EL SACRAMENTO DEL MATRIMONIO 0.0 Introducción a la teología del matrimonio

0.1 El matrimonio, realidad permanente y universal 

Pertenece a la verdad común y permanente del matrimonio, según viene expresada por los diversos pueblos y culturas:  La indeterminación: como realidad histórico–cultural el matrimonio ha sido confiado a la libertad de los que se casan.  La determinación: es algo dado; como institución social está determinada por unos elementos previos que trascienden la voluntad de los contrayentes (=institución); y como al matrimonio está vinculada la humanización del hombre, en esa unión se encuentra comprometida también la misma sociedad (=social).



Para los cristianos el matrimonio es además uno de los siete sacramentos instituidos por Cristo. Es también el origen y fundamento de la familia cristiana, sobre la que se edifica la Iglesia.

0.2 La consideración teológica del matrimonio 

Interesa cómo se desvela en la historia de la Revelación:  El logos: el «ser» o verdad del matrimonio.  El ethos: el «deber ser» del matrimonio.



La teología del matrimonio es la ciencia que, desde la razón iluminada por la fe, estudia el designio salvador de Dios sobre el matrimonio, en orden a descubrir el estilo de vida que, como consecuencia, corresponde vivir a los casados.



Fuentes (que constituyen una indisoluble unidad):  La Escritura (relatos de la creación; indisolubilidad del matrimonio; soluciones a diversas cuestiones sobre el matrimonio).  La Tradición (destaca, sobre todo, San Agustín, «doctor del matrimonio cristiano»).  El Magisterio. Intervenciones más relevantes: • Encíclica Arcanum Divinae Sapientiae de León XIII; • Encíclica Casti connubii de Pío XI; • discursos de Pío XII; • el capítulo De dignitate matrimonii et familiae de la Constitución Pastoral Gaudium et spes; • la Encíclica Humanae vitae de Pablo VI; • la Exhortación apostólica Familiaris consortio y la Carta a las familias Gratissimam sane de Juan Pablo II.



Fuentes auxiliares: las ciencias sobre el hombre, como por ejemplo la Antropología, la Psicología, etc.

0.3 El «tratado» del matrimonio en la teología sacramentaria 

La teología del matrimonio pertenece a la Teología Sacramentaria Especial, porque prescinde de aquellos aspectos que son comunes a los demás sacramentos y se detiene

únicamente en los que son específicos del matrimonio. Si se consideran los aspectos dogmáticos y morales, el tratado se puede describir como dogmático–moral.

Parte 1: RAÍCES ANTROPOLÓGICAS DE LA INSTITUCIÓN MATRIMONIAL 1.0 Verdad y significado de la sexualidad humana

1.1 La sexualidad, dimensión constitutiva de la persona 

Sexualidad designa diferentes realidades: (a) la condición masculina o femenina del ser humano; (b) la facultad sexual; (c) la actividad propia de esa facultad.



Tesis de Familiaris consortio: penetrar en la verdad y significados últimos de la sexualidad tan sólo es posible si se admiten a la vez la unidad sustancial de la persona y que la sexualidad es el modo de ser de la persona humana. Estas dos tesis constituyen el fundamento antropológico y teológico de la ética de la sexualidad.

1.1.1 El hombre «corpore et anima unus»: la unidad substancial de la persona humana 

El hombre se advierte como realidad una y compleja: diversidad de operaciones, pero su «yo» es el mismo y único.



El alma es la forma del cuerpo; el hombre, el espíritu y la materia no son dos naturalezas unidas, sino que su unión constituye una única naturaleza (CEC 365). El cuerpo y el alma son dos principios constitutivos de la misma y única persona.



El cuerpo es la persona en su visibilidad. Señalar al cuerpo es señalar a la persona. No es posible relacionarse con el cuerpo sin relacionarse con la persona.



El lenguaje de la anatomía no es capaz de captar y expresar toda la verdad del cuerpo humano.

1.1.2 La sexualidad, «modalización» de la persona 

El cuerpo y el espíritu constituyen esa totalidad unificada corpóreo–espiritual que es la persona humana, que existe como hombre o como mujer: no hay otra posibilidad.



La sexualidad no es un simple atributo; es un modo de ser de la persona humana, es decir, impregna la humanidad del hombre y de la mujer en su totalidad, en todas sus dimensiones espirituales. Y la sexualidad está impregnada a su vez por la espiritualidad.



La sexualidad humana es esencialmente distinta de la sexualidad animal, ya que —gracias al alma como forma sustancial del cuerpo—, a la vez que sensitiva, es racional por participación.



Los relatos bíblicos expresan esta misma verdad al hablar de la creación del hombre y de la mujer. Uno y otro son imagen de Dios en su masculinidad y feminidad. La diferenciación sexual es un dato originario —tiene su origen en el acto creador de Dios— y participa de la espiritualidad propia de la persona.

1.2 El significado de la sexualidad 

La significación «originaria» de la sexualidad es la que ha sido asumida en el orden de la redención.

1.2.1 Amor y sexualidad 

La sexualidad está al servicio de la comunicación interpersonal y, de esa manera, a la perfección propia y de los demás. La sexualidad humana —a diferencia de la animal— ni es automática ni se despierta únicamente en los períodos de fecundidad. Bajo cualquiera de los aspectos que se contemple —biológico, psicológico, social, etc.—, la sexualidad tiene una dimensión relacional.



El hombre creado a imagen de Dios es todo hombre —todo miembro de la raza humana— y todo el hombre —el ser humano en su totalidad: cuerpo y espíritu—.



En cuanto modalidad de relacionarse con los demás, la sexualidad tiene como fin intrínseco el amor, comporta la capacidad de expresar el amor: ese amor en el que el hombre–persona se convierte en don y —mediante este don— realiza el sentido de su ser y su existir.



Comentando el texto de Gn 2,18 Juan Pablo II señala que el hombre solamente realiza su esencia existiendo “para alguno”. Con la creación del ser humano en la dualidad de sexos el texto señala el significado axiológico de esa sexualidad: el hombre es para la mujer y ésta es para el hombre.



Dado que la sexualidad está orientada a la comunicación interpersonal, un amor verdadero tiene que respetar la dimensión unitiva —mediante la entrega sincera de sí mismo—.



Por la inserción del amor conyugal en el misterio del amor de Cristo por la Iglesia, el matrimonio cristiano se transforma de tal modo que está llamado a hacer visible el mismo misterio del amor de Cristo: los esposos son signos de ese amor porque lo realizan.

1.2.2 Sexualidad y procreación 

Desde cualquier punto de vista que se contemple, se descubre que la sexualidad está también orientada a la fecundidad.



Gn 2,28: a la unión del hombre y la mujer, a la que conduce la recíproca complementariedad a través de la sexualidad, corresponde la bendición de la fecundidad.



La imagen de Dios alcanza a la humanidad del hombre y la mujer en todas sus dimensiones. Pero como la creación es obra de toda la Trinidad, esa imagen es la de Dios Uno y Trino y, en consecuencia, en la vida trinitaria, de la que es imagen el ser humano, éste encuentra el arquetipo de su amor y también de la generación.



El amor de Dios es doblemente fecundo: intratrinitariamente y extratrinitariamente. Como reflejo y analogía de la Trinidad, la sexualidad está orientada a servir de fusión de amor y de fuerza generadora.



Como participación o, mejor, como cooperación con el amor creador de Dios, la sexualidad pone las condiciones necesarias y suficientes para que Dios cree el espíritu humano y así una nueva criatura entre en la existencia. La sexualidad humana está orientada a la concepción de una persona humana. La sexualidad animal, en cambio, es sólo un medio para la reproducción.



El valor especial de la dimensión procreadora de la sexualidad está ligado al hecho de ser colaboración con Dios en la obra de la creación y la salvación. Esa capacidad supone hacer al hombre partícipe en la humanización y salvación de la humanidad (FC 21).

1.3 La integración de la sexualidad en la persona 

La creación y redención de todas las cosas en Cristo —dos dogmas fundamentales de la fe cristiana— están en la base de la llamada universal a la santidad. No es suficiente una concepción de la persona limitada a la antropología creacional, aunque es necesaria.





La vocación sobrenatural no anula aquella primera y radical (la creacional), sino que, edificando sobre ella, la lleva hasta su plena realización. Desde una concepción de la naturaleza humana que se identifica con la biología o desde una concepción de la persona como libertad trascendental se concluye que la dimensión procreativa es algo no humano, sino infrahumano. Al nivel ontológico, la orientación a la fecundidad, inmanente a la sexualidad como dimensión constitutiva del ser humano, es humana y de la persona.  La sexualidad, con todos sus bienes y significados, es de la persona; como tal, no necesita ser integrada en la persona. Los diversos mecanismos físico–fisiológicos, psicológicos, espirituales, etc. de la sexualidad son todos humanos.  La integración sólo puede entenderse como integración ética, es decir, en sentido operativo y virtuoso; integración que sólo podrá hacerla la voluntad en la medida que proceda de una manera verdaderamente racional y libre, para lo cual son presupuestos irrenunciables el conocimiento de la verdad y del bien de la sexualidad, y el dominio necesario para dirigir hacia esa verdad y bien los diversos dinamismos de la sexualidad.

1.3.1 El conocimiento de la verdad y del bien de la sexualidad 





La libertad humana es libertad creada, lo que significa que pertenece a la esencia de esa libertad respetar —no rechazar— el orden del Creador impreso en la creación. El hombre es libre, no a pesar de sus inclinaciones naturales al bien, sino a causa de ellas. Las inclinaciones de la sexualidad no constituyen sin más e inmediatamente las normas de la moralidad sexual. Pero esas inclinaciones sí son el camino que permite conocer la verdad y el bien de la sexualidad que han de observarse para que la actividad sexual sea recta. Además de la ley natural para conocer el bien y la verdad de la sexualidad, Dios ofrece al hombre la ayuda de la Revelación, cuya plenitud es Cristo mismo.

1.3.2 El dominio de la castidad en la integración de la sexualidad 







El dominio puede ser el que corresponde a la racionalidad técnica o el propio de la racionalidad ética.  Para la racionalidad técnica lo que prima es la eficacia: que el medio sirva para conseguir el fin.  Para la racionalidad ética el criterio principal es la conformidad de la actuación con el proyecto de Dios inscrito en el ser de las cosas y conocido por el entendimiento práctico. En la valoración de la relación medio–fin no se puede prescindir de la naturaleza de las cosas sobre las que se actúa. El hombre no es el creador de la verdad y del bien. Su cometido consiste en descubrir esa verdad y bien y, una vez conocidos, conformar con ellos su actividad. La castidad se puede definir como la virtud que orienta la actividad de la sexualidad hacia su propio bien, integrándolo en el bien de la persona. Es la virtud que impregna de racionalidad el ejercicio de la sexualidad. A hombre «histórico» —el de la concupiscencia— esto no le sería posible sin el auxilio de la Redención y de la gracia. La redención del cuerpo no significa la destrucción de la dimensión psicosomática del hombre. Significa que el espíritu —o, mejor, la subjetividad espiritual— del hombre penetrará plenamente en el cuerpo (plenitud intensiva y extensiva) y, por tanto, los dinamismos espirituales gobernarán por entero los dinamismos psicosomáticos. En esta espiritualización, es decir, en la integración de la persona humana, consiste la perfecta realización de la persona.



La castidad es una virtud positiva orientada al amor. Crea la disposición necesaria en el interior del corazón para responder a la vocación del hombre al amor.  Por ese motivo es una virtud necesaria para todos los hombres en todos los estados y etapas de su vida.  En cuanto virtud propia de los casados, la castidad conyugal integra la sexualidad de tal manera que puedan donarse los esposos el uno al otro sin rupturas ni doblez.  Como virtud sobrenatural es un don de Dios, una gracia que el Espíritu Santo concede a los regenerados por el bautismo (CEC 2345). En los casados ese don forma parte de las gracias propias del sacramento del matrimonio.

2.0 La institución matrimonial al servicio de la persona

2.1 El matrimonio, institución para realizar la vocación de la persona humana al amor 2.1.1 El matrimonio como institución  Institución matrimonial viene a designar ese conjunto de elementos permanentes que, por designio divino, determinan el originarse y el posterior desarrollo de esa forma de relación entre el hombre y la mujer que se llama matrimonio.  Señala también el conjunto de disposiciones que, como explicitación y aplicación de aquellos elementos permanentes y primeros, puede y debe dar la sociedad (y la Iglesia) sobre la unión matrimonial, en cuanto realidad histórico–cultural.  La Escritura habla del matrimonio como de una estructura estable y permanente, querida por Dios en «los orígenes» para ser cauce de esa unión entre el hombre y la mujer a la que está ordenada la diferenciación sexual en que fueron creados. Dios mismo ha configurado esa unión con unas «leyes» que el hombre no puede alterar.  La conciencia humana llega a la misma conclusión que la Escritura. Los que se casan se encuentran sometidos a un «derecho divino natural» que, con anterioridad a cualquier norma o formalidad establecida por la sociedad, decide sobre la unión del hombre y la mujer con una fuerza y autoridad permanentes.  Por encima de la decisión humana hay una institución exigida, entre otros motivos, por la norma fundamental personalista según la cual la persona siempre ha de ser tratada como fin, nunca como un medio. Así lo pide:  El bien de los esposos. La sexualidad, por pertenecer al ser constitutivo del hombre, participa del valor y dignidad personal que, como tal, exige ser respetada por sí misma. Aunque las relaciones sexuales son algo íntimo y exclusivo de los esposos, éstas piden el marco público de la institución, tanto por consideración a los esposos como a los demás. Las exigencias éticas y disposiciones jurídicas se introducen en el interior de ese amor como expresión y garantía de la verdad de su donación; éstas no coartan la libertad cuando responden a la naturaleza humana.  El bien de los hijos. Porque la orientación a la fecundidad es una de las finalidades inmanentes a la sexualidad, el matrimonio constituye el espacio para la transmisión y educación de la vida humana. Las normas éticas y jurídicas permiten acoger y afirmar como personas a los hijos desde el comienzo de su existir.  El bien de la sociedad. Al casarse, los contrayentes deciden sobre la «humanización» de la sociedad: ellos y los hijos que nacen son los que integran la sociedad. La decisión de los contrayentes influye de tal modo en la sociedad que exige hacerse en el ámbito externo y público, de acuerdo con unas normas éticas y jurídicas que «justifiquen» (=hagan justo) y «aseguren» la verdad del compromiso que se toma.  Críticas más significativas:  La ideología marxista–leninista rechaza el matrimonio y la familia tradicionales, que interpreta como una forma de defensa de los valores de la clase burguesa.  Para otros la institución del matrimonio monogámico es tan sólo un producto cultural e histórico, que responde a una organización represiva de la sociedad.  Otra corriente de opinión, partiendo de la tesis de la evolución en la manera de concebir le matrimonio, defiende la necesidad de una liberación de la forma «tradicional» de plasmarse la unión matrimonial. Superadas las etapas anteriores de sacralización y de secularización, debería caracterizarse por la privatización de la relación matrimonial (que sea un asunto privado entre los contrayentes).

Otros, teniendo en cuenta la naturaleza del compromiso —el matrimonio es una comunidad de vida y amor que ha de durar toda la vida—, sostienen que la decisión de casarse sólo puede ser fruto de un proceso de maduración personal. FC 11: «La institución del matrimonio no es una injerencia indebida de la sociedad o de la autoridad ni la imposición extrínseca de una forma, sino una exigencia interior del pacto de amor conyugal, que se confirma públicamente como único y exclusivo, para que sea vivida así la plena fidelidad al designio de Dios Creador». 



2.1.2 El amor conyugal: respuesta de los esposos al designio de amor de Dios para la humanidad  Componentes esenciales de la institución matrimonial según la Humanae vitae:  La recíproca donación personal. • La donación que da origen a la comunión interpersonal está al servicio de la recíproca realización personal, pero sólo contribuye a él en la medida en que está abierta a la cooperación con la obra creadora de Dios.  La comunión interpersonal. • Finalidad inmediata de la institución. Es, a la vez e inseparablemente, perfeccionamiento de los esposos como personas y como cooperadores de Dios.  El mutuo perfeccionamiento.  La colaboración con Dios en la procreación y educación de nuevos seres humanos.  «El amor es, por tanto, la vocación fundamental e innata de todo ser humano» (FC 11). «Todo el sentido de la propia libertad, y del autodominio consiguiente, está orientado al don de sí en la comunión y en la amistad con Dios y con los demás» (Sexualidad humana: verdad y significado, 8). La persona humana alcanza su perfección, se realiza como persona, a través de su relación con los demás (GS 25), en la medida en que ama.  Dios ha querido que por medio del matrimonio se realice su designio de amor en la humanidad. Sólo cumple esa misión aquella relación que siendo propia de los esposos recibe el nombre de amor conyugal.  Naturaleza del amor conyugal.  No basta decir que como el matrimonio tiene su origen en Dios que crea siempre por amor, el amor conyugal es fruto del designio amoroso de Dios. Es necesario añadir que el amor conyugal es derivación del amor de Dios, porque es una verdadera y real participación de ese amor.  El amor conyugal es imagen o símbolo de la Alianza de amor entre Dios y la humanidad (entre Cristo y la Iglesia). Por ser participación en el amor de Dios, el amor conyugal es don y tarea, gracia y vocación, llamada y respuesta. A través de la donación propia de su amor, los esposos pueden y deben reproducir de alguna manera la vida íntima de Dios (paternidad–filiación y amor).  Características del amor conyugal. Según el Concilio Vaticano II y la Encíclica Humanae vitae son cuatro. Las cuatro están tan íntimamente articuladas entre sí que son inseparables: si una de ellas no se da, tampoco existen las demás:  Amor plenamente humano. • De concupiscencia: cuando se desea un bien no en sí sino para otro, ya sea uno mismo o bien otros. Este amor pone de relieve la limitación del sujeto que necesita a otros seres para completarse y lograr su perfección. • De benevolencia: cuando se quiere el bien de la persona amada. Este es el amor auténtico, porque reconoce a la persona como un bien en sí. • Estos dos amores se distinguen pero no necesariamente se contraponen. Referidos al hombre y a la mujer, ambos están presentes. Existe amor de







concupiscencia, puesto que se completan respectivamente. Pero no debe prevalecer sobre al amor de benevolencia, porque entonces la persona quedaría convertida en un simple objeto. • El amor radica ante todo en la voluntad: sólo son actos de amor los que la persona realiza con la intervención de su inteligencia y su voluntad. Esta es la razón de que el acto de amor sea una elección. • Los elementos instintivos y sensibles han de integrarse en la decisión de amar de la voluntad racional. El amor conyugal, iniciándose y basándose en el amor erótico, lo trasciende. Amor total. • De toda la persona —en todos sus niveles— a toda la persona —su virilidad o feminidad— y de una manera definitiva. • Virilidad y feminidad —en su razón de bienes distintos, complementarios y ordenados a la unión y fecundidad— constituyen el objeto peculiar que hace conyugal el amor entre dos personas. • La persona del otro es reconocida como un bien en sí mismo. Se quiere el bien de la otra parte como bien de ella y a la vez como bien propio. • El amor conyugal no es un acto. Se expresa a través de actos, pero es una disposición estable (un hábito) de la persona y, en consecuencia, una tarea. Amor fiel y exclusivo. La totalidad exige como condición la fidelidad —para siempre— y ésta la exclusividad. El amor conyugal es total en la exclusividad y exclusivo en la totalidad. Amor fecundo. • Dado que la sexualidad no es algo meramente biológico, y dado que la orientación a la procreación es una dimensión inmanente a la sexualidad, la conclusión es que la apertura a la fecundidad es criterio de autenticidad del amor matrimonial. Otra cosa distinta es que, de hecho, surjan, o no, nuevas vidas. • Como el amor conyugal es esencialmente don (FC 14), por su propio dinamismo exige abrirse y entregarse plenamente. Esto comporta necesariamente la disponibilidad para la procreación, la posibilidad de la paternidad o maternidad.

2.2 El matrimonio, comunidad de vida y amor 



Aunque no lo es todo, el amor ha de ocupar el «centro» del matrimonio y de la vida matrimonial (GS 49). El amor debe ser siempre el principio y la fuerza de la comunión y comunidad conyugal (FC 18). Pero el amor conyugal no es el matrimonio. Pertenece a la esencia del matrimonio no en sí mismo, sino como en su principio, como una exigencia y un deber.

2.2.1 Alianza y comunidad conyugal  Matrimonio designa:  La celebración o acto por el que se instaura el matrimonio. Es un acto transeúnte. • Términos con que se designa: «consentimiento», «matrimonio», «contrato matrimonial», «bodas», «casamiento», «matrimonio in fieri». • El Concilio Vaticano II prefiere recurrir a la terminología de «alianza» o «pacto».  El estado o situación de casados a que da origen esa celebración. Es permanente. • Términos con que se designa: «vínculo conyugal», «sociedad conyugal», «matrimonio in facto esse». • El Concilio Vaticano II prefiere recurrir a la terminología de «comunidad conyugal».





Por la alianza conyugal se establece entre el hombre y la mujer una comunidad conyugal, por la que «no son dos sino una sola carne» (Mt 19,6; Gn 2,24).  Como esposo, el varón pasa a pertenecer a la mujer y, viceversa, como esposa, la mujer al marido.  La comunidad conyugal no es un vínculo visible, sino moral, social, jurídico.  La comunidad conyugal se instaura por la decisión libre de los contrayentes, pero es posible porque con anterioridad existe una inclinación a la mutua unión y complementariedad, inscrita creacionalmente en la humanidad del hombre y de la mujer. La condición personal de los que se casan y el «objeto» que se entregan y reciben al casarse —sus personas en cuanto sexualmente distintas y complementarias— exige que el consentimiento matrimonial esté motivado por el amor. Sin embargo, no pueden identificarse amor y consentimiento, ya que puede darse un verdadero y válido consentimiento capaz de dar lugar a un verdadero matrimonio, sin que esa entrega sea fruto del amor.

2.2.2 Comunidad de vida y amor  Una cosa es la «alianza» (consentimiento matrimonial) —casarse—; otra es la «comunidad conyugal» (vínculo) —estar casados—; y otra es la «comunidad de vida y amor», es decir, el hecho y el deber de amarse como casados.  Con la expresión «comunidad de vida y amor» se significa el «deber ser» del matrimonio. Una vez que se han casado, el único poder de que disponen los esposos —en eso consiste la actuación recta de su libertad— es amarse como esposo y esposa. Si no vivieran su existencia de esa manera, su matrimonio no dejaría de existir, pero no estarían viviendo de acuerdo con su condición de casados.  Una de las características del amor conyugal es que ha de ser comprometido, es decir, debe abarcar la entera —también la futura— existencia conyugal.  En el matrimonio se da la afirmación del otro cuando la relación hombre–mujer es expresión de amor —tan sólo entonces a la otra parte se la valora por lo que es— y adopta, además la modalidad conyugal —esa forma de amor típicamente humana basada en la diferenciación y complementariedad sexual—.  El matrimonio debe ser también una comunidad de vida —ha de dar lugar a un modo de existir en el que los esposos compartan todo lo que son y pueden llegar a ser—; y por tanto debe ser el espacio adecuado para la transmisión de la vida humana — uno de los criterios de autenticidad imprescindible es la apertura a la transmisión de la vida—.  En la expresión y fomento del amor conyugal desempeña una función particular el acto específico de ese amor —el acto conyugal— con tal de que se realice humana (GS 49) y dignamente (GS 51).

