LA PRESENCIA DE DIOS EN LA HISTORIA

EMIL L. FACKENHEIM LA PRESENCIA DE DIOS EN LA HISTORIA Afirmaciones judías y reflexiones filosóficas EDICIONES SÍGUEME SALAMANCA 2002 Cubierta dis...
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EMIL L. FACKENHEIM

LA PRESENCIA DE DIOS EN LA HISTORIA Afirmaciones judías y reflexiones filosóficas

EDICIONES SÍGUEME SALAMANCA 2002

Cubierta diseñada por Christian Hugo Martín Tradujo Leonardo Rodríguez Duplá sobre el original inglés: God’s Presence in History. Jewish Affirmations and Philosophical Reflections © Emil L. Fackenheim, 1997 © Ediciones Sígueme S.A., 2002 C/ García Tejado, 23-27 - E-37007 Salamanca / España www. sigueme.es ISBN: 84-301-1460-2 Depósito legal: Fotocomposición Rico Adrados S.L., Burgos Impreso en España / UE Imprime: Gráficas Varona Polígono El Montalvo, Salamanca 2002

Para Elie Wiesel

CONTENIDO

Presentación, de Miguel García-Baró .........................................

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Prólogo a la nueva edición .........................................................

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1. La estructura de la experiencia judía .....................................

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1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8.

Introducción ................................................................... Experiencias radicales .................................................... La Presencia divina que salva y que ordena ................... Contradicciones dialécticas ............................................ El marco midrásico ........................................................ La lógica de la tozudez midrásica .................................. Presencia divina y catástrofe .......................................... Crítica contemporánea espuria y genuina ......................

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2. El desafío del laicismo moderno ...........................................

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1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 9. 10.

El Dios-hipótesis ............................................................ La Presencia divina y el reduccionismo subjetivista ...... La mutua irrefutabilidad de la fe y el laicismo .............. La exposición de la fe al laicismo moderno ................... La fe como inmediatez tras la reflexión ......................... Sobre la «muerte» de Dios ............................................. La existencia judía y el mesianismo secularizado ......... El antijudaísmo en el hegelianismo de izquierdas ......... Ernst Bloch .................................................................... Muerte de Dios y eclipse de Dios ..................................

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3. La voz imperativa de Auschwitz ...........................................

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1. La oración del loco ......................................................... 2. El marco midrásico y el Holocausto ..............................

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Contenido

3. 4. 5. 6. 7.

El laicismo judío y el Holocausto .................................. La voz imperativa de Auschwitz .................................... La locura y la voz imperativa de Auschwitz .................. Testigos ante las naciones .............................................. Anhelo, desafío, resistencia ...........................................

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El Holocausto y el Estado de Israel: su relación .........................

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1. La esperanza ................................................................. 2a. La catástrofe ................................................................. 2b. La respuesta ..................................................................

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PRESENTACIÓN Miguel García-Baró

Emil Fackenheim y la Catástrofe Superada la barrera de los ochenta años, retirado de la docencia en Jerusalén, Emil Ludwig Fackenheim es hoy uno de los más importantes y más universalmente respetados pensadores judíos. Su obra, sin embargo, apenas, hasta este momento, es conocida en el ámbito de lengua española. Fackenheim es de origen y formación alemanes. Nació en 1916 en la pequeña ciudad universitaria de Halle. Recibió la influencia de la actividad renovadora iniciada en el seno de los intelectuales judíos por Hermann Cohen y proseguida por Franz Rosenzweig en los años de entre guerras. Justamente se ordenó rabino en la célebre institución berlinesa a la que dedicó sus últimos años de cátedra Cohen: la Hochschule für die Wissenschaft des Judentums. Era ya el año 1939. La Noche de los Cristales Rotos quedaba atrás. En los pasquines nazis de las calles de Berlín, Fackenheim podía leer ataques y calumnias feroces contra los portadores de la estrella amarilla, y en esas sucias mentiras encontraba horrorizado menciones a determinados textos polémicos del Nuevo Testamento. Consiguió salir de Alemania en el último momento. Se trasladó a Canadá y desarrolló desde entonces, a lo largo de cinco décadas, su vida en este país, a cuya nacionalidad se acogió con el tiempo. Ya en 1948 ingresó en el cuerpo de docentes del Departamento de Filosofía de la Universidad de Toronto, que no abandonó hasta la jubilación. En la primera fase, su actividad académica siguió vías más bien tradicionales. Enraizaba en la meditación de la tradición judía, pe-

