Vida ejemplar y heroica de Miguel de Cervantes Saavedra

Luis Astrana Marín Vida ejemplar y heroica de Miguel de Cervantes Saavedra 2003 - Reservados todos los derechos Permitido el uso sin fines comercial...
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Luis Astrana Marín

Vida ejemplar y heroica de Miguel de Cervantes Saavedra

2003 - Reservados todos los derechos Permitido el uso sin fines comerciales

Luis Astrana Marín

Vida ejemplar y heroica de Miguel de Cervantes Saavedra Con mil documentos hasta ahora inéditos y numerosas ilustraciones y grabados de época Tomo I

Retrato probable de MIGUEL DE CERVANTES, por don Juan de Jáuregui. (Colección del Marqués de Casa Torres.)

«Este que veys aqui, de rostro aguileño, de cabello castaño, frente lisa y desembaraçada, de alegres ojos y de nariz corba, aunque bien proporcionada, las barbas de plata, que no ha veynte años que fueron de oro, los vigotes grandes, la boca pequeña, los dientes ni menudos ni crecidos, porque no tiene sino seys, y essos mal acondicionados y peor puestos, porque no tienen correspondencia los vnos con los otros; el cuerpo entre dos estremos, ni grande, ni pequeño, la color uiua, antes blanca que morena, algo cargado de espaldas, y no muy ligero de pies; este digo que es el rostro del autor de La Galatea y de Don Quixote de la Mancha, y del que hizo el Viage del Parnaso, a imitacion del de Cesar Caporal Perusino, y otras obras que andan por ahi descarriadas y, quiza, sin el nombre de su dueño. Llamase comunmente Miguel de Ceruantes Saauedra.» CERVANTES. -Novelas exemplares. (Madrid, 1613). -«Prólogo al lector.»

...«deuiendo ser los historiadores puntuales, verdaderos y no nada apassionados, y que ni el interes, ni el miedo, el rancor, ni la aficion no les hagan torcer del camino de la verdad.» (Quijote. -Parte I, cap. IX.)

«La historia, la poesia y la pintura simbolizan entre si, y se parecen tanto, que, quando escriues historia, pintas, y quando pintas, compones.»

(Trabajos de Persiles y Sigismunda. -Libro III, cap. XIV.)

LUIS ASTRANA MARÍN (Retrato por Manuel Benedito.) Proemio General [I] «La verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo porvenir...» (Quijote. -Parte I, cap. IX.) Hemos de comenzar diciendo que la luz, en el conocimiento de la vida de MIGUEL DE CERVANTES SAAVEDRA, no ha ido haciéndose sino por lentas y muy espaciadas aportaciones de la investigación. No tuvo a su muerte, contrariamente a Lope de Vega, elogios panegíricos, «famas póstumas», ni pomposas «exequias fúnebres» a la inmortalidad de su nombre, que recogieran en libros los más ilustres ingenios. Sólo dos epitafios, de don Francisco de Urbina y de Luis Francisco Calderón, jóvenes y modestos poetas, y unas frases calurosas del maestro José de Valdivieso. Nadie tampoco escribió su biografía. Empero no se infiera de ello que su figura estuviese ignorada. En uno de esos mismos epitafios se dice: No tantas en su orilla arenas mueve glorioso el Tajo, cuantas hoy admira lenguas la suya....

Ahora, aunque a todo lo largo del siglo XVII y durante el primer tercio del XVIII las obras cervantinas crecieron y divulgáronse prodigiosamente [II] en unas doscientas ediciones, y con ellas la gloria del autor, de su vida, sin embargo, sabíase muy poco, y esto poco casi en total por referencias de él mismo. Ni siquiera se conocía el lugar de su nacimiento, a pesar de que algún contemporáneo lo consignase con exactitud. Dijérase que su gran obra borraba su gran vida, no obstante que su vida nivelábase en grandeza con su obra. La primera biografía de CERVANTES, así como la primera edición monumental del Quijote, surgieron de la admiración y munificencia de un prócer inglés, el barón Lord Carteret. Ya éste con anterioridad, en su [III] entusiasmo por CERVANTES, había encargado a Harry Bridges, hacia 1720, la versión de algunas de las Novelas ejemplares, que se publicaron en Bristol el año 1728. En la portada se dice claramente salir under the protection of His Excellency John, Lord Carteret, Lord Lieutenant of the [IV] Kingdom of Ireland. Pero el notable humanista y gran hombre de Estado quiso llevar más adelante su

fervor cervantino; y advirtiendo no existir ninguna biografía de CERVANTES ni ninguna edición monumental de su obra cumbre, se propuso subsanar, a sus expensas, tan sensible falta. Con ocasión de hallarse de embajador de España en Londres don Cristóbal Gregorio Portocarrero y Guzmán, quinto conde de Montijo, cuya esposa, doña Dominga Fernández de Córdoba y Guzmán, supo conquistarse alto lugar por sus dotes de fina inteligencia y cultura en la Corte de Jorge II de Inglaterra, Lord Carteret, a la sazón ministro de Estado, entró en relaciones con estos aristócratas. Se habló ampliamente de CERVANTES en los salones de los condes de Montijo. Doliéronse todos de la carencia de noticias sobre el famoso Todo, Manco Sano y Regocijo de las Musas. Y el ilustre y cultísimo Lord decidió rendir un homenaje de admiración y respeto a la condesa embajadora, y con ella a España, haciendo imprimir y ofreciendo dedicarle la primera edición monumental del Quijote. Años después indagaba qué escritor de prestigio podía encargarse de redactar la primera biografía de CERVANTES. Le fue indicado, quizá por los mismos condes de Montijo, aunque no consta de modo seguro, el nombre del gran polígrafo valenciano don Gregorio Mayans y Siscar (1699-1781), aquel a quien Menéndez y Pelayo llamaba «el Néstor de las letras españolas en el siglo XVIII». Aceptado el encargo por el insigne hijo de Oliva, al comenzar a recoger materiales para su obra, iba muy avanzada, desde 1722, la gran edición londinense del Quijote, que constaría de cuatro gruesos volúmenes en 4.º, con sesenta y ocho ilustraciones a toda plana, más un retrato del autor, láminas dibujadas por I. Vanderbank y G. Kent (la segunda lleva fecha de 1723) y grabadas por G. Vander Gucht, G. Vertue, B. Baron y Claude du Boc. La impresión, que duró quince o dieciséis años, [V] publicose el de 1738. Pero uno antes de salir, estaban listos ejemplares sueltos, desglosados del primer tomo, con la biografía de CERVANTES, en 1737,según la siguiente portada: Vida de Miguel / de / Cervantes Saavedra / Autor / Don Gregorio / Mayans i Siscár. / Bibliothecario del Rei / Catholico. / (Doble filete) / En Londres: / Por J. y R. Tonson. / (Filete) / MDCCXXXVII. Ocupa VI páginas preliminares, más 103 de texto, repartido en ciento ochenta y tres párrafos. En la dedicatoria «Al Ex.mo Señor Don Juan, Barón de Carteret, &c. &c. &c.», Mayans dice (y dejamos en su sabor la [VI] caprichosa ortografía del original): «Ex.mo Señor, -Un tan insigne Escritor, como MIGUEL DE CERVANTES SAAVEDRA, que supo honrar la memoria de tantos Españoles, i hacer immortales en la de los Hombres a los que nunca vivièron; no tenía hasta hoi, escrita en su lengua, Vida propia. Deseoso U. E. de que la huvièsse, me mandò recoger las Noticias pertenecientes a los Hechos i Escritos de tan gran Varòn». Mas no siendo entonces ni frecuente ni fácil la investigación en los archivos, el biógrafo se vio con documentación tan escasa, que, a veces, para llenar su cometido, tuvo que apelar a la conjetura y aun a la fantasía. Por ello, hombre discretísimo, no dió otro alcance a su trabajo que el de unos apuntamientos, como los llama: «Mi fin sólo ha sido (confiesa al terminar su obra) obedecer a quien debía el obsequio de recoger algunos apuntamientos para que otro los ordene y escriba con la felicidad de estilo que merece el sujeto de que tratan». Y en la referida dedicatoria, excusándose de la carencia de datos: «He procuràdo poner la diligencia a que me obligò tan honroso precepto: i he hallado que la materia que ofrecen

las Acciones de CERVANTES, es tan poca; i la de sus Escritos tan dilatada, que ha sido menester valerme de las hojas de èstos, para encubrir de alguna manera con tan rico i vistoso ropage, la pobreza i desnudèz de aquella Persona dignisima de mejor Siglo: porque, aunque dicen que la Edad en que viviò, era de Oro; Yo se que para èl, i algunos otros benemeritos, fue de Hierro. Los Embidiosos de su Ingenio, i Eloquencia, le mormuràron, i satirizàron. Los Hombres de Escuela, incapaces de igualarle en la Invencion, i Arte, le desdeñaron, como a Escritor no Cientifico. Muchos Señores, que si hoi se nombran, es por èl; desperdiciàron, su poder, i autoridad, en aduladores, i bufones, sin querer favorecer al mayor Ingenio de su tiempo. Los Escritores de aquella edad (aviendo sido tantos) o no hablaron dèl, o le alabàron tan friamente, que su silencio, i sus mismas alabanzas, son indicios ciertos, o de su mucha embidia, o de su poco conocimiento». Aquí se muestra algo severo, aunque justo, el buen Mayans. Y lo mismo cuando dice en el párrafo 56 (modernizamos ya su ortografía): «Lo cierto es que CERVANTES, mientras vivió, debió mucho a los extranjeros [VII] y muy poco a los españoles; aquéllos le alabaron y honraron sin tasa ni medida; éstos le despreciaron y aun le ajaron con sátiras privadas y publicas»: palabras que hallaban eco todavía, ochenta y dos años más tarde, en la cuarta edición del Quijote publicada por la Real Academia Española (Madrid, 1819), en cuyo prólogo se lee que la Corporación quería «desagraviar la memoria del ilustre CERVANTES, poco honrada hasta entonces entre sus compatriotas». Forzado Mayans a extraer pormenores biográficos de algunas manifestaciones, mal compulsadas, de los escritos de MIGUEL, los errores se imponían. Así, por ejemplo, por entender a tuertas dos pasajes del Viaje del Parnaso, cree que «la patria de CERVANTES fue Madrid» (§ 4).Y da la fecha de su nacimiento en 1549 (§ 8), llevado de aquella cita del prólogo de las Novelas ejemplares, publicadas en 1613: «Mi edad ya no está para burlarse de la otra vida; que al cincuenta y cinco de los años, gano por nueve más y por la mano». Pero Mayans no columbra que el referido prólogo se escribió a fines de 1611 o principios de 1612, cuando MIGUEL contaba aún sesenta y cuatro años. No importa que la dedicatoria al conde de Lemos vaya datada a 14 de julio de 1613. Ya el privilegio real y las aprobaciones de fray Juan Bautista y del doctor Cetina tienen fecha de 1612. El libro se presentó a la censura hacia fines de Junio de este año, pues en 2 de Julio el mismo doctor Cetina lo remitía al mencionado fray Juan Bautista, de la Orden trinitaria. También Mayans se hizo portavoz de una fábula que, aunque ya refutada por Máinez, corre en nuestros días. Según ella (§ 56), «estaba el rey don Felipe, tercero deste nombre, en un balcón de su palacio de Madrid, y, espaciando la vista, observó que un estudiante, junto al río Manzanares, leía un libro, y de cuando en cuando interrumpía la lección y se daba en la frente grandes palmadas, acompañadas de extraordinarios movimientos de placer y alegría; y dijo el rey: Aquel estudiante, o está fuera de sí, o lee la Historia de Don Quijote. Y luego se supo que la leía, porque los palaciegos suelen interesarse mucho en ganar las albricias de los aciertos de sus amos en lo que poco importa». No consignó Mayans de dónde tomó la anécdota; pero el biógrafo inmediato, don Vicente de los Ríos, se la atribuyó al licenciado Baltasar Porreño, en sus Dichos y hechos del señor Rey Don Felipe III, siendo [VIII] la verdad que el historiógrafo conquense no registra en tal obra, ni en otra alguna, semejante patraña.

Mayans, en resumen, no aportó ningún documento nuevo a la vida de CERVANTES. Incluso ignoró la Topographia de Haedo, que le hubiera proporcionado, amén de otras noticias, el conocimiento de su verdadera patria. Y fue el primero, por ende, en iniciar la leyenda de su encarcelamiento en la Mancha, escribiendo (§ 37), aunque lo refiere de oídas, que «fue allá con una comisión, y por ella le capitularon los del Toboso y dieron con él en una cárcel». En cambio, la crítica que hace de las obras cervantinas es admirable para su tiempo. Y cuenta que no siempre las elogia. En La Galatea halla entretejidos tantos episodios, «que su multitud confunde la imaginación de los lectores» (§ 14). Tiene el Quijote por «una sátira, la más feliz que hasta hoy se ha escrito contra todo género de gentes» (§ 127). Censura sus pretensos anacronismos, descuidos, yerros y alusiones (§§ 95-I26). Ahora, en cuanto al estilo, «es puro, natural, bien colocado, suave y tan emendado, que en poquísimos escritores españoles se hallará tan exacto; de suerte que es uno de los mejores textos de la lengua española» (§ 53). Ataca duramente al autor del falso Quijote, de quien «sólo se sabe que era un fraile» (§ 61), por su falta de ingenio y de gracia, que pide «un natural muy agudo y discreto, de que estaba muy ajeno el dicho aragonés» (§ 65). Respecto de las Novelas ejemplares, formula este justo encomio: «Son las mejores que se han escrito en España, así por la grandeza de su invención y honestidad de costumbres como por el arte con que se dispusieron y la propiedad y dulzura de estilo con que están escritas» (§ 165). Considera el Coloquio de los Perros como sátira incomparable, digna de medirse, por lo intencionada y bien hecha, con lo mejor que pudiera idear el cáustico ingenio de Luciano, y «una invectiva contra los abusos que hay en la profesión de varios ejercicios y empleos» (§ 161). Encuentra el Viaje del Parnaso «más ingenioso que agradable», aunque adiciona: «no por eso me atreveré a llamar a su autor mal poeta» (§ 167). Su opinión sobre las Comedias y el Persiles ofrece el interés de hallarse en oposición, por sus encarecimientos, con la crítica moderna. Para él las Comedias, «comparadas con otras más antiguas, son mucho mejores, exceptuando siempre la de Calisto y Melibea» (§ 175); y en lo tocante al Persiles, afirma que es obra «de mayor invención y artificio y de estilo más sublime que la de Don Quijote de la Mancha» (§ 182). Y en esto último se ve hoy asistido de algunos partidarios. No podía exigírsele más. [IX] Tal es, a grandes líneas, la primigenia biografía de CERVANTES trazada por el erudito valenciano, que obtuvo un éxito enorme y en seguida comenzó a figurar al frente de las ediciones castellanas y de las traducciones de nuestro autor, e incluso a verterse suelta. A continuación, con portada especial, datante de 1738, y paginación nueva, seguía el texto del Quijote, impreso tambien a expensas de Lord Carteret por los mismos tipógrafos londinenses J. y R. Tonson. Lord Carteret levantaba así, a la vez, en lengua castellana, dos sublimes monumentos, a CERVANTES y a su obra inmortal. A ésta, con una edición rica y espléndida, que correspondiera a su fama en el mundo; a él, con una biografía que rompiese todas las obstrucciones del silencio y del olvido.Y llegó a más Lord Carteret. Quiso que a la biografía, puesta como proemio a esta edición ilustrada del Quijote, acompañase un retrato de CERVANTES, aunque habían sido inútiles todas las diligencias para hallarlo.

La gran obra fue dedicada por el Lord «A la Excma. Señora Condessa de Montijo». En la dedicatoria, fechada en «Londres Março el 25, 1738», [X] le dice: «U. E. à sido universalmente admiràda en este pais, durante el tiempo que residiò aqui Embajadora, pues diò grande exemplo en esta Corte y pais, honrando à su propia Corte y Nacion tan bien como à esta. Dios guarde à U. E. &c». Conviene advertir que a la sazón ya la condesa había partido de Londres para España, desde el 10 de octubre de 1737, concluida hacía más de dos años la embajada de su esposo, nombrado en este último mes y año para la presidencia de Indias.

Escudo de armas de Lord Carteret. La biografía de CERVANTES destinose, pues, desde un principio a servir de preámbulo a la magna edición del Quijote. Y así se deduce de las siguientes palabras de Mayans en la dedicatoria a Lord Carteret: «Salga, pues, nuevamente a la luz del Mundo el Gran Don Quijote de la Mancha, si hasta hoi Cavallero desgraciadamente aventurèro, en adelante, por U. E., felizmènte Venturoso». Y firma: «D. Greg. Mayáns i Siscàr». Dicha dedicatoria va acompañada del escudo heráldico del prócer y de un retrato de CERVANTES, debido a Guillermo Kent, pintor, dibujante y arquitecto, muy afamado entonces, y grabado por Jorge Vertue. El retrato (202×147 mm.) es de media figura. CERVANTES aparece sentado, apoyado el brazo izquierdo, cuya mano se ha mutilado absurdamente, en la mesa en que escribe. Al fondo, una ventana, por la que se descubre un salón ojival de estilo inglés, y en él Don Quijote a caballo, seguido de Sancho y su rucio. Del quicio de la ventana penden un casco y una espada. Por debajo del cortinaje, que forma la parte izquierda del fondo, se advierte una estantería con libros. En ciertas «Advertencias / de Don Juan Oldfield / Dotor en Medicina, sobre las Estampas desta Historia», se lee: «No avièndo hallàdo (por más [XII] solicitùd que se aya puesto) retrato alguno de Miguel de Cervantes Saavedra; hà parecìdo conveniènte poner en el Frontispìcio de la Historia de Don Quixote de la Mancha (principal obra suya, y la que hace su memoria mas duràble) una Representación que figùre, el gran designio que tuvo tali ingenioso autor». Pero después se pensó que con los datos que el propio CERVANTES suministraba en el Prólogo de sus Novelas ejemplares (base de casi todos los retratos existentes) podía darse una imagen gráfica de su fisonomía. Y de ello se encargó Kent.

Dibujo de Kent, grabado por Vertue. (Vida de Miguel de Cervantes, Londres, J. y R. Tonson, 1737.) [XI]

Primer dibujo de CERVANTES, anónimo. (Nouvelles, Asterdam, Marc-Antoine, MDCCV.)

Kent, pues, atúvose a los detalles del referido prólogo; y así, al dibujar su figura, le puso, sin vanagloria, este epígrafe: RETRATO DE CERVANTES DE SAAVEDRA / POR EL MISMO; es decir, del mismo retrato hecho por su autor, interpretando las conocidas palabras suyas: «Éste que veis aquí, de rostro aguileño», etc. Sin embargo, para trazar el que bien pudiéramos llamar primer retrato artificioso de CERVANTES, Kent tuvo a la vista otro retrato anterior, primitivo esbozo o tentativa, dibujo y grabado de autor anónimo, salido a luz en la traducción francesa de las [XIII] Novelas ejemplares publicadas en Amsterdam en 1705, que en ediciones posteriores se [XIV] modificó bastante. Ahora, también sufrió modificaciones, y aun mejoras, el retrato de Kent. Y el que más se divulgó no fue el de Londres, sino otro, grabado por Jacob Folkema y aparecido en la edición castellana de las Novelas ejemplares impresa en La Haya al año siguiente, o sea en 1739.

Copia, a la inversa, del primer dibujo de CERVANTES, anónimo, en que difieren el fondo y la posición de la figura. Reproducción, con modificaciones, del primer dibujo anónimo de la edición de Amsterdam de 1705. (Nouvelles, Amsterdam, Marc-Antoine, 1707.) (Nouvelles, Rouen-París, Chez Pierre Witte, MDCCXIII.) [XIII] Estos dos dibujos, de Kent y Folkema, especialmente el segundo, han sido el modelo a que, con más o menos transformaciones, se han ajustado los infinitos retratos en lienzos, estatuas, lápidas, medallas, estampas, etcétera, desde el primero conjeturado auténtico por la Real Academia española... En resumen, Lord Carteret se anticipó a España en glorificar a CERVANTES, dando al mundo, a sus expensas, la primera biografía del autor, la primera edición monumental del Quijote y el primer retrato convencional (por no hallarse el genuino) del insigne complutense. A la biografía de Mayans, muchas veces reimpresa y varias traducida, siguió, cuarenta y tres años más tarde, la de don Vicente de [XV] los Ríos. En este lapso de casi media centuria, se habían hallado algunos documentos que rectificaban o aclaraban diversos errores, conjeturas y puntos dudosos del primer biógrafo. Estos documentos eran: I. Partida de defunción de CERVANTES (Prólogo de don Blas Nasarre en su reimpresión de las Comedías y Entremeses, Madrid, 1749, con error en el nombre del testamentario). II. Partida de bautismo de MIGUEL DE CERVANTES (Agustín de Montiano, en su Discurso sobre las tragedias españolas, Madrid, 1753, I, pág. 10). III. Partida de rescate del cautiverio de CERVANTES (José Miguel de Flores, en Aduana crítica..., Madrid, 1764, III, pág. 274). IV. Partida de casamiento de CERVANTES (descubierta por Manuel Martínez de Pingarrón, extractada por Juan Antonio Pellicer, Ensayo de una Bibliotheca de traductores..., Madrid, 1778, pág. 305, y publicada por Ríos, Vida, pág. CLXXXVI) V. Nota referente a la escritura de dote otorgada por CERVANTES a favor de su esposa (Pellicer, Ensayo..., pág. 156). VI. Carta de pago para el rescate de CERVANTES (Pellicer, Ensayo..., pág. 195. Todos los documentos transcritos lo son sin rigor paleográfico y

parcialmente. Conviene también advertir que Ríos y Pellicer trabajaban al mismo tiempo; y así, aunque las obras de ambos, en que se insertan estos documentos, ostenten distintas datas, como por los mismos caminos llegaron a igual fin, las investigaciones del uno en nada disminuyen las del otro. La biografía de Ríos se imprimió póstuma, en la gran edición del Quijote que, para emular la de Lord Carteret de 1738 y las traducidas por Charles Jarvis (Londres, 1742) y T. Smollett (Londres, 1755), todas espléndidamente ilustradas, publicó la Real Academia Española en 1780. [XVI] También, a imitación de aquéllas, apareció con estampas, y hasta con el aludido retrato auténtico de CERVANTES. Las láminas fueron dibujadas por Antonio e Isidro Carnicero, Joseph del Castillo, Joseph Brunete, Manuel Brandi, Bernardo Barranco, Miguel de la Cuesta, Pedro Arnal, Jerónimo Gil, Rafael Ximeno y Gregorio Ferro; y grabadas por Fernando Selma, Mariano Brandi, Manuel Salvador y Carmona, Jerónimo A. Gil, Pedro Pasqual Moles, Simón Brieva, Joaquín Fabregat, Joaquín Ballester, Juan de la Cruz, Juan Minguet, Francisco Muntaner, Juan Palomino y Juan Barcelón. Demasiados artistas para 36 láminas y un mapa, los cuales, por otro lado, demostraron un desconocimiento absoluto de la novela. Sólo la parte tipográfica, como debida a Ibarra, fue realmente magnífica. En cuanto a la depuración del texto, la Academia cometió el error de tomar por modelo de segunda edición de Cuesta, de 1605, confundida con la príncipe.

Dibujo y grabado de Folkema. (Novelas ejemplares, Haya, J. Neaulme, 1739.) El retrato auténtico de CERVANTES (209×144 mm.), dibujado por J. del Castillo y grabado en cobre por M. Salvador y Carmona, sacose de un cuadro al óleo regalado en 1773 a la Academia por el conde del Águila, quien lo adquirió de un traficante en pinturas, creyéndolo labor de Alonso del Arco (1625-1700). Como Castillo invirtiese la posición de la figura, quedó ésta semejante al dibujo de Kent de la edición londinense de 1738. Pero resultó que el lienzo de Alonso del Arco (pintura mediocre) era pintiparado al grabado hecho por Folkema para la edición de La Haya [XVII] de 1739. Esto produjo una gran contrariedad. La falsificación fluía incuestionable. Entonces la Academia, para confundir a los dudosos, sometió el reconocimiento de la obra «a los pintores de cámara de S. M. y directores de pintura de la Real Academia de San Fernando, don Antonio González y don Andrés de la Calleja, prácticos en el conocimiento de las pinturas antiguas». Y estos sapientísimos académicos, que conocían el dibujo de Kent, pero no el de Folkema, emitieron informe a la Española, atestiguando la vejez del lienzo, la ranciedad de los colores «y ser el estilo de las escuelas de Vicencio Carducho y Eugenio Caxés, que florecieron en tiempo de Felipe IV». De manera que el cuadro del conde del Águila, para asombro del mundo, no era copia del dibujo de Londres (como que lo era del de La Haya), sino éste de aquél. Con lo cual, la de la Lengua decretó que «el convenir perfectamente dicha pintura con todas las señas que CERVANTES da de sí mismo, producen una conjetura muy racional y fundada de que es copia de algun buen original hecho en vida de CERVANTES y acaso del de Jáuregui o Pacheco», como si Pacheco le hubiera retratado. La Academia, así, al aceptar el informe de González y Calleja y reproducir aquella imagen al frente de la primera edición monumental que hacía del Quijote, aunque con las reservas de que debía de ser copia de un original perdido, declaraba y confirmaba una autenticidad

sin justificación. Lo temerario de tal proceder se vio pronto, en la labor expansiva de semejante engendro, pues al seguirlo reproduciendo en sus ediciones de 1782 y de [XIX] 1787, hizo autorizarlo y divulgarlo en muchas de las obras de CERVANTES impresas a fines del siglo XVIII y durante gran parte del XIX.

Falso retrato de CERVANTES, atribuido a Alonso del Arco, primer auténtico de la Real Academia Española, donado por el conde del Águila. [XVII]

Dibujo de José del Castillo, grabado por Manuel Salvador y Carmona. (Edición académica del Quijote, Madrid, Ibarra, 1780.) [XVIII] Al mencionado retrato, siguió en la edición académica la biografía de Ríos, con este epígrafe: Vida de Miguel de Cervantes Saavedra y Análisis del Quixote. A continuación, un Plan cronológico del Quixote; y después, Pruebas y documentos que justifican la vida de Cervantes. Hemos dicho que Ríos, sobre las indicaciones de Mayans, podía aprovecharse tanto de sus propias investigaciones como de las noticias publicadas por Pellicer en su Ensayo y por otros. Así, menciona ya a Alcalá de Henares como patria de nuestro autor, habla a grandes rasgos de su estancia en Roma, de sus acciones militares, de su cautiverio en Argel, intentos de fuga, redención, vuelta a España, publicación de La Galatea y casamiento en Esquivias. Pero recoge una serie de errores y leyendas que han perjudicado mucho (y siguen perjudicando) a la biografía de CERVANTES. Afirma gratuitamente que estuvo «de asiento en la Mancha a su vuelta de Sevilla», y que (variante de Mayans), «de resultas de una comisión que tenía, le capitularon, maltrataron y pusieron en la cárcel los vecinos del lugar donde estaba comisionado». Y cita, no ahora a El Toboso, sino a Argamasilla de Alba, como pueblo en que le ocurrió el percance. Autorizaba y recalcaba de este modo las groseras leyendas que todavía corren por el país manchego. Hácese eco también de que el duque de Béjar no quería admitir la dedicatoria del Quijote, a causa de «un religioso que gobernaba la casa del duque» y cree, en fin, aparte de otras fantasías, en la existencia de un folleto titulado Buscapié, escrito por CERVANTES «para excitar la atención» del público sobre el Quijote. Estas manchas empañaron lamentablemente su biografía [XX] El Análisis del Quijote (págs. XLIII-CLIII) es trabajo mejor, aunque no exento de defectos. Con buen estilo, tuvo arte para poner de relieve las grandes bellezas de la obra que examinaba. Yerra, ciertamente, en intentar establecer un parangón entre ella y los poemas de Homero y Virgilio, pero acierta al refutar algunos anacronismos señalados por Mayans; porque, como escribe CERVANTES en el Prólogo de la primera parte del Quijote, «ni caen debajo de la cuenta de sus fabulosos disparates las puntualidades de la verdad, ni las observaciones de la astrología, ni le son de importancia las medidas geométricas». Y así, dice cuerdamente (§ 298) que «los autores de semejantes composiciones como Cervantes, tienen licencia de fingir con verosimilitud, y de crear e inventar cosas que ni

existen, ni han existido, ni es creíble que existirán en adelante». Por ello es reprensible que incidiera en lo mismo que tan juiciosamente censuraba, trazando un inútil Plan cronológico del Quijote (págs. CLIII-CLXIV) y el Mapa de una porción del Reyno de España, que comprehende los parages por donde anduvo Don Quijote, y los sitios de sus aventuras. Delineado por D. Tomás Lopez, Geografo de S. M., segun las observaciones hechas sobre el terreno por D. Joseph de Hermosilla, Capitan de Ingenieros. Tal Mapa es un disparate de arriba abajo, fuera de que el texto del Quijote no da material suficiente para trazar el itinerario completo del héroe manchego. Con exclusión de algunas indicaciones precisas de CERVANTES, todo cuanto se ha escrito sobre la ruta quijotesca es falso o mal adeliñado. Ríos, en conclusión, si supo señalar en párrafos elegantes el mérito de la narración del Quijote y ofrecer algunos documentos que aclaraban o rectificaban ciertas afirmaciones e hipótesis de Mayans, atiborró su biografía de leyendas y errores que pasaron a sucesivos biógrafos. [XXII]

Dibujo de D. J. Ferro, grabado por D. F. Selma, con error en la edad y fecha de la muerte de CERVANTES. (Retratos de los Españoles Ilustres, Madrid, 1791.) [XXI]

Y, entre ellos, el primero fue don Manuel Josef Quintana (1772-1857), quien trazó una Noticia de la Vida y de las Obras de Cervantes, aparecida en los preliminares de cierta edición ilustrada del Quijote, de 1797, apunte aumentado del epítome que hubo de redactar en 1791 para los Retratos de los españoles ilustres. A ella acompañó el consabido retrato de CERVANTES, copia del de la Academia, dibujado esta vez por J. López Enguídanos y grabado por su hermano Tomás. El trabajo de Quintana, como obra de juventud, es declamatorio y erróneo (admite también la leyenda del Buscapié). Empero no dejó de advertirlo el ilustre poeta, quien luego, al correr de los años, lo amplió, rectificó y refundió casi enteramente, formando con él una de las primorosas biografías sucintas que integran su colección de Vidas de españoles célebres, a la que aludiremos aún. No merecen particular mención dos precedentes reseñas biográficas: la de M. de Florián, compendio libre de Ríos, en su desdichado arreglo y [XXIII] traducción de La Galatea, y la de don Antonio de Capmany, extracto de Ríos y Pellicer, en su Teatro histórico-crítico de la elocuencia española (Madrid, 1786-88, vol. IV), si bien diserta agudamente sobre el estilo del Quijote, señala su «grata y fluida armonia», registra muchas bellas expresiones y se deleita con sus modos de decir, «delicados, tiernos, sentidos y armoniosamente elegantes». Otro tanto podría agregarse del notable elogio de Cerdá y Rico (Madrid, 1781), en sus apéndices (III, pág. 227) a la Retórica de Gerardo J. Vosio, que apareció al tiempo de la gran edición londinense del Quijote comentada por el Reverendo don Juan Bowle, a cuyas manos fue a parar, a fines de 1778, el manuscrito del P. Sarmiento, Noticia de la verdadera patria de el Miguel de Cervantes estropeado en Lepanto, que se imprimió un siglo después (Barcelona, Verdaguer, 1898, en 4.º, 170 páginas y colofón).

Pero en el mismo año de 1797, aunque con menos limado estilo y enjundia estética que la de Ríos, salió a luz la notable Vida de nuestro autor [XXIV] por don Juan Antonio Pellicer, al frente de su esmerada edición del Quijote, y reproducida después, suelta, en la separata de la reimpresión de 1798-1800. Pellicer aprovechó las «Noticias literarias» de CERVANTES insertas en 1778 al fin de su referido Ensayo de una biblioteca de traductores españoles, y otros documentos inéditos, ordenados bajo el rótulo de «Documentos que acreditan algunos sucesos descubiertos nuevamente de la Vida de Miguel de Cervantes Saavedra». Éstos eran, en número de diez, los siguientes: partida de bautismo de Luisa, la hermana de CERVANTES; carta de dote otorgada por éste a su esposa, un extracto del proceso de Valladolid con motivo de la muerte de Ezpeleta, encontrado pocos años antes en el archivo de la Cárcel de Corte; certificación de haber tomado el hábito de hermanos de la Orden Tercera de San Francisco MIGUEL DE CERVANTES, doña Catalina de Salazar y doña Andrea de Cervantes (también el licenciado Francisco Martínez y Lope de Vega), partidas de difuntos de doña Andrea de Cervantes, doña Constanza de Ovando, su hija, y doña [XXV] Catalina de Salazar (y asimismo Lope de Vega), y carta de pago de 300 ducados que doña Leonor de Cortinas y doña Andrea entregaron a los padres fray Juan Gil y fray Antón de la Bella para el rescate de CERVANTES. El nuevo biógrafo rebuscó, pues, principalmente, en los archivos y parroquias. Tenía, desde luego, mucha más cultura y erudición que Ríos y una especial psicología y penetración histórica, que le llevaron a adivinar algunos pormenores y hechos cervantinos comprobados después por la investigación.

Dibujo de Rafael Ximeno, grabado por Pierre Duflos. (Edición del Quijote, Madrid, Sancha, MDCCLXXXXVII.) [XXIV]

Busto del grabado de Juan Moreno de Tejada. (Vida de Miguel de Cervantes, por Pellicer. Madrid, 1800.) Rechazó ya, entre otras, la patraña del Buscapié, identificó la casa en que murió CERVANTES e hizo entrar la biografía del autor del Persiles en el terreno científico. Lástima que acogiera todavía algunas leyendas y falsedades, como sus incidentes en la Mancha, su prisión en Argamasilla de Alba y que «estando en ella escribió la Historia del Ingenioso Hidalgo Don Quixote de la Mancha», etc. Estudió serena y desapasionadamente la causa de Ezpeleta; y, no obstante, por escrúpulos infundados, ocultó lo más sensacional del proceso; confundió a don Luis de Garibay con una inexistente doña Luisa de Garibay, soltera, y aventuró que la madre de CERVANTES había contraído segundas nupcias con un N. Sotomayor, sin otros yerros. Empedró, en fin, su obra de digresiones y prolijidades excesivas y cometió el gran desliz de creer el Quijote una imitación del Asno de Oro de Apuleyo. Sin embargo, merece toda estimación el Indice de las cosas más notables

contenidas en el Discurso preliminar, en la Vida del autor y en las notas distribuidas por toda la obra, con que cierra las últimas páginas del volumen quinto. [XXVI] Lleva la biografía (edición de 1800) otro retrato de CERVANTES, copia, como los anteriores, del de la Academia, pero con grandes mejoras, grabado finamente por Juan Moreno de Tejada, y, además de muchas láminas y viñetas, dos mapas, bien trazados, referentes a la cueva de Montesinos y a las lagunas de Ruidera.