Parte 2: EL MATRIMONIO DE «LOS ORÍGENES» 3.0 El «principio» bíblico del matrimonio 



Cuando, desde el Génesis al Apocalipsis, se alude al matrimonio, se tiene siempre presente directa o indirectamente, más o menos implícitamente, el designio originario de Dios. La Sagrada Escritura no ofrece una teología del matrimonio en el sentido técnico de la expresión.

3.1 Los relatos de la creación, expresión de la verdad del matrimonio según el designio divino originario 3.1.1 Hombre y mujer en Gn 1,26-28  Relato de la fuente sacerdotal (P), redactado hacia el siglo VI a.C. Contiene las verdades antropológicas fundamentales: el hombre es el ápice de todo lo creado en el mundo visible, y el género humano, que tiene su origen en la llamada a la existencia del hombre y de la mujer, corona toda la obra de la creación; ambos son seres humanos en el mismo grado; ambos fueron creados a imagen de Dios.  A imagen y semejanza de Dios.  Es todo hombre —varón y mujer— y todo el hombre —en su totalidad: cuerpo y espíritu—.  La diferenciación del ser humano en hombre y mujer deriva del acto creador de Dios. Por tanto: (a) el hombre y la mujer son iguales en su naturaleza y dignidad; (b) la sexualidad está revestida del valor y dignidad personal; (c) masculinidad y feminidad son don del Creador.  Bendición de la fecundidad.  La fecundidad está vinculada a la diferenciación sexual.  Sólo Dios es el Creador; la procreación aparece como participación en el poder creador divino a fin de transmitir la imagen y semejanza de Dios de generación en generación. La transmisión de la vida es una función «ministerial»: los esposos son los ministros y colaboradores de Dios.  La procreación no ha de verse como un mandato («creced y multiplicaos»). Es una promesa de fecundidad que, según se interpreta comúnmente, alude a una de las finalidades del matrimonio. 3.1.2 Creación del hombre y la mujer en Gn 2,18-24  Relato de la fuente yahvista (J), redactado hacia el siglo IX a.C. Su lenguaje es menos preciso y a la vez más descriptivo y metafórico, más cercano al lenguaje de los mitos conocidos en aquel tiempo. Con relación a la antropología constituye la más antigua descripción sobre la autocomprensión del hombre.  Diferenciación del ser humano en hombre y mujer.  Entre hombre y mujer hay una identidad esencial. El lenguaje emplea la misma raíz común para referirse al hombre (is) y a la mujer (‘issah). Ni el hombre es más que la mujer, ni ésta es superior a aquél. Son sólo diferentes.  La diferenciación está orientada a la mutua complementariedad entre el hombre y la mujer. Con relación a los demás seres el ser humano se encuentra sólo. La mujer es otro «yo» en la humanidad común. El ser humano no ha sido creado para vivir en soledad; sólo se realiza plenamente existiendo con alguien o, mejor, para alguien.





La unión del hombre y la mujer.  Creados como “unidad de los dos”, el hombre y la mujer están llamados a vivir una comunión de amor, reflejando de ese modo la comunión que se da en Dios, por la que las tres Personas se aman en el íntimo misterio de la única vida divina (MD 7).  La unidad y unión no se reduce a la unión carnal.  Esa unión, de la que la corporalidad en cuanto sexualmente diferente y complementaria es su elemento constitutivo, reviste unas características tan peculiares que sólo puede darse entre un solo hombre y una sola mujer.  Directamente no se habla de procreación, sin embargo se sobreentiende en el hecho de que al hacerse «una sola carne» se constituyen en un principio de vida de modo que puedan transmitirla (CEC 372).  La unión proviene de la opción libre: el hombre «deja» a su padre y a su madre para unirse a su mujer. En el matrimonio el hombre y la mujer son dados —la diferenciación y complementariedad están inscritas en su humanidad— y a la vez se dan —la decisión de unirse es fruto de un acto de elección—. Cuanto se dice de la unión el primer hombre y la primera mujer tiene una clara dimensión ética: el matrimonio debe ser así. Cuanto allí se dice es normativo para los matrimonios de todos los tiempos, según lo interpreta el Señor en el diálogo con los fariseos a propósito de la indisolubilidad. Tiene también una dimensión sacramental y teológica, ya que a la unión del matrimonio está vinculada la revelación del amor de Dios.

3.2 Las referencias a la situación originaria en el Nuevo Testamento 

Sólo hay un único designio de Dios sobre el matrimonio. La consideración del matrimonio de «los orígenes» debe hacerse desde la perspectiva de la Redención, y ésta exige tener en cuenta aquella primera de «los orígenes».

3.2.1 El texto de Mt 19,3-9  El texto enseña que el matrimonio tiene como propiedades fundamentales la unidad y la indisolubilidad. Inscritas en la naturaleza humana, son propiedades que no se pueden alterar: no está en manos del hombre hacer que sea de otra manera. No es que el matrimonio no sea indisoluble porque no deba serlo; es que no lo es porque no puede serlo.  Aunque el pecado de «los orígenes» ha dado lugar a la «dureza del corazón» y, como consecuencia, al oscurecimiento del designio originario de Dios sobre el matrimonio, éste no ha sido modificado, conserva toda su vigencia. «El orden de la Creación subsiste, aunque gravemente perturbado» (CEC 1608). 3.2.2 El texto de Ef 5,21.28-33  El pasaje forma parte del texto paulino sobre la moral familiar y, más particularmente, matrimonial (Ef 5,22-33). Los vv. 29-33 tratan de las razones o motivos que fundamentan las relaciones y deberes recíprocos entre el marido y la mujer, razones que se resumen en la significación que encierra la unidad que han venido a constituir por el matrimonio.  El matrimonio de los cristianos convierte a los esposos en «signos» del amor de Cristo por la Iglesia. Por eso sus relaciones mutuas deben revestir las características del amor con el que Cristo ama a la Iglesia. Estas características pertenecen también al matrimonio de «los orígenes». En el texto de Génesis, San Pablo descubre una figuración profética del misterio de amor de Cristo y la Iglesia.



Aunque el pecado de «los orígenes» ha introducido el desorden en la relación hombre– mujer, el texto da a entender, sin ningún tipo de duda, que continúa del todo vigente el designio originario de Dios sobre el matrimonio.

3.3 El mismo Dios, autor del matrimonio 







«El mismo Dios es al autor del matrimonio» (GS 48) quiere decir:  Dios ha instituido el matrimonio en «los orígenes» de la humanidad.  Lo ha instituido de una manera determinada: con unas propiedades, fines y leyes propias que, por pertenecer a la disposición creacional, tienen un carácter permanente y universal.  Es fruto de una donación especial por parte de Dios. En la Sagrada Escritura vemos cómo el matrimonio responde a las estructuras más íntimas del ser humano, hombre y mujer. Como Dios es el creador de esa humanidad masculina y femenina y de las inclinaciones que llevan inscritas, la conclusión es que el mismo Dios es el autor del matrimonio.  Además de los textos antes vistos, pueden citarse: 1Tm 4,3 («estos prohiben el matrimonio que Dios creó»); la oración de bendición de Tobías (Tb 8,5-7); Ml 2,15 se refiere a que el matrimonio ha sido instituido por Dios.  Dios mismo ha instituido positivamente el matrimonio: es absolutamente explícito el testimonio del Señor (Mt 19,3-9) al referirse a la indisolubilidad como propiedad que Dios ha querido para el matrimonio. En los Santos Padres hay unanimidad al proclamar el origen divino del matrimonio. Todos sostienen que el matrimonio ha sido querido por Dios desde «el principio». No es tanta la unanimidad a la hora de explicar la realización de ese designio originario de Dios. Especialmente significativa es la obra de San Agustín (siglo IV). El Magisterio de la Iglesia ha insistido en el origen divino de la unión matrimonial. «Fundada por el Creador y en posesión de sus propias leyes, la íntima comunidad de vida y amor (...) una institución conformada por la ley divina (...) no depende de la decisión humana sino del autor del matrimonio, que lo quiso dotado de unos bienes y fines particulares» (GS 48). Trento con las palabras del texto sagrado expone y confirma que el perpetuo e indisoluble vínculo del matrimonio, su unidad y estabilidad tienen por autor a Dios (Sesión 24, can. 1-12).

4.0 La bondad de «los orígenes»  El matrimonio es bueno en sí mismo: es una manera de vivir la llamada universal a la santidad, y es una realidad que adquiere un nuevo valor con la Encarnación y la Redención obrada por el Verbo.

4.1 El pecado de «los orígenes» en la relación hombre–mujer (Gn 2,25; 3,7.16) 





El Génesis ofrece datos suficientes de la situación de bondad en las relaciones hombre– mujer en «los orígenes» y también explica el motivo de las alteraciones y desorden que tanto el hombre como la mujer experimentan en esas relaciones. La inocencia originaria. «Se realizaba ante todo dentro del hombre como dominio de sí. El hombre estaba íntegro y ordenado en todo su ser» (CEC 377). No se daba ningún tipo de ruptura entre lo espiritual y lo sensible. Libres de toda coacción del propio cuerpo y sexo, gozaban de toda la verdad de su recíproca humanidad y podían convertirse en don el uno para el otro. El desorden de la sexualidad. Se quiebra el orden y la armonía en su masculinidad y feminidad (sienten la necesidad de cubrirse) que afecta a cada uno en su relación con el otro, por la que se convierten en don recíproco («hacia tu marido y él te dominará»). «Se avergüenzan» y tienen la necesidad de esconderse ante los demás porque la relación inscrita en la sexualidad ha dejado de ser de «donación» para pasar a ser de «apropiación».  Por el pecado original: • se quiebra el dominio de las facultades del alma sobre el cuerpo; • la unión entre el hombre y la mujer es sometida a tensiones; • sus relaciones estarán marcadas por el dominio.  El pudor ante la sexualidad, que deriva originariamente de la intencionalidad torcida con que el hombre y la mujer ven su sexualidad después del pecado, pasa a ser un medio establecido por Dios para conservar la dignidad del cuerpo. Tiene como finalidad proteger el valor personal del cuerpo y de la sexualidad.

4.2 La bondad de «los orígenes» en el matrimonio de la Redención 4.2.1 La enseñanza de la Escritura  Del relato de Génesis (3,20) se desprende que el pecado de «los orígenes» no ha destruido el designio originario de Dios sobre la sexualidad y el matrimonio. Así lo enseñó el Señor. Es también la enseñanza constante de la Iglesia.  Uno de los elementos centrales de la enseñanza de la Sagrada Escritura respecto a la sexualidad y el matrimonio se refiere a su bondad. La bondad y sacralidad de la sexualidad deriva de que ha sido creada por Dios. La sexualidad no es algo divino, es una realidad humana.  Los Evangelios insisten en el bien de la sexualidad y del matrimonio, que ha de vivirse según el designio de «el principio» (cf Mt 19,3-9).  Los escritos paulinos fundamentan la bondad del matrimonio en el hecho del bautismo y en que el matrimonio ha sido instituido por Dios.  En 1Co 7,24-31 se enseña que la virginidad es una cosa buena y mejor que el matrimonio; pero el matrimonio es don de Dios, algo bueno que debe ser respetado.  En Ef 5,21-32 se presenta la relación matrimonial como «imagen» del misterio de amor entre Cristo y la Iglesia. La referencia a Gn 2,24 indica que el matrimonio está orientado desde «el principio» a ser «signo» del amor de Dios por la humanidad y de Cristo por la Iglesia.

4.2.2 Los datos de la Patrística y la argumentación de la Teología  En los primeros siglos los escritores cristianos tienen que salir al paso de la permisividad sexual del mundo greco–romano y de los distintos movimientos heréticos que plantean que el matrimonio es algo malo, ya que la materia es mala en sí misma.  Los encratitas despreciaban el matrimonio y sostenían que todo cristiano debe guardar continencia.  Los gnósticos (a los que hay que sumar los maniqueos y priscilianistas) apoyándose en una cosmología dualista defendían que la materia tenía su origen en el principio del mal.  Los montanistas y novacianos despreciaban las segundas nupcias.  Ante esto, los autores cristianos acentúan el bien de la procreación al salir en defensa del matrimonio. Argumentan que ha sido instituido por Dios y ha sido bendecido por la presencia de Cristo en las bodas de Caná.  Tertuliano (+220): «Al contemplar esos hogares, Cristo se alegra, y les envía su paz; donde están dos, allí está también Él, y donde El está no puede haber nada malo».  San Agustín (+430) sostiene claramente que el matrimonio es una cosa buena y que ha sido instituido por Dios desde «el principio». El pecado original no ha destruido esa bondad originario, aunque ha dado origen a la «concupiscencia», que de tal manera afecta el ejercicio de la sexualidad que se hace verdaderamente difícil subordinar esa actividad a la recta razón. Eso se consigue cuando se vive en el marco de los bienes propios del matrimonio: la procreación (proles), la fidelidad (fides), y el sacramento (sacramentum). Para San Agustín no hay duda de que la búsqueda de la procreación hace que la unión del matrimonio no lleve consigo falta o pecado alguno. Pero no ocurre lo mismo si la unión se intentara para satisfacer la concupiscencia, ya que entonces se incurriría en pecado venial. Los autores no concuerdan en la interpretación que se debe dar a estas afirmaciones.  En la época medieval tiene lugar un esfuerzo sin precedentes capaz de dar respuesta a los grandes interrogantes del momento, planteados, sobre todo, por los errores que renovaban las antiguas doctrinas gnósticas (valdenses, cátaros, albigenses), y también por el permisivismo sexual a que llevaba el ideal del amor puro y romántico —con exclusión de la procreación— que cantaban los trovadores.  En continuidad con la patrística, en la teología de la época es común justificar las relaciones conyugales cuando se buscan con la intención de la procreación, y afirmar que habría pecado venial en el caso de que se pretendiera tan sólo evitar la fornicación.  Santo Tomás (+1274), en continuidad con San Agustín, los bienes de la prole, la fidelidad y el sacramento son una expresión adecuada de la bondad integral del matrimonio. Los dos primeros determinan la bondad natural del matrimonio, de tal manera que lo hacen perfecto en su orden. El sacramento presupone esa bondad primera y la eleva a un orden superior, el sobrenatural.  Esta forma de argumentar la bondad del matrimonio, que es ya constante en la teología posterior, ha ido a la vez acompañada de una cierta concepción espiritualista de la sexualidad y de la unión matrimonial. No se terminaban de sacar las consecuencias prácticas implicadas.  Ya en este siglo, con los intentos de renovación de la teología iniciados por la escuela de Tubinga en el siglo anterior, se van explicitando con mayor fuerza las virtualidades encerradas en la doctrina sobre la bondad del matrimonio.  Es significativa la aportación del movimiento matrimonial «Equipos de Nuestra Señora» dirigido por H Caffarel.



Asimismo son importantes las enseñanzas del Beato Josemaría Escrivá de Balaguer (+1975), reconocido oficialmente como precursor del Concilio Vaticano II, y que señalan que en la base de la doctrina de la llamada universal a la santidad subyace siempre, como uno de los presupuestos teológicos, la íntima unidad entre la Creación y la Redención. La afirmación se apoya en el mismo principio que alegan los Padres contra las tesis dualistas y espiritualizantes: nada de lo que ha sido creado por Dios y que el Verbo ha asumido puede estar manchado. La vocación humana es parte, y parte importante de nuestra vocación divina. Entre las consecuencias que esa doctrina comporta con relación al matrimonio y a la sexualidad se señalan, junto a otras: • la bondad de la sexualidad; • la necesidad de materializar el amor; • la dignidad de las relaciones conyugales; • la vida matrimonial y del hogar como ocasión para encontrar al Señor.

Parte 3: EL MATRIMONIO, SACRAMENTO DE LA NUEVA LEY 5.0 La revelación del “misterio” del matrimonio

5.1 El simbolismo de la alianza matrimonial en el Antiguo Testamento 

Dios se sirve del amor matrimonial para dar a conocer el amor de Dios a los hombres. Y a la vez ese lenguaje e imágenes descubren el significado profundo del matrimonio y entrega conyugal.

5.1.1 Los libros proféticos 

La unión matrimonial, con su rica experiencia psicológica, personalista e interpersonal, sirve para dar a conocer el amor de Dios expresado en la Alianza. Se considera al matrimonio como una realidad cuyo valor objetivo es capaz de expresar la alianza entre Dios y su pueblo.



OSEAS. La “historia” de su matrimonio desvela a la vez que el hombre y la mujer unidos en matrimonio deben amarse con un amor fiel y gratuito. Esa es la condición del amor de Dios a su pueblo que simboliza su matrimonio.



JEREMÍAS. Habla de la Nueva Alianza en la que Israel responderá como esposa fiel al amor del Señor, transportando al plano del simbolismo conyugal cuanto se dice sobre la Nueva Alianza: el amor eterno de Dios hará nuevas todas las cosas, también la unión matrimonial. Será posible triunfar sobre la dureza del corazón y transformar la infidelidad en amor.



EZEQUIEL. Utiliza la imagen del matrimonio para expresar el paralelismo entre el amor divino absolutamente fiel al compromiso asumido en la Alianza y el amor del matrimonio.



ISAÍAS. Proclama que la Nueva Alianza será como una alianza matrimonial: el amor del hombre y la mujer en el matrimonio ha de ser un compromiso duradero, como la alianza matrimonial que Dios hace con su pueblo.



MALAQUÍAS. Procede a la inversa en el uso de la imagen esponsal al hablar de las relaciones entre Dios y su pueblo. Pretende sobre todo mostrar la naturaleza del matrimonio a partir de la consideración de la Alianza entre Yahvé y su pueblo, enseñando así que el matrimonio responde al proyecto de Dios en la creación del hombre y la mujer.

5.1.2 El Cantar de los Cantares 

Su significado más profundo y completo está en que se trata del cántico de las nuevas bodas de Yahvé e Israel.



Lleva a descubrir en la sexualidad humana —feminidad y masculinidad— la riqueza de la persona cuya verdadera valoración se da en la afirmación del hombre y la mujer como personas, mediante la donación sincera de sí mismos.

5.2 El matrimonio como misterio o signo de comunión con Dios a la luz de la Nueva Alianza 

En Cristo se revela la verdad del matrimonio en su totalidad: la del matrimonio o alianza entre Dios y su pueblo (la humanidad), cuya plena realización es el misterio de amor entre Cristo y la Iglesia; y también la del matrimonio o alianza conyugal entre el hombre y la mujer, como signo y realización de la alianza de amor entre Cristo y la Iglesia. El matrimonio es reconducido a la perfección de “el principio” (cf Mt 19,8).  1998 Ricardo Hernández

5.2.1 Los Evangelios 

Para referirse a la alianza entre Dios y su pueblo, realizada de manera definitiva en la venida de Cristo, los Evangelios se sirven del lenguaje y terminología tomados del matrimonio y la vida matrimonial. A veces se presenta a Cristo como “el Esposo”.



Para los Padres, la presencia de Cristo en las bodas de Caná indica claramente la dignidad del matrimonio. La Iglesia ve en ese mismo acontecimiento el anuncio de que en adelante el matrimonio será un signo eficaz de la presencia de Cristo.



En los textos sobre la discusión del Señor con los fariseos acerca del libelo de repudio (Mt 19,1-12 y paralelos) se penetra en el “misterio” del matrimonio: anuncian la verdad sobre el matrimonio mostrando claramente la continuidad, en la Nueva Alianza, del designio manifestado en “los orígenes”.

5.2.2 Las Cartas de San Pablo 



TESIS. El matrimonio cristiano es un misterio que consiste en anticipar temporalmente la unión eterna de la humanidad salvada (la Iglesia–Esposa) con su Salvador (Cristo–el Esposo).  El matrimonio de Cristo con la Iglesia es la realidad que no pasará. El matrimonio cristiano es la sombra y figura de aquella realidad. 1Co 7,1-39 [respondiendo a preguntas concretas de la comunidad de Corinto]. Afirma que el matrimonio cristiano es una cosa sagrada y, por eso, los cristianos sólo pueden “casarse en el Señor”. Considera al matrimonio, no exclusivamente desde le punto de vista del “remedio de la concupiscencia”, sino que afirma con fuerza su dimensión “sacramental” y “carismática”.

Ef 5,21-33 







Es el texto más importante del NT sobre el “misterio” del matrimonio. Basándose en el Génesis y continuando con la tradición del AT, habla de cómo el matrimonio ha de entenderse y vivirse a partir del misterio de amor que se da en la unión entre Cristo y la Iglesia.  Son dos las ideas de fondo: a) el misterio de Cristo que se realiza en la Iglesia, como expresión del plan divino; y b) el misterio de la vocación cristiana como modelo de vida para cada uno de los bautizados. Como exigencia de la unión con Cristo e incorporación a la Iglesia, producidas por el sacramento del bautismo, el cristiano está llamado a vivir una vida santa e inmaculada en la presencia del Señor. Esa es su vocación. Entre el matrimonio y la unión Cristo–Iglesia hay una relación esponsal en dos direcciones: la alianza propia de los esposos “explica” el carácter esponsal de la unión de Cristo con la Iglesia y, a su vez, esta unión —como “gran sacramento”— determina la sacramentalidad del matrimonio como alianza santa de los esposos, hombre y mujer.  La comparación del matrimonio con la relación Cristo–Iglesia descubre la verdad esencial sobre el matrimonio: éste responde a la vocación de los cristianos únicamente cuando refleja el amor que Cristo–Esposo dona a la Iglesia, su Esposa, y con el que la Iglesia trata de corresponder a Cristo. En este sentido se le podrá llamar al matrimonio “misterio grande”.

Es el amor de Cristo por la Iglesia el que participan y han de realizar existencialmente los esposos. Tan sólo así su matrimonio se convertirá en signo visible del amor eterno de Dios.

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5.3 La “comprensión” del matrimonio como misterio sacramental en la vida de la Iglesia 



El matrimonio es algo sagrado, donde Dios interviene confiriendo a los casados unas gracias capaces de hacerles vivir “en el Señor” su nueva condición.  Con este convencimiento, desde el principio los cristianos vieron la necesidad de dar al matrimonio una consagración especial con alguna formalidad, viendo la bendición de Dios a la primera pareja como invitación a dicha praxis. También se vio la necesidad de proteger la celebración del matrimonio de costumbres y reminiscencias de los ritos paganos, y también para garantizar la libertad y legitimidad de la celebración, etc. Con todo, la elaboración de una doctrina sacramental sobre el matrimonio no se desarrolla hasta el siglo XIII (principalmente con Santo Tomás); y la definición dogmática, en el siglo XVI (Trento). Desde el principio siempre hubo conciencia de la sacralidad del matrimonio, pero no había elaboración teológica sobre el concepto de sacramento en general.

5.3.1 La liturgia nupcial 





Hasta el siglo IV no se hace común el uso de fórmulas litúrgicas de bendición en la celebración del matrimonio; teniendo la expresión “casarse en el Señor” diversos significados. A partir de este siglo comienza la ritualización eclesial del matrimonio. En Oriente la celebración “eclesial” del matrimonio—el rito de bendición del sacerdote— se hace universal y obligatoria ya desde el siglo V, al punto en que se hacía necesaria dicha bendición para que el matrimonio fuera tenido como verdadero. En Occidente, también en el siglo V, se hace común el uso de fórmulas litúrgicas de bendición del matrimonio celebrado por el Obispo o sacerdote. No será hasta en el siglo XVI (Trento) cuando la asistencia y bendición del sacerdote se exijan de tal manera que se declaren inválidos los matrimonios celebrados sin la presencia del párroco.

