Cartas de Martí. Muerte de Grant

El lecho de muerte.—Preparativos para sus funerales.—Los diarios.— Las calles.—Disputa sobre el lugar de sepultura.—Se le entierra en Nueva York.—El monumento.—La tumba provisional.—Grant, en la guerra y después de ella.—El Este y el Oeste.—Los gitanos en Nueva York.—La magia de Nueva York.— Convulsiones de elaboración en el Oeste.—Los indios revueltos.—Los vaqueros traviesos.—Los ganaderos rebeldes.—Un sacerdote con pistolas.—El caolín.—Exodo de húngaros. —A trabajar, los nobles!—Una ciudad en un mes.

Nueva York, agosto 3 de 1885.

Señor Director de La Nación:

Las calles están vestidas de negro. Las veletas de los techos echan al aire sus cintas de luto. Edificios de once pisos están cubiertos de casimir fúnebre. Todo Wall Street, la calle de la banca, parece un féretro. Poco menos que de pie sobre el aire cuelgan de paño sombrío los decoradores, columnas y balcones más altos que las torres de las iglesias. Los carreteros han puesto sobre las sienes de sus caballos rosetas de duelo, los maquinistas han atado a la chimenea de sus máquinas sus cintas de tristeza, que, a par del humo oscuro, van oscilando al viento. La ciudad entera se viene preparando a ver pasar el sábado, con doscientos mil soldados y lo mejor de la nación tras él, el cadáver de Grant.

Murió el 23 de julio. Le rodeaba toda su familia, su criado fiel, sus médicos. Los nietecitos dormían en sus ropas blancas de sueño, en el cuarto que daba sobre su cabeza. La esposa le tenía de las dos manos, se las acariciaba, le apartaba los cabellos de la frente. Nadie lloraba. De pronto, aspiró el aire, con ese movimiento de fuego fatuo con que lo aspiran por última vez los moribundos. Y murió como a las ocho y ocho minutos de la mañana, en Mount Mc Gregor, a más de diez horas de Nueva York. A las ocho y once minutos, con el telegrama que anunciaba la hora del fallecimiento, salía a las calles, el Evening Telegram, que es el alcance al Herald. De entonces a hoy, y van ya diez días, ni diarios ni gentes hablan más que del funeral de Grant, a quien Nueva York ha acaparado para sí, con gran celo de Washington, que lo reclama como a héroe nacional; de Chicago, siempre celosa de Nueva York; de Galena, la humilde ciudad donde nació y padeció pobreza, y de donde salió a la guerra primero, después de cinco años de quehaceres penosos por asegurar el pan del día, y luego a la presidencia de la República. En los lugares puros y apartados del campo se crían las grandes fuerzas. Política, teatros, artes, todo parece en tregua desde hace diez días. Los detalles más menudos de la vida del general llenan, de la fecha al pie de imprenta, los periódicos: las casucas empinadas de los barrios más ruines, los puestos de frutas de los italianos, los sillones de los limpiabotas en las esquinas, todo se ha ido adornando con guirnaldas y coronas negras y retratos del muerto. En el gran Parque Nuevo lo van a enterrar, más allá del Parque Central. Quinientos mil pesos quieren reunir para levantar sobre su tumba un mausoleo de granito y bronce. Fabrican provisionalmente, mientras se le levanta el palacio de granito, una bóveda recia, semejante en la forma a una ambulancia militar. Día y noche está en sus alrededores la policía arrollando gente, que va a millares a ver hacer la tumba, y a recoger como memento una esquirla de ladrillo, una pedrezuela, un puñado de tierra, una hoja