Dibujo y grabado de B. Lane. (Versión inglesa del Quijote, Londres, W. Lewis, 1809.) El estudio final contiene una Descripcion geográfico-histórica de los viages de Don Quixote de la Mancha, seguida de una Carta geográfica de los viages de Don Quixote y sitios de sus aventuras, delineada, a tenor de las indicaciones del propio Pellicer, por M. A. Rodríguez. Fue incidir en el mismo error que Ríos. La Carta es tan disparatada como el Mapa de López y de Hermosilla. No obstante, el biógrafo se adelantó a todos en recorrer y estudiar a fondo la tierra manchega, sobre la que discurre a menudo atinadamente. La biografía de Pellicer, en resolución, a pesar de sus muchos defectos, marcaba un avance considerable en los conocimientos cervantinos al concluir el siglo XVIII. Con la entrada del XIX, disminuyeron en España los trabajos acerca de CERVANTES. La invasión francesa, que siguió pronto, redujo considerablemente la actividad literaria. Por ende, muchas obras artísticas, monumentos, bibliotecas, archivos, fueron destruidos o saqueados por las tropas de Napoleón. Perdiéronse, así, infinitos papeles de capital importancia para nuestra historia. Sosegados los ánimos tras la derrota y expulsión de los intrusos, apareció, precisamente en París, la primera medalla con el busto de CERVANTES («Serie Numismática Universal de varones ilustres»), editada por Durand, en 1818. [XXVII] Ya don Martín Fernández de Navarrete recogía noticias, desde 1804, para componer su de todo punto extraordinaria y admirable biografía del gran genio. Siguiendo en el estilo el método de Ríos y en la investigación el de Pellicer, se propuso, y lo consiguió, forjar una obra documental con el auxilio principalmente de los archivos, fuente verdadera científica y entonces casi inexplorada. Y así, pudo lisonjearse «de haber dado tanta luz y novedad a los sucesos de Cervantes, que parece la vida de otro sujeto diferente si se compara con las anteriormente publicadas». Sobre sus investigaciones propias, apeló a la erudición y cultura de los archiveros, bibliotecarios, académicos y demás personas de relieve intelectual en España, solicitando de ellos documentos, inquiriendo datos y sometiéndoles cuestiones e interrogatorios.

Medalla grabada por Gairard. (Series numismatica universalis virorum illustrium, París, Durand, 1818.)

Véase cómo explica el resultado feliz (aunque no siempre lo fuera) de sus afanes: «El Ilmo. Sr. D. Manuel de Lardizábal (escribe), secretario de la Academia Española, que residía en Alcalá de Henares, registró por sí mismo y por otros amigos suyos los libros parroquiales, los del Ayuntamiento y los de la Universidad, y examinó cuantas memorias podían existir allí de Cervantes y de su familia. El teniente; de navío D. Juan Sans de [XVIII] Barutell, individuo de la Academia de la Historia, que se hallaba reconociendo por orden del Rey el Archivo General de Simancas, encontró en él varios documentos que dieron nuevas luces sobre los destinos de nuestro escritor en las campañas de Italia, de Levante y de África, y sobre la embajada del cardenal Aquaviva. El Sr. D. Tomás González, canónigo de Plasencia y catedrático que fue de Retórica en la Universidad de Salamanca, con la proporción de haber sido comisionado después por S. M. para el arreglo del mismo Archivo, no sólo acrecentó y comprobó estas noticias, sino que descubrió algunas desconocidas hasta ahora, concernientes a las comisiones que tuvo Cervantes en Andalucía desde 1588, y otras relativas a diversos parientes suyos; las cuales nos ha remitido por medio del Ministerio de Estado con aquella franqueza propia de los literatos que se interesan en la historia de los hombres célebres que han honrado a su patria. El Sr. D. Juan Agustín Ceán Bermúdez, de la Academia de la Historia, encargado entonces por S. M. del arreglo del Archivo General de Indias en Sevilla, practicó por sí y por medio de otros literatos exquisitas diligencias en aquel Archivo, en el de la Catedral, en el de la Audiencia, y entre los papeles de varios curiosos; y aunque infructuosas por el espacio de tres años, obtuvo al fin el premio de la perseverancia, hallando el día 12 de Enero de 1808 en el Archivo de Indias un expediente que contenía varios documentos originales respectivos a Cervantes, los cuales, confirmando y ampliando algunos hechos ya conocidos, y descubriendo otros enteramente nuevos, dieron ideas más cabales y extensas sobre los servicios [XXIX] y empresas de aquel hombre memorable, y sobre la elevación y dignidad de las prendas de su ánimo. El Sr. D. Antonio Sánchez Liaño, presbítero de la Orden de San Juan, que había sido cura párroco diez y nueve años en Argamasilla y tres en Alcázar de San Juan, nos comunicó cuantas noticias pudo recoger en aquel país pertenecientes al autor del Quijote, ya en algunos documentos que logró ver, ya en las tradiciones cuyo origen y fundamento procuró examinar. El Excmo. Sr. D. Juan Pérez Villamil, consejero de Estado y director que fue de la Academia de la Historia, nos facilitó cuanto constaba en la Congregación de la calle del Olivar y otros apuntes curiosos para ilustración de nuestra obra. Igual obligación debemos al Sr. D. Juan Crisóstomo Ramírez Alamanzón, bibliotecario mayor que fue de S. M., por lo respectivo a varios puntos de crítica y de historia literaria; y finalmente otros sujetos, que tendremos ocasión de nombrar, nos han auxiliado con sumo celo y eficacia, practicando diligencias o dándonos avisos, que si no han tenido siempre un resultado feliz, han contribuido a lo menos alguna vez a desvanecer tradiciones o conjeturas admitidas hasta aquí con sobrada ligereza». La nueva biografía apareció en 1819, formando parte, como tomo V, de los cuatro que integran El Ingenioso Hidalgo D. Quijote de Mancha, «Cuarta edición corregida por la Real Academia Española», en cuyo Prólogo se anuncia diciendo «que ahora se publica». Pero su gran difusión hízose en tirada aparte. Del concienzudo trabajo de Fernández de Navarrete, magnífico a la par por su fina y cuidada prosa, bastará con decir que, a pesar de haber [XXX] transcurrido bastante más de una centuria desde su publicación, todavía se consulta con fruto, por la innumerabilidad de

documentos que contiene, no sólo referentes a CERVANTES y su familia, sino también a otras personas enlazadas con hechos atinentes a él. Los primeros suben en conjunta al número de treinta y siete, treinta y uno de los cuales se hallan exclusivamente relacionados con nuestro autor. Fue, pues, la primera biografía [XXXI] extensa asentada sobre rigurosas bases científicas, que no tuvo después superación en este punto concreto. El defecto de ella es que Fernández de Navarrete, escritor admirable por otro lado, carecía de talento constructivo. No acertaba a distribuir bien las partes de un libro docto, darles la debida proporción y armonía, arrancar para la narración lo importante de los documentos y extraer de ellos todo su relieve, a fin de infundir a los hechos el máximo vigor y belleza. Su biografía, consecuentemente, está mal compuesta, como está la de Máinez, de que luego hablaremos: obras no de verdaderos literatos y artistas profesionales, sino de muy ilustres aficionados. A la vista de tanta documentación, uno y otro hiciéronse, como vulgarmente se dice, un lío, sin atinar a disponerla ni a que rindiese en su lugar el debido provecho. Relegan lo más sobresaliente de la misma a ilustraciones, apéndices, notas y autoridades, fuera de los capítulos, caos que desorienta, confunde y fatiga al lector. A menudo dichas ilustraciones, colocadas al fin, ofrecen más interés que la narración principal. Así, la Vida de Fernández de Navarrete, volumen respetable de 644 páginas, sobre parca en examen crítico, termina propiamente el relato en la 199; las ilustraciones, documentos y citas, en medio de los cuales intercala bibliografía, llenan desde la página 200 a la 539; después coloca las notas de la parte primera, y, por último, las notas y autoridades de la parte segunda. Y si bien el índice de las principales materias no deja nada que desear, la obra en total resulta informe y desordenada. Por ello, casi nunca se ha reimpreso íntegra, sino sólo sus 199 primeras páginas. En las ilustraciones recogió catorce poesías de CERVANTES, una de ellas, [XXXII] a mi juicio, apócrifa, procedente de cierto manuscrito de 1631; y las demás, genuinas, impresas por aquél en libros de autores contemporáneos. Hoy, a la luz de la investigación moderna, pueden señalarse muchos yerros en la obra de Fernández de Navarrete. Los más admiten excusa: son esclarecimientos posteriores; pero no pocos dimanan de su fantasía y de acoger equivocaciones precedentes sin someterlas a análisis. Conviene enumerarlos, por haber nutrido las biografías subsiguientes y considerarse en buena parte como ciertos. En primer lugar es falso todo cuanto asienta referente a la genealogía de CERVANTES. Cree (pág. 10) que estudió primeras letras en Alcalá, habla de haber compuesto (pág. 12) «una especie de poema pastoral titulado Filena, y llama al duque de Sessa (pág. 32) don Carlos de Aragón: todo ello erróneo. Afirma respecto de la Mancha (páginas 96-97): «no puede dudarse que vivió en ella mucho tiempo, especialmente en Argamasilla [de Alba], que hizo patria de su Ingenioso hidalgo». [XXXIII] Nada más disparatado. Sostiene (pág. 195) que dejó por albacea a su mujer y «al licenciado Francisco Núñez», confundiéndolo con Francisco Martínez, y que las monjas trinitarias se habían fundado en 1612 en la calle del Humilladero. También se equivoca (ibidem) al suponer que CERVANTES y Shakespear (sic) murieron el mismo día. Yerra asimismo en mantener (ibidem) que las citadas religiosas se establecieron en 1633 «en el nuevo convento de la calle de Cantarranas», y que trasladaron allí los restos enterrados en la iglesia de su primitiva residencia, y, por tanto, los de CERVANTES. Es autor de la presunción gratuita (págs. 14 y 15) de que éste fue admitido en la comitiva de monseñor

Aquaviva y marchó con él a Roma. Se engaña al escribir (pág. 92) que hay sobrados fundamentos para creer que trató familiarmente a Francisco Pacheco, concurrió a su academia y éste pintó su retrato. Aventuró la tesis incierta de haber estudiado dos años en Salamanca (pág. 271) e hizo monja en las trinitarias descalzas (pág. 254) a su hija Isabel. Consignó igualmente, atenido a un documento equivocado (pág. 255), que el cura Francisco de Palacios vivía en Madrid en la misma casa que su hermana doña Catalina, la mujer de CERVANTES. Tuvo por seguro que en La Galatea (pág. 255) retrató éste a su esposa. Niega, contra lo ya probado por Pellicer (pág. 249), que doña Magdalena de Sotomayor fuese hermana de CERVANTES, consideró a éste el último de los hijos de su padre Rodrigo (pág. 253) y estableció la leyenda (pág. 254) de que la hija de CERVANTES lo era de «alguna dama portuguesa». Se equivoca en varios años al fijar la data del fallecimiento del referido padre de CERVANTES (pág. 248), a pesar de haber tenido en sus manos la partida de defunción, por tomar a la letra una declaración de su esposa, que se fingió viuda para mover a los poderes públicos a la entrega de adjutorios destinados al rescate de MIGUEL. Rebate sin razón (págs. 10 y 256-257) lo certeramente sugerido por Nicolás Antonio, de que CERVANTES oyó de joven representar a Lope de Rueda en Sevilla, creyendo que donde le escuchó fue en Segovia. Habla de un hermano mayor de CERVANTES llamado Rodrigo (pág. 250), bautizado con el nombre de Andrés, y yerra, con Herrera y Cabrera de Córdoba (pág. 257 y 567), en establecer la Corte en Madrid el año 1560. Da a Pedro Laínez por estante en Valladolid en 1605, habiendo muerto veintiún años atrás (pág. 110). Otro error grande consiste en aseverar (pág. 111) que existe conformidad en el estilo y en la expresión entre la novela del Cautivo, incrustada en el Quijote, y la Topographia de Haedo, y que sus autores se buscaron para tratarse y confrontar sus respectivas obras. Atribuye sin fundamento a Góngora (páginas 110 y 470) la poesía «Hermano Lope, bórrame el soné-», aunque tiene por auténtico (páginas 113-4) el soneto «Parió la Reina, el luterano vino», e insinúa torpemente (pág. 115) que hubo «algunos indicios de que las heridas y muerte de D. Gaspar [de Ezpeleta] habían provenido por competencia de obsequios y galanterías, dirigidas bien a la hija o a la sobrina de Cervantes». En fin, [XXXIV] dice que ésta y su madre doña Andrea (pág. 119) le siguieron a Sevilla, y considera «muy probable» (pág. 131) que cuando estuvo en España Gaspar Barthio le conociese el gran alcalaíno y de él forjara El licenciado Vidriera. Respecto de «Avellaneda» muéstrase prudente y cauto. No da ningún nombre. Sólo apunta que el autor del falso Quijote (pág. 150) sería protegido del confesor del Rey, fray Luis de Aliaga, y que lo más seguro es que era aragonés y no de Tordesillas, no sólo porque así lo declara CERVANTES repetidas veces, sino «porque lo acredita y hace manifiesto de un modo indudable su lenguaje y estilo». La nueva biografía, por otro lado inmejorable como semblanza moral de MIGUEL, anuló a las precedentes y no fue superada ni aun igualada, en el orden documental, por las posteriores, a pesar de que algunas contaron con datos inéditos, producto de la investigación ajena. Porque en adelante las conquistas que irán esclareciendo los contornos obscuros de la vida del autor, se deberán a los investigadores, y no a los biógrafos; a la crítica docta y no a los narradores ocasionales, adversarios de la erudición y los archivos. Con la Vida de Fernández de Navarrete, las letras españolas, excluídos los lunares marcados, tuvieron una importante y magnífica biografía, punto precioso e ineludible de arranque para futuros y más completos trabajos biográficos.

A partir de ella, conocido ya más a fondo el autor del Quijote, en toda nuestra literatura y en los medios intelectuales se engendra un fervor por [XXXV] CERVANTES que va creciendo prodigiosamente y adquiere su máximo esplendor desde mediados a fines del siglo XIX. Es la época que pudiéramos denominar de cervantismo agudo, en que todo el mundo cervantiza y hasta cervantomanea; difúndense a millares los estudios cervantescos, se redoblan los escritos tratando algún tema especial, emergen las interpretaciones fantásticas del Quijote, las claves, los sentidos ocultos, los simbolismos y esoterismos; aparecen explicadas las reconditeces gramaticales, lexicográficas e históricas del texto; comienzan a hacer maravillas con él los escoliastas del orden psicológico... Escaso acuerdo, mucho ruido y pocas nueces, en verdad. Pero el fervor cervantino (con tal cual folleto cervantófobo por excepción) no disminuye. Se idolatra, más que se admira, a CERVANTES; se multiplican las ediciones de sus obras, se le traduce a las principales lenguas, se le erigen estatuas y monumentos, las escenas quijotiles pasan al oro, a la plata, al bronce, al hierro, al mármol, al barro, al alabastro, a los tapices, a la seda policromada de los abanicos; y, con ellas, la imagen fingida de los retratos del autor prodígase en toda clase de formas y procedimientos; por el dibujo, por el grabado, por la litografía, por el troquel; en cueros repujados, en pergaminos, en corchos, en porcelanas, en sortijas y piedras preciosas, en vidrios y azulejos; en los objetos más corrientes, en las marcas y marbetes más diversos, en los billetes bancarios, hasta en las hojas de papel de fumar, hasta en las aleluyas, hasta en los cartones de las cajas de fósforos. Hay Crónica de los cervantistas, revistas literarias con el nombre de Cervantes, periódicos con el de Don Quijote, Los Quijotes, y aun Sancho Panza. ¡Qué lejanos los tiempos de Lord Carteret! España se ha dado ya cuenta de que CERVANTES es uno de los mayores genios de la Humanidad, y le elogia sin medida. Mientras esto va aconteciendo, la investigación no cesa, y las biografías y semblanzas, que la siguen, se suceden. Las inmediatamente posteriores, ya extensas, ya sucintas, no ofrecen nada nuevo. Ni las de De Launay, L. Simon Auger (elogiosa para España); don Diego [XXXVI] Clemencín, comentarista muy discutido, si bien doctísimo autor del primer análisis detallado del texto del Quijote; don José Mor de Fuentes, Thomas Roscoe, Louis Viardot, William H. Prescott, [XXXVII] don José de la Revilla, Giovacchino Mugnoz y otros, aducen ningún esclarecimiento, aunque algunas, como la de Prescott y especialmente las de Auger y Roscoe, sean excelentísimas por sus observaciones y la crítica de las obras cervánticas. A esto, continuaban prodigándose los retratos del autor, por lo común en las ediciones de sus obras, todos más o menos inspirados en el de la Academia. A los mencionados anteriormente siguieron otros muchos, citados en las iconografías, como los de B. Lane (1808) y Ad. Lalauze (1879), muy extendidos en Inglaterra, que aquí no lograron arrumbar el dibujado por D. J. Ferro en 1791 para la lujosa colección de Retratos de los españoles ilustres, con un epítome de sus vidas; el de Choquet, el de Deveria, etcétera. Nada menos que unos ciento cuarenta artistas, entre pintores, escultores, dibujantes y grabadores, y se queda corto, registra el Sr. Givanel Mas en su Catálogo iconográfico de Los retratos de Cervantes, ya aludido. Pero esto fue al correr de los tiempos. [XXXVIII] Poco a poco, a la vez, van surgiendo los homenajes. Ya desde los días del Príncipe de la Paz, a quien Pellicer había dedicado su edición del Quijote en 1797, echábase de menos que

CERVANTES no tuviese en Madrid un monumento digno de su fama. El pensamiento, que bullía en todos los amantes de las buenas letras, hubiera sido llevado a efecto por Godoy, si los acontecimientos políticos, con sus propias vicisitudes, no lo estorbaran. Sobrevenida luego la invasión francesa y entronizado el usurpador José Bonaparte, algún afrancesado de su camarilla, con ánimo de congraciarle con el pueblo y exhibirle como entusiasta exaltador de las glorias nacionales, apoderose de aquella idea, incapaz de brotar de la mente del hermano de Napoleón, y se la brindó al intruso. Efectivamente, en el Prontuario de las Leyes y Decretos del Rey José Napoleón (Madrid, Imprenta Real, 1810, vol. II) se manda, con fecha 21 de Junio de aquel año (entre otros decretos sobre traslación de sepulcros, lápidas y bustos de hombres célebres desde los templos, monasterios y conventos donde se hallasen a las catedrales de las respectivas diócesis), erigir un monumento público a MIGUEL DE CERVANTES SAAVEDRA en el sitio que ocupaba la casa en que murió. Quedó el proyecto para siempre en olvido. Pero el duque de San Fernando, entusiasta cervantista, hablando en Roma el año 1825 con el escultor catalán don Antonio Solá, le significó su deseo de que hiciese la estatua del maravilloso complutense; y cuando después, al venir Solá a Madrid a entregar su grupo escultórico de Daoiz y Velarde se alojó en el palacio del duque, éste le reiteró el mismo anhelo y lo empeñado que estaba en que no volviese a Roma sin llevar el encargo de acometer aquélla. Hubiera sido de desear que, a la vez, se hubiese realizado el proyecto de consagrar la casa en que murió CERVANTES a monumento nacional, como hizo después Inglaterra, en 1868, con «New-Place», o morada donde falleció Shakespeare. Porque, a esto, la casa (perfectamente identificada por Pellicer) estaba ya demoliéndose, para su reedificación. Un clamor de sentimiento se alzó en todos los corazones. Era a mediados de Abril de 1833. Don Ramón de Mesonero Romanos (El Curioso Parlante) publicó el día 23, con motivo de la fecha del aniversario, un bello artículo en La Revista Española, intitulado La casa de Cervantes. Renovaba el sentir general y dolíase de que ningún monumento se alzara en memoria del creador del Quijote; antes, su último albergue veníase abajo. Es de advertir, empero, que apenas se prestaban aquellos días a conmemoraciones literarias, dividido a la sazón el país en absolutistas y liberales, hirviente de intrigas palaciegas y cargado el horizonte de presagios funestos. El propio Sr. Mesonero Romanos escribía posteriormente que habiendo caído su artículo en manos de Fernando VII, le afectó de tal manera, que en la misma noche del 23 de Abril llamó al ilustrado y espléndido comisario [XXXIX] de Cruzada don Manuel Fernández Varela, ordenándole que por todos los medios posibles acudiese a evitar aquel derribo y procurase conservar la veneranda mansión del Príncipe de los ingenios españoles. Enseguida el Sr. Fernández Varela comenzó a realizar las oportunas gestiones; pero, desgraciadamente, no dieron el resultado apetecido, por haberse opuesto el dueño de la finca a su enajenación. Oigamos al autor de Escenas matritenses las peregrinas circunstancias que concurrieron: «El señor Varela, en efecto, poniéndose de acuerdo con el ministro de Fomento y con el corregidor de Madrid, hizo que éste llamase al dueño de la casa en cuestión (que era, si mal no recordamos, un honrado almacenista de carbón, llamado Don N. [Luis] Franco), el cual se negó resueltamente a la cesión que le propusieron de dicha casa al Estado, porque convenía a sus intereses reconstruirla de planta, y porque (según repetía con mucha gracia el corregidor Barrafón) también él tenía

mucho gusto en poseerla, porque sabía «que en ella había vivido el famoso Don Quijote de la Mancha, de quien era muy apasionado». Pero si por una parte quiso el monarca que se respetase la propiedad particular, dispuso por otra, en real orden de 4 de Mayo inmediato, refrendada por el conde de Ofalia, ministro de Fomento, lo siguiente: «Real orden. -Ministro de Fomento General del Reino. -Cuando llegó a noticia del Rey nuestro señor que se estaba demoliendo, por hallarse ruinosa, la casa número 20 de la calle de Francos de esta corte, en que tuvo su modesta habitación el célebre Miguel de Cervantes Saavedra, que tanto honor y lustre ha dado a su patria, se sirvió S. M. prevenirme que, por medio de V. S., se hicieran proposiciones al dueño de ella para que, adquiriéndola el Gobierno, se reedificase y destinase a algún establecimiento literario. Pero habiendo manifestado V. S. que aquél tenía repugnancia a enajenarla, y queriendo S. M. por una parte, que sea respetada la propiedad particular, y por otra que quede al menos en dicha casa, o a la [XL] vista del público, un recuerdo permanente de haber sido morada de aquel gran hombre, ha tenido por conveniente resolver que, en la fachada de la referida casa, y en el paraje que parezca más a propósito, se coloque el busto de Miguel de Cervantes, de que está encargado D. Esteban de Agreda, director de la Real Academia de San Fernando, con una lápida de mármol y la correspondiente inscripción en letras de bronce. El comisario general de Cruzada, viceprotector de la misma Academia, D. Manuel Fernández [XLI] Varela, animado de su celo por el fomento de las artes y por las glorias de su patria, se ha apresurado a proponer a S. M. que, de los fondos que se hallan bajo su dirección, y de la parte de ellos que está destinada a auxiliar a los artistas, se haga el gasto necesario para llevar a efecto este pensamiento; lo que S. M. se ha dignado aprobar. Y de Real Orden lo comunico a V. S. para que tenga su debido cumplimiento, poniéndose V. S. de acuerdo con el expresado comisario general viceprotector de la Academia, a quien lo traslado con esta fecha, y con el dueño de la casa, que ha dado para ello su consentimiento. Dios guarde a V. S. muchos años. Madrid, 4 de Mayo de 1833. Sr. D. Domingo María Barrafón, corregidor de esta villa.»

Medallón en mármol de Carrara sobre la puerta de la casa en que murió CERVANTES. No tuvo la suerte Fernando VII de ver cumplidos sus deseos, por haber fallecido cuatro meses después, el 29 de Septiembre. Reedificada la finca, en 13 de junio de 1834, un mes antes que la epidemia de cólera morbo asolara Madrid, se colocó sobre la puerta principal de la casa un medallón con el busto de CERVANTES, adornado de trofeos y esculpido en mármol de Carrara, y debajo, una lápida de mármol de Granada con la siguiente inscripción en letras de bronce: «AQUI VIVIO Y MURIO / MIGUEL DE CERVANTES SAAVEDRA / CUYO INGENIO ADMIRA EL MUNDO / FALLECIO EN MDCXVI». La colocación fue, y sigue siendo, errónea. Porque la casa en que expiró, ya reconstruida y reformada varias veces durante los siglos XVII y XVIII, tenía la entrada por la calle de León y no por la de Francos, donde ahora se abrió la puerta principal. Asimismo, al año siguiente, 1835, cometiose otro yerro, denominando a ésta última Calle de Cervantes. La que debiera llevar su nombre es la de León: a ella correspondía la casa. Y pues en la calle

de Francos murió Lope de Vega, a éste merecía estar [XLII] consagrada, en vez de a CERVANTES. Pero (injerencias del descuido) a la próxima de Cantarranas es a la que se rotuló de Lope de Vega, calle, justamente, donde radica el convento en que yacen las cenizas de MIGUEL y su esposa. Estos yertos, sin subsanar todavía, debieran corregirse por el Ayuntamiento de Madrid. Aquellas calles, con todo, barrio de las Musas, centro de escritores y artistas en la centuria dorada, pertenecen igualmente en espíritu al Manco y al Fénix. Junto a la puerta de MIGUEL estaba el Mentidero de representantes, y MIGUEL mismo había morado, poco tiempo atrás, en la calle de las Huertas y en la de la Magdalena. Y aun en la propia de León, casa distinta y número 3 actual, en 1610. Respecto del Fénix, solía decir misa en la de Cantarranas, en las Trinitarias, convento donde profesó su hija Marcela. Y no lejos de allí vivía el imán de su corazón, doña Marta de Nevares Santoyo, en la del Infante. ¡Ironías y caprichos del destino! ¡Quién le dijera a Lope de Vega, cuando su gloria alcanzaba la categoría de un mito, que su calle ostentaría con el tiempo el nombre de su rival! Inaugurado, pues, el medallón, reinante ya, bajo la regencia de María Cristina, Isabel II como sucesora de la Corona, faltaba erigir la estatua. El Rey, poco antes de morir, mandó a don Antonio Solá que la modelase. En opinión de don Javier de Losada, «testigo ocular de cuanto se trató y pasó», fue el duque de San Fernando quien intentó «pedir permiso a S. M. para abrir una suscripción entre la Grandeza que llenase aquel [XLIII] objeto, y se presentó al efecto al Sr. D. Fernando VII, contestándole S. M. que él mismo la mandaría hacer a su nombre», y que «entonces se pasaron las órdenes para que de los fondos de Cruzada le fueran facilitados al Sr. Solá los que hubiese menester para la ejecución de la obra». Tira con esto el Sr. Losada a empequeñecer la participación del referido comisario don Manuel Fernández Varela; pero resalta patente que del tesoro real no salió un cuarto para honrar a CERVANTES, sino de los fondos de Cruzada, inmensos a la sazón y espléndidamente manejados por don Manuel, a quien, según Pérez Galdós, debe llamarse «El Magnífico», por haberlo sido en todas sus acciones, por su corazón generoso y por su amor a las artes y a las letras.

Estatua de CERVANTES de Antonio Solá, dibujada por Federico de Madrazo. (El Artista, Madrid, 1835.) Antes de erigirse el monumento, fallecía dicho señor y encendíase en España la espantosa guerra civil entre isabelinos y carlistas. Don Federico de Madrazo publicaba en El Artista (vol. I, pág. 205) una hermosa litografía con el título de «La estatua de Miguel de Cervantes Saavedra». Terminada ésta por Solá en Roma y fundida en bronce por los alemanes Luis Jollage y Guillermo N. Hospgarten, se colocó en Julio de 1835 en la plazuela matritense de Santa Catalina, hoy de las Cortes. El pedestal, trabajo del arquitecto don Isidro Velázquez, lleva la siguiente inscripción latina: MICHAELI DE CERVANTES / SAAVEDRA / HISPANIAE SCRIPTORUM / PRINCIPI. / ANNO / M.DCCC.XXXV. A la espalda repítese la misma inscripción, traducida [XLV] al castellano. Los relieves de los costados ejecutáronse por el buen escultor don José Piquer. El de la izquierda representa la primera salida de Don Quijote y Sancho; y el de la derecha, la aventura de los leones. No es

obra de gran mérito, pero sí la mejor de las estatuas erigidas hasta ahora en honor de CERVANTES.

Monumento a CERVANTES en Madrid. Estatua por Antonio Solá, erigida en la Plaza de las Cortes el año 1835. Grabado de Martínez. [XLIV]

Volviendo al terreno biográfico, prosiguió la esterilidad documental. Don Buenaventura Carlos Aribau escribió una Vida de Miguel de Cervantes Saavedra, o más bien un bosquejo, pues sólo ocupa treinta y cuatro páginas, en 1846, para los preliminares de la colección de Obras de nuestro autor editada por Rivadeneyra. Pero si bien supo aprovecharse de las biografías precedentes y resumirlas con buen estilo, no sólo mantuvo sus leyendas, sino que acrecentó los errores con la inserción de algunas poesías falsas. Dice haber tenido a la vista «unos extensos estudios sobre Cervantes, que en el año 1832 preparaba en París para la impresión el Sr. Arrieta»; y asimismo, que el poeta Quintana le ofreció la biografía dispuesta para sus Vidas de españoles célebres, de la cual, aun sin aceptarla, [XLVI] con su autorización había tomado «algunas ideas». Lo único, pues, nuevo que imprimía Aribau eran composiciones apócrifas, o de muy dudosa autenticidad, sin ningún avance en noticias biográficas. Las poesías genuinas, unas procedían de la edición de García de Arrieta, como el romance «Los celos», el célebre soneto «Al túmulo del rey Felipe II en Sevilla» y el dedicado «A la entrada del duque de Medina en Cádiz»; y otras, de la de Fernández de Navarrete. Reprodujo como auténticas las atribuidas: soneto «A un valentón metido a pordiosero», y otro «A un ermitaño» (publicadas también por el expresado García de Arrieta), más los romances, francamente ajenos, «El desdén», «Elicio» y «Galatea» (del Romancero general), y, por primera vez, la inadmisible oda «Al conde de Saldaña», «de cuya autenticidad (asegura) no puede dudarse». Ofreció dar a conocer el manuscrito de ella en facsímil, cuyo original afirmó poseer don Juan Cortada; pero no cumplió su promesa, ni ha vuelto a saberse del documento.

Busto por Antonio Solá, para Ticknor, hecho en Roma el año 1835. (Edición del Quijote, Nueva York, D'Appleton y Comp., 1860.) Una biografía de nuestro autor, debida a Constantino Masalsky, tiene escaso interés. Vio la luz en los preliminares de su versión rusa, incompleta, del Quijote: Don Kixot Lamanchsky... (San Petersburgo, Jernakoff, 1848). [XLVII]

Medalla de la Sociedad Numismática de Madrid. Año 1835. Al año 1852 corresponde la publicación, con ampliaciones, de la mencionada Vida de Cervantes por Quintana, que no pudo formar parte de sus Vidas de españoles célebres en ninguno de los tres tomos aparecidos en 1807, 1830 Y 1833, respectivamente. En ella, si no descubrió tampoco ningún documento, encomió con tino y galanura la originalidad del

Quijote. Recriminó duramente a los que desdeñaban el gran libro tachándolo de frívolo e insípido, y más aún a los que, «poseídos [XLVIII] de la rabia gramatical, pretenden hacerse valer, buscando y señalando lunares en lo que admiran los demás», sin que consigan nada «con sus miserables reparos y con sus cosquillas pueriles»; porque «el descuido, aunque le haya, se cubre con la magia del talento; la gracia triunfa, y la crítica, desairada y corrida, se ve reducida al silencio». Dudó ya, acertadamente, de las razones aducidas por Fernández de Navarrete para explicar la marcha de CERVANTES a Italia, y tuvo por meras conjeturas, indignas de entrar en la categoría de noticias históricas, otras particularidades, de mayor transcendencia que ciertas niñerías subrayadas por Pellicer.

Dibujo de E. Laville, grabado por Andrew Best & Leloir. (Versión alemana del Quijote, Pforzheim, Dennig Finek & C.º, 1839.) Pero Quintana, poco o nada docto en materia de crítica histórica (como acontece a muchos poetas), empanaba sus certeros juicios sustentando el absurdo criterio de que en las biografías sólo debían acogerse los hechos favorables a los biografiados, y silenciar las debilidades que pudieran tener en cuanto hombres. Y como, por desconocerlo, creyó que el proceso de Ezpeleta dañaba la buena memoria de CERVANTES, en vez de estudiarlo a fondo, era partidario de que bastaba con aludirlo ligeramente. Con lo cual tendía una sombra de duda sobre el recto proceder del autor del Quijote en aquel monstruoso error judicial. Asustaba a Quintana la verdad histórica, y temeroso aún de que se descubrieran (como se descubrieron) nuevos documentos de orden semejante al proceso referido, pedía que no se rebuscasen más noticias para ilustrar con ellas los trabajos biográficos del grande hombre. Estaba bien lejos de sospechar que la gloria de CERVANTES, la estatua de mármol blanco de su vida, surgiría más pura cuanto más y mejor [XLIX] se fueran conociendo sus duros choques con la adversidad, en la guerra a vida o muerte que mantuvo constantemente contra la tiranía del destino.

Dibujo y grabado anónimos. (Traducción inglesa del Persiles, Londres, Cundall, 1854.)

Puerilidad, por otra parte, indicara, cuando no hipocresía, pretender velar las flaquezas de los hombres superiores, como si éstos no estuvieran expuestos a las mismas pasiones, defectos y vicios que todos los humanos en general. El mismo Quintana, que censura a Pellicer, sin nombrarlo, por su afán noticiero, se contradice al dolerse «de que estamos reducidos a probabilidades en casi todas las cosas personales de Cervantes». Al fin resplandecía su buen juicio, pues no podía ignorar, como escribe Máinez, que «hoy no se considera nada ocioso o de poco momento en la vida de los grandes escritores, siempre que sirva para darnos a percibir, comprender y profundizar los más nimios incidentes de su existencia, aunque revelen casos y particularidades que parezcan, o sean realmente, ofensivos para su buena opinión». Mayormente cuando no lo son. Y todavía agrega: «Queremos descubrir cuanto con él se relaciona, no sólo como literato, sino como hombre; no sólo en su vida pública, sino, con preferencia, en su vida particular e íntima. Queremos

analizar sus acciones, adivinar sus pensamientos, examinar sus móviles, fiscalizar sus actos, descifrar los enigmas de sus impulsos, conocer con toda exactitud hasta las más ocultas causas de sus amores, odios, felicidades o tristuras en sus agitaciones domésticas. Queremos, en suma, fotografiar, digámoslo así, la fisonomía moral, intelectual y física de la personalidad inmortalizada, a fin de que se vea su acabadísimo retrato, no sólo en lo aparente, no sólo en un aspecto especial de sus determinaciones, sino con toda la perfección [L] posible en todas las fases de su vida, como análisis psicológico de su ser, como explicación vivísima de sus inclinaciones y afectos». Fuera de los lunares indicados y de algunos otros de menor monta, producto del desamor de Quintana por la investigación de los eruditos, su biografía abunda en aciertos y observaciones agudas, especialmente cuando, en paginas donosas, estudia la entereza del carácter de CERVANTES, su libertad, su desenfado, su bizarría, su viveza y su desenvoltura.

Retrato de CERVANTES pintado por Luis de Madrazo y grabado por P. Hortigosa. (Edición del Quijote, Barcelona, Gorchs, 1859.)

En 1853, el relator señor Travadillo encontró la «Escritura de capitulaciones matrimoniales entre D.ª Isabel de Cervantes, viuda de D. Diego Sanz, y D. Luis de Molina, vecino de Cuenca», interesante documento que echaba abajo la leyenda monjil de la hija natural de CERVANTES. Hallolo en la titulación de unas fincas de la Corte, con motivo de un pleito que se vio en la Audiencia de Madrid. Diez años después, el bibliotecario don Luis Buitrago y Peribáñez descubrió en el archivo del conde de Altamira la incomparable y desde aquel momento célebre Epístola de Miguel de Cervantes a Mateo Vázquez, poesía conmovedora, enviada desde su cautiverio de Argel. Pero el mayor avance en la biografía hasta entonces, luego de las investigaciones de Pellicer y Fernández de Navarrete, le cupo a don Jerónimo [LI] Morán. Su Vida de Cervantes se insertó en el tomo III de la magnífica edición del Quijote impresa en 18621863 por el editor don José Gil Dorregaray. Dio a conocer en ella diecisiete documentos inéditos de importancia, principalmente una providencia de Felipe II mandando prender a nuestro autor, descubierta ya en el Archivo de Simancas y comunicada a la Real Academia de la Historia en 25 de Junio de 1840; pero desechada al punto de plano, con ignorancia inconcebible, por los cervantistas y académicos, y acogida con tibieza por el propio Morán. La única tacha que cabe poner a los nuevos documentos aducidos por el biógrafo es que casi todos son extractos. Estos extractos, hechos años atrás de los originales de Simancas (alguno hoy desaparecido) por Fernández de Navarrete para ampliar su biografía, le fueron suministrados por su nieto don Eustaquio a Morán, a fin de que éste mejorase la suya, que reproduce muchos errores de la de aquél. En cambio, dedicó más espacio y atención al proceso de Ezpeleta, aunque sin ahondarlo, por los inexplicables escrúpulos [LIII] y secreto que aún se mantenían, y suministró datos de interés sobre la casa habitada por

CERVANTES en Valladolid, acompañados de un magistral dibujo, reconstrucción certera imaginativa del estado de ella en 1605, de su fachada, del puentecillo sobre el Esgueva y sitios de alrededor.