5.3.2 La disciplina de la Iglesia 



Las primeras disposiciones disciplinares se limitan a corregir los desórdenes y abusos. En los siglos posteriores (s. VI-XIII) son muchos los Concilios y los Papas que abordan los temas matrimoniales a fin de salvaguardar la libertad de los contrayentes en la celebración del matrimonio, asegurar la naturaleza del consentimiento requerido para la constitución del matrimonio, defender la estabilidad matrimonial, etc. En el ámbito doctrinal las actuaciones de la Iglesia relacionadas con el matrimonio miran sobre todo a defender la bondad del matrimonio y su indisolubilidad. Se proclama repetidamente que el matrimonio es una institución querida por el Creador desde “los orígenes” y santificada por Cristo en las bodas de Caná.  Son sobre todo los Concilios II de Letrán (1139) y de Verona (1184) los que, en discusión con los albigenses, contribuyen a la toma de conciencia de la sacramentalidad del matrimonio.

5.3.3 La elaboración teológica  Primera etapa (s. XI-XII). La relación entre el misterio del matrimonio y el misterio de Cristo y la Iglesia se entiende sólo como “signo” y “símbolo” (es la línea de la Patrística y San Agustín). El matrimonio es signo de la gracia, pero no la causa. Se le llama sacramento, pero se considera como menor en relación a los otros.  La gracia conferida no lo sería en virtud del matrimonio, sino que se debería al bautismo o a la bendición nupcial. El matrimonio tendría tan sólo una función medicinal: ofrece un remedio a la concupiscencia para quienes no pueden contenerse ni vivir una vida más alta.  1998 Ricardo Hernández





Segunda mitad del s. XIII. Se afirma ya que el carácter simbólico es debido a su eficacia intrínseca. El matrimonio significa eficazmente la gracia: es signo de la gracia porque la causa. Es sacramento en sentido estricto. Siglo XVI. En la época del Concilio de Trento, la doctrina de la sacramentalidad, entendida en sentido estricto, es ya común en la teología. El matrimonio es un sacramento que significa y causa la gracia y, bajo este aspecto, no se distingue de los demás.

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6.0 Sentido e implicaciones de la sacramentalidad del matrimonio

6.1 El matrimonio, verdadero sacramento 









Los Santos Padres y la tradición se refieren con frecuencia al matrimonio de “los orígenes”, designándolo como sacramento primordial o de la creación. Como tal, existe con anterioridad a la venida de Cristo, autor único de los sacramentos. En este sentido se entiende que el sacramento del matrimonio reviste una singularidad propia. Los reformadores tenían una concepción negativa de la unión conyugal. Apoyándose en las tesis luteranas del pecado original y de la naturaleza esencialmente corrompida por el pecado, concluían que el matrimonio no es un sacramento, considerándolo tan sólo un asunto exclusivamente profano. El Concilio de Trento, en la Sesión XXIV (1563), dedicada al matrimonio, sale al paso de estos errores. Interesan sobre todo el canon 1 y la doctrina o preámbulo anteriores a los cánones.  Canon 1: Como sacramento, el matrimonio es una acción de Cristo. Un signo que significa y causa la gracia, es decir, no sólo anuncia la gracia sino que la produce: los que se casan son santificados verdaderamente.  Preámbulo: Destaca las propiedades de unidad e indisolubilidad del matrimonio y señala que para vivirlas se necesita la gracia. El matrimonio es el sacramento que confiere esa gracia.  Esto mismo será repetido por León XIII en Arcanum Divinae Sapientiae (matrimonio: signo sagrado que produce la gracia y representa la imagen de las místicas nupcias de Cristo con la Iglesia), al igual que por la Encíclica Casti connubii.  En la sesión VII (1547) del Concilio de Trento se trata de los sacramentos in genere. Es necesario tener en cuenta la doctrina allí expuesta en lo que respecta también al sacramento del matrimonio: es uno de los siete sacramentos instituidos por Jesucristo; confiere la gracia ex opere operato. A partir del Concilio Vaticano II el Magisterio de la Iglesia, al tratar del sacramento del matrimonio, insistirá sobre todo en uno de sus aspectos “abandonados en el curso de los siglos”: su dimensión eclesial y de encuentro personal con Cristo (GS).  En Trento se trabajó con una noción de sacramento centrada muy especialmente en la perspectiva de la eficacia y la causalidad eficiente. El Concilio Vaticano II pondrá el acento en el sacramento como signo e instrumento de comunión y encuentro con Cristo y con la Iglesia. La sacramentalidad del matrimonio es vista desde dos puntos de vista:  Trento: la acción se considera en cuanto destinada a sanar, potenciar y elevar el amor de los esposos, a concederles los auxilios necesarios.  Concilio Vaticano II: Sin excluir lo anterior, se parte de la consideración de que es Cristo quien sale al encuentro de los esposos para asumir el amor conyugal en el amor esponsal de Cristo por la Iglesia.

6.2 La cuestión de la institución del sacramento del matrimonio 



Ni la Escritura ni la Tradición indican el momento en que ha tenido lugar la institución del sacramento del matrimonio. Trento definió la sacramentalidad del matrimonio apoyándose en la tradición universal de la Iglesia y no en la Escritura, afirmando que la sacramentalidad tan sólo se insinuaba en Ef 5,25-32. El matrimonio como sacramento instituido por Cristo ha de entenderse como tal en virtud de la obra redentora de Cristo, que transforma al hombre en la totalidad de su humanidad. Como recreación de todas las realidades creadas la obra redentora de Cristo devuelve al matrimonio su primitiva pureza. El mismo Cristo restituye y confirma expresamente la unidad e indisolubilidad del matrimonio.  1998 Ricardo Hernández



Según la interpretación de la Tradición y la Liturgia, la presencia de Cristo en las bodas de Caná y la doctrina de San Pablo, dan a entender claramente la elevación del matrimonio de “el principio” al orden sobrenatural (de la gracia). Esto tiene que ser así, ya que la significación que encierra el matrimonio —la unión de Cristo con la Iglesia— y sus propiedades —la unidad y la indisolubilidad— sólo pueden vivirse en toda su exigencia con la ayuda de la gracia.

6.3 El matrimonio como sacramento permanente  El matrimonio es un sacramento permanente no en sí mismo sino en su efecto —como la





Eucaristía—, ya que no es sólo signo eficaz de la unión de Cristo con la Iglesia mientras tiene lugar el acto de celebración; lo es también en el vínculo conyugal permanente que surge entre los esposos por la celebración del matrimonio. La clave para comprender el matrimonio será siempre la realidad del signo, con el que el matrimonio se constituye sobre el fundamento de la alianza del hombre con Dios en Cristo. Siendo el matrimonio originario en el misterio de la creación, tiene ahora un nuevo origen en el misterio de la redención, sirviendo a la “unión de hijos de Dios en la verdad y en la caridad” (GS 24).

6.4 Inseparabilidad del sacramento y del matrimonio en el matrimonio entre bautizados 





La tesis de la inseparabilidad está firmemente asentada en la tradición, la doctrina de la Iglesia y la teología. Es norma “próxima a la fe”. Esta tesis se apoya en última instancia, en la praxis de la Iglesia, que ha defendido la validez y condición sacramental de los matrimonios de los bautizados celebrados tan sólo con el consentimiento de los contrayentes. Es segundo lugar, esta inseparabilidad se reduce a la manera de entender la relación del matrimonio “en el Señor” (matrimonio de la redención o sacramental en sentido estricto) con el matrimonio de “los orígenes” (matrimonio de la creación o matrimonio “humano natural”). Se trata de una misma realidad que, desde su raíz y en cuanto institución de “los orígenes”, es introducida en una dimensión nueva. El matrimonio entre bautizados es siempre sacramento. Esta ha sido una afirmación constante a partir de Pío VII.  Entre bautizados, el matrimonio de “los orígenes” es elevado a sacramento de la Nueva Alianza o matrimonio de la redención. Es el mismo matrimonio como realidad humano–natural el que es constituido signo eficaz de la unión de Cristo con la Iglesia y recibe, por la institución de Cristo, la dimensión sobrenatural de la gracia.

6.4.1 La unidad del designio divino sobre el matrimonio  La relación entre el orden de la creación y de la redención hace imposible que entre bautizados pueda darse un verdadero matrimonio que a la vez no sea sacramento. Dado que todas las cosas han sido creadas por Cristo y para Cristo, el designio de Dios es que el matrimonio, ya desde “el principio”, sea figura y esté ordenado al matrimonio de la “redención” o sacramento.  Antes de la venida de Cristo, el matrimonio era signo del sacramento, porque lo anunciaba; después de la venida de Cristo es signo, porque lo realiza (es realidad).  Cuando un hombre y una mujer se casan verdaderamente, su matrimonio se inserta en el designio originario de Dios que incluye la ordenación a ser signo eficaz de salvación (no a quedarse sólo en figura o anuncio de esa salvación).

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6.4.2 Sacramentalidad del matrimonio y condición bautismal  Como miembros de Cristo y de la Iglesia, no pueden unirse en matrimonio más que en nombre de Cristo y de la Iglesia. Su unión, si es verdadera, ha de ser signo y realización de la unión de Cristo con la Iglesia. La sacramentalidad del matrimonio está unida a la condición bautismal de los bautizados.  Debido a la inserción indestructible de la persona en la nueva y eterna Alianza, en virtud del bautismo, la comunidad íntima de vida y de amor conyugal, fundada por el Creador, es elevada y asumida en la caridad esponsal de Cristo sostenida y enriquecida por su fuerza redentora.  Más que de inseparabilidad entre matrimonio y sacramento se debe hablar de identidad. El matrimonio y el sacramento no son dos realidades unidas, son una y la misma cosa. Se emplea el término inseparabilidad para dejar clara la distinción entre naturaleza y gracia que sí son dos realidades distintas.

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7.0 El matrimonio y el celibato en el marco de la vocación cristiana 

El signo eficaz del amor de Cristo y de la Iglesia es de tal riqueza que no puede ser representado únicamente por el matrimonio, necesitando de la virginidad o celibato “por el reino de los cielos” para ser realizado plenamente. Por tanto hay una mutua relación entre ambos.

7.1 El matrimonio, vocación cristiana 7.1.1 El matrimonio, “determinación sacramental” de la vocación bautismal  PRESUPUESTOS. En el bautismo se inicia una vocación radical y fundante de una nueva existencia, la existencia cristiana. La llamada a la plenitud de vida cristiana, recibida en el bautismo, ha de ser perseguida por cada cristiano “según los dones y funciones que le son propios” (LG 41). 

TESIS. El matrimonio no da lugar, en los esposos, a otra relación con Cristo y con la Iglesia distinta de la ya tenida por el bautismo. Da lugar, en cambio, a una nueva modalidad o concreción de la “novedad” bautismal.



Lo decisivo del matrimonio consiste en ser una “determinación sacramental” de la vocación cristiana, desvelando máximamente el sentido y exigencias de la existencia concreta de los esposos y confiere a quienes lo reciben las gracias necesarias para poder vivir de acuerdo con la res significata por el sacramento: alianza indisoluble de Cristo con la Iglesia.



CONSIDERACIONES ULTERIORES. Los esposos al cumplir su misión conyugal y familiar, imbuidos del espíritu de Cristo, que satura su vida de las virtudes teologales, llegan cada vez más a su propia perfección y a su mutua santificación, y, a la vez, a la glorificación de Dios (GS 48).



El matrimonio, como vocación cristiana, es vocación a la santidad. No es una segunda vocación superpuesta a la primera (la bautismal), sino que es determinación de la primera en un ámbito bien definido.

7.1.2 La peculiaridad de la vocación matrimonial 

PRESUPUESTOS. Por el bautismo los esposos cristianos están insertos y participan ya en el misterio del amor de Cristo.



TESIS. La especificidad del matrimonio está en que se lleva a cabo por medio de la conyugalidad, a través de la condición de marido y mujer: los dos, en cuanto esposos, se insertan y participan del misterio de amor de Cristo y de la Iglesia. La corporalidad, en su modalización masculina y femenina en cuanto recíprocamente complementaria y abierta a la fecundidad, es el modo propio de relacionarse los esposos entre sí y con Cristo.



CONSIDERACIONES ULTERIORES. La manera propia y específica de los esposos de contribuir a la edificación de la Iglesia es su colaboración con el amor de Dios en la transmisión y educación de la vida humana, de los hijos de Dios.

7.2 El don del celibato “por el reino de los cielos” 

Tanto el matrimonio como la virginidad son, en su forma propia, una concretización de la verdad más profunda del hombre, de su ser “imagen de Dios”: está llamado al amor.

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7.2.1 Los datos bíblicos 

En el AT el celibato como modo de vida es desconocido. En la vocación del profeta Jeremías tiene un sentido negativo. En el NT se presenta claramente como un ideal de vida. Cristo mismo da testimonio de ello con su propia vida.



Mt 19,11-12 [conversación con los fariseos sobre la indisolubilidad del matrimonio].  Cristo mismo elige para Sí el celibato, pero se trata de un celibato que es fruto de una opción libre y voluntaria.  Es además un adopción realizada por un motivo sobrenatural —por el reino de los cielos—, es decir, en consideración a la vocación escatológica del hombre en unión con Dios. Por tanto, se trata de un particular valor y signo carismático. El hombre y la mujer “escatológicos” no toman mujer ni marido.  TESIS: De modo diverso al matrimonio, la virginidad es un camino convertirse en “don sincero de sí” a Dios y a los demás, realizando así también tanto la dignidad como la vocación humana.



1Co 7 [respondiendo a preguntas concretas de la comunidad de Corinto].  Toda la reflexión de Pablo sobre el matrimonio y la virginidad se basa en la idea de que el destino del hombre no es el mundo, sino el Reino de Dios, por lo que el hombre no debe apegarse a las realidades pasajeras.  Así, Pablo proclama fuertemente que la virginidad o celibato es mejor —si se hace como respuesta a un don especial del Espíritu— para ocuparse de las cosas del Señor y para agradar a Dios.  TESIS: El celibato tiene un valor especial porque corresponde mejor a la situación escatológica en la que el corazón no estará dividido.

7.2.2 El celibato en la vida de la Iglesia 

En el siglo II se da ya un estado virginal propiamente dicho, el cual se va considerando como un martirio incruento, condición necesaria para seguir de cerca al Señor. La doctrina patrística al respecto tiene cinco rasgos principales: 1) después del martirio, se coloca la virginidad como testimonio más destacado de la santidad de la Iglesia; 2) la dimensión esponsal de la virginidad, “esposa de Cristo” (2Co 11,2); 3) la relación entre la Iglesia y la virginidad; 4) la relación entre la virginidad y la virginidad–maternidad de María; 5) la virginidad como estado de vida “mejor” que el matrimonio, afirmado a la vez como bueno.



Posterior a la patrística se zanja una idea de seguimiento de Cristo cada vez más marcada por las reglas pensadas originariamente para comunidades de monjes. A este modo monástico de entender la vida cristiana siguió una comprensión del significado del celibato o de la virginidad casi exclusivamente como “virginidad consagrada”.



Hoy, se ve la virginidad o el celibato “por el reino de los cielos” como una concreción y desarrollo particular de la gracia bautismal. Se trata de una gracia especial a seguir e imitar la entera disponibilidad de Cristo, y a participar en su vida y obra sin la mediación del matrimonio.

7.3 El matrimonio y el celibato, vocaciones complementarias 7.3.1 La excelencia del celibato 

PRESUPUESTOS. Desde la perspectiva de la existencia cristiana concreta, la superioridad del celibato y del matrimonio dependerá de la manera de vivir la propia vocación: en  1998 Ricardo Hernández

definitiva, del amor o caridad. La perfección de la vida cristiana se mide con la medida de la caridad (Juan Pablo II). 

TESIS. Objetivamente, sin embargo, a la par que se afirma de manera constante la dignidad y bondad del matrimonio, se proclama inequívocamente la superioridad de la virginidad sobre el matrimonio. Esto lo afirma San Pablo en 1Co 7,38, al que cita Juan Pablo II en MD 22.  Exento de los deberes propios del matrimonio, el corazón virgen puede sentirse más disponible para el amor a Dios y hacia los demás; y prefigurar mejor la realidad de la vida eterna que será esencialmente caridad, anticipando así en su carne en nuevo mundo de la resurrección futura. Tiene por tanto un fin más excelente.



CONSIDERACIONES ULTERIORES. Esta afirmación de la superioridad de la virginidad no significa nunca una infravaloración del matrimonio, del cuerpo o de la generación; tampoco puede entenderse como si esta superioridad se debiera a la continencia o abstención de la unión conyugal del cuerpo; se debe únicamente a la vinculación particular con “el reino de los cielos”.

7.3.2 Matrimonio y celibato: iluminación recíproca 

PRESUPUESTOS. Matrimonio y virginidad son dos vocaciones que responden — diversamente— a las exigencias más íntimas del ser humano, contribuyendo cada una según su modo propio, al desarrollo de la personalidad.



El matrimonio está ligado al tiempo, la virginidad no. Y el destino eterno no está en este mundo sino en el futuro.



TESIS. La virginidad protege al matrimonio, porque recuerda que la vida de este mundo no es la definitiva, no se le puede dar razón de fin último. Por otra parte, el matrimonio recuerda que la donación a los demás, propia de la virginidad, no puede quedarse en una universalidad abstracta y sin contenidos o manifestaciones concretas, ya que sólo las personas singulares pueden ser amadas.



CONSIDERACIONES ULTERIORES. Una y otra vocación se necesitan, ya que ninguna de las dos es capaz de expresar por sí sola el misterio del donación esponsal de Cristo a la Iglesia —que es un amor total y exclusivo y a la vez universal—. El matrimonio es incapaz de expresarlo porque la donación del amor conyugal es total y exclusiva, realizándose a través de la corporeidad, por lo que no puede darse más que en un solo hombre y una sola mujer. La donación sólo es universal y total en la virginidad.



La vinculación más profunda entre matrimonio y virginidad se descubre al considerar que el ser humano tan sólo se realiza plenamente mediante la donación sincera de sí mismo (GS 24). El matrimonio y la virginidad son los dos caminos para llevar a cabo esta práctica.



En Santa María se dan las dos dimensiones de la vocación bautismal: la virginidad y la maternidad.

 1998 Ricardo Hernández

8.0 El matrimonio, realidad eclesial y social

8.1 Naturaleza y ámbito de la potestad de la Iglesia sobre el matrimonio 

La Iglesia (jerarquía) tiene potestad propia sobre el matrimonio como parte de la misión de salvación que le ha conferido Cristo. Es propia porque le ha sido dada directamente por Cristo. Y por eso mismo, es también vicaria.  Está comprendida en las palabras del Señor: “apacienta mis ovejas” (Jn 21,17), y “Yo te daré las llaves del Reino de los cielos: todo lo que ates en la tierra…” (Mt 16,19).



La Iglesia, como continuadora de la misión de Cristo, tiene un triple encargo respecto del matrimonio: 1) conservar y transmitir con fidelidad la doctrina de este sacramento; 2) juzgar y valorar sus diferentes culturas y realizaciones históricas; 3) proveer las disposiciones pertinentes —litúrgicas, canónicas, etc.



La Iglesia tiene potestad para establecer impedimentos y juzgar las causas matrimoniales.

8.1.1 La Iglesia tiene potestad para establecer impedimentos 

Por impedimentos se entienden el conjunto de figuras tipificadas en la disciplina de la Iglesia que inhabilitan a la persona para contraer válidamente matrimonio (cf CIC 1073).



El Concilio de Trento declaró solemnemente que la potestad de la Iglesia sobre los impedimentos se extiende a interpretarlos, establecerlos, ampliarlos o restringirlos.



Hay que distinguir entre los impedimentos de derecho divino y los de derecho humano.  Los impedimentos de derecho divino: proceden de Dios, y por tanto, son inmutables, la Iglesia sólo tiene potestad para declararlos o interpretarlos autoritariamente y con autenticidad; potestad que corresponde exclusivamente a la autoridad suprema (al Papa y al Concilio Ecuménico).  Los impedimentos de derecho humano: tienen a la Iglesia como autor; son susceptibles de evolución (adecuación y mejora); la Iglesia tiene poder para establecerlos, suprimirlos, ampliarlos y dispensarlos; potestad que ha de ejercerse con causa justa. Estos impedimentos son limitaciones al derecho fundamental a casarse que tiene el ser humano (disparidad de cultos, orden sagrado, voto de perpetua castidad, rapto, crimen, consanguinidad, afinidad, pública honestidad y parentesco legal).

8.1.2 La Iglesia tiene potestad para juzgar las causas matrimoniales 

La potestad de la Iglesia sobre el matrimonio se extiende también al vínculo conyugal. La Iglesia, con el poder vicario recibido de Cristo, puede declarar nulo y absolver un matrimonio en algunos casos.



El argumento más fuerte en favor de esta potestad es la práctica de la Iglesia. La Iglesia además ha proclamado de maneras diversas que tiene esta potestad.  El ejercicio de esta potestad ha dado lugar a los llamados “privilegio paulino” y “privilegio en favor de la fe”, siendo siempre históricamente unánime la afirmación de que la Iglesia goza de potestad para disolver esos matrimonios.



Por tratarse de una potestad vicaria ha de ejercerse siempre en nombre de Cristo y dentro del ámbito para el que le ha sido confiada.

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8.2 La potestad del Estado sobre el matrimonio 

Esta potestad surge, en última instancia, por la índole humano–social del matrimonio, sea o no sacramental. Como institución social, el matrimonio necesita de un marco jurídico que, por un lado, regule las mutuas relaciones entre matrimonio y sociedad, y por otro, garantice la estabilidad de la institución matrimonial.



Históricamente esta regulación se ha llevado a cabo por medio del matrimonio canónico (celebrado según la “forma canónica”: ante un representante de la Iglesia y de acuerdo con el ordenamiento canónico) y del matrimonio civil (según la “forma civil”: ante funcionario del Estado y de acuerdo a la legislación civil).



Hoy nadie pone en duda la legitimidad del llamado matrimonio civil, pues dicha legitimidad se fundamenta en la naturaleza y dignidad de la persona, en la índole social del matrimonio y en las exigencias del bien común.



El Estado, sea o no confesional, debe reconocer el hecho religioso. Profesar la religión es un derecho fundamental de las personas. La legislación civil debe respetar el ordenamiento canónico, por lo que el sistema de matrimonio civil obligatorio es una ingerencia del poder civil que desconoce la potestad de la Iglesia en este campo.



La Iglesia reconoce que el Estado tiene potestad sobre determinadas causas matrimoniales, por ejemplo, las de separación personal de los cónyuges (CIC 1692). Goza también el Estado de potestad sobre los efectos meramente civiles del matrimonio de los bautizados.

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4a PARTE: LA CONSTITUCIÓN Y CELEBRACIÓN DEL MATRIMONIO 9.0 La alianza o consentimiento matrimonial, constitutivo del sacramento del matrimonio

9.1 El consentimiento matrimonial en la constitución del matrimonio 

Consentimiento matrimonial: el acto por el cual se inicia el existir del matrimonio entre un hombre y una mujer determinados. Es el acto humano por el que los contrayentes se dan y se reciben mutuamente como esposos.  El CIC (c. 1057) define el consentimiento como «el acto de la voluntad, por el cual el varón y la mujer se entregan y se aceptan mutuamente en alianza irrevocable para constituir el matrimonio».