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ro estudiaba y comentaba a los clásicos (Hegel, Espinosa) y a los filósofos recientes de los que no se puede prescindir (Heidegger). Sin embargo, desde 1968 la trayectoria de Fackenheim gira en un sentido que ha prestado a su obra interés e importancia realmente únicos en el panorama actual. Fackenheim ha afrontado desde entonces de manera directa, cada vez más honda, la tragedia del judaísmo en el último siglo. Su diagnóstico y su respuesta son insoslayables para cualquier pensador, sea cual sea la tradición intelectual o religiosa en que se encuentre. Tres circunstancias han influido sobre todo en esta inflexión definitiva de la obra de Fackenheim. La primera fue la situación teológica predominante en los años sesenta: el auge de la llamada teología de la muerte de Dios; la segunda, la apertura del debate en torno al resonante trabajo de Richard L. Rubenstein titulado After Auschwitz. History, Theology, and Contemporary Judaism; la tercera, la guerra de los Seis Días en 1967. Estos tres acontecimientos guardan íntima relación. Cabe decir que sólo su reunión ha dado paso a la confrontación plena con el más oscuro de los fenómenos históricos que se ha conocido: el Holocausto, la Shoá, la Catástrofe. Y tanto más cuando en la misma década crucial de la guerra fría Eichmann fue juzgado en Jerusalén (y Hannah Arendt publicó su extraordinario relato reflexivo de aquel juicio), mataron a Kennedy y a Martin Luther King, pareció abrirse un nuevo ciclo revolucionario en Mayo del 68 y la Iglesia católica variaba en el Concilio Vaticano II su actitud tradicional respecto de la libertad religiosa y la debida estima a las confesiones cristianas separadas y a las demás religiones (muy especialmente, al judaísmo). Elie Wiesel, Hans Jonas, Emmanuel Levinas, Abraham J. Heschel, André Neher testimonian la Shoá y emprenden casi simultáneamente la tarea, antes declarada imposible por Adorno, de pensarla. ¿O es que el esfuerzo intelectual dedicado a esta meta no ha de contribuir también, e incluso en primera línea, a prevenir contra la posibilidad de la reiteración? La guerra en Oriente Medio de 1967 pudo en su fase inicial, apenas en los dos días primeros de combates, significar no sólo la destrucción de Israel sino, precisamente, aunque a menor escala,