Estatua de Cervantes en la entrada de la Biblioteca Nacional de Madrid, obra de J. Vancell. [LII] La bibliografía cervantina, y consecuentemente la biografía de CERVANTES, se aumentaba también aquel año con la publicación de dos sonetos inéditos suyos, escritos en Argel, en alabanza del libro Sopra la desolatione della Goletta e forte di Tunisi, que en aquella plaza componía su compañero de cautiverio Bartholomeo Ruffino di Chiambery. A la vez don Cayetano Alberto de la Barrera imprimía sus Nuevas investigaciones acerca de la vida y obras de Cervantes y Notas a ellas, donde dio noticia, por primera vez, de la preciosísima carta autógrafa de CERVANTES al cardenal y arzobispo de Toledo don Bernardo de Sandoval y Rojas. Fértil fue asimismo en documentos el año 1864. Apareció en París la primera versión francesa del Viaje del Parnaso, hecha excelentemente por el ilustre médico, escritor y filósofo español, naturalizado en Francia, J. M. Guardia, y precedida por una Vie de Cervantes Saavedra de todo punto estimable, así en la parte crítica como en la biográfica. Guardia (1830-1897) trabajó a la vista de las mejores Vidas publicadas hasta entonces, y tradujo también, por vez primera al francés, la Epístola a Mateo Vázquez, junto con otras poesías sueltas. No pudo, naturalmente, desprenderse de las leyendas y yerros de sus predecesores: estudios de CERVANTES en Alcalá y Salamanca, viaje a Roma con Aquaviva, amores con [LIV] la «dama portuguesa», disfraz en La Galatea bajo el nombre del pastor «Elicio», prisión en Argamasilla de Alba, etc. En cambio, suministró una Relación autógrafa e inédita de CERVANTES de los gastos hechos por él en la ciudad de Écija, presentada en Sevilla el 6 de Febrero de 1589. Este documento, que reprodujo en facsímil, así como la noticia de otros dos, también autógrafos e inéditos, le fue proporcionado en París por el coleccionista francés F. S. Feuillet de Conches (1798-1887), su poseedor. No publicó los dos últimos, pero reseño su contenido. Eran del año 1593 y fechados en Sevilla. El primero, incompleto, reducíase a un fragmento (hoja arrancada de un protocolo) en que CERVANTES, a las órdenes de Francisco Benito de Mena, daba una relación del aceite acopiado por él, con los nombres de los asentistas y las sumas desembolsadas. El otro era una notificación de los contadores para que presentara sus cuentas en el término de trece días, a lo que se comprometía nuestro comisario. Ignórase cómo fueron a parar estos documentos a M. Feuillet de Conches. Lo cierto es que habían sido sustraídos, algunos años antes, del Archivo General de Simancas. Casi a la par, con la misma fecha que la obra del Sr. Guardia, daba de molde en Sevilla don José María Asensio y Toledo sus Nuevos documentos cervantinos. Significaban un buen avance que añadir a los felices hallazgos precedentes. Eran en número de once, con noticia de cinco más, e inauguraban la investigación en los archivos de protocolos, que [LV] en adelante constituirá la fuente más valiosa para el conocimiento de la vida de nuestro biografiado. A ellos seguían unas razonadas observaciones, con notas explicativas interesantes. Desgraciadamente, el Sr. Asensio manchó al final su hermoso libro con la

pretensión de haber hallado un retrato de CERVANTES, pintado por Pacheco, en un cuadro existente en el Museo Provincial de Sevilla. Renovaba, más fantásticamente aún, la superchería del lienzo regalado a la Academia Española por el conde del Águila. Veía visiones. No pueden leerse las Pruebas que demuestran la autenticidad del verdadero retrato... (págs. 65 y siguientes) sin que provoquen la carcajada. «De Francisco Pacheco (escribía) nada creo necesitar decir: su vida, sus obras de arte y de poeta, sus relaciones con Cervantes son muy conocidas». Sin embargo, ni nadie conocía éstas ni CERVANTES le cita jamás. El cuadro en cuestión representa el embarque de los padres mercedarios en las playas africanas después de haber verificado una redención. Aparece San Pedro Nolasco, y a su lado un barquero con coleto de ante y sombrero de fieltro, amén de otras figuras. Pues bien, en la cara de San Pedro Nolasco, sentado en la barca, veía Asensio la cabeza de Fray Juan Bernal, que redimió en Argel cautivos y regresó de su misión a Sevilla el 31 de Marzo de 1601; y en el barquero, el auténtico retrato de MIGUEL DE CERVANTES. Ya es sabido que éste fue redimido en 1580 y no por frailes de la Merced, sino de la Trinidad. Pero el autor no se paró en barras. Mandó calcar la cabeza del barquero, hízola fotografiar en innumerables reproducciones y la envió a todas partes con la noticia del asombroso «descubrimiento». Tuvo al principio un éxito colosal. No se habló de otra cosa en las tertulias literarias. En la sevillana de «Fernán Caballero», donde concurrían don José María de Álava, don Ignacio María de Argote, el marqués de Cabriñana del Monte, el defensor del sentido oculto del Quijote (don Nicolás Díaz de Benjumea, tan visionario como Asensio), y otros cervantistas, reinaba el entusiasmo. E igual en el palacio de los duques de Montpensier, de la misma capital andaluza, desde donde el secretario particular de los aristócratas, M. Antoine Latour, enviaba las fotografías a todos los periódicos y revistas de París y Londres. Hasta hombre tan sensato como el duque de Rivas cayó en el engaño y reprodujo con sus pinceles la imagen del barquero. Apoyó también el fraude, por amistad con Asensio, don Cayetano Alberto de la Barrera, y vacilaba don Juan Eugenio Hartzenbusch, si bien escribía a Asensio, en carta de 20 de Agosto del mismo año, que «no debemos fiarnos de conjeturas». Pero en los círculos intelectuales de Madrid, en la Biblioteca Nacional y en la Real Academia [LVI] Española, escarmentada con el otro retrato auténtico del conde del Águila, se rechazó en absoluto la falsedad, y don Cayetano Rosell, don Gregorio Romero Larrañaga, don Fermín Caballero, don Aureliano FernándezGuerra y otros mostraron su opinión opuesta al parecer de Asensio. Poco después, venida la cordura, sólo quedaron defendiendo a este su amigo íntimo el buen don Mariano Pardo de Figueroa (El Doctor Thebussem) y el falsario forjador de El Buscapié, don Adolfo de Castro. La cabeza del barquero fue cayendo en el vacío, y él y su barca acabaron por naufragar [LVII] y hundirse. Tres años más tarde, al publicar el mismo Asensio su librito intitulado Francisco Pacheco, escribía: «Nada quiero añadir con respecto al retrato de Miguel de Cervantes y los padres de la Redención que puso Pacheco en su cuadro de la vida de San Pedro Nolasco, marcado con el número 19 en el Catálogo del Museo de Sevilla. Muchas personas, y muy competentes, tanto de España como de Inglaterra, Francia y Suiza, han felicitado por su descubrimiento al autor de estos Apuntes. Pero aún hay quien conserva dudas, y no queremos volver a ocuparnos de este importante asunto hasta que podamos ofrecer la demostración matemática, si es que algún día logramos obtenerla». Huelga decir que no la logró. La matraca había dado fin; y el ridículo sufrido, bastante grande para insistir en él.

El barquero que Asensio imaginó ser Cervantes, copiado por el duque de Rivas. (Galería del marqués de Viana.) [LVI] Tan sólo quedó de aquel libro, y muy justamente, lo que constituía en verdad una aportación meritoria al conocimiento de la vida de CERVANTES: los once documentos inéditos dados a conocer, y que, al correr de los años, completaría con otro, también interesantísimo. Además de ellos, se deben al Sr. Asensio, que fue un cervantista infatigable, muchos libros de estimación, artículos, folletos, discursos académicos, ensayos, estudios históricos, cartas literarias y acertadas conjeturas sobre el autor de La Galatea. Todas estas alleganzas acrecentáronse todavía, en 1866, con tres documentos desconocidos, encontrados en el Archivo General de Simancas por don Tomás Moyano, quien los envió a la Real Academia Española. Al mismo tiempo, la biografía enriquecíase poderosamente, si no con nueva [LVIII] documentación, sí con una aplicación original de lo descubierto y un conocimiento profundo de las obras cervantinas: se publicaba el precioso ensayo francés Michel de Cervantes..., debido a Émile Chasles. El docto profesor tuvo a la vista cuanto se había escrito por los biógrafos e investigadores precedentes. Compuso su libro con un amor fervoroso a CERVANTES y supo infundirle extraordinaria variedad. Chasles partió, y supo desarrollarlas, de dos certeras apreciaciones, la una de Mayans y la otra de Fernández de Navarrete, por nadie hasta entonces explotadas, a saber: que el Quijote es una sátira «contra todo género de gentes», y que «para conocer bien a Miguel de Cervantes y el mérito de sus obras, sería preciso recorrer el estado de la literatura y de las costumbres en el memorable siglo XVI y en el siguiente». Con este procedimiento, el panorama de la vida de CERVANTES quedó ensanchado; y si bien no pudo desprenderse de los consabidos errores biográficos, pues la propia crítica española los aceptaba, dio una visión, aunque recoleta, tan fiel y sugestiva de la España de aquellos tiempos, empleando a veces frases entresacadas de las obras cervantinas, que su libro se lee aún con encanto y deleite. Labor de literato y humanista, su trabajo vino a llenar un vacío, pues enseñó a los biógrafos posteriores a apartarse del tono corriente, seco, unilateral y sin fondo, y a atender al pensamiento del autor, reflejado en sus obras, para ayuda del conocimiento de su vida; en una palabra, a ejercer la crítica de ellas con sentido filosófico. El procedimiento era peligroso cuando no abundaba la documentación. Pero, en lo sucesivo, podría intentarse explicar la obra por la vida y la vida por la obra, e ir amalgamándolas. Porque precisa reconocer que los estudios mejores, los más profundos sobre CERVANTES, se deben, por lo común, a los humanistas y a los filósofos. Llegada a estas alturas la admiración por CERVANTES, la Real Academia Española, que había permanecido ajena en 1834 y 1835 a la dedicación de la lápida en la calle de Francos y a la erección de la estatua en la plaza de las Cortes, vio el momento de honrarle de modo similar. El 2 de Enero de 1870 y a expensas de la Corporación, colocáronse dos lápidas en el convento [LIX] de las Trinitarias. La una, debida al cincel de don Ponciano Ponzano, ostentaba (y ostenta) la siguiente inscripción: «A / Miguel de Cervantes Saavedra, / que por su última voluntad yace / en este convento de la Orden trinitaria, / a la cual debió principalmente su rescate, / la Real Academia Española. / Cervantes nació en 1547 y falleció en 1616».

La otra, en el muro izquierdo del presbiterio de la misma iglesia, decía:

Inauguración de la Fototipografía. Barcelona, 1871-1872. (Medalla grabada por J. Escriu) «En este monasterio yacen / Miguel de Cervantes Saavedra / y doña Catalina de Salazar, su esposa, / doña Isabel de Saavedra, hija de Cervantes, / y sor Marcela de San Felix, / hija de Lope de Vega.» El disparate de la cuarta línea era mayúsculo, pues doña Isabel de Saavedra no había sido enterrada en aquel monasterio, sino en la iglesia de San Martín. Treinta años permaneció esculpido semejante yerro, hasta que en 1900 borrose dicho renglón y arregláronse otros, no tan bien, por ahorrar una nueva lápida, que no se adviertan las huellas de lo borrado y sustituido. Pero, pues con justicia ponemos algunas veces reparos a la Real Academia Española, es justo que, imparciales, en la ocasión presente, por merecérselo, le tributemos un alto elogio. Porque la erección de aquellas dos lápidas debiose al más nobilísimo fin. Y la Academia, entonces, contaba con figuras preeminentes. La revolución llamada «Gloriosa», con tanta ignorancia como torpeza, había incluido el convento e iglesia de las Trinitarias de San Ildefonso entre los destinados a inmediata demolición. Nos hubiera llenado de vergüenza ante el mundo la desaparición del edificio en que descansan las cenizas de CERVANTES, propiamente su sepulcro venerando. Ya las monjas tenían notificado el desahucio. El sitio iba a convertirse en plaza, para favorecer a dos concejales cuyas casas radicaban [LX] próximas. Lloraban las pobres reclusas. Su ministra, sor Gregoria de Nuestra Señora de la Paz, aconsejada por el pariente de una de ellas, don José Santa María de Hita, cervantista y amigo de Mesonero Romanos, escribió al celebrado autor de Escenas matritenses, instándole, como académico, a que intercediera la Academia Española. Apresurose éste a comunicarlo a su director, el marqués de Molins. Del seno de la misma se nombró una comisión, compuesta por los señores Ferrer del Río, Escosura, Hartzenbusch, Valera y Cánovas, que empezó a trabajar. Se impuso, al fin, el buen sentido. El gobernador civil, señor Moreno Benítez, escribía con fecha 10 de Diciembre de 1868 a Ferrer del Río: «Opino, como usted, que no debe exponerse la Revolución española a que por obra suya se remuevan las cenizas del Príncipe de nuestros escritores. No tocaremos, pues, al convento de las Trinitarias, y lo digo a V. para su satisfacción personal, así como para la de la Academia». Valera habló al ministro de Gracia y Justicia, y Escosura a don Nicolás María Rivero, alcalde de Madrid. El Gobierno dio seguridades, y las monjas, las gracias a Mesonero Romanos y a la Academia. Y entonces Mesonero ideó que se colocasen aquellas lápidas (que costaron a la Corporación 22000 reales) en el interior y en el exterior del templo, a fin de recordar que allí reposan los restos de CERVANTES, y evitar así, en cuanto posible, un nuevo riesgo de demolición como el conjurado. Hizo la propuesta el marqués de Molins en sesión del 29 de Abril de 1869, y él y Hartzenbusch redactaron los rótulos. Tiempos adelante se han fortalecido todavía más tan nobles prevenciones, al ser declarados monumento nacional la iglesia y convento referidos, por Real Orden de 17 de Septiembre de 1921. Mas volvamos a 1870.

Venía ya entonces tomando cuerpo y siendo objeto de muchas disputas la doctrina del sentido oculto del Quijote, y sobre tal tema leyó el Sr. Asensio su discurso de recepción en la Real Academia Sevillana de Buenas Letras el año 1871. En el siguiente, la Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos (suplemento al número 5. Madrid, 15 de Marzo de 1872), publicaba un documento relativo al rescate de CERVANTES, procedente del archivo de la Antigua Bailía de Valencia: era una Real Cédula, dada en San Lorenzo del Escorial a 11 de Agosto de 1584, prorrogando a doña Leonor de Cortinas el plazo para llevar a Argel 2000 ducados de mercaderías. Tres años adelante, el alemán Reinhold Baumstark imprimía su semblanza Cervantes, Ein spanisches Lebensbild (Freiburg, 1875), que se lee con gusto, a pesar de sus muchos errores, por el cariño con que trata al sin par novelista. Entrado, con tanto fervor por CERVANTES, el último tercio del siglo [LXI] XIX, otro cervantista apasionado, con ribetes polémicos y a veces cervantómanos, don Ramón León Máinez, que dirige la Crónica de los cervantistas, puede redactar en 1876 una extensa Vida de Miguel de Cervantes Saavedra, citada anteriormente, para servir de introducción, o volumen primero, a su edición comentada del Quijote. No cumple aquí hablar del señor Máinez como comentarista modesto de El Ingenioso Hidalgo, sino como biógrafo y como animador del vasto movimiento cervantista que produjo con la publicación de su Crónica, donde se trataron muchos aspectos referentes a la vida y a la obra de nuestro autor.

Busto por Rosendo Nobas. (Premiado en la Exposición Universal de Viena, 1873.) Hemos llegado ya, en todo su auge, al período que páginas atrás calificamos de cervantismo agudo, cuya fiebre contagia a Próspero Merimée, enciende su fantasía y la transmite a Francia. La Crónica de los cervantistas comienza a salir en Cádiz y dura siete años, desde 1872 a 1879. En ella, encabezada con [LXII] éste rótulo, después del título, «Periódico literario, única publicación que existe en el mundo dedicada al Príncipe de los Ingenios», colabora lo más sobresaliente de la intelectualidad de entonces, en particular de la cervántica, no sólo española, sino también extranjera. ¡Singular publicación y movimiento, que irradian de una provincia apartada de Madrid! Cádiz, cuyo puerto mantiene aún intenso tráfico con la América Hispana, transfórmase en el foco cervantino por excelencia. En la Crónica escriben, el propio Máinez, en primer lugar, y después, en abigarrada mezcolanza, escritores buenos, malos y pésimos.

Estatua de CERVANTES en Valladolid, obra de Nicolás Fernández de la Oliva. Inaugurada en la plazuela del campillo del Rastro el 29 de Septiembre de 1877. Junto a poesías detestables y artículos innocuos, aparecen bellos trabajos, críticas, noticias de ediciones y documentos interesantes, como el referente al paradero del estandarte de la Liga en la batalla de Lepanto, por Fernández Duro, o la partida de defunción de doña Magdalena de Cervantes, descubierta por Barbieri, e inserta primeramente en el suplemento a la Crónica de [LXIII] 23 de Abril de 1872. Aquí publica don Fermín Caballero (número del 18 de Agosto del mismo año) el Mapa del Campo de

Montiel en tiempo de CERVANTES, hallado en la Biblioteca de El Escorial, y don Manuel Víctor García (número de 31 de Octubre) la partida de bautismo, hasta entonces inédita, de doña Catalina de Salazar y Palacios, si bien con errores de lectura. En el propio número comenzó a esbozar Leopoldo Rius, con un Indice del ensayo de una Bibliografía cervantina, la monumental obra que luego editaría en tres tomos, el I en 1895, el II en 1899 y el III, póstumo, en 1904. Otros trabajos notables fueron: Recuerdos de Cervantes en Esquivias, por el referido Manuel Víctor García, y Una visita a la Cueva de Montesinos y lagunas de Ruidera, por Máinez. Duró la publicación de la Crónica de los cervantistas hasta 25 de Diciembre de 1879, con una corta resurrección veinticinco años después. Respecto de la biografía de Máinez, cabe decir muy poco, por lo que él mismo apunta en Cervantes y su época (1901): «Escrita hace veintisiete años, con el entusiasmo propio de la edad juvenil, cuando las impresiones y los no bien meditados juicios ocupan el lugar que más tarde conquistan la reflexión y el maduro examen, tenía por precisión que adolecer de muchas faltas e imperfecciones..., en errores lamentables por obcecación. Confesamos ingenuamente que sentimos haber rechazado entonces documentos, o negado hechos, ya por meras suspicacias, ya por simples sospechas de equivocación de fecha o visos de inverosimilitud; hechos y documentos que después hemos visto y comprobado en nuevos estudios e indagaciones. Otras veces, nuestro afán de perfección nos hizo adelantar afirmaciones que hoy no seguimos, y noblemente manifestamos nuestras inevitables faltas». La Vida, pues, de Máinez, lejos de aventajar a la de Chasles, a la que señalaba «muchos defectos» (pág. 359), le era bastante inferior e iniciaba el retroceso y continuo tejer y destejer, negar y afirmar los mismos hechos, [LXIV] que prevaleció después en los biógrafos cervantinos. Admirador sin tasa de CERVANTES, tenía, sin embargo, como ya hemos expuesto, ribetes cervantómanos. Era un ilustre aficionado, y ninguna de sus dos biografías responde a las exigencias modernas.

Dibujo y grabado de Ad. Lalauze. (Versión inglesa del Quijote, Edinburgh, Peterson, 1879.) El cervantismo agudo, que va creciendo en este continuo tejer y destejer, llega, por fin, a la saturación, y aborta. La investigación hace un alto y se quiere suplir con ingeniosidades, sutilezas, claves y magias de todo género. El esoterismo, que había levantado tímidamente la cabeza años atrás con la publicación de La Estafeta de Urganda, ó Aviso del Cid AsamOuzad Benenjeli sobre el desencanto del Quijote, por don Nicolás Díaz de Benjumea (Londres, 1861), proseguido con El Correo de Alquife (Londres, 1866), alcanza su punto culminante con El mensaje de Merlin (Londres, 1875), y va cediendo en La verdad sobre el Quijote. Novísima historia crítica de la vida de Cervantes (Madrid, 1878), todo del mismo señor Díaz de Benjumea. Y con la doctrina del simbolismo y del sentido oculto del Quijote, que ni siquiera era nueva, convivirán otras estrafalarias hipótesis. La publicación del Cervantes, [LXV] marino, de Cesáreo Fernández Duro (Madrid, 1869), da origen a los «Cervantes jurista», «Cervantes teólogo», «Cervantes médico», «Cervantes filósofo»,

«Cervantes inventor», «Cervantes músico», «Cervantes educador», «Cervantes administrador militar», «Cervantes republicano federal», etcétera. ¡La locura! Y para que el caos fuera mayor, un quidam había salido a la palestra con este folleto: Ni Cervantes es Cervantes, ni el Quijote es el Quijote (Santander, 1868). Rozábase el caso de Shakespeare, y solo faltaba negar a CERVANTES la paternidad de sus obras. La figura del alcalaíno, en medio de aquella batahola, se desdibujaba, se contrahacía... Pero el Sr. Díaz de Benjumea, a quien se considera como padre del esoterismo cervántico, que luego produjo a Benigno Pallol (Polinous), Villegas, Martínez Unciti y otros visionarios, merece unas palabras, así como su Novísima historia crítica de la vida de Cervantes. Comenzó por propugnar un comentario interno del Quijote. Para él todas las aventuras eran alusiones a la vida del autor, o bien encubrían un simbolismo político y social. Estas doctrinas, expuestas desde Londres (donde vivía) en sus citados libros La Estafeta de Urganda, El Correo de Alquife y El mensaje de Merlin, sufrieron muchas atenuaciones, y hasta fueron abandonadas en gran parte a su regreso a Madrid. Ya se advierten en su mencionada biografía de CERVANTES, que luego modificó un tanto, al reimprimirla al frente de la gran edición del Quijote editada en Barcelona (1881) por Montaner y Simón. Descartados sus delirios simbolistas, fue hombre de mucho ingenio y penetración crítica, conocedor como pocos de las obras de CERVANTES. Tuvo el raro acierto de desentrañar algunas alusiones que hay en ellas a sucesos de su vida, comprobadas después por la investigación, aunque fantaseó peregrinamente en otras. Sobre la marcha de CERVANTES a Italia escribe (pág. 21), coincidiendo con Quintana: «Lo que acerca de este viaje hay escrito no me satisface, ni creo podrá satisfacer a ningún curioso observador». Sugiere razonablemente que el Coloquio de los Perros, «más que novela, es una narración disfrazada de varios sucesos en que tuvo parte y como una especie de memorias de su vida». Y en cuanto al Quijote: «Lo que no puede admitirse es que se reduzca y rebaje la alteza del poema a una triste y pobre sátira de libros de caballería», pues fuera ridículo «si su objeto hubiera sido acabar con una literatura ya cadáver». En fin, he aquí, en síntesis, su doctrina esotérica, a tenor de este pasaje de la página 232: «El Quijote es obra de arte simbólico, genero a que pertenecen las más que arriban y se perpetúan en el templo de la fama. El símbolo, la alegoría, el emblema, las figuras, son de por sí elementos y materiales del arte por excelencia, y cuando con esta forma se une un gran fondo, las obras literarias han avanzado ya la mitad de la senda de la inmortalidad, independientemente de la más o menos perfecta ejecución y talento del artista. El misterio, la nebulosidad en que aparece envuelto [LXVI] el pensamiento, es un acicate al interés y a la curiosidad. El Apocalipsis ha ocupado y ocupará la inteligencia de infinitos comentadores, sólo por esta incorregible sed de luz y de conocimiento de lo desconocido. La Divina Comedia es eterno pasto del espíritu por esta razón. En unas obras es el símbolo más tangible, como en el Pilgrim's Progress, de Bunyan, [LXVII] y en otras de este jaez; pero siempre tiene sobre las demás el encanto de ejercitar las facultades inquisitivas del lector, y por eso enamora el símbolo a los grandes genios».

Monumento a CERVANTES en Alcalá de Henares, obra del escultor Carlos Nicoli y Manfredi. Inaugurado el 9 de Octubre de 1879. [LXVI]

Retrato admirable, dibujado y grabado por Bartolomé Maura en 1879. (Edición del Quijote, Barcelona, Montaner y Simón, MDCCCLXXX.) Compréndese perfectamente a qué desbarros puede conducir esta doctrina, en particular aplicada a explicar con ella hechos de la vida del autor, cuanto más desarrollada hasta los últimos límites, como en seguida hicieron secuaces desaforados del sentido oculto. Y vinieron los anagramas, las claves, los criptogramas, las combinaciones algebraicas, las trazas... No había otro remedio, ni camino más científico ni seguro, que volver a la investigación docta, si no se quería redoblar la ya pesada carga de fantasías y patrañas que enturbiaba la vida de CERVANTES. Y prosiguió la rebusca en los archivos. Porque ni aun bibliotecarios expertos como don Cayetano Rosell, que en 1879 daba a la luz una biografía con título de Miguel de Cervantes Saavedra, inserta en el Almanaque de la Ilustración Española y Americana del mismo año, se desprendían de los tradicionales yerros de la leyenda de Argamasilla y otros. Don José María de Torres encontraba (1880) en el Archivo de la Antigua Bailía de Valencia una información practicada en aquella ciudad el ano 1583 por cierto Juan Bautista de Villanueva, soldado de la Compañía [LXVIII] de Diego de Urbina, que se halló en Lepanto, con curiosos pormenores sobre las campañas de la Liga. En 1882, 1883 y 1887, don Julio de Sigüenza publicaba varios artículos trascendentales, con noticias extraídas de documentos pertenecientes al archivo del extinguido Consejo de Castilla y al del hospital de Nuestra Señora de la Misericordia (vulgo de Antezana) de Alcalá de Henares. Eran ricas aportaciones, aunque mal aprovechadas, al conocimiento del abuelo de CERVANTES, de su hija doña María, de doña Isabel de Saavedra, la hija natural de MIGUEL, y de su esposo Luis de Molina, cuya partida de defunción descubrió en el archivo parroquial de San Luis.

Dibujo de J. P. Laurens, en la versión francesa del Quijote. (París, Jouaust, 1884.)

Otra buena contribución, en 1882, fue el artículo de don Aureliano Fernández Guerra, Cervantes esclavo y cantor del Santísimo Sacramento, cuyas noticias inéditas dimanaban de un manuscrito de la Biblioteca Florenciana de la Real Academia de la Historia. En el mismo año don Esteban Azaña dio a conocer interesantes pormenores referentes a sor Luisa de Belén, hermana de CERVANTES, con el yerro de que tomó el hábito de carmelita descalza en la Concepción el 11 de Febrero de 1565. Fue copiar mal a Portilla: ese día

[LXIX] «entró monja»; pero el hábito no se lo dieron hasta el día 17 del mismo mes, como veremos en el capítulo XVI. La Revista de Archivos de 31 de Diciembre de 1883 volvió a revelar otro documento cervantino: una nueva Cédula Real, fechada en San Lorenzo el 19 de Agosto de 1579, al capitán general de Valencia, prorrogando por seis meses el plazo a doña Leonor de Cortinas, para negociar la de extraer 2000 ducados de mercaderías. Y Jorge Bomsor hallaba en 1887 una solicitud autógrafa de CERVANTES al Ayuntamiento de Carmona para la forma de sacar aceite. A tantos hallazgos felices sucedía, en 1888, al otro lado del mar, la notable biografía de Mr. Henry Edward Watts, que supo recoger todo lo hasta entonces investigado y darle muy atrayente giro. Esta Life of Cervantes servía de preámbulo a su excelentísima versión anotada del Quijote, y está llena de amor y entusiasmo al autor y a su obra. Véase cómo se expresa: «¿Qué fue (escribe) la misma vida de Cervantes, sino un libro de caballerías?... Este libro [el Quijote] abrió una nueva era en el arte de la ficción. Cervantes lo sacó de su romántica vida, que había sido una [LXX] verdadera caballería andante... La gloria peculiar de Cervantes -gloria de la cual, entre todos los hijos de los hombres, sólo Shakespeare ha participado- es haber dado permanencia e inmortalidad a una imagen de su exclusiva imaginación. Don Quijote es un producto del genio, más admirable aun que cualquiera de los de Shakespeare, aisladamente tomados; es un tipo más original, más raro y más individual que ninguna de las figuras de la más numerosa galería de retratos shakespeareanos». No cabe decir más, y nótese que lo escribe un inglés.

Retrato por L. Alenza, grabado por A. Blanco (1844). (Ashbee, An Iconography of Don Quixote, Londres 1895.) La investigación no desmayaba. En el mismo año, don Antonio Aguilar y Cano encontró dos nuevos documentos, que publicó en El Eco de Estepa. Y como antes desde Carmona saltamos a Londres, ahora desde Estepa hemos de saltar a París, donde un hispanista bien conocido, Alfred Morel-Fatio, descubre en aquella Biblioteca Nacional, en un manuscrito español del siglo XVI, la primera poesía que se conoce de CERVANTES: un soneto a la reina Isabel de Valois. El éxito obtenido por la biografía de Henry Edward Watts, movió a otro ilustre hispanista inglés, muy calificado por sus estudios cervantinos, el profesor James Fitzmaurice-Kelly, a publicar una nueva en 1892. Le faltaba, sin embargo, el amor de Watts por CERVANTES, su penetración psicológica, y, por ende, no era tan artista. La Life of Cervantes de Fitzmaurice-Kelly, obra de fría reflexión, ni entusiasma ni emociona. No se atrevió, como aquél, a verter finamente el Quijote, ni obra alguna del genial complutense, sino a poner prólogos [LXXI] y notas, realmente muy doctas y eruditas, a las versiones de otros: trabajo, con todo, en que no siempre le acompañó el acierto. Ni en su Life, pues, ni en el juicio que emitió sobre CERVANTES en su History of Spanish Literature (Londres, 1898), objeto de censuras, brilla el fervor de Watts, antes

parece complacerse en reservas y conjeturas, como si buscara el lado desfavorable del autor. Basada su biografía, según confiesa, en las de Fernández de Navarrete, Morán y Máinez, no pudo desprenderse de muchos de sus errores; y aunque reacciona contra algunos, engendró otros nuevos. Sostiene aún, gratuitamente, que CERVANTES pasó su juventud en Alcalá, y traza un cuadro genealógico fantástico. En sus eruditísimas páginas no levanta la narración, ni descubre primores de estilo. Mas merecen todo encomio los extractos que reproduce de insignes escritores ingleses, franceses y alemanes en alabanza del Quijote, y especialmente la extensa nota bibliográfica final. Y mejores trabajos son todavía sus dos introducciones a la antigua versión de Shelton y la magistral disertación de 1905 ante la Academia Británica, estudio completo del influjo de CERVANTES en la literatura inglesa. No alcanzó estos vuelos la biografía de MIGUEL y el juicio que de sus obras escribió Lucien Biart, aunque hizo una bella versión francesa del Quijote, tan fiel como la de Viardot, precedida de un prólogo de [LXXII] Próspero Merimée. Un extracto de esta edición, «spéciale à l'usage de la jeunesse», habíase anticipado en 1877. Se deben a los franceses, más que buenas biografías cervantinas, traducciones correctas y, sobre todo, modernamente, estudios profundos, como son las páginas penetrantes de Paul Hazard, Don Quichotte de Cervantès (París, Mellotée, s. a.), y Marcel Bataillon, Cervantès penseur (Revue de Littérature comparée, París, 1928, vol. VIII); pero siempre les ha tentado indagar en la vida del Príncipe de nuestros ingenios, y hasta en sus mismos días, lectores asiduos de él, querer conocerle personalmente. Con motivo de celebrarse en Madrid (1892) el cuarto Centenario del Descubrimiento de América, tuvieron lugar en la Biblioteca Nacional varias Exposiciones, y en la HistóricoEuropea figuraron, entre otros muchos papeles, el Libro 3.º de Bautismos de la parroquia de Nuestra Señora de la Asunción, de Esquivias, y unos protocolos del escribano de este pueblo, Alonso de Aguilera. Don Manuel de Foronda tomó de aquél y de éstos varios datos, que luego publicó, entre los cuales figura un extracto de la partida de bautismo de doña Catalina de Salazar y Palacios, y otro de un poder otorgado por la suegra de CERVANTES a favor de éste, en 9 de Agosto de 1586, no «para percibir ciertos maravedises en Toledo», como escribe equivocadamente, sino con toda amplitud, extendida a poder vender cualesquiera bienes muebles y raíces, majuelos y casas en Esquivias, Toledo y otras partes, cobrar deudas y pleitear. El Sr. Rius atribuyó al Sr. Foronda el hallazgo de la mencionada partida; pero es error, por cuanto ya la había publicado, aunque incorrectamente, don Manuel Víctor García en la Crónica de los cervantistas, como quedó expuesto. El único descubrimiento, pues, del Sr. Foronda fue el referido poder, que, lamentablemente, leyó mal y sólo insertó muy en extracto. [LXXIII] Aludió también en su opúsculo a un documento hallado por el archivero y bibliotecario alcalaíno don Ramón Santamaría: «Testimonio de las diligencias hechas para el rescate de algunos cautivos», fechado en Argel a 5 de Marzo de 1581. Publicose luego por Pérez Pastor en sus Documentos cervantinos, I, núm. 21; pero conviene indicar que lo había señalado ya Santamaría en 1892, y después divulgó su cabal noticia en una conferencia dada en el salón de actos públicos del Ayuntamiento de Alcalá de Henares el 23 de Abril de 1894.