El consentimiento, como acto humano, es consciente y libre, y tiene como objeto propio la persona del otro en su conyugalidad. Decir “ en su conyugalidad” significa según aquella disposición de la naturaleza por la que la otra persona es sexualmente distinta y complementaria, orientada hacia el bien recíproco y la fecundidad.



El consentimiento matrimonial ha de tener las siguientes características: a) vinculante: ha de ser un acto voluntario de compromiso; b) radical: ha de estar dirigido a la persona del otro, asumiéndolo en cuanto esposo (no se trata sólo de convivencia); c) incondicional: debe asumir al otro plena y totalmente.

9.1.1 El consentimiento matrimonial, «causa» y «anuncio» del matrimonio 

El consentimiento es la causa del matrimonio, porque tan sólo la voluntad libre de los contrayentes puede dar lugar al matrimonio. Si el consentimiento falta, no hay matrimonio. El consentimiento debe ser un acto de la voluntad de cada uno de los contrayentes, libre de violencia o de temor grave externo. Sin libertad no hay verdadero consentimiento matrimonial.



Se dice también que el consentimiento es la causa del matrimonio para distinguir el consentimiento del matrimonio. El consentimiento funda el matrimonio, es un acto transitorio. El matrimonio es el efecto de ese acto y permanece. Son dos realidades diversas, aunque unidas entre sí por la relación de causa–efecto.



El consentimiento es a la vez e inseparablemente anuncio del matrimonio: de que en adelante serán marido y mujer (esposo y esposa). El consentimiento entraña el compromiso de actuar hasta el final de sus vidas en conformidad con la unión–comunión interpersonal que han proclamado.  Es ésta la razón por la que el consentimiento matrimonial difiere de los esponsales, en los que tan sólo se da la promesa de donarse y aceptarse como esposos en el futuro. Se tiene esto muy en mente al momento de subrayar que el consentimiento debe ser expresado en términos de presente.

9.1.2 La suficiencia del consentimiento matrimonial 

Hay dos teorías que difieren sobre la suficiencia del consentimiento como constitutivo esencial del matrimonio.



La teoría consensual, siguiendo el derecho romano y la tradición agustiniana, mantiene que no es necesaria la consumación para que el matrimonio sea perfecto. El consentimiento es el elemento esencial y suficiente para la formación del matrimonio. La cópula carnal sería meramente el cumplimiento de la promesa que se hacen los esposos al prestarse el consentimiento.  1998 Ricardo Hernández



La teoría copular, siguiendo el derecho germánico y con apoyo de algunos Padres, defiende que no existe verdadero matrimonio sin la consumación. Esta teoría distingue dos momentos en la constitución del matrimonio: el matrimonio iniciado —formado únicamente por el consentimiento—, y el matrimonio perfecto —que requiere además la consumación o cópula carnal.  Se considera así la consumación como un elemento coesencial en la formación del matrimonio.



El Papa Alejandro III hace surgir una nueva teoría que mantiene lo siguiente: el matrimonio se constituye verdaderamente por el consentimiento expresado por palabras de presente, de manera que no puede contraerse otro matrimonio, ni éste posterior puede considerarse verdadero aunque haya sido consumado. A la vez, sin embargo, se admite que el matrimonio únicamente es del todo indisoluble cuando, además del consentimiento, se ha realizado la cópula carnal. 



Por tanto, la diferencia entre matrimonio consumado y no consumado, no se sitúa a nivel de la esencia del matrimonio, sino en relación con la significación sacramental y también con la firmeza del vínculo conyugal.

Conclusión: por las palabras del consentimiento tiene lugar ciertamente, la celebración del matrimonio; pero el matrimonio no está constituido en su plena realidad mientras no haya sido consumado.

9.2 El consentimiento como signo sacramental 9.2.1 Inseparabilidad entre el consentimiento y el signo sacramental 

Pío XI, en la Enc. Casti connubii, afirma que «puesto que Cristo instituyó el consentimiento conyugal válido entre los fieles como signo de la gracia, la razón de sacramento se une tan íntimamente con el matrimonio cristiano, que no puede darse verdadero matrimonio sin que por lo mismo sea ya sacramento».



Las palabras del consentimiento conyugal constituyen el signo sacramental; pero lo son en razón de su contenido, en cuanto que significan e indican, en el orden intencional, lo que ambos han decido ser de ahora en adelante.

9.2.2 Explicaciones insuficientes de la relación entre el consentimiento y el signo sacramental 

Todas estas teorías parten, en el fondo, de la negación de la identidad entre consentimiento y sacramento en el matrimonio de los bautizados.



Están primero los que sosteniendo que el matrimonio se forma y consiste únicamente en el consentimiento matrimonial, defienden al mismo tiempo que está en la potestad de los contrayentes excluir de su matrimonio la sacramentalidad.



Otros, afirmando que el ministro del sacramento es el sacerdote que asiste al matrimonio e imparte la bendición nupcial, mantienen que el signo sacramental está constituido por el consentimiento de los esposos y la bendición del sacerdote.



No obstante lo dicho, se debe mantener que el signo sacramental está constituido por el consentimiento matrimonial recíproco. Entre bautizados, el consentimiento es elevado a la dignidad de ser signo eficaz de la gracia. Entre consentimiento y signo sacramental hay identidad y, por tanto, inseparabilidad. Esta identidad es la que llevará a afirmar que (1) los ministros del sacramento son los contrayentes, y (2) que la forma del sacramento son las palabras del consentimiento.

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9.3 La materia–forma y el ministro en la estructura del signo sacramental 9.3.1 La «materia» y la «forma» del matrimonio 

Benedicto XV afirma: «el legítimo contrato es a la vez la materia y la forma del sacramento del matrimonio; a saber: la mutua y legítima entrega de los cuerpos con las palabras y signos que expresan el sentido interior del ánimo constituyen la materia, y la mutua y legítima aceptación de los cuerpos constituye la forma».  Conviene matizar, que la materia y la forma, hablando del matrimonio, han de entenderse en un sentido analógico, si se hace comparación con los demás sacramentos.



Por encima de las diferentes explicaciones que puedan darse en el tema de la materia y la forma del sacramento del matrimonio, hay que decir que es necesario defender siempre la inseparabilidad entre consentimiento y sacramento del matrimonio entre bautizados. Por eso, la explicación más coherente es la que sitúa la materia y la forma del sacramento del matrimonio en el consentimiento mutuo de los esposos, diciendo que el consentimiento es la materia en cuanto expresa la donación mutua y a la vez la forma en cuanto manifiesta la aceptación.

9.3.2 La cuestión del «ministro» 

El Magisterio de la Iglesia afirma claramente que los esposos son los ministros del sacramento (Enc. Mystici Corporis y alocuciones de Pío XII).



Los esposos ejercen una doble función en la celebración de su matrimonio: lo celebran y reciben como sujetos, y a la vez lo celebran y administran como ministros; y como tales actúan en nombre de Cristo y de la Iglesia. Este intercambio de consentimiento es un ministerium sacrum, un verdadero ministerio (aunque en sentido analógico si se compara con los demás sacramentos).



Si el consentimiento recíproco de los contrayentes es tan necesario y suficiente que de suyo no se necesita nada más para que el matrimonio entre bautizados sea sacramento, aparece como algo coherente el que ellos mismos sean los ministros del sacramento.  Por eso mismo, antes de las disposiciones del Concilio de Trento, era tenido como verdadero el matrimonio celebrado con el solo consentimiento de los contrayentes, es decir, sin la presencia del sacerdote.  El sacerdote o ministro sagrado tendrá como función la de ser testigo cualificado que asiste a la celebración del matrimonio, aunque no de manera pasiva ya que «recibe el consentimiento de los esposos en nombre de la Iglesia y da la bendición de la Iglesia». Esta presencia del sacerdote es absolutamente necesaria para que el consentimiento de los esposos dé lugar al matrimonio.



Que la acción de los esposos sea una acción de Cristo y de la Iglesia se explica suficientemente por el hecho de su incorporación a Cristo y a la Iglesia por el bautismo.

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10.0 La forma canónica y el rito de la celebración

10.1 La necesidad de la forma canónica 

El matrimonio se origina por el consentimiento matrimonial de los contrayentes sólo si es manifestado legítimamente, es decir, de acuerdo con la forma determinada por la Iglesia.



En la celebración del matrimonio, hay que distinguir entre la forma de emisión (las condiciones o características que debe tener el consentimiento por parte de los contrayentes que lo emiten), y la forma de recepción (quién y con qué condiciones puede recibirlo).



Hay que distinguir también entre la forma sustancial (la forma requerida para la validez), y otras formalidades que, sin esa necesidad, son requeridas para la celebración lícita y fructuosa.



Al hablar de la forma canónica de la celebración del sacramento del matrimonio, nos referimos a la forma de recepción del consentimiento y, más en concreto, a la forma sustancial.

10.1.1 Evolución histórica 

Hasta Trento: no se exigía ninguna forma para la validez en la celebración del matrimonio. Lo importante era expresar el consentimiento matrimonial, sin que hubiera necesidad de expresarlo de una forma determinada.



Trento, Decreto Tametsi (1563): el Concilio establece para el futuro la necesidad de la forma canónica, requiriendo la presencia del párroco, o de otro sacerdote por encargo de éste o del Ordinario, y ante dos o tres testigos.  Quedan «absolutamente inhábiles» los contrayentes que quieran contraerlo de modo distinto, siendo estos matrimonios nulos e inválidos.  La presencia del párroco podía ser pasiva.  El «párroco» es el propio de los contrayentes.



Pío X, Decreto Ne temere (1907): completa las determinaciones del Decreto Tametsi. Respecto a la forma de la celebración del matrimonio establece que: a) son inválidos los matrimonios que no se contraen ante el párroco o el Ordinario del lugar, o un sacerdote delegado por uno de ambos, y, al menos, dos testigos (no sólo se dice que “queden absolutamente inhábiles”); b) se exige la presencia activa y voluntaria del párroco u Ordinario; c) por «párroco» se designa aquél que lo es del lugar en el que se celebra el matrimonio.

10.1.2 La disciplina vigente: forma canónica ordinaria y extraordinaria 

Para la validez de la celebración —no sólo la licitud— se establecen dos formas de celebración: una ordinaria y otra extraordinaria.  Forma canónica ordinaria: Sólo son válidos aquellos matrimonios que se contraen ante el Ordinario del lugar o el párroco, o un sacerdote o diácono delegado por uno de ellos para que asistan, y ante dos testigos. Asiste al matrimonio sólo aquél que, estando presente, pide la manifestación del consentimiento de los contrayentes y la recibe en nombre de la Iglesia. (CIC 1108)  Forma canónica extraordinaria: Si no hay alguien que sea competente conforme al derecho para asistir al matrimonio, o no se puede acudir a él sin grave dificultad, quienes pretenden contraer verdadero matrimonio pueden hacerlo válida y lícitamente estando presentes sólo dos testigos: 1º) en peligro de muerte; 2º) fuera del peligro  1998 Ricardo Hernández

de muerte, con tal que se prevea prudentemente que esa situación va a prolongarse durante un mes. 

Considérense aquí una serie de cuestiones prácticas importantes: 1º) qué personas están obligadas a contraer según la forma jurídica sustancial (ámbito de aplicación de la norma); 2º) las cuestiones relativas al testigo cualificado; 3º) la delegación; 4º) la suplencia de la facultad de asistir al matrimonio (la Iglesia suple el defecto de potestad); 5º) los testigos comunes; y 6º) en un caso especial del matrimonio con forma ordinaria: el matrimonio en secreto.

10.2 El rito de la celebración del matrimonio 

El Ritual prevé dos modos de celebración: dentro de la Misa; y fuera de la Misa o sin Misa. La finalidad del Ritual es conseguir que la celebración se entienda no sólo como un acto legal sino también como un momento de la historia de la salvación para los cónyuges y, a través de su sacerdocio común, para el bien de la Iglesia y la sociedad.



Se pone de relieve la acción de Dios en la celebración del matrimonio en cuanto gesto sacramental de santificación, al insertarse en la liturgia, culmen de toda la acción de la Iglesia y fuente de su fuerza santificadora.



El lugar de celebración para el matrimonio entre católicos ha de ser en una iglesia parroquial (con licencia del Ordinario o el párroco, puede celebrarse en otra iglesia u oratorio). Para el matrimonio entre parte católica y parte no bautizada, se puede celebrar en una iglesia o en otro lugar conveniente.



Después del matrimonio siguen unas formalidades que atañen más al párroco del lugar: anotar o registrar la celebración del matrimonio en el libro de matrimonios y también en el libro de bautismos.

10.3 Situaciones especiales en la celebración del matrimonio 10.3.1 La celebración de los matrimonios mixtos 

Matrimonio mixto es el que se celebra entre bautizados, de los cuales una parte es católica y la otra no. En sentido amplio, con ese nombre se designa también al matrimonio celebrado entre una parte católica y otra no bautizada (recibe también el nombre de matrimonio dispar).  El primer caso, matrimonio mixto en sentido estricto, es sacramento, requiriéndose la licencia del Ordinario para que pueda celebrarse sólo para la licitud.  El segundo caso, matrimonio mixto en sentido amplio, no es sacramento —pues no está bautizado uno de los contrayentes— y además necesita la licencia del Ordinario para que pueda ser celebrado válidamente.



La Iglesia, aunque nunca ha prohibido los matrimonios mixtos ha desaconsejado siempre su celebración. La permisión está en que el derecho a contraer matrimonio libremente es un derecho humano fundamental.



Para que se conceda la licencia matrimonial, la Iglesia ha determinado como requisitos necesarios: a) declaración que la parte católica está dispuesta a evitar cualquier peligro de apartarse de la fe y la promesa sincera de hacer cuanto sea posible por bautizar y educar a los hijos en la Iglesia católica; b) informar en su momento a la parte no católica sobre las promesas y obligaciones de la parte católica; c) instrucción a ambas partes sobre los fines y propiedades esenciales del matrimonio que no pueden ser excluidos por ninguno de los dos.  1998 Ricardo Hernández



Sobre la forma de celebración la Iglesia establece, como principio general, que se observe la forma canónica. Es una condición indispensable para la validez. Sólo si existen dificultades graves puede el Ordinario dispensarla.



Respecto a la celebración religiosa que pudiera tener lugar además de la forma canónica: está absolutamente prohibida la communicatio in sacris, tanto si se trata de una celebración conjunta en la que cada ministro realiza las ceremonias cada uno según su rito, como si la celebración tiene lugar de manera sucesiva.

10.3.2 La celebración del matrimonio de los bautizados no creyentes 

Como sacramento de Cristo y de la Iglesia, el matrimonio debe su eficacia a la acción de Cristo; pero, a la vez, esa eficacia no se produce al margen o sin tener en cuenta la fe de los contrayentes.



Al tratar de resolver esta cuestión hay que tener muy en cuenta dos cosas:  No se puede identificar matrimonio canónico y matrimonio sacramental.  Hay una inseparabilidad absoluta entre alianza o consentimiento y sacramento en el matrimonio entre bautizados. En la Familiaris consortio, n. 68 se resuelve esta cuestión.



Hacer lo que hace la Iglesia. Es requisito indispensable que los contrayentes —en cuanto ministros del sacramento— tengan la intención de hacer lo que hace la Iglesia, al menos de manera confusa y genérica. Cabría, sin embargo, un grado de increencia tal que serían los mismos contrayentes, y no la Iglesia, quienes impedirían la celebración que piden.



Matrimonio válido y sacramento. Por el bautismo, los contrayentes bautizados se han insertado definitivamente y forman parte de una economía en la que sólo pueden contraer matrimonio «en el Señor».  A los bautizados no les es posible elegir entre el derecho natural a contraer matrimonio y el derecho a casarse sacramentalmente.  La doctrina de la inseparabilidad entre matrimonio y sacramento entre los cristianos está ligada a una interpretación correcta de las consecuencias que comporta la consagración bautismal en los cristianos.



Conclusión: para que se dé el matrimonio–sacramento los únicos requisitos necesarios son: que sea celebrado entre dos bautizados, y que quieran casarse de verdad. En esa voluntad va incluida ya la intención de «hacer lo que hace la Iglesia» requerida en este sacramento.  Esta fe e intención de los contrayentes se presume que existe suficientemente mientras no se rechace explícita y formalmente la fe.  La decisión de los contrayentes de comprometer en su respectivo consentimiento conyugal toda su vida en un amor indisoluble y en una fidelidad incondicional, implica una actitud de obediencia a la voluntad divina que no puede darse sin la gracia divina. Queda así zanjada en ellos la rectitud de intención en su deseo de contraer matrimonio.  Lo verdaderamente decisivo de la cuestión es conocer si los contrayentes quieren o no quieren contraer matrimonio de acuerdo con el proyecto original de Dios sobre el matrimonio para toda la humanidad.

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11.0 La preparación al sacramento del matrimonio

11.1 Sentido y finalidad de la preparación al matrimonio 

Los protagonistas del sacramento del matrimonio son los mismos contrayentes, por lo que son ellos los primeros interesados y responsables de la preparación a su matrimonio.



Esta preparación, que siempre será necesaria, tiene dos fines: a) la educación y formación de los que se quieren casar de manera que puedan realizar una celebración no sólo válida, sino también digna y fructuosa; b) suscitar en ellos la capacidad para llevar a cabo con responsabilidad la misión para la que serán destinados por el sacramento.



Características. La preparación ha de ser: • ayuda, nunca sustitución: ha de estar orientada a que sean los futuros esposos los que descubran y se identifiquen con los valores del matrimonio; • diferenciada: acomodada a las diferentes etapas de la formación y desarrollo de la personalidad de los contrayentes; • progresiva: ha de seguir el plano inclinado de la superación y exigencia que comporta siempre la fidelidad al designio de Dios sobre las personas; • positiva: debe insistir en la excelencia de la vocación y misión del matrimonio, sin obviar las dificultades; • orientada a la práctica: debe contribuir al desarrollo de las virtudes y actitudes del todo necesarias para modelar la existencia de acuerdo con los principios de la doctrina.

11.2 Estructura y agentes 

La preparación al matrimonio tiene como principio operativo suyo y como protagonista responsable a la misma Iglesia, a través de sus estructuras y agentes (FC 69). Estos fundamentalmente son la familia, la comunidad eclesial y la parroquia en particular.

11.2.1 La familia 

A los padres corresponde el primer puesto singular en la preparación de los hijos para el matrimonio. Este quehacer familiar ha de proceder en comunión con la comunidad eclesial



El primer deber de los padres consiste en educar a los hijos humana y cristianamente. Tienen la grave responsabilidad de orientar y aconsejar a sus hijos a fin de que elijan bien su futuro, tanto por si se deciden por el matrimonio como si eligen otra vocación.  Los padres han de orientarles de manera más particular sobre la profundidad del amor matrimonial. Para esto, han de educarles en el cultivo de la castidad, de modo que puedan pasar, a la edad conveniente, de un honesto noviazgo vivido, al matrimonio.

11.2.2 La comunidad eclesial y la parroquia 

Toda la comunidad eclesial ha de estar comprometida es las distintas fases de la preparación matrimonial, pero según las exigencias del principio de subsidiariedad.



Los Obispos son los primeros responsables de la pastoral de la diócesis, les corresponde también la primera responsabilidad —subsidiaria respecto de la familia— en este sector de la pastoral. En la pastoral prematrimonial el requisito indispensable será siempre la fidelidad a la doctrina y disciplina de la Iglesia.



Como características de este magisterio prematrimonial se pueden señalar:  1998 Ricardo Hernández

a) ser completo: porque debe abarcar la doctrina del matrimonio en su totalidad, al menos en sus elementos esenciales; b) ser positivo: orientado sobre todo a mostrar las excelencias de la vocación matrimonial así como los medios que deben emplearse para vivirla; c) exigente: sabiendo que, con la gracia de Dios que siempre la da a quienes la piden humildemente, serán capaces de superar las dificultades.

11.3 Etapas de la preparación matrimonial 11.3.1 Preparación remota 

Se identifica esta preparación con la formación humana y cristiana propia de cualquier cristiano.



Si se ha educado cristianamente a los hijos, será más fácil después para ellos vivir el noviazgo y el matrimonio de acuerdo con el proyecto de Dios.



Para los cristianos es necesaria una sólida formación espiritual y catequética que sepa mostrar en el matrimonio una verdadera vocación y misión, sin excluir la posibilidad del don total de sí mismo a Dios (FC 66).

11.3.2 Preparación próxima: el noviazgo 

Este es el momento de la instrucción más particular sobre la especificidad de la vocación matrimonial y de la formación en los aspectos fundamentales y necesarios para una ordenada conducción y relación en el hogar.  Resultado final de este período de preparación próxima consistirá el conocimiento claro de las notas esenciales del matrimonio cristiano: unidad, fidelidad, indisolubilidad, fecundidad; la conciencia de fe sobre la prioridad de la gracia sacramental, que asocia a los esposos como sujetos y ministros del sacramento de Amor de Cristo Esposo de la Iglesia; la disponibilidad para vivir la misión propia de las familias en el campo educativo y social.



Especificando aún más los contenidos de esta formación: • el sentido del matrimonio como vocación a la santidad; • la dignidad del amor conyugal, su función y ejercicio; • el sentido y alcance de la paternidad responsable; • el conocimiento de los elementos necesarios para una ordenada conducción de la familia: en lo que respecta a la educación de los hijos, sabia administración del hogar, etc.; • las condiciones y disposiciones necesarias para la celebración válida y fructuosa del matrimonio.



En el noviazgo, cuando las manifestaciones de amor y afecto son limpias, éstas sirven para crecer y madurar en el amor. El esfuerzo por vivir la castidad ha de servir para ayudar a los futuros esposos a construir su matrimonio como una comunidad de vida y amor.



No se debe olvidar que la natural atracción entre el hombre y la mujer puede verse perturbada por el desorden derivado del pecado. Para vivir la «castidad en la continencia», será necesario el recurso al auxilio divino. Sólo entonces estarán los novios en disposición de proceder con rectitud en su trato.



La Iglesia ha rechazado siempre las llamadas relaciones prematrimoniales, son contrarias a la ley moral. El acto sexual ha de tener lugar única y exclusivamente en el matrimonio; fuera de éste constituye siempre un pecado grave y excluye de la comunión sacramental.  1998 Ricardo Hernández







Las relaciones sexuales prematuras no garantizan que la sinceridad y la fidelidad de la relación interpersonal entre un hombre y una mujer queden aseguradas, y sobre todo protegidas contra los vaivenes de las pasiones. El amor humano no tolera la prueba; exige un don total y definitivo de personas entre sí (FC 80). Sólo el matrimonio ofrece el espacio adecuado para que el acto sexual alcance su plenitud de sentido. Este tipo de relaciones “anticipadas” contradicen frontalmente la naturaleza misma de la entrega sexual que, en cuanto entrega de persona a persona, exige siempre el marco del matrimonio, como garantía de la verdad de esa donación. Un ejercicio de la sexualidad que no revista las notas de totalidad y exclusividad es una mentira. Las relaciones prematrimoniales son, en definitiva, expresiones de una realidad que no existe todavía, son un lenguaje que no encuentra correspondencia objetiva en la vida de las dos personas, aún no constituidas en comunidad definitiva.

11.3.3 Preparación inmediata 

Aquí debe hacerse a los novios una catequesis tanto de la doctrina acerca del matrimonio y de la familia como del sacramento y sus ritos, oraciones y lecturas, de tal manera que los contrayentes puedan celebrar su matrimonio cons-ciente y fructuosamente. Se trata aquí de buscar que la celebración del matrimonio, además de válida, sea fructuosa.



Para que esta celebración sea fructuosa, en la preparación los contrayentes han de recibir, si es necesario, el sacramento de la Reconciliación y acercarse a la sagrada Eucaristía, principalmente en la misma celebración del matrimonio.



Los que no hayan recibido el sacramento de la Confirmación, deberán hacerlo antes de ser admitidos al Matrimonio. La recepción de la Confirmación, es condición necesaria para la licitud del matrimonio, pero se prescribe sólo en el caso de que sea posible hacerlo sin dificultad grave.



Toda la preparación al matrimonio debe ser propuesta y actuada de manera que su eventual omisión no sea un impedimento para la celebración del matrimonio (FC 66).

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12.0 Los esposos, protagonistas de la alianza matrimonial

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5a PARTE: LOS EFECTOS DEL SACRAMENTO 13.0 El vínculo matrimonial

13.1 El vínculo conyugal, representación real de la unión de Cristo con la Iglesia 

La celebración del matrimonio da lugar, entre el hombre y la mujer, a una unión de tal peculiar naturaleza que vienen ambos a ser «una sola carne».



Esta singular comunión es el vínculo matrimonial, por su misma naturaleza perpetuo y exclusivo. Este el primero e inmediato efecto de todo matrimonio válidamente celebrado. Constituye la esencia del matrimonio, estando establecido por Dios.  La estructura sacramental del matrimonio tiene tres elementos: a) el signo sacramental (sacramentum tantum), que es el consentimiento mutuo de los contrayentes (matrimonio in fieri); b) el efecto primero e inmediato del sacramento (res et sacramentum), que es el vínculo conyugal (matrimonio in facto esse); y c) la gracia del sacramento (res tantum).



La participación que tiene todo bautizado del misterio de amor que une a Cristo con la Iglesia, reviste una especificidad propia en el sacramento del matrimonio: tiene lugar a través del vínculo matrimonial. Entre la alianza de Cristo con la Iglesia y la alianza matrimonial del sacramento del matrimonio, se da una relación real, esencial e intrínseca.



El matrimonio, como todo sacramento, es memorial, actualización y profecía: en cuanto memorial, el sacramento da a los cónyuges la gracia y el deber de recordar las obras grandes de Dios, así como de dar testimonio de ellas ante los hijos; en cuanto actualización, les da la gracia y el deber de poner por obra en el presente, el uno hacia el otro y hacia los hijos, las exigencias de un amor que perdona y que redime; en cuanto profecía, les da la gracia y el deber de vivir y de testimoniar la esperanza del futuro encuentro con Cristo. (FC 13)

13.2 El amor conyugal asumido por el amor divino 

El amor conyugal está definido por tres notas que le son particulares: a) se origina a partir de la alianza matrimonial (la celebración del matrimonio); b) es eminente humano, o sea, va de persona a persona; y c) compromete la dimensión sexual.



Señala Vaticano II que cuando el Señor sale al encuentro de los esposos cristianos por medio del sacramento del matrimonio, el amor conyugal auténtico es asumido por el amor divino y se rige y enriquece por la virtud redentora de Cristo y la acción salvífica de la Iglesia, para conducir eficazmente a los cónyuges a Dios y fortalecerlos en la misión de paternidad y la maternidad.  Este amor conyugal, al ser asumido en el amor divino, no pierde ninguna de las características que le son propias, en cuanto realidad humano–creacional. Es el amor genuinamente humano lo que es asumido en el orden nuevo y sobrenatural de la redención, amor en el que se produce una auténtica transformación ontológica, pues éste es elevado sobrenaturalmente.  Por esto, el modo humano de vivir la relación conyugal es condición necesaria para vivir ese mismo amor de manera sobrenatural, es decir, en cuanto signo del amor de Cristo y de la Iglesia.

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Esta asunción y transformación del amor matrimonial en el amor divino no es transitoria. Es tan permanente —mientras vivan— y exclusiva como lo es la unión de Cristo con la Iglesia.



En el amor de Cristo por la Iglesia, los esposos cristianos han de encontrar siempre el modelo y la norma de su mutua relación. Pero, el amor de Cristo ha de ser la referencia constante de ese amor, porque primero y sobre todo es su fuente.



Sólo el auxilio de Dios hace a los cónyuges capaces de vencer el repliegue sobre sí mismos y abrirse al «otro» mediante la entrega sincera de sí mismos. El Señor se ha dignado sanar, perfeccionar y elevar este amor con el don especial de la gracia y de la caridad.  Sanarlo, porque el amor conyugal, aunque es una realidad buena en sí misma, debido al desorden del pecado, necesita del auxilio de la gracia para ser vivido con rectitud y de manera auténticamente humana.  Perfeccionarlo, en cuanto que, aparte de consolidar las exigencias y características del amor conyugal como realidad humano–creacional, le proporciona una nueva dirección y medida (la del amor de Cristo por la Iglesia) y hace a los esposos capaces de vivirlo en plenitud.  Elevarlo, porque, como consecuencia de la inserción en el misterio de amor de Cristo por la Iglesia, ese amor conyugal es convertido en expresión y cauce de ese mismo amor. (FC 13)

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14.0 La gracia del sacramento del matrimonio

14.1 Realidad y características de la gracia del matrimonio 

Trento definió solemnemente que el sacramento del matrimonio, en aquellos que lo reciben sin poner óbice, es causa de la gracia. Hasta aquí la doctrina de fe; pero es común en la teología y en el Magisterio afirmar que la gracia conferida consiste en el aumento de la gracia santificante (y de todo el cortejo de dones y virtudes que la acompañan) y también en el derecho a los auxilios necesarios para desempeñar la misión propia del matrimonio.



Trento habla de la gracia sacramental propia del sacramento del matrimonio como aquella que está ordenada a perfeccionar el amor natural de los cónyuges, confirmar su indisoluble unidad y a santificarlos. Añadirá Vaticano II que por medio de esta gracia se ayudan mutuamente a santificarse con la vida matrimonial conyugal y en la acogida y educación de los hijos. Vaticano II suprime la palabra «natural» de la expresión «amor natural» utilizada por Trento, a fin de evitar una interpretación extrinsicista de la gracia en relación con la naturaleza humana.



La participación de los casados en la alianza de amor entre Cristo y la Iglesia tiene como finalidad hacerles capaces de vivir su unión según el modelo de la unión de Cristo con la Iglesia. Eso significa que cuentan con los auxilios necesarios para modelar sus vidas de acuerdo con esa participación.  Dios se ha comprometido con los esposos; éstos tienen «derecho» a los auxilios sobrenaturales necesarios para vivir la finalidad del sacramento del matrimonio. El «derecho» es estable o permanente, si bien los auxilios son temporales (transeúntes): se concederán cuando sean necesarios.



En el matrimonio, esa unión de Cristo con la Iglesia se realiza a través del vínculo conyugal, éste viene a ser el cauce por el que se les confiere la gracia sacramental.

14.2 El matrimonio, sacramento de la mutua santificación de los esposos 14.2.1 La gracia sacramental en la santificación de los esposos 

En el matrimonio, la santificación sacramental alcanza a la humanidad del hombre y de la mujer (como en todo otro sacramento), precisamente en cuanto esposos. Efecto del sacramento es que la vida conyugal esté elevada a una dimensión de santidad real y objetiva.



Que el matrimonio sea fuente y medio original de la santificación de los esposos significa dos cosas: a) el sacramento del matrimonio concede a cada cónyuge la capacidad necesaria para llevar a su plenitud existencial la vocación a la santidad recibida en el bautismo; b) a la esencia de esa capacitación pertenece ser al mismo tiempo e inseparablemente, instrumento y mediador de la santificación del otro cónyuge y de toda la familia.



Surge entre los esposos una relación de tal naturaleza que la mujer vive la condición de esposa en cuanto está unida a su marido y viceversa. De la misma manera que la Iglesia sólo es ella misma en virtud de su unión con Cristo.  El amor de Cristo a la Iglesia tiene como finalidad esencialmente su santificación: “Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella… para santificarla” (Ef 5,25-26).



La tarea de los esposos, en el plano existencial, consiste en advertir el carácter sagrado y santo de su alianza conyugal, y modelar el existir común de sus vidas sobre la base y como una prolongación de esa realidad participada. Algo que tan sólo es dado hacer con  1998 Ricardo Hernández

el ejercicio de las virtudes sobrenaturales y humanas, en un contexto de amor a la Cruz, condición indispensable para el seguimiento de Cristo. 14.2.2 El «dominio de la concupiscencia», dimensión de la gracia sacramental del matrimonio 

El dominio de la concupiscencia se da en primer lugar, sanando el corazón, y en segundo lugar, restituyendo la fuerza para poderse dar uno mismo adecuadamente.



El matrimonio es una expresión del poder salvífico de Dios, capaz de llevar a los cónyuges a la realización plena del designio de Dios. Primero, porque les libera de la «dureza del corazón», en la que están inmersos por el pecado original y que dificulta el entender correctamente la verdad del matrimonio; y después, porque comporta la entrega efectiva de las gracias necesarias para superar las dificultades que puedan sobrevenir.



Es con el dominio de la concupiscencia (la libertad del corazón) como es posible vivir la unidad y la indisolubilidad del matrimonio. Cuando se afirma que uno de los fines del matrimonio es servir de «remedio a la concupiscencia» se está diciendo que al matrimonio le corresponde, como don o gracia particular, dominar el desorden de las pasiones, estableciendo la armonía de corazón. Matrimonio significa aquí el orden ético introducido conscientemente en el ámbito del corazón del hombre y la mujer y en el de sus relaciones recíprocas como marido y mujer.  No se puede entender el «remedio de la concupiscencia» como una tolerancia, en el seno del matrimonio, de algo en sí pecaminoso. Remediar la concupiscencia es superarla y vivir la santidad.

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6a PARTE: LAS PROPIEDADES DEL MATRIMONIO 15.0 La unidad indivisible de la comunión conyugal

15.1 Sentido y significado de la unidad como propiedad del matrimonio 

El amor conyugal, la condición personal de los esposos, su radical igualdad y dignidad, y el bien de los hijos, exigen que la comunión conyugal sea exclusiva.



Uno de los rasgos esenciales y configuradores de esa unión y del amor de Cristo por la Iglesia es la unidad indivisible, la exclusividad. Cristo se entregó y ama a su Iglesia de manera tal, que se ha unido y la ama a ella sola.



El sacramento hace que la realidad humana sea transformada desde dentro hasta el punto de que la comunión de los esposos sea anuncio y realización de la unión Cristo– Iglesia.

15.2 La enseñanza de la Escritura sobre la unidad del matrimonio 15.2.1 Un solo hombre y una sola mujer 

Son relevantes los relatos de los orígenes sobre la creación del hombre —especialmente Gn 2,24— y los textos de los profetas sobre el simbolismo de la alianza matrimonial.



El sentido del relato de la creación, Gn 2,18-24, no ofrece dudas: por el matrimonio el hombre y la mujer se hacen «una sola carne», de manera que ya no son dos, sino una unidad de dos en lo conyugal.



Está también el texto sobre la indisolubilidad del matrimonio en Mc 10,2-12. En la condena del divorcio que se hace en este relato se afirma la unidad del matrimonio. Con relación a la unidad del matrimonio las enseñanzas principales son: a) el plan de Dios para el matrimonio es que éste sea uno, que se celebre entre un solo hombre y una sola mujer; b) el precepto de Moisés, permitiendo el acta de repudio, se debió a la «dureza de corazón» de los hombres: a las dificultades del ser humano para comprender el plan divino originario; c) sigue vigente el plan originario sobre la unidad del matrimonio.



Los escritos paulinos, 1Co 7,2-10 y Rm 7,1-3 enseñan claramente que ni la mujer ni el marido pueden casarse otra vez. Si ha habido separación, la única posibilidad que cabe es la de reconciliarse o la de permanecer separados. Esto no es doctrina del Apóstol, sino del Señor.

15.2.2 La «permisividad» de la poligamia en el Antiguo Testamento 

Hubo varias razones que dieron lugar a la poligamia en Israel. Se suelen apuntar razones de orden político (v.g., aumentar el poder formando alianzas con otros pueblos gracias a los casamientos), religioso (tener muchos hijos se consideraba una bendición de Dios), etc.



Pero el verdadero motivo se debe poner en el pecado. La Escritura así lo afirma: el pecado ha introducido en las relaciones hombre–mujer un desorden —una «dureza de corazón» (Mt 19,8)— que ha sido la causa de la adulteración que ha sufrido la doctrina de «el principio» sobre la unidad del matrimonio.  La poligamia, según la fe, no se origina en la naturaleza del hombre y de la mujer, ni en la naturaleza de sus relaciones, sino en el pecado. El primer pecado, ruptura con Dios, tiene como consecuencia primera la ruptura de la comunión original entre el hombre y la mujer.  1998 Ricardo Hernández



El verdadero problema se plantea, sin embargo, no en el hecho de la existencia de la poligamia, sino en que la Escritura da a entender la permisión de la poligamia por parte de Dios. Ante esto, hay que tener en cuenta la condescendencia divina (synkatabasis) al momento de interpretar los textos que pueden dar a entender ese permisivismo. La existencia del divorcio sería una forma de disminuir los crímenes domésticos a que los inclinaba la dureza del corazón. 

La «condescendencia divina» no significa la aprobación de la poligamia sino su tolerancia.

15.3 La unidad del matrimonio en la tradición de la Iglesia 15.3.1 La patrística 

Los Santos Padres son unánimes en afirmar que la unidad es una propiedad del matrimonio, por lo menos tal y como ha sido instaurado por Cristo.  Los argumentos más utilizados para mantener esta doctrina: a) que está exigida por el designio de Dios desde el principio Tertuliano, San Jerónimo); b) que ha sido ratificada por el Señor (Clemente de Alejandría); c) que así lo exige el matrimonio como símbolo de la unión de Cristo con la Iglesia (San Agustín).  De tal manera proclaman la unidad del matrimonio cristiano que llegan a desaconsejar las segundas nupcias.

15.3.2 El Magisterio de la Iglesia 

El Magisterio es también constante en proclamar la doctrina de la unidad del matrimonio.



En cuanto a la poligamia, aunque ésta no se opone directamente contra la generación de la prole, sí va contra la mutua ayuda y atenta de modo especial a la dignidad de la mujer. Trento fue muy enfático en declarar tanto la ilicitud de la poligamia como la invalidez de los “matrimonios” polígamos. El texto conciliar afirma varias cosas: a) está prohibido a los cristianos tener a la vez varias mujeres, es decir, el matrimonio es monogámico; b) esta prohibición se debe a una ley divina; c) esta enseñanza está revelada, al menos implícitamente, en la Sagrada Escritura. El Magisterio posterior de la época se limita a repetir la doctrina de Trento.



A partir de la Enc. Castii connubii, de Pío XI (1930), el Magisterio adopta cada vez más una línea de exposición en la que se considera la unidad desde el amor conyugal y ya no tanto desde la unión matrimonial: la unidad es una propiedad del matrimonio exigida por la fidelidad y santidad de la unión matrimonial.



Gaudium et spes (1965) aborda el tema desde el amor conyugal: la unidad del matrimonio es reclamada por la naturaleza del amor conyugal, la dignidad personal de los esposos y el bien de los hijos.

15.3.3 La unidad, exigencia antropológica 

La unidad del matrimonio es una propiedad exigida por la condición personal de los esposos y también por la dignidad de los hijos. La unidad pertenece al ser del matrimonio y está pedida por la misma ley natural.  La dignidad personal de los hijos sólo se protege adecuadamente dentro de la unidad del matrimonio.



De la unidad cuerpo–espíritu en la persona humana —el cuerpo es «corpore et anima unus»— y de la imposibilidad de reducir la sexualidad a simple biología —la sexualidad  1998 Ricardo Hernández

es una modalidad de la corporeidad—, surge la unidad del matrimonio, como una exigencia de la verdad del pacto de amor conyugal con que se han unido.

15.4 La «fidelidad» y las «rupturas» o atentados contra la unidad conyugal 15.4.1 La «fidelidad» como profundización de la unidad 

La comunión conyugal de los esposos está llamada a crecer continuamente a través de la fidelidad cotidiana a la promesa matrimonial de la recíproca donación total (FC 19). Siempre puede darse una mayor radicación del amor de los esposos en el amor de Cristo por la Iglesia y, en consecuencia, siempre es posible una mayor fidelidad al reflejar el amor divino participado.



El poder caminar unidos, sin cansarse uno del otro, reconociendo el don de Dios, es siempre una gracia. Pero además de este auxilio de Dios, se necesita siempre de la respuesta y la colaboración de los esposos.  En no pocas ocasiones, se les pedirá a los esposos un esfuerzo que puede llegar hasta el heroísmo, porque no habría (en ese momento) otra forma de responder a las exigencias propias del matrimonio como vocación a la santidad.



En este esfuerzo —mantenido siempre con la oración y la vida sacramental— los esposos deberán estar vigilantes para que no entre la «desilusión» en la comunión que han instaurado.  Los matrimonios tienen gracia de estado —la gracia del sacramento— para vivir todas las virtudes humanas y cristianas de la convivencia: la comprensión, el buen humor, la paciencia, el perdón, la delicadeza en el trato mutuo.

15.4.2 Las «rupturas» o atentados contra la unidad 

A la unidad y exclusividad del matrimonio y amor conyugal se oponen la poligamia y el adulterio. También cualquier otra forma de lujuria que atente contra la fidelidad conyugal: la masturbación, los actos homosexuales… El término «ruptura» significa aquí todo cuanto contradice la unidad en cuanto propiedad del matrimonio.

La poligamia 

La poligamia no se ajusta a la ley moral y contradice radicalmente la comunión conyugal y la unidad del matrimonio por varias razones: a) niega directamente el designio de Dios, tal como es revelado desde los orígenes; b) es contraria a la igual dignidad del hombre y la mujer en el matrimonio y va contra la naturaleza del amor conyugal que, en cuanto tal, reclama la exclusividad en la totalidad y la totalidad en la exclusividad; c) se opone, o al menos dificulta grandemente, el bien de los hijos, en cuanto fin del matrimonio.



En los cristianos unidos en matrimonio, además, contradice a la razón más profunda de la unidad de su matrimonio y amor conyugal: la fidelidad de Dios a su alianza, el amor de Cristo a su Iglesia.

El adulterio 

Se define como la relación sexual entre un hombre y una mujer, uno de los cuales —al menos— está casado. Aparece condenado claramente en la Escritura, tanto en los actos externos como en los internos (deseo de la mujer, u hombre, del prójimo).



La enseñanza del A.T. es que el adulterio lesiona gravemente la estabilidad del matrimonio y es un pecado contra el designio divino sobre esa institución. El N.T. confirma y proclama la gravedad de este pecado, pero, sobre todo, es un testimonio del  1998 Ricardo Hernández

amor de Cristo para con los que manifiestan arrepentimiento. Los evangelios testimonian abiertamente la actitud de misericordia y perdón del Señor, a diferencia del A.T. en que se apuntaba principalmente al castigo. 

No cabe ninguna excepción a la gravedad intrínseca del adulterio, ni siquiera en el caso que se cometiera con el consentimiento del propio cónyuge. Desde el punto de vista objetivo es siempre gravemente pecaminoso.



El Catecismo hace un elenco de los motivos de la malicia moral del adulterio:  es una injusticia; el que lo comete falta a sus compromisos; lesiona el signo de la Alianza que es el vínculo conyugal; quebranta el derecho del otro cónyuge y atenta contra la institución del matrimonio, violando el contrato que le da origen; compromete el bien de la generación humana y de los hijos, que necesitan de la unión estable de los padres.  Se trata de un pecado contra el cuerpo, que entraña la pérdida de su significado esponsalicio.



El adulterio es un acto intrínsecamente malo, nunca puede ser justificado, aunque el fin que se pretenda sea bueno. La sexualidad humana posee una significación intrínseca e inmanente a sí misma, que no depende de la quiera conferirle la voluntad humana.

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16.0 Una comunión indisoluble

16.1 Sentido y significado de la indisolubilidad como propiedad del matrimonio 

El hombre y la mujer que se casan forman una «unidad de dos». Esto quiere decir una unidad tan profunda que abarca la totalidad de las personas de los esposos, en cuanto sexualmente distintos y complementarios; y, por ello, connota necesariamente perpetuidad.



La indisolubilidad es requisito indispensable de la verdad de la donación matrimonial, a la vez que es su manifestación más genuina. Tan sólo así será posible vivir existencialmente el matrimonio como comunidad de vida y amor.



El matrimonio es intrínsecamente indisoluble en cuanto que no está en la voluntad de los cónyuges poder romper el vínculo conyugal que han contraído.



En el matrimonio cristiano esta indisolubilidad es confirmada, purificada y perfeccionada por la comunión de los esposos en Jesucristo dada mediante el sacramento del matrimonio.



El motivo y la significación más profundas de la indisolubilidad: representar y testimoniar la fidelidad de Dios a su alianza, de Cristo a su Iglesia. De la misma manera que no se pueden separar en Cristo su humanidad y divinidad, así tampoco se puede romper la unidad de los esposos que se ha constituido por el sacramento.  El matrimonio viene a ser, en consecuencia, la manifestación histórica y visible del amor de Cristo a su Iglesia.



La plenitud de significado, a la que la indisolubilidad es llevada por el sacramento, comporta que el amor de Cristo por la Iglesia sea la fuente y la norma de la fidelidad y relación de amor entre el hombre y la mujer en el matrimonio.  En la sacramentalidad está la razón esencial de la indisolubilidad, y entre una y otra se da una relación de causalidad recíproca. La indisolubilidad, como dimensión profunda y misteriosa del matrimonio, manifiesta el amor de Dios.

16.2 Los datos de la Escritura 16.2.1 La enseñanza sobre la indisolubilidad 

ANTIGUO TESTAMENTO. El designio originario de Dios sobre el matrimonio es que sea indisoluble. El texto de Gn 2,24 (“serán los dos una sola carne”) habla claramente de que se trata de una unión íntima, total y duradera; no es una unión temporal y externa. Con los profetas, la fidelidad matrimonial es presentada como una imagen de la fidelidad de Dios a la Alianza.



NUEVO TESTAMENTO. La afirmación de la indisolubilidad del matrimonio se hace expresa y directamente. Los textos principales se encuentran en los evangelios (Mt 5,32; 19,3-9; Mc 10,2-12; Lc 16,18) y en los escritos paulinos (1Co 7,10-11 y Rm 7,2-3).

Mt 19,3-9 

A la pregunta de cómo ha de interpretarse la ley de Moisés que permitía el divorcio (Dt 24,1-4), el Señor no entra en la casuística presentada por los fariseos sino que responde recordando el designio originario de Dios sobre el matrimonio. Según este designio el matrimonio es indisoluble, y, en consecuencia, debe quedar abolida cualquier práctica que no sea conforme con el plan divino.

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Escritos paulinos 

En 1Co 7,10-11, a la cuestión planteada por los cristianos de Corinto, el Apóstol propone como enseñanza del Señor y no suya: a) la mujer no se separe del marido; pero si se separa puede hacer dos cosas: no casarse de nuevo o reconciliarse con el marido; b) el marido no despida a la mujer: si lo hace, tampoco puede casarse de nuevo.



Para San Pablo la prohibición del divorcio no ha sido introducida por la Iglesia, se debe a una disposición del Señor.

16.2.2 Las cláusulas «divorcistas» (Mt 5,32; 19,9) 

La Iglesia siempre ha defendido que los incisos “divorcistas” —«excepto el caso de fornicación» (Mt 5,32) y «salvo el caso de fornicación» (Mt 19,9)— no deben interpretarse como una excepción a la ley de la indisolubilidad. La Iglesia nunca ha encontrado en el adulterio un motivo para la disolución del matrimonio.  Frente a las interpretaciones que pretenden ver en estos textos una excepción hay que decir que los mismos textos apelan claramente al designio de Dios del «principio» para afirmar la condición indisoluble del matrimonio, que se confirma de nuevo. Por otro lado, no tendría lugar la superación y perfeccionamiento de la ley mosaica (Mt 5,17), que es el contexto en el que se trata la cuestión: lo que haría el Señor sería acomodarse a la interpretación rigurosa de la escuela de Shammai.



Existen varios intentos de explicación de estos incisos que no introducen excepción alguna a la ley de la indisolubilidad.  Las partículas «salvo» (mè) y «excepto» (parektòs). Esas partículas podrían entenderse teniendo una significación inclusiva, y no sólo prohibitiva, que suele ser la más común. Este argumento, aunque tiene buen apoyo filológico, es de difícil aceptación.  El significado del término «fornicación» (porneia). «Fornicación» no significaría propiamente «adulterio», sino que designaría las uniones ilegales: los concubinatos o las uniones incestuosas. El uso del término porneia con esta acepción cuenta con otros apoyos escriturísticos. En este caso, además de ratificar la doctrina de la indisolubilidad en todos los casos, se condenaría claramente esa clase de uniones que no pueden considerarse indisolubles ya que no son un verdadero matrimonio.  Las cláusulas consideran la posibilidad de «separación», no de «divorcio» . El sentido de la respuesta del Señor estaría en que los esposos se pueden separar en el caso de adulterio, pero no pueden casarse. Esta interpretación no explica bien cómo, en el texto de Mt 19,9, el inciso haya de referirse tan sólo a la primera parte de la frase y no a toda ella. Por otro lado, la cuestión que proponen los fariseos versa sobre el divorcio, no sobre la separación.

16.3 La indisolubilidad en la tradición de la Iglesia 16.3.1 La unanimidad de los cinco primeros siglos 

Los Padres, leyendo los incisos de Mt 5,32 y Mt 19,9 según su sentido más conflictivo, siempre los interpretan como «separación»: esa es la única posibilidad que se les concede. La tesis general de los Padres es que el matrimonio es indisoluble.  San Agustín es el primero que argumenta la indisolubilidad del matrimonio a partir de la unión de Cristo con la Iglesia: el matrimonio cristiano es indisoluble porque es «imagen» del misterio de amor indisoluble y fiel de Cristo a su Iglesia.

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16.3.2 La doctrina y praxis en Occidente y en Oriente a partir del siglo VI 

Hasta fines del siglo VIII, hay algunos textos de carácter disciplinar que parecen constituir una excepción y permitir en algunos casos la ruptura y disolución del matrimonio.

Occidente 

Cánones de los Concilios o Sínodos. Se dieron algunos casos en los que se permitió el divorcio, tratándose sólo de casos de tolerancia. Serían tan sólo «permisiones» con el fin de evitar las situaciones desastrosas que pudieran seguirse de sancionar con severidad los atentados contra la indisolubilidad. Ya desde finales del siglo VIII, ningún Concilio deja el menor margen ni resquicio para pasar a segundas nupcias mientras viva el otro cónyuge.



Las Colecciones Canónicas. No existe ningún texto divorcista en las colecciones de carácter universal. Sí hay algunos textos en las colecciones canónicas particulares. Aquí hay que tener en mente que hasta el siglo XII no se determina con claridad la distinción entre nulidad del matrimonio y disolución del vínculo.



Las Decretales. En ellas se encuentran abundantes referencias a las cuestiones matrimoniales y en las que siempre, de manera explícita, se proclama la indisolubilidad.

Oriente 

Desde el siglo VI, en Oriente, la Iglesia admite oficialmente el divorcio, aunque por mutuo consentimiento. Esto pudo haberse debido quizás por el sometimiento al poder civil, por el que la Iglesia Oriental adoptó la legislación imperial.

16.4 La enseñanza de Trento sobre la indisolubilidad 

En la Sesión XXIV, sobre el sacramento del matrimonio, el Concilio sale al paso de las teorías protestantes que tenían al matrimonio como realidad meramente profana. Al poner un acento en el aspecto contractual humano, los protestantes hacían depender la posibilidad del divorcio, en el fondo, de la decisión de los cónyuges. Los Padres conciliares, por unanimidad, afirmaron que el matrimonio es indisoluble por su propia naturaleza.



El texto del Concilio afirma: a) en caso de adulterio, el matrimonio es indisoluble por lo menos en lo que toca a la decisión de los cónyuges (aquí el Concilio tiene en cuenta a los orientales, cuyas prácticas divorcistas no quiere condenar); b) la Iglesia es infalible cuando propone esta doctrina.



Por tanto, la indisolubilidad del matrimonio no es definida en sí misma, sólo indirectamente: se condena la tesis protestante que decía que la Iglesia cae en el error al enseñar la indisolubilidad del matrimonio en caso de adulterio.

16.5 La indisolubilidad, exigencia antropológica 

La fidelidad es el mayor ejercicio de la libertad. Es una exigencia del verdadero amor. El auténtico amor tiende por sí mismo a ser algo definitivo, no algo pasajero.



La indisolubilidad del matrimonio viene reclamada por la persona: el bien de los esposos y el bien de los hijos.



El bien de los esposos. «La donación física total sería un engaño si no fuese signo y fruto de una donación en la que está presente toda la persona, incluso en su dimensión  1998 Ricardo Hernández

temporal; si la persona se reservase algo o la posibilidad de decidir de otra manera en orden al futuro, ya no se donaría totalmente» (FC 11).  La indisolubilidad es la plenitud de la unidad en el tiempo. Tan sólo hay verdad en la donación esponsal cuando hay voluntad de duración y promesa de fidelidad. No hay fidelidad en el matrimonio sin indisolubilidad: la indisolubilidad es la forma objetiva de la fidelidad. 

El bien de los hijos. El matrimonio debe ser indisoluble porque, de no serlo, difícilmente se podría proveer de manera adecuada a la educación de los hijos. Sólo el matrimonio indisoluble atiende perfectamente al «fin primario» del matrimonio: la procreación– educación de los hijos.

16.6 La indisolubilidad, don y testimonio 

El matrimonio es vocación cristiana a la santidad. Por eso, la indisolubilidad es un don: es una llamada de Dios que al mismo tiempo es gracia —participación real en la indisolubilidad irrevocable con que Cristo está unido y ama a su Iglesia—, capaz de hacer permanecer a los esposos siempre fieles entre sí.



La fidelidad conyugal la alcanzan quienes, venciendo el egoísmo que acecha constantemente la comunión conyugal, se esfuerzan por amar de verdad y, confiando en la gracia de Dios, son conscientes de que “quien ama de veras al propio consorte, no lo ama por cuanto recibe de él, sino por él mismo, con la alegría de poder enriquecerlo con el don de sí” (HV 9).

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17.0 La indisolubilidad «extrínseca» de la comunión conyugal

17.1 La indisolubilidad del matrimonio entre los bautizados 

Consecuencia de la comprensión de la naturaleza y alcance de la «potestad de las llaves» recibida de Cristo, la Iglesia fue tomando conciencia de la existencia de una potestad especial para juzgar las causas matrimoniales; y en concreto, sobre cuanto atañe a la indisolubilidad matrimonial. El resultado es la convicción de que el Papa goza de un cierto poder sobre el vínculo matrimonial, hasta el punto de que puede llegar a disolver también el matrimonio sacramental en algunos casos.

17.1.1 La indisolubilidad «absoluta» de los matrimonios ratos y consumados 

En el matrimonio de los bautizados, una vez que ha sido consumado, la doctrina y la disciplina de la Iglesia es terminante: «no puede ser disuelto por ningún poder humano, ni por ninguna causa fuera de la muerte». Ni la autoridad de la Iglesia, ni mucho menos, la voluntad de los esposos, pueden disolverlo.  Los Papas nunca han disuelto los matrimonios ratos y consumados. Y además siempre han afirmado que no tenían potestad alguna para hacerlo.



Razón teológica. Si el matrimonio cristiano se ha convertido en símbolo real de la alianza de amor entre Dios y los hombres, y esta alianza no cesa a pesar de la infidelidad humana, tampoco puede cesar la alianza de amor del matrimonio. Una alianza que es absoluta y definitiva, se hace además absolutamente indisoluble cuando se añade la consumación por la cópula o acto conyugal.



Consecuencia. La consumación, aunque no es un elemento coesencial para la constitución del signo sacramental (como defendía la teoría «copular»), sí es significativa para la integridad de este signo, para llevar a plenitud la significación sacramental.  La consumación no se relaciona con el momento constitutivo del matrimonio, sino con la dignidad y significación sacramental, y con la posibilidad de disolución del vínculo sacramental.

17.1.2 La indisolubilidad del matrimonio rato y consumado, ¿una cuestión cerrada? 

En favor de una revisión de la praxis y doctrina de la Iglesia se aducen argumentaciones diversas: a) nuevos conceptos de sacramentalidad y consumación; b) concebir la indisolubilidad tan sólo como el ideal; c) nueva interpretación de la potestad vicaria.



Nuevo concepto de «sacramentalidad–consumación». Un concepto integral de la consumación requiere no sólo la realización del acto conyugal apto de suyo para la generación de la prole, sino el encuentro total de la persona. En vez hablar de matrimonio rato–consumado habría que hablar de matrimonio instaurado y matrimonio consagrado: el primero iniciado por el consentimiento matrimonial; el segundo sería el consagrado por la vida en común, aquél matrimonio en el que el amor conyugal ha llegado a una cierta perfección humana y cristiana.  Crítica. Aquí se está identificando matrimonio con amor conyugal: no hay diferencia entre el vínculo conyugal y el existir matrimonial, por lo que el matrimonio no comporta el «pertenecerse recíprocamente». También, se concibe la sacramentalidad de una manera extrinsicista: como relación externa con la unidad de Cristo–Iglesia, no como una participación real en el misterio de amor de Cristo y de la Iglesia. Se identifican sacramento y comportamiento conyugal.  Es suficiente ese mínimo de racionalidad, voluntariedad y normalidad que permita calificar el consentimiento como acto humano en su contenido y en su realización.  1998 Ricardo Hernández



La indisolubilidad como supuesto «ideal». Plantea esta otra teoría que el ideal exigente y absoluto pedido por Cristo, más que determinar un programa de vida para vivirse, constituiría una invitación a seguir un camino de perfección, una meta a la que tender. La indisolubilidad sería tan sólo un ideal.  Crítica. La indisolubilidad se muestra se muestra como una exigencia del matrimonio y una norma obligatoria y válida para todos desde «el principio». Cristo mismo confirma esta exigencia.



Nueva interpretación de la potestad de las llaves». Si la Iglesia puede disolver los matrimonios ratos y no consumados, podría también disolver los ratos–consumados. Esta potestad estaría incluida en el «poder de las llaves». La Iglesia en virtud del principio de la oikonomía —mirando siempre el bien de las lamas—, podría disolver los matrimonios en cuestión.  Crítica. La misma Iglesia confiesa que el «poder de las llaves» no llega hasta disolver el matrimonio rato y consumado. El designio de Dios sobre el matrimonio es tal que, ni a los bautizados les es posible unirse en un matrimonio que no sea el sacramental, ni a la Iglesia le es posible disolverlo, una vez que ha conseguido su plena significación por la consumación.

17.1.3 La indisolubilidad de los matrimonios ratos y no consumados 

Bajo ciertas condiciones, los matrimonios que no han sido consumados, aunque hayan sido celebrados entre bautizados y sean sacramento, pueden ser disueltos por el Papa en virtud de su poder ministerial.



Como ya se ha dicho, la esencia del matrimonio está constituida por el consentimiento matrimonial; si bien, a la consumación se debe su absoluta indisolubilidad.



El matrimonio no consumado entre bautizados puede ser disuelto con causa justa por el Romano Pontífice, a petición de ambas partes o de una de ellas, aunque la otra se oponga (CIC 1142). Tratándose de una cuestión de disciplina general que atañe a la vida de la Iglesia, la conclusión es que la Iglesia no ha caído en el error al actuar así.

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7a PARTE: CONSIDERACIÓN MORAL Y PASTORAL DE ALGUNAS SITUACIONES ESPECIALES 18.0 La separación conyugal

18.1 Moralidad de la separación conyugal 

Se puede definir la separación conyugal como la suspensión de los derechos y deberes conyugales, o sea, la ruptura de la comunidad de vida y convivencia conyugal permaneciendo el vínculo conyugal.  Puede ser perpetua o temporal , y total o parcial (totalidad de los aspectos, de los derechos y deberes conyugales o tan sólo algunos de ellos).

18.1.1 La separación perpetua 

Sólo el adulterio puede dar lugar a una separación perpetua y total. Para que el cónyuge no culpable tenga derecho a romper la convivencia conyugal es necesario que el adulterio sea: a) formal: a sabiendas de que se comete; b) consumado: con realización del acto sexual o unión carnal, no siendo suficiente otros cualesquiera actos de deshonestidad; c) moralmente cierto: debe constar al menos con certeza moral; d) cometido sin el consentimiento del otro cónyuge o sin que hubiera sido la causa del mismo (abandono del cónyuge o la negación repetida e injustificada del acto conyugal); e) no perdonado o condonado: porque, en caso contrario, la parte no culpable habría renunciado a la separación (esta condonación puede ser expresa o tácita); f) no mutuo: no cometido por las dos partes.

18.1.2 La separación temporal 

Es motivo para la separación temporal el hecho de que uno de los cónyuges ponga en peligro grave, ya sea espiritual o corporal, al otro cónyuge o a los hijos. Hay también causa para la separación si se hace demasiado dura la vida en común.  Se trata de causa de separación temporal, es decir, para el tiempo en el que persista ese motivo de separación. Una vez haya cesado, ha de reanudarse la convivencia conyugal.



Para que no exista el deber de la vida en común es suficiente que se dé el peligro, aunque no se deba a culpa alguna. Las situaciones no culpables de dificultades y de desgracia que puedan sobrevenir, sin embargo, deben ser motivo para testimoniar con mayor expresividad el bien de la mutua ayuda como fin del matrimonio.

18.2 La separación conyugal y el recurso a los tribunales civiles 

Donde la decisión eclesiástica de separación matrimonial no produzca efectos civiles, el Obispo de la diócesis puede conceder licencia para acudir al fuero civil.



Cuando la legislación civil no contempla posibilidad de separación sino sólo la del divorcio, se debe proceder de acuerdo a los siguientes principios:  Si la legislación civil admite la posibilidad de la separación y del divorcio, los fieles no pueden pedir el divorcio.  Si la legislación civil sólo contempla posibilidad del divorcio, podría ser lícito recurrir al divorcio civil, pero sólo para casos de extrema necesidad y cumplidas una serie de condiciones:  1998 Ricardo Hernández

a) si una vez obtenida la sentencia de la separación canónica (o al menos

solicitada y no obtenida por negligencia de otros), no existe otro medio para conseguir los efectos civiles de la separación; b) que haya voluntad expresa de no contraer un nuevo matrimonio; c) que haya proporción entre los efectos civiles que se intentan conseguir y los males que se siguen del divorcio civil y, particularmente, el escándalo a que se pudiera dar lugar. 

Se deberán poner todos los medios adecuados para no llegar a este extremo. Y, en cualquier caso, será necesario adoptar las medidas oportunas para evitar el escándalo.

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19.0 Valoración moral de algunas situaciones especiales

19.1 La situación de los católicos divorciados civilmente 19.1.1 Católicos divorciados civilmente y no casados de nuevo 

Se trata de un atentado contra la alianza de salvación, de la cual el matrimonio sacramento es un signo. La gravedad moral de esta situación aumenta al considerar los efectos que produce en los cónyuges, los hijos y la misma sociedad.



La parte no culpable, que, a pesar de las dificultades, se mantiene fiel a la doctrina de la indisolubilidad y a los compromisos contraídos es digna de especial alabanza y admiración. No existe obstáculo para admitir a esos esposos a los sacramentos.



La parte culpable. El causante de la separación o del divorcio, deberá ser tratado igualmente con la máxima comprensión. Pero para que esos esposos sean admitidos a los sacramentos, deberán haber dado muestras del debido arrepentimiento. Esto llevará necesariamente el propósito de evitar, en lo posible, la situación de irregularidad.

19.1.2 Católicos divorciados y casados civilmente 

El hecho de contraer una nueva unión, aunque reconocida por la ley civil, aumenta la gravedad de la ruptura: el cónyuge casado de nuevo se halla entonces en situación de adulterio público y permanente (CIgC 2384).  No son pocos los que después de haber atentado civilmente un segundo matrimonio, se deciden a vivir de nuevo la vida cristiana y piden recibir los sacramentos.



Caben cuatro posibles situaciones: a) los que se han esforzado por salvar el primer matrimonio y han sido abandonados del todo injustamente; b) los que por culpa grave han destruido un matrimonio canónicamente válido; c) los que han contraído una segunda unión en vista a la educación de los hijos; d) los que están subjetivamente seguros en conciencia de que el precedente matrimonio, irreparablemente destruido, no había sido nunca válido.



Para acceder al sacramento de la Reconciliación, los divorciados, una vez arrepentidos, deberán estar dispuestos a llevar una forma de vida que no contradiga la indisolubilidad del matrimonio.  Además será necesario que, cuando existan motivos serios que impidan realizar la separación exigida por la indisolubilidad, asuman el compromiso de vivir en plena continencia, como hermanos. Lo mismo aplica para la recepción del sacramento de la Eucaristía.



El fiel que de manera habitual está conviviendo conyugalmente con una persona que no es la legítima esposa o el legítimo marido, no puede acceder a la Comunión eucarística. Admitir a estas personas sería inducir a los fieles a error y confusión acerca de la doctrina de la Iglesia sobre la indisolubilidad del matrimonio.  Su situación contradice objetivamente la unión de amor entre Cristo y la Iglesia, significada en la Eucaristía.



Por tanto, son cuatro las condiciones que deben darse conjuntamente para que sea posible a los divorciados vueltos a casar acceder a los sacramentos: a) abrazar una forma de vida que no esté en contradicción con la doctrina de la indisolubilidad; b) el compromiso sincero de cumplir la obligación de separarse; c) la imposibilidad de cumplir la obligación de separarse; d) que no se dé escándalo;  1998 Ricardo Hernández

19.2 Católicos unidos con matrimonio meramente civil 

La situación de estos fieles no puede equiparase sin más a los que conviven sin vínculo alguno. Manifiestan con esa forma de unión que al menos tienen un cierto compromiso público y estable.



Esta situación es profundamente incoherente con la fe cristiana. Están estos fieles en la necesidad de regular su propia situación conforme a los principios cristianos.  El matrimonio civil de los católicos no es válido, y, por tanto, no da origen al vínculo conyugal.



Cooperación material en estos “matrimonios”. Para poder asistir lícitamente a este tipo de “matrimonios” se tienen que cumplir las siguientes condiciones: a) rechazar de modo absoluto ese tipo de matrimonios, haciendo ver que la asistencia a ese acto no supone de ningún modo consentir en lo que se realiza; b) evitar el escándalo que con esa asistencia se podría causar en otras personas; c) poner los medios para que esa asistencia no se convierta en ocasión próxima de pecado, lo cual ocurriría si se acabara consintiendo y viendo como buena esa ceremonia meramente civil.

19.3 Los llamados «matrimonios a prueba» 

Se trata aquí de la unión entre un hombre y una mujer que implica la intimidad sexual; se diferencia de las uniones libres porque se instaura con la intención de casarse.



Como se ha dicho antes, las relaciones sexuales prematuras no garantizan que la sinceridad y la fidelidad de la relación interpersonal entre un hombre y una mujer queden aseguradas (Cfr § 11.3.2).



Para ser recibidos a los sacramentos es condición indispensable que, quienes se encuentran en estas circunstancias, regularicen antes su situación. Para ello sólo existen dos posibilidades: la celebración del matrimonio, o la separación.

19.4 Las uniones libres de hecho 

Se designa así la unión —que implica la intimidad sexual— entre un hombre y un mujer, sin ningún vínculo institucional públicamente reconocido, ni civil, ni religioso.



Este tipo de uniones comporta graves consecuencias religiosas, morales y sociales. Es claro que, mientras permanecen en esa situación, no pueden acceder a los sacramentos. Sólo disponen de dos opciones: la separación, o arreglar su situación con la celebración del matrimonio.

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8a PARTE: FINALIDAD O RAZÓN DE SER DEL MATRIMONIO 20.0 El doble fin del matrimonio 

Preguntar por la finalidad del matrimonio es preguntarse por el para qué de la institución matrimonial. Aquí se toma el término no como sinónimo de «resultado» sino como sinónimo de «tendencia», «ordenación a…». Por tanto, se trata del fin como la causa final del matrimonio y que, por tanto, determina su naturaleza.



Hay un doble fin: a) el matrimonio y el amor conyugal (y, por tanto, su acto específico) están ordenados por su propia naturaleza a la procreación y educación de los hijos; b) el matrimonio y el amor conyugal están ordenados por su propia naturaleza al bien y ayuda mutua de los esposos.

20.1 Las diversas explicaciones de la finalidad del matrimonio 20.1.1 Los «bienes» del matrimonio 

San Agustín trata del matrimonio en un contexto de polémica frente a las afirmaciones gnósticas y maniqueas. Para él, el matrimonio es algo bueno porque constitutivamente comporta los bienes de la prole, la fidelidad y el sacramento. El bien del matrimonio radica sobre estas tres bases:  El bien de la prole, que incluye la procreación y educación de los hijos, es la gloria del matrimonio, pero no es la causa eficiente del matrimonio.  El bien de la fidelidad se refiere al compromiso de amor y entrega recíprocos propios del vínculo conyugal. Nace del consentimiento matrimonial, y es elemento imprescindible de todo matrimonio.  El bien del sacramento alude a que el matrimonio tiene un valor especial de símbolo de la indisoluble unión entre Cristo y la Iglesia. San Agustín no llegó a afirmar que estos bienes tuvieran razón de fines, puesto que no lo son. Por tanto, sólo en un cierto sentido los bienes y los fines son intercambiables.

20.1.2 Los «fines» del matrimonio 

Según Santo Tomás, el matrimonio tiene unos fines que son esenciales y otros que son accidentales. Sin los primeros no se da el matrimonio: son la procreación y ayuda mutua de los esposos. Son fines accidentales los que los contrayentes pueden tener por cuenta propia al casarse.



Los fines esenciales pueden, a su vez, ser principales y secundarios. Como fin principal señala la procreación y educación de la prole. Y como fines secundarios, la mutua fidelidad y el sacramento.  El primer fin (la procreación y educación de la prole) compete al matrimonio del hombre en cuanto es animal; el segundo (la mutua fidelidad), en cuanto es hombre; y el tercero (el sacramento), en cuanto es un fiel cristiano. Entre estos hay un orden, en el que figura la finalidad procreadora como el elemento esencialísimo y primario.



La terminología «fin primario»–«fin secundario» no pasa a los documentos del Magisterio hasta el siglo XX.

20.1.3 Perspectiva fenomenológica y existencial 

Desde el análisis fenomenológico, la finalidad del acto conyugal es la unión de los esposos, no la procreación. Según este analisis, si se dice que la procreación es fin del matrimonio, debe entenderse que es tan sólo secundario: no tendría razón de fin, sería sólo el efecto.  1998 Ricardo Hernández



Contra esta afirmación intervienen la CDF y Pío XII; intervenciones cuyo fin es reforzar la doctrina de los fines primario–secundarios y de la subordinación de estos hacia aquél.  Desde el punto de vista objetivo, el fin primario del matrimonio es único: la procreación y educación de los hijos. El fin secundario, que deriva de la institución del matrimonio en cuanto que está ordenado a completar el fin primario, es la ayuda mutua.

20.1.4 Los «bienes» y los «fines» del matrimonio en el Vaticano II 

El Concilio no emplea nunca la terminología fin primario–fin secundario; tampoco alude a la jerarquía de los fines. Lo que hace es superar esta teoría, hablando indistintamente de bienes y fines.



El Concilio sitúa su reflexión en torno a los valores del amor conyugal y de la persona. La Humanae vitae y el magisterio de Juan Pablo II desarrollarán este esquema.



Para referirse a la finalidad del matrimonio, HV no se sirve de la terminología fin primario–fin secundario, ni habla de jerarquización de fines. Para referirse a la finalidad, se sirve de las expresiones «orientación» y «significados», cuya unidad subraya con fuerza: la procreación y la unión son dos aspectos esenciales e inseparables del acto conyugal.

20.2 Conexión e integración de los «bienes» y «fines» en la existencia matrimonial 

Entre los diversos fines del matrimonio o las diferentes dimensiones de la finalidad inscrita en el matrimonio no puede haber contradicción objetiva alguna. Estos están tan íntimamente relacionados que no pueden darse separadamente.  Son, en el fondo, dimensiones de la misma finalidad. Todos ellos responden al designio de Dios sobre el ser y la naturaleza del matrimonio.  Como consecuencia del pecado, forma parte de la existencia del hombre encontrar dificultad para descubrir y vivir el designio de Dios.



Los esposos han de ser conscientes de que los fines del matrimonio, en cuanto expresión del designio de Dios, señalan el modelo ético que deben seguir. La integración de los diversos fines del matrimonio en la vida y relación recíproca de los esposos sólo es posible a través de la virtud de la castidad.  La sexualidad humana no es automática e instintiva como en el caso de los animales. Los esposos tienen verdadero dominio sobre ella (pueden desarrollarla, suspenderla, o desviar todos sus valores y significados). Por el desorden introducido por el pecado, este dominio siempre ha de ser forzoso.  El cometido de la castidad en los casados reviste la peculiaridad de integrar los diversos fines del matrimonio en la unidad de cada uno de ellos, como personas.



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21.0 La ordenación del matrimonio al bien de los esposos

21.1 Naturaleza y ámbito del bien de los esposos como fin del matrimonio 21.1.1 Naturaleza 

Una de las razones o motivos de la institución del matrimonio es servir de cauce al bien de los esposos. Este bien de los esposos como fin del matrimonio no se identifica con el amor conyugal ni con la mutua ayuda.



La ayuda mutua puede entenderse en un doble sentido:  Sentido amplio: designa el matrimonio en tanto se vive y realiza en una comunidad de vida y amor.  Sentido propio: señala la comunicación de los bienes y dones propios de la masculinidad y la feminidad en orden al mutuo perfeccionamiento, y que sólo pueden darse en la comunidad conyugal.



De la Sagrada Escritura se desprende que la diferenciación y complementariedad sexual están orientadas, por su intrínseco dinamismo, a servir de ayuda mutua a los esposos.



La orientación del matrimonio hacia la mutua ayuda y el bien de los esposos se percibe también desde la biología y antropología de la sexualidad.



La dimensión unitiva es una exigencia antropológica, puesto que la actividad sexual es el encuentro entre dos personas y no entre dos sexos. Sobre esa dimensión unitiva encuentra su fundamentación el bien y la mutua ayuda de los esposos como fin del matrimonio.

21.1.2 Ámbito 

El ámbito de esa mutua ayuda, sea en sentido estricto o en sentido amplio, está constituido por el conjunto de relaciones establecidas entre los esposos por la alianza conyugal. La mutua ayuda puede describirse como la comunicación recíproca de bienes que debe darse en los esposos.



Los bienes que los esposos se han de comunicar —como deber–derecho— son tanto de orden material como moral y espiritual, y también sobrenatural.  Además de los derechos y deberes conyugales en sentido estricto, los cónyuges deben guardarse fidelidad; ayudarse en el mutuo perfeccionamiento material o corporal y también espiritual; e igualmente deben ayudarse en procurar el bien material y espiritual de los hijos.



Clásicamente, el ámbito de la mutua ayuda viene expresado por: (a) la convivencia conyugal, y (b) la fidelidad.  La convivencia conyugal es más que una convivencia física, supone una auténtica “común–unidad”, una participación en el orden personal del otro cónyuge en los aspectos conyugales y una solidaridad en el destino y objetivos que se convierten en comunes.  La mutua fidelidad implica la unión íntima y firme de almas y cuerpos. Es la consecuencia de la «unidad de dos» en que se han convertido por el matrimonio.



Entre los componentes esenciales de esa mutua ayuda entre los esposos cristianos está el cuidado por la mutua santificación.

21.2 El acto conyugal en la realización del bien de los esposos 

El amor conyugal no lo es todo en el matrimonio, pero es el elemento decisivo, al punto que debe ocupar el centro de la vida de los esposos, en cuanto principio y fuerza de la comunión conyugal.  1998 Ricardo Hernández

21.2.1 Moralidad del acto conyugal 

El acto propio específico de la vida matrimonial no es sólo éticamente recto, sino que, reunidas las condiciones necesarias, es santo y fuente de santificación para los casados: es sobrenaturalmente meritorio.



Ha de ser apto de suyo para la generación, aunque por causas ajenas a la voluntad de los esposos, de hecho no se siga la procreación. Para ser acto conyugal auténtico se requieren tres cosas: a) la penetración del miembro viril en la vagina de la mujer; b) la efusión seminal dentro de la misma; y c) la retención del semen recibido por parte de la mujer. Cualquiera de estas tres que falte hace que el acto, de suyo, ya no sea apto para la generación.



El acto conyugal servirá a la realización del bien de los esposos si, observando la subordinación al fin último sobrenatural, es verdaderamente conyugal. Eso tiene lugar si la relación sexual conyugal es expresión de la mutua donación que comporta los siguientes elementos esenciales: a) la actitud de apertura a la paternidad o maternidad; b) el respeto a la persona del otro (no considerándola como objeto de placer); y c) el dominio de los propios instintos (una de las razones que hacen de la castidad un elemento necesario de la verdad del amor conyugal).



Los esposos proceden ordenadamente cuando no se oponen a la finalidad y significados inscritos por la naturaleza en el acto conyugal (o sea, cuando respetan las dimensiones unitiva y procreadora de su unión).



Además de tener un fin recto —no contradecir la naturaleza del acto conyugal—, los esposos han de realizar el acto conyugal de la manera debida y en unas circunstancias respetuosas con los significados de la unión conyugal.



Para que sea meritorio se necesita también —además de todo lo anterior: acción buena, fin recto, circunstancias debidas— el estado de gracia por parte del que realiza el acto conyugal.

21.2.2 La bondad del placer en la relación conyugal 

El deleite ha sido puesto por Dios para facilitar las operaciones rectas. En la relación conyugal está ordenado a descubrir y manifestar la recíproca corporalidad. En ningún momento puede ser absolutizado el placer, desvinculándolo del respeto debido a la persona.

21.2.3 El deber–derecho del acto conyugal 

Para los casados la realización del acto conyugal constituye un deber. La obligación de acceder al acto conyugal es un deber de justicia y un deber de amor.  En el caso de adulterio cesa esta obligación y el cónyuge inocente puede negarse al acto conyugal (cf § 18.1).  Tampoco existe obligación de prestarse al acto conyugal, si el cónyuge que lo solicita descuida gravemente sus obligaciones conyugales o paternas.



El acto conyugal es también un derecho y compete por igual a cada uno de los esposos. De suyo no hay obligación de hacer uso de la vida conyugal, pero podría haberla por motivos (reconciliarse con el cónyuge, fomentar la fidelidad, prevenirle de algún peligro, etc.).  Por esta misma razón hay obligación de abstenerse del uso de ese derecho cuando se padece una enfermedad contagiosa, hasta que pase el peligro contrario.  1998 Ricardo Hernández



21.3

Uno y otro cónyuge, procediendo libremente y con mutuo acuerdo, pueden abstenerse de realizarlo por un tiempo determinado o por toda la vida. Debe haber, sin embargo, un motivo justo para ello.

Moralidad de los llamados «actos complementarios» en la relación conyugal

incompletos»

y

«actos



Los actos incompletos son los que realizan los esposos fuera del acto conyugal y sin que tengan relación con él, es decir, sin que ellos pretendan preparar o completar la unión sexual.  Estos actos son honestos y moralmente buenos entre los esposos, aunque den lugar a excitaciones sexuales, con tal que no lleven peligro próximo de polución y además, se realicen con una finalidad honesta: para manifestarse amor.



Los actos complementarios, en cambio, están ordenados a servir de preparación o complemento a esa plena unión con la que constituyen una unidad, intentada así por lo esposos.  Es honesto y moralmente lícito: a) todo lo que es necesario o conveniente para el recto uso del matrimonio (lo que es conforme con la naturaleza y finalidad del matrimonio y del acto conyugal); b) todo lo que prepara y completa ese acto; c) todo lo que sirve para expresar, nutrir y acrecentar el amor mutuo entre los esposos, observados los criterios objetivos de la naturaleza del acto conyugal.

21.4 Las «ofensas» al bien de los esposos como fin del matrimonio 21.4.1 En la realización del acto conyugal 

El onanismo. Con este nombre se describe la cópula o unión sexual que se interrumpe (coitus interruptus), sin que tenga lugar la consumación. 





La doctrina y tradición de la Iglesia siempre han considerado esa práctica como gravemente pecaminosa. No puede ser justificada por motivo o causa alguna. Son gravemente inmorales todos los actos destituidos, por propia industria, de su natural fuerza procreativa. Su gravedad se pone de manifiesto también por las consecuencias perjudiciales que comporta para los esposos.



El acto conyugal sin penetración alguna y con eyaculación es una forma de unión que contradice la naturaleza misma del acto conyugal. En realidad no es acto conyugal. Constituye una ofensa a la mutua fidelidad y reviste la misma malicia moral que el onanismo.  Esta calificación, sin embargo, no se debe atribuir al acto realizado con penetración incompleta o con alguna penetración (copula dimidiata).



La unión reservada (cópula seca). Aquí la unión de los cónyuges es total pero proceden con tal dominio de sí mismos que evitan el orgasmo y también la eyaculación. Sobre la moralidad de esa unión discrepan los autores.  El Magisterio aquí se ha limitado a advertir a los confesores que éstos no deben dar nunca a entender a los fieles que contra la unión reservada no existe objeción alguna por parte de la ley cristiana.

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21.4.2 Fuera del acto conyugal 

La sodomía. En sentido propio, es el ayuntamiento carnal entre dos personas del mismo sexo. En sentido amplio, se refiere al ayuntamiento carnal entre personas de distinto sexo que tiene lugar en vaso indebido.  De suyo, reviste una malicia moral mayor que la del onanismo, pues encierra una contradicción mayor con la naturaleza y finalidad del matrimonio, la sexualidad y la unión conyugal.  Puede ser consumada o no consumada, revistiendo entonces una moralidad de especie distinta.



La masturbación. Es la excitación de los órganos genitales a fin de obtener un placer venéreo. Se trata, por tanto, de un uso directo e indebido de la facultad sexual, objetiva y gravemente desordenado.  Es un acto intrínseca y gravemente ilícito.  Es siempre un acto contra la naturaleza e intrínsecamente malo: el uso deliberado de la facultad sexual fuera de las relaciones conyugales normales contradice su finalidad, sea cual fuere el motivo que lo determine.

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22.0 La ordenación del matrimonio a la transmisión de la vida

22.1 La apertura a la fecundidad como fin del matrimonio 

El fin principal y primero del matrimonio, desde el punto de vista ontológico y objetivo, es la procreación y educación de los hijos. El valor primero y singularísimo del matrimonio, como marco para el ejercicio de la sexualidad, radica en que por su propia constitución está ordenado a dar origen a la persona humana.

22.1.1 Los datos de la Revelación 

Antiguo Testamento. El «creced y multiplicaos» expresa la finalidad del matrimonio. Esta finalidad no se ha alterado con el pecado de «los orígenes». Después del diluvio la bendición divina del principio continúa. El A.T. subraya aspectos relevantes relacionados a esta bendición: a) la promesa de posteridad numerosa se presenta como un regalo de Dios a la fidelidad; b) la descendencia numerosa es considerada como signo y garantía de ser depositarios de las promesas hechas a Abrahám; c) la esterilidad es vista como una vergüenza y maldición; d) este mismo sentido se advierte en la ley del levirato.



Santos Padres. En su enseñanza sobre el valor moral del matrimonio es constante la afirmación de que éste ha sido instituido por Dios para la procreación. Esa es la razón principal por la que Dios ha querido el matrimonio. El desarrollo que hace San Agustín sobre el matrimonio (cf § 20.1) pesa de manera decisiva en la reflexión teológica posterior.



Santo Tomás de Aquino. Su exposición es común en la teología hasta el final del primer tercio de este siglo, sintetizando los fines del matrimonio en torno a la función procreadora. El matrimonio se ordena por su propia naturaleza a la procreación, en función de la cual se dan y existen los demás fines en el matrimonio.



Magisterio de la Iglesia. El CVII, en continuidad con todo el magisterio anterior, recuerda que el matrimonio y el amor conyugal están ordenados por su propia naturaleza a la procreación y educación de los hijos.

22.1.2 La naturaleza de la sexualidad y el amor conyugal 

La ordenación del matrimonio a la procreación es una exigencia de la naturaleza de la sexualidad humana, sobre la que se fundamenta el matrimonio. Y hacia esa misma finalidad está ordenado el amor conyugal.



La verdad interior del amor conyugal está condicionada necesariamente por la apertura a la fecundidad. El amor conyugal no puede agotarse en la pareja. Aunque no siempre se siga el «fruto» de los hijos, es esa su orientación esencial y objetiva.



Que el matrimonio está ordenado a la fecundidad no ha de entenderse como si ésta fuera su única finalidad. Tampoco en el sentido de que la sexualidad en el matrimonio sólo es ordenada si es posible la fecundidad (únicamente, por tanto, durante el tiempo de fertilidad femenina).



La esterilidad matrimonial, por tanto, no debe constituir un obstáculo para el perfeccionamiento y realización de los esposos, ni ha de llevar a no valorar en su medida el amor conyugal.

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22.2 La apertura a la fecundidad del acto conyugal 22.2.1 Inseparabilidad de los significados unitivo y procreador 

El término «significado» indica la finalidad a la que está orientado el acto conyugal en su dimensión objetiva (lo que ese acto quiere decir en sí mismo). Señala, así, el criterio que determina la verdad de ese acto en su dimensión subjetiva (lo que quieren decirse los esposos con el lenguaje del acto conyugal).  La coincidencia de estos dos significados responde a la verdad del acto y la norma que deben seguir los esposos.



Entre los bienes y significados del ejercicio de la sexualidad —el acto conyugal— existe una unión de tal naturaleza que nunca está permitido separar estos diversos aspectos, hasta el punto de excluir positivamente sea la intención procreativa (cuestión abordada por Humanae vitae), sea la relación conyugal (cuestión abordada por Donum vitae).



Los argumentos que defienden la disociación de los significados unitivo y procreador del acto conyugal —para así negar su necesaria conexión— en el fondo responden a una concepción fragmentaria y reduccionista de la persona y a una visión extrinsicista y biologicista de la sexualidad.

22.2.2 «Racionalidad» de la norma de la inseparabilidad de significados unitivo y procreador 

El valor y obsequio que se debe dar a la doctrina no dependen de la argumentación racional; están ligados a la luz del Espíritu Santo, de la cual están particularmente asistidos los pastores de la Iglesia para ilustrar la verdad (HV 28).



El fundamento antropológico de la inseparabilidad de esos significados y bienes está en la unidad substancial de la persona humana cuerpo–espíritu y en la consideración de la sexualidad como dimensión constitutiva de la persona.  No es posible pensar la dimensión procreativa como dimensión «natural» y la dimensión unitiva como la dimensión «personal».  El vínculo que une esos significados es indisoluble, ya que es indisoluble también la unidad cuerpo–espíritu de la totalidad significada en la persona.



Para que el acto conyugal sea expresivo de la relación interpersonal que debe haber entre los cónyuges, éste ha de ser un acto de libertad en el que participe la persona en su totalidad. Es aquí, precisamente —en la verdad de la donación interpersonal a través de la relación sexual—, donde está la razón que el acto matrimonial deba estar abierto a la fecundidad.  No observar la dimensión unitiva introduce en el acto conyugal una actitud de «apropiación» en la relación sexual, que contradice a su más íntima verdad: la de ser cauce y expresión de donación.



Al mismo tiempo, la dimensión procreadora reclama la dimensión unitiva —el contexto de amor y comunión— pues la condición de los hijos como personas exige que vengan a la existencia en un contexto de amor y donación gratuitos: esto sólo se da cuando los hijos se reciben como don y son afirmados por sí mismos.



El amor conyugal es, en su verdad más profunda, participación del amor creacional de Dios. El acto conyugal pone la condición necesaria y suficiente establecida por la libre decisión divina para que Dios cree al espíritu humano y así una nueva persona entre en la existencia.

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22.2.3 La «autoridad» de la norma de la inseparabilidad de significados unitivo y procreador 

Por estar inscrita en las estructuras de la vida, del amor y de la dignidad humana esta norma deriva en última instancia de la ley de Dios.



El Magisterio subraya que esta norma no es más que una declaración de la ley natural y divina, inscrita en la naturaleza humana y confirmada por la Revelación. Es por tanto, una norma definitiva.

22.3 La responsabilidad de los esposos, cooperadores del amor de Dios, en la transmisión de la vida 22.3.1 Los padres, cooperadores del amor de Dios Creador 

En la misión de comunicar la vida, los esposos tienen la función de ser cooperadores y «ministros» de la acción de Dios: en el origen de todo hombre hay un acto creador de Dios, que se sirve del amor de los esposos para comunicar la vida humana; por eso, en esa actividad los esposos no pueden proceder a su arbitrio.



Para proceder con responsabilidad humana y cristiana en esta tarea de cooperación, es necesario: a) conocer adecuadamente el sentido y estructura de la sexualidad humana; b) respetar en su integridad los valores personales, éticos, etc., propios de la sexualidad y del matrimonio, a través del dominio de la castidad.



La expresión paternidad responsable describe el modo específicamente humano, que tienen los esposos, para cooperar con Dios en la transmisión de la vida. La responsabilidad en la paternidad está vinculada a la rectitud de la respuesta dada a los dos momentos que se dan en la transmisión de la vida: a) la decisión de engendrar o no nuevas vidas; y b) los medios para llevar a cabo la decisión tomada.

22.3.2 La responsabilidad en la decisión de transmitir la vida 

En la decisión de transmitir la vida humana, los esposos tienen dos caminos posibles: acomodar su conducta al plan de Dios, o buscar ante todo el propio egoísmo y comodidad.



La responsabilidad en la decisión de transmitir la vida, entendida como plena fidelidad al designio de Dios sobre la propia vocación, exige: a) la fidelidad al orden moral recto; b) reconocer plenamente sus propios deberes para con Dios, para consigo mismos, y para con la familia y la sociedad, en una justa jerarquía de valores.  La responsabilidad en esta decisión exige el conocimiento y respeto a los procesos biológicos, y también el dominio necesario de la razón y la voluntad sobre las funciones de esos procesos.



Tener en cuenta esos factores hace que el juicio de los esposos sobre la decisión de transmitir la vida tenga como notas fundamentales: a) ser el resultado de una deliberación ponderada y generosa; b) estar realizada personal y conjuntamente por los esposos (nadie puede sustituirlos en esa decisión); c) ser objetiva, es decir, respetuosa con la ley de Dios; d) para tomar esa decisión los esposos deben guiarse por la conciencia rectamente formada.

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22.3.3 Regulación de los nacimientos y licitud de la continencia periódica 

El amor, si es verdadero, tiende por su propia naturaleza a ser fecundo. Para que la decisión de no procrear sea acorde con lo que debe ser el matrimonio, es necesario que existan razones que así lo justifiquen.  Estas razones pueden ser de índole física, económica, psicológica, social, etc. Pero siempre han de ser razones justas y graves, es decir, proporcionadas al bien del hijo al que se debe renunciar.



No es suficiente que las razones sean serias y graves para que la paternidad sea responsable (responsabilidad = conformidad con el designio de Dios). Es necesario, además, que se ponga en práctica por los medios adecuados: aquellos que son conformes con la naturaleza de la sexualidad y el acto de amor conyugal.  La Iglesia enseña que entonces es lícito tener en cuenta los ritmos naturales inmanentes a las funciones generadoras para usar de ellas sólo en los períodos infecundos, regulando así la natalidad, sin ofender los principios morales.



No es la voluntad de los esposos la que les lleva a recurrir a la continencia periódica, sino las razones serias y graves que les revelan el designio de Dios.

22.3.4 Diferencia antropológica y moral entre el anticoncepcionismo y la continencia periódica 

La anticoncepción (contracepción) tiene como fin hacer imposible la procreación, desproveyendo el ejercicio de la sexualidad de su potencial capacidad procreadora. Es también anticonceptiva la mentalidad, que sin razones proporcionadas, conduce a limitar exclusivamente a los períodos de infertilidad femenina el uso de la vida matrimonial.



Entre la anticoncepción y la continencia periódica existe una diferencia y moral esencial: responden a «dos concepciones de la persona y de la sexualidad irreconciliables entre sí» (FC 32).  En la continencia periódica, los esposos descubren en las razones serias y graves que la fidelidad al designio de Dios les pide la decisión de no transmitir la vida. No son ellos, por tanto, los que deciden en última instancia.  En el anticoncepcionismo, el hombre sustituye a Dios en el origen de la vida humana: la sexualidad es vista como un poder exclusivamente humano. Aquí los esposos se atribuyen la cualificación de depositarios últimos de la fuente de la vida humana.



La diferencia esencial entre la anticoncepción y la continencia periódica es una diferencia ex obiecto. En la continencia periódica hay un bien que no se desea por razones justas y graves. En la anticoncepción hay un bien que se rechaza en sí mismo, porque se le ve como un mal.  En la continencia periódica, la unión respeta el significado unitivo; en la contracepción intencionadamente se desposee a la unión de su significado procreativo.

22.4 

Los pecados u «ofensas» contra la apertura a la fecundidad del acto conyugal

El aborto. Directamente querido y procurado atenta directamente contra la apertura a la fecundidad del matrimonio y del acto conyugal. No existe causa alguna que pueda justificar este crimen.  De esta calificación moral participan: el dispositivo intrauterino (DIU), dirigido a evitar la implantación del óvulo fecundado en la matriz; la mayoría de las píldoras anticonceptivas; la píldora del día siguiente, etc. Existe una fuerte relación entre los usos anticonceptivos y la prácticas abortivas.

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El onanismo. La interrupción del proceso procreador ya iniciado (cf § 21.4.1) es gravemente inmoral, ya que hace imposible la procreación y desnaturaliza la finalidad del acto matrimonial.



La esterilización. Hace imposible la fecundación, sea por vía de ligadura de trompas, o por vía de vasectomía. Es siempre gravemente inmoral, cuando es directamente querida; si bien, la gravedad será mayor según el grado de oposición al bien de la procreación.



Se dan también otras acciones que, en previsión del acto conyugal, o en su realización, o en el desarrollo de sus consecuencias naturales, se proponen, como fin o como medio, hacer imposible la procreación: el diafragma, el preservativo, la ducha vaginal. Todas estas prácticas son gravemente inmorales. La ilicitud de estas prácticas no admite excepción alguna (no se puede hacer el mal para obtener el bien).



HV 14. La malicia intrínseca de la contracepción se fundamenta en que: se opone gravemente a la castidad matrimonial; es contraria al bien de la transmisión de la vida y a la entrega recíproca de los cónyuges; lesiona el verdadero amor; niega el papel soberano de Dios en la transmisión de la vida humana.



La licitud de algunos de estos métodos o medios artificiales sólo cabe cuando se emplean como medios terapéuticos.  La Iglesia no considera de ningún modo ilícito el uso de los medios terapéuticos verdaderamente necesarios para curar enfermedades del organismo, a pesar de que se siga de su uso un impedimento, aún previsto, para la procreación, con tal que ese impedimento no sea, por cualquier motivo, querido.  De modo similar, son lícitas las intervenciones encaminadas a facilitar el acto conyugal y le ayuden a alcanzar sus objetivos naturales. Cuando, por el contrario, la intervención técnica sustituya al acto conyugal, será siermpre moralmente ilícita.

22.5 Moralidad de la cooperación a los pecados del otro cónyuge 

Principios fundamentales de la cooperación al mal:  La cooperación formal, es decir, la que se da aprobando interna o externamente la acción pecaminosa es siempre intrínsecamente mala.  La cooperación material y pasiva puede ser lícita en algunas circunstancias. Material: el cónyuge inocente, además de no aprobar el pecado ajeno, manifiesta de modo conveniente su desaprobación con esa manera de actuar. Pasiva: el cónyuge inocente no es el causante, ni siquiera indirecta o implícitamente, de la acción pecaminosa que realiza la otra parte.  Para que la cooperación material y pasiva sea lícita se necesita además una causa o motivo proporcionado.



Con causa proporcionada es posible la cooperación material y pasiva: a) al onanismo del marido; b) cuando el otro cónyuge se ha esterilizado definitivamente o temporalmente; c) cuando uno de los esposos pretende servirse de instrumentos anticonceptivos en la unión conyugal. El amor y la caridad hacia la otra parte exigirán siempre manifestar activamente de manera clara el desacuerdo con esa forma de actuar. Por tanto, no es suficiente con «dejar hacer».



No cabe la cooperación material y pasiva cuando: a) el otro cónyuge busca realizar una unión sodomítica; b) cuando la mujer ha tomado antes un fármaco directa y ciertamente abortivo, o usa de instrumentos mecánicos con efectos también abortivos.  1998 Ricardo Hernández

22.6 El hijo como don: valoración moral de los diversos procedimientos de la procreación artificial {Esta parte no se vio en clase} 

Sólo cuando están salvaguardados los significados unitivo y procreador del acto conyugal, éste conserva íntegro el sentido del amor mutuo y verdadero y su ordenación a la altísima vocación del hombre a la paternidad (HV 12).



Tres son las fases sobre las que cabe intervenir técnicamente en el proceso procreador: a) en su inicio (la producción y obtención de los gametos masculino y femenino); b) en el desarrollo intermedio (la fecundación del óvulo por el espermatozoo); c) en el final del proceso (implantación o anidación del óvulo fecundado en el útero hasta su nacimiento).



Hay una diferencia esencial entre las técnicas que asisten o ayudan al proceso procreador y las que, en cambio, lo sustituyen. Mientras las primeras son respetuosas con la dignidad de la sexualidad y la condición personal de la corporalidad, las técnicas substitutivas obedecen a una concepción reductiva de la sexualidad.

22.6.1 El don del hijo 

Los padres tienen “derecho” al hijo. Se alega que los padres tienen el derecho de poner los medios que la técnica pone a su alcance para remediar su esterilidad. Como esposos —se dice— tienen el derecho legítimo a tener un hijo.  El matrimonio no confiere a los cónyuges el derecho a tener un hijo, sino solamente el derecho a realizar los actos naturales que de suyo se ordenan a la procreación.  «El hijo no es un derecho sino un don. El “don más excelente del matrimonio” es una persona humana. El hijo no puede ser considerado como un objeto de propiedad, a lo que conduciría el reconocimiento de un pretendido “derecho al hijo”. A este respecto, sólo el hijo posee verdaderos derechos: el de “ser el fruto del acto específico del amor conyugal de sus padres, y tiene también el derecho a ser respetado como persona desde el momento de su concepción”» (CIgC 2378).  «El evangelio enseña que la esterilidad física no es un mal absoluto. Los esposos que, tras haber agotado los recursos legítimos de la medicina, padecen de esterilidad, deben asociarse a la Cruz del Señor, fuente de toda fecundidad espiritual. Pueden manifestar su generosidad adoptando hijos abandonados o realizando servicios sacrificados en beneficio del prójimo» (CIgC 2379).

22.6.2 Procreación artificial: procedimientos y valoración moral  Fecundación o procreación artificial. El uso de técnicas ordenadas a obtener artificialmente una concepción humana por vía diversa de la unión sexual del varón con la mujer. Se trata de la “procreación sin sexualidad”. Puede ser:  homóloga, si se busca lograr la concepción humana a partir de los gametos de dos esposos unidos en matrimonio;  heteróloga, si la concepción se intenta con gametos de al menos un donante diverso de los esposos unidos en matrimonio. En uno y otro caso las técnicas pueden ser:  in vivo (IA = inseminación artificial): consisten en transferir el semen del varón a las vías genitales de la mujer;  in vitro (FIV o FIVET): cuando la fecundación tiene lugar en el laboratorio y se hace transferencia del embrión al cuerpo de la mujer. La fecundación artificial, sea in vivo o in vitro, puede ser homóloga o heteróloga. 

La valoración ética de estas técnicas, para ser objetiva, exige tener en cuenta no sólo la intervención considerada en sí misma (el “caso ideal”), sino las circunstancias, los  1998 Ricardo Hernández





efectos, etc., que se siguen del hecho de su aplicación: la pérdida y aniquilación de embriones, etc. Es decir, la reflexión ética ha de considerar lo que sucede en la realidad.  Para la obtención del gameto femenino se procede estimulando la maduración de varios óvulos por medio de la estimulación artificial del ciclo femenino y la super– ovulación. Así se pretende garantizar el resultado de la primera fase, dado que se podrán fecundar varios óvulos y, de ese modo, será posible disponer de varios embriones. De éstos se transfieren varios; si se fracasa, es posible intentar una nueva transferencia; los embriones sobrantes se conservan para ser utilizados en nuevos intentos o para la investigación y experimentación.  Para conseguir el gameto masculino se acude generalmente a la masturbación (un procedimiento de suyo siempre gravemente inmoral).  En la FIVET (fecundación in vitro y transferencia del embrión), una vez obtenidos previamente los gametos según los procedimientos descritos, se preparan en el medio adecuado y se interviene de manera que la fecundación del óvulo por el espermatozoide tiene lugar en el laboratorio. Para aumentar la seguridad del éxito, la práctica habitual es conseguir la fecundación de varios óvulos y hacer una transferencia múltiple de embriones (4 ó menos). Aquí es donde se da el mayor número de fracasos ya que la mayoría de los embriones transferidos no llegan a implantarse en el útero de la mujer. Por otra parte, la “lógica” de la técnica (la de la eficacia), corroborada por las manifestaciones de quienes la practican, lleva a que el equipo médico ponga todos los medios para que el embarazo no alcance su término si existen riesgos de malformaciones. En uno y otro caso se trata ciertamente de abortos. La técnica al servicio de la persona.  En estas manipulaciones se trata al embrión como una cosa, que es lo más opuesto a la dignidad de la persona. La persona es un bien en sí mismo y posee tal dignidad que nunca puede ser usada como objeto.  El uso de la técnica es lícito en la medida en que respeta la dignidad de la persona humana. La ciencia y la técnica “deben estar al servicio de la persona, de sus derechos inalienables y de su bien verdadero e integral según el plan y la voluntad de Dios”.  En este sentido se debe hablar de una diferencia esencial entre las técnicas que asisten o ayudan al proceso procreador y las que, en cambio, le sustituyen. Mientras que las primeras son respetuosas con la dignidad de la sexualidad y la condición personal de la corporalidad, las técnicas substitutivas obedecen a una concepción reductiva y extrinsicista de la sexualidad, según la cual —entre otras cosas— ésta es una dimensión exclusivamente humana, no una participación y colaboración en el poder creador de Dios.  Este es el marco en el que el Magisterio de la Iglesia confirma claramente la licitud de la procreación artificial asistida: “La inseminación artificial homóloga dentro del matrimonio no se puede admitir, salvo en el caso en que el medio técnico no sustituya el acto conyugal, sino que sea una facilitación y una ayuda para que aquél alcance su finalidad natural”. Valoración ética de la FIVET. La instrucción Donum vitae recuerda que son dos los valores relacionados con las técnicas de procreación humana: (1) la vida del ser humano llamado a la existencia;  La vida del ser humano llamado a la existencia es absolutamente inviolable; es digna de ser respetada y valorada por sí misma. Este principio vale para toda vida humana inocente desde el momento mismo de la concepción.  1998 Ricardo Hernández

En cambio, a lo que tiende la FIVET es no sólo a la utilización sino al desprecio a la vida. La práctica demuestra cómo se busca directamente la pérdida y destrucción de embriones en las diferentes fases del proceso, tan sólo para asegurar el éxito de la intervención.  A veces se ha querido equiparar esto con los abortos espontáneos: se trataría de fenómenos naturales, no reprobables éticamente. No cabe, sin embargo, esa equiparación. En primer lugar, la equiparación con los abortos espontáneos no es posible cuando la pérdida y destrucción se busca directamente. Tampoco es posible esa equiparación en el caso de los abortos que se siguen como consecuencia de una transferencia múltiple de óvulos fecundados al cuerpo de la mujer. Son claramente abortos provocados aunque se intenten tan sólo como medio y no como fin.  A primera vista puede parecer que podría establecerse esa equiparación en el caso de los abortos que se siguieran espontáneamente si se hubiera transplantado un sólo óvulo fecundado. Pero tampoco entonces se puede admitir la equiparación. En la FIVET esos abortos serían siempre provocados. Para que no lo fueran y, en consecuencia, no se incurriera en ninguna valoración ética negativa, serían necesarias estas condiciones (las del llamado principio del doble efecto): recta intención; acción buena en sí misma o por lo menos indiferente; no conseguir el efecto bueno mediante el malo; causa proporcionada que justifique el efecto malo que se va a producir. Sin tener en cuenta las demás condiciones, es indudable que en la FIVET no se da la cuarta condición. El peligro de la pérdida de embriones (la pérdida de vidas humanas) es algo malo en sí mismo y no hay ninguna razón que pueda justificarlo; nunca puede ser utilizado como medio para otro, como por ejemplo, para satisfacer los deseos de paternidad. (2) la originalidad con que esa vida es transmitida en el matrimonio.  Los significados unitivo y procreador son distintivos de la sexualidad, mediante la cual el hombre y la mujer se dan el uno al otro. Cuando alguno falta, el lenguaje de la sexualidad se instrumentaliza.  En la FIVET estos valores y el principio antropológico que los sustenta no son respetados. La “lógica” de esta técnica comporta necesariamente su destrucción. La transmisión de la vida se lleva a cabo separada e independientemente de la unión sexual. Aparece como el resultado de una cadena de actos, absolutamente necesarios, independientes entre sí y sin que ninguno de ellos sea, por sí mismo, expresión de la donación mutua de los esposos.  La técnica FIVET al instrumentalizar la sexualidad humana instrumentaliza también la persona humana: los donadores de los gametos y el ser humano llamado a la existencia. Da lugar a una relación de dominio —no de igualdad— respecto del que nacerá, por parte de los esposos y del equipo técnico. A éste se le considera como objeto de “propiedad”, se admite la posibilidad de rechazo y el destruirlo si padece alguna malformación, etc. 



Valoración de la fecundación artificial heteróloga. En esta técnica se dan muchas variantes. Pero cualesquiera que sean esas modalidades, es siempre negativa la valoración ética de la fecundación heteróloga. Las razones son principalmente dos: (1) contradice la unidad y fidelidad de la unión que el hombre y la mujer han venido a ser por el matrimonio; (2) no respeta el derecho de los hijos a ser concebidos y traídos al mundo en el matrimonio y por el matrimonio.



Valoración de la fecundación artificial homóloga. La moralidad de esta técnica es también negativa. Aparte de los actos que suelen acompañar esta práctica y que

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fundamentan también este juicio moral negativo, el motivo de la condena es la separación entre el acto conyugal y la procreación.  «Practicadas dentro de la pareja, estas técnicas (inseminación y fecundación artificiales homólogas) son quizá menos perjudiciales, pero no dejan de ser moralmente reprobables. Disocian el acto sexual del acto procreador. El acto fundador de la existencia del hijo ya no es un acto por el que dos personas se dan una a otra, “confía la vida y la identidad del embrión al poder de los médicos y de los biólogos, e instaura un dominio de la técnica sobre el origen y sobre el destino de la persona humana. Una tal relación de dominio es en sí contraria a la dignidad e igualdad que debe ser común a padres e hijos”. “La procreación queda privada de su perfección propia, desde el punto de vista moral, cuando no es querida como el fruto del acto conyugal, es decir, del gesto específico de la unión de los esposos... solamente el respeto de la conexión existente entre los significados del acto conyugal y el respeto de la unidad del ser humano, consiente una procreación conforme con la dignidad de la persona”» (CIgC 2377). 22.6.3 Las ayudas técnicas a la procreación: el diagnóstico prenatal 

“El diagnóstico prenatal puede dar a conocer las condiciones del embrión o del feto cuando todavía está en el seno materno; y permite, o consiente prever, más precozmente y con mayor eficacia, algunas intervenciones terapéuticas, médicas o quirúrgicas”.



“Ese diagnóstico es lícito si los métodos utilizados, con el consentimiento de los padres, debidamente informados, salvaguardan la vida y la integridad del embrión y de su madre, sin exponerles a riesgos desproporcionados”.



Es ilícito “cuando contempla la posibilidad, en dependencia de sus resultados, de provocar un aborto: un diagnóstico que atestigua la existencia de una malformación o de una enfermedad hereditaria no debe equivaler a una sentencia de muerte”.

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23.0 La educación de los hijos como fin del matrimonio

23.1 El deber–derecho de los padres al cuidado y educación de los hijos 

La dignidad personal del engendrado exige que se le ayude adecuadamente. Siendo la educación una dimensión de la procreación, la misión educativa de los padres reviste el mismo origen y naturaleza que la procreación. Son ellos los primeros y principales educadores de sus hijos. La educación de los hijos, representa para los padres, un deber ineludible.



Este deber es el mismo y también nuevo respecto de los que no han celebrado sacramentalmente su unión.  El mismo, porque el deber–derecho que tienen se funda en la función creadora, y que les corresponde como cooperadores de Dios en la transmisión de la vida.  Nuevo, porque, gracias al sacramento, esa colaboración en la transmisión de la nueva vida humana, es, a la vez, edificación y extensión del Reino de Dios, en la obra de la regeneración sobrenatural y de la gracia.



Como dimensión de la procreación, la función educadora de los padres ha de ser común y solidaria.

23.1.1 El amor como determinación del derecho–deber educativo 

El amor, que lleva a los esposos al matrimonio y que constituye la fuente de la vida conyugal, es también el alma y la norma de la educación de los hijos. Es un amor paterno o materno que ha de ser afectivo y efectivo, natural y sobrenatural.  Afectivo: interno y verdadero; ha de nacer del corazón, y ha de estar dirigido a procurar para sus hijos el bien mayor.  Efectivo: operativo; manifestado con obras, sin limitarse o ser tan sólo romántico y sentimental.  Natural y sobrenatural: los padres han de sobrenaturalizar el afecto humano–natural que tienen a los hijos.

23.1.2 Características del derecho–deber educativo de los padres 

Esencial: Porque así lo es la misión procreadora de los padres. No se desarrollaría la dimensión educadora de la paternidad–maternidad si se descuida este deber–derecho.



Original y primario: Como es la relación que la procreación establece entre los padres y el hijo. Todas las demás formas de relación de la persona humana son posteriores a la paterno–filial, incluidas las naturales.

23.2 Aspectos y contenidos más fundamentales 

La finalidad última de la educación es lograr que los hijos se desarrollen de manera que encuentren su propia identidad, hasta alcanzar lo que están llamados a ser por vocación.

23.2.1 El cuidado y atención corporal de los hijos 

Además de no oponerse al nacimiento del hijo, los padres han de recibirlo y acogerlo en el hogar con amor, si bien, en circunstancias muy extremas, su cuidado podría ser confiado a terceras personas o a una institución.



El cuidado de la vida de los hijos se concreta, además en la atención necesaria para su conveniente conservación y desarrollo. Por eso es deber de los padres incrementar el patrimonio familiar.  1998 Ricardo Hernández

23.2.2 Educar en los valores esenciales humano–cristianos 

Educar en la verdadera libertad. Tan sólo mediante el ejercicio de la libertad, la persona puede alcanzar su plenitud humana y sobrenatural. La educación en la libertad ha de ser educación de las virtudes, pues las virtudes tienen como finalidad ayudar al hombre a usar y relacionarse con los bienes creados con libertad.



Educar en el verdadero sentido de la justicia y el amor. 







En cuanto a la educación de la justicia: los padres deben enseñar a los hijos a guardarse de los riesgos y las degradaciones que amenazan las relaciones de justicia de las sociedades humanas. Esta educación lleva a los hijos a tratar del modo debido a cada una de las demás personas según lo que son: personas, valorándolas en sí mismas. En cuanto a la educación al amor: una parte importante de esta educación en el amor es la educación a la castidad. La sexualidad es una riqueza de la persona en su totalidad y está orientada a «levar a la persona hacia el don de sí mismas en el amor» (FC 37). La educación de la sexualidad han de guiar los siguientes principios: a) todo niño es una persona única e irrepetible y debe recibir una información individualizada; b) la dimensión moral debe formar parte de las explicaciones; c) la educación en la castidad y las oportunas informaciones sobre la sexualidad deben ser ofrecidas en el más amplio contexto de la educación al amor.

Formación y educación cristiana. Por la gracia del sacramento los padres han recibido la responsabilidad y el privilegio de evangelizar a sus hijos.  Sobre la base de la formación y educación humana, esa educación cristiana comprende: a) la incorporación de éstos a la vida sacramental; y b) la educación en la fe.  Es grave deber de los padres colaborar activamente para preparar a sus hijos a la recepción fructuosa de los sacramentos, no pudiendo descargar esa responsabilidad en el colegio o en terceras personas.  En cuanto a la educación de los hijos en la fe, nunca debe faltar en esta la formación en: a) los misterios y verdades de la fe; b) los sacramentos de la fe; c) la vida de fe; d) la oración en la vida de la fe. Características de esta educación cristiana: ha de ser completa, en cuanto que ha de comprender aquellos contenidos necesarios par ala maduración gradual de la personalidad cristiana y eclesial; y progresiva, acomodada a la edad y formación de los hijos, desarrollándose cada vez mayor de las verdades.

23.3 El hogar en la educación de los hijos 

El marco del hogar —los tiempos de ocio y descanso, trabajo, celebraciones festivas, etc.— son hitos decisivos en la formación de la personalidad de los hijos.



Lo mejor para educar a los hijos será el ejemplo que fluye por connaturalidad de la lealtad de los padres a la propia vocación. Los valores cristianos, vividos en el hogar, provocan en los hijos actitudes de imitación y positivo interés.

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Supuesta la gracia de Dios, que nunca falta a los que se la piden sinceramente, la actuación de los padres, en la educación de sus hijos, ha de ir encaminada a acompañarles en el itinerario del crecimiento en la fe. En tarea educativa, los padres cristianos han de ser conscientes de la grandeza de la vocación y de la de sus hijos, llamados —unos y otros— a participar en el más alto grado de la vida de Cristo.



Nunca ha de olvidarse que los hijos son los verdaderos protagonistas de su educación. La mejor pedagogía es aquella que desarrolla la responsabilidad personal, mediante la participación de los hijos en las tareas y responsabilidades de la familia.



Un momento de especial importancia en la vida de los hijos es el de la elección de estado. Los padres deben ser conscientes de que todo, en el hogar, ha de ser dirigido a que cada uno cumpla en plenitud su cometido, de acuerdo con la vocación recibida de Dios. Cuando llegan a la edad correspondiente, los hijos tienen el deber y el derecho de elegir su profesión y su estado de vida.

23.4 El deber–derecho de los padres: relación con otras fuerzas educativas 

La dimensión comunitaria, civil y eclesial del hombre exige una educación más amplia que la que pueden proporcionar los padres. Por eso, cuando estos no puedan abarcar esos aspectos deberán recurrir a la colaboración de otras instancias educativas. Es además un derecho.  Es claro que entonces la actuación de estas instancias no podría ser tachado de intromisión en el deber–derecho de los padres.



La colaboración e intervención de otras instancias (la Iglesia, el Estado..) distintas de los padres en la educación de los hijos es necesaria. Pero esas intervenciones son subsidiarias por su misma naturaleza: es decir, han de articularse en torno al deber– derecho original y primario de los padres a ser los primeros y principales educadores de sus hijos. Este es el principio ordenador que debe regular todos los demás. Se siguen de aquí dos consecuencias: a) El Estado y la Iglesia tienen la obligación de dar a los padres —a las familias— las ayudas posibles a fin de que puedan ejercer adecuadamente sus funciones educativas (cf FC 40). Esas ayudas se concretan en: • promover instituciones y actividades que completen la educación recibida en el hogar; • facilitar a los padres los medios necesarios para que ellos mismos puedan realizar la tarea educadora de sus hijos. b) Es deber indeclinable de los padres: elegir los centros educativos y determinar los idearios que se han de seguir en la educación de sus hijos; como el deber–derecho a la educación es permanente, vigilar para que en los centros educativos se imparta la educación para la que fueron elegidos.

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