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gil casazza

IAC’2016.2

ficha # 1 la contemporaneidad 1

GIL CASAZZA

IAC’16.2

FICHA 1

TEXTOS A ANALIZAR: BAUMAN, Zygmunt, La modernidad líquida, México, FCE, 2004 (2000) IBELINGS, Hans, Supermodernismo. Arquitectura en la era de la globalización, Barcelona, GG, 1998 JENCKS, Charles, “El nuevo paradigma en arquitectura”, Architectural Review, 02.2003 (Traducción Sebastián D’Andrea) NOTA: Los textos contenidos en las fichas bibliográficas constituyen un material de uso interno y exclusivo de la cátedra

El nuevo paradigma en arquitectura Charles Jencks

Charles Jencks sugiere que la cultura se está transformando a través del cambio de las certezas simples del modernismo por una interpretación de la realidad mucho más compleja basada en la biología, la matemática y la cosmología. La arquitectura responde. ¿Un cambio de corazón, una nueva visión para la arquitectura? Si realmente hubiese un nuevo paradigma en la arquitectura, esos cambios se reflejarían en la ciencia, la religión y la política y no hace falta ser clarividente para ver que George Bush & Cia (como lo llama Gore Vidal) está mucho más apegados a una visión medieval del mundo (como si no fuera un insulto al Gótico). No, las disciplinas reinantes están luchando contra orientaciones primitivas y seguirán luchando hasta que una u otra catástrofe (¿global, ecológica?) las fuerce a cambiar de rumbo, pues no hay ningún movimiento cultural mundial en marcha. De cualquier manera, se puede discernir el comienzo de un cambio en arquitectura que está relacionado con una profunda transformación que se da en la ciencia y que, en breve, se esparcirá a otras áreas de la vida. Las nuevas ciencias de la complejidad – fractales, dinámicas no-lineales, la nueva cosmología, sistemas auto-organizables– han traído el cambio de perspectiva. Hemos cambiado una visión mecanicista del universo por una visión de autoorganización en todos los niveles, desde el átomo a la galaxia. Iluminado por la computadora, esta nueva visión del mundo ocurre paralelamente a los cambios que están desarrollándose ahora en arquitectura. Varios edificios clave se asoman como promesas –aquellos hechos por los norteamericanos Frank Gehry, Peter Eisenman y Daniel Libeskind–. Hay también una enorme cantidad de trabajos en los bordes del nuevo paradigma realizado por los holandeses Rem Koolhaas, Ben van Berkel y MVRDV, u otros europeos como Santiago Calatrava y Coop Himmelblau, o aquellos que avanzaron dentro del High-Tech en Inglaterra, como Norman Foster. Estos arquitectos, al igual que aquellos que coquetearon con el deconstructivismo –Hadid, Moss y Morphosis– están listos para aceptar esta filosofía. En Australia, ARM (Ashton Raggatt MacDougall) ha estado minando el territorio durante muchos años y otro grupo, LAB, está completando un trabajo esencial del nuevo movimiento, la Plaza de la Federación en Melbourne. Pronto habrá edificios suficientes para ver si esto es algo más que una moda o un cambio de estilo, pero es ciertamente lo más novedoso.

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La gramática emergente es constantemente provocadora. Va desde torpes burbujas a elegantes ondulaciones, desde fractales dentados a impersonales paisajes de datos. Desafía los viejos lenguajes del clasicismo y el modernismo con la idea de que un nuevo orden urbano es posible, uno más cercano a los siempre variables patrones de la naturaleza. Puede que esto no sea de agrado en un principio y que se critiquen sus flaquezas, pero con una segunda mirada tal vez se convierta en algo más interesante, más en sintonía con la percepción que con la incesante repetición de columnatas y muros-cortina. La pluralidad de estilos es la clave. Esto refleja el interés subyacente por el creciente pluralismo de las ciudades globales. Surgiendo a partir de la complejidad posmoderna de los 60’s y los 70’s (Jane Jacobs y Robert Venturi), tenemos la teoría de la complejidad de los 80’s, la cual forma la idea unificadora. El pluralismo lleva al conflicto, la inclusión de gustos opuestos y metas diferentes, una olla donde se hierve y se disuelve. La pureza y el reduccionismo de la modernidad no pudieron manejar esta realidad muy bien. Pero los logros del nuevo paradigma son más grandes que la ciencia y la política sobre las que se apoya, o más grandes que la informática que permite que sea concebida y construida económicamente. Este es el cambio en la visión del mundo que ve a la naturaleza y a la cultura creciendo a partir de la narrativa del universo, una historia que recién acaba de ser bocetada por la nueva cosmología en los últimos treinta años. En una cultura global del conflicto, esta narrativa provee una posible dirección y una iconografía que trasciende los intereses nacionales y sectarios. Organi-Tech Para ver lo que está en juego, podríamos comenzar por aquellos que están en el borde de la vieja tradición y ver qué tanto difieren de aquellos que están más cerca del centro. Los llamaría arquitectos Organi-Tech porque reflejan al mismo tiempo a sus padres modernos –los arquitectos High-Tech que solían dominar Gran Bretaña–, y a sus abuelos, los arquitectos orgánicos como Frank Lloyd Wright y Hugo Haring, que intentaron emular las formas naturales. El Organi-Tech –como su gemelo, el 'EcoTech'–, se desparrama a ambos lados de esta dualidad; continúa con la obsesión por la tecnología y la expresión estructural y al mismo tiempo se vuelve más ecológica. Las contradicciones a las que lleva esto son abiertamente admitidas por Ken Yeang, quien reconoce que a pesar de que el rascacielos es antiecológico por naturaleza, es muy difícil que vaya a desaparecer como opción corporativa. Entonces, como Foster, Piano y otros modernos, Yeang apunta a hacerlos ambientalmente menos costosos. Richard Rogers está abocado a esta política en una escala regional y está haciendo en este momento heroicos esfuerzos para cambiar las tendencias urbanas a la entropía que tiene Gran Bretaña. Otros diseñadores Organi-Tech producen metáforas estructurales sorprendentes que celebran la naturaleza orgánica de la estructura, los huesos, los músculos y la ondeante piel de un atleta en pleno movimiento. Tanto Nicholas Grimshaw como Santiago Calatrava han diseñado expresivos esqueletos destinados a deslumbrar, especialmente cuando el sol se pone.i Se trata de trampas de luz afiligranadas o de exoesqueletos pulsantes que muestran nuestra relación corporal con otros organismos. No podemos evitar emocionarnos por esas espectaculares construcciones aún si su mensaje es demasiado obvio. Aun así, a pesar de que se relacionan con la naturaleza y que explotan el diseño por computadora, estos arquitectos no han aceptado el resto de la nueva filosofía. Esto se hace evidente a través de varias cosas, particularmente a través de la manipulación de la estructura. Esto que hacen, a la manera de Mies van der Rohe, es excesivamente repetitivo. Conciben elementos prefabricados que son idénticos –en la jerga matemática, es el mismísimo elemento antes que algo similar–, que se repiten hasta al aburrimiento en lugar de ser fractales. La mayor parte de la naturaleza –galaxias, embriones en desarrollo, latidos de corazón y ondas cerebrales– crece y cambia con menores variaciones. Esta percepción recibió finalmente una base científica a fines de los 70’s, luego que el científico Benoît Mandelbrot escribiera su polémico tratado “La geometría fractal de la naturaleza”, en 1977. Pasó más de una década antes que la idea fuera aceptada por los arquitectos y para que fuera traducida a la producción informática de edificios. Pero hacia la década del ’90, llevó hacia la promesa de un nuevo orden urbano que, como una selva tropical, es siempre parecida a sí misma y siempre evoluciona gradualmente, un orden más sensual y sorprendente que la duplicación de elementos idénticos. La percepción se deleita en los fractales, en un estímulo sutilmente variable, que es la razón por la cual –al momento de cenar– es mejor probar distintos vinos que quedarse siempre con el mismo. La repetición sin fin le quita brillo a la paleta de colores, y es lo que logra el Organi-Tech cuando multiplica una buena idea hasta el cansancio. Pensemos en el hermoso aeropuerto de Kansai, de Renzo Piano, y en esa hermosa placa metálica extruida a lo largo de una milla hasta

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duplicar el aburrimiento. En contraste, los arquitectos que usan fractales –Libeskind, ARM, Morphosis– literalmente nos dan un descanso de las formas estandarizadas, y el joven grupo LAB y Bates Smart ya han ido un poco más allá de estos primeros experimentos y han refinado su lenguaje.ii Otro grupo identificable que produce fractales redondeados, fue recientemente bautizado como “Maestros de Burbujas” en Nueva York. Esta etiqueta implica varias verdades, no todas ellas halagadoras. En primer lugar, estos “maestros” estaban decididos a llamar la atención a través de un lenguaje de burbujas y a través de unas complicadas teorías basadas en analogías informáticas ciberespacio, espacio híbrido e hipersuperficie digital fueron algunos de los términos usados–. Los Maestros de las Burbujas son usualmente jóvenes profesores universitarios cuyos estudiantes se suman a la aventura. Greg Lynn es el más creativo e inteligente del grupo por lejos y ha argumentado a través de una serie de libros que la burbuja es en realidad una forma desarrollada a partir del cubo. Puede manejar más información que la tonta caja; su complejidad y, por lo tanto, su sensibilidad son potencialmente más grandes. Pero no es este el caso si el lenguaje no se escala y si no se redacta con habilidad y si no se correlaciona con la función. Entonces, muchas burbujas son simplemente el resultado del apilamiento de geodesias, como el proyecto Eden, de Grimshaw, una serie de burbujas que me recuerdan a lo que los geólogos llaman claustros globulares –atrayentes, comestibles, aplastados en apariencia. Pero estas creaciones pueden ser a veces de difícil resolución, por ejemplo, cerca del ingreso o en los encuentros con el suelo u otra estructura. Las dos burbujas gigantes de Norman Foster –una para el intendente de Londres y otra para el centro de música en Newcastle– tienen estos problemas. El espacio interno y la estructura son mucho más convincentes que la manera en que se relacionan con el entorno. En contraste, el edificio para Swiss Re es una burbuja estirada y perfeccionada, concebido como un hito para la ciudad. Comenzó teniendo la forma de un huevo y luego de unos estudios estructurales y de viento, reemergió como otra metáfora de la naturaleza –no sólo como el pepinillo forzado de los tabloides, sino como una forma de pino o ananá, más plausible y preciada. Los patios a cielo abierto espiralados y los refinamientos estéticos le dan más racionalidad a estas metáforas, haciéndolas multivalentes y enigmáticas de una manera plausible. Una vez más, la computadora ayudó a producir formas similares a un precio aceptable. El espasmo constrictivo de este rascacielos, como si fuera una columna dórica, lleva a un nuevo tipo de belleza proposicional, una belleza trabajada digitalmente.iii El cambio parcial de Foster de una gramática cartesiana a una gramática de burbujas marca un giro en la práctica tradicional hacia el nuevo paradigma. Persigue muchos experimentos esculturales, por ejemplo, aquellos de Will Alsop en Marsella y los de Frank Gehry en Europa, Japón y Norteamérica. Desde la inauguración del Guggenheim de Bilbao, en 1997, los arquitectos se dieron cuenta que un nuevo tipo de edificio había surgido y que había un nuevo estándar que superar. Este edificio-hito (eufemismo que habla acerca de lo que solía ser un monumento) eleva a esta ex-ciudad industrial y a su entorno –el río, los trenes, los autos, puentes y montañas– y refleja los ánimos cambiantes de la naturaleza, el mínimo cambio en la luz del sol o en la lluvia. Lo más importante es que sus formas son sugestivas y enigmáticas por la manera en que se relacionan tanto con el contexto natural como con el rol central que cumple el museo dentro de una cultura global. Por cierto que, por lo que se ha dado en llamar el “Efecto Bilbao”, la significación enigmática se ha convertido en el método reinante para diseñar grandes edificios públicos, especialmente museos. Esta estrategia emergente, que comienza tímidamente durante los 50’s con Ronchamp y la ópera de Sydney, se ha convertido ahora en una convención dominante del nuevo paradigma. Peter Eisenman, Rem Koolhaas, Daniel Libeskind, Coop Himmelblau, Zaha Hadid, Morphosis, Eric Moss –y arquitectos tradicionales como Renzo Piano– producen formas sugestivas e inusuales como algo natural, como si la arquitectura se hubiera convertido en una rama del surrealismo. Y lo ha hecho dando a veces como resultado un pseudo arte marchito, pero vale la pena examinar las múltiples causas de este cambio. Las razones negativas más notorias son culturales. Con la declinación de los sistemas de creencias del cristianismo y la modernidad, con el surgimiento de la sociedad de consumo y el sistema de celebridades, los arquitectos quedan atrapados en un círculo vicioso. Tienen pequeñas declaraciones públicas creíbles e ideologías por las cuales construir, carecen de una iconografía más allá de la devaluada estética de la máquina (o High-Tech) y de un imperativo ecológico que tiene todavía que producir símbolos aceptados, de manera que son empujados y arrastrados en sentidos opuestos. La ausencia de creencias los lleva a un grado de “minimalismo cero”, una buena expresión de neutralidad, pero por supuesto, una neutralidad que está totalmente absorbida por el sistema imperante. En contraste, una cultura competitiva demanda diferencia, significación y una expresión fantástica en exceso al momento de construir. La significación enigmática responde a este acertijo. El

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mandato es: debes diseñar un hito extraordinario, pero no debe verse como nada que se haya visto antes y no debe referirse a ninguna religión conocida, a ninguna ideología o sistema de creencias. La significación enigmática La significación enigmática en las manos de Gehry es algo que puede funcionar bien porque él trabaja sobre los aspectos esculturales de la forma y la luz, adoptando múltiples metáforas que se relacionan –aunque libremente– con el rol del edificio. Así es que en la sala de conciertos de Disney, las insinuaciones musicales y del brío cultural fueron interpretadas a través de ruidosas formas de pétalos, de metáforas navales y de imágenes sinfónicas. En el Guggenheim, muchos críticos encontraron similares alusiones a peces, patos, trenes, nubes y a las colinas adyacentes.iv Un escritor entusiasmado lo aclamó como un “alcaucil constructivista”; otro, como una “sirena envuelta en lentejuelas metálicas”. Muchas de estas armonías orgánicas parecen ser apropiadas para el lugar central que ocupa el arte en la ciudad hoy, el museo como catedral; algunas pueden ser subjetivas o accidentales. Pero, con los mejores trabajos dentro del nuevo paradigma, estas metáforas son más que objetos azarosos, más que la consecuencia de un test de Rorschach o una creación automática e inconsciente. Se trata de significados emergentes y multivalentes en busca de una interpretación abierta, una interpretación relacionada con el rol de la obra, del sitio y del lenguaje de la arquitectura particular. La idea del “trabajo abierto” en el arte ha estado dando vueltas desde que Umberto Eco la propusiera como la respuesta típica de artistas y escritores en la década del ’60. Ahora, por cuestiones sociales, ha emergido con más fuerza dentro de la arquitectura. Como el monumento ha mutado en el edificio-hito, los arquitectos han perdido la iconografía convencional y ahora esperan encontrar a través de un proceso de búsqueda e invención algunas metáforas emergentes, aquellas que asombran y deleitan pero que no pertenecen específicamente a ninguna ideología. Nuevamente, toda esta búsqueda es asistida por la informática –todos los edificios curvos de Gehry se producen de esta manera y a un costo un poco mayor que si se construyeran repitiendo cajas–. Al tiempo que admite no saber cómo se enciende una computadora y que usa las máquinas para perfeccionar y manufacturar las formas trabajadas esculturalmente, los arquitectos más jóvenes explotan los aspectos generativos de la revolución digital. Los arquitectos holandeses, en particular el grupo MVRDV, construyen paisajes de datos basados en diferentes presunciones para luego permitir que la computadora modele varios resultados alrededor de cada una. Estos son luego convertidos en diseños y presentados polémicamente ante la prensa, el público y los políticos. Sociedades alternativas son contrastadas en sus “Metaciudades/Datapueblos” de 1999; por ejemplo, se opone un país de frugales vegetarianos a una Holanda de alto consumo de Los Ángeles. Las implicaciones constructivas de estas elecciones son luego exageradas y convertidas en poesía irónica y democrática. Democrática porque los datos son resultado de las leyes colectivas, códigos de edificación, sorteos y debates participativos; irónica porque estas varias fuerzas entran en conflicto y usualmente se contradicen unas a otras, produciendo resultados bizarros; y es poética porque las consecuencias se presentan en una yuxtaposición de lo colorido y lo neutral. El caso en cuestión es el del pabellón holandés para la EXPO 2000.v Esta última y humorística construcción alterna niveles de espacios verdes abiertos y niveles con espacios de trabajo cerrados que luego corona con turbinas de viento y un jardín aterrazado. En la cima, un estanque colecta el agua de lluvia y la hace circular formando un ciclo eficiente que alimenta el sistema de climatización del auditorio que está por debajo. Motivaciones ecológicas se alternan con eficiencias económicas, los ciclos naturales se entremezclan con las actividades humanas. Un nivel es una grilla de árboles en canteras cuyas bases penetran el suelo hacia abajo formando un cielorraso escultural. Se hacen asociaciones extrañas. Plantas comestibles y flores ocupan niveles en rondas repetitivas, recordando las granjas productoras de Holanda, las cuales producen en masa una implacable naturaleza estandarizada. Una escalera exterior envuelve el volumen abierto y cerrado como si fuera una espiral de ADN negro. Pantallas translúcidas y de colores variados clasifican las actividades como si fueran carpetas de datos en la pantalla de una computadora. En efecto, las fuerzas actuando en el sistema holandés son manipuladas digitalmente y emergen en increíbles nuevas combinaciones. En este punto, un escéptico preguntará cómo es que todo esto varía del viejo compromiso moderno al tratar a la ciudad como una mera adición de fuerzas estadísticas, justamente lo que Jane Jacobs y el paradigma de la complejidad critican. Bueno, hay que admitir que mucho del pensamiento aquí expuesto, como en cualquier lado, es una incorporación de lo pasado. La neutralidad, la aceptación de las fuerzas urbanas y comerciales tal como vienen dadas, el pragmatismo y el oportunismo son extrañamente un paso hacia delante. Repito: el nuevo

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paradigma está en sus albores, ni el medio ni en la cúspide de su desarrollo y muchos arquitectos como Calatrava y MVRDV sólo están parcialmente comprometidos con él. Pero al mismo tiempo, estos y otros arquitectos holandeses y tantos otros arquitectos del joven ciberespacio que se esparce, también utilizan datos como herramienta creativa. Estos paisajes de datos son usualmente verdaderas estructuras emergentes, al igual que los paisajes Dadá, nuevas formas de organización de abajo hacia arriba que no eran factibles de realizarse antes del advenimiento de la velocidad informática. Lo mismo es cierto para otra tendencia del nuevo paradigma, la emergencia del suelo como un tipo de edificio y su correlación, las formas ondulantes organizadas alrededor de un nuevo lenguaje de extraños “atractores”. Peter Eisenman abrió el camino con el Centro Aronoff en Cincinnati, una superficie pétrea que oscila alrededor de un extraño atractor de entrantes, salientes y zig-zags. En parte se parece al movimiento de las placas tectónicas, a un terremoto, la metáfora básica de la tierra como una superficie en constante cambio en lugar de ser la tierra firme que creemos. La materia cobra vida en esta arquitectura de escala gigante. La Ciudad de la Cultura en Santiago de Compostela, ahora bajo construcción, es otra superficie ondulante que toma al paisaje circundante al igual que otras metáforas inspiradoras, el emblema local recuerdo de todo peregrino y la ciudad medieval adyacente. Coop Himmelblau, como Morphosis y Zaha Hadid, ha ganado muchos concursos recientes con una superficie ondulante –los bocetos para un museo en Lyon y la central de BMW en Alemania– . Luego, está la superficie ya mencionada de LAB, la construida por Enric Miralles en Alicante y aquellas de Ben van Berkel en construcción. Estas diez superficies artificiales realmente constituyen un tipo urbano emergente, pero la que realmente sobresale es la terminal portuaria de Yokohama diseñada en 1995 por FOA y finalizada justo antes del comienzo del mundial de fútbol de 2002.vi En parte infraestructura urbana, en parte espacio cívico para tomar sol y aire, organizar festivales u otros eventos públicos, tiene la mezcla de actividades típica de otras superficies. Nuevamente, fue concebido en el vientre de una computadora, y los arquitectos Moussavi y Zaera-Polo sienten bastante orgullo por la forma en la que fueron sorprendidos por los resultados emergentes, aún cuando no fueron de su agrado (“una técnica artística alienante” de la que están, irónicamente, desalienados). ¿Sombras del parque Hill Sheffield y de escritura automática? Ellos evaden las obvias metáforas marítimas, pero no hay razón para que el público haga lo mismo. Esta es otra significación enigmática. Significados públicos y esotéricos Creo que es trabajo de los arquitectos el tomar responsabilidad por los significados públicos y esotéricos de un edificio cívico, aunque sea o no una sorpresa, pero esta es una tarea difícil en una cultura global que carece de un sistema de valores compartido. La tentación está en esconderse detrás de los requerimientos sociales y técnicos, usar determinantes supuestos para suprimir el simbolismo. Tal vez, el único arquitecto del nuevo paradigma que admite grandes preocupaciones espirituales y un simbolismo público en su obra sea Daniel Libeskind. Su Museo Imperial de la Guerra, en las afueras de Manchester, explícitamente simboliza los varios tipos de guerra (terrestre, marítima y aérea) al tiempo que un globo se encuentra fragmentado por ¿la lucha? Constantemente invoca el plano cultural y emocional de la expresión como un deber del arquitecto, no teme enfrentar los puntos fundamentales del significado y del nihilismo que hace callar a otros diseñadores.vii Tal vez, al igual que Gehry, parte de su dialéctica se repite demasiado a través de su obra, pero no hay que dejar de aplaudir su coraje para enfrentar el mayor problema del momento: la crisis espiritual y la pérdida de una metafísica compartida. Mucha gente, y algunos filósofos, dice que esta pérdida en una era global es inevitable y permanente. Aunque otros filósofos, como Mary Midgely, argumentan que han emergido nuevos conceptos públicos y creíbles como la noción de que la Tierra es un sistema auto-regulable, Gaia. La metáfora de un planeta dinámico regulándose a sí mismo a través de la retroalimentación es, por supuesto, una de las percepciones del nuevo paradigma de la ciencia. Pero si los arquitectos adoptarán una percepción semejante basada en la teoría de Gaia, es algo que aún está por verse. Mi creencia es que el relato del universo se convertirá en una metafísica compartida. Todavía no es una religión difundida, y tal vez nunca lo sea, pero es más que un pasatiempo astrofísico. Es un punto de referencia para el futuro en búsqueda de la iconología correspondiente. La Muerte de Dios, como la muerte de las más importantes narrativas de los últimos cien años, tal vez esté confinada al hemisferio occidental, especialmente visible ahora que el mundo se está preparando para el más grande choque de civilizaciones. Pero los fundamentalistas no

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representan un movimiento cultural vivo por más poderosos que sean. No han producido un arte que valga la pena preservar y no han resuelto los problemas más profundos que aún continúan existiendo. A pesar de estos problemas, la pregunta acerca de si el nuevo paradigma tiene lugar en arquitectura, es una pregunta que vale la pena ser hecha. ¿Se sostienen juntas estas siete puntas, hay algo que las une? ¿Se relaciona la arquitectura Organi-Tech con los fractales, surgen los significadores enigmáticos de los paisajes de datos? La preponderancia de ondas y superficies, ¿está conectada a la moda de plegar y de generar burbujas, una iconografía basada en la teoría de Gaia y la cosmogénesis? Veo que las ciencias de la complejidad están subyacentes en todo esto tanto como lo está la tecnología informática. Al mismo tiempo, aún debe aparecer una moralidad formadora. La respuesta es confusa. Como escribiera Nikolaus Pevsner al respecto del paradigma del modernismo en la Gran Bretaña del siglo XIX, siete golondrinas no hacen un verano. Ciertamente, este tal vez sea un falso comienzo. El viejo paradigma del modernismo puede reafirmar fácilmente su hegemonía, puesto que está acechando detrás de cada Blair y cada Bush. Pero un viento está revolviendo a la arquitectura, al menos, es el comienzo de un cambio en la teoría y en la práctica

NOTAS i Santiago Calatrava, Ciudad de las Artes y las Ciencias, Valencia, 1991-2002. Metáforas orgánicas positivas pero no una gramática fractal. Este espectacular paisaje urbano tiene muchas cualidades del nuevo paradigma y muchas virtudes como el concreto blanco esculpido que delinea las fuerzas estructurales de una forma innovadora y excitante. Pero la naturaleza repetitiva de los elementos deja ver la vieja manera de pensar. Mucho EcoTech muestra este aspecto ambivalente, quedando a medio camino del nuevo paradigma. ii LAB con Hates Smart, Plaza de la Federación, Melbourne, 1997-2002. Conteniendo un museo de arte australiano, cines, un atrio vidriado para reuniones públicas y un anfiteatro al aire libre para eventos políticos, esta superficie fractal resume mucho del nuevo paradigma. Sus cascos enigmáticos sugieren un Nuevo contextualismo: el vidrio, el metal y la arenisca de los edificios del entorno son aquí esparcidos y luego reunidos de una manera dinámica. Al igual que la superficie de Eisenman en Santiago, el resultado es una forma de urbanismo neo-medieval, el tejido de la ciudad es el nuevo ícono. iii Norman Foster, central de Swiss Re, London 1996-2002. Originalmente concebido como un huevo, esta burbuja fue estirada para recordar otras tantas formas orgánicas más allá del notorio pepino –un pino, un ananá y un falo–, también un misil, una bala o una bomba. Esta polisemia no solamente lo convierte en un significador enigmático, sino que la éntasis informática perfeccionada lo hace un buen ejemplo de belleza proposicional –el rascacielos central con las elegantes dobles curvas que rematan al cielo iv Frank Gehry, el Nuevo Guggenheim, Bilbao 1993-97. El popular y crítico éxito de este edificio confirmó al significador enigmático como la premisa consensuada del monumento contemporáneo. A pesar que los críticos capturaron parte de las insinuaciones del edificio –alcaucil constructivista, pez, sirena y bote– es la capacidad para querer decir muchas más cosas lo que hace que el significador enigmático sea un símbolo multivalente. Metáforas dibujadas por Madelon Vriesendorp. v MVRDV, pabellón holandés, EXPO 2000, Hanover. Un apilamiento de ecologías sintéticas y de suelos artificiales determinados como la representación estadística del futuro paisaje holandés. De arriba hacia abajo se pueden encontrar 1) molinos de viento y agua en el lago artificial que fluye hacia 2) láminas de agua en un espacio de exhibición y luego hacia 3) un bosque alimentado por luces de alto poder. Al nivel siguiente se encuentra 4) un auditorio que un espacio que se proyecta hacia 5) un sector de cultivo de plantas más pequeñas iluminadas artificialmente que alcanza 6) una planta baja y recova para viviendas y comercios. Las vistas y el movimiento son celebrados por medio de una escalera exterior. Esta sustentabilidad de los ciclos cerrados tiene sentido, la yuxtaposición de jardines y humores es un deleite, la cruel lógica hace reír. Pero la pregunta surge: “¿Puede toda la vida ser cultivada y controlada?”. No es extraño que un grupo vocal en Holanda quiera algo más silvestre y natural (MVRDV). vi Foreign Office Architects (FOA): Moussavi & Zaera-Polo, Terminal Portuaria Internacional de Yokohama, 1995-2002. Un edificio superficie como infraestructura y paisaje plegado para las actividades. Como los edificios-burbuja, la superficie tiene a fundir el piso, las paredes y el techo en una continuidad sin costura. Los arquitectos no intentan apropiarse de metáforas navales, marítimas u ondulantes, pero al igual que Mies Van der Rohe, buscan una arquitectura neutral, genérica y tecnológica permitiendo, al mismo tiempo, el surgimiento de lo no intencionado. vii Daniel Libeskind, Museo Imperial de la Guerra del Norte, Trafford, Manchester, 1999-2002. Una arquitectura simbólica, espiritual y cósmica es todavía relativamente rara, pero unos pocos las están intentando. Aquí, el globo que estalla por el conflicto es rearmado por medio de tres cáscaras curvas: la cáscara del Aire, que marca el ingreso y que contiene instrumentos aéreos de guerra en su estructura abierta; la cáscara de la Tierra es un área de exhibición inmensa cuyo piso se curva gentilmente; la cáscara del Agua se curva hacia abajo hacia el canal adyacente y al dragaminas allí anclado. Esta estructura inmensa y expresiva es al mismo tiempo un aviso gigante –en el sentido del edificio-pato, de Venturi– y un significador enigmático del conflicto y sus resoluciones.

Jencks, Charles, “El nuevo paradigma en arquitectura”, Architectural Review, Febrero 2003. Trad. Sebastián D’Andrea.

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Modernidad líquida Zygmunt Bauman Prólogo Acerca de lo leve y lo líquido La interrupción, la incoherencia, la sorpresa son las condiciones habituales de nuestra vida. Se han convertido incluso en necesidades reales para muchas personas, cuyas mentes sólo se alimentan […] de cambios súbitos y de estímulos permanentemente renovados […] Ya no toleramos nada que dure. Ya no sabemos cómo hacer para lograr que el aburrimiento dé fruto. Entonces, todo el tema se reduce a esta pregunta: ¿la mente humana puede dominar lo que la mente humana ha creado? Paul Valéry

La “fluidez” es la cualidad de los líquidos y los gases. Según nos informa la autoridad de la Encyclopædia Britannica, lo que los distingue de los sólidos es que “en descanso, no pueden sostener una fuerza tangencial o cortante” y, por lo tanto, “sufren un continuo cambio de forma cuando se los somete a esa tensión”. Este continuo e irrecuperable cambio de posición de una parte del material con respecto a otra parte cuando es sometida a una tensión cortante constituye un flujo, una propiedad característica de los fluidos. Opuestamente, las fuerzas cortantes ejercidas sobre un sólido para doblarlo o flexionarlo se sostienen, y el sólido no fluye y puede volver a su forma original.

Los líquidos, una variedad de fluidos, poseen estas notables cualidades, hasta el punto de que “sus moléculas son preservadas en una disposición ordenada solamente en unos pocos diámetros moleculares”; en tanto, “la amplia variedad de conductas manifestadas por los sólidos es resultado directo del tipo de enlace que reúne los átomos de los sólidos y de la disposición de los átomos”. “Enlace”, a su vez, es el término que expresa la estabilidad de los sólidos –la resistencia que ofrecen “a la separación de los átomos”–. Hasta aquí lo que dice la Encyclopædia Britannica, en una entrada que apuesta a explicar la “fluidez” como una metáfora regente de la etapa actual de la era moderna. En lenguaje simple, todas estas características de los fluidos implican que los líquidos, a diferencia de los sólidos, no conservan fácilmente su forma. Los fluidos, por así decirlo, no se fijan al espacio ni se atan al tiempo. En tanto los sólidos tienen una clara dimensión espacial pero neutralizan el impacto –y disminuyen la significación– del tiempo (resisten efectivamente su flujo o lo vuelven irrelevante), los fluidos no conservan una forma durante mucho tiempo y están constantemente dispuestos (y proclives) a cambiarla; por consiguiente, para ellos lo que cuenta es el flujo del tiempo más que el espacio que puedan ocupar: ese espacio que, después de todo, sólo llenan “por un momento”. En cierto sentido, los sólidos cancelan el tiempo; para los líquidos, por el contrario, lo que importa es el tiempo. En la descripción de los sólidos, es posible ignorar completamente el tiempo; en la descripción de los fluidos, se cometería un error grave si el tiempo se dejara de lado. Las descripciones de un fluido son como instantáneas, que necesitan ser fechadas al dorso. Los fluidos se desplazan con facilidad. “Fluyen”, “se derraman”,“se desbordan”, “salpican”, “se vierten”, “se filtran”, “gotean”, “inundan”, “rocían”, “chorrean”, “manan”, “exudan”; a diferencia de los sólidos, no es posible detenerlos fácilmente –sortean algunos obstáculos, disuelven otros o se filtran a través de ellos, empapándolos–. Emergen incólumes de sus encuentros con los sólidos, en tanto que estos últimos –si es que siguen siendo sólidos tras el encuentro– sufren un cambio: se humedecen o empapan. La extraordinaria movilidad de los fluidos es lo que los asocia con la idea de “levedad”. Hay líquidos que en pulgadas cúbicas son más pesados que muchos sólidos, pero de todos modos tendemos a visualizarlos como más livianos, menos “pesados” que cualquier sólido. Asociamos “levedad” o “liviandad” con movilidad e inconstancia: la práctica nos demuestra que cuanto menos cargados nos desplacemos, tanto más rápido será nuestro avance.

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Estas razones justifican que consideremos que la “fluidez” o la “liquidez” son metáforas adecuadas para aprehender la naturaleza de la fase actual –en muchos sentidos nueva– de la historia de la modernidad. Acepto que esta proposición pueda hacer vacilar a cualquiera que esté familiarizado con el “discurso de la modernidad” y con el vocabulario empleado habitualmente para narrar la historia moderna. ¿Acaso la modernidad no fue desde el principio un “proceso de licuefacción”? ¿Acaso “derretir los sólidos” no fue siempre su principal pasatiempo y su mayor logro? En otras palabras, ¿acaso la modernidad no ha sido “fluida” desde el principio? Éstas y otras objeciones son justificadas, y parecerán más justificadas aun cuando recordemos que la famosa expresión “derretir los sólidos”, acuñada hace un siglo y medio por los autores del Manifiesto comunista, se refería al tratamiento con que el confiado y exuberante espíritu moderno aludía a una sociedad que encontraba demasiado estancada para su gusto y demasiado resistente a los cambios ambicionados, ya que todas sus pautas estaban congeladas. Si el “espíritu” era “moderno”, lo era en tanto estaba decidido a que la realidad se emancipara de la “mano muerta” de su propia historia… y eso sólo podía lograrse derritiendo los sólidos (es decir, según la definición, disolviendo todo aquello que persiste en el tiempo y que es indiferente a su paso e inmune a su fluir). Esa intención requería, a su vez, la “profanación de lo sagrado”: la desautorización y la negación del pasado, y primordialmente de la “tradición” –es decir, el sedimento y el residuo del pasado en el presente–. Por lo tanto, requería asimismo la destrucción de la armadura protectora forjada por las convicciones y lealtades que permitía a los sólidos resistirse a la “licuefacción”. Recordemos, sin embargo, que todo esto no debía llevarse a cabo para acabar con los sólidos definitivamente ni para liberar al nuevo mundo de ellos para siempre, sino para hacer espacio a nuevos y mejores sólidos; para reemplazar el conjunto heredado de sólidos defectuosos y deficientes por otro, mejor o incluso perfecto, y por eso mismo inalterable. Al leer el Ancien Régime [El Antiguo Régimen y la Revolución] de De Tocqueville, podríamos preguntarnos además hasta qué punto esos “sólidos” no estaban de antemano resentidos, condenados y destinados a la licuefacción, ya que se habían oxidado y enmohecido, tornándose frágiles y poco confiables. Los tiempos modernos encontraron a los sólidos premodernos en un estado bastante avanzado de desintegración; y uno de los motivos más poderosos que estimulaba su disolución era el deseo de descubrir o inventar sólidos cuya solidez fuera –por una vez– duradera, una solidez en la que se pudiera confiar y de la que se pudiera depender, volviendo al mundo predecible y controlable. Los primeros sólidos que debían disolverse y las primeras pautas sagradas que debían profanarse eran las lealtades tradicionales, los derechos y obligaciones acostumbrados que ataban de pies y manos, obstaculizaban los movimientos y constreñían la iniciativa. Para encarar seriamente la tarea de construir un nuevo orden (¡verdaderamente sólido!), era necesario deshacerse del lastre que el viejo orden imponía a los constructores. “Derretir los sólidos” significaba, primordialmente, desprenderse de las obligaciones “irrelevantes” que se interponían en el camino de un cálculo racional de los efectos; tal como lo expresara Max Weber, liberar la iniciativa comercial de los grilletes de las obligaciones domésticas y de la densa trama de los deberes éticos; o, según Thomas Carlyle, de todos los vínculos que condicionan la reciprocidad humana y la mutua responsabilidad, conservar tan sólo el “nexo del dinero”. A la vez, esa clase de “disolución de los sólidos” destrababa toda la compleja trama de las relaciones sociales, dejándola desnuda, desprotegida, desarmada y expuesta, incapaz de resistirse a las reglas del juego y a los criterios de racionalidad inspirados y moldeados por el comercio, y menos capaz aun de competir con ellos de manera efectiva. Esa fatal desaparición dejó el campo libre a la invasión y al dominio de (como dijo Weber) la racionalidad instrumental, o (como lo articuló Marx) del rol determinante de la economía: las “bases” de la vida social infundieron a todos los otros ámbitos de la vida el status de “superestructura” –es decir, un artefacto de esas “bases” cuya única función era contribuir a su funcionamiento aceitado y constante–. La disolución de los sólidos condujo a una progresiva emancipación de la economía de sus tradicionales ataduras políticas, éticas y culturales. Sedimentó un nuevo orden, definido primariamente en términos económicos. Ese nuevo orden debía ser más “sólido” que los órdenes que reemplazaba, porque –a diferencia de ellos– era inmune a los embates de cualquier acción que no fuera económica. Casi todos los poderes políticos o morales capaces de trastocar o reformar ese nuevo orden habían sido destruidos o incapacitados, por debilidad, para esa tarea. Y no porque el orden económico, una vez establecido, hubiera colonizado, reeducado y convertido a su gusto el resto de la vida social, sino porque ese orden llegó a dominar la totalidad de la vida humana,

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volviendo irrelevante e inefectivo todo aspecto de la vida que no contribuyera a su incesante y continua reproducción. Esa etapa de la carrera de la modernidad ha sido bien descripta por Claus Offe (en “The utopia of the zero option”, publicado por primera vez en 1987 en Praxis International): las sociedades complejas “se han vuelto tan rígidas que el mero intento de renovar o pensar normativamente su ‘orden’ –es decir, la naturaleza de la coordinación de los procesos que se producen en ellas– está virtualmente obturado en función de su futilidad práctica y, por lo tanto, de su inutilidad esencial”. Por libres y volátiles que sean, individual o grupalmente, los “subsistemas” de ese orden se encuentran interrelacionados de manera “rígida, fatal y sin ninguna posibilidad de libre elección”. El orden general de las cosas no admite opciones; ni siquiera está claro cuáles podrían ser esas opciones, y aun menos claro cómo podría hacerse real alguna opción viable, en el improbable caso de que la vida social fuera capaz de concebirla y gestarla. Entre el orden dominante y cada una de las agencias, vehículos y estratagemas de cualquier acción efectiva se abre una brecha –un abismo cada vez más infranqueable, y sin ningún puente a la vista–. A diferencia de la mayoría de los casos distópicos, este efecto no ha sido consecuencia de un gobierno dictatorial, de la subordinación, la opresión o la esclavitud; tampoco ha sido consecuencia de la “colonización” de la esfera privada por parte del “sistema”. Más bien todo lo contrario: la situación actual emergió de la disolución radical de aquellas amarras acusadas –justa o injustamente– de limitar la libertad individual de elegir y de actuar. La rigidez del orden es el artefacto y el sedimento de la libertad de los agentes humanos. Esa rigidez es el producto general de “perder los frenos”: de la desregulación, la liberalización, la “flexibilización”, la creciente fluidez, la liberación de los mercados financiero, laboral e inmobiliario, la disminución de las cargas impositivas, etc. (como señalara Offe en “Binding, shackles, brakes”, publicado por primera vez en 1987); o (citando a Richard Sennett en Flesh and Stone [Carne y piedra]), de las técnicas de “velocidad, huida, pasividad” – en otras palabras, técnicas que permiten que el sistema y los agentes libres no se comprometan entre sí, que se eludan en vez de reunirse–. Si ha pasado la época de las revoluciones sistémicas, es porque no existen edificios para alojar las oficinas del sistema, que podrían ser invadidas y capturadas por los revolucionarios; y también porque resulta extraordinariamente difícil, e incluso imposible, imaginar qué podrían hacer los vencedores, una vez dentro de esos edificios (si es que primero los hubieran encontrado), para revertir la situación y poner fin al malestar que los impulsó a rebelarse. Resulta evidente la escasez de esos potenciales revolucionarios, de gente capaz de articular el deseo de cambiar su situación individual como parte del proyecto de cambiar el orden de la sociedad. La tarea de construir un nuevo orden mejor para reemplazar al viejo y defectuoso no forma parte de ninguna agenda actual –al menos no de la agenda donde supuestamente se sitúa la acción política–. La “disolución de los sólidos”, el rasgo permanente de la modernidad, ha adquirido por lo tanto un nuevo significado, y sobre todo ha sido redirigida hacia un nuevo blanco: uno de los efectos más importantes de ese cambio de dirección ha sido la disolución de las fuerzas que podrían mantener el tema del orden y del sistema dentro de la agenda política. Los sólidos que han sido sometidos a la disolución, y que se están derritiendo en este momento, el momento de la modernidad fluida, son los vínculos entre las elecciones individuales y los proyectos y las acciones colectivos –las estructuras de comunicación y coordinación entre las políticas de vida individuales y las acciones políticas colectivas–. En una entrevista concedida a Jonathan Rutherford el 3 de febrero de 1999, Ulrich Beck (quien hace pocos años acuñó el término “segunda modernidad” para connotar la fase en que la modernidad “volvió sobre sí misma”, la época de la soi-disant “modernización de la modernidad”) habla de “categorías zombis” y de “instituciones zombis”, que están “muertas y todavía vivas”. Nombra la familia, la clase y el vecindario como ejemplos ilustrativos de este nuevo fenómeno. La familia, por ejemplo: ¿Qué es una familia en la actualidad? ¿Qué significa? Por supuesto, hay niños, mis niños, nuestros niños. Pero hasta la progenitura, el núcleo de la vida familiar, ha empezado a desintegrarse con el divorcio […] Abuelas y abuelos son incluidos y excluidos sin recursos para participar en las decisiones de sus hijos e hijas. Desde el punto de vista de los nietos, el significado de los abuelos debe determinarse por medio de decisiones y elecciones individuales.

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Lo que se está produciendo hoy es, por así decirlo, una redistribución y una reasignación de los “poderes de disolución” de la modernidad. Al principio, esos poderes afectaban las instituciones existentes, los marcos que circunscribían los campos de acciones y elecciones posibles, como los patrimonios heredados, con su asignación obligatoria, no por gusto. Las configuraciones, las constelaciones, las estructuras de dependencia e interacción fueron arrojadas en el interior del crisol, para ser fundidas y después remodeladas: ésa fue la fase de “romper el molde” en la historia de la transgresora, ilimitada, erosiva modernidad. No obstante, los individuos podían ser excusados por no haberlo advertido: tuvieron que enfrentarse a pautas y configuraciones que, aunque “nuevas y mejores”, seguían siendo tan rígidas e inflexibles como antes. Por cierto, todos los moldes que se rompieron fueron reemplazados por otros; la gente fue liberada de sus viejas celdas sólo para ser censurada y reprendida si no lograba situarse –por medio de un esfuerzo dedicado, continuo y de por vida– en los nichos confeccionados por el nuevo orden: en las clases, los marcos que (tan inflexiblemente como los ya disueltos estamentos) encuadraban la totalidad de las condiciones y perspectivas vitales, y condicionaban el alcance de los proyectos y estrategias de vida. Los individuos debían dedicarse a la tarea de usar su nueva libertad para encontrar el nicho apropiado y establecerse en él, siguiendo fielmente las reglas y modalidades de conducta correctas y adecuadas a esa ubicación. Sin embargo, esos códigos y conductas que uno podía elegir como puntos de orientación estables, y por los cuales era posible guiarse, escasean cada vez más en la actualidad. Eso no implica que nuestros contemporáneos sólo estén guiados por su propia imaginación, ni que puedan decidir a voluntad cómo construir un modelo de vida, ni que ya no dependan de la sociedad para conseguir los materiales de construcción o planos autorizados. Pero sí implica que, en este momento, salimos de la época de los “grupos de referencia” preasignados para desplazarnos hacia una era de “comparación universal” en la que el destino de la labor de construcción individual está endémica e irremediablemente indefinido, no dado de antemano, y tiende a pasar por numerosos y profundos cambios antes de alcanzar su único final verdadero: el final de la vida del individuo. En la actualidad, las pautas y configuraciones ya no están “determinadas”, y no resultan “autoevidentes” de ningún modo; hay demasiadas, chocan entre sí y sus mandatos se contradicen, de manera que cada una de esas pautas y configuraciones ha sido despojada de su poder coercitivo o estimulante. Y, además, su naturaleza ha cambiado, por lo cual han sido reclasificadas en consecuencia: como ítem del inventario de tareas individuales. En vez de preceder a la política de vida y de encuadrar su curso futuro, deben seguirla (derivar de ella), y reformarse y remoldearse según los cambios y giros que esa política de vida experimente. El poder de licuefacción se ha desplazado del “sistema” a la “sociedad”, de la “política” a las “políticas de vida”… o ha descendido del “macronivel” al “micronivel” de la cohabitación social. Como resultado, la nuestra es una versión privatizada de la modernidad, en la que el peso de la construcción de pautas y la responsabilidad del fracaso caen primordialmente sobre los hombros del individuo. La licuefacción debe aplicarse ahora a las pautas de dependencia e interacción, porque les ha tocado el turno. Esas pautas son maleables hasta un punto jamás experimentado ni imaginado por las generaciones anteriores, ya que, como todos los fluidos, no conservan mucho tiempo su forma. Darles forma es más fácil que mantenerlas en forma. Los sólidos son moldeados una sola vez. Mantener la forma de los fluidos requiere muchísima atención, vigilancia constante y un esfuerzo perpetuo… e incluso en ese caso el éxito no es, ni mucho menos, previsible. Sería imprudente negar o menospreciar el profundo cambio que el advenimiento de la “modernidad fluida” ha impuesto a la condición humana. El hecho de que la estructura sistémica se haya vuelto remota e inalcanzable, combinado con el estado fluido y desestructurado del encuadre de la política de vida, ha cambiado la condición humana de modo radical y exige repensar los viejos conceptos que solían enmarcar su discurso narrativo. Como zombis, esos conceptos están hoy vivos y muertos al mismo tiempo. La pregunta es si su resurrección –aun en una nueva forma o encarnación– es factible; o, si no lo es, cómo disponer para ellos un funeral y una sepultura decentes. Este libro está dedicado a esa pregunta. Hemos elegido examinar cinco conceptos básicos en torno de los cuales ha girado la narrativa ortodoxa de la condición humana: emancipación, individualidad, tiempo/espacio, trabajo y comunidad. Se han explorado (aunque de manera muy fragmentaria y preliminar) sucesivos avatares de sus significados y aplicaciones prácticas, con la esperanza de salvar a los niños del diluvio de aguas contaminadas.

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La modernidad significa muchas cosas, y su advenimiento y su avance pueden evaluarse empleando diferentes parámetros. Sin embargo, un rasgo de la vida moderna y de sus puestas en escena sobresale particularmente, como “diferencia que hace toda la diferencia”, como atributo crucial del que derivan todas las demás características. Ese atributo es el cambio en la relación entre espacio y tiempo. La modernidad empieza cuando el espacio y el tiempo se separan de la práctica vital y entre sí, y pueden ser teorizados como categorías de estrategia y acción mutuamente independientes, cuando dejan de ser –como solían serlo en los siglos premodernos– aspectos entrelazados y apenas discernibles de la experiencia viva, unidos por una relación de correspondencia estable y aparentemente invulnerable. En la modernidad, el tiempo tiene historia, gracias a su “capacidad de contención” que se amplía permanentemente: la prolongación de los tramos de espacio que las unidades de tiempo permiten “pasar”, “cruzar”, “cubrir”… o conquistar. El tiempo adquiere historia cuando la velocidad de movimiento a través del espacio (a diferencia del espacio eminentemente inflexible, que no puede ser ampliado ni reducido) se convierte en una cuestión de ingenio, imaginación y recursos humanos. La idea misma de velocidad (y aun más conspicuamente, de aceleración), referida a la relación entre tiempo y espacio, supone su variabilidad, y sería difícil que tuviera algún sentido si esa relación no fuera cambiante, si fuera un atributo de la realidad inhumana y prehumana en vez de estar condicionada a la inventiva y la determinación humanas, y si no hubiera trascendido el estrecho espectro de variaciones a las que los instrumentos naturales de movilidad –los miembros inferiores, humanos o equinos– solían reducir los movimientos de los cuerpos premodernos. Cuando la distancia recorrida en una unidad de tiempo pasó a depender de la tecnología, de los medios de transporte artificiales existentes, los límites heredados de la velocidad de movimiento pudieron transgredirse. Sólo el cielo (o, como se reveló más tarde, la velocidad de la luz) empezó a ser el límite, y la modernidad fue un esfuerzo constante, imparable y acelerado por alcanzarlo. Gracias a sus recientemente adquiridas flexibilidad y capacidad de expansión, el tiempo moderno se ha convertido, primordialmente, en el arma para la conquista del espacio. En la lucha moderna entre espacio y tiempo, el espacio era el aspecto sólido y estólido, pesado e inerte, capaz de entablar solamente una guerra defensiva, de trincheras… y ser un obstáculo para las flexibles embestidas del tiempo. El tiempo era el bando activo y dinámico del combate, el bando siempre a la ofensiva: la fuerza invasora, conquistadora y colonizadora. Durante la modernidad, la velocidad de movimiento y el acceso a medios de movilidad más rápidos ascendieron hasta llegar a ser el principal instrumento de poder y dominación. Michel Foucault usó el diseño del panóptico de Jeremy Bentham como archimetáfora del poder moderno. En el panóptico, los internos estaban inmovilizados e impedidos de cualquier movimiento, confinados dentro de gruesos muros y murallas custodiados, y atados a sus camas, celdas o bancos de trabajo. No podían moverse porque estaban vigilados; debían permanecer en todo momento en sus sitios asignados porque no sabían, ni tenían manera de saber, dónde se encontraban sus vigilantes, que tenían libertad de movimiento. La facilidad y la disponibilidad de movimiento de los guardias eran garantía de dominación; la “inmovilidad” de los internos era muy segura, la más difícil de romper entre todas las ataduras que condicionaban su subordinación. El dominio del tiempo era el secreto del poder de los jefes… y tanto la inmovilización de sus subordinados en el espacio mediante la negación del derecho a moverse como la rutinización del ritmo temporal impuesto eran las principales estrategias del ejercicio del poder. La pirámide de poder estaba construida sobre la base de la velocidad, el acceso a los medios de transporte y la subsiguiente libertad de movimientos. El panóptico era un modelo de confrontación entre los dos lados de la relación de poder. Las estrategias de los jefes –salvaguardar la propia volatilidad y rutinizar el flujo de tiempo de sus subordinados se fusionaron. Pero existía cierta tensión entre ambas tareas. La segunda tarea ponía límites a la primera: ataba a los “rutinizadores” al lugar en el cual habían sido confinados los objetos de esa rutinización temporal. Los “rutinizadores” no tenían una verdadera y plena libertad de movimientos: era imposible considerar la opción de que pudiera haber “amos ausentes”. El panóptico tiene además otras desventajas. Es una estrategia costosa: conquistar el espacio y dominarlo, así como mantener a los residentes en el lugar vigilado, implica una gran variedad de tareas administrativas engorrosas y caras. Hay que construir y mantener edificios,

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contratar y pagar a vigilantes profesionales, atender y abastecer la supervivencia y la capacidad laboral de los internos. Finalmente, administrar significa, de una u otra manera, responsabilizarse del bienestar general del lugar, aunque sólo sea en nombre del propio interés… y la responsabilidad significa estar atado al lugar. Requiere presencia y confrontación, al menos bajo la forma de presiones y roces constantes. Lo que induce a tantos teóricos a hablar del “fin de la historia”, de posmodernidad, de “segunda modernidad” y “sobremodernidad”, o articular la intuición de un cambio radical en la cohabitación humana y en las condiciones sociales que restringen actualmente a las políticas de vida, es el hecho de que el largo esfuerzo por acelerar la velocidad del movimiento ha llegado ya a su “límite natural”. El poder puede moverse con la velocidad de la señal electrónica; así, el tiempo requerido para el movimiento de sus ingredientes esenciales se ha reducido a la instantaneidad. En la práctica, el poder se ha vuelto verdaderamente extraterritorial, y ya no está atado, ni siquiera detenido, por la resistencia del espacio (el advenimiento de los teléfonos celulares puede funcionar como el definitivo “golpe fatal” a la dependencia del espacio: ni siquiera es necesario acceder a una boca telefónica para poder dar una orden y controlar sus efectos. Ya no importa dónde pueda estar el que emite la orden –la distinción entre “cerca” y “lejos”, o entre lo civilizado y lo salvaje, ha sido prácticamente cancelada–). Este hecho confiere a los poseedores de poder una oportunidad sin precedentes: la de prescindir de los aspectos más irritantes de la técnica panóptica del poder. La etapa actual de la historia de la modernidad –sea lo que fuere por añadidura– es, sobre todo, pospanóptica. En el panóptico lo que importaba era que supuestamente las personas a cargo estaban siempre “allí”, cerca, en la torre de control. En las relaciones de poder pospanópticas, lo que importa es que la gente que maneja el poder del que depende el destino de los socios menos volátiles de la relación puede ponerse en cualquier momento fuera de alcance… y volverse absolutamente inaccesible. El fin del panóptico augura el fin de la era del compromiso mutuo: entre supervisores y supervisados, trabajo y capital, líderes y seguidores, ejércitos en guerra. La principal técnica de poder es ahora la huida, el escurrimiento, la elisión, la capacidad de evitar, el rechazo concreto de cualquier confinamiento territorial y de sus engorrosos corolarios de construcción y mantenimiento de un orden, de la responsabilidad por sus consecuencias y de la necesidad de afrontar sus costos. Esta nueva técnica de poder ha sido ilustrada vívidamente por las estrategias empleadas durante la Guerra del Golfo y la de Yugoslavia. En la conducción de la guerra, la reticencia a desplegar fuerzas terrestres fue notable; a pesar de lo que dijeran las explicaciones oficiales, esa reticencia no era producto solamente del publicitado síndrome de “protección de los cuerpos”. El combate directo en el campo de batalla no fue evitado meramente por su posible efecto adverso sobre la política doméstica, sino también (y tal vez principalmente) porque era inútil por completo e incluso contraproducente para los propósitos de la guerra. Después de todo, la conquista del territorio, con todas sus consecuencias administrativas y gerenciales, no sólo estaba ausente de la lista de objetivos bélicos, sino que era algo que debía evitarse por todos los medios y que era considerado con repugnancia como otra clase de “daño colateral” que, en esta oportunidad, agredía a la fuerza de ataque. Los bombardeos realizados por medio de casi invisibles aviones de combate y misiles “inteligentes” –lanzados por sorpresa, salidos de la nada y capaces de desaparecer inmediatamente– reemplazaron las invasiones territoriales de las tropas de infantería y el esfuerzo por despojar al enemigo de su territorio, apoderándose de la tierra controlada y administrada por el adversario. Los atacantes ya no deseaban para nada ser “los últimos en el campo de batalla” después de que el enemigo huyera o fuera exterminado. La fuerza militar y su estrategia bélica de “golpear y huir” prefiguraron, anunciaron y encarnaron aquello que realmente estaba en juego en el nuevo tipo de guerra de la época de la modernidad líquida: ya no la conquista de un nuevo territorio, sino la demolición de los muros que impedían el flujo de los nuevos poderes globales fluidos; sacarle de la cabeza al enemigo todo deseo de establecer sus propias reglas para abrir de ese modo un espacio – hasta entonces amurallado e inaccesible– para la operación de otras armas (no militares) del poder. Se podría decir (parafraseando la fórmula clásica de Clausewitz) que la guerra de hoy se parece cada vez más a “la promoción del libre comercio mundial por otros medios”. Recientemente, Jim MacLaughlin nos ha recordado (en Sociology, 1/99) que el advenimiento de la era moderna significó, entre otras cosas, el ataque consistente y sistemático de los “establecidos”, convertidos al modo de vida sedentario, contra los pueblos y los estilos de vida nómades, completamente adversos a las preocupaciones territoriales y fronterizas del emergente

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Estado moderno. En el siglo XIV, Ibn Khaldoun podía cantar sus alabanzas del nomadismo, que hace que los pueblos “se acerquen más a la bondad que los sedentarios porque […] están más alejados de los malos hábitos que han infectado los corazones sedentarios”, pero la febril construcción de naciones y estados-nación que se desencadenó poco tiempo después en toda Europa puso el “suelo” muy por encima de la “sangre” al sentar las bases del nuevo orden legislado, que codificaba los derechos y deberes de los ciudadanos. Los nómades, que menospreciaban las preocupaciones territoriales de los legisladores y que ignoraban absolutamente sus fanáticos esfuerzos por establecer fronteras, fueron presentados como los peores villanos de la guerra santa entablada en nombre del progreso y de la civilización. Los modernos “cronopolíticos” no sólo los consideraron seres inferiores y primitivos, “subdesarrollados” que necesitaban ser reformados e ilustrados, sino también retrógrados que sufrían “retraso cultural”, que se encontraban en los peldaños más bajos de la escala evolutiva y que eran, por añadidura, imperdonablemente necios por su reticencia a seguir “el esquema universal de desarrollo”. Durante toda la etapa sólida de la era moderna, los hábitos nómades fueron mal considerados. La ciudadanía iba de la mano con el sedentarismo, y la falta de un “domicilio fijo” o la no pertenencia a un “Estado” implicaba la exclusión de la comunidad respetuosa de la ley y protegida por ella, y con frecuencia condenaba a los infractores a la discriminación legal, cuando no al enjuiciamiento. Aunque ese trato todavía se aplica a la “subclase” de los sin techo, que son sometidos a las viejas técnicas de control panóptico (técnicas que ya no se emplean para integrar y disciplinar a la mayoría de la población), la época de la superioridad incondicional del sedentarismo sobre el nomadismo y del dominio de lo sedentario sobre lo nómade tiende a finalizar. Estamos asistiendo a la venganza del nomadismo contra el principio de la territorialidad y el sedentarismo. En la etapa fluida de la modernidad, la mayoría sedentaria es gobernada por una elite nómade y extraterritorial. Mantener los caminos libres para el tráfico nómade y eliminar los pocos puntos de control fronterizo que quedan se ha convertido en el metaobjetivo de la política, y también de las guerras que, tal como lo expresara Clausewitz, son solamente “la expansión de la política por otros medios”. La elite global contemporánea sigue el esquema de los antiguos “amos ausentes”. Puede gobernar sin cargarse con las tareas administrativas, gerenciales o bélicas y, por añadidura, también puede evitar la misión de “esclarecer”, “reformar las costumbres”, “levantar la moral”, “civilizar” y cualquier cruzada cultural. El compromiso activo con la vida de las poblaciones subordinadas ha dejado de ser necesario (por el contrario, se lo evita por ser costoso sin razón alguna y poco efectivo), y por lo tanto lo “grande” no sólo ha dejado de ser “mejor”, sino que ha perdido cualquier sentido racional. Lo pequeño, lo liviano, lo más portable significa ahora mejora y “progreso”. Viajar liviano, en vez de aferrarse a cosas consideradas confiables y sólidas –por su gran peso, solidez e inflexible capacidad de resistencia–, es ahora el mayor bien y símbolo de poder. Aferrarse al suelo no es tan importante si ese suelo puede ser alcanzado y abandonado a voluntad, en poco o en casi ningún tiempo. Por otro lado, aferrarse demasiado, cargándose de compromisos mutuamente inquebrantables, puede resultar positivamente perjudicial, mientras las nuevas oportunidades aparecen en cualquier otra parte. Es comprensible que Rockefeller haya querido que sus fábricas, ferrocarriles y pozos petroleros fueran grandes y robustos, para poseerlos durante mucho, mucho tiempo (para toda la eternidad, si medimos el tiempo según la duración de la vida humana o de la familia). Sin embargo, Bill Gates se separa sin pena de posesiones que ayer lo enorgullecían: hoy, lo que da ganancias es la desenfrenada velocidad de circulación, reciclado, envejecimiento, descarte y reemplazo –no la durabilidad ni la duradera confiabilidad del producto–. En una notable inversión de la tradición de más de un milenio, los encumbrados y poderosos de hoy son quienes rechazan y evitan lo durable y celebran lo efímero, mientras los que ocupan el lugar más bajo –contra todo lo esperable– luchan desesperadamente para lograr que sus frágiles, vulnerables y efímeras posesiones duren más y les rindan servicios duraderos. Los encumbrados y los menos favorecidos se encuentran hoy en lados opuestos de las grandes liquidaciones y en las ventas de autos usados.

La desintegración de la trama social y el desmoronamiento de las agencias de acción colectiva suelen señalarse con gran ansiedad y justificarse como “efecto colateral” anticipado de la nueva levedad y fluidez de un poder cada vez más móvil, escurridizo, cambiante, evasivo y fugitivo. Pero la desintegración social es tanto una afección como un resultado de la nueva técnica del poder, que emplea como principales instrumentos el descompromiso y el arte de la huida. Para que el poder

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fluya, el mundo debe estar libre de trabas, barreras, fronteras fortificadas y controles. Cualquier trama densa de nexos sociales, y particularmente una red estrecha con base territorial, implica un obstáculo que debe ser eliminado. Los poderes globales están abocados al desmantelamiento de esas redes, en nombre de una mayor y constante fluidez, que es la fuente principal de su fuerza y la garantía de su invencibilidad. Y el derrumbe, la fragilidad, la vulnerabilidad, la transitoriedad y la precariedad de los vínculos y redes humanos permiten que esos poderes puedan actuar. Si estas tendencias mezcladas se desarrollaran sin obstáculos, hombres y mujeres serían remodelados siguiendo la estructura del mol electrónico, esa orgullosa invención de los primeros años de la cibernética que fue aclamada como un presagio de los años futuros: un enchufe portátil, moviéndose por todas partes, buscando desesperadamente tomacorrientes donde conectarse. Pero en la época que auguran los teléfonos celulares, es probable que los enchufes sean declarados obsoletos y de mal gusto, y que tengan cada vez menos calidad y poca oferta. Ya ahora, muchos abastecedores de energía eléctrica enumeran las ventajas de conectarse a sus redes y rivalizan por el favor de los buscadores de enchufes. Pero a largo plazo (sea cual fuere el significado que “a largo plazo” pueda tener en la era de la instantaneidad) lo más probable es que los enchufes desaparezcan y sean reemplazados por baterías descartables que venderán los kioscos de todos los aeropuertos y todas las estaciones de servicio de autopistas y caminos rurales. Parece una diotopía hecha a la medida de la modernidad líquida… adecuada para reemplazar los temores consignados en las pesadillas al estilo Orwell y Huxley. Junio de 1999

Bauman, Zygmunt, Modernidad líquida, México, Fondo de Cultura Económica, 2002. Prólogo

Supermodernismo. Arquitectura en la era de la globalización Hans IBELINGS Para leer: http://www.slideshare.net/SashaMendietaMilla/supermodernismo-hansibelings

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