En 1895, un ferviente cervantista vasco, o, como él se decía, «vizcaíno, alavés y guipuzcoano por todos sus abolengos», don Julián Apráiz y Sáenz del Burgo, autor de buenos libros y muchos artículos y discursos acerca de CERVANTES, dio a conocer tres documentos inéditos. Este mismo año, según hubimos de indicar, publicose en Barcelona por don Leopoldo Rius el primer volumen de su magna Bibliografía crítica de las obras de Miguel de Cervantes Saavedra. Y aunque él no descubrió documento biográfico alguno y el examen de su obra, que rebasa con mucho el título, es ajeno de este lugar, hizo en cierto modo biografía, por cuanto recogió y comentó, con pocos errores y faltas, en los tres gruesos tomos de su trabajo, cuantas biografías y noticias biográficas (203 números del volumen II) se conocían hasta la entrada del siglo XX. Porque no se ciñó a formar un catálogo de las ediciones y traducciones cervantinas, sino que, dilatando el horizonte, reseñó, además, los escritos atribuidos a CERVANTES, sus composiciones perdidas, sus autógrafos; las farsas, mascaradas y piezas dramáticas y líricas, inspiradas por las obras o la vida del autor; su popularidad en España; lo que de él dijeron los españoles y los extranjeros tanto para enaltecerle como para censurarle, transcripción y recapitulación preciosas; examen de sus escritos apócrifos, periódicos cervantinos; [LXXIV] poesías dedicadas a CERVANTES; panegíricos y discursos pronunciados en ateneos, sociedades literarias y solemnidades religiosas; monumentos elevados en memoria suya; relación de retratos, estatuas y bustos que se conocen de él, etc., etc. Así, la gran obra de Rius, si bien hoy resulta incompleta y en algunos extremos equivocada, es un verdadero monumento de consulta, imprescindible en el estudio de la vida y de la obra de CERVANTES, que no podíamos soslayar. Pero mayor monumento aún constituyó en 1897 la aparición de los Documentos cervantinos recogidos por Pérez Pastor. Desde los días de Fernández de Navarrete no se había realizado una aportación tan trascendental. Nada menos que cincuenta y seis documentos, todos o casi todos desconocidos, y de importancia suma, pues señalaban nuevos puntos [LXXV] de vista en la biografía de CERVANTES, sacaba a luz el insigne paleógrafo e investigador. «Tarea algo difícil parecía ser (escribe) la de encontrar documentos inéditos sobre Cervantes y su familia, después de las investigaciones [LXXVI] llevadas a cabo desde hace más de un siglo por eminentes literatos e ilustres historiadores; pero habiendo quedado por explorar los Archivos de Protocolos de Valladolid y Madrid, no era infundada la esperanza de dilatar la fama de Cervantes con documentos recogidos en dichos centros». Sin embargo, su gestión en el primero, preocupado con la idea de hallar la escritura de venta del Quijote, fue poco fructuosa; pero no así la realizada en el de Madrid y en los parroquiales de la villa y corte, donde encontró, además, un arsenal valiosísimo para la Historia en general y especialmente para la biografía de nuestros grandes hombres, que más tarde dio a conocer en los dos últimos volúmenes de los tres que forman su señera Bibliografía madrileña (Madrid, 1891, 1906, 1907). Sobre los documentos cervantinos añadía: «Del estudio total y comparativo de los mismos se desprenden naturalmente las dos siguientes observaciones: primera, que nos dan una idea más real, más prosaica, si se quiere, del autor del Quijote, pero al mismo tiempo más verdadera que todas las fantasías a que se han entregado muchos de sus admiradores; segunda, que sus fechas fijan nuevas

estancias de Cervantes en Madrid, aumentan las de Sevilla, disminuyen las de Alcalá de Henares y hacen llegar al límite cero tanto las referentes a la campaña de la Tercera como las relativas a su residencia en territorio manchego. Dedúcese de esta última observación que el autor del Quijote, durante varios años y en períodos más o menos largos, residió habitualmente en Andalucía, cuyas costumbres estudió y describió admirablemente, y de cuyo lenguaje tomó un sinnúmero de modismos que, sembrados a granel, se encuentran en sus inmortales obras. Dedúcese también [LXXVII] que Rodrigo de Cervantes debió [de] dejar Alcalá de Henares mucho antes del tiempo que suelen marcar los autores, como ya lo hacía sospechar la circunstancia de no encontrarse en los libros de Santa María de dicha ciudad las partidas de bautismo de sus dos hijos menores» . Y terminaba diciendo: «Con respecto a la residencia más o menos larga de CERVANTES en la Mancha, se ha de notar que, examinados los documentos hasta hoy conocidos, no se encuentra uno que esté fechado en territorio manchego ni que se dé la más ligera noticia o referencia de haber estado allí el autor del Quijote. Nuestros lectores saben bien el poco valor que en buena lógica tienen las pruebas negativas; pero como las positivas en contrario van invadiendo casi todo el tiempo de la vida de Cervantes, resulta que apenas queda margen suficiente en este espacio para marcar cuándo y cuanto tiempo estuvo en la Mancha el autor del Quijote». Muy lógicas, muy justas y muy sensatas palabras. Y todavía hubiera podido adicionar: «de asiento». Lástima que los documentos del Sr. Pérez Pastor no alcanzaran a ser conocidos por don Luis Carreras, un español que residió emigrado muchos años en París y escribió una Vida de Cervantes, publicada póstuma, en francés, por su amigo C.-B. Dumaine como tributo a su buen recuerdo. Adolece de varios de los errores ya señalados, lugares comunes en todas las biografías precedentes, y de conjeturas sin visos de probabilidad. Sólo merecen atención algunos juicios certeros sobre determinadas obras cervantinas, que conocía a fondo y de las cuales hace un estudio de valor. Carreras se había significado ya, en los años de 1867 y 1868, por una serie de artículos, insertos en El Principado, periódico de Barcelona, con el título de «La vida y las obras de Cervantes». Se dejaba, sin embargo, llevar de la fantasía y pretendió un tiempo haber hallado un «dibujo auténtico» del autor del Quijote, hecho por Jáuregui, del que habló en carta a un amigo, publicada el 10 de Octubre de 1877, asunto al que no volvió a aludir en el curso de su accidentada vida. [LXXVIII] Pronto las investigaciones de don Francisco Rodríguez Marín corroboraron la observación del Sr. Pérez Pastor de que a la luz de los documentos aumentaban las estancias de CERVANTES en Andalucía. En la inauguración del curso de 1900 a 1901 en el Ateneo de Sevilla, Rodríguez Marín leyó un bello discurso demostrativo, mediante tres documentos encontrados por él, y otras razones alegadas, que la familia de CERVANTES vivía en aquella ciudad los años de 1564 y 1565, y que MIGUEL estudió en el Colegio sevillano de la Compañía de Jesús. Mientras tanto, otro investigador ilustre, con quien tuvimos mucha amistad, don Manuel Serrano y Sanz, descubría dos canciones inéditas sobre la Armada española que fue contra Inglaterra, atribuidas a CERVANTES, en un manuscrito de la Biblioteca Nacional de fines del siglo XVI o principios del XVII.Y por último, un tercer investigador, que hacía

entonces sus primeras armas y luego había de colocarse a la cabeza de los cervantistas, el mencionado Rodríguez Marín, publicaba interesantes datos nuevos sobre el abuelo del autor del Quijote. El esplendoroso, venturoso y nunca bastantemente ponderado siglo XIX, concluía con una serie de aportaciones extraordinarias a la vida y a la obra de CERVANTES. [LXXIX] Al primer año de la nueva centuria corresponde el extenso libro, anteriormente citado, de don Ramón León Máinez, Cervantes y su época. El entusiasta cervantista pudo recoger, rectificando su precedente biografía, cuantas allegancias debíanse a la investigación, incluso las del tomo primero de los Documentos cervantinos de Pérez Pastor y parte de las del segundo, que preparaba entonces para la imprenta. Ya adelantamos que esta biografía, no obstante suponer un trabajo de acopio muy considerable, como obra de aficionado, no responde a las exigencias de hoy. Estudió, cierto, con ahínco, desvelose continuamente por inquirir noticias, y buscó el parecer de los doctos; pero hombre de espíritu terco y polémico, a pesar de su bondad, y sin apenas penetración crítica ni psicológica, se deleitó en hacer retrogradar la biografía a puntos muertos, negando hechos suficientemente esclarecidos. Consagró muchas páginas a pretender identificar al fingido Alonso Fernández de Avellaneda con Lope de Vega Carpio, hipótesis absurda, que el propio prologuista de su libro, el doctísimo don Eduardo Benot, rechazaba; atacó a ciertos escritores, por no ser de su opinión, y cometió algunas imprudencias que hicieron mirar su obra con recelo. Tiene, sin embargo, en ella muchas cosas dignas de alabanza; en primer término, el fervor y admiración por CERVANTES, ya demostrado, como sabemos, a lo largo de los siete años que duró su Crónica de los cervantistas. También se le deben a Máinez, amén de infinitos datos y observaciones, algunos documentos inéditos y la transcripción más perfecta de otros ya conocidos. De suerte que, si no hizo una biografía extraordinaria, con [LXXX] ella, siempre muy valiosa, y sus demás trabajos cervantinos, contribuyó poderosamente a enaltecer la memoria del genio y a proporcionar nuevos pormenores para la ilustración de su vida. No acabada de imprimir esta obra, que aunque ostente la fecha de 1901 salió a luz entrado ya 1902, en Julio de este mismo año publicaba don Cristóbal Pérez Pastor el volumen II de sus Documentos cervantinos. Si grande había sido la aportación precedente, mayor aún era la actual. Los documentos ascendían ahora a la enorme cifra de ciento cinco, [LXXXI] y todavía abrigaba la certeza de existirotros muchos, como así era efectivamente, en los archivos notariales y municipales de los setenta o más pueblos de Andalucía y Extremadura donde estuvo CERVANTES desempeñando [LXXXII] alguna comisión; pero hubo de prescindir de ellos, porque (son sus palabras) «en esta busca por segunda mano hemos sido tan poco afortunados, que a las diferentes cartas escritas en solicitud de alguna noticia, [LXXXIII] o no hemos tenido contestación, o ésta ha sido una evasiva». Hacía excepción del Sr. Rodríguez Marín, que encontró para él doce documentos en Sevilla y se los cedió generosamente. [LXXXIV]

La nueva aportación era, en verdad, de primer orden, pues aclaraba, rectificaba y descubría, aún más extensamente que antes, gran número de hechos relacionados con la vida de nuestro autor y de su familia, cuyo desconocimiento había abierto ancho campo a la fantasía de los más eminentes biógrafos y hécholes incurrir en errores de bulto. Desde aquel instante, todas las biografías precedentes quedaron anticuadas.

Medalla acuñada en la República Argentina, 20 de Diciembre de 1904. (De metal blanco, redondeada, de forma irregular.) Sobrevino en seguida (1905) la celebración del tercer centenario de la publicación del Quijote, llevada a cabo en España y en otras naciones de lengua española con inusitado esplendor, y que dio origen a la publicación de numerosos libros interesantes, y, a la vez, de tres biografías: El ingenioso hidalgo Miguel de Cervantes Saavedra, sucesos de su vida contados por Francisco Navarro y Ledesma (Madrid, 1905), semblanza bellamente escrita, pero novelada y llena de patrañas y errores; The Life of Cervantes, por Albert F. Calvert (Londres, John Lane, 1905), breve trabajo, de 149 páginas, intrascendente; y Vida de Cervantes y juicio del «Quijote», por José A. Rodríguez García (La Habana, Reyes, 1905, en 4.º, 135 páginas de poca entidad). Contrastaba esta pobre allegación biográfica al centenario, después de tanta documentación descubierta, con estudios tan profundos y luminosos como el magistral discurso de don Marcelino Menéndez y Pelayo sobre la Cultura literaria de Miguel de Cervantes y elaboración del «Quijote», leído en la fiesta académica celebrada en la Universidad Central el 8 de Mayo [LXXXV] de aquel año; con la primera edición crítica de El Ingenioso Hidalgo, sacada a luz por don Clemente Cortejón; con La Mancha en tiempo de Cervantes, de don Antonio Blázquez; con la Psicología de Don Quijote y el quijotismo, de nuestro gran amigo que fue don Santiago Ramón y Cajal; con la Vida de Don Quijote y Sancho, de don Miguel de Unamuno, etc., etc. Hasta Ramón León Máinez resucitó en Madrid, aunque por breve tiempo, la Crónica de los cervantistas, que sólo tiró cinco números (31 de Julio de 1904 a Abril de 1905). Sumadas todas las provincias españolas, y muchas ciudades extranjeras, al homenaje, hubo erección de monumentos de piedra y bronce: lápidas conmemorativas (Alicante, Sevilla, Segovia, Valencia, Madrid, Toledo), estatuas (Alcoy), bustos (Córdoba, Granada); acuñación de medallas (Madrid, Buenos Aires, Chacabuco, Filipinas, Alcalá, Barcelona), exequias solemnes, sermones, poesías, entre ellas la famosa Letanías de nuestro señor Don Quijote, de Rubén Darío; discursos, conferencias, ediciones de obras cervantinas, iconografías, artículos, comentarios, comedias, óperas, banquetes, mascaradas, estampas, retratos, pinturas, desfiles, procesiones cívicas, cabalgatas, juegos florales, corridas de toros, retretas militares, batallas de flores. Incluso los vecinos de la calle matritense de León celebraron festejos de barriada los días 7, 8 y 9 de Mayo.

Retrato de CERVANTES de autor anónimo. (Traducción rumana del Quijote, Bucarest, ¿1905?)

CERVANTES fue honrado dignamente; pero la gran biografía documental quedó por escribir. Un académico, no atreviéndose a ella, limitose a reseñar los documentos hasta entonces hallados, para terminar diciendo: «Quedan muchas lagunas y muchos puntos obscuros, que, ni aun con hipótesis, han podido aclararse». Y no le faltaba razón. [LXXXVI]

Medalla de plata acuñada en Madrid con motivo del Tercer centenario de la publicación del Quijote (1905).

Medalla de bronce acuñada en Alcalá de Henares con motivo del Tercer centenario de la publicación del Quijote (1905). Al esfuerzo realizado sucedió un paréntesis de calma investigadora. Cayó gravemente enfermo don Cristóbal Pérez Pastor, con lo que perdieron las Letras españolas su más insigne y erudito cervantista; mas no bajó a la tumba sin antes descubrir, en una de sus postreras visitas al Archivo de Protocolos matritense, la escritura por la cual CERVANTES vendió su comedia La confusa y otra titulada El trato de Constantinopla y muerte de Selim al «autor» Gaspar de Porres. No le dio tiempo ni a copiarla; pero dejó su signatura al Sr. Rodríguez Marín, como si le transmitiera el cetro del cervantismo. [LXXXVII]

«Barcelona a CERVANTES, 1905». Medalla de plata, con el escudo de la Ciudad Condal en el reverso. (Grabada por R. Gelabert Hermanos.)

«Barcelona a CERVANTES, 1905». Medalla de bronce, con el escudo de la Ciudad Condal en el reverso. (Grabada por R. Gelabert Hermanos.) Así tuvo un digno sucesor la investigación y crítica cervánticas, que si al principio, poco preparado, incurrió en graves deslices y algunas irreverencias como anotador del Quijote, a menudo provocados por una excesiva pasión folklórica, con el tiempo y el estudio constante se acrisoló y depuró, llevando a cabo ediciones meritísimas, como la de Rinconete y Cortadillo (Madrid, 1920, segunda edición), y la última de El Ingenioso Hidalgo (Madrid, 1927-1928), a la que sólo puede reprocharse aquella «rabia gramatical» que ya censuraba Quintana en Clemencín. Publicó doctos y profundos estudios cervantinos y un volumen muy valioso de documentos inéditos, par de los de Pérez Pastor, que en seguida nos ocupará. [LXXXVIII]

«Filipinas a CERVANTES». Medalla conmemorativa del Tercer centenario de la publicación del Quijote. (Grabada por T. Z.)

Medalla de Chacabuco (República Argentina), acuñada en 7 de Mayo de 1905. (Grabada por Gotuzzo.) Cuando ya parecía determinado que ningún retrato auténtico existía de CERVANTES, y la propia Real Academia Española había arrumbado el lienzo del conde del Águila, he aquí surgir, en 1910, por arte de encantamiento, o quier de birlibirloque, pues tales fueron los tapujos, reservas y secretos con que apareció, otro retrato auténtico de CERVANTES (el tercero auténtico), esta vez, nada menos, firmado por el mismísimo Jáuregui. Para que no cupiesen dudas, la tabla (era y es una tabla) llevaba dos desaforadas inscripciones con sendos disparates. La de encima del retrato rezaba (y podía maldecir): D. Miguel de Ceruantes Saauedra, con un «don» que el autor del Quijote no tuvo, ni usó jamás, ni nadie le aplicó. La de abajo decía: Iuan de Iaurigui. Pinxit. año 1600, con supresión de un «don» que Jáuregui empleó siempre. Además, tampoco se firmaba Iuan de Iaurigui, sino Don Io. de Iauregui, como se ve en el retrato que hizo de Alonso de Carranza para la portada del libro de éste Disputatio vera humana, o bien Don Iuan de Iauregui invent., según sus grabados de la Vestigatio arcani sensvs in Apocalypsi, del P. Luis del Alcázar; o, en fin, Don Juan de Jauregui a secas, a tenor de su firma autógrafa en los documentos . Nunca [LXXXIX] se firmó Iaurigui, ni nunca prescindió del «don». Sobre estas ignorancias, el falsificador fue tan romo de entendederas, que fechó el cuadro en 1600, ignorando que Jáuregui había sido bautizado en Sevilla el 24 de Noviembre de 1583; de suerte que contaba 16 o 17 años, todo lo más, cuando quiere hacérsele retratista de CERVANTES en la ciudad del Betis. Poco después sus padres le enviaron a estudiar a Roma, donde publicó en 1607 su versión del Aminta del Tasso. El error del falsificador se explica, por desconocer aquella fe bautismal, ignorada de todo el mundo hasta que la descubrió y dio a luz en 1899 don José Jordán de Urríes en su Biografía y estudio crítico de Jáuregui. La falsificación, por tanto, era anterior a esta fecha. El autor de los letreros no podía saber de la mencionada Biografía; pero, a tener cultura, habría sabido de aquellos «dones», y no los trastrocara.

Medalla de la Sociedad Numismática Española. (Madrid, 1905.)

Medalla de latón, en recuerdo del Tercer centenario de la publicación del Quijote. Conocido es de todos que la presunción de haber pintado Jáuregui a CERVANTES se basa en el prólogo de éste a sus Novelas ejemplares (Madrid, 1613), donde, por no poseer ningún dibujo de su effigies que estampar al frente del libro, trazó su portentoso autorretrato. Quería excusarse de ello; pero tuvo la culpa un amigo suyo, que no nombra, «el qual amigo (dice) bien pudiera, como es vso y costumbre, grauarme y esculpirme en la primera hoja deste libro, pues le diera mi retrato el famoso don Iuan de Xaurigui, y con esto quedara mi ambición satisfecha». Sin duda descuidose aquel amigo, dando lugar a que se terminase la impresión de la obra y escribiese su autor: «En fin, pues ya esta ocasión se passó, y yo he quedado en blanco y sin figura, sera forçoso valerme por mi pico». Ahora

bien, las palabras «pues le diera mi retrato» admiten [XC] dos sentidos: «Se lo diera, porque existe ya», y «se lo diera, porque está pronto a hacerlo». Preferible el primero, ¿hizo un retrato al modo de los de Francisco Pacheco en su célebre Libro de Descripción..., es decir, un dibujo, que fácilmente podría darse al grabador para que apareciese reproducido en las Novelas ejemplares, o pintó un lienzo, o tabla, que retendría, y del cual, de todos modos, había de sacarse el dibujo? Como quiera que lo admitamos, no iba a pedir CERVANTES a Jáuregui una tabla pintada en Sevilla hacía trece años por un chico de dieciséis o diecisiete. ¡No nos forjemos una idea tan poco severa y alta del autor del [XCI] Quijote! El mismo Jáuregui, ante una petición suya, habría realizado un dibujo nuevo. Así, más lógico es creer, o que el cuadro o dibujo estaba hecho recientemente (como los retratos que por entonces dedicó a sus amigos, al referido Carranza, para la Disputatio; a don Lorenzo Ramírez de Prado, para su Pentekontarchos, y al P. Luis del Alcázar, para la Vestigatio), o que lo haría incontinente para las Novelas ejemplares, tan pronto como el amigo de CERVANTES se lo pidiera. Por que, aunque Jáuregui pintaba, su excelencia brilló en el dibujo. Lo confirma el aludido Pacheco en su Arte de la Pintura (Sevilla, 1649, pág., 417): «Don Juan de Xauregui, trabajador perpetuo, mediante sus retratos en debujo tiene el lugar que sabemos en los coloridos tan acertados que ha hecho.»

Medalla acuñada en Valencia, 1905, en honor de CERVANTES y de Pedro Patricio Mey, impresor del Quijote (1605) en aquella ciudad. Armas de Valencia en el reverso. [XC]

Medalla grabada por Bartolomé Maura para el Tercer centenario de la publicación del Quijote. (Madrid, 1905) [XC]

Plaqueta de oro, labrada en Buenos Aires en 1905, por A. Costa Huguet, conmemorativa del Tercer centenario de la publicación del Quijote.

Medalla de metal blanco, sin lugar ni año, y el reverso liso. (¿1905?) Empero lo pintara o no llegara a pintarlo, lo dibujara o no lo llegara a dibujar, que en caso afirmativo lo sería en Madrid por los años de 1609 a 1613, o sea cuando Jáuregui figura en la villa y corte, la tabla que se le atribuye, fechada en 1600, es una burda superchería, tanto por las razones expuestas como por mil más. La propia imagen, lamentable caricatura del autorretrato de las Novelas ejemplares, lo prueba suficientemente: la «boca pequeña», lo es tanto, que parece hocico de hurón; los «bigotes grandes» son tan descomunales y monstruosos, que llegan hasta rozar con creces la gola, disparatada y sin perspectiva; la «frente lisa y desembarazada» alárgase tan desmesuradamente, que semeja un melón. Toda la [XCIII] pintura, por ende, es ratera y baladí, fría, muerta y sin estilo. Ni

da idea de cuadro alguno del tiempo. A la verdad, el falsificador, sobre ignorante, no tenía nada de artista. Por si fuera poco, la tabla representa a un hombre provecto, ya sesentón, cuando en 1600 sólo contaba CERVANTES, hombre robusto, cincuenta y dos o cincuenta y tres años. Las «barbas de plata» en 1613, «que no ha veinte años que fueron de oro», ¿como podían ser ya tan blancas en 1600? Mal contestan los defensores del cuadro, al creer que CERVANTES se retrata como era en la pintura de 1600 de Jáuregui, debajo de la cual había de ponerse la inscripción. ¡Pero si la tal pintura le faltó, y por eso hizo su autorretrato! ¿A quién se le ocurre pensar que había de describirse en 1613 cómo fue en 1600? Él dice bien claro que, a falta del retrato de Jáuregui, traza su fisonomía para satisfacer «el desseo de algunos que querrían saber qué rostro y talle tiene». No dice que tenía. Y la prueba de que se pinta como era, y no como había sido, reafírmase en el detalle de añadir que ya sólo le quedan seis dientes «y esos mal acondicionados y peor puestos».

El falso «Iaurigui» de la Real Academia Española. [XCII]

Dedicatoria de don Juan de Jáuregui a su amigo Alonso de Carranza, al pie del retrato de éste, por la que se ve el carácter de su letra, distinto al de los rótulos de la tabla, que se le atribuye, de CERVANTES. La discutida tabla, de que, con sorna, comenzó a hablar el periódico de Oviedo Las Libertades en 1910, fue donada en 1911 a la Real Academia Española por su poseedor, don José Albiol, catedrático de dibujo artístico de la Escuela de Artes y Oficios de Oviedo. Su procedencia apareció al principio confusa, pues cuando el propio Albiol tuvo que explicarla, se perdía en un verdadero embrollo. Díjose haberla adquirido de un viajante, a cambio de una pintura; que estaba partida por gala en dos, y que su único trabajo consistió en engatillarla. Años después afirmose que la tabla existía ya, por los años de 1880, en poder de un don Estanislao [XCIV] Sacristán, vecino de Valencia, hombre maníaco, tipo raro y extravagante, de carácter violento, exacerbado por los engaños y astucias de los vendedores de antigüedades. Esto aseguraban los que le conocieron. Divulgada la existencia del nuevo retrato en Junio de 1911 por los diarios de Madrid, armose en seguida feroz contienda, que duró mucho tiempo; unos, los académicos de la Española y sus amigos, defendieron la autenticidad; otros, los escritores y críticos independientes, la negaron. La tinta corrió a mares. Todavía en 1917 continuaba la discusión. Los mantenedores de la originalidad contradecíanse. El principal de ellos, Sr. Rodríguez Marín, escribía en el ABC del 16 de junio de 1911 que don José Albiol había adquirido la tabla «de un viajante, a cambio de una pintura suya». Seis años después, en su libro El retrato de Miguel de Cervantes (Madrid, 1917), trabajo sofístico, habló ya extensamente de don Estanislao, Sacristán y de que Albiol, «por especiales motivos de orden privado..., no dijo por entonces la verdadera procedencia del retrato que donaba». Trató de explicar las contradicciones entre don Alejandro Pidal, director entonces de la Academia Española, don Narciso Sentenach y él (formaban la trinca defensora), y recurrió

a este alegato: «Nos acaeció (escribe)... cosa análoga lo que sucedió a San Mateo y a San Lucas» (!!).

Firma autógrafa de don Juan de Jáuregui. (Madrid, 20 de Septiembre de 1611. Archivo de Protocolos, núm. 3723, folio 173.) Todo el mundo pedía se hiciese luz en el asunto. La Academia, dueña del cuadro, rehuía la cuestión. Ni siquiera, como en el primer auténtico, se solicitó informe de la de Bellas Artes, ni se estudiaron las fotografías hechas de la pintura antes de que saliese de Valencia. Otro defensor, el marqués de Camarasa, sostenía que de donde había salido era de Sevilla: «El caso es que el cuadro pasó del coleccionista de Sevilla al señor Albiol» (El Debate, Madrid, 28 de Abril de 1912). En cambio, en Valencia se afirmaba que Sacristán lo había entregado, con otros, a Albiol para que lo vendiese, y no se explicaban qué había sido de él desde la muerte de Sacristán (Enero de 1907) hasta que apareció donado a la Academia. Acosada ésta, sacáronse nuevas fotografías de la pintura. Pronto sonaron las palabras «repintes» [XCV] y «barridos, pues se echaban de ver a simple vista. Los primeros que pudieron contemplarla, y aun los que sólo la conocieron por las fotografías, no ocultaron su desilusión. Personas tan doctas como don Juan Pérez de Guzmán y Gallo, académico de la de Bellas Artes y secretario de la junta de Iconografía Nacional, a la que tampoco se pidió informe en regla; don Julio Puyol y Alonso, los hispanistas señores Fitzmaurice-Kelly y Foulché-Delbosc, negaron rotundamente la autenticidad del cuadro, así como los cervantistas Máinez y Givanel y otros muchos escritores, entre ellos la condesa de Pardo Bazán, Monner y Sans, Fors y «Azorín». Éste, en un artículo de ABC (21 de Septiembre de 1913) interpreta las palabras de CERVANTES en el prólogo de las Novelas ejemplares en el sentido de que el retrato no estaba hecho, sino que Jáuregui podría hacerlo cuando alguien lo solicitara. Rebate su autenticidad, fijándose, como Foulché-Delbosc, en los repintes, especialmente en los que comprenden la región sincipital de la cabeza; se pregunta si estarán también repintados los bigotes, y sospecha de todo que en algún cerebro surgió la idea de crear una efigie auténtica del autor del Quijote sobre un retrato antiguo, arreglado y repintado en el siglo XVIII. Porque ¿quién supone a Jáuregui tan precoz en la pintura, ni obliga a creer que CERVANTES, después de trece años, recordara una pintura ruin? Así, la fecha de 1600, incomprensible hoy por haber nacido Jáuregui en Noviembre de 1583, la estampó, de acuerdo con la de 1570, el desconocido que en el siglo XVIII, juzgando que ésta era la verdadera del nacimiento, recompuso aquel retrato, despojando de la precocidad al que le traspasaba el muerto. «Azorín» reclamaba un examen técnico y el empleo de los reactivos y procedimientos requeridos para estos casos. Y suponía que no se llevaría a efecto. Y, cierto, no se llevó nunca, a lo menos oficialmente, de una manera clara. Un pintor joven, don Francisco Pompey, que obtuvo permiso para sacar una copia, observó lo siguiente: «En la frente hay un barrido de más de dos centímetros, que se hizo con el exclusivo objeto de agrandarla...; el caballete de la nariz es un pegote para hacerla aguileña...; el bigote está también suciamente pintado sobre el que hay debajo, y en las cejas distínguense asimismo, con toda claridad, unas líneas de sombra que fueron sin duda las del primer retrato, y encima de ellas, y a punta de pincel, las cejas nuevas que puso el restaurador...; en la boca y en la oreja todo el sombreado es moderno, y, en resumen, en toda la cabeza son facilísimos de ver idénticos retoques...; en otros mil detalles, me parecía

descubrir que aquello no fue otra cosa en su origen que una mala copia de un retrato de Felipe II, convertido después en retrato de Miguel de Cervantes por arte de encantamiento». El Sr. Pompey fantaseó en algunas cosas, cargó en otras la mano sin necesidad y aventuró, al fin, una conjetura, todo lo cual, sobre su falta de autoridad, dañó su juicio. [XCVI] Más exactas, serenas y contundentes fueron las razones del insigne don Aureliano de Beruete y Moret, luego director del Museo del Prado, la más alta reputación de entonces en crítica pictórica, quien dijo del cuadro: «Ante todo, lo más importante sería probar si «es antiguo», o si, por acaso no es sino una mistificación moderna. No creo que esto sea muy difícil de averiguar; pero si de ello se tratase, sería preciso ver la pintura con más luz, en otras condiciones y con mayor detenimiento que yo la vi... La pintura es débil como ejecución, muy débil, y, además, efecto probablemente de la limpieza o manipulaciones que ha sufrido, aparece sumamente lisa. Apenas se observa en ella pasta de color; tiene varios trozos que parecen restaurados, formando parches, y hasta creo poder apreciar ciertas pinceladas, especialmente algunas, como para afirmar el dibujo y los perfiles. No obstante lo que queda expresado, diríase que los retoques y restauraciones están hechos sobre partes borrosas, lo cual, y en caso afirmativo, no alteraría el carácter de la cabeza». Después de esto, no fue ya posible negar las manipulaciones. Harto se había hecho con disimular y quitar importancia a los repintes. El director de la Academia Española, en una conferencia, dada el 15 de Enero de 1912, decía: «La pintura, fuera de algún ligero repinte, tiene la pátina de la antigüedad y las grietas del craquelado, que nadie puede imitar ni falsificar. Son de la época los letreros. El don más bien parece una [XCVII] contraseña (?); la firma de Iaurigui, en vez de Jauregui, revela estar al corriente de las vicisitudes que atravesó el nombre del traductor de la Aminta, que algún erudito nos hará saber. Un vulgar falsificador hubiera omitido el don, dificultad aparente del retrato». Hay en estas manifestaciones tantos yerros como vocablos. Dos de ellas merecen destacarse. La primera, que no es cierto haber pasado la firma de don Juan de Jáuregui por ningunas vicisitudes. Jamás se firmó, como ya hemos dicho, Iaurigui, ni en sus dibujos ni en sus documentos. El falsificador tomó esta grafía del prólogo de alguna de las muchas ediciones de las Novelas ejemplares en que así consta. La segunda, es pecar de cándido sostener que las grietas del craquelado no pueden imitarse ni falsificarse. Nuestro docto amigo don Antonio J. Onieva escribe a este propósito: «Las personas enteradas saben que las falsificaciones están a la orden del día y que existen pintores especializados y expertos que pintan tablas y lienzos del siglo que se desee; que utilizan las fórmulas de Cenino Ceninni e imitan el craquelaje superando al tiempo mismo. Baste recordar el famoso «Antonello da Mesina», con que engañaron a un aficionado tan ilustre en artes plásticas como don Francisco Cambó». Respecto de que un vulgar falsificador habría omitido el don, nada más absurdo. Por ser vulgar y absolutamente ignaro se lo colgó a CERVANTES (como todavía muchas personas incultas, que le llaman don Miguel), lo suprimió en Jáuregui y fechó la pintura en 1600. ¡Pintura mediocre, bien en consorcio con su ignorancia! Cuanto a los letreros, ¿qué otra cosa muestran, al estar en epigrafía, sino esa misma ignorancia del falsificador de cómo se firmaba Jáuregui? ¿Qué había de hacer más que emplear letras de epigrafía, letras de molde justamente, donde ignoraba la propia letra del autor que pretendía suplantar? No se conocía entonces ningún documento autógrafo de Jáuregui. Los historiadores y críticos de pintura

colocaban su nacimiento en 1570, y la Vestigatio, la Disputatio y el Pentekontarchos eran (lo son aún) libros raros y poco asequibles. Pero si ignorante fue el falsificador, no fue tan torpe el restaurador (Albiol pasaba por habilísimo restaurador de cuadros) que no advirtiese la modernidad de aquella pintura y lo difícil de hacerla pasar por auténtica de Jáuregui. Y en vez de dejar el cuadro tal como lo conociera don Estanislao Sacristán, antes de donarlo a la Academia Española (su donación [XCVIII] premiose con una cátedra), lo rajó, lo repintó, lo engatilló, lo ahumó, púsolo bajo fiemo durante algún tiempo, resecolo, y luego procedió al limpiado de la tabla, «como quien saca a luz (dice Onieva) un óleo viejo enmascarado por la suciedad y patinado por los siglos». Esto revelose a las claras cuando, en un segundo examen, realizado extraoficialmente por el aludido Sr. Beruete y Moret, sometida la tabla a la prueba del alcohol y la trementina, se clavaron fácilmente los alfileres en la pintura. A juicio del eminente crítico (lo oímos de sus labios), la tabla (46 × 36 cms.), de nogal viejo, tenía una figura antigua; y la pintura moderna, superpuesta, aparte los recientes repintes, databa solamente de unos cuarenta o cincuenta años. A pesar de lo fértil que había sido en falsificaciones el siglo XVIII, ni siquiera alcanzaba a aquella centuria como se supuso primeramente. Tal es nuestro mismo parecer. La falsificación debió de surgir en el período de cervantismo agudo que hemos evocado, allá por los años de 1870, cuando el retrato auténtico de Pacheco, divulgado por Asensio, había caído en descrédito, y el otro auténtico, el donado a la Academia Española por el conde del Águila, veíase ya con disgusto e indiferencia. Un pintor modesto, traficante en pinturas, probablemente valenciano, aprovechó una tabla vieja, y, valiéndose del autorretrato de CERVANTES en las Novelas citadas, a que acudían siempre todos los artistas que pretendían representar la imagen del autor del Quijote, vio la ocasión oportuna para engañar a algún cervantista, y pintó, sobre la antigua figura, la del Príncipe de los Ingenios, exagerando sus rasgos y poniéndole, caso peregrino, dos letreros para mayor claridad, como el otro pintor de Úbeda: «Este es gallo». Y ¿a quien mejor vender la superchería que a un cervantista extravagante y medio demente, como don Estanislao Sacristán? Porque es de saber que este chiflado, abogado de Valencia y persona de buena posición social, era otra víctima del cervantismo agudo, y, cervantómano rematado, preparaba una edición del Quijote con ilustraciones, retratos y notas de sus comentaristas. En una libreta que se halló a su muerte dejó apuntadas estas locuras: «Objetos, cosas y materiales que tengo pensado (sic) para hacer una magnífica edición de D.n Quijote en 12 de Abril de 1880 a [XCIX] las 12 de la mañana estando en la casa de la calle de las Nieves junto a la reja que da a la calle del Santis.mo». Va enumerando esos «objetos, cosas y materiales», entre ellos el «Estigma de mi nombre. Vn sacristán y marca de dos herraduras en el centro de la portada». Y después: «Retrato Gravado en Cobre o en Madera a la manera del siglo 17 como el que tengo de Jauregui y de otros personages de la época». Ya, pues, el falsificador, en 1880, le había embutido y vendido aquella superchería, aprovechándose y abusando de su simplicidad. Y que el retrato es el mismo de que se trata no cabe duda, por cuanto al margen de un ejemplar de la Vida de Cervantes por Fernández

de Navarrete, de su pertenencia, había escrito a lápiz en la página 538: «Jáurigui. Pintor mediano. Retrató a Cervantes en 1600 sobre una tabla de nogal. Tengo este retrato. Sacristán». Nada más del asunto. Tal es la historia curiosa y regocijante del segundo retrato auténtico de la Real Academia Española (tercero de la serie de auténticos), que preside su salón de sesiones, colocado en un marco magnífico: retrato hoy tan restaurado, repintado, coloreado y barnizado, que parece nuevecito, y a buen seguro no lo conociera el propio falsificador que tan bonitamente se lo endosara al pobre señor Sacristán. Se ha reproducido y se reproduce todavía (aunque ya se prefiere el de la colección del marqués de Casa Torres), como antes el atribuido a Alonso del Arco, porque algún retrato hay que emplear de CERVANTES, y siempre hace fuerza que lo adopte y defienda una Corporación oficial; pero de ningún modo es genuino, y como obra artística, francamente exenta de valor y en la actualidad caída en descrédito. En plena disputa de esta lamentable superchería, de la otra Península nos vino el bello volumen intitulado Cervantes, original del culto hispanista italiano Paolo Savj-Lopez (Nápoles, 1913), que ya se había significado por un docto estudio analítico de La Galatea, no siempre certero, en parangón con la Diana de Jorge de Montemayor y la Arcadia de Jacobo [C] Sannazaro. La breve biografía inserta en la introducción de esta obra (sus 34 primeras págs.) es de todo punto deleitable. Siguen agudos juicios sobre el Quijote y el Persiles, que por error acentúa Pérsiles, llevado de una mala edición castellana; y aunque algunas de sus manifestaciones acerca de los orígenes de nuestra novela no se pueden aceptar, el libro en conjunto merece mucha estimación, con todo y no pronunciarse en ningún sentido cuando recoge hipótesis distintas. Mientras tanto, la existencia azarosa de nuestro autor entraba en el terreno biológico. Don José Gómez Ocaña, ilustre profesor de Fisiología de la Universidad de Madrid, conocido ya en los medios cervánticos desde que en 1899 publicó su Historia clínica de Cervantes, daba de molde otra obra pareja: una biografía del mismo a la luz de su especialidad, trabajo muy interesante y realizado a la vista de las más recientes aportaciones. No extrajo de éstas, poco tiempo después, todo el provecho apetecible Mr. Robinson Smith, quien, a pesar de conocer a fondo las obras del Manco sano y del mundo que le rodeaba, incidió en algunos errores al redactar su Life, escrita, por otro lado, con sumo fervor. Los años 1914 y 1915 fueron fructuosísimos para el conocimiento de la vida de CERVANTES. Dijérase que los investigadores se preparaban a allanar el camino, con nueva documentación, a una pluma privilegiada que trazase la magna biografía del Príncipe de los Ingenios con motivo del tercer centenario de su muerte, próximo a cumplirse. Don Adolfo Rodríguez Jurado publicaba su discurso de recepción, leído el 11 de Febrero de 1914, en la Real Academia Sevillana de Buenas Letras, con el título de Proceso seguido a instancias de Tomás Gutiérrez contra la Cofradía y Hermandad de la Santa Iglesia Mayor de Sevilla (Sevilla, Gironés, 1914). Era un documento de los años 1593-1594, hallado por él en el Archivo del Palacio Arzobispal hispalense, con noticias, notas y especies inéditas

