesta con verduras, carnes, hortalizas, frutas. María compraba con decisión, preguntaba, elegía el producto al primer golpe de vista,

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su cesta rebosaba, una cesta muy grande, llena debía resultar pesada–pensó Luis–para el delicado brazo de María. Cuando hubo terminado la compra la observó salir, siguiendola a considerable distancia, no perdió detalle de su recorrido, caminaba a buen paso, con donaire, el peso no le impedía mostrar su gracia y sus armoniosos andares, al fin entró en la casona de los marqueses, Luis no había apartado la mirada de ella ni un instante, desapareció de su vista, se entristeció, sólo deseaba gozar de su presencia. En la vieja casona estaba su tesoro, su estrella del amanecer, la mujer que amaba y que amaría todos los días de su vida.Tiene genio–se dijo para sí– me gusta, antes de verla a ella padecía una extraña ceguera, ella es la luz, resplandece, acabaré convenciéndola, este amor súbito se eleva como lo más grande que me ha pasado, no he sentido nada semejante, si la perdiera mi vida se desmoronaría. Concentrado en sus pensamientos transcurrió gran parte de la mañana sin dejar de contemplar la casona con una serena placidez, la casona, el estuche de su diamante rubio. Mil preguntas se agolpaban en su cabeza, dónde habria nacido, cómo sería su familia, cuáles serían sus gustos, brotaba la imperiosa necesidad de conocerla a fondo, de permanecer a su lado, de envejecer junto a ella, tendrían hijos, un hogar confortable, serían felices. Ideas todas ellas nuevas, jamás antes había pensado en esos términos, ahora, sin embargo, le llenaban por completo como la cosa más natural del mundo, un sólo día había bastado para transformarle profundamente, ya no era un muchacho, un jovenzuelo con nieblas en su futuro, un hombre había nacido dentro de él, parecía milagro o encantamiento, o quizá el transcurrir de las etapas de la vida tan sólo, todo ello no dejaba de sorprenderle, maravillarle, hacerle feliz, seguro, dispuesto a luchar con todas sus fuerzas por amor, por la generosidad del amor, comprendió muchas cosas que antes le extrañaban; soy un hombre, un hombre con los sentimientos de un hombre, con la visión de un hombre completo, ahora puedo perdonar–razonó-. Al mediodía partió hacia su casa, su padre le saludó al llegar, qué temprano te has ido– le dijo–sí–contestó Luis–quería ver el mar y el cielo azul, despejado, celeste. Su padre le miró sorprendido. Si su padre hubiera sabido que había estado siguiendo a María con intención sincera de hablarle de matrimonio, hubiera montado en cólera, afortunadamente no relacionó el tono candoroso de su hijo con el enamoramiento. Pero a Luis no le preocupaba su padre, se sentía capaz de todo, grandes fuerzas acudían a él por momentos, a cada segundo el aplomo aumentaba, una alegría desconocida recorría todo su ser, nunca se había considerado tan vivo, tan firme en sus pensamientos acerca del futuro. Eso le importaba, lo que más le importaba: el futuro junto a María. No se le ocurrió pensar en su profesión de cocinera que la situaba en una clase social inferior a la suya, para él María fijaba la belleza más grande que había visto, la veía como a una princesa y se sentía pequeño y mediocre a su lado. María, María, María, el nombre que adoraba, que repetía su mente, desconocía sus apellidos, su origen, hablaba muy bien el castellano, no debía ser de Alicante, carecía del acento propio de la zona. No se preocupaba por nada, ya lo sabría cuando llegara el momento adecuado; sereno y feliz pensaba que sólo tenía que esperar, hacer las cosas bien, también estaba seguro de hacer las cosas bien, sin ella su vida no tendría sentido, necesitaba conseguir que lo aceptara, lo conseguiré-afirmó para sí- aunque tenga que remover cielo y tierra, aquel amor tan grande, tan entregado hasta el punto de sentirse suyo sólo pasa una vez en la vida, su condición es ser correspondido del mismo modo, no podía ser de otra manera, estaba seguro de que ella le quería, aunque quizás no lo supiera todavía, su labor lenta, paciente, consistiría en despertar ese amor dormido demostrándole paso a paso que era serio, un amor verdadero para toda la vida.