de los árboles de las cercanías. El funeral adelanta, como una apoteosis. La ciudad de Nueva York ofreció a la familia de Grant, el lugar que ella eligiese para sepultar al jefe muerto, quien ya en vida había dicho que contaba a Nueva York entre las ciudades donde le sería agradable ser sepultado “porque el pueblo de Nueva York le había sido amigo en su necesidad”; y como el municipio concedió a la viuda el derecho de ser enterrada al lado de su marido, según este quiso, la familia prefirió a Nueva York, que con las más ostentosas celebraciones se prepara a agradecer el privilegio de abrigar en su suelo el cuerpo del que llevó de gloria en gloria, contra los rebeldes esclavistas, el ejército colosal de la Federación. A las veces, la sangre le llegaba, como en la batalla de dos días en Shiloh, hasta las cañoneras de las sillas, él, entre los labios el tabaco, el fieltro sobre los ojos imperturbables, avanzaba. Si por la derecha le cortaban el paso, se iba por la izquierda; si por esta se lo cortaban volvía por la derecha. Caía, sin cólera, como una avalancha. A donde puso el ojo, puso la bandera. Una capa nueva podría hacerse a la tierra con los soldados que perdió en una sola batalla; pero expulsó de sus cuarteles del oeste a los confederados; pero forzó el paso del Mississippi; pero entró en Vicksburg inexpugnable; pero jamás tuvo que hacerse atrás; pero acorraló al ejército enemigo contra el manzanar donde se le rindió Lee. Y como tendió la mano a los vencidos, estos, los generales mismos a quienes echó de ciudades y atrincheramientos, han venido a sentarse a su cabecera y llevarán mañana las cintas de su féretro en su entierro: ¿quién dijo que se habían acabado los poemas? Nueva York no quiere ver hoy en Grant, ni la nación agradecida quiere ver, ni en realidad quiso ver nunca, al hombre de armas en quien era vicio ya el mandar, abarcar y arremeter, al presidente parcial y manejable, al político autocrático e inculto, cuyas faltas alcanzaron siempre a disimular el resplandor de su triunfo y el candor de su ignorancia. Las

grandes personalidades son como cimientos en que se afirman los pueblos. Pueblo hay que cierra los ojos a los mayores pecados de sus grandes hombres, y necesitado de héroes para subsistir, los viste de sol, y los levanta por sobre su cabeza. Cuantos errores pudo cometer hombre, en cosas públicas; muchos de los atentados que puede imaginar presidente de un país libre contra el derecho de su país y el del ajeno, Grant, que tenía apetito de marcha, permitió e imaginó. Él miraba con ansia al Norte inglés; al Sur mexicano; al Este español; y solo por el mar y la lejanía no miraba con ansia igual al Oeste asiático. Mascaba fronteras cuando mascaba en silencio su tabaco. La silla de la presidencia le parecía caballo de montar; la nación regimiento; el ciudadano recluta. Del adulador gustaba; del consejero honrado no. Tenía la modestia exterior, que encubre la falta de ella, y deslumbra a las masas, y engaña a los necios. Concebía la grandeza cesárea, y quería entrañablemente a su país, como un triunfador romano a su carro de oro. Tenía el rayo debajo del ojo; y no gozaba en ver erguido al hombre. Ni sabía mucho del hombre; sino de empujar y de absorber. Pero ahora no escribimos su vida. Ya nos asomaremos el sábado, los lectores de La Nación y nosotros, a verlo pasar, con la carta que su pobre mujer le hizo poner en el bolsillo del pantalón en que “se despide de él hasta un mundo mejor”; ya veremos el sábado este suceso histórico, y en las paradas de la procesión de doscientos mil soldados, hablaremos de aquel que sin pestañear ni cejar se fue derecho al triunfo, a la cabeza de un millón de hombres. Esta masa, no manejada antes nunca por el hombre, tuvo en las manos, que no le temblaron. No era de los que se consumen en el amor de la humanidad, sino de los que se sientan sobre ella. Ha muerto noblemente, robándole a la muerte los días necesarios para escribir el libro que deja como único