interesantísimas, no sólo por tratarse de un pleito incoado y proseguido por el íntimo amigo de CERVANTES, Tomás Gutiérrez, sino por la intervención directa que tuvo en tal litigio nuestro inmortal escritor con sus declaraciones de 4 de junio de 1593. [CI] El mismo año de 1914 don Francisco Rodríguez Marín sacaba a luz en Madrid su folleto Cervantes y la ciudad de Córdoba, estudio premiado en les juegos florales de la ciudad de los Califas, que aportaba nuevos y curiosos pormenores sobre los Cervantes cordobeses. Pero la gran investigación del eminente cervantista vino en Julio de aquel año, con la publicación de sus Nuevos documentos cervantinos. Alcanzaban la respetable cifra de 122 y constituían la mayor allegancia después de los Documentos, ya señalados, de Pérez Pastor. Comprenden desde el año 1488 hasta el de 1605, ambos inclusive. [CII] El Sr. RodríguezMarín dice en un breve prólogo: «Pasado el tercer centenario de la publicación del Quijote, pensé en escribir, para cuando llegase el de la muerte de su autor, una Vida de Miguel de Cervantes, en que, a lo sabido y bien averiguado hasta ahora, gracias especialmente a las luminosas [CIII] investigaciones de D. Cristóbal Pérez Pastor, se añadieran las noticias cervantinas que yo lograse hallar en mis visitas a los archivos de diversas regiones de España. Emprendí, en efecto, mi tarea, en la cual me auxiliaron generosamente algunos buenos amigos, y fruto de ella son [CIV] los ciento veintidós documentos que contiene el presente volumen. Deseaba conservarlos para estrenar en mi proyectada obra las muchas especies nuevas que en ellos hay; pero he tenido necesidad de renunciar a mi propósito: el no infundado temor de que se me adelanten dando a conocer [CV] algunos de estos documentos gentes que se andan a aprovecharse de la labor ajena, me ha obligado a no diferir su publicación, y aun a hacerla muy aprisa. Por esto son breves las notas; por esto será brevísimo el prólogo. De la importancia de muchos de los documentos allegados juzgara el discreto lector; no yo que los allegué. Limítome, por tanto, a decir que desde ahora se sabrá, con fehacientes pruebas, quiénes y de dónde fueron la abuela y los bisabuelos paternos de Cervantes, y se añadirá a su árbol genealógico alguna nueva rama ignorada hasta aquí, y se conocerán mucho mejor que antes las penosísimas andanzas del autor del Quijote en servicio de los proveedores de las galeras y armadas españolas. Asimismo, merced a otros documentos de esta colección, se verá a mejor luz que hasta hoy todo lo referente a la familia de doña Catalina de Palacios, mujer del incomparable ingenio alcalaíno». El autor terminaba dando las gracias a diferentes personas «por los documentos que para mí copiaron, y más señaladamente, por los que buscaron y hallaron con el noble y único propósito de enriquecer mi colección», y prometía no tardar demasiado «en dar un padre compañero al presente libro». No se realizaron, desgraciadamente, estas promesas, así como tampoco sus propósitos de escribir la biografía de CERVANTES. Sin embargo, incansable cervantista, todavía aportó algunos documentos nuevos e hizo [CVI] mucha luz en la vida y en la obra del genio, con diferentes publicaciones. Naturalmente, su labor no está exenta de errores y defectos. Exageró demasiado el indiscutible andalucismo de CERVANTES, y equivocó su genealogía; hizo de él, contra toda verdad, una figura hampona durante algún tiempo en Sevilla; prolongó su estancia en esta ciudad más de lo que sugerían los documentos e

inventó su prisión allí en 1602, con otras hipótesis infundadas. Empero estos deslices son nimiedades comparados con sus grandes aciertos, sus admirables hallazgos y el impulso que cobraron con él los estudios cervantinos, hasta su muerte, acaecida, con gran dolor de los doctos, en 1943. Así, es de perdonar, por ejemplo, en estos Nuevos documentos cervantinos, que precisamente los dos primeros nada tengan de cervantinos, pues el bachiller Rodrigo de Cervantes, que él imagina ser «en realidad de verdad, el abuelo del otro Rodrigo, padre de Miguel de Cervantes, y el bisabuelo, por tanto, del Príncipe de los ingenios españoles», apunta a persona distinta. Ni siquiera se trata de un homónimo, porque el bisabuelo del autor del Quijote se llamó Ruy Díaz de Cervantes. Defecto de la misma obra es que algunos documentos interesantes se transcriban sólo en extracto; y en ocasiones, y he aquí lo grave, se hallen mal leídos, según hemos comprobado con los originales delante (así, verbigracia, los núms. LX, LXIV y CXVI); todo ello seguramente no por impericia paleográfica del Sr. Rodríguez Marín, sino de las personas que le copiaron en Esquivias e Illescas tales documentos. Apellidos como Cuéllar (Quellar), o como Rui Dias de Torreblanca (núm. VI) se ven convertidos en Quelea y en Rui Dias de Castrollano, faltan palabras o están sustituidas por otras, etc. El mejor documento, de todo punto inestimable, es el XXXIV, suministrado por Narciso Alonso Cortés. Al año 1915 corresponde otro hallazgo interesantísimo: un artículo de Eugenio Mele, en que daba amplias noticias de las relaciones, por [CVII] él descubiertas, entre MIGUEL DE CERVANTES y el erudito poeta de Sicilia Antonio Veneciano, compañero de cautividad en Argel, con la publicación de doce octavas reales y una carta de nuestro alcalaíno al siciliano, y la respuesta de éste en un soneto. Ha sido el último descubrimiento de composiciones poéticas de CERVANTES; y la carta, la sola suya en prosa dirigida a un particular, excepción hecha de la ya conocida al arzobispo de Toledo. Poco después apareció un librito de José María de Ortega Morejón, dividido en dos secciones. En la primera trata de la comedia De la Soberana Virgen de Guadalupe, falsamente atribuida a CERVANTES; y en la segunda, publica parte del testimonio de un testamento inédito de doña Isabel de Saavedra. La obra, sin dejar de ofrecer interés, está llena de equivocaciones y fantasías. Cerró el año con una biografía compendiosa, bien escrita, aunque con varios yerros, de Manuel de Montoliu, y un estudio biográfico y crítico, muy interesante, a pesar de sus errores, de José de Armas y Cárdenas. Ya algunos meses antes, con objeto de preparar el tercer centenario de la muerte del Príncipe de los Ingenios, habían aparecido diferentes decretos y reales órdenes. Por uno de 23 de Abril de 1914 se creó la Junta y el Comité ejecutivo; por otro, de 9 de Marzo de 1915, las Juntas provinciales y locales, y por otro, de 29 de Mayo del mismo año, abriose concurso para la erección de un gran monumento en Madrid. Comenzó a cundir un entusiasmo enorme. Las Repúblicas hispanoamericanas se aprestaron a solemnizar dignamente el acontecimiento. De todas partes del mundo recibíanse cartas de personalidades asociándose a la celebración del centenario. Sevilla, Córdoba y Toledo

fueron las primeras capitales en tomar acuerdos y excitar a las fuerzas vivas de sus respectivas provincias. Secundaron las iniciativas de la junta la Diputación de la Grandeza, Universidades, Institutos, Escuelas de todo género y Asociaciones. Siguieron las Juntas provinciales [CVIII] y locales de la Coruña, Mirambel (Teruel), Santa Coloma de Farnés, Valladolid, Calamocha y Tafalla. E inmediatamente Alba de Tormes, Alcázar de San Juan, la Roda, Albacete, Almansa, Zaragoza, Bilbao, Alcalá de Henares, Ceuta, Almería, San Fernando, Ciudad Real, Alcira, Don Benito, [CIX] Corcubión, Riaza, Puerto de Cabra, Caspe, Ejea, Remosa, Brihuega, Coria Montoro, Castro del Río, Cabra, Bujalance, Montilla, Aguilar, Pozoblanco, Zamora, Béjar, Grazalema, Requena, Astudillo, Puerto de Santa María, Medina Sidonia, Cuéllar, Valdepeñas, Riaño, Berja... No iba a quedar rincón de España sin honrar a CERVANTES. Los españoles de Bogotá dirigían un mensaje a los colombianos, pidiendo puesto en los festejos. En seguida adhiriéronse la República Argentina, Bolivia, Cuba, Colombia, Chile, Guatemala, Honduras, Uruguay y Venezuela. Por Real Orden de 27 de julio de 1915 se organizaba la Exposición artística internacional de CERVANTES y establecíanse numerosos concursos. El 5 de Octubre inaugurose la Exposición de anteproyectos del monumento. Se presentaron 53 y fueron premiados tres, eligiéndose luego, para ser levantado en la plaza de España, el de Coullaut Valera, escultor, y Martínez Zapatero, arquitecto, aunque gustó más el de los Sres. Teodoro de Anasagasti, arquitecto, y Mateo Inurria, escultor. Aparejáronse infinitos festejos, y, en fin, por otra Real Orden, de 13 de Noviembre, quedó organizado el gran homenaje nacional.

Monumento erigido a CERVANTES en Madrid, en la Plaza de España, obra del arquitecto Rafael Martínez Zapatero y del escultor Lorenzo Coullaut Valera. (Premiado en el concurso de 1915.) [CVIII]

La República Argentina coronando a CERVANTES. Homenaje de la ciudad de Paraná en 1916. (Medalla de bronce, grabada por Horta.) Cuando todo estaba dispuesto y se habían multiplicado las Juntas y las adhesiones, he aquí, de la noche a la mañana, entre la estupefacción y asombro del mundo, que el Gobierno español, presidido por el conde de Romanones, aplazó sine die (y sine nocte) la celebración del centenario, a pretexto de la guerra europea, dos años ya encendida. «Y doloroso es decirlo (escribe un bibliógrafo): mientras que España, patria de CERVANTES y nación neutral, dejaba de celebrar el tercer centenario de la muerte del autor del Quijote, las naciones que tomaban parte en la guerra rendían en esa fecha (1916) su caluroso tributo a la memoria del Príncipe de los Ingenios españoles». Efectivamente, en tanto aquí se aplazaba hasta la erección del monumento, en un parque de Nueva York alzábase uno en honra del autor del Quijote, costeado por los señores don Juan C. Cebrián y don E. J. Molera, obra del escultor J. J. Mora; y las ciudades argentinas de Buenos Aires y Paraná acuñaban medallas.

La suspensión indefinida del centenario enfrió y quitó el gusto a los escritores e investigadores que preparaban trabajos. Con todo, lleváronse [CX] a efecto algunos actos conmemorativos y diversas publicaciones. La mejor aportación fueron los Casos cervantinos que tocan a Valladolid, de Narciso Alonso Cortés. Todo es aquí digno de alabar, nuevo y trascendente: la doctrina, cierta y segura, y la erudición, de primera mano. Y todo revive, como si estuviéramos viéndolo, bajo la pluma docta y magistral de Alonso Cortés. Es un arsenal de noticias inéditas, que culminan en el delicado pleito de doña María de Cervantes con don Martín de Mendoza. El autor prestó un gran servicio a la biografía de nuestro genio con este incomparable estudio, que no detallamos, por verse ampliamente citado en varios lugares de la obra presente.

Medalla con el busto de CERVANTES, un pasaje del Quijote y firma y rúbrica del autor, acuñada en Buenos Aires en 1916. De metal blanco.

Don Adolfo Rodríguez Jurado, que dos años atrás, como hemos visto, dio a conocer su tan interesante Proceso, aportó también al centenario un precioso pormenor inédito de la vida de CERVANTES en Sevilla. Contemplamos al autor, en días que los biógrafos le presentan roto, pobre y desvalido, asistir, con las personas más calificadas de la ciudad del Betis, a una subasta de libros y adquirir, a precio elevado, algunos de ellos. Publicáronse asimismo cuatro biografías, aunque sin revelar nada nuevo: [CXI] una de Luis Ricardo Fors, otra de Pinochet Le-Brun, otra de Cejador y otra de Santos Oliver. Ésta, sin embargo, intitulada Vida y semblanza de Cervantes, merece unos renglones. No es ciertamente una obra documental, monumental ni erudita. No pasa de 367 páginas. Trátase más bien de una semblanza que de una biografía, con varios yerros de las precedentes, aunque rectifica algunos y aclara otros, por hallarse inspirada en la documentación descubierta por Pérez Pastor, Rodríguez Marín y Alonso Cortés. Lástima que todavía tenga a don Martín de Mendoza por hijo de doña María Ruiz de Leguízamo; que crea suposición sin fundamento la estancia de MIGUEL en Córdoba; que establezca a Andrés de Cervantes en Sevilla y que equivoque muchos sucesos. Y más lamentable aún que llame «filistea» a la virtuosa doña Catalina de Palacios y Salazar. Recoge igualmente una leyenda absurda, propalada por Navarro y Ledesma, situando a CERVANTES frente a la reja en que Lope habla con Elena Ossorio, a la que cree actriz. En fin, si a la vista de la documentación hasta entonces hallada pudo rectificar algunos errores, engendró otros y se dejó llevar de la fantasía. Fuera de estos defectos, la obra está escrita con primor, viveza y colorido; la narración es animada, y en toda ella campea mucho amor por CERVANTES, si bien envuelto a veces en un tufillo de «iberismo» que nos disgusta. En Abril de aquel año don Emilio Cotarelo resumía en un folleto lo investigado últimamente, y decía: «Quedan sin esclarecer los mismos puntos importantes y obscuros en la vida del gran escritor que había en 1905». Hacía un llamamiento a los jóvenes investigadores, para colmar «las grandes lagunas», y señalaba los rumbos y caminos en que, a su parecer, podían hallarse las «perdidas huellas de Cervantes». Seis principales puntos obscuros señalaba (aunque existían muchos más, sin contar los equivocados y embrollados), a saber: 1.º «Dónde y cuándo se formo o desenvolvió su entendimiento y

dónde y qué grados de instrucción hubo de recibir antes de comenzar sus malas andanzas y asendereada vida». 2.º «Cuándo sentó Cervantes plaza de soldado». 3.º, que llamaba período el más borroso e inseguro: «Comisiones breves y especiales a nuestros dominios africanos, servicio militar en Portugal e Islas Terceras, desengaños [CXII] granjeados en esta carrera, abandono de ella y vuelta a la Corte, resuelta dedicación a las letras, amores con Ana Franca [él, erróneamente, lee Francisca] de Rojas y nacimiento de su hija Isabel, casamiento con doña Catalina de Salazar, publicación de La Galatea y representación de sus primeras comedias». 4.º que calificaba de «período más obscuro, y en el que, sin embargo, más necesaria era la luz». Referíase al que corre desde 1600 a 1604, y escribía: «Desde Mayo de 1600 a 20 de Septiembre de 1604, fecha del real privilegio para estampar el Quijote, nada sabemos de Cervantes». 5.º «Sus relaciones con Lope de Vega». 6.º «Punto obscuro y aun obscurísimo: quién fuese el licenciado Alonso Fernández de Avellaneda».

Monumento a CERVANTES en Valencia, obra de Mariano Benlliure, erigido en 1922. El Sr. Cotarelo va contestando a estos seis puntos guiado del sólo ejercicio de la lógica, a veces con juicio atinado, a veces con erróneo; pero como no logró descubrir ningún documento cervantino, procedió en el vacío y sus conjeturas y fantasías no esclarecieron nada. Todo quedó en el estado precedente; es decir, en el de las aportaciones hasta 1916 inclusive, no, como escribe, en el de 1905, pues ya hemos visto los muchos e interesantes descubrimientos en aquellos once años. Los puntos obscuros, aún numerosos, iban, pues, e irían, naturalmente, reduciéndose. Incluso su punto 2.º, que él embrollaba, estaba completamente dilucidado. Así, prosiguiendo la investigación, don Francisco Martínez y Martínez hallaba al año siguiente en el Archivo General del Reino de Valencia [CXIII] un curioso documento, según el cual CERVANTES nombró procurador suyo a Melchor Valenciano de Mendiolaza, jurado de aquella ciudad en 1609, para que allí se imprimiera el Quijote. Cinco años después, en 1922, la misma ciudad del Turia erigía una estatua a CERVANTES, obra del escultor Mariano Benlliure (1862-1947). Su busto se alza sostenido por un caballero (¿Don Quijote?) sobre un pequeño montón de libros, entre los que descuella el Orlando furioso de Ludovico Ariosto. Poco antes recogíanse los frutos de las últimas investigaciones en dos biografías doctas, extensas y bien trabajadas, bastante limpias de yerros, a saber: Miguel de Cervantes Saavedra, por el escritor finés doctor V. Tarkiainen, profesor de literatura de la Universidad de Helsingfors, y Cervantes, por Rodolfo Schevill, profesor de español de la Universidad de California. Ninguna revela, ciertamente, hechos nuevos; pero contienen juicios agudos sobre el autor y sus obras. En la primera se estudia con espaciosidad la época literaria de CERVANTES y se expone lo mejor que acerca de él han dicho los biógrafos y comentaristas de España. En la segunda expúrgase de varias leyendas la vida del Manco inmortal, se examina toda su producción y se le relaciona con la cultura del Renacimiento. Una y otra supieron aprovechar la riqueza de las más recientes aportaciones. Y aún quedaba mucho a la investigación. Porque en 1923 el doctísimo cervantista, ilustre historiador y gran paleógrafo, don José de la Torre y del Cerro, sacaba a luz un

volumen de documentos cervantinos inéditos, digno par de los publicados por Pérez Pastor y Rodríguez Marín. El Sr. de la Torre, en un breve preámbulo, decía que a principios del verano [CXIV] de 1911, su hermano Antonio y él emprendieron en el Archivo de Protocolos una investigación sobre Beatriz Enríquez de Harana y el padre de su hijo Fernando, Cristóbal Colón. Y agrega: «Entonces encontramos los documentos más antiguos que se conocen de los Cervantes cordobeses, entre ellos dos del bachiller Rodrigo de Cervantes, bisabuelo de Miguel de Cervantes Saavedra. A los pocos meses, por el de Octubre, se presentó en Córdoba D. Francisco Rodríguez Marín, al que hube de acompañar en sus pesquisas cervantinas durante los escasos días que pudo dedicar a ellas en esta población; y al marcharse, quedé en el encargo de continuarlas y de remitirle copia de cuantos documentos encontrase referentes a la familia de Cervantes. Así lo hice, cumpliendo el compromiso contraído; y fruto de la investigación practicada durante cuatro años han sido su estudio Cervantes y la ciudad de Córdoba y la colección Nuevos documentos cervantinos hasta ahora inéditos, publicada en 1914, en la cual se incluyen cincuenta cordobeses, que con cinco más insertos en el «Boletín de la Real Academia Española» suman cincuenta y cinco. Aún se conservaban inéditos treinta y cinco, en los cuales hay noticias genealógicas y biográficas que amplían las publicadas. Ahora se dan a conocer, pues corrían el peligro de permanecer olvidados, quizá para siempre». [CXV] La aportación era muy valiosa, como reconocía, en una bella semblanza del gran investigador, el cultísimo cronista don José María Rey; pero más valiosa aún fue, dos años adelante, la inserta en sus Cinco documentos cervantinos, que rectificaban algunas especies precedentes y establecían de una manera irrefutable la verdadera línea genealógica del autor del Quijote, perseguida hasta entonces sin fruto por todos los biógrafos. [CXVI] Estos Cinco documentos, además, abrían amplias perspectivas a la sospecha (confirmada después, como veremos en la obra presente) de la estancia de CERVANTES, durante su niñez, en Córdoba, presentida ya, sagazmente, por el mismo Sr. de la Torre en su libro anterior, y descubierta luego por él en uno de los numerosísimos documentos que su cordial amistad nos ha cedido, usando con nosotros de la misma gentileza que con D. Francisco Rodríguez Marín.

Monumento a CERVANTES en Ciudad Real, por don Felipe García Coronado. (Inaugurado el 17 de Abril de 1927.)

Refiriéndose a los primeros, escribe el autor: «establecen de una manera firme y fidedigna, como basada en instrumentos notariales, y de una vez para siempre, cuál fue la verdadera ascendencia de Miguel de Cervantes Saavedra por su línea paterna». Y a tenor de ellos, concluye trazando su árbol genealógico. El mismo año 1925 otro gran investigador y también buen amigo nuestro, el ya citado don Manuel Serrano y Sanz, daba a conocer importantes noticias sobre el abuelo paterno de CERVANTES, que amplió al año siguiente. Y en 1927 Narciso Alonso [CXVII] Cortés, asimismo excelente amigo, una vez más allegaba nuevos datos acerca de los Cervantes de Alcalá.

Este año la Mancha erigía en Ciudad Real un monumento al autor del Quijote. La última aportación de documentos realizose en 1929, con la publicación, por don Verardo García Rey, de otro volumen interesante, igualmente compañero de los de Pérez Pastor, Rodríguez Marín, de la Torre y Alonso Cortés. Como estos investigadores, el Sr. García Rey acudía también a la fuente preciosa de los archivos de protocolos, concretamente al de la ciudad de Toledo, a la sazón sin explorar en lo atinente a CERVANTES. Sus rebuscas fueron tan provechosas, que logró descubrir cincuenta y tres documentos, algunos de mucha importancia, como el número [CXVIII] XXVI, y otros que esclarecían bastantes puntos relativos a la familia de nuestro Manco inmortal. Desgraciadamente, el ilustre profesor Sr. García Rey dejaba algo que desear como paleógrafo, y varios documentos están mal leídos y le hacen caer en equivocaciones de texto y notas, como se verá [CXIX] cuando hayan de aducirse. Hemos comprobado estos yertos de lectura a la vista de los mismos originales, donde se salta no sólo palabras, o las sustituye, sino párrafos, que le inducen a interpretaciones torcidas. El mejor documento de la colección, o sea el citado núm. XXVI, es prueba palpable, según se advertirá en nuestra reproducción fotográfica. A estos yerros de lectura se debe que haga profesar a doña Catalina de Vozmediano en el monasterio de Santa Úrsula de Toledo. Otras veces, en fin, testigo el documento XXXIV, hállase con nombres del relieve de Andrés Núñez de Madrid, y, por desconocer su personalidad, elude la anotación, cuando bien la mereciera quien, siendo cura de la iglesia parroquial de Santo Tomé de Toledo, encargó al Greco el célebre cuadro del «Entierro del Conde de Orgaz», en el que figura como sacerdote oficiante. Mas, con todo, fáciles de enmienda sus deslices, la aportación del Sr. García Rey fue valiosísima. En el prólogo, de Agustín G. de Amezúa, se subraya justamente la importancia de los archivos de protocolos como fuente documental para nuestra historia artística, social y literaria y hácese el elogio de la numerosa colección de escrituras del nuevo libro y de su autor, «con las cuales (dice), además de fijarse de modo indubitable estancias desconocidas de Miguel de Cervantes en la imperial ciudad, logra reconstituir por entero [a veces lo embrolla] el linaje familiar de doña Catalina Salazar de los Palacios [sic], la enigmática [?] esposa de aquél, con datos e ilustraciones que habrán de ser tenidos muy en cuenta el día en que surja el biógrafo genial del egregio alcalaíno». Pero el biógrafo genial no surgía; porque los biógrafos, sobre no investigar, procedían a espaldas de la documentación, cuando no la ignoraban, atenidos a la narración fácil de tipo novelesco; y así, era esperanza muerta pretender que se saliesen del camino trillado. Al cabo de un siglo de felicísimos descubrimientos y profundos estudios sobre CERVANTES, aún [CXX] era la mejor biografía, con todos sus errores y estructura arcaica, la de Fernández de Navarrete. Fuera perder el tiempo enumerar la caterva de relatos, conjeturas sobre el supuesto «Fernández de Avellaneda» y semblanzas biográficas que se han sucedido últimamente sin recoger lo investigado ni añadir nada nuevo a la vida de nuestro autor, antes atiborrándola de fantasías. Dos obras, sin embargo, por su tino y buen juicio, merecen toda estimación, a saber: la Vida y desventuras de Miguel de Cervantes (Barcelona, 1933), del ilustre escritor Mariano Tomás, encantadora narración de lindísima prosa, llena de color y de resonancias poéticas,

traducida pronto al francés, y los Itinerarios y parajes cervantinos (Ciudad Real, 1936), de Edgardo Agostini, investigación y estudio certeros, originales y enjundiosos, de la ruta de MIGUEL en sus viajes de la Mancha a Andalucía, trayecto tan ligado al Quijote y a algunas de las Novelas ejemplares. Agreguemos todavía la postrera allegancia de Alonso Cortés, quien ha descubierto (Miscelánea Vallisoletana, séptima serie, Valladolid, 1944) la personalidad del «buen cristiano Mahudes», el del Coloquio de los Perros, aquel que salía por la noche con los hermanos de la capacha a recoger limosna por las calles de Valladolid y que daba nombre a los dos famosos canes Cipión y Berganza. Y también cabe señalar, por docto y bien trabajado, aunque sin novedades, el Cervantes (1947) del profesor Aubrey F. G. Bell. Otras narraciones se excusan por su carácter novelado, su ausencia de datos nuevos o su poca importancia. Últimamente también se ha acrecentado la iconografía cervantesca. El 10 de octubre de 1943, el marqués de Casa Torres comunicaba a la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando la noticia de parecerle haber tenido la fortuna de hallar, entre los muchos cuadros de su riquísima colección, un nuevo retrato de CERVANTES, que, según todas las probabilidades y a su juicio, pudiera muy bien ser «el original pintado por el famoso don Juan de Jáuregui, considerado perdido». Como en otro libro nuestro hemos tratado extensamente de esta cuestión, a él nos remitimos, [CXXI] pues nada de monta tenemos que añadir ni rectificar. Han pasado más de cuatro años desde la comunicación del marqués de Casa Torres a la referida Academia, y no se ha promovido discusión alguna. El lienzo acéptase unánimemente como verdadera joya artística. Es de escuela española, data de los primeros años del siglo XVII, no tiene el menor barrido, repinte, restauración ni corrección, y la figura que representa, busto de hombre de unos sesenta y cinco años de edad, mirada penetrante y expresión de inteligencia sobresaliente, coincide en todo y por todo con el conocido retrato que de sí traza CERVANTES en el prólogo de sus Novelas ejemplares. Ahora, esta effigies, ¿es la verdaderamente genuina del Manco inmortal, o se trata de una persona muy parecida? He aquí el problema. Si fuera CERVANTES, el retrato pertenecería, sin discusión, a Jáuregui, pintado en Madrid en 1612 o principios de 1613. Pero ¿era capaz Jáuregui de llevar a cabo una obra tan bella? Esto apenas ofrece dificultad, pues los contemporáneos elogian sus pinturas y dibujos. La dificultad estriba (el cuadro no ostenta firma ni inscripción alguna) en que no se conocen obras pictóricas identificadas como de él para adjudicarle un estilo. Así, tengo por temerario afirmar, a tenor del estado actual del asunto, que la figura del cuadro representa, indubitablemente, a CERVANTES, pintado por Jáuregui. Podría ser otro el pintor y otro el retratado, Se preguntará: ¿Quiénes? Problema no menos difícil. Aut Cervantes, aut diabolus!, dirá alguno. Con todo, tratándose de materia tan delicada y ardua como la presente, es bueno refrenar la fantasía y dar el lienzo de la colección Casa [CXXIII] Torres sólo como obra probable de Jáuregui, o como supuesto o presunto retrato de CERVANTES atribuido a Jáuregui. Más vale pecar por carta de menos. Porque, según notamos en páginas anteriores, la frase de MIGUEL a su amigo, de que le diera su retrato el famoso don Juan de Xaurigui», admite dos sentidos: «se lo diera, porque existe ya», y «se lo diera, porque está pronto a hacerlo»; y, aunque yo me inclino a la primera acepción, no consta por testimonio claro e irrefutable si lo hizo o no realmente, ni si fue un cuadro o sólo un dibujo, que era lo que necesitaba CERVANTES

para las Novelas. Empero, de todas suertes, el lienzo de Casa Torres, así por su valor artístico notorio como por corresponder su figura al autorretrato del insigne alcalaíno, será siempre admirado, digno de CERVANTES y digno de Jáuregui, y desde luego preferible a la tabla sin mérito alguno, barrida, repintada y contrahecha de la Real Academia Española.

Medalla de oro, de plata y de bronce, acuñada en Bilbao por la Junta de Cultura de Vizcaya, con motivo del Cuarto centenario del nacimiento de CERVANTES (1947). [CXXI]

MIGUEL DE CERVANTES. -Escultura por Juan Cristóbal. [CXXII] El postrer busto en mármol de nuestro autor es el debido al robusto cincel de Juan Cristóbal; la más reciente estatua, la erigida hace dos años en la ciudad de Méjico, y las últimas medallas, la acuñada en Amsterdam (1947) y la efectuada en Bilbao por la junta de Cultura de Vizcaya. Queda expuesto detalladamente cómo ha ido haciéndose poco a poco la luz en el conocimiento de la vida de CERVANTES y lo que ha correspondido, así en hallazgo de documentos como en obras, a cada biógrafo e investigador: historia crítica difícil, no realizada hasta ahora, por lo disperso de la materia y lo erróneo e incompleto de las bibliografías. Hubiéramos podido extendernos más en las noticias de varios personajes, especialmente de los primeros biógrafos cervantinos, alguno de los cuales, como el militar, y antes clerc defroqué, don Vicente de los Ríos, nacido fuera de matrimonio, tiene una historia peregrina, sobre todo por sus ascendientes; pero habría sido salirnos del objeto propio del presente Proemio. Al acometer nosotros esta Vida documental del Príncipe de los Ingenios españoles, faltaba aún mucho por investigar y no poco que rectificar. La enorme documentación descubierta no lograba, sin embargo, llenar ni esclarecer las grandes lagunas y puntos obscuros desde antiguo rebeldes. [CXXIV] Los embrollos, las hipótesis, los datos inciertos, abundaban. Fantaseábase. Años enteros no se sabía de la existencia de nuestro autor. Su niñez permanecía en el misterio. De los años inmediatos a la génesis del Quijote, desde 2 de Mayo de 1600 a 26 de Septiembre de 1604 ignorábase todo. Era la crux cervantina más infranqueable. Leyendas, falsas prisiones, adversidades en la Mancha... Estos y otros períodos de la vida de MIGUEL quedarán ahora dilucidados. Conoceremos hasta la casa en que nació, que se conserva perfectamente. Desaparece la leyenda del CERVANTES hampón y astroso, tan del gusto de los románticos. Aparece la fisonomía del hombre distinguido, docto y agudo, que imprime a todas las cosas un aire de gracia, simpático y valeroso, recto, firme, cabal y honrado, cuya vida vale tanto como su obra. Perseguido por la mala suerte, por la justicia y por la injusticia, por la envidia y por la incomprensión; pero siempre entero, en quien no hacen mella los golpes de la fortuna. Un hombre, en fin, o todo un hombre, o más bien un superhombre, que vive y muere abrazando a la Humanidad.

A través de la ingente cantidad de documentos desconocidos que aportamos, no sólo se ve su figura a nueva luz, sino también la de otros escritores del tiempo, con él relacionados, que contribuyen a esclarecerla. El conocimiento mismo de su obra adquiere contornos y perfiles más radiantes. A la par de ella, se estudia el fondo del siglo, los usos, las costumbres, todo el movimiento, en una expresión, literario, político, social, guerrero, económico y religioso de entonces. Cuando comenzamos nuestra labor, atravesábanse días difíciles en España, agravados por tantas convulsiones políticas de veinte años a esta parte: cambios de gobierno y de régimen, revoluciones y, como triste secuencia, la desoladora guerra civil, cataclismos que repercuten siempre en el campo de la investigación con la pérdida de libros y papeles. A la entrada y aun a promedios del siglo pasado, todavía era factible el examen de muchos archivos, y hay que culpar a aquellos cervantistas por su negligencia en no verificarlo. Sin protesta alguna desaparecieron en Madrid los legajos de causas criminales de la Sala de Alcaldes de Casa y Corte, vendidos, bajo Fernando VII, a un polvorista de Alcalá de Henares para hacer cohetes. El importante archivo de la Real Audiencia sevillana vendiose también, a pretexto de que tenía polilla, a unos fabricantes de cartón. Al iniciar nuestras investigaciones en Compluto, el archivo del Ayuntamiento estaba saqueado. Dan principio las actas el lunes, 23 de Noviembre de 1551; siguen hasta 1555; faltan las del 56 al 79; existen sólo los meses de Julio a Diciembre de 1580 y varias de 1581; extraviáronse las de 1582 y 83; están las del 84 al 86; no constan las del 87 al 91, y se conservan completas, por fortuna (fortuna que no sirve para nada relacionado [CXXV] con CERVANTES), todas las que llegan de 1592 a nuestros días. El archivo de Protocolos, entonces en la Cárcel, se hallaba, en cambio, entero. Como lo que más nos interesaba a la sazón era dilucidar la niñez de CERVANTES, buscamos las huellas de su padre Rodrigo desde 1552 a 1562. Inútilmente. Ni una sola escritura otorgada por él. Tampoco había hallado nada Pérez Pastor, que invirtió algunas temporadas en la misma rebusca. De aquí saqué la firme certeza de que la niñez y mocedad de CERVANTES, a partir de los cuatro años, no habían tenido asiento en Compluto. En consecuencia, suspendí la investigación. Tiempo habría de reanudarla. Cuando apareció en el archivo de Protocolos de Córdoba el poder del licenciado Juan de Cervantes, autorizando en 10 de Enero de 1551 a su hija doña María a vender la casa de Alcalá, era ya tarde para encontrar la escritura de venta. El archivo alcalaíno, trasladado en el ínterin desde la Cárcel al Palacio Arzobispal, había sido pasto de las llamas, por explosión de materias inflamables, junto con aquella joya arquitectónica y el Archivo Central, el 11 de Agosto de 1939. Y no eran éstas (dolor cuesta referirlo) las solas pérdidas de Alcalá. En 1936, los revolucionarios incendiaron y destruyeron, entre otros templos, la Colegiata y la iglesia de Santa María, donde estaba la pila bautismal de CERVANTES. Despedazaron tan venerable reliquia, picáronla y redujéronla a grava para la carretera. Cuando en 1940 volvimos a la ciudad mártir, sólo pudimos ya investigar en el archivo del Hospital de Nuestra Señora de la Misericordia (vulgo de Antezana), también, por cierto, algo saqueado en el siglo XIX, y en escrituras de particulares.

