El valor de la Justicia SE JUSTO ANTES DE SER GENEROSO; SE HUMANO ANTES DE SER JUSTO" Fernán Caballero.

El valor de la justicia consiste en dar a cada uno lo que le pertenece por ser quien es, por sus méritos y actos. De la justicia dependen también otros valores: la obediencia, la gratitud, la caridad y todos los que condicionan la vida social humana. La justicia nos lleva a cumplir con nuestro deber. Y cumplir con el deber nos da derechos. Por eso, nuestros alumnos requieren de deberes a cumplir, pues solo así obtendrán sus derechos y estarán en plena facultad para hacerlos valer y hacerse a su vez, valiosos. Mas si asumo un deber he de ser capaz de ejercerlo, es decir, debo poder llevarlo a buen fin. Al poder se llega al forjarse el carácter y requiere información para poder ejercerlo con criterio, al mismo tiempo que debe comunicarse para que adquiera sentido. El poder se debe ejercer con justicia, se debe impregnar de moralidad y se debe compartir para que otros ‘también puedan’.

La justicia de los niños y las niñas Si no existiera la justicia viviríamos en un mundo sin orden ni leyes. Nadie respetaría la vida de sus semejantes ni iría a la cárcel cuando cometiera un delito. Cualquiera podría entrar a tu casa y llevarse tus cosas, los maestros te pondrían la calificación que se les antojara sin importarles cuánto sabes, nadie estaría obligado a cumplir sus promesas y los partidos de futbol siempre acabarían a golpes, pues ninguno de los dos equipos tomaría en cuenta el marcador. En una realidad así sólo sobrevivirían los más fuertes, pues al no haber normas, acuerdos o reglamentos, la única manera de conseguir lo que quisiéramos sería mediante la violencia, la intimidación o el abuso.

Por fortuna, la justicia existe. Y aunque eso no significa que las personas se comporten siempre de manera justa o que en la sociedad nunca haya desacuerdos, lo cierto es que la mayoría de nosotros preferimos que reine el respeto, la armonía y la paz. A todos nos molesta que no nos tomen en cuenta o nos den menos de lo que merecemos (o creemos merecer). También solemos indignarnos cuando alguien es tratado de manera arbitraria o fue privado de alguno de sus derechos. Esto sucede porque el valor de la justicia vive en nosotros y nos sentimos afectados cuando vemos que alguien actúa de manera injusta. El caso de fray Bartolomé de las Casas, un fraile dominico que llegó a tierras americanas a principios del siglo xvi, es un buen ejemplo de cómo este valor nos motiva a ser mejores. Nacido en Sevilla en 1484, Bartolomé fue testigo del trato inhumano dado a los indios por los españoles en el llamado Nuevo Mundo. Dicha injusticia le produjo un gran enojo, motivándolo a luchar a lo largo de su vida en favor de los indígenas. Gracias a su esfuerzo se promulgaron leyes para protegerlos. Hoy se considera a este hombre como uno de los precursores de los derechos humanos.

La justicia es mi valor Una persona justa conoce las normas y leyes vigentes de la comunidad, el municipio, la ciudad, el estado y el país donde vive y las hace valer en tres sentidos: 1) las respeta en su conducta diaria; 2) exige que se respeten en los asuntos que le conciernen; 3) procura que se respeten en el caso de las demás personas, en especial cuando se hallan en desventaja. En otras palabras, protege y respeta los derechos ajenos y exige que se protejan y respeten los suyos. El valor de la justicia no se limita a los asuntos legales, se extiende a la vida diaria procurando que cada quien reciba lo que le corresponde y tomando decisiones que no afecten negativamente a los demás.

¿Ya lo pensaste? La búsqueda de la justicia no se limita a los tribunales y a las autoridades, debe ser la misión de todos nosotros en la vida diaria como sociedad civil.

Se trata de facilitar el camino para que cada quien expanda su potencial: respetar el derecho de nuestros familiares a realizar sus planes individuales, ayudar a las personas a que obtengan lo que les corresponde, no arrebatar a los demás sus derechos y luchar por conservar los nuestros. Con nuestras acciones podemos contribuir a construir una sociedad igualitaria, armónica y respetuosa que exprese las máximas virtudes de cada uno de sus integrantes.

Por el camino de la justicia El mundo de hoy es un lugar complicado y confuso, lleno de opiniones contradictorias y mentiras, de puntos de vista que no se ponen de acuerdo y desorientan a la gente común. Tú no debes sumarte a esa confusión; trata más bien, de mantener pensamientos y acciones claras en tu vida diaria: Trata a las demás personas como quieres que ellas te traten a ti; aprende a tomar turnos en el salón, el juego y cualquier fila de espera; di siempre la verdad; respeta las reglas de los distintos ambientes: la casa, la escuela, la calle o la Iglesia (si vas); piensa en la forma en que tus acciones afectan a los demás; escucha a la gente con la mente abierta; no te aproveches de los demás y trata imparcialmente a los otros evitando tomar partido. Con cada una de esas acciones llegarás a ser una persona justa.

El extremo opuesto: La injusticia perjudica a los individuos y, además, debilita las relaciones sociales. Por ejemplo, si un juez corrupto no aplica la pena que corresponde a un delincuente, las víctimas de éste se verán afectadas porque no se reparó el daño que sufrieron; por otra parte, la sociedad en su conjunto tendrá un mal ejemplo al ver que no se siguen las leyes. Mientras la justicia permite que vivamos en un estado de derecho donde se respeta la vida y el desarrollo de cada persona, la injusticia pone todo ello en riesgo, impide una convivencia armónica y evita que construyamos un mundo basado en valores y acciones positivas pues carecemos de la seguridad para lograrlo.

UNA HISTORIA RELACIONADA CON LA JUSTICIA

La Justicia del Rey En un país muy lejano, hace mucho, mucho tiempo gobernaba un joven rey con mucha sabiduría. Era querido de todos sus súbditos por su generosidad y justicia. Nadie de su reino pasaba hambre porque su palacio estaba abierto cada día para servir una copiosa comida a todos los peregrinos, trotamundos e indigentes. Un día, después de la comida ordinaria, un mensajero del rey les anunció que al día siguiente era el cumpleaños de su majestad, que éste comería con ellos y que al final del espléndido banquete, todos y cada uno recibirían un regalo. Tan sólo se les pedía que subieran a la hora acostumbrada con alguna vasija o recipientes llenos de agua para echarla en el estanque del palacio. Los comensales estuvieron de acuerdo en que la petición del rey era fácil de cumplir, que era muy justo corresponder a su generosidad y... si encima les hacía la gracia de un obsequio, mejor que mejor. Al día siguiente, una larga cola de mendigos y vagabundos subía hacia el palacio del rey llevando recipientes llenos de agua. Algunos de ellos eran muy grandes, otros más pequeños y alguno había que, confiando en la bondad del rey, subía con las manos libres, sin siquiera un vaso de agua... Al llegar a palacio vaciaron las diversas vasijas en el estanque real, las dejaron cerca de la salida y pasaron al salón donde el rey les aguardaba para comer. La comida fue espléndida. Todos pudieron satisfacer su apetito. Finalizado el banquete, el rey se despidió de todos ellos. Se quedaron estupefactos, de momento, porque esperaban los regalos y éstos no llegarían si el rey se marchaba. Algunos murmuraban, otros perdonaban el olvido del rey que sabían que era justo y alguno estaba contento de no haber subido ni una gota de agua para aquel rey que no cumplía lo que prometía. Unos tras otros salieron y fueron a recoger sus recipientes. ¡Que sorpresa se llevaron! Sus vasijas estaban llenitas de monedas de oro. ¡Que alegría! Los que habían acarreado grandes cubos y ¡Que malestar! Los que lo trajeron pequeño o no trajeron ninguno. Y cuentan los anales del reino que en aquel país no hubo más pobres, porque con las monedas del rey muchos pudieron vivir bien y otros comprarse tierras para trabajar y los que se quedaron sin nada se marcharon para siempre de allí.

La sabiduría de don Timoteo En la región de Los Tuxtlas, en el estado de Veracruz, hay una casita de adobe perdida en las montañas. Allí vive don Timoteo, un anciano a quien todos consideran el hombre más sabio del lugar. Don Timoteo no es juez ni ocupa algún cargo público. Sin embargo, la gente que vive en los caseríos cercanos suele ir a verlo con el fin de que resuelva los conflictos surgidos entre ellos. Su palabra es ley. Esto quiere decir que todos lo respetan y acatan sus resoluciones. Cuando él ordena algo, no hay quien se atreva a desobedecerlo. Una mañana llegaron hasta su vivienda dos muchachos. Venían de San Andrés. Lo encontraron afuera de su casa, sentado en un equipal. Conversaba con un matrimonio que había ido a pedirle consejo, así que los recién llegados tuvieron que esperar su turno. Una vez que la pareja se retiró, don Timoteo hizo un ademán para que los muchachos se aproximaran. Cuando estuvieron cerca, el anciano los reconoció: eran Artemio y Eduardo, los hijos de un próspero ganadero fallecido días antes. “Bienvenidos, jóvenes. Lamento mucho la muerte de su padre, era un buen hombre”, les dijo. Luego preguntó a qué se debía su visita. Aun antes de que alguno comenzara a hablar, el anciano se dio cuenta de que existía entre los hermanos una gran rivalidad. Sus rostros reflejaban odio. Artemio tomó la palabra para explicar que su padre les había heredado una fortuna, la cual no era muy grande pero tampoco pequeña. El ganadero había dividido sus bienes en dos partes para que, al morir, cada uno de sus hijos recibiera lo mismo que el otro. “Qué bien”, les dijo don Timoteo. “Pero no veo cuál es el problema.” Entonces hablo Eduardo: “Lo que sucede es que papá dispuso que ambos recibiéramos la misma cantidad, pero mi hermano se quedó con la mayor parte de la herencia. ¡Eso no es justo!” Estas palabras alteraron a Artemio, quien lo interrumpió: “¡Es mentira! Fuiste tú quien se quedó con más”. Cada hermano acusaba al otro de ser un ladrón. Ambos comenzaron a gritarse. Luego se pusieron de pie, como si se dispusieran a pelear. Don Timoteo los observó sin decir nada mientras acariciaba su larga barba blanca. Pasado un rato, hizo un gesto para imponer silencio y exclamó: “Dejen de discutir y vuelvan a sentarse”. El anciano reflexionó durante unos segundos. Se dio cuenta de que los hermanos estaban dominados por la codicia, y eso les impedía pensar con claridad. “Vamos a ver si entendí —dijo—. Tú, Artemio, afirmas que tu hermano se quedó con la mayor parte de la herencia. ¿Estás seguro de que fue así?” Artemio asintió con la cabeza. “Y tú, Eduardo, dices que eso no es cierto, que es tu hermano quien recibió más que tú. ¿También estás seguro?” Eduardo dijo que sí. Entonces el anciano se puso de pie para dar su veredicto. Dijo que si los dos estaban convencidos de que el otro se había quedado con una parte mayor, él les ordenaba intercambiar sus respectivas herencias: “Artemio, entrégale tu parte a Eduardo. Eduardo, haz lo mismo con la tuya. Así los dos estarán satisfechos, pues ambos aseguran que el otro tiene más”. Luego de decir esto, don Timoteo les ordenó que se fueran. Durante el camino de regreso, los hermanos se dieron cuenta de la sabiduría del anciano y reconocieron que ambos se habían dejado cegar por la ambición. ¿Y tú qué piensas…? • ¿Por qué piensas que don Timoteo era tan respetado? • ¿Te parece justa la manera en la que el anciano resolvió el conflicto de los hermanos? • Si estuvieras en su lugar, ¿cuál habría sido tu decisión?