El ser humano, un animal social

El ser humano, un animal social En 1976 se halló en la India a un niño de unos diez años en compañía de tres lobos. Caminaba en cuatro patas, comía ca...
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El ser humano, un animal social En 1976 se halló en la India a un niño de unos diez años en compañía de tres lobos. Caminaba en cuatro patas, comía carne cruda y trataba de morder a la gente. La madre Teresa (célebre monja que recibió el premio Nobel por su trabajo con los pobres de Calcuta, fallecida en 1997) lo tomó a su cuidado pero fracasó al intentar enseñarle el comportamiento humano y al tratar de hacerle entender algunas palabras. Este caso y otros similares nos muestran que los niños que han crecido en estas condiciones de aislamiento, que han sido abandonados al nacer y no han tenido contacto alguno con otros seres humanos, si bien pertenecen, por supuesto, a la especie humana, carecen de aquello que nos diferencia de los demás animales. Ser "humanos" es ser con otros humanos, o mejor, ser entre humanos. Lo que nos hace "humanos" es nuestra relación con nuestros semejantes pues lo que nos define, lo que nos distingue, es nuestro ser social. Nacemos dentro de una comunidad, con su lenguaje, sus tradiciones, sus normas. Nuestro primer contacto al nacer es con el rostro, la mirada, la piel, los sonidos de los otros, de nuestra madre, de nuestros familiares. Incluso las cosas que nos rodean llevan la marca de la acción humana (la luz artificial, las paredes de la habitación). Nacer es entrar al mundo de los humanos, donde todo emite una atmósfera de humanidad. Nuestro grito, nuestro llanto es transformado por nuestra madre o por otro humano en una llamada, el otro le otorga significación a ese llanto: "tiene hambre", "tiene sueño". El otro humano es quien nos reconoce como sujetos y nos introduce en el mundo del lenguaje. A medida que crecemos, nos vamos identificando con personas de nuestro entorno. Sigmund Freud, el creador del psicoanálisis, desarrolló este tema de la identificación. La identificación es "la más temprana exteriorización de una ligazón afectiva con otra persona". Por ejemplo, el niño varón manifiesta muy tempranamente un particular interés hacia su padre; querría crecer y ser como él. El niño toma al padre como su ideal, como su modelo, y así va configurando el yo propio a semejanza del otro. El yo copia algunas propiedades del otro, toma rasgos de la persona con la que se identifica. La personalidad se constituye mediante una serie de identificaciones. La idea de que la sociedad es natural al ser humano ya se encuentra en Aristóteles. Para este filósofo, el hombre es un ser naturalmente social, puesto que no se basta a sí mismo y necesita de sus semejantes para vivir. Desde un punto de vista biológico, el ser humano es sumamente débil. Comparada con la de otros animales, la infancia humana es sumamente prolongada. Por eso, para sobrevivir, necesitamos de los otros, necesitamos vivir en común, en comunidad. Estas afirmaciones parecen poner el acento en la sociedad y dejar de lado al individuo. En realidad, cada uno de nosotros es un ser único, pero somos únicos en relación con los demás. El individuo surge a partir de las relaciones, es un derivado de éstas. Es nuestra relación con los otros lo que nos permite distinguimos de ellos. Nuestra identidad se construye en nuestra progresiva diferenciación con respecto a nuestro entorno. Se trata de una toma de conciencia de nuestra propia identidad a partir de los otros, que necesita, asimismo, del reconocimiento de los demás. El ser humano, un ser natural y cultural Las debilidades naturales del ser humano tienen, paradójicamente, su aspecto positivo. La especie humana se habría extinguido si sólo se hubiera valido de sus condiciones naturales. Pero estas carencias han sido su principal estímulo. Para protegerse de los animales y de las inclemencias del tiempo, los hombres debieron mejorar su inteligencia, organizarse en grupos y desarrollar diversas técnicas. En este proceso lograron adquirir una capacidad que los diferencia claramente de las demás especies animales: la capacidad de comunicarse a través de símbolos. Por esta capacidad, los seres humanos poseen una determinada lengua (chino, español, inglés, malayo, etcétera). Cada lengua es un sistema sumamente complejo de comunicación por el que podemos expresar nuestras emociones, pedir ayuda, amenazar, prometer, dar órdenes, preguntar, emitir opiniones, referimos al pasado, al presente o al futuro, a cosas lejanas e incluso a cosas que pueden no existir. Por esta adquisición, el ser humano ha dejado de ser sólo un ser natural para convertirse en un ser simbólico, cultural. Al nacer, nos sumergimos en el universo simbólico de nuestra comunidad, un universo . conformado por el idioma, las costumbres, la religión, el arte. Este universo simbólico en el que vamos creciendo nos condiciona, nos hace ver el mundo de una determinada manera. Por eso sucede a menudo que dos personas de diferentes culturas no perciben lo mismo al enfrentarse a un mismo fenómeno ni reaccionan de la misma manera a estímulos

similares. Por ejemplo, es probable que un indígena que vive en la selva no perciba la naturaleza de la misma manera en que lo hace un industrial que vive en la ciudad. Seguramente, el sonido de los pájaros o el de las ramas de los árboles que se mueven con el viento tendrán, para cada una de ellos, connotaciones diferentes. Esto se debe a que el ser humano responde de acuerdo con las pautas culturales recibidas. Su relación con la realidad que lo rodea es una relación mediatizada por los símbolos propios de su cultura. Decir que nacemos dentro de una cultura no quiere decir que seamos cultos. Aun si no hemos aprendido a leer o si no hemos sido educados por maestros y profesores, aun en ese caso, somos parte de una cultura que nos condiciona. Los otros, los que nos han precedido, nos han dado pautas para interpretar la realidad. Así, el hombre de campo interpreta su realidad de acuerdo con la tradición rural que le ha enseñado a comprender los fenómenos naturales de una determinada manera. Gracias a que existe esa tradición, no es necesario que cada uno de nosotros empiece desde cero cada vez: aprovechamos la experiencia de los demás para movemos en el mundo. El hombre de campo sabe predecir el tiempo que hará por las nubes que aparecen en el horizonte y ese saber le permite tomar decisiones que tienen que ver con su supervivencia y la de los suyos. Esto no significa que todos los que nacemos dentro de una cultura pensemos igualo nos comportemos igual. Cada uno de nosotros tiene también, en cierto sentido, un universo simbólico particular. Compartimos con los demás una lengua, normas sociales, algunas costumbres, pero recibimos de nuestros padres una educación particular, una religión determinada, etc. Además, cada uno de nosotros tiene sus experiencias de vida, que son intransferibles y únicas y que también pasan a formar parte fundamental de nuestro modo de ser. En cada uno de nosotros se refleja lo dado por los otros pero "pasado por el filtro" de nuestra perspectiva, de nuestra individualidad. En suma, cuando nacemos entramos en un mundo hecho y habitado por quienes nos anteceden. En él nos encontramos inmersos, nos hacemos personas y, pese a que intentemos cambiarlo, no podemos de ningún modo negar su existencia. Aunque compartamos con otros una determinada cultura somos únicos. Pero ¿qué sucede entre individuos que pertenecen a distintas culturas? Las diferencias que existen entre ellos son más grandes. ¿Son diferencias infranqueables? ¿Es posible la comunicación entre individuos que pertenecen a diversos universos simbólicos? Si ven el mundo de manera diferente y, en algunos casos, hasta opuesta, ¿puede establecerse un diálogo en esas condiciones? Es un hecho que todas las lenguas (idiomas, dialectos) pueden aprenderse y que todas pueden traducirse a otra lengua. Sin embargo, las lenguas nos sorprenden por su diversidad y por sus manifiestas diferencias. ¿Cómo es posible que podamos aprender, traducir y comprender cualquier lengua? En el fondo de tantas diferencias debe haber algo común que haga posible la traducción y el aprendizaje. Si uno escucha a un japonés y a un español, le parece que hablan idiomas absolutamente distintos. Sin embargo, esas diferencias no pueden ser tan absolutas pues, si lo fueran, no podríamos traducir del japonés al español y viceversa. Ningún idioma es absolutamente extraño ya que, si hubiera lenguas absolutamente extrañas, serían intraducibles. Del mismo modo, es usual que nos sorprendan las diferencias que nos separan de individuos de otras culturas. Pero debemos reconocer que también existen elementos que nos unen a esos individuos, que nos hacen semejantes. Pertenecemos a diversos grupos humanos pero, por encima de esa pertenencia, está la pertenencia a la especie humana. Un ser humano, por más diferente que sea de nosotros, no puede sernos absolutamente extraño. Es posible la comunicación entre individuos de distintas culturas y hasta puede haber comprensión y acuerdo. No está de más decir que la capacidad del lenguaje es puramente humana y que está al servicio de la comunicación. Por medio del lenguaje, los humanos nos comunicamos e interactuamos. El hecho de poder hablar y comunicamos es la condición indispensable para poder entendemos.

La relación auténtica con los otros Cada uno de nosotros es un ser único e irrepetible, pero sólo somos lo que somos entre otros humanos. Cada uno se va constituyendo a través de sucesivas identificaciones con los otros. No puede negarse la fuerza de la vida social sobre nosotros. El ser humano nunca está solo y no sería lo que es sin su dimensión social. Pero son las decisiones humanas, las decisiones de los individuos, las que transforman a esa sociedad. Se da así un juego recíproco entre la sociedad y el individuo. No es posible pensar en los individuos como seres aislados porque la relación de la persona con la sociedad es imprescindible. Pero a la vez, cada uno de nosotros, desde nuestro lugar, con nuestras acciones, con nuestros comportamientos, damos vida a esa sociedad de la que formamos parte. Por momentos, podemos sentir que la influencia de la sociedad sobre nosotros es tan fuerte que no nos permite llegar a ser auténticos individuos. A través de los medios de comunicación masivos, la publicidad nos incita a comprar esto o aquello, mientras que los comunicadores sociales influyen en nosotros con sus opiniones. Al final, es probable que nos termine gustando lo que a todos les gusta y que terminemos opinando como opi na la mayoría. ¿Es posible ser uno mismo, expuestos como estamos a tantos condicionamientos? En realidad, sociedad e individuo no deberían ser términos incompatibles. No lograremos ser singulares aislándonos del mundo ni alejándonos de la multitud; podemos encontrar nuestro ser original entre los demás, sin necesidad de apartamos de ellos. Podemos llegar a pensar de manera distinta a como se piensa. No es la separación, el aislamiento, lo que nos salva de perdemos en lo inauténtico. Podemos ser nosotros mismos en relación con nuestros semejantes y, sólo si lo logramos, podremos establecer auténticas relaciones con los otros. Un filósofo austríaco de este siglo, Martín Buber, se interesó especialmente por este tema de las relaciones entre las personas. Para Buber, la autenticidad de un ser humano no puede darse en el aislamiento sino en la relación, en el encuentro con otro ser humano: "El hecho fundamental de la existencia humana es la relación del hombre con el hombre". Ese encuentro se da en ocasiones, a veces fugaces, pero sólo en esas ocasiones somos plenamente humanos. Se puede dar en una conversación, en un abrazo, en un cruce de miradas. Son situaciones en que 10 esencial no ocurre en uno y en otro de los participantes, sino que ocurre entre los dos. Por ejemplo, cuando dos personas se aman, ese amor no está en cada uno sino entre ambos. Toda relación auténtica es mutua, es recíproca. Yo influyo en el otro y el otro influye en mí, el niño aprende del padre y el padre aprende del niño. Además, en este tipo de relación, uno ve al otro como persona y no como una cosa entre las cosas. Por eso, el otro no puede ser clasificado o descripto como puede hacerse con una piedra, un animal o una herramienta. ¿Podemos conocer a los demás? Depende del significado que le demos al término conocer. No podemos conocer a los otros del mismo modo en que el científico conoce los movimientos de los astros. No podemos transformar a los otros en objeto de nuestro conocimiento porque, si hacemos esto, nuestra relación con ellos se deshumaniza. Por ejemplo, un médico trata de averiguar la causa de los síntomas que presenta su paciente con el fin de curarlo. Para ello, lo observa, lo ausculta, mira radiografías, evalúa los resultados de los análisis de sangre. Lo que el médico hace no es muy diferente a lo que hace un ingeniero que está interesado en conocer las causas del desperfecto de una máquina para poder arreglarla. Sin embargo, el médico no está frente a una máquina y no puede olvidar que su paciente es un ser humano. Si olvida que el otro es un sujeto, entonces deja de tener con él una relación humana. Semejanzas entre los seres humanos Cada ser humano tiene rasgos que le son propios y que lo distinguen de las demás personas: cada uno tiene un rostro, un timbre de voz, características corporales que son inconfundibles y únicas. También cada ser humano tiene un modo especial de ser, una personalidad, que lo diferencia de los otros. Seguramente, nadie querría ser idéntico a los demás pues si todos fuéramos exactamente idénticos, no podríamos compararnos con otra gente y no podríamos aprender de ella. La diversidad nos conviene porque no permite desarrollar nuestra personalidad y porque nos ofrece la posibilidad de elegir entre variadas formas de vida. La diversidad hace que nuestra vida sea más atractiva e interesante. Conocer distintas costumbres, ver diferentes rostros, de distintos colores, observar multiplicidad de vestimentas, músicas, idiomas, hace que nuestra vida sea una experiencia fascinante.

Pero esas diferencias no esconden el hecho de que los seres humanos somos esen cialmente semejantes. Por pertenecer a la misma especie, nuestros cuerpos, nuestros cerebros, nuestra razón, funcionan de manera muy similar. Pero las semejanzas van más allá de los aspectos biológicos o naturales. Somos semejantes no sólo por pertenecer a la misma especie. Podemos marcar semejanzas esenciales entre los seres humanos no adjudicables a nuestra naturaleza. Por el hecho de que todos vivimos dentro de una sociedad, de una cultura: a) todos consideramos que algunos comportamientos son buenos y otros son malos, b) todos necesitamos de los otros, c) para todos la muerte tiene una significación muy importante y d) todos interpretamos la realidad de algún modo y tratamos de descifrarla o adjudicarle un sentido. y porque somos semejantes, tenemos la capacidad, y desde un punto de vista ético, la obligación, de ponernos en el lugar del otro. "Ponerse en el lugar del otro" es tratarlo como persona, es reconocerlo como semejante, es intentar comprenderlo desde dentro. Es tomar en cuenta sus derechos y escuchar sus razones. Es tratar de ver el mundo desde su situación. Para lograrlo, es preciso no sentirse ni inferior ni superior al otro sino semejante a él. ¿Es posible ponerse en el lugar del otro? Para responder a esta pregunta tal vez resulte interesante pensar en la tarea que realiza el antropólogo cuando investiga una cultura diferente de la suya. El antropólogo debe intentar la comprensión de esa cultura desde dentro, sin dejar que sus propias pautas culturales interfieran en su comprensión. Debe, para ello, participar de las costumbres y tratar de comprender la lengua, las estructuras sociales de esa cultura, sin juzgarlas desde su propia perspectiva. Debe realizar una observación con participación, conviviendo cotidianamente con la comunidad que investiga. Algunos investigadores consideran que no se puede comprender nada relacionado con lo humano si no es a través de este ejercicio de empatía, o sea, de participación en la realidad del otro sujeto humano. La auténtica comunicación de la que hablábamos en el apartado anterior, el "encuentro" al que se refieren Martin Buber o Erich Fromm, tiene como supuesto esta capacidad de ponernos en el lugar del otro. Cada uno de nosotros es un ser único e irrepetible. Pero, a la vez, vivimos dentro de una sociedad con sus pautas, sus costumbres, sus creencias. Esta niña, ¿en qué se parece a nosotros? ¿En qué se diferencia? ¿Qué datos podemos extraer de esta fotografía que nos indiquen la influencia de la sociedad y sus costumbres? El encuentro con personas de otras culturas. Etnocentrismo, exotismo y relativismo Más allá de todas las diferencias que pueden darse entre distintos seres humanos, existe siempre algo común. Hemos tomado la experiencia del antropólogo que se relaciona con individuos de culturas muy diferentes de la suya y que hace el intento de comprenderlos desde adentro, tal vez única vía posible de hacerlo. Pero debemos reconocer que, aunque admitamos que nadie es absolutamente extraño, hay ocasiones en que así lo parece. La televisión nos muestra individuos de culturas lejanas, o no tan lejanas pero desconocidas por nosotros, y nos asombramos. Nos parecen habitantes de otro planeta. No entendemos cómo pueden vestirse de determinada manera, cómo pueden pintarse el cuerpo de ese modo, etc. Nos parecen realmente extraños, muchísimo más extraños que nuestro vecino, que es distinto del común de la gente pero que al menos habla nuestro idioma y se viste como cualquiera de nosotros. ¿Son nuestros semejantes esos seres tan distintos? ¿Cómo reaccionaríamos si se nos acercaran? ¿Con miedo, con desprecio, con interés, con respeto, con admiración? Nuestro encuentro con aquellos que no forman parte del grupo social al que pertenecemos puede dar lugar a diferentes formas de comportamiento. Algunos de estos comportamientos han sido analizados por distintos autores. Aquí nos ocuparemos del etnocentrismo, el exotismo y el relativismo. Etnocentrismo. La persona que asume la postura etnocentrista eleva a la categoría de universales los valores de la sociedad a la que pertenece. Generaliza algo particular que le es familiar, que se encuentra en su cultura. Cree que sus valores son los únicos. Quien adopta una postura etnocentrista considera que lo que es un bien para sí es necesariamente un bien para el otro. En algunos casos, puede incluso sentirse con derecho a imponer ese bien a los demás. Yeso es porque interpreta la diferencia en términos de deficiencia con respecto a su propio ideal. Exotismo. La persona que adopta una actitud exotista prefiere siempre al otro y se desvaloriza a sí misma. Más que valorar al otro, el exotista se critica a sí mismo y a la cultura a la que pertenece y pone a otra cultura como ideal. En algunos casos, trata de asimilarse a ella.

Relativismo. Quien asume una posición relativista sostiene que todas las costumbres son igualmente válidas. Por ello, no se cree con derecho a juzgar a los otros. Para el relativista, todo valor es relativo a la cultura a la que se pertenece. Así, lo que es bueno en una cultura, puede ser malo en otra y todas las posturas valen por igual. No hay culturas superiores ni verdades absolutas. Quien adopta esta posición suele ser tolerante con respecto a las conductas y a las ideas de los otros. Sin embargo, actualmente esta posición está siendo fuertemente cuestionada por quienes defienden la necesidad de reconocer derechos humanos universales. Defender los derechos humanos universales supone admitir que reconocemos que tenemos derechos iguales a pesar de las diferencias entre los grupos a los que pertenecemos. Por eso, si bien es necesario respetar las costumbres de los diferentes pueblos, también es preciso establecer criterios universales para poder juzgar las violaciones a los derechos de las personas. Reconocer la diversidad y respetar las diferencias no puede llevarnos a renunciar a la unidad de la especie humana. Se deben reconocer valores universales, que no sean propios de una cultura particular y que estén más allá de las diferencias culturales. Por ejemplo, la tiranía y la esclavitud son malas en todas las circunstancias, pues la libertad es el rasgo distintivo de lo humano. El diálogo y la tolerancia Parecería que las relaciones que establecemos con los otros, en especial si pertenecen a otras culturas, esconden siempre un costado negativo: o proyectamos nuestros ideales en los otros y tratamos de que sean como nosotros o los admiramos tanto que queremos ser como ellos, o simplemente nos son indiferentes. Sin embargo, es posible reconocer al otro en su diferencia. Es posible ser tolerante, respetar al otro, interesarse por él, ponerse en su lugar, sin intentar asimilarlo a nuestras creencias ni tampoco imitarlo. La tolerancia implica el reconocimiento del otro como un semejante, como un ser digno de respeto. La intolerancia extrema es el rechazo del otro por lo que es, por lo que hace, por lo que piensa. Es el rechazo del otro porque es. La intolerancia, en su máxima expresión, llega a negar el derecho a la existencia de aquel que no comparte las mismas creencias. Es la negación de la diferencia, la búsqueda de la uniformidad. Es el rechazo de la duda, de la originalidad, de la libertad. La tolerancia es, además, la condición necesaria del diálogo. En efecto, sólo el reconocimiento del otro como diferente pero, a la vez, como semejante hace posible el diálogo. El diálogo auténtico es aquel en el que se establece una relación viva entre personas. También hay, por supuesto, diálogos falsos, inauténticos, simulacros de diálogos en los cuales las personas creen que se comunican pero en los que cada uno sólo escucha su propio discurso. Para dialogar es preciso que reconozcamos primero que somos falibles, es decir, que nos podemos equivocar y que a menudo lo hacemos. Tenemos que reconocer que no siempre tenemos razón y que necesitamos de los otros para acercarnos a la verdad. La verdad no está en nosotros sino entre nosotros. El que cree que ya sabe, el que cree que es dueño de la verdad, no necesita dialogar. Ya Sócrates sostenía que saber que no se sabe es la condición esencial para establecer un diálogo. La primera sabiduría, decía Sócrates, es la conciencia de la propia ignorancia. Y la peor de las ignorancias es la que se ignora a sí misma. Creer que se sabe cuando en realidad no se sabe es el error más grave, pues es el origen de todos los errores. En cambio la conciencia de la ignorancia produce el deseo de saber. Los que entran en un auténtico diálogo se reconocen como semejantes: ambos pueden equivocarse, ambos pueden tener algo de razón, ambos quieren aprender del otro. Por eso, al finalizar el diálogo, ninguno de los participantes se siente del mismo modo en que se sentía al comenzarlo. Los que dialogan no saben de antemano cuál será el resultado de ese diálogo. Se enriquecen mutuamente o, al menos, esperan enriquecerse con las ideas del otro. Los que dialogan son como piedras que se friccionan para que de esa fricción surja la luz. Esa luz no está en ninguna de las dos piedras, esa luz es el resultado de la fricción.