caudal a su mujer y a sus hijos. Antes de morir concibió y proclamó la hermosura de la paz. Fue leal. No fue cruel. Le esperan, en fila silenciosa, para acompañarlo a la tumba, los cañones envueltos en crespón, y las casas, las colosales de Nueva York, a la generala. La ciudad no está triste; comienza a estar solemne. No se debe ahorrar a los pueblos los espectáculos grandiosos. El Este se prepara a esta fiesta; el Este, que acata el derecho humano y es hoy sobre la tierra su mejor mampuesto.—Triste sí, uno se siente triste en Nueva York. Ver pasar unos infelices gitanos que el municipio cruel devuelve a Europa de donde acaban de venir; verlos pasar, los pequeñuelos con sus ojos de amor; los chalanes con su chaqueta alamarada; las mozas con sus pañuelos amarillos, entre los policías espaldudos que los llevan a oír su sentencia de reembarque a la casa municipal; verlos pasar, como migajas secas de la paleta de Pasini, del luminosísimo Pasini, destacándose de las paredes oscuras de estas casas cuadradas, alegra los ojos, con esa batalladora alegría que producen el color, la luz, el hombre libre y el caballo suelto. Triste sí, uno se siente triste en Nueva York;—pero firme también; se siente uno tan firme que cuando se aleja de estas playas, ¡en no siendo para las de la patria, donde la roca es dulce!, parece como que se aparta del goce digno de la libertad real, que se aleja de sí propio! Mientras celebra a su héroe de guerra el Este culto, en el Oeste contienen a duras penas a los indios las tropas del general Sherman; las ciudades se arman, para defenderse de los huelguistas que las acometen; empresas de ganaderos intentan rebelarse contra el gobierno; y sostener por las armas su derecho a conservar en arrendamiento por precios mínimos tierras indias de pasto, que no pudieron alquilar de los indios sino por medio del gobierno; en un mes, donde no había ayer más que una escuela y una tienda de campaña, en Fern City se levanta, al cebo de un pozo de petróleo, una ciudad

nueva que ya se procura municipio, jefe de policía y vigilantes, y tiene al aire sus fondas, y un periódico, y cuatro mesas permanentes de jugadores: a Fern City están mudando toda una ciudad vecina, cerca de la cual se secó un pozo de aceite. Las casas de dos pisos vienen por los caminos: las apean, las remontan en Fern City. Los vaqueros traviesos, los gauchos del Oeste, detienen un tren; porque les dio gana de reír de los cajetillas, y a cuanto caballero de ciudad va en el tren lo ponen—ayer mismo los pusieron—de cabeza en tierra con los pies al aire, y de dos tiros de bala le destaconan los zapatos. En Kansas City, un cura católico cayó en liviandad, y en el desamor de sus feligreses; ante los cuales, como que son gente de vestido de cuero y escopeta pronta, se presenta a decir misa, entre silbidos y befas, con sus ropas de sacerdote, y bajo ellas dos pistolas. Un marqués, que se fatigó de ser noble y ha alzado un gran rancho, no sin haber tendido de un balazo a más de un vaquero atrevido, halla en las cercanías de unos terraplenes recién descubiertos, una arcilla finísima, que dicen ser el caolín afamado de los chinos: ya el marqués levantó compañía, busca obreros en porcelana, y diseña una fábrica enorme. Cansados, en tanto, por Filadelfia, unos veinte mil húngaros de trabajar a intervalos en industrias que por muchos años han de estar produciendo más de lo que de ellas se demanda, propónense emprender la marcha con otro noble a la cabeza, el Conde Esterhazy, y dedicarse en masa, juntos los veinte mil húngaros, a las labores que perduran, y en las que debe descansar toda riqueza, a las labores agrícolas: les da el gobierno cerca de la frontera del Canadá doscientos mil acres de tierra. La Hungría es vivaz y de ojos negros; y escogida en sus mejores lugares puesto que los tiene laxos y malos, no estaría mal en la América Latina. Una raza no crece bien sino con el allegamiento de materiales afines.

JOSÉ MARTÍ

La Nación. Buenos Aires, 20 de septiembre de 1885. [MF. en CEM]