La guerra civil fue asimismo causa de la desaparición de otros archivos y papeles, cuya enumeración haría larga esta reseña. Entre los extravíos más valiosos figura el libro primero de bautizados de la iglesia parroquial de Esquivias. A la verdad, ya en la centuria precedente, las pérdidas y sustraciones habían sido incontables en todos los archivos, incluso en el General de Simancas; y en los de Protocolos llegó al extremo, de ser impíamente desglosadas piezas sueltas para hacer de las mismas objeto de punible tráfico. En resumen, a pesar de esta deshecha borrasca de desapariciones, virtute duce comite fortuna, hemos hallado tantos documentos cervantinos, que no dejaron de producirnos inquietud, al sucederse en demasía, pues amenazaban con ahogar lo más interesante de la narración. Han surgido a veces cuando menos se esperaba, porque los documentos se presentan a menudo cuando ellos quieren, y no siempre que se los busca. Sin el auxilio de la Fortuna, un investigador puede perder las narices husmeando papeles y no encontrar ninguno de los que va persiguiendo. Los primeros materiales comenzaron ya a ofrecerse al tiempo que preparaba mi edición de Obras completas de don Francisco de Quevedo, por [CXXVI] los años de 1928 a 1932; pero no me puse todavía a redactar. Eran aún grandes las lagunas en la vida de CERVANTES, y yo pretendía, a ser posible, reducir a cero, o a lo menos en buena parte, sus puntos obscuros. Anticipé entonces otros libros y proseguí la investigación, por cierto, con mucha suerte. Sobrevenida la guerra civil, casi todo quedó en suspenso. Después, ya en avance mi labor, sólo tuvo dos interrupciones. Ante la proximidad del centenario de Quevedo, fue preciso escribir, para 1945, la biografía de éste, y en seguida, como homenaje a la ciudad de Córdoba, la Vida genial y trágica de Séneca. Trabajos difíciles, sin duda; pero que pude llevar a término cómodamente, porque nuestra VIDA EJEMPLAR Y HEROICA DE MIGUEL DE CERVANTES SAAVEDRA hallábase muy adelantada en lo más delicado. La obra, como juzgará el lector, va impresa a todo lujo. Se compone de siete grandes volúmenes. Los grabados alcanzan la cifra de más de dos mil, la mayoría de ellos de la misma época, muchos a toda plana, otros plegables, otros en colores, facsímiles, retratos, planos, etc. Los documentos se transcriben con absoluto rigor paleográfico; los inéditos y más importantes, fotográficamente, con su lectura exacta al pie de las notas; otros, que podrían embarazar la narración, agrúpanse en extensos apéndices, para mayor armonía, al fin del último tomo. Los letras capitulares y los remates se han tomado de códices preciosos de los siglos XII, XIII, XIV, XV y XVI. Recógense dibujos de Jorge Hoefnagle, y otros, de las distintas ediciones del libro de Jorge Braun y Francisco Hogenberg, Civitates Orbis Terrarum, especialmente de la de Colonia, 1593; acuarelas de Pier María Baldi, con destino a la Relazione del Viaggio di Spagna (1668-1669), e infinidad de grabados de los siglos XVI y XVII, cuya procedencia se indica siempre. Para la selección de esta parte ilustrativa, se han registrado millares de fichas del gabinete de Estampas de la Biblioteca Nacional de Madrid. Otras reproducciones fotográficas provienen de la de París, y otras, de bibliotecas italianas, alemanas, austríacas, belgas e inglesas. Las fotografías españolas están realizadas expresamente, por artistas especializados, en las diversas localidades.

Hemos querido, en resolución, hacer una obra digna del genio por excelencia de nuestra estirpe, cuyo idioma, llamado hoy de CERVANTES, es lengua de tantos millones de almas extendidos por todo el Universo. Una empresa de tal magnitud, que suponía un esfuerzo editorial extraordinario, hubiera sido imposible sin el entusiasmo y concurso de un hombre singular. He nombrado a mi editor y gran amigo Rafael Martínez Reus, director del Instituto Editorial Reus. Tan pronto como le planteé el asunto, no vaciló un instante en arriesgar su fortuna en una obra que redundase [CXXVII] en honor de España. Espíritu patriótico y emprendedor, del corte de Rivadeneyra, a quien tanto deben las letras españolas del siglo XIX, ninguna limitación ha puesto a mis indicaciones. Todo esfuerzo para la mayor gloria de CERVANTES y España lo ha acogido con fervor. Bien merece, pues, este elogio, a riesgo de ofender su modestia. También quiero dedicar aquí un cariñoso recuerdo a mi cordial y difunto amigo don José Ruiz-Castillo, el primero en alentarme a escribir la presente biografía. No he de cerrar el Proemio sin rendir un tributo de gratitud a las prestigiosas personalidades que me han favorecido con su ayuda, con su consejo y con sus sabias advertencias, amigos fieles y queridísimos compañeros, con quienes hemos contraído una deuda inolvidable: el ilustre don Francisco de Borja San Román, director del Museo Arqueológico y del Archivo de Protocolos de Toledo, arrebatado a la vida cuando más se esperaba de sus excepcionales dotes, que me permitió bucear a mi entera satisfacción en los ricos fondos de su custodia; el eminente investigador, historiador y paleógrafo don José de la Torre y del Cerro, quien me cedió, con generosidad sin límites, todos los documentos cervantinos cordobeses que su extraordinario talento y diligencia allegara, y que por mí no ha dejado un instante de revolver el Archivo de Protocolos de Córdoba, con felicísimos resultados; los doctísimos investigadores y escritores de Sevilla don Cristóbal Bermúdez Plata, director del Archivo de Indias; don Manuel Justiniano, director de la sección de publicaciones y Archivo de la Diputación provincial; director del Archivo Municipal, y don José Salvador Gallardo, presidente del Ateneo; el insigne cervantista y alto poeta don Narciso Alonso Cortés, a quien debo interesantes noticias, papeletas y documentos de alto valor del Archivo de la Real Chancillería de Valladolid; el ilustre director del Archivo general de Simancas, don Ricardo Magdaleno, y cultísimo personal a sus órdenes: don Filemón Arribas y señorita Asunción Mendoza Lasalle, que a mis instancias buscaron y me proporcionaron cuantos papeles de aquella mina inagotable hube menester; los señores don Francisco Lupiánez y don José Pinilla, expertos y eruditos bibliotecarios, por las facilidades otorgadas en el Archivo de Procolos de Madrid; el eximio escritor y amigo predilecto don José Félix Huerta, alcalde que fue de Alcalá de Henares, y don Manuel Aragón Merino, por lo mucho y bien que me auxiliaron en el Archivo del Hospital de Antezana, en la rebusca de escrituras particulares y en la allegación de papeles y pormenores de aquella ciudad; don Pablo Arias Alcocer, virtuoso y ejemplar cura de Esquivias, el alcalde don Antonio Ballesteros, y los hermanos don José María y don Juan Antonio Brabo Urízar, que pusieron a mi disposición el archivo parroquial, sus casas y sus personas; don Antonio Peña López, venerado sacerdote [CXXVIII] y profesor del Instituto de Cabra, por hacerme asequible el Archivo de Protocolos egabrense; el preclaro bibliógrafo de Barcelona don Juan Sedó Peris-Mencheta, cuyos incomparables fondos cervantinos me fueron franqueados noblemente; el egregio pintor Manuel Benedito y los esclarecidos escritores Felipe Sassone, Esteban Calle Iturrino, Joaquín Zuazagoitia, Pedro Mourlane Michelena y Antonio Rodríguez-Moñino, por sus favorecimientos; don Antonio S. de Larragoiti, gran poeta y

prócer hidalgo, quien me agenció de la Biblioteca Nacional de París documentos y copias fotográficas; la distinguida señorita Elena Lázaro, archivera del Ayuntamiento de Cuenca, que buscó y halló, por indicación mía, varias escrituras en el archivo Municipal y en el de Protocolos; don Nicolás Fernández Vitorio, dignísimo vicedirector de la Biblioteca Nacional, por las atenciones que él y los doctos archiveros y bibliotecarios de ella, señores don Eduardo Ponce de León y don Justo García Morales tuvieron para conmigo. Debo también noticias, fotografías, copias y datos a los ilustres escritores señores don Francisco Layna Serrano, don Ramón Ledesma Miranda, RR. PP. Fray Ángel Custodio Vega y Fray Miguel de la Pinta Llorente, del Monasterio y Biblioteca de El Escorial; don Ildefonso Romero García, canónigo de la Santa Iglesia Prioral de Ciudad Real; don Javier de Ibarra, don Edgardo Agostini y don Ángel Cruz Rueda; así como a don Julio Larrañaga, don Jesús Merchante, don José Domínguez, don Cesáreo Olivares, don José de Arriaga, don Evaristo Martín y don Eutiquio González. A otras muchas personas, de diferentes archivos, que harían esta lista sumamente dilatada, debo igualmente agradecimiento por sus delicadezas y servicios prestados. A todos, incluidos y no incluidos, gracias desde lo íntimo de mi corazón. Y también debo dárselas, finalmente, a mi hijo mayor, Luis Astrana Martín, que me acompañó en mis viajes de investigación por España, dibujó planos, sacó facsímiles y me ayudó en la corrección de pruebas.

[CXXIX] Bibliografías ANTONIO, NICOLÁS. -Bibliotheca Hispana Nova. (Roma, 1672-1679, vol. II.) ASENSIO, JOSÉ MARÍA. -Catálogo de algunos libros, folletos y artículos sueltos referentes a la vida y a las obras de Miguel de Cervantes Saavedra... (Sevilla, 1872.) ___Catálogo de la Biblioteca Cervantina de D. José María Asensio, vecino de Sevilla. (Valencia, 1883.) ASHBEE, HENRY SPENCER. -An Iconography of Don Quixote, 1605-1895. (London, 1895.) BARDON. -«Don Quichotte» en France au XVII.e et au XVIII.e siècle. 1605-1815... (París, 1931.) BARRERA. -Catálogo bibliográfico y biográfico del Teatro antiguo español... (Madrid, 1860.) BARTRINA. -Bibliografía cervantina... (Barcelona, 1876.)

BECKER. -Die Aufnahme des Don Quijote in die englische Literatur... (Berlín, 1906.) BERTRAND. -Cervantes et le Romantisme allemand. (París, 1914.) BRIMEUR. -Supplement français a la Bibliographie de Rius... (Nueva York-París, 1906.) CASTRO E ALMEIDA. -A exposiçao Cervantina da Bibliotheca Nacional de Lisboa... Seguida do respectivo Catalogo. (Lisboa, 1908.) CATÁLEG de la Col.lecció Cervàntica formada per don Isidro Bonsoms i Sicart... (Barcelona, 1916-1925.) CATÁLOGO de la Exposición cervantina en la Biblioteca Nacional. (Madrid, 1946.) CATÁLOGO de la Biblioteca de Salvá. (Valencia, 1872.) CATÁLOGO de una colección de libros cervantinos, reunida por Gabriel Molina. (Madrid, 1916.) CATÁLOGO de una colección de libros cervantinos que se venden en la Librería de la Viuda de Rico. (Madrid, 1905.) CATALOGUE Général des livres imprimés de la Bibliothèque Nationale. (París, 1906, volumen XXV.) CROOKS. -The influence of Cervantes in France. (Baltimore, 1931.) DORER. -Die Cervantes-Literatur in Deutschland. (Zurich, 1877.) ___Nachträge und Berichtigungen zur Cervantes Literatur in Deutschland. (Zurich, 1879.) FORD & LANSING. -Cervantes: A Tentative bibliography of his works and of the biographical and critical material concerning him... (Harward, 1931.) GALLARDO. -Ensayo de una Biblioteca española de libros raros y curiosos... (Madrid, 1863.) GIVANEL. -Diputación Provincial de Barcelona. Biblioteca Central. Catálogo de la Colección cervantina. (Barcelona, 1941-1943.) ___Catálogo de la Exposición de Iconografía cervantina. (Barcelona, 1944.) HENRICH. -Iconografía de las ediciones del Quijote de Miguel de Cervantes Saavedra. Reproducción en facsímil de las portadas de 611 ediciones con notas bibliográficas. (Barcelona, 1905.)

LEUPE. -El Doctor Thebussem. Bibliografía cervántica. (Barcelona, 1872.) NEUMANN. -Cervantes in Frankreich. (Nueva York-París, 1930.) PALAU. -Manual del librero hispano-americano. (Barcelona, 1923.) [CXXX] PAZ Y MELIA. -Catálogo de las piezas de teatro que se conservan en el Departamento de Manuscritos de la Biblioteca Nacional. (Madrid, 1899.) RÍO Y RICO. -Catálogo bibliográfico de la Sección de Cervantes de la Biblioteca Nacional. (Madrid, 1930.) RIUS. -Bibliografía crítica de las obras de Miguel de Cervantes Saavedra. (MadridVillanueva y Geltrú, 1895-1904.) SEDÓ PERIS-MENCHETA. -Ensayo de una bibliografía miscelánea cervantina... (Barcelona, 1947.) ___Contribución a la historia del coleccionismo cervantino y caballeresco. (Barcelona, 1948). SERÍS. -La Colección cervantina de la Sociedad Hispánica de América... (Illinois, 1918.) SUÑÉ BENAGES. -Bibliografía crítica de ediciones del Quijote... Continuada hasta 1937... y ahora redactada por J. D. M. Ford y C. T. Keller... (Cambridge-Harward, 1939.) ___Bibliografía crítica de ediciones del Quijote, impresas desde 1605 hasta 1917, recopiladas y descritas por Juan Suñé Benages y Juan Suñé Fombuena... (Barcelona, 1917.) THOMAS, HENRY. -British Museum. -Catalogue of Printed Books. Cervantes. (London, 1908.) VINDEL. -Libros relativos a Cervantes, Camoens y Shakespeare de venta en la Librería de P. Vindel. (Madrid, 1901.)

Capítulo I Escudo de armas de la Casa de Cervatos, confundido hasta ahora con el de la de CERVANTES. (Ernesto de Vilches: Cervantes. -Apuntes históricos de este apellido. Madrid, 1905.)

Escudo de la Casa de Cervantes. (Del Memorial de Juan de Mena. -Ms. de la Biblioteca Nacional núm. 3390.) [1] La verdadera nobleza. -Ascendencia de los Cervantes. -Errores de los genealogistas. -La estirpe real Cervántica. -Ramas distintas de este linaje. -Los Cervantes de Talavera. -Los de Sevilla. -Los de Granada. -Los de Córdoba. -El apellido Saavedra. -La auténtica línea. Consideraciones. Cuando don Fernando Colón, en sus Relaciones de la vida del Almirante, se esforzaba por buscar una ascendencia ilustre al gloriosísimo Nauta, «por ser siempre más considerados aquellos que descienden de insigne cuna o de familia noble», ocultó cuidadosamente toda alusión a los cardadores de lana de Génova; y así, forjó para su padre una generación espiritual. ¡Como si necesitara nobleza quien había dado a los hombres un Nuevo Mundo! Y sin embargo, el propio don Cristóbal (aunque bien podía) se pagó de esta vanidad, procurándose un escudo de armas y tratando de unir su sangre con la de los reyes. «Sin duda Colón -dijo, al saberlo, un noble de la corte- quiere tejer su linaje». Y el Almirante, con aquella altanería que le caracterizaba, repuso que «nadie mejor que él para tronco de una familia, porque desde que Dios [2] crio a los hombres, había hecho más que ninguno». Respuesta hinchada, pero lógica y muy acorde con el tiempo. A la verdad, no hay que perder de vista los prejuicios de las épocas, que en lo concerniente a la nobleza de la sangre, todavía subsisten. Ya Séneca dijo que sin virtud no puede haber honra. Y Sófocles, que no siempre nacen nobles hijos de nobles padres, ni malos hijos de padres malos. Nuestro mismo CERVANTES hable por todos, pues todos los grandes ingenios, desde Juvenal, dijeron lo mismo: «la verdadera nobleza consiste en la virtud». Y él particularmente, en defensa propia: «La honra puédela tener el pobre, pero no el vicioso: la pobreza puede anublar a la nobleza; pero no escurecerla del todo; pero como la virtud dé alguna luz de sí, aunque sea por los inconvenientes y resquicios de la estrecheza, viene a ser estimada de los altos y nobles espíritus, y, por el consiguiente, favorecida». Y en otro lugar: «Ni todos los que se llaman caballeros lo son de todo en todo; que unos son de oro, otros de alquimia, y todos parecen caballeros; pero no todos pueden estar al toque de la piedra de la verdad. Hombres bajos hay que revientan por parecer caballeros, y caballeros altos hay que parece que aposta mueren por parecer hombres bajos. Aquéllos se levantan, o con la ambición, o con la virtud; éstos se abajan, o con la flojedad, o con el vicio; y es menester aprovecharnos del conocimiento discreto para distinguir estas dos maneras de caballeros, tan parecidos en los nombres y tan distantes en las acciones». Respecto de la nobleza de MIGUEL DE CERVANTES, conviene advertir que él, por lo que se infiere de su vida y de sus obras, se envaneció bien poco de ella, como si presintiese que su ingenio y sus virtudes antes daban que recibían abolengo.

Con todo, conviene ser bien nacido, y CERVANTES lo era. Tanto en lo moral como en lo intelectual, las aptitudes se propagan con la sangre. La ventaja del buen nacimiento se deja sentir, no sólo en la posición del individuo en la sociedad, sino en su propia elevación moral y mental. Sainte-Beuve, [3] hablando de Lacordaire, escribe: «No es indiferente, en mi opinión, aun para las futuras convicciones y creencias, proceder de una raza sólida y sana. Cuando sobre un fondo de organización hereditaria, tan firme y claramente delineado, brota un talento singular; cuando llega a manifestarse un gran don de gloria; cuando, por ejemplo, desciende la elocuencia, la palabra de fuego encuentra digno asiento y marco: es como el incienso que de antemano tiene el altar y como el holocausto que se ofrece sobre la roca». No sin significación las Sagradas Escrituras contienen varias líneas genealógicas. Entre los árabes consérvase la creencia en los orígenes nobillarios, y Abd-el-Kader da el siguiente ejemplo: «Tómese un arbusto espinoso y échese agua de rosas sobre él durante todo el año; a pesar de ello, no producirá sino espinas; mas tómese una palmera y déjesela sin riego en el terreno más estéril, y, no obstante, producirá abundancia de dulces frutos». Por estas consideraciones, ya corrientes desde la Antigüedad, los biógrafos concedieron gran importancia a las genealogías, y Plutarco, de casa honorable, es siempre muy minucioso al describir el linaje de sus héroes. Para el aludido Séneca (y adviértase que perteneció al rango ecuestre), «ninguno es más noble que otro, sino el que tiene más recto ingenio y más aparejado para las buenas artes». Porque el talento puede ser transmisible; pero el genio, de ninguna manera. El talento es el rasgo común de una familia, mientras que el genio pertenece a un individuo solo. El talento lleva el sello de su generación, en tanto que el genio marca su huella en el tiempo. CERVANTES y Shakespeare fueron los únicos de su raza. Antes de ellos no existió nada en sus familias, ni después tampoco. Solamente viven en sus obras; sus descendencias se han extinguido: la de ambos, en sus nietas. Lo mismo aconteció con Quevedo, con Calderón de la Barca, con Newton. Antes de ellos no los hubo, ni menos después. Únicos todos en su generación. Y los grandes hombres no tienen clase, sino que pertenecen a todas las clases sociales; igual nacen en cabañas que en palacios, en suntuosas moradas que en alquerías. Empero no sin su por qué. La Naturaleza sabe colocarles. Sin la vida de CERVANTES no se explicaría el Quijote. Las estirpes no entienden de estos secretos destinos. La familia de Descartes juzgaba como una mancha en su escudo el que uno de sus descendientes se hubiera degradado haciéndose filósofo... Pero ¿y cuando se carece de ascendencia? Algunos grandes hombres han sido sus propios antepasados. Otros han omitido hablar de sus padres: eran solamente nietos de sus abuelos. Y, en verdad, muchos hombres son nietos de sus abuelos, por cuanto es de éstos de quienes se heredan, más frecuentemente que de los padres, las inclinaciones. Bien que, por [4] lo común, se reciba el genio y el temperamento de la madre. En general, como dice el proverbio, «los padres comen la fruta aceda, y los hijos tienen la dentera». Por lo que toca al genio, intelectualmente no conoce padre ni madre. Los genios son los creadores de su mismo cerebro y los ascendientes de sí propios; desafían el análisis y no consienten discernir su origen; surgen a despecho de las circunstancias; como el viento, soplan allí donde les place; sujetos al influjo del medio, son más o menos modificados por la época en

que viven, y su energía y fuerza de voluntad hacen que se desarrollen sus facultades al choque de los inconvenientes y obstrucción que hallan; exploran la ruta por sí; la paciencia busca un camino y ellos se lo abren. De estos genios es MIGUEL DE CERVANTES SAAVEDRA. La mención más remota que aparece sobre la línea de los Cervantes corresponde al famoso poeta cordobés, cronista de don Juan II, Juan de Mena (1411-1456). Éste, en ciertos apuntamientos de algunos linajes antiguos y nobles de Castilla que, con título de Memorial, iba escribiendo por orden del condestable don Álvaro de Luna, dice: «Los deste linaje de Cervatos e Cervantes son de alta sangre, que vienen de ricos homes de León e Castilla que se llamaron Munios e Aldefonsos, que están enterrados en Sahagún e en Celanova: eran gallegos de nación, que venían de la rodilla de los reyes godos emparentando con los reyes de León. De Celanova vinieron a Castilla e se hallaron en la conquista de Toledo estos Aldefonsos, que era su apellido antiguo, e por el lugar de Cervatos se llamaron así. Fueron señores de Ajofrín e tierra de Toledo, e unos destos Cervatos, por el castillo de San Servando que estaba fundado en Toledo, se llamaron Cervantes. Es buena casta, e hubo dellos unos conquistadores de Sevilla e de Baeza e otros grandes hombres. Agora vive el muy ilustre señor don Juan de Cervantes, que fue obispo e agora es arzobispo de Sevilla e cardenal de Roma, grande señor mío, e en su poder he visto muchos papeles deste linaje de luengo tiempo e previlegios e albalás de muchos reyes, concedidos por sus muy altos fechos, [5] e conocí a sus hermanos e a su padre Gonzalo de Cervantes e a su madre Bocanegra, fija del almirante mayor de Castilla, Bocanegra, que yacen enterrados en Todos-Santos, eglesia de Sevilla, por fundar allí una capilla. Sus armas son, de los Cervatos, un campo de bleu, que es azul, e en él dos ciervos de oro, e alrededor aspas de oro en campo de sangre; e los Cervantes, como las usa el cardenal: un escudo verde con dos ciervas de oro, paciendo la una». La rama de los Cervatos ha tenido exigua descendencia; pero la de los Cervantes se multiplicó de modo, que el apellido abunda en todas las regiones y provincias de España, siendo hoy casi imposible determinar por cuál de las diversas familias transmitiose a los ascendientes del inmortal escritor. No habrá que encarecer el esfuerzo de los genealogistas y biógrafos por reconstituir toda la línea frondosa del árbol de MIGUEL DE CERVANTES hasta recular en los Munios y Aldefonsos señalados por Juan de Mena. La fantasía ha corrido parejas con la temeridad, y la invención no reconoció límites. Sin embargo, todavía muy recientemente se ignoraban los verdaderos nombres de los abuelos y bisabuelos del [6] autor del Quijote, y aun hoy de los abuelos maternos no se sabe una palabra: tan sólo que la abuela se llamó doña Elvira de Cortinas. Ya hemos indicado que no se pagó CERVANTES de una ascendencia ilustre; pero tampoco olvidó nunca que era hidalgo y que por tal quería se le tuviese. Dedúcese esto de que ni él ni ninguno de sus hermanos adoptó el apellido de la madre. Todos firmáronse pomposamente Cervantes, o Saavedra, o Pimentel, o Sotomayor, aunque el parentesco con alguno de estos linajes fuese quimérico o por demás lejano: ninguno tomó el humilde sobrenombre de Cortinas. Aun en el cautiverio de Argel, CERVANTES era «un hidalgo principal de Alcalá de Henares».

Veamos como podía enorgullecerse de sus apellidos, no importa el grado en que la locura de los genealogistas le hace emparentar con «la rodilla de los reyes godos». No conocemos de modo irrefutable el lugar en que radicara su casa solariega, ni hay noticias de su ejecutoria, que, a estilo del tiempo, debería estar «escrita en pergamino y sellada con nuestro real sello de plomo pendiente en filos de seda de colores», ni tampoco sabemos de [7] su particular escudo de armas. Pero algunos de los Cervantes lo usaron tal como Juan de Mena describe el del arzobispo de Sevilla, y aun le añadieron los siguientes versos: Dos ciervas en campo verde, la una paze y la otra duerme: la que paze, paz augura; la que duerme, la asegura. Don Martín Fernández de Navarrete, en su Vida de Miguel de Cervantes Saavedra, admirable biografía para sus idus, aunque hoy sólo le quede el valor arqueológico, trazó una genealogía cervantesca muy curiosa; pero sumamente fantástica, por no discernir las distintas ramas de este linaje para determinar aquella que enlazó con la línea inmediata (mal conocida entonces) del inmortal MANCO. Es interesante removerla, pues servirá para ir rectificando soldaduras y aquilatar la «buena casta» de que aquél, aunque pobre, pudo enorgullecerse. Según ella, de la estirpe real cervantina emparentada con los monarcas de León procedió Tello Murielliz, rico-hombre de Castilla que vivió por los años de 988 y fue padre de Oveco Téllez, abuelo de Gonzalo Ovequiz, bisabuelo de Adefonso González, tercer abuelo del conde Munio Adefonso y cuarto abuelo de Adefonso Munio, caballero de Galicia que acompañó a Alfonso VI, en 1085, en la conquista de Toledo. Por sus relevantes servicios, el rey le concedió la villa de Ajofrín. Uno de sus hijos, Nuño Alfonso, alcaide de la Ciudad Imperial, rico-hombre de Castilla y célebre guerrero, murió peleando contra los moros el 1.º de Agosto de 1143 a los cincuenta y tres años de edad. Las crónicas del tiempo hácense eco de sus memorables hazañas, y en la Toledana se expresa el gran sentimiento que causó su muerte al emperador Alfonso VII. Rodrigo Méndez de Silva (genealogista no poco invencionero), en su Ascendencia ilustre del gran Nuño Alfonso (Madrid, 1648); Sandoval, en su Historia de los reyes de Castilla; y el marqués de Mondéjar, en un Discurso breve del apellido de Cervantes, extiéndense a este respecto, y dan como probable que Nuño naciese en Celanova el afío 1090. Lo cierto [8] es que casó dos veces, la primera con doña Fronilde y la segunda con doña Teresa Barroso, dama de ilustre linaje, de la que tuvo cinco hijos y algunas hijas, una de las cuales, doña Jimena Muñiz, casó con el conde don Pedro Gutiérrez de Toledo. Oigamos lo que dice de ella el bueno de Fernández de Navarrete: «vino a ser progenitora de reinas y reyes de España y otras potencias, entre quienes el emperador Carlos V estaba en grado de su décimoseptimo nieto, y de decimoctavo el rey Felipe II y el vencedor de Lepanto, príncipes coetáneos y al mismo tiempo consanguíneos del desvalido y simple soldado de sus banderas, MIGUEL DE CERVANTES SAAVEDRA».

La fantasía de los biógrafos sólo admite comparación con la locura de aquellos genealogistas que hacen descender sus héroes de Noé, o, cuando menos, del Cid o Fernán González, y que nos trae a la memoria aquel gracioso epitafio del poeta Prior: «Nobles y heraldos, con vuestro permiso, aquí yace el que un día llamose Mateo Prior; era hijo de Adán y Eva. ¿Puede algún Borbón o Nassau tener más alta alcurnia?» ¡Quién le dijera a MIGUEL DE CERVANTES que con el tiempo le harían pariente del señor don Juan! Porque (sigamos un poco todavía estas locuras) el tercer hijo de aquel famoso Nuño Alfonso y doña Jimena fue Alfonso Munio Cervatos, que tomó tal apellido por haberle dejado su padre en testamento el lugar y torre así llamados. Asistió con Alfonso VIII a la conquista de Cuenca en 1177 y estuvo en la población de Plasencia en 1180. Tuvo dos hijos. Pedro Alfonso Cervatos y Gonzalo de Cervantes, el primero de este apellido. De aquél, que peleó en las Navas de Tolosa y alcanzó los tiempos de San Fernando, se deriva el linaje de los Cervatos... Gonzalo tomó el sobrenombre de Cervantes para diferenciarse de su hermano y en memoria, dicen, del castillo de San Servando, «a cuya edificación asistió su bisabuelo con Alfonso VI el año 1089», y que, corrompido después el nombre, se denominó de San Cervantes. Dicen [9] también que un descendiente de Pedro Alfonso llamó Cervatos a cierto pueblo de la provincia de Palencia, y que otro, descendiente de Gonzalo, fundó o pobló en tierra de Sanabria la villa de Cervantes.... Establecida así la división entre ambas familias Cervantes y Cervatos, se da al referido Gonzalo de Cervantes como tronco de la nueva rama. Oigamos aún a Fernández de Navarrete cómo la forma hasta enlazar -que no se paró en barras- con el propio autor del Quijote: «Fue [Gonzalo de Cervantes] caballero de la mesnada de San Fernando y le acompañó en la conquista de Andalucía, particularmente de Sevilla, por cuyos servicios fue uno de los doscientos comprendidos en el repartimiento de aquella ciudad, año 1253; y como de él se derivan y provienen las familias que han conservado aquel apellido, indicaremos su sucesión y genealogía hasta los tiempos de MIGUEL DE CERVANTES... Hijo de Gonzalo fue Juan Alfonso de Cervantes, comendador de Malagón en la Orden de Calatrava, y a éste sucedió Alonso Gómez Tequetiques de Cervantes, que casó con doña Berenguela Osorio, rama de la casa de los marqueses de Astorga. De este matrimonio nació Diego Gómez de Cervantes, que fue el primero que asentó su casa en Andalucía, y casó con doña María García de Cabrera y Sotomayor. Ambos consortes [10] reedificaron la capilla mayor de Santa María en la villa de Lora, donde yacen sepultados y donde se conserva actualmente su generosa sucesión. Entre los hijos que tuvieron fue uno Fr. don Rui Gómez de Cervantes, gran prior de la orden de San Juan, que dejó una larga posteridad; pero quien continuó la casa directamente fue Gonzalo Gómez de Cervantes, que casó con doña Beatriz López de Bocanegra, hija del almirante de Castilla Micer Ambrosio de Bocanegra, señor de Palma. Fundaron éstos la capilla de Jesús en la parroquia de Todos-Santos de Sevilla, año 1416, y en ella el sepulcro en que descansan. Tuvieron, entre otros hijos, al cardenal don Juan de Cervantes, que fue arzobispo de Sevilla, donde murió a 25 de Noviembre de 1453; a Fr. don Diego Gómez de Cervantes, gran prior de la orden de San Juan, y a Rodrigo de Cervantes el Sordo, que casó con doña María Gutiérrez Tello, de ilustre alcurnia, y propagó la línea directa por medio de Juan de Cervantes su hijo, veinticuatro de Sevilla y guarda mayor del rey don Juan II, que [11] casó con doña Aldonza de Toledo, cuyos padres.

Alfonso Álvarez de Toledo y doña Catalina Núñez de Toledo, fundaron el monasterio de Santa Clara de Madrid. Parece que este Juan de Cervantes renunció la renta que tenía de por vida en sus hijos, según una carta que escribió al mismo rey don Juan en Sevilla a 12 de Marzo de 1452. Hijo mayor de este matrimonio fue Diego de Cervantes, comendador en la orden de Santiago, que casó con doña Juana Avellaneda, hija de don Juan Arias de Saavedra, llamado el Famoso, segundo señor de Castellar y del Viso, y de su mujer doña Juana de Avellaneda, rama ilustre de la casa de los condes de Castrillo. Por este enlace se descubre el origen de haber usado muchos de la familia de Cervantes el apellido Saavedra juntamente. Entre los varios hijos de estos consortes se cuenta a Gonzalo Gómez de Cervantes, corregidor de Jerez de la Frontera, proveedor de armadas en 1501, que casó con doña Francisca de las Casas y propagó la línea directa que luego pasó a Nueva España; y a Juan de Cervantes, que según nuestras conjeturas, es el abuelo de MIGUEL DE CERVANTES...» Hasta aquí Fernández de Navarrete, cuya genealogía, con su triple árbol, suscita el risum teneatis!, por cuanto el abuelo de nuestro inmortal escritor de ninguna manera fue hijo del tal Diego de Cervantes, ni hermano del corregidor de Jerez de la Frontera, como veremos después: yerros en que, junto con otros, todavía cayó en 1912 don Rafael Ramírez de Arellano en su Juan Rufo, jurado de Córdoba. Si conociéramos los hermanos de los indiscutibles abuelo, bisabuelo y tatarabuelo de CERVANTES, así como la descendencia que dichos hermanos tuvieran, seguramente se esclarecería la línea transversal hasta muy remoto origen; mas ignorados aún los tales, no es posible, ni importa mucho, determinarla. Porque el apellido Cervantes (y aun el de Saavedra) aparece en infinitas localidades de España, y hay a la vez Cervantes en Talavera de la Reina, en Sevilla, en Granada, en Córdoba, en Valladolid, en Toledo, en Medina del Campo, en Jerez, en Palacios Rubios, en Alcázar de San Juan, en Consuegra, en Torrijos, en Leiva y en cien lugares más. [12] Aquí sólo trataremos de aquellos de que consta con entera certidumbre hallarse visiblemente emparentados o relacionados con la rama de nuestro escritor, cuya verdadera genealogía dejaremos después absolutamente dilucidada desde el tatarabuelo paterno. [13] El solar de MIGUEL DE CERVANTES, como ya indicamos, es desconocido, por no haber llegado a nuestros días (si existió) la ejecutoria de nobleza en que constara. Ni se deduce de los ascencientes del propio, ni de testimonio alguno de antiguos tiempos. A fines del siglo pasado, don Julio de Sigüenza, que manejó importantes papeles genealógicos referentes a CERVANTES, en un artículo publicado en La Ilustración Española y Americana (22 de Septiembre de 1887), asentó la especie de que el solar cervantino radicaba en Talavera de la Reina. El trabajo de Sigüenza túvose entonces por patrañero, porque, indudablemente, contenía varios errores y algunas equivocaciones de detalle; pero posteriores descubrimientos de don Narciso Alonso Cortés, y últimamente de nosotros, dan la razón a Sigüenza en muchos puntos, si no en todos. Y uno de los que restan por aclarar es ese, precisamente, del solar talaverano cervantino. [14]

Desde luego erró Sigüenza en dar por bisabuelo de CERVANTES a un D. Nicolás (pudo ser una mala lectura de Rui Dias), y seguramente en decir que el licenciado Juan de Cervantes, positivo abuelo de MIGUEL, fue corregidor de Alcalá de Henares en 1509, sin duda confundiéndole con el comendador Pedro de Cervantes, que ostentaba aquel cargo en la fecha referida, y aun en la de 1510, por el cardenal Ximénez de Cisneros. Pero los Díaz de Cervantes (que es el verdadero apellido de la estirpe del autor del Quijote) aparecen en Talavera. Dicho Pedro de Cervantes, regidor de Talavera por los años de 1490, tuvo de su mujer doña Isabel de Loaysa los siguientes hijos: Garci Jofre de Loaysa, frey Gonzalo Gómez de Cervantes, senescal de la orden de San Juan y comendador de las encomiendas de la Higuera, Cerecinos y Salamanca; Ruy Díaz de Cervantes, chantre y canónigo de Talavera, y el licenciado Íñigo López de Cervantes. [15] Esta estirpe talaverana se extendió en varias ramificaciones, determinadas algunas por el Sr. Alonso Cortés: Garci Jofre de Loaysa matrimonió con doña Magdalena de Zúñiga, hija de doña Inés de Sotomayor, vecina de Toledo, de la cual tuvo tres hijos, Álvaro de Cervantes, Gonzalo de Cervantes y doña Elvira de Zúñiga; el licenciado López de Cervantes casó con doña Catalina Carrillo, que le dio cinco hijos, a saber: don Fernando de Cervantes, doña Teresa Carrillo, doña Isabel de Loaysa, doña Magdalena de Cervantes y doña Ana de Cervantes, las dos últimas, monjas profesas de los monasterios de San Benito y de la Madre de Dios en Talavera. Por todo lo dicho, hay quien otorga crédito a los documentos sobre el solar talaverano de CERVANTES manejados por Sigüenza, sin pensar que éste, mal paleógrafo, hizo lecturas torcidas, como en el caso de D. Nicolás. Sólo aparece uno de este nombre en Talavera, pero coetáneo de MIGUEL, hijo de Álvaro de Cervantes, nieto de Garci Jofre de Loaysa, y casado con doña María Duque de Toledo o Duque de Padilla, de la familia de los Duques de Estrada. «Bueno será notar -escribe el mismo Alonso Cortés- que las relaciones de CERVANTES con la tierra manchega no parecen fortuitas; que entre él y su mujer, doña Catalina Salazar, hay acaso asomos de parentesco; que los Cervantes, los Loaysas, los Palacios, los Sotomayores de Toledo y Guadalajara, los Salazares, los Ayalas y los Gaytanes se mezclan y combinan en documentos por mí vistos; y, por último, que la protección prestada a la familia por los Duques del Infantado, es tal vez un indicio en igual sentido». Mis investigaciones no confirman tan interesantes conjeturas. Si entre los Cervantes de Talavera hubo algunos ascendientes del autor del Quijote que se trasladasen a Sevilla, es cosa aún por demostrar; pero que muchos Cervantes sevillanos ostentan posible parentesco con él, resulta indubitable. Así, quizá fuese de ellos el arriba aludido cardenal don Juan de Cervantes. Ahora, no concedo importancia al hecho de que, poco después de su muerte, ocupara la silla arzobispal de Sevilla [17] don fray García de Loaysa, natural de Talavera e hijo de Pedro de Loaysa y de doña Catalina de Mendoza.