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María al llegar del mercado había escuchado: pareces sofocada. Hablaba la voz de Adela. Su tez sonrosada de por sí se había encendido un poco más. No estaba confundida ni atemorizada, estaba sofocada a causa de la felicidad que la embebía. Si me quiere–pensaba-volverá, si no me quiere lo suficiente buen viaje tenga. En su corazón deseaba que la amara como ella lo amaba a él, con dulzura, felicidad, entrega, fidelidad. María también experimentaba un sentimiento nuevo, la misma seguridad, la misma fuerza y decisión que atravesaba a Luis de pies a cabeza. María canturreaba alegremente mientras preparaba la comida con más amor que nunca. Tampoco pensaba en la diferencia de clase social, en los prejuicios de la época, constituían sólo obstáculos y los obstáculos estaban para vencerlos. Paladeaba el profundo convencimiento de que había encontrado el amor de su vida, pensaba en Carolina y Ponciano e imaginaba que aquella fuerza tan grande que podía subyugarlo todo sería igual a la que habían conocido sus padres cuando en La Iglesuela del Cid, siendo adolescentes se habían enamorado, aunque ya de pequeños, apenas unos tiernos chiquillos, una corriente positiva los inundaba; se miraban e intuían que el día de mañana serían el uno del otro. Así estaba formado el amor, limpio, puro, generoso, desprendido, valiente. Después de comer los marqueses y sus hijos, comía el servicio en un comedorcito anejo a la cocina. María vació su plato ensimismada, toda la servidumbre se dio cuenta de que algo inusual le sucedía, abstraída como estaba con aquella cara beatifica, bellísima. No se imaginaban lo que podía ser. Le preguntaron: María, ¿has recibido carta de tu familia? No, hoy no, pero no tardará en llegar–respondió ella-. La pinche de cocina recogió la mesa e hizo la fregada mientras María puso orden en su cuarto, en ello estaba cuando recibió la visita de Inés, su íntima amiga. A mí no puedes negármelo, te ha ocurrido algo que te alegra sobremanera–le dijo sonriendo–María no sabía qué responder, quería mucho a Inés, confiaba en ella, pero deseaba guardar en su pecho las deliciosas sensaciones que lo hendían, todavía no era el momento de hablar, ya lo haría más adelante. Pues ni yo misma lo sé, creo que viendo el mar me ha besado un ángel esta mañana, el amanecer ha sido el más extraordinario que he visto en mi vida–le respondió-. Su amiga dijo: ya hablarás cuando quieras, le dio un beso y se alejó, María ya sola en su cuarto hizo una pequeña siesta, nada más apoyar la cabeza en la almohada se quedó dormida. A las seis de la tarde ya estaba organizando la cena, se presentaba numerosa, los señores tenían convidados, además los primos de la señora marquesa habían decidido–tras ser invitados-quedarse un par de semanas más. La marquesa les obsequiaba con cenas y bailes hasta la madrugada. Durante tres horas María estuvo concentrada en su trabajo, cortando, friendo, guisando, preparando salsas; la sonrisa no se despegaba de sus labios, sus pies se deslizaban ligeros como el viento, desde la ventana veía la puesta de sol, nunca había sido tan maravillosa, tan refulgente, el mejor espectáculo del mundo, y era para todos, para los ricos y para los pobres, para los sanos y para los enfermos, todos podían contemplar aquel sueño del sol. Luis había comprendido que por el momento no debía abordar a María. Consideraba mejor ir paso a paso, poco a poco. Todos los días madrugaba, la seguía desde lejos, disfrutaba de su presencia, después permanecía horas mirando la casona. Sus amigos empezaban a echarle de menos en sus juegos deportivos, en los baños de mar, estaban intrigados, sólo le veían por las tardes; además inventaba cualquier excusa para retirarse pronto, perdiéndose las veladas nocturnas, tan extendidas en la alta sociedad y tan importantes para consolidar amistades, negocios, futuras relaciones. Luis se estaba perdiendo lo que se cocía en su ambiente, no estaba en el meollo, en el día a

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día de la información sustanciosa, la de los corrillos, los entresijos y secreteos de su mundo. Soñaba despierto, el amor intenso, fortísimo, lejos de retroceder crecía en su interior cada vez más consistente y profundo, empezaba a conocer un poquito a María de tanto observarla, le gustaba lo que veía, su carácter, su dulzura, su buen humor. No le cabía duda de que no sólo era bella por fuera sino también por dentro, cada día aprendía de ella cosas nuevas, luego a solas pensaba, recordaba, enlazaba los momentos. La solidez de sus sentimientos se extendía. Después de un par de semanas se dejaba ver por ella en un ínfimo instante como si la casualidad los hubiera reunido, le importaba mucho estudiar la expresión de María cuando se tropezaba con él, no le disgustaba su actitud, María se comportaba con naturalidad, algunas veces sus miradas se cruzaban sólo un segundo, ella continuaba lo que estuviera haciendo como si tal cosa. Luis medía así la fortaleza de la mujer que amaba. Al cabo de un mes de utilizar esta técnica se decidió a dar un nuevo paso, le escribió una nota diciéndole que la quería, que su intención era casarse con ella, también le contaba que el próximo curso finalizaría la carrera. Después, con el título de abogado bajo el brazo sopesaría las posibilidades para ganarse la vida holgadamente. Añadía que no podría vivir sin ella, que le esperase el tiempo necesario para casarse e iniciar una vida en común, le rogaba que confiara en él y en su absoluta fidelidad. Con la cartita doblada en varios pliegues se dirigió como todos los días al encuentro de María, la esperó con más ganas que nunca, el día había amanecido espléndido, soleado, brillante, atenuado el calor por la brisa fresca del mar. María tan puntual como siempre apareció con la cesta al brazo, Luis esperó, cuando María estaba a punto de llegar al mercado aceleró el paso para pasar frente a ella, dijo: buenos días, al tiempo que dejaba caer el papel escrito dentro de la cesta sin que nadie más que ella se percatase del hecho. Continuó su camino satisfecho, algo muy adentro le decía que su amor llegaría a ser correspondido, estaba lejos de sospechar que María le había amado desde el primer momento. Luis se fue directo hacia la casona de los marqueses, detrás de los árboles que le servían de parapeto, desde allí veía entrar y salir gente, alguna vez de su propia familia, en especial a su padre con el marqués equipados ambos para ir a navegar que estaba muy de moda. Él la esperaba, quería fijarse en la expresión de su rostro después de haberle dado la carta de amor. María había visto perfectamente caer aquel papel dobladito en la cesta, con mucho disimulo lo cogió y se lo metió en el bolsillo, intuía y esperaba este gesto de Luis, estaba convencida de que ocurriría un día u otro. Pues bien ya había llegado, se sintió orgullosa y con ganas de conocer el contenido de la misiva, ella sabría interpretar–estaba segura-si aquel señorito y sus pretensiones debían tenerse en cuenta. Había tomado conciencia–por descontado- de las estrategias de Luis, le gustaba su discreción, su actitud servicial y caballerosa, hasta el momento se había comportado como un hombre de bien; latían en su pecho fundadas esperanzas de que su relación con él podía acabar de manera positiva, pero faltaba mucho, mucho trecho todavía, lo poco que lo conocía había sido de su agrado, la manera respetuosa en que la miraba, su fuerza, su disposición, su alegría, la magia que le traspasaba el alma cuando sus ojos se cruzaban. A la hora de la siesta leería la carta, hasta entonces siguió su ritmo de vida, no había angustia ni ansiedad por desvelar el contenido de aquel papel, sólo una suave brisa interior que la conducía al principio de un camino. Luis la vio llegar del mercado, no observó nada peculiar en ella, sonreía como siempre, caminaba con la misma gracia que de costumbre, eso esperaba, ciertamente tenía temple como había afirmado en su primer encuentro a solas, para ser tan joven. La figura de María desapareció tras la puerta, Luis pletórico de gozo se tumbó en la hierba, entre los árboles, para saborear mejor lo que le

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inundaba por entero, soñaba despierto un sueño maravilloso. María entró en la cocina, Adela había pelado la verdura y había preparado todos los ingredientes del menú, la saludó con afecto, esta noche libramos–dijo-los marqueses, sus hijos y los primos están invitados a cenar en casa del abogado. No viene mal un descanso, últimamente estamos trabajando demasiado ¿has traído los ingredientes del postre?–Preguntó-. He tenido suerte, he podido encontrarlos todos, incluso las grosellas, la gente del mercado está habituada al veraneo de los marqueses y sus amigos, tienen experiencia, saben lo que les gusta, lo que les van a pedir, están preparados para todo, cuando les falta algo dicen: yo se lo llevaré a primera hora de la tarde, se organizan para ganar su dinerito, en verano trabajan doble y tienen que aprovechar. Después de comer, en su cuarto María leyó la carta de Luis, había escrito exactamente lo que ella esperaba, comprendió que todo iba bien y confiaba en él. María no le dijo–por supuesto-nada a Luis, el resto del verano aconteció del mismo modo, él le escribía de cuando en cuando, la seguía y la observaba a diario. Al llegar el momento de separarse, él debía volver a Valencia a estudiar su último curso, María continuar su vida en Alicante al servicio de los marqueses, nada se dijeron, tampoco se miraron largamente a modo de despedida, no hubo ningún sentimentalismo entre los dos. Desde Valencia Luis le escribía muy a menudo con un falso remite, estudiaba con entusiasmo, no sólo quería aprobar, aspiraba a las mejores notas para ofrecérselas a María y convertirse en un hombre libre y adulto. Así transcurrió otro año, María en silencio y Luis comunicándose con ella por medio de las cartas. María se confió a Inés, charlaban a menudo del amor, de la intimidad, de las dudas, se aconsejaban mutuamente pues Inés también estaba enamorada. A María le servía de desahogo, de consuelo, echaba de menos a Luis, le hubiera gustado verle durante el invierno pero sabía que no había posibilidad, ella pasaba las navidades en La Iglesuela del Cid rodeada de los suyos, ilusionada, Luis y su familia las pasaban en la finca de unos parientes próximos todos los años. Luego llegaba el verano, disfrutaban el uno del otro en la distancia. A los dos años Maria habló por fin con él, se hicieron novios en secreto, sólo Inés lo sabía, no aconsejaba la situación decir nada por el momento. Luis después de haber terminado brillantemente sus estudios se encontraba realizando el servicio militar en calidad de sargento. Hablaron en unos días de permiso que concedieron a Luis para ir a Alicante. A partir de entonces María llevaba siempre en el calcetín un lapicito y una hoja de papel para escribirle a Luis cuando tenía un pensamiento, una idea, un sentir; lo anotaba con su lapicito, después en su habitacón le escribía hermosas cartas, se esmeraba en ello. Cada vez se conocían mejor, estaban más compenetrados y unidos. María iba a cumplir los dieciocho años, Luis los veintidós.

Capítulo 7 Josefina arribó a la edad de nueve años, mentalizada para seguir los pasos de su hermana María, al cabo de un mes partió con Carolina hacia Castellón; en una maletita trasladaba sus pertenencias, un arriero conocido las transportaba a las dos, durante el viaje Carolina le daba consejos prácticos acerca del comportamiento que debía adoptar, ser buena, educada, prudente, trabajadora, obediente con los señores y con su tía María Loreto. También incidía con sus consejos en la actitud que debía sostener en cada momento, ensalzaba la humildad, el perdón, la rectitud, el control sobre su carácter.

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Josefina la escuchaba en silencio apoyada en el hombro de su madre, de vez en cuando la miraba, luego volvía a recostarse, seguía escuchándola con atención, aquellas palabras la ligaban a su madre, no quería olvidarlas nunca, se había despedido de Paca con un fuerte abrazo, a la abuela la llenó de besos, no sabía cuando volvería a verlas. Aquel mundo exterior al que se encaminaba le parecía oscuro, terriblemente desconocido, pero tenía una fe absoluta en su madre, por ello se aferraba a sus palabras, no lloraría–pensaba –por el cambio de vida, su madre era sabia, si la llevaba a Castellón, sin duda sería lo correcto, había oído hablar a su padre y a sus hermanos del mundo que existía más allá de La Iglesuela y de Villafranca; hasta el momento todas aquellas palabras habían sido historias como los cuentos para distraerse y soñar al amor de la lumbre, protegidos del frío. Ahora todo habia cambiado, iba a conocer lo que era una ciudad de veras, no era sueño, realmente iba sentada en el carro al lado de su madre camino de Castellón, no se lo habían dicho de golpe, hacía ya dos o tres años que le hablaban de la cuestión, habia que ir a servir como María, su hermana tan querida. Por una parte le gustaba ser como ella, por otra sentía un vacío, no era miedo, pero toda su vida había sido la pequeña de la casa, todos la protegían, a todos les hacía gracia su voracidad, su afán por la comida, su andar incansable, su abundante cabellera tan hermosa; también su capacidad de sufrimiento, nunca se quejaba, aunque se hiciera daño por una caida, un golpe, un tropezón, una torcedura de tobillo o de muñeca, sufrida, muy sufrida para ser tan niña. Iba al encuentro de su destino, no conocía a su tía María Loreto en persona, sin embargo le resultaba muy familiar por las cartas, Carolina siempre las leía en voz alta para toda la familia. También la conocía a través de María quien contaba lo bien que se portaba, las ricas comidas que le daba, y los deliciosos dulces que preparaba, esto azuzaba sus ganas de ir con ella, ¡cuántas veces había deseado aquella comida que sólo conocía de referencia! Pero la sustancial presencia de su madre, su habitación con Paca jugando infatigables las dos, Paca seguía jugando todavía a los quince años; abandonar todo aquello, aparecía el vacío, su abuela tan cariñosa, el pueblo, la nieve, las tierras, las tareas de la casa que ya había comenzado a realizar, todo su mundo palpable y real, qué duro se hacía marcharse de allí. Todos los días de su vida habían transcurrido en aquel entorno, todas las noches cobijada en aquella casa, su casa. Entre sus pensamientos y las palabras de su madre se fue quedando dormida en sus brazos, soñó que debía ser buena y no enfadarse, una niña buena, después una pesadilla atenuada por el propio sueño. Carolina la miraba dormir, la más pequeña se le iba, abandonaba el nido, tenía que mostrarse fuerte pero su garganta luchaba con un nudo, y sus ojos con el llanto. Pepito también había empezado aquel año a trabajar, ya sólo le quedaba Paca en casa, una profunda tristeza la invadía contemplando dormir a Josefina, le hubiera gustado ser rica en esos momentos para no separarse de ella, su pequeña, la más tierna de su casa, la necesidad y asegurar su futuro la obligaban a dejarla partir; debo ser fuerte-pensó-por su bien, por su porvenir, debe convertirse en una mujer conforme como María. Aunque se me parta el corazón ella no debe notarlo, tengo que aparecer firme en su pensamiento, tengo que ser el refugio fuerte que llene sus dudas, sus vacilaciones, sus pasos inseguros–seguía cavilando- Carolina pronto cumpliría los cuarentaisiete años. El mes anterior le había faltado la menstruación, el retiro–sentenció para sí misma-esto quería decir que llegaba el declive, la cuesta abajo, tendría que decírselo a su marido. Ponciano había estado en el pueblo hacía poco más de un mes, había ido a recoger las partidas de nacimiento de él y de Ángel y Pepito así como las cédulas de sus dos hijos que todavía no las tenían.

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