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un nuevo pogrom con connotaciones de Holocausto. Franz Rosenzweig, a diferencia de su amigo y colaborador Martin Buber, no se había adherido al movimiento sionista y hasta había consagrado en La Estrella de la Redención, su libro capital, la imposibilidad judía de semejante tendencia. Rubenstein, como los teólogos de la muerte de Dios, propugnaba la cancelación del judaísmo tradicional porque rechazaba, en nombre de Nietzsche y de la nueva filosofía de la religión, la idea nuclear del monoteísmo ético judío: la presencia de Dios en la historia como su Señor. Las repercusiones de la obra de D. Bonhöffer en la teología cristiana se dejaban sentir por todas partes, y también dentro del judaísmo en la reflexión de Hans Jonas sobre la Shoá. En el mito neocabalista de Jonas, en efecto, Dios renuncia a su omnipotencia al crear el mundo de los hombres. Esta renuncia necesaria, esta retracción de Dios, equivale a abandonar la historia a las fuerzas del bien y, sobre todo, del mal que mana de la libertad humana. Tal es la situación desde la que Fackenheim escribió el libro que ahora se traduce a nuestra lengua. En él retoma y ahonda temas que habían surgido dos años antes, en 1968, en su Quest for Past and Future. Essays in Jewish Theology. Y, a su vez, La Presencia de Dios en la historia es, por así decirlo, la introducción a la obra que, doce años después, se atreve Fackenheim a subtitular «fundamentos del pensamiento judío posterior al Holocausto»: To Mend the World (Reparar el mundo). Nada puede sustituir el estudio de estos textos extraordinarios. Sin embargo, únicamente en la esperanza de estimular la meditación sobre ellos, resumo en pocas líneas la esencia de la encrucijada existencial y espiritual que ha tocado vivir y pensar a Fackenheim: La Shoá sólo puede ser afrontada por la razón y por la acción de los supervivientes, judíos y no judíos, cuando empieza por reconocerse claramente en qué modo es un suceso único, nuevo. Por ejemplo, se tergiversa del todo su unicidad si se la confunde con la tesis de que fue el peor de los acontecimientos en toda la historia. Fackenheim conoce un genocidio en cierto modo peor: el de los gitanos, también a manos de los nazis, justamente porque ese crimen no tiene apenas voces que lo lamenten y lo piensen.

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Pero ocurre además que se tiende a ver lo único de la Shoá en la perspectiva, exclusivamente, de los verdugos, cuando la verdad entera sólo se descubre al reunir esa visión con la que reconoce también el carácter absolutamente único de las víctimas. Es verdad que no cabe reducir a racionalidad la llamada Solución Final del problema judío en los territorios bajo dominio nazi. Arendt lo ha mostrado contundentemente. Ni siquiera la mera razón instrumental aporta un ápice de claridad acerca de por qué querer acabar con todos los judíos, estuvieran donde estuvieran e hicieran lo que hicieran, aun a riesgo de empeorar la situación militar de un ejército ya casi derrotado. Pero la cuestión más terrible es, en las palabras de Fackenheim, que «el millón largo de niños asesinados en el holocausto nazi no murieron ni por su fe, ni a pesar de su fe, ni tampoco por razones que no tuvieran que ver con la fe judía. Como la ley nazi definía al judío como aquel que tiene un abuelo judío, fueron asesinados por la fe judía de sus bisabuelos». Una razón absolutamente única, por cierto. En efecto, «como Abraham en otro tiempo, los judíos europeos ofrecieron una vez, a mitad del siglo XIX, un sacrificio humano por su mero compromiso mínimo con la fe judía consistente en criar niños judíos. Pero en vez de lo que ocurrió con Abraham, no supieron lo que estaban haciendo y no hubo indulto». He aquí entonces que la Catástrofe puede reclamar para sí el rango histórico de significar literalmente la supresión, hasta su raíz misma, de una religión y de una historia colectiva milenaria. Fackenheim interpreta el judaísmo en perfecto acuerdo con la tradición rabínica y en términos plenamente conformes con el núcleo mismo de la existencia judía. El judaísmo, en esta comprensión de sí acreditada por más de tres milenios de vida, es ante todo el testimonio, necesariamente particular, de que Dios se hace presente primordialmente en y a través de la historia humana. Sólo la presencia de algún modo patente de Dios en y a través de ciertos acontecimientos históricos es Su revelación, a partir de la cual cabe que se lo entienda también –y así debe suceder– como Creador del mundo. Pues bien, si ninguna de las formas en que se puede defender la presencia de Dios en la historia resulta aplicable sin blasfemia a la Catástrofe, la conclusión irremedia-

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ble es que por la Shoá queda refutado el judaísmo. Pero así se llega a la situación infinitamente paradójica de que la derrota de Hitler es, al mismo tiempo, su victoria esencial. Hitler habría fallado su objetivo más inmediato y exterior: la aniquilación de los judíos; pero habría conquistado su meta última e íntima: la aniquilación del judaísmo (o su transmutación en otra religión, como en realidad pretende vanamente el rabino Rubenstein). La alternativa es ésta: o bien la esencia del judaísmo no era la revelación de Dios en y a través de la historia, o bien se trata de afirmar la verdad de esta esencia de una manera realmente nueva. En el primer caso, sencillamente se descubriría con ocasión de la Catástrofe, si es que no la rotunda verdad de la muerte de Dios, sí, por lo menos, un error gigantesco, cometido por todo el judaísmo y por todo el cristianismo. Quizá reconociéndolo se podrá expurgar la imagen del judaísmo (y del cristianismo), y quién sabe si así Hitler no habrá ayudado a que esta religión, aunque desde luego transformada en otra cosa, se encuentre por fin en el camino de la verdad, y a que los gentiles la vean en adelante a una luz más amable. En el segundo caso, la novedad con la que habrá que volver a decir que Dios es el Señor de la historia y en ella es donde se hace presente, será tan grande que no podrá utilizar ni la filosofía clásica –la teodicea y su crítica–, ni siquiera una sencilla recepción del pensamiento midrásico tradicional, porque no le pueden servir a esa afirmación arriesgadísima los modos en los que la religión judía ha tratado de vivir y narrar el terrible misterio del sufrimiento del inocente. Si la rama de la alternativa que se debe escoger es esta segunda, es evidente entonces que habrá que retroceder hasta las mismas experiencias radicales en las que se originó el judaísmo, porque ninguna de sus crisis históricas, por profundas que hayan sido, sirve ya de paradigma. Sólo si este retroceso permite que unamos la Shoá de alguna manera con aquellas experiencias-raíz, podremos conservar el judaísmo y su afirmación fundamental. Pero no bastará con esto, sino que además habrá la extraordinaria necesidad de reconocer en la Catástrofe algo así como un añadido a la revelación divina, precisamente porque ha ido en su mal

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más allá de cuanto se podía entender desde el judaísmo tradicional. La Catástrofe, si puede aún sobrevivirse a ella como judío (y como cristiano), ha traído una verdadera mutación religiosa. El regreso, por detrás y más allá de las experiencias históricas cruciales, hasta las experiencias radicales, es, pues, la única manera de comprobar si se mantiene en pie todavía algo que pueda llamarse judaísmo (y cristianismo). Pero no se puede dejar de lado que este retroceso a las fuentes viene fortísimamente apoyado por una evidencia de orden práctico, por algo así como una evidencia metafísica de orden moral: que no se debe permitir en ningún modo que Hitler gane su decisiva batalla póstuma. Si el análisis de las experiencias históricas en las que nació el judaísmo –la experiencia de liberación del Mar Rojo y la experiencia de la recepción de la Ley en el Sinaí– muestra alguna clase de correspondencia con la Shoá, se estará autorizado a sostener o que en las raíces del judaísmo quedaban lugares impensados por la tradición, o más bien que la Shoá es, en algún sentido tremendo, una tercera experiencia radical que abre una nueva forma de ser judío (y cristiano). Si el resultado de esta exploración es, en cambio, negativo, como la realización de la Catástrofe demuestra irrefutablemente la posibilidad de su repetición, e incluso la atrae más cerca del reino de las realidades históricas futuras, sólo cabe a los judíos sobrevivientes no repetir el sacrificio de Isaac en el modo horrible en que sus bisabuelos, sin conciencia y sin indulto, lo llevaron a cabo. La «eutanasia» del judaísmo, que Kant pedía y pronosticaba, debería ser el primer deber del judío superviviente. Sólo que entonces, en definitiva, Hitler será una verdad mayor que el Dios de Abraham. Continuad ahora; continuemos pensando todos.