Sevilla a mediados del siglo XVI. (Grabado de la época. -Gabinete de Estampas de la Biblioteca Nacional.) [16]

Como quiera que sea, los Cervantes aparecen en Sevilla desde tiempo inmemorial, y una rama noble figura allí establecida a principios del siglo XV y durante todo el XVI. No nos atrevemos a aseverar, como en el caso de Talavera, que radicara en Sevilla el solar de MIGUEL DE CERVANTES. Pero si Talavera fue para él, como dice en el Persiles, «la mejor tierra de Castilla», mucha más predilección mostró por la ciudad del Betis: patentízanlo su vida y sus obras. Cuando el pleito de 1552 en Valladolid, su padre invoca la ciudad de Sevilla para que los testigos hagan en ella y en las de Alcalá, Guadalajara y Córdoba (no menciona Talavera) información sobre su hidalguía, por haber residido su familia en estos lugares. Y, en efecto, aunque la consanguinidad con el insigne alcalaíno se nos huya, en Sevilla hay profusión no sólo de Cervantes, sino también de Saavedras, que se entrelazan. La línea más interesante es la de aquel hermano del cardenal, Rodrigo de Cervantes el Sordo, y de su hijo Juan de Cervantes, veinticuatro de Sevilla. Recuérdese que los nombres de Juan y de Rodrigo sucédense de padres a hijos, sin interrupción, en la familia de nuestro MANCO. La hermana del cardenal, doña María de Cervantes, casó con Juan de Ayala, alguacil mayor de la ciudad de Toledo, y uno de sus hijos, Gonzalo Gómez de Cervantes, matrimoniado con doña Juana Melgarejo, tuvo a doña Juana de Ayala, fundadora del convento sevillano de Nuestra Señora del Socorro, en el que profesaron después otras señoras del mismo linaje, entre ellas doña Constanza Ponce, hija de don Juan de Saavedra, conde de Castellar, y doña María de Ayala, que salieron, para trasladarse a él, del convento de Santa María de las Dueñas. Un curioso trabajo de don Norberto González Aurioles, nos da noticias de otras monjas sevillanas, posibles parientas de CERVANTES, en el convento de Santa Paula, del cual fue abadesa en 1590 doña Juana de Cervantes Saavedra, hija de Diego de Cervantes y de doña Catalina Virués de Cervantes, padres asimismo de una doña Beatriz de Saavedra. Esta doña Juana de Cervantes Saavedra, que profesó en 1548, cambió su nombre en el religioso de Juana de Santa María, A su lado florecieron sor Julia de Santa Ana, que tomó el hábito en 1577, hija de Juan [18] de Herver de Cervantes y de Isabel de Salamanca, y sor Mariana de San José, que profesó en 1593, hija de Juan de Padilla Carreño y de doña Melchora de Ovando y Figueroa. Notad estos dos últimos apellidos: son los mismos de doña Constanza, la sobrina carnal de MIGUEL. Qué grado de parentesco tuvieran con CERVANTES estas y otras monjas que se han citado, no es posible inferirlo. Pero relacionada con doña Juana de Cervantes Saavedra, o, por mejor decir, con sor Juana de Santa María, corre una especie romántica, que no debe omitirse, precisamente para rectificarse y dejarla en su real valor. Varios escritores nacionales y extranjeros han propalado la leyenda de que MIGUEL DE CERVANTES, durante su estancia en Sevilla, anduvo en amores con una monja del referido monasterio de Santa Paula: patraña tan absurda por lo que toca a sor Juana, que frisaba en los sesenta de su edad por los años en que el comisario de Guevara recorriera Andalucía. Significativo es, ciertamente, el afecto que muestra CERVANTES por el monasterio de Santa Paula, al poner el venturoso desenlace de La española inglesa en la puerta del cenobio, y asimismo el detalle de ser monja en él una prima de Isabela, «única y extremada en la voz»; igualmente, como en todas o en casi todas las novelas de

CERVANTES, habrá en ésta datos autobiográficos: algunos sucesos, v. gr., la pérdida de Ricaredo en la costa de Francia, cerca de las Tres Marías, y su cautiverio en Argel; la identidad de aquel «padre de la Redención» con fray Jorge [19] del Olivar; la procesión general de Valencia tras el rescate, concuerdan con hechos de la vida de MIGUEL; pero don José María Asensio se extralimitó ya en el siglo XIX, aventurando que uno de «los dos señores eclesiásticos» que ruegan a Isabela ponga por escrito la emocionante historia de Ricaredo «para que la leyese su señor el arzobispo», puede aludir al racionero Porras de la Cámara, autor de la Miscelánea escrita para recreo del cardenal arzobispo de Sevilla don Fernando Niño de Guevara durante su residencia de verano en Umbrete.

Granada en 1565, desde donde se trasladó a Córdoba una rama de los Cervantes. (Dibujo de George Hoefnagle. -Gabinete de Estampas de la Biblioteca Nacional.)

Mas de todo ello nada se colige, en sana crítica, que de cerca ni de lejos pueda reflejar amores de nuestro autor con la sexagenaria doña Juana de Cervantes. No: mi interpretación es muy distinta. Más que en doña Juana de Cervantes Saavedra, el interés reside aquí en sor Mariana de San José, hija de doña Melchora de Ovando y Figueroa. Esta ¿sería hermana de Nicolás de Ovando, padre de doña Constanza de Ovando y Figueroa, la sobrina de MIGUEL? Sor Mariana y Constanza, de poca diferencia de edad, resultarían, por tanto, primas, y asimismo de doña Isabel de Saavedra. Los dados a la conjetura tal vez sospechen que CERVANTES pudo juntar en el personaje de «Isabela», con el nombre de su hija, pormenores de ella y de su sobrina Constanza: mezcla de lo real y lo ficticio, con el natural trastrueque de nombres. Pero no sería razonable la hipótesis, aunque así se proceda al novelar lo real. En resolución, [20] el recuerdo cariñoso de CERVANTES en La española inglesa sólo indica un homenaje de admiración y simpatía al monasterio de Santa Paula, por abrigar en sus muros monjas quizá parientas (imposible enamoradas suyas), o, a lo menos, conocidas. Treinta años atrás, en 1564, se encuentran en la ciudad del Betis homónimos del cirujano Rodrigo, padre de MIGUEL, prueba de la persistencia y abundancia de los Cervantes en Sevilla. Por ello, no es de extrañar que un escritor doctísimo, don Nicolás Antonio, al tratar de CERVANTES, le haga natural u oriundo [21] de Sevilla, y otros, como el analista don Diego Ortiz de Zúñiga, le tengan claramente por sevillano, todos con manifiesto error. La rama de los Cervantes andaluces extendiose también por Granada. Y con ellos, igualmente, los Saavedra. Tampoco puede darse con el entronque; empero, si no el parentesco, la relación con el creador del Persiles y con su familia es incuestionable; y aun ofrece el interés de que viene a coexistir con los Cervantes de Córdoba, cuna verdadera de los abuelos y bisabuelos paternos de MIGUEL. Surge en Granada a principios del siglo XVI un Gonzalo de Cervantes, casado con Beatriz de Vieras. ¿Quién era este Gonzalo, nombre que se repite tanto en el linaje cervantino, y que al primero así llamado se le da como tronco? ¿Sería descendiente del caballero de la mesnada de San Fernando que, como arriba vimos, le acompañó en la conquista de Sevilla? Nada lo hace presumir. Vivía en Granada muy humildemente, en compañía de su mujer y de sus hijos Álvaro de Cervantes, Alonso de Vieras, Alejo de

Cervantes, Claudia de Vieras y María de Cervantes. Era una familia de artistas, músicos y cantores, que en Granada debían de desenvolverse con dificultad. Como en 30 de Diciembre de 1524 el cabildo de la catedral de Córdoba anunciase para el 15 de Febrero de 1525 la provisión del cargo de maestro de capilla entre maestros de canto de órgano y contrapunto, Álvaro de Cervantes hizo oposición y ganó la plaza, dotada con un salario de veinte mil maravedís, cuatro cahices de trigo y otros emolumentos; y a la vez el mismo cabildo catedral hizo merced a su hermano Alonso de Vieras, presbítero y también cantor y músico, de la capellanía de San Bartolomé, con diez mil maravedís y dos cahices de trigo al año. [22] El tal Alonso de Vieras, sacerdote escandaloso y mujeriego, tuvo cuatro hijas, doña Andrea de Vieras, Luisa de Vieras, Juana Ponce de León e Isabel de Vieras, las tres últimas monjas del convento de Jesús Crucificado. Y es digno de notarse, como indicio al menos de las relaciones de amistad que debieron de existir entre ambas familias Cervantes, el que doña Andrea de Vieras, encarga en su testamento (23 de Diciembre de 1564) el rezo de los salmos «a la monja Catalina de Cervantes» del referido convento, tía carnal del creador de La Galatea, según veremos después. Pero dejemos ya a Alonso. De él diremos aún algo muy importante. También ofrece interés su tercer hermano, Alejo de Cervantes, cantor como los anteriores. Hizo un buen matrimonio en Córdoba con Isabel de Escobar o de Heredia, y sintiendo rebullir en él la nobleza de la sangre, pleiteó por los años de 1548 su hidalguía con el Ayuntamiento cordobés. Hasta entonces y durante veinticinco años, la familia había pechado y a todos sus miembros se les tenía por pecheros; y la ciudad, al trasladarse Gonzalo a ella desde Granada, no les conocía, o tal alegaban ahora los abogados. Pero Alejo y sus hermanos debieron de ganar el pleito, por cuanto su hijo Alonso de Cervantes figura en el padrón de hijosdalgo más antiguo del Archivo Municipal de Córdoba. Tuvo Alejo, además de Alonso, otros cinco hijos, María, Gonzalo, Beatriz, Andrea y Claudia. Alonso tomó por segundo apellido el de Sotomayor, exactamente como algunas veces doña Magdalena, la hermana de CERVANTES. Y Gonzalo apellidose de Cervantes Saavedra. Este personaje, bautizado en 10 de Julio de 1549, así como su hermano Alonso, ofrece, según veremos, especial interés para nosotros. Doña Andrea, que profesó de monja en el convento de Santa Clara, vino al mundo en 1556, y Claudia en 1559. [23] No hace falta ser muy lince para sospechar en seguida que, por el apellido de Sotomayor (parece casual el nombre de Andrea), y, sobre todo, por los de Cervantes Saavedra, que Gonzalo usara, habría alguna relación, si no parentesco, entre la familia de Alejo de Cervantes y la del autor del Quijote. Esto sin contar el indicio arriba señalado. Fue Gonzalo de Cervantes Saavedra poeta, o aficionado a la poesía. En los preliminares de El perfecto regidor, libro del veinticuatro de Córdoba don Juan de Castilla y de Aguayo (Salamanca, 1586), figura una octava real suya, bastante mala por cierto. Ahora, MIGUEL DE CERVANTES, que publicó en 1585 la Primera parte de La Galatea, al elogiar a los [24] ingenios cordobeses en el «Canto de Calíope» (libro VI), y entre ellos al referido Castilla y de Aguayo, menciona en los siguientes encomias, ticos términos al hijo de Alejo de Cervantes:

Ciña el verde laurel, la verde yedra, y aun la robusta encina, aquella frente de Gonzalo Cervantes Saavedra, pues la deben ceñir tan justamente. Por él la sciencia más de Apolo medra; 5 en él Marte nos muestra el brío ardiente de su furor, con tal razón medido, que por él es amado y es temido. Se ha pretendido identificar a este Gonzalo con don Gonzalo de Saavedra y Torreblanca, veinticuatro de Córdoba en 1580 y autor de la novela Los pastores del Betis, versos y prosas, editada por su hijo don Martín de Saavedra y Guzmán en Trani (Italia), el año 1633; mas son personas diferentes, y no puede dudarse de que es al hijo de Alejo [25] a quien alude MIGUEL, por cuanto Gonzalo se firmaba Cervantes Saavedra. Adviértase asimismo que es insegura la aseveración de los biógrafos de que, hasta la publicación de La Galatea, CERVANTES no usó el apellido SAAVEDRA, y que para celebrar a un vate ignorado y de tan poco mérito como Gonzalo de Cervantes Saavedra, mediarían razones, si no de parentesco, de conocimiento. Pero hay más. Y es que Gonzalo de Cervantes Saavedra militó positivamente en las galeras de don Juan de Austria. Así consta de una escritura notarial, inédita, de primero de Agosto de 1572. De suerte que hubo de andar por Italia y asistir a la batalla de Lepanto. Huyó de Córdoba en 1568, por herir gravemente en la cabeza a un Gabriel García (sucesos y años, ¡cómo se aparean con la vida de MIGUEL!), y en su fuga parece haberle acompañado su hermano mayor Alonso. La ausencia de ambos de Córdoba duró bastante tiempo: hasta principios de 1579 la de Alonso, y hasta fines de 1580 la de Gonzalo. No cabe, pues, [26] tras tantas pruebas, poner en duda las relaciones, a lo menos de amistad, entre Gonzalo y MIGUEL y las familias de uno y otro. Gonzalo hizo buen casamiento en 1581, con doña María de Valverde, hija del opulento comerciante Gaspar Jurado, de la que tuvo tres hijos: María, Alejo y Gaspar. Años antes había tenido una hija bastarda, que se llamó Isabel. Gonzalo enviudó pronto. Por sus costumbres soldadescas disipó con brevedad la fortuna de su esposa; y ya sin hacienda, y llevado de su espíritu aventurero, decidió pasarse a Indias en 1594, con cartas de recomendación para el gobernador de Trujillo. Trágico fue [27] su viaje, que no pudo terminar, pues pereció ahogado, con sus dos hijos, Gaspar y Alejo, a la salida del puerto de la Habana. Era, además de poeta, escritor moralista, y en este orden compuso un libro intitulado Varios discursos, que parece no llegó a imprimirse. De todos estos Cervantes cordobeses, aunque de oriundez granadina, el grado de consanguinidad con el insigne alcalaíno desconócese, y, por verosímil que parezca, muévese en terreno conjetural. Otra rama, empero, de los Cervantes de Córdoba, los Díaz de Cervantes, hasta aquí confundida, es la auténtica, directa e indiscutible: rama que no sospechó ningún biógrafo, ni descubrió la paciente investigación docta del benemérito Pérez Pastor, ni la sagacidad de Rodríguez Marín, Ramírez de Arellano, Leal Atienza, Rodríguez [28] Jurado, González

Aurioles y otros. Al esclarecimiento han contribuido bastante las investigaciones del doctísimo Alonso Cortés, y sobre todo, y en definitiva, las del ilustre José de la Torre y del Cerro. La ascendencia paterna de MIGUEL podemos hoy establecerla, sin solución de continuidad, desde su tatarabuelo, natural o, al menos, vecino de Córdoba, hasta la extinción de la línea. No importa que permanezca todavía brumoso el ramaje transversal. Lo que importa saber es que CERVANTES, castellano por sí y por sus padres y por su línea materna, fue cordobés por sus abuelos, bisabuelos y tatarabuelo paterno: sangre fresca de la recia entraña de Castilla, de la tierra ardiente y desolada de los héroes, de los pensadores y de los santos, en mezcla, por la simiente avúncula, con la savia hispanoromana y estoica de la colonia patricia, cuna de los Sénecas, oreada y fertilizada por el olivífero Betis. A este respecto escribía Navarro y Ledesma: «Si el abuelo es de Córdoba, si es cordobesa la familia, podemos entrever hasta las más hondas raíces del espíritu del nieto. La sangre romántica y fatalista de Córdoba nos da el primer dato para ello: lo demás que sobrevenga ya nos lo explicarán las circunstancias y vicisitudes de la vida, que moldean y reforman los temperamentos humanos». Está muy bien, pero hay más. Porque Navarro y Ledesma se olvidaba de Galicia, de la remota sangre celta de CERVANTES y de la no menos remota de los Saavedra, una [29] y otra de la provincia de Lugo. Y también de toda la sangre materna de los Cortinas, de la meseta central. Nada sabemos, como ya se dijo, de los abuelos maternos de CERVANTES; mas los Saavedra eran de estirpe celta, que tenían su casa solar en Galicia, junto a Lugo»; y allí está Santa María de Saavedra, e igualmente el pueblo de Cervantes, y San Pedro de Cervantes, y San Román de Cervantes. Muchos son los Saavedra que afincaron en Sevilla, y muchos los de Córdoba; ahora, también abundaron los difundidos por la Mancha y tierras de Toledo, por esas mismas que inmortalizara MIGUEL. Los hubo en Illescas, en Escalona, en la Puebla de Montalbán, en Alcalá de Henares, como ya dijimos, etc. ¡Oh, si un Saavedra fuese el abuelo materno del autor del Quijote! Pero no.... [30] Más justas, por lo que mira a Córdoba, son las palabras del Sr. Rodríguez Marín: «¿No es verdad que... sobre ser cordobés Miguel de Cervantes por la ley étnica de su linaje paterno, lo fue asimismo por la levadura cordobesa que dejaron en su alma los primeros años de su vida? Esto asentado y esto sabido, ahora podemos explicarnos bien cómo Cervantes, sin dejar de reflejar en sus obras la sana alegría de la tierra y de los corazones andaluces, rebózala siempre con un sutil si es no es de ironía suave y melancólica, cuya semilla se aposentó en sus entrañas en los días de su niñez, y es tan peculiar de la tierra cordobesa, tan privativa de la especial y complicada psicología de sus hijos, que siempre dio carácter propio y señalado a sus ciencias, a sus letras y a sus artes, y, en general, a todas las manifestaciones de su autónoma y vigorosa personalidad». Cierto, y otro tanto se dijera de Castilla. Tomad La Galatea, y veréis que los primeros recuerdos de CERVANTES, sus primeros elogios, lo primero en que su alma se extasía en el libro primogénito de su invención, son las riberas del Tajo y del Henares; que él, repetimos, es castellano y que sus padres nacieron en Castilla; que por esas mismas tierras

de Toledo y de Castilla que le inspiraron el Quijote, su obra cumbre, es el príncipe de nuestros ingenios y el escritor universal; y que su ironía, en fin, tanto tiene de suave melancolía andaluza como de fina socarronería castellana. Pongámosle un nombre que resuma todo: español. Háblese, pues, de sangre castellana, de cordobesa y celta, de estoica y de romántica; empero no se hable de sangre fatalista para explicar a CERVANTES, que nos llevaría a infundirle, como a Orestes, el signo de la fatalidad, y menos bastardeándola en moruna. Su sangre hidalga de cristiano viejo hallábase exenta de toda contaminación árabe o judía. [31] Explicados así, en conclusión, los remotos orígenes de los Cervantes, y por los cuales él pudo atribuirse nobleza e hidalguía, la ascendencia inmediata, sin embargo, como veremos pronto, ni pertenecía a la alta nobleza ni tenía ganada una modesta ejecutoria, aunque por hidalga se la reconociese. Toda la familia provino de la clase media: gentes acomodadas un tiempo, que decayeron más tarde, hasta el punto de que algunas hubieron de ejercer humildes oficios manuales para vivir. Mas ¿qué importa? Si CERVANTES no alcanzó las cumbres de la nobleza, vino a ennoblecer a toda la Humanidad. Y le bastó con ser hidalgo y pobre. Oíd sus propias palabras: «Es grande la confusión que hay entre los linajes, y solos aquellos parecen grandes y ilustres que lo muestran en la virtud..., riquezas y liberalidades, porque el grande que fuere vicioso, será vicioso grande, y el rico no liberal será un avaro mendigo; que al poseedor de las riquezas no le hace dichoso el tenerlas, sino el gastarlas, y no el gastarlas como quiera, sino el saberlas bien gastar. Al caballero pobre no le queda otro camino para mostrar que es caballero sino el de la virtud, siendo afable, bien criado, cortés, y comedido, y oficioso; no soberbio, no arrogante, no murmurador, y, sobre todo, caritativo; que, con dos maravedís que con ánimo alegre dé al pobre, se mostrará tan liberal como el que a campana herida da limosna, y no habrá quien le vea adornado de las referidas virtudes que, aunque no le conozca, deje de juzgarle y tenerle por de buena casta; y el no serlo sería milagro, y siempre la alabanza fue premio de la virtud, y los virtuosos no pueden dejar de ser alabados». Hermosa contestación de Don Quijote a su sobrina (habla CERVANTES por boca de su héroe), en la réplica de que «aunque puedan los caballeros ser hijosdalgos, no lo son los pobres». [33]

Capítulo II Pedro y Rodrigo Díaz de Cervantes. -Torreblancas y Cabreras. -Córdoba a fines del siglo XV. -Luchas entre populares y judíos. -Don Alfonso de Aguilar y Gonzalo Fernández de Córdoba. -Cristóbal Colón en Córdoba. -Su entrevista con los Reyes Católicos. -Colón y los ascendientes de Miguel de Cervantes. -Beatriz Enríquez de Harana. -Colón regresa de descubrir las Indias.

Pasado el terreno abrupto, árido y estéril de las ascendencias genealógicas conjeturales, henos ya en campo llano, fértil y firme. El tatarabuelo de MIGUEL DE CERVANTES SAAVEDRA llamose Pedro Díaz de Cervantes, que debió de nacer a principios del siglo XV, últimos años del reinado de don Enrique III el Doliente o comienzos de la minoridad de don Juan II de Castilla. De él no hay otras referencias sino las suministradas por su hijo Ruy Díaz de Cervantes, quien en un poder general, otorgado en Córdoba el 22 de Mayo de 1500, a favor de Fernando de Ribera, «para en sus pleitos e negocios», declara ser «fijo de Pedro Dias de Ceruantes que Dios (h)aya». Firman como testigos Luis de Cárdenas, jurado de la collación de Santa María, y Rodrigo Alfón, vecinos moradores de la misma ciudad. [35]

Personas y trajes del siglo XV. (Dibujo anónimo. -Gabinete de Estampas de la Biblioteca Nacional.) [34]

Otros personajes del mismo siglo. (Dibujo anónimo. -Gabinete de Estampas de la Biblioteca Nacional.) [34]

Córdoba a fines del siglo XVI, bajo el pontificado de Sixto V (1585-1590.) (Grabado de la época. -Gabinete de Estampas de la Biblioteca Nacional.)

Que dicho Ruy o Rodrigo Díaz de Cervantes es el verdadero bisabuelo paterno del autor del Quijote (y Pedro, por lo tanto, el tatarabuelo), se verá después, por la carta de pago del licenciado Juan de Cervantes a su suegro, donde confiesa ser «fijo de Rui Dias de Cervantes», y éste le sirve de testigo. En fin, que el licenciado Juan sea el padre del cirujano Rodrigo, padre a su vez del PRÍNCIPE DE NUESTROS INGENIOS, ya no necesita demostración, como cosa probada antes de nosotros. Así, pues, la línea paterna del gran CERVANTES queda establecida desde el tatarabuelo. Mas volvamos aún sobre el bisabuelo Ruy. Este Rodrigo Díaz de Cervantes, que ha venido confundiéndose con un Rodrigo de Cervantes sin profesión conocida y con otro Ruy Fernández de Cervantes o Rodrigo de Cervantes, bachiller (todos tres coetáneos [37] y avecindados en la collación de San Nicolás de la Villa), era trapero, o sea comerciante en paños, nacido hacia 1435. Existen documentos suyos, inéditos (que insertamos en las anotaciones), otorgados ya en Córdoba en 1463. Ignórase el nombre de su madre. Él se casó con doña Catalina de [38] Cabrera, y tuvieron por hijos a Catalina de Cervantes, a María de Cervantes, monja en el convento de Jesús Crucificado, fallecida hacia 1548,y a Juan de Cervantes, abogado, que casó con doña Leonor Fernández de [39] Torreblanca, abuelos paternos del autor del Quijote.

Posiblemente fue también hijo suyo fray Rodrigo de Cervantes, y con mucha probabilidad, un Miguel Díaz, del que hablaremos después. Varios guerreros y un médico del siglo XV. (Dibujo anónimo. -Gabinete de Estampas de la Biblioteca Nacional.) [36]

Últimos torneos del mundo caballeresco medieval. (Dibujo anónimo. -Gabinete de Estampas de la Biblioteca Nacional.) [36]

Firma de Rodrigo de Cervantes, contador de la Goleta, en 1.º de Abril de 1536. [37]

Firma en documento inédito, de soror Luisa de Cervantes, hermana del contador de la Goleta. -Córdoba, 20 de Septiembre de 1585. [39]

Estas familias poseían bienes de fortuna, pues se trasluce que los Torreblancas, los Cervantes y los Cabreras vivían con cierta ostentación. Ahora, no se confundan con algunos homónimos nobles, que, para evitarlo, conviene señalar. De la estirpe de los Cabreras de ilustre prosapia, nada más elocuente que la Casa de Cabrera en Córdoba. Bastará citar a Juan Alonso Cabrera, que casó con doña Leonor de Escamilla y tuvieron a doña Marina Cabrera. De los Torreblanca, a don Lope Gutierre de Torreblanca, desposado en 6 de Enero de 1600 con doña Francisca de Saavedra y Carrillo, hija de don Martín de Saavedra y Caicedo y de doña Francisca [41] de Saavedra. Asimismo son dignas de mención Inés de Cabrera, esposa del célebre caballero cordobés don Lope de Sosa (el de La Cena de Baltasar del Alcázar), alguacil mayor de Jaén y gobernador de la Gran Canaria; y Ana e Isabel de Cabrera, las hermanas del famoso orador sagrado fray Alonso de Cabrera, aunque no de tan elevada alcurnia, pues se prodigó este apellido de Cabrera en familias de la clase media y aun de condición humilde. Del Nobiliario de Córdoba se infiere no sólo los enlaces de los Torreblancas con los Saavedras, sino de éstos con los Cabreras. Y a mi ver fue de aquí, de Córdoba, de donde tomó su segundo apellido nuestro PRÍNCIPE DE LOS INGENIOS para ostentar nobleza de sangre. Pero ni es posible demostrar que doña Catalina de Cabrera, cuya genealogía, hasta hoy, se ignora, perteneciese a esta clase noble, ni tampoco que los Díaz de Torreblanca procedan del ilustre linaje de los Torreblancas que tuvieron por tronco al caballero navarro Fernando o Andrés Alonso de Torreblanca, servidor de los reyes don Juan II y don Enrique IV y

alcalde de Cabra. Aparte de esta línea noble y de solar conocido, abundaron mucho las familias de apellido Torreblanca en Córdoba durante los siglos XV y XVI. De una de ellas provenía el padre de doña Leonor, bachiller Juan Díaz de Torreblanca, médico y cirujano, que matrimonió con Isabel Fernández [42] y aparece como hijo mayor de los cinco de su padre, Rodrigo Díaz de Torreblanca, y su mujer María Alonso, casada luego en segundas nupcias con el médico maestre Juan Sánchez. [43]

Firma, en documento inédito, de soror María de Cervantes, hija del bisabuelo paterno de MIGUEL DE CERVANTES. -Córdoba, 12 de Noviembre de 1532. [40]

Firma, en documento inédito, de Fray Rodrigo de Cervantes. -Córdoba, 30 de Abril de 1544. [40]

Firma, en documento inédito, del bachiller Juan Díaz de Torreblanca y de su suegro Diego Martínez. -Córdoba, 11 de Enero de 1495. [42]

Firma, en documento inédito, del famoso médico Luis Martínez («Maese Luis»). Córdoba, 23 de Junio de 1546. [43] Dicha Isabel Fernández era hija del rico mercader Diego Martínez y de su esposa Juana Fernández. Diego Martínez, hijo de un Luis Martínez tuvo, además de Isabel, tercero de sus hijos, otros cuatro vástagos. [44] Nada sabemos de los hermanos, caso de haber existido, del tatarabuelo de CERVANTES, Pedro Díaz de Cervantes; de su profesión, naturaleza, etcétera. Asimismo su hijo Rodrigo debió de tener algún hermano llamado Pedro Díaz de Cervantes, a tenor de la tradición familiar de repetir los nombres de padres a hijos; pero no se halla rastro de él. Ni tampoco de un Andrés Díaz de Cervantes, que pudo existir igualmente, por la misma razón. Porque el nombre se reproduce en el hijo menor del licenciado Juan de Cervantes y en los hijos mayores de Rodrigo de Cervantes (Andrés y doña Andrea), hermanos de nuestro MANCO inmortal. Rodrigo Díaz de Cervantes sería natural de Córdoba, aunque por la índole de su profesión algunas veces se ausentase de ella. Las acémilas de que en 1515 se desprende su hijo el licenciado Juan, también panero, como él, parecen indicio de que extendían su

comercio de paños con auxilio de sus criados, en tiempo de ferias, por los pueblos de la comarca: negocio [45] que, puesta la vista en más altos destinos, debió de liquidar el propio Juan al fallecimiento de su padre. Este murió, ya muy viejo, pasado el año de 1506 y antes de 1515. [46] Había vivido toda la interesantísima y agitada vida cordobesa de la segunda mitad del siglo precedente y moría satisfecho con la reputación de su hijo Juan, muy joven nombrado abogado de la Inquisición. De las relaciones que con ella tuvieron los Cervantes, se preció siempre la familia. El propio MIGUEL declarará un día «ser hijo e nieto de personas que han sido familiares del Santo Oficio de Córdoba». Precisamente lo que más resalta de la vida de Córdoba en los finales del siglo XV y albores del XVI son las luchas entre populares y judíos, y las derivaciones jurídicas subsiguientes al decreto de expulsión. Ya en 1473, un año antes de iniciarse el glorioso reinado de los Reyes Católicos, había presenciado Rodrigo Díaz de Cervantes los sangrientos sucesos, alborotos, crímenes, saqueos e incendios del populacho contra los conversos, de que fue la primera víctima un Torreblanca. [47] Era el 14 de Marzo. La ciudad, desde tiempo anterior, hallábase dividida en dos partidos: el de los cristianos viejos, que acaudillaban el conde de Cabra, don Diego Fernández y el obispo don Pedro de Córdoba y Solier; y el de los cristianos nuevos, o conversos, patrocinado por el famoso don Alfonso de Aguilar, hermano del célebre Gonzalo Fernández de Córdoba, más tarde Gran Capitán, y actor también en los tristes episodios. Habíase fundado una Cofradía de la Caridad, y de ella quedaron excluidos los conversos. Caía el 14 de Marzo en domingo segundo de Cuaresma, y los cofrades habían dispuesto una procesión de gran aparato para solemnizar el establecimiento de su Cofradía, bajo la advocación de la Madre de Dios. Reía ya la Primavera en el cielo andaluz y afloraba pujante en los campos que fertiliza el Guadalquivir. Córdoba disponíase a exteriorizar su fe. Era corregidor don Francisco de Valdés, alcalde Alfonso Pérez Saavedra y alguacil mayor Gonzalo de Godoy. Desde muy temprano las calles que había de recorrer la procesión aparecieron sembradas de flores; y los muros de las casas, cubiertos de ricos tapices. En balcones y ajimeces, quitadas las habituales celosías, lucían su gala y hermosura las incomparables hijas de Córdoba. El júbilo y esplendor universal sólo veíanse turbados por el imprudente retraimiento de los conversos: sus moradas aparecían cerradas y sin colgaduras. Al llegar la procesión a la calle de la Herrería, no lejos de la catedral, un clamor de la muchedumbre advirtió de algo extraño. De la casa de cierto converso rico, una jovencita arrojó inadvertidamente un jarro de agua. El incidente se hubiera esclarecido sin consecuencias; pero el herrero Alonso Rodríguez, dando gritos de que eran orines y no agua, vaciados de intento para ofender a Nuestra Señora, incitaba a la muchedumbre a vengarse. Intervino Pedro de Torreblanca, escudero del alcaide de los donceles, y trató de convencer al

Rodríguez de que era agua lo vertido. Mas no estaban los ánimos para ponerse a discutir, como en la venta de don Quijote, si la bacía era o no yelmo, o si la albarda era o no jaez, y el herrero, ciego de furor, por toda respuesta, asestó una cuchillada a Torreblanca. Fue la señal y principio del motín, de la matanza y del incendio. Desde aquel instante no hubo desmán ni crimen que no se cometiera por el populacho. A ellos siguieron el robo y el pillaje, que durante tres días enlutaron a Córdoba. Don Alfonso de Aguilar, su hermano Gonzalo Fernández de Córdoba, y algunos hombres de armas de su casa, corrieron a dominar la bárbara revuelta. Hallaron a Alonso Rodríguez, al frente de los levantiscos, en el Rastro. El de Aguilar le intimó a retirarse; pero el herrero le contestó con atroces insultos, que ofendieron la nobleza del prócer. Éste se lanzó sobre [48] Rodríguez y le pasó de parte a parte con su lanza. Trabose terrible contienda con los revoltosos, que dieron a huir y acogerse al patio del convento de San Francisco; pero Aguilar y su hermano cerraron con ellos, y acuchillándoles sus hombres de armas, creyeron dominado el motín.

Córdoba. -La evocadora Cruz del Rastro. Con el nuevo día, la situación vino a empeorar. Mediaban antiguos agravios entre don Alfonso y don Diego de Aguayo, caballero principal de Córdoba. Vio éste ocasión propicia para satisfacerse, y concitó a las masas populares contra su rival. Recogieron los amotinados el cadáver del herrero, lleváronle en procesión lúgubre a San Lorenzo y le tributaron los honores del martirio. Una muchedumbre de veinte mil personas se congregó al intento. Excitada, renováronse las escenas de exterminio. Fueron pasadas a sangre y fuego muchas casas de las calles de Santa María de Gracia, San Pablo, San Lorenzo, la Ropería, los Marmolejos, la Feria, la Curtiduría, la Alcaicería, la Platería y otras. También saquearon la Aljama. En el sitio en que cayó Rodríguez, la Cofradía puso la llamada Cruz del Rastro, que perseveró durante más de tres siglos en Córdoba. Don Alonso, impotente para dominar la revuelta, o no queriendo agravarla más, retirose al Alcázar, y allí recogió a los conversos y judíos que pudieron seguirle, para substraerles a las iras de los exaltados. Al cabo de cuatro días, cesó el saqueo, «cansada la rabia popular», dice una crónica de la época, y ordenose el destierro inmediato de Córdoba de los conversos que escaparon con vida. Salió también desterrado don Alfonso de Aguilar y llevose consigo a los conversos y judíos refugiados en el Alcázar. Los que no pudieron acompañarle, dice otra crónica, «fueron despojados en los caminos, sin ninguna conmiseración, así de las haciendas como de las vidas». Reprobose la conducta de don Alfonso; mas él se excusó, afirmando su sincero catolicismo, y el haber obrado de aquella suerte por espíritu de caridad. Con todo, no pudo impedir las censuras eclesiásticas. Más tarde fue, como es sabido, el héroe que tantos días de gloria dio a su [49] patria en la conquista de Granada y que sacrificó su vida, peleando en las Alpujarras, por la religión de sus mayores. Los sucesos de Córdoba, a que se halló presente el cronista Alfonso de Palencia, extendiéronse, con la misma desolación y matanza, a Montoro, Bujalance, Adamuz, la Rambla, Santaella y otros lugares del obispado.

No se habló de otra cosa durante mucho tiempo en la ciudad de los Califas. El pañero Rodrigo Díaz de Cervantes, bisabuelo de MIGUEL, vivía entonces en la colación de San Bartolomé y tenía ya varios hijos de su mujer doña Catalina de Cabrera. Pronto nacería el abuelo Juan. Tres años más tarde y como perduraran los malos resabios de tiempos precedentes, los Reyes Católicos establecían la Inquisición. No había sólo que purificar la fe, era preciso también limpiar de bandoleros el país, y otros tres años después instituíase la Santa Hermandad. Fernando e Isabel seguían incansables. Necesitaban aún borrar la gran afrenta de la conquista musulmana: echar a los invasores. Y vino el año 1492, y con él la caída de Granada... Pero corremos al mercado antes que nuestro caballo. Todavía Córdoba, desde donde parten las postreras y felices campañas de la Reconquista, ha de recabar poderosamente nuestra atención. Un hombre de humilde atavío, alto de cuerpo y altivo de presencia, rubicundo y pecoso, la tez encendida y en los ojos la llama del genio, llega a la antigua capital del Califato el 20 de Enero de 1486. Es Cristóbal Colón, nuncio de cosas extraordinarias. Desde su llegada de Portugal y conocimiento con fray Juan Pérez en la Rábida, ha errado en pretensiones por Huelva, por Sevilla, por el Puerto de Santa María. Busca un valedor y tres o cuatro naves con que emprender una nueva ruta a la India por Occidente. Los que le oyen quedan atónitos. ¿Se tratará de un italiano burlador? Muchos por tal le tienen. Solicita el auxilio del duque de Medinasidonia, quien rechaza la empresa y le despide sin apelación. Desanimado, desde Sevilla quiere pasar a Francia. En Sevilla se relaciona con mercaderes y banqueros paisanos, genoveses unos, florentinos otros, como Juanoto Berardi. Alientan su pretensión y le introducen con don Luis de la Cerda, primer duque de Medinaceli. El duque escucha al Navegante, le disuade [51] de que pase a Francia y acepta el proyecto. Acogido en su casa del Puerto de Santa María, el prócer ordena que se construyan tres o cuatro carabelas bajo su inspección y se le suministre lo necesario para una larga travesía. Todo se acomete con rapidez. Colón ve acercarse la realización de sus sueños: las naves llegan a tener colocadas las quillas.

Isabel la Católica. (Cuadro de J. Bécquer. -Galería de San Telmo, de Sevilla.) [50] En este lapso de tiempo, que dura casi dos años, la noticia de la expedición va extendiéndose, alcanza a la corte; unos se mofan, otros inquieren con curiosidad; el rumor crece y se abulta en alas de mil conjeturas y fantasías: el duque proyecta una expedición inusitada. Murmúrase, en fin. A Medinaceli, entonces, le asaltan escrúpulos y reparos. Sin permiso de los Reyes no puede realizar tal empresa. Está procediendo a espaldas suyas. Entrevé la negativa del permiso y aun el posible disgusto de los monarcas. Inmediatamente manda suspenderlo todo, desiste del proyecto y ofrece el asunto a Sus Altezas, como más propio de ellos que de él. A este fin, escribe desde Rota a la Reina Isabel. La respuesta de la

soberana es que le envíe a Colón a Córdoba. El genovés recibe la grata nueva de que el negocio se transfiere a la corona de España y sale en dirección a la corte con un pliego del duque para la Reina, en el cual don Luis la suplica que, pues él no quiso «tentar» la empresa y la aderezaba para su servicio, le hiciera merced y parte de ella, y que la carga y descarga del negocio fuese en el Puerto de Santa María. Lleva también Colón, seguramente, cartas de Berardi y otros italianos, desde Sevilla, para Luis de Santángel, para el contador mayor Alonso de Quintanilla, para los mercaderes genoveses Spíndola, para los boticarios Lucian y Leonardo de Esbarroya... No se le oculta al Nauta la dificultad de los tiempos, de duro estruendo militar, ni que la movilidad de la corte es mucha, para atender a otros negocios. La guerra de Granada se intensifica, recélase una probable lucha con Francia por la restitución del Rosellón y la Cerdaña; no ha terminado la organización de Castilla ni la sumisión total de Aragón; se prevé la intervención en Navarra. Cuando el Descubridor llega a Córdoba, todavía no han regresado los Reyes, que invernan en Alcalá de Henares. En aquel preciso 20 de Enero se encuentran en Madrid. Esto le dará tiempo para orientarse, preparar [53] la favorable acogida a su proyecto, adquirir amigos que lo apoyen, procurar convencer a quienes no lo encuentren asequible.

Fernando el Católico. (Cuadro de J. Bécquer. -Galería de San Telmo, de Sevilla.) [52]

Gran emoción debió de causarle la ciudad. En Córdoba iba a verificarse la entrevista cuyos resultados harían cambiar la faz del Universo. ¡Córdoba! ¡Séneca! He aquí el nombre que continuamente llevaba en la imaginación. Porque antes que él concibiera el asombroso Proyecto, ya lo había profetizado Séneca muchos siglos atrás. Todo Córdoba hablaba por Séneca, y todos sus pensamientos afluían a este pasaje de la Medea: «Vendrá un tiempo, en el curso de los siglos, en que el Océano ensanche los límites de las cosas y se descubra un inmenso continente: entonces Tetis (reina de las ondas) revelará nuevos mundos, y Tule (Islandia) no será ya la última de las tierras». Ese tiempo había llegado. Córdoba, pues, ejercía en el Nauta una singular fascinación. Los Reyes retrasan su vuelta, a causa de acontecimientos imprevistos. Colón aguarda y confía. Transcurren los meses de Febrero, Marzo y casi todo Abril. Los Spíndola y los Esbarroya han debido de proporcionarle relaciones de amistad. Isabel y Fernando, después del 23 de Enero, en que todavía están en Madrid, van a Segovia, de allí a Medina del Campo, pasan a Toledo y Alba de Tormes, se dirigen después a Béjar, y, finalmente, por Guadalupe, llegan a Córdoba el 28 de Abril. La entrevista no se dilata. Colón suplica a sus favorecedores, que vienen con el cortejo real, a Quintanilla, a Santángel. El propio cardenal González de Mendoza le negocia la entrevista con Sus Altezas. La fecha queda fijada. En la segunda semana de Mayo, según nuestras conjeturas (la Historia no concreta el día), Colón se presentó en Palacio con la

carta del duque de Medinaceli. Otorgada licencia para hablar, expuso su proyecto con elocuencia, pero sin claridad bastante. Le oyeron los Reyes (en sentir de Las Casas) «con benignidad y alegre rostro», y acordaron «cometer el asunto a letrados». Después la Reina encarga a Alonso de Quintanilla escriba a Medinaceli, diciéndole que ha recibido a Colón; que no tiene el negocio por muy cierto; pero que, si se acertase, ella daría parte de la empresa [55] al duque. Al propio tiempo, el Rey sometió el asunto al prior de Prado (fray Hernando de Talavera), «para que con los más hábiles cosmógrafos confiriesen con Colón». Pocos días después, hacia el 18 de Mayo, el mismo Rey partió de la ciudad y se apoderaba de Loja el lunes, 28.

Cristóbal Colón, primer Almirante de Indias. (Anónimo. -Madrid. Museo Naval.) [54] Colón esperó en Córdoba la constitución de la Junta, y selló en el ínterin nuevas relaciones, entre ellas con los ascendientes de CERVANTES que ya conocemos: el maestre Juan Sánchez, el bachiller Juan Díaz de Torreblanca, quizá el propio Rodrigo Díaz de Cervantes, Pedro y Fernando Ruiz Tocino: todos ellos emparentados y amigos íntimos de les Esbarroya y los Enríquez de Harana. Del trato con unos y otros, surgirá su conocimiento con esta última familia, y de ella sus relaciones amorosas con Beatriz. Los cosmógrafos llamáronle al cabo y confirieron con él muchas veces. Colón habló y habló, sin explicarse mucho, «dando razones y autoridades (dice su hijo don Fernando) para que tuviesen la empresa por posible, aunque callando las más urgentes, porque no le acaeciese lo que con el rey de Portugal». Preguntáronle en qué se apoyaba. Señaló por causas de su proyecto: los fundamentos naturales, la autoridad de los escritores y los indicios de los navegantes. No podía extenderse a más. La Junta emitió informe desfavorable; pero con algunos votos en contra, como el del P. Marchena. De suerte, que no hubo unanimidad. Ello bastó para que el dictamen no pesara en el buen ánimo de los Reyes; y así, a su retorno a Córdoba, responden a Colón que se hallaban impedidos de entrar en nuevas empresas, por estar empeñados en muchas guerras y conquistas; «pero que con el tiempo habría mejor ocasión para examinar sus proposiciones y tratar de lo que ofrecía». No era disculpa. Acababa de estallar en Galicia la rebelión del conde de Lemos. A sofocarla partieron Fernando e Isabel: la desarticuló su sola presencia. Entretanto, fray Diego de Deza, molesto por el parecer de la junta, hacía reunir las Conferencias de Salamanca. Colón fue oído ahora por eminentes personalidades. Repitió sus argumentos. No se explayó tampoco; mas bastaron sus razones para conseguir un informe favorable. Cuando en el invierno de aquel año llegan los Reyes a Salamanca, de retorno de Galicia, todo ha cambiado. Fray Diego y otros convencidos, con Quintanilla y Santángel, aconsejan el proyecto a los monarcas. Y por eso éstos, al regreso en Febrero de 1487 a Córdoba para emprender el sitio de Vélez Málaga, insisten en decir a Colón, por medio del tesorero

Francisco González de Sevilla, que «cuando las circunstancias lo permitieran, se ocuparían detenidamente de su pretensión». En 5 de Mayo ordenan que se le entreguen los primeros tres mil maravedís. Desde aquel instante Cristóbal Colón está oficialmente al servicio de los reyes de España.

Granada. -Inscripción en la ermita de San Sebastián, antes mezquita, sitio hasta donde salió el Rey Católico a despedir a Boabdil, después de la entrega de las llaves de la ciudad. [56] No es nuestro propósito registrar todas las vicisitudes de la empresa del [57] Descubridor, sino sus estancias en Córdoba, en relación con los ascendientes de CERVANTES, sobre todo con aquel maestre Juan, «buena persona», como dice Fernández de Oviedo, que le conoció; y porque en una visión de Córdoba en las postrimerías del siglo XV, no podía eludirse el principal escenario que tuvo la iniciación del Descubrimiento de América.

Firma de Beatriz Henríquez de Harana en un poder suscrito en Córdoba, a 11 de Mayo de 1521, para que Francisco de Cuzano cobrara de Juan Francisco Grimaldo los maravedís que tuviera a bien darle por su hijo don Fernando Colón. Todo aquel año de 1487 permaneció Colón en Córdoba, excepto una breve escapada, llamado por los soberanos al Real (al cerco de Málaga), no se sabe con qué designio, en 27 de Agosto, para lo cual le libran 4000 maravedís, sobre 3000 más entregados el 3 de Julio. En 10 de Octubre recibe otros 4000 y se encuentra de nuevo en Córdoba.

Publicación en Palos, en 1492; de la orden relativa al armamento de las carabelas de Colón (Cuadro del Convento de la Rábida.) [58]

Corresponde esta época a sus amores con Beatriz. En el Real hay burlones [59] de su proyecto, y Córdoba parece entenderle mejor. Le sirve de refugio y de oasis. Beatriz Enríquez de Harana es a la sazón una linda cordobesa, lugareña, pero culta, de unos veinte años, que vino con su hermano Pedro a la capital desde el pueblecito de Santa María de Trassierra. Ahora se halla bajo la tutela de su tío Rodrigo. Su primo Diego de Harana es ya gran amigo de Colón.

Firma y siglas de Cristóbal Colón en el aviso de un pago (21 de Octubre de 1501). Ningún campo más abonado que Córdoba, siempre de alma romántica, para el germen de las fantasías del Navegante. En casa de los Spíndola, en las boticas de los Esbarroya, Colón debió de explanar muchas veces su empresa ante ellos y los médicos maestre Juan y

su hijastro Díaz de Torreblanca, ante los Ruiz Tocino y el trapero Díaz de Cervantes, ante los Enríquez de Harana, emparentados unos, amigos todos. Colón, que más que descubrir un Nuevo Mundo (y eso no lo sospechó jamás) se tropezó con él; que, si acaso no navegó con los papeles de otro, resultó un instrumento de la Providencia (y este último color, como hombre discreto, dio él a su Hazaña), Colón, digo, narraría, sobre los muchos azares en sus largos años de navegación, aquellas monstruosas fábulas del Cipango, del Catay y del Gran Khan; aquella singularísima ciudad de Quisay y sus diez puentes de piedra mármol; los templos y casas reales cobijados de oro puro, con otra enorme cáfila de dislates leídos en Toscanelli [61] y Marco Polo, que hacían desconfiar de su empresa y provocaban los donaires de los cortesanos.

Expulsión de los judíos de España. (Cuadro de Emilio Sala. -Museo de Arte Moderno.) [60] Beatriz, al oírle, quedaría prendida y prendada de su facundia y maravillosos relatos. Sólo un afecto admirativo podía inspirar Colón, ya en la cincuentena. Seducida Beatriz, semejantes amoríos no encadenaron (afortunadamente) al cauto genovés, que parece no vivía sino para su proyecto, y prosigue, con la misma fe ciega, sus gestiones cerca de los Reyes. Mas a estas dulzuras, envueltas en cautelas, sucede pronto un trance pesimista. Don Cristóbal no cumple su palabra de matrimonio: no la cumplirá nunca. Pedro, el hermano de Beatriz, afrentado, huye de Córdoba. Colón quiere también huir. No queda otra salida a su amor. No la ve tampoco a su proyecto, siempre demorado. Y toma una determinación radical. Es una jugarreta a los Reyes Católicos, bien poco digna. Olvidando los agravios que recibiera en Portugal, escribe al rey don Juan II, proponiéndole reanudar las negociaciones, el cual le contesta desde Avís en 20 de Marzo de 1488. ¿Sintió el Nauta rubor? Se ignora. Lo cierto es que tres meses más tarde, en 16 de Junio, no lo tiene para recibir de los buenos Reyes de España otros 3000 maravedís con que sustentarse, cobrados probablemente en Murcia. Beatriz da a luz a don Fernando Colón el 15 de Agosto. No son ocasión oportuna para que el genovés se ausente de España los momentos en que los goces de la paternidad, sea cual fuere el afecto que mostrase por Beatriz, le sujetan en Córdoba. Mas Beatriz es, al cabo, abandonada. En 12 de Mayo de 1489 regresan los Reyes a Córdoba, desde Valladolid, y expiden una real célula para que se aposente a Colón y a los suyos (a sus hermanos) en buenas posadas «que non sean mesones, sin dineros», y que los mantenimientos se les den a los precios corrientes. Agregado al cuartel general, concurre al asedio de Baza, tomada en 4 de Diciembre. Y nada concreto sábese de él en los años de 1490 y 1491. Ocúpase en viajar por España, a fin de adquirir noticias convenientes al desarrollo de sus planes; y para atender a su subsistencia, se dedica a «mercader de libros de estampa», o sea, a corredor de libros impresos. ¿Vuelve a Córdoba antes de 1492? Es de creer. Conviene advertir que aunque los

Reyes no entraran en Granada hasta la fecha memorable del 2 de Enero de 1492, la entrega de la ciudad habíase acordado en 25 de Noviembre de 1491. Desde entonces, libres del cuidado de la guerra, Fernando e Isabel tratan de cumplir a Colón las promesas tantas veces ofrecidas. La ruptura de negociaciones que hubo hasta la concordia y firma de las Capitulaciones de Santa Fe, no se debió a ellos, sino al carácter intransigente, o, si se quiere, a la admirable entereza de ánimo del Descubridor, que nunca cedió en sus pretensiones. Pero que, como advirtió el perspicacísimo Rey Católico, hallábanse en pugna con las leyes de España. [62] He aquí de nuevo a Colón en Córdoba en vísperas de su primer viaje a la que el ingrato mundo llamará un día América. Viene a restañar heridas, suavizar asperezas, consolar a su burlada amante, reconciliarse con sus parientes, ver a su hijo don Fernando y preparar el cobijo del otro, don Diego, trayéndole desde la Rábida al lado de Beatriz, para que complete sus estudios. Pronostica toda suerte de bienandanzas. Abona su conducta la importancia de la empresa. Las riquezas fabulosas del Cipango y del Catay serán en seguida el epílogo venturoso de los días de escasez y de infortunio pasados. Todavía le cree Beatriz. Viene, al propio tiempo, con ofertas y a despedirse de los amigos. Nombra a Diego de Harana alguacil mayor de la Armada y se lleva de capellán a fray Juan Infante, sacerdote que dirá la primera misa celebrada en Indias, vicario a la sazón del convento de la Merced, donde se aloja. Extraordinario fue el caso de maestre Juan Sánchez. Cobró tal afecto a Colón, que, no obstante su edad, quiso seguirle a lo desconocido. Dejaba a su familia en buena posición y excelentemente casados a sus hijos. Trataron tal vez de disuadirle los Torreblanca, los Cervantes, los Esbarroya, los Spíndola, los Ruiz Tocino. Inútilmente. Le deslumbró la gran aventura. Lisonjeole el ir de persona de confianza de Colón. Y arrostró los peligros del mar ignorado. Después tuvo el triste fin, en compañía de Diego de Harana, de perecer, con los treinta y nueve hombres que dejó el Descubridor en la isla y fortaleza de La Navidad, a manos de los indios de Caonabo. Mientras tanto, Colón regresaba a España con la nueva genial e inaudita de su Descubrimiento. Era el acontecimiento más trascendental de la Humanidad desde la venida de Cristo. [63]

Capítulo III Nueva época en el mundo. -El abuelo de Miguel de Cervantes. -El médico Juan Díaz de Torreblanca. -Doña Leonor. -Juan de Cervantes, abogado de la Inquisición de Córdoba. Más revueltas en la ciudad. -Cambios de residencia. La instauración de la unidad española y el descubrimiento de las Indias abrían una nueva época no sólo en España, sino en todo el Mundo. En la misma fecha de 1492 aparecía la

primera Gramática impresa en un idioma vulgar: el Arte de la lengua castellana, de Elio Antonio de Nebrija (1445?-1522). No parezca ocioso recordar este libro en la Vida de quien escribió el mejor libro en la propia lengua. El otro acontecimiento, de igual año (31 de Marzo), es el decreto general de expulsión de los judíos, a que ya se aludió, cuya ejecución y consecuencias provocarán aún en Córdoba, poco después, grandes inquietudes. Porque la Inquisición vigilaba. El abuelo de CERVANTES, que pronto entenderá en los negocios tocantes a ella, es entonces un joven de hasta quince años, estudioso y de ingenio vivaz, a quien su padre el mercader Rodrigo, que vive con ostentación y muy a lo hidalgo, quiere dar carrera y enviará en seguida a Salamanca a cursar Derecho. En cierta declaración prestada en Córdoba a 9 de Octubre de 1555, cinco meses antes de su fallecimiento, afirma [64] tener sesenta y cinco años de edad, que nos da la fecha natal de 1490: calendación imposible, por lo que se infiere de otros documentos. Consta como bachiller (carta de pago en Córdoba a su suegro Juan Díaz de Torreblanca) el 29 de Mayo de 1504; y como licenciado (letrado de los pleitos y causas tocantes a las rentas de la misma ciudad), en 8 de Diciembre de 1508, según cédula real fechada en Sevilla.

Córdoba. -Fachada de la iglesia parroquial de San Nicolás de la Villa (la torre fue construida en el reinado de los Reyes Católicos), donde debió de ser bautizado el abuelo de CERVANTES, licenciado Juan.

No es probable, aunque la Ley permitiese ejercer la abogacía a los diez y siete años cumplidos, que a los diez y ocho se le otorgara semejante nombramiento real para un cargo tan difícil como el señalado. Si a ello se agrega (por lo que luego se dirá) que su casamiento con doña Leonor Fernández de Torreblanca debió de verificarse en 1503 o 1504, resultará patente la imposibilidad de que naciera en 1490. A trece años antes, poco más o menos, hacia 1477, hay que retroceder la data. Cuatro documentos más lo prueban, todos suscritos en Córdoba. El primero es un acuerdo capitular, de 17 de Junio de 1500, para que «el bachiller Cervantes» vaya a la corte en razón de varias diligencias y reclamaciones «sobre los paños», con salario de veinte días a 80 maravedís. El segundo, fecha 25 de Septiembre del mismo año, reza: «Otrosi mandaron que se libren a Cervantes, trapero...» etc. Por el tercero vemos que los letrados de Córdoba, entre ellos «el bachiller Cervantes», juran [65] en 19 de Febrero de 1501 sus nuevas ordenanzas. Y por el cuarto, que «el bachiller Cervantes», en 30 de Junio de 1502, es nombrado abogado del real fisco de la Inquisición de Córdoba. ¿Qué menos había de contar, para un cargo así, que veinticinco años?

Firma, en documento inédito, del bachiller Torreblanca. -Córdoba, 11 de Enero de 1495. Con entera probabilidad, pues, pueden establecerse sus estudios de Derecho por los años de 1493-1494 hasta 1498, en que, recibido el título de bachiller, principia (1499) a actuar de letrado. Se licenció algo después de su casamiento.

Poco antes (1504) moría la Reina Católica, tras suscribir su célebre testamento. Entraba a reinar Felipe el Hermoso. Pronto le sucedería el cardenal Ximénez de Cisneros, y un ansia de saber se extendía por todos los ámbitos del país. [67]

Página primera del famoso testamento de Isabel la Católica. (Archivo General de Simancas.) [66] Los descubrimientos de Colón llenaban las lenguas del nombre de España, acrecentada con la conquista de Nápoles y Sicilia. Particularmente en Córdoba, desde las victorias de Ceriñola y Garellano, apenas se hablaba sino del Gran Capitán. Alboreaba, en fin, el jamás igualado por nación alguna, esplendoroso siglo XVI español.

Firma, en documento inédito, de doña Catalina de Cervantes, subpriora del convento de Jesús Crucificado, tía carnal de MIGUEL DE CERVANTES. -Córdoba, 20 de Septiembre de 1585. La profesión de abogado en Córdoba no debía de rendir pingües beneficios al joven bachiller. Se prueba por los míseros 80 maravedís de salario que le concedieron en 1500 por su viaje a la Corte, en aquella fecha en Granada, trasladada desde Sevilla, por la rebelión de las Alpujarras. Cierto que llevaba tres reales más de la provisión; pero invirtió sesenta y tres días en el viaje, que no hiciera de no interesarse por los paños, el negocio de su casa. En cuanto abogado del real fisco, mal comienzo. Intervino como tal en unos autos seguidos en el Tribunal de la Inquisición, e incoados en 30 de Junio de 1502, contra el jurado Luis de Cárdenas, que, según Juan de Cervantes, se había apropiado indebidamente de unas casas en la collación de Santa María, frontero del Baño, antes pertenecientes a Catalina de Palma, arrestada por hereje Judaizante; casas que, en consecuencia, habían pasado a poder de la Real Cámara y Fisco. Perdió el pleito el bachiller, pues Luis de Cárdenas probó su derecho y obtuvo sentencia a su favor, quedándose con aquéllas. Este Cárdenas es el [68] mismo jurado de la collación de Santa María, amigo del padre del letrado, que dos años antes firma como testigo en el poder otorgado por Rodrigo Díaz de Cervantes a favor de Fernando de Ribera.

Firma, en documento inédito, de sor Catalina de Torreblanca, monja en el convento de Santa María de las Dueñas, hermana de la abuela paterna de CERVANTES. -Córdoba, 11 de Mayo de 1532. Juan de Cervantes se prometía ahora más, con su próxima licenciatura y su casamiento con doña Leonor Fernández de Torreblanca. Era ésta, como dijimos, hija del médico y cirujano bachiller Juan Díaz de Torreblanca y de su esposa Isabel Fernández, de la que tuvo nueve hijos, por lo menos: Rodrigo, Juan, Cristóbal, Leonor, Catalina, María Alonso, Juana, Isabel y Constanza. Doña Leonor (que no sabía firmar) fue la mayor [69] de las hembras y quizá de todos. Catalina profesó de monja en el convento de Santa María de las

Dueñas. Con tanta familia, el bachiller hizo prodigios, demasiados prodigios, para vivir con holgura. A pesar de ello, fue hombre de viso en Córdoba en la última década del siglo XV [70] y primeros años del XVI, «bien relacionado, con excelente crédito científico y no escasos bienes de fortuna, aunque de precaria salud».

Firmas, en documento inédito, de Ruy Díaz de Torreblanca y sor Catalina de Torreblanca, hermanos de la abuela paterna de CERVANTES. -Córdoba, 10 de Junio de 1538. [69] Estos bienes, o los más de ellos, fueron granjeados en negocios no siempre pulcros. Al fallecer su progenitor, su madre, con varios hijos menores de edad, casó en segundas nupcias, como ya expresamos, con el bachiller maestre Juan Sánchez, el compañero de Cristóbal Colón en su primer viaje a las Indias. Debido sin duda a este segundo matrimonio de su madre con un médico, Juan Díaz de Torreblanca siguió la carrera de Medicina en la Universidad salmanticense, como, andando el tiempo, hizo su hijo Juan. De su pericia en el arte de Galeno hay testimonios notariales que acreditan varias notables curas por él realizadas durante más de veinte años. En unión del bachiller Fernán Pérez de Oliva (padre del célebre doctor en Medicina Fernán Pérez de Oliva, catedrático de la Universidad de Salamanca) y del maestro Pedro de León, fue alcalde de los físicos en diversas ocasiones; pero en 1493 los genoveses Manuel y Cristóbal de Spíndola recusaron a él y a León como jueces odiosos y sospechosos, en un proceso que contra ellos se seguía. También en 1505, en el cabildo celebrado por la ciudad el día 7 de Julio, se denunciaron los cohechos que cometía el bachiller Torreblanca, prevalido, sin duda, de su cargo de inspector o examinador de medicinas. De otros documentos se colige que fue hombre ambicioso, trapisondista y de un carácter violento e irascible. El hecho más escandaloso de su existencia acaeció en 1495. A principios de este año, su suegro Diego Martínez, él y un tal Juan de Molina, formaron compañía para el arrendamiento de las alcabalas de los paños; pero Torreblanca, valiéndose [71] de su cuñado Juan de Castillejo, los burló pujándoles la renta y quedándose él solo con el arrendamiento, para el cual ofreció como fiadora a su mujer doña Isabel Fernández. Como ésta, dolida de la conducta seguida con su padre, se negara a darle la fianza, fue maltratada y amenazada de muerte por su marido, según hizo constar en dos comparecencias ante escribanos públicos. Al fin, Juan Díaz de Torreblanca salió adelante [72] con su propósito, y el negocio le produjo cuantiosos ingresos. Con lo heredado de sus padres, la buena dote de su mujer, sus ganancias profesionales y las otras no tan legítimas, logró reunir una fortuna más que regular. Poseyó varias fincas urbanas en Córdoba, huertas, hazas de tierra calma, viñas y olivares en sus alrededores, y un molino aceitero en el arroyo de los Pedroches, a dos kilómetros de la población, que aún conserva el nombre de «Molino de Torreblanca». De salud precaria siempre, murió relativamente joven, antes de Abril de 1512. Se conocen de él dos testamentos, el primero otorgado en 13 de Abril de 1498 y el segundo en 1.º de Marzo de 1503. De éste se colige que doña Leonor, [73] a la que lega lo principal de su hacienda, estaba en vísperas de desposorio.

En efecto, el casamiento debió de verificarse a fines de 1503 o principios de 1504. De 29 de Mayo de este año último, es la citada carta de pago suscrita por el bachiller Juan de Cervantes a su suegro el bachiller Juan Díaz de Torreblanca por el recibo de 50000 maravedís, parte de la dote de su esposa Leonor Fernández de Torreblanca, en que figura como testigo Ruy Díaz de Cervantes, padre del nuevo desposado. [74] Casados Juan y doña Leonor, pronto tendrían descendencia, hacia 1505, fecha en que debió de venir al mundo el primogénito Juan, fallecido luego, en la flor de su edad, en Alcalá de Henares. Con el advenimiento del vástago y tal vez la inminencia de otro, crecieron sin duda las aspiraciones del bachiller, que por entonces se licenciaría. Los negocios abogaciles no prosperaban, y su cargo en el real fisco de la Inquisición atravesaba honda crisis.

Córdoba. -Torreón del Homenaje del Alcázar de los Reyes Cristianos, donde estuvo establecido el Tribunal de la Inquisición desde el reinado de los Reyes Católicos, y donde actuó de fiscal y de juez de los bienes confiscados por el Santo Oficio el abuelo de CERVANTES. Hoy es cárcel pública.

Eran los días terribles de Diego Rodríguez de Lucero, el enemigo irreconciliable del virtuoso Fr. Hernando de Talavera. El inquisidor (a quien pronto apresaría el gran Cisneros) encerraba duramente en las cuevas y calabozos del Alcázar Viejo, lugar de sus prisiones, a todo lo más ilustre de Córdoba y su obispado. Los horrores de 1473 tenían una segunda edición en 1506. Auxiliaba a Lucero el judío portugués Enrique Núñez, ducho en condenar arrancando a las víctimas falsas declaraciones. Ciento treinta y cuatro inocentes acababan de ser quemados en público, y con tan claras pruebas de acrisolado catolicismo, que la ciudad recabó aquel mismo año de 1506 la presencia allí de Fernando el Católico, «para que justificase por su persona y sus jueces los excesos que contra Dios se cometían». Sumáronse a la protesta los [75] caballeros y jurados, los veinticuatros y regidores, frailes, monjas, canónigos y dignidades, arcedianos y deanes, «pidiendo enmienda de la injuria y del escándalo que a la religión se seguían, con mezclarlos y confundirlos bajo el anatema de la supuesta herejía, que a todos igualmente abrumaba». Invocaron las prerrogativas de la Iglesia los antiguos fueros, los grandes servicios prestados en todo tiempo a la causa de la fe. Empeño inútil: Lucero siguió cometiendo tropelías y violencias de tal magnitud, que los cabildos hubieron de dar cuenta al mismo Pontífice, a todas las iglesias y prelados, a todos los concejos y regimientos, a todos los magnates y grandes de Castilla, pidiendo amparo y defensa. A 10 de Enero de 1507 el Rey Católico recibía carta de los cabildos, en la que declaraban que «si Dios por su infinita misericordia no diera lumbre para manifestar las falsedades e maldades del Lucero, se abrasaría e destruiría e quedaría aquel reino deshonrado e en perpetua infamia». El inquisidor, sin embargo, llevando al último extremo su osadía y sin medir el grado de efervescencia en que se hallaban todas las jerarquías sociales de la ciudad, ordenó prender a gran número de ciudadanos de los más poderosos y bienquistos. Corriose la voz de que era pretexto para quitarles las haciendas; y entonces, el

mismo pueblo que atentara contra los conversos en 1473, y antes en 1391, corrió al Alcázar con ánimo de apoderarse y castigar al inquisidor. Huyó éste disfrazado; entró la muchedumbre en el Alcázar, atropelló a ciertos oficiales del Santo Oficio y dio libertad a los últimos presos. Al conocerse el tumulto, quísose proceder contra los principales de la ciudad, así seglares como eclesiásticos, acusándoles de promotores de la asonada. Pero el Consejo Real tomó entonces cartas en el asunto para asegurar la quietud pública. Entretanto, era nombrado inquisidor general el cardenal Ximénez de Cisneros. Inmediatamente ordenó la prisión de Lucero y reunió en Burgos, de donde pasó a Valladolid con la corte, una gran Congregación Católica para examinar el caso con la madurez que acostumbraba. Acudieron a ella eminentes personalidades, prelados, doctores, inquisidores y teólogos; y con fecha 9 de Julio de 1508 declarábase que eran írritos, mal formados y llenos de falsedades los procesos de Lucero, tanto en lo referente a los «sermones en aparato y con insignias», atribuidos a muy virtuosos eclesiásticos (fray Hernando de Talavera), como a las declaraciones de personas viles y perjuras, las cuales -según la sentencia- «son de cosas non verosímiles e tales que non caben, nin se adaptan, al juiçio e entendimiento humano». Digna sentencia esperada. Así, «por decreto real eran restituidos en sus honras, dignidades y buena fama los caballeros, eclesiásticos y ciudadanos infamados por el. prevaricador; las casas derribadas por éste a título de sinagogas, reedificadas por el fisco, para que no quedase vestigio [76] de la impostura; y Córdoba, pasado aquel eclipse, rehabilitada en su antiguo buen nombre». La actuación del licenciado Cervantes en estos acontecimientos, como abogado del real fisco en la Inquisición, desconócese. De aquel año de 1508, memorable por la instauración de la Universidad de Alcalá (ideada en 1498), no hay otro documento suyo que el expresado de 8 de Diciembre, para el cobro de 10000 maravedís por cuenta de lo que «oviese de aver por el tiempo que se ocupare en entender como letrado e abogado en los pleytos e cabsas tocantes a las rentas de la cibdad de Cordova de ciertos años pasados e deste presente...» Cobrada aquella suma y terminado su cometido, los archivos de Córdoba no vuelven a mencionarle hasta 1511. En el ínterin, el licenciado da comienzo a una serie de mudanzas de vecindad por toda España, que, con más o menos breves intermitencias, dura unos treinta y cinco años. Estas dilatadísimas ausencias de su patria obedecieron a su profesión. Adquirida sin duda fama de experto, confiáronsele sucesivamente diversos cargos de justicia, unos por grandes señores en sus estados, otros por nombramiento real. Sabido es que antiguamente ciertos empleos judiciales de carácter oficial no duraban más de un trienio. De ahí que el licenciado, en esos siete lustros, peregrinara por diez o más poblaciones distintas. La sede, sin embargo, siempre radicaba en Córdoba. Y así, a la terminación de cada uno de sus cargos, o tras el habitual juicio de residencia, Juan de Cervantes volvíase a Córdoba con su familia, y allí esperaba o gestionaba el nombramiento para la nueva misión, alcaldía, corregiduría o tenencia que desempeñar.

[77] Capítulo IV Juan de Cervantes, en Alcalá de Henares. -Ximénez de Cisneros vuelve de Orán. Nacimiento del padre de Miguel de Cervantes. -Estancias en Córdoba. -Revuelta de las Comunidades. -El licenciado Cervantes, en Toledo. -Teniente de corregidor en Cuenca. Acusaciones de cohecho contra él. -Otra vez a Córdoba. -En Sevilla. El primer empleo judicial del licenciado Juan de Cervantes fuera de Córdoba hubo de lograrlo en 1509 en Alcalá de Henares, no de corregidor, como ya rebatimos, sino de teniente del mismo. Quizá el cargo lo debiese (es muy lógica conjetura) al propio corregidor, Pedro de Cervantes, que lo era por nombramiento, según se indicó, del cardenal Ximénez de Cisneros, conquistador glorioso de Orán el propio año. No insistiremos más sobre el posible parentesco entre el comendador Pedro y el licenciado Juan. Lo indubitable es el cargo de éste en Alcalá y la coexistencia de los dos Cervantes, deducida y esclarecida del parangón entre los documentos manejados por Sigüenza y los allegados por Fernández de Navarrete y Máinez, en perfecta consonancia con la fecha y lugar del nacimiento de Rodrigo de Cervantes (el padre de MIGUEL) que sugiere el pleito de Gregorio Romano descubierto por Alonso Cortés. El licenciado Juan debió, pues, de abandonar Córdoba, en compañía de doña Leonor y de su hijo Juan, niño de unos cuatro años, a principios de 1509, y residir en Alcalá hasta el verano de 1510: año y medio aproximadamente. [79] Entre ambas fechas es preciso colocar el nacimiento de su hijo Rodrigo, que había de ser el padre de nuestro glorioso MANCO.

Fray Francisco Ximénez de Cisneros. (Colección de Lázaro Galdiano.) [78] No era a la sazón el cargo de teniente de corregidor en Alcalá de escasa monta. La villa, sueño y encanto, