El secuestro extravagante Woody Allen Estados Unidos

Medio muerto de inanición, Kermit Kroll entró tamabaleándose en el salón de la casa de sus padres, quienes le esperaban ansiosos en compañía del inspector Ford. -Gracias por pagar el rescate, familia -exclamó Kermit-. Nunca creí salir vivo de allí. -Cuénteme lo que pasó -dijo el inspector Ford. -Iba hacia el centro para que me ahormasen el sombrero, cuando se paró un Sedán y dos hombres me preguntaron si quería ver un caballo que sabía recitar la declaración de Gettysburg de corrido. Contesté que bueno y subí. Luego ya no sé más excepto que me dieron cloroformo y que me desperté atado a una silla y con los ojos vendados. El inspector Ford examinó la nota de rescate: "Queridos mamá y papá: Dejar 50.000 dólares en una bolsa debajo del puente de Decatour Street. Si no hay puente en Decatour Street, por favor construir uno. Me tratan bien, tengo alojamiento y buena comida, aunque ayer por la noche las almejas de lata estaban demasiado cocidas. Enviar el dinero rápidamente porque si no se sabe nada de ustedes en varios días, el hombre que ahora me hace la cama me estrangulará. Los quiere, Kermit.

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P.D.: Esto no es una broma. Adjunto una broma para que puedan apreciar la diferencia." -¿Se le ocurre alguna idea de donde lo podían mantener encerrado? -No. Oía solo un ruido extraño fuera de la ventana. -¿Extraño?-Sí. ¿Conoce el ruido que hace el arenque cuando se le cuenta una mentira?-Hummmmmm -murmuró el inspector Ford - ¿Y cómo logró escapar por fin? -Les dije que quería ir al béisbol, pero que tenía solo una entrada. Me dijeron que bueno, con la condición de que llevase la venda puesta y prometiera volver a la medianoche. Así lo hice, pero al tercer cuarto de hora los Gigantes llevaban mucha ventaja, así que me aburrí, salí y me vine para acá. -Muy interesante -exclamó el inspector Ford- Ahora sé que este secuestro ha sido fingido. Creo que lo ha preparado usted para sacarle el dinero a sus padres. ¿Como lo descubrió el inspector Ford? Aunque Kermit Kroll vivía aún con sus padres, éstos contaban con ochenta años y él sesenta. Unos secuestradores de verdad jamás raptarían a un niño de sesenta años... ya que no tiene sentido.

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Mi filosofía La evolución de mi filosofía se dio de la siguiente manera: mi mujer, al invitarme a probar el primer soufflé que había hecho, dejó caer por accidente una cucharadita del mismo sobre mi pie fracturándome varios pequeños huesos. Acudieron los médicos, hicieron y examinaron radiografías y me ordenaron un mes de cama. Durante la convalecencia, me concentré en la obra de algunos de los pensadores más eximios de Occidente —una pila de libros que yo había seleccionado para eventualidades como ésta. No presté atención al orden cronológico y empecé por Kierkegaard y Sartre, luego pasé rápidamente a Spinoza, Hume, Kafka y Camus. No me aburrí como me había temido; en cambio, me fascinó la energía con la que esas grandes mentes atacaban resueltamente la moral, el arte, la ética, la vida y la muerte. Recuerdo mi reacción a una observación típicamente luminosa de Kierkegaard: «Semejante relación, que se

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Para acabar con la filosofía

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I. Crítica de la sinrazón pura Al formular cualquier filosofía, la primera consideración siempre debe ser: ¿Qué podemos saber? Es decir, qué podemos estar seguros de saber, o seguros de que sabemos que sabíamos, si realmente es de algún modo «cognoscible». ¿O lo habremos olvidado todo y tenemos demasiada vergüenza de decir algo? Descartes insinuó el problema cuando escribió: «Mi mente jamás puede conocer mi cuerpo, aunque se ha hecho bastante amiga de mis piernas». Por «cognoscible», dicho sea de paso, no quiero decir aquello que puede ser conocido por medio de la percepción de los sentidos o que puede ser comprendido por la mente, sino más bien aquello que puede decirse que es Conocido o que posee un Conocimiento o una Conocibilidad, o por lo menos algo que puedas mencionar a un amigo. ¿Podemos en realidad «conocer» el universo? Dios santo, no perderse en Chinatown ya es bastante difícil. Sin embargo, el asunto es el siguiente: ¿Habrá algo allá fuera? ¿Y por qué? ¿Por qué tendrán que hacer tanto ruido? Por último, no cabe duda de que la característica de la «realidad» es que carece de esencia. Esto no quiere decir que no tenga esencia, sino simplemente que carece de ella. (La realidad a la que me refiero es la misma que describió Hobbes, pero un poco más

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relaciona con su propio ser (es decir, un ser), debe haberse constituido a sí misma, o ha sido constituida por otra». El concepto me arrancó lágrimas de los ojos. ¡Dios santo, pensé, ser tan inteligente! (Soy un hombre con dificultades para escribir dos frases coherentes sobre «Un día en el zoo».) La verdad es que el pasaje me resultó totalmente incomprensible, pero ¿qué más da si Kierkegaard se lo había pasado bien? Súbitamente me convencí de que la metafísica era lo que siempre había querido hacer: tomé mi bolígrafo y empecé en el acto a garabatear la primera de mis propias fantasías. La obra avanzó aprisa y en sólo dos tardes (con tiempo para echarme una siesta), completé la obra filosófica que espero no será descubierta hasta después de mi muerte o hasta el año 3000 (lo que ocurra primero) y que modestamente creo me asegurará un lugar privilegiado entre los pensadores de más peso en la historia. Aquí presento un breve ejemplo del cuerpo principal de tesoros intelectuales que lego a la posteridad, o hasta que llegue la mujer de la limpieza.

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pequeña.) Por lo tanto, el dictum cartesiano, «Pienso, luego existo», podría expresarse mejor por «¡Eh, allí va Edna con el saxofón!». Así pues, para conocer una sustancia o una idea, debemos dudar de ella y así, al dudar, llegamos a percibir las cualidades que posee en su estado finito, que están en, o son realmente «la misma cosa», o «de la cosa misma», o de algo, o de nada. Si esto está claro, podemos dejar por el momento la epistemología.

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III. El cosmos por cinco dólares al día ¿Qué es, entonces, lo «bello»? ¿La fusión de la armonía con lo justo, o la fusión de la armonía con algo que sólo se parece a «lo justo»? Quizá la armonía se haya fundido con «la costra terrestre» y eso es lo que nos ha estado dando tantos problemas. La verdad, podemos estar seguros, es la belleza —o «lo necesario». Es decir, lo que es bueno, o que posee las cualidades de «lo bueno», da como resultado «la verdad». Si no lo da, siempre puedes apostar a que la cosa no es bella, aunque aún puede que sea impermeable. Estoy empezando a

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II. La dialéctica escatológica como medio de lucha contra el zona Podemos decir que el universo consiste en una sustancia y que a esta sustancia la llamamos «átomo», o también «mónada». Demócrito la denominó átomo. Leibnitz la llamó mónada. Por fortuna, los dos hombres jamás se conocieron, de lo contrario se hubiera armado una discusión muy aburrida. Estas «partículas» fueron puestas en movimiento por alguna causa o principio fundamental, o quizás algo se cayó en algún lugar. El asunto es que ahora ya es demasiado tarde para remediarlo, salvo quizá comer mucho pescado crudo. Por supuesto, esto no explica por qué el alma es inmortal. Tampoco dice nada sobre una vida ultraterrena ni aclara la sensación que siente mi tío Sender de que le persiguen los albanos. La relación causal entre el primer principio (es decir, Dios o viento fuerte) y cualquier concepción teológica del ser (Ser), según Pascal, es «tan ridícula que ni siquiera es graciosa (Graciosa)». Schopenhauer llamó a esto «voluntad», pero su médico la diagnosticó como fiebre del heno. En sus últimos años, se amargó por eso o, más aún, por la creciente sospecha de que él no era Mozart.

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pensar que tenía razón antes y que todo tendría que fusionarse con la costra. Ah, bueno.

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Hace un par de semanas, Abe Moscowitz se murió de un infarto y vino a reencarnar en una langosta. Lo atraparon en la costa de Maine y lo enviaron a Manhattan, donde fue a parar a un tanque de un lujoso restaurante especializado en mariscos. En el tanque había otras langostas, una de las cuales lo reconoció: «¿Abe, eres tú?», preguntó la criatura levantando las antenas. «¿Quién es? ¿Quién me habla?», dijo Moscowitz, todavía confundido por el místico desbarajuste post-mórtem que lo había transmutado en un crustáceo. «Soy yo, Moe Silverman», dijo la otra langosta. «¡A-la-bao!», chilló Moscowitz al reconocer la voz de un antiguo compañero de gin rummy, un juego de cartas. «Hemos renacido», explicó Moe. «Como un par de langostas de dos libras». «¿Como langostas? ¿Así es como termino luego de haber vivido una vida justa? ¿En un tanque en Third Avenue?». «El Señor trabaja de maneras misteriosas», explicó Moe Silverman. «Mira a Phil Pinchuck. El tipo se fue del aire por culpa de un aneurisma, y ahora es un hámster. Se pasa el día corriendo en la estúpida rueda. Durante años fue profesor en Yale. Lo que digo es que a estas alturas le gusta la rueda. Pedalea y pedalea, corriendo hacia ninguna parte, pero con una sonrisa». A Moscowitz no le gustaba su nueva condición en lo absoluto. ¿Por qué un ciudadano decente como él, un dentista, un hombre a todo que merecía volver a la vida como un águila en pleno vuelo o acurrucado en el regazo —y recibiendo caricias en su pelaje— de una mujer sexy de la alta sociedad habría de regresar ignominiosamente como el plato fuerte en un menú? Era su cruel destino ser delicioso, convertirse en el “Especial del día”, acompañado de una patata asada y un postre. Esto llevó a un debate entre las dos langostas sobre los misterios de la existencia, de la religión, de cuán caprichoso era el universo cuando alguien como Sol Drazin, un pastuzo que ambos conocían del negocio de comida por encargo, había regresado luego de un infarto fatal como un semental que

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Colas de Manhattan

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preñaba a unas adorables potrancas de pura raza y recibía por ello altos dividendos. Sintiendo lástima por sí mismo y furioso, Moscowitz nadó de un lado a otro, incapaz de adoptar la resignación budista de Silverman ante la posibilidad de ser servidos a la termidor. En ese momento, entró en el restaurante y se sentó en una mesa cercana nada más y nada menos que Bernie Madoff. Si Moscowitz se había sentido amargado e irritado con antelación, ahora jadeaba mientras su cola batía el agua con igual fuerza que el motor de un yate Evinrude. «No me lo puedo creer», dijo, incrustando sus pequeños ojos —que asemejaban semillas de pimiento— en las paredes de cristal. «Ese ladrón que debería estar tras las barras, dando pico y pala en la roca, haciendo chapas de carros, se las agenció para escurrirse de la reclusión de su apartamento y ha venido a agasajarse con una cena de delicadezas marinas». «No te pierdas la piedra de su inmortal amada», apuntó Moe, echándole un vistazo al anillo y los brazaletes de la señora M. Moscowitz contuvo su reflujo ácido, una condición que lo perseguía de su vida anterior. «Él es la razón por la que estoy aquí», dijo ya en estado de agitación extrema. «Dímelo a mí», dijo Moe Silverman. «Yo jugué golf con el hombre en la Florida —dicho sea de paso, el tipo mueve la bola con el pie cuando no estás mirando—». «Cada mes me enviaba un extracto de cuenta», despotricó Moscowitz. «Yo sabía que esos números lucían demasiado buenos como para ser kosher, y cuando bromeé diciéndole que aquello parecía una estafa Ponzi, se atragantó con su kugel. Tuve que revivirlo con la maniobra de Heimlich. Al final, después de toda esa vida de altura, resulta que el tipo era un fraude y mi valor neto era igual a un quilo prieto. P.D.: Tuve un infarto al miocardio que fue registrado en unos laboratorios de oceanografía en Tokio». «Conmigo se hizo el duro», dijo Silverman, buscando instintivamente en su carapacho una píldora de Xanax. «Al principio me dijo que no tenía espacio para otro inversor. Mientras más me rechazaba, más quería yo que me aceptara. Lo invité a cenar y como le gustaron los blintzes que cocinó Rosalee, prometió que la próxima vacante sería mía. El día que me enteré que se haría cargo de mi cuenta me emocioné tanto que corté la cabeza de mi esposa en nuestra foto de

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bodas y puse la suya. Cuando me enteré de que estaba en la ruina, me suicidé saltando del techo de nuestro club de golf en Palm Beach. Tuve que esperar media hora para el salto mortal: era el número doce en la cola». En ese momento, el capitán escoltó a Madoff hasta el tanque de las langostas, en donde el astuto y fastidioso personaje analizó los diferentes candidatos de agua salada y sus potencialidades en términos de suculencia y señaló a Moscowitz y a Silverman. Una atenta sonrisa apareció en la cara del capitán mientras llamaba a un camarero para que extrajera el par de langostas del tanque. «¡Esto es el colmo!», gritó Moscowitz, preparándose para la atrocidad suprema. «¡Me despoja de los ahorros de toda una vida y después me devora enchumbado en mantequilla! ¿Qué clase de universo es éste?». Moscowitz y Silverman, cuya ira alcanzaba dimensiones cósmicas, empezaron a balancear el tanque hasta que lo derribaron de la mesa, rompiendo sus paredes de cristal y empapando el piso de lozas hexagonales. Las cabezas se volvieron mientras el alarmado capitán contemplaba el panorama atónito. Empecinadas en la venganza, las dos langostas se escabulleron rápidamente hacia Madoff. Llegaron a su mesa en un instante y Silverman se le tiró al tobillo. Moscowitz, canalizando la fuerza de un poseso, pegó un brinco desde el suelo y con una de sus tenazas gigantes engrampó fuertemente la nariz de Madoff. Gritando de dolor, el canoso artista de la estafa saltó de la silla en lo que Silverman le estrangulaba el empeine con ambas pinzas. Los comensales no podían dar crédito a sus ojos al reconocer a Madoff, y empezaron a vitorear a las langostas. «¡Esto es por las viudas y las obras de caridad!», gritó Moscowitz. «¡Gracias a ti, el Hatikvah Hospital es ahora una pista de patinaje!». Madoff, incapaz de librarse de los habitantes del Atlántico, salió disparado del restaurant y huyó chillando entre el tráfico. Cuando Moscowitz apretó el agarre de tornillo de banco en su tabique y Silverman le atravesó el zapato, persuadieron al tramposo de que se declarara culpable y pidiera perdón por su estafa monumental. Al final del día, Madoff estaba en el Lenox Hill Hospital, lleno de verdugones y contusiones. Los dos renegados platos fuertes, saciadas sus iras, tuvieron sólo la fuerza suficiente

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como para dejarse caer en las frías y profundas aguas de Sheepshead Bay, donde, si no me equivoco, Moscowitz vive con Yetta Belkin, a quien reconoció de cuando hacía las compras en Fairway. En vida, ella siempre se había asemejado a un pez platija, y luego de su fatal accidente aéreo había regresado como tal.

Dos parábolas

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Un hombre se acerca a un palacio. La única entrada está guardada por unos fieros hunos que sólo dejan pasar a hombres llamados Julius. El hombre trata de sobornar a los guardias ofreciéndoles por un año las mejores partes del pollo. Ellos ni se burlan de su oferta ni la aceptan, sino que simplemente lo cogen por la nariz y se la tuercen hasta que parezca un tornillo. El hombre dice que tiene que entrar a la fuerza en el palacio porque le trae al emperador una muda de calzoncillos. Al ver que los guardias siguen negándose, el hombre empieza a bailar el charleston. Ellos parecen divertirse con su baile, pero pronto se ponen tristes por el trato que el gobierno federal otorga a los navajos. Sin aliento, el hombre se derrumba. Muere sin haber visto al emperador y dejando una deuda de sesenta dólares a los de la Steinway por un piano que les había alquilado en agosto. Me entregan un mensaje para un general. Cabalgo y cabalgo, pero el cuartel general del general parece distanciarse siempre más. Por último, se arroja sobre mí una gigantesca pantera negra que me devora la mente y el corazón. Me paso la tarde terriblemente angustiado. Por más que lo intente, no puedo llegar al general a quien veo corriendo a lo lejos en shorts y musitando la palabra «nuez moscada» a sus enemigos.

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Aforismos Es imposible vivir la propia muerte con objetividad y, además, cantar una canción. *** El universo no es más que una idea transitoria en la mente de Dios. Es un hermoso pensamiento, aunque bastante incómodo, sobre todo si acabas de pagar el anticipo de una casa. *** La nada eterna está muy bien si vas vestido para la ocasión. *** ¡Ojalá viviera Dionisos! ¿Dónde comería? *** No sólo no hay Dios, sino que ¡intenta conseguir un electricista en un fin de semana! Estados

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Woody Allen. Unidos, 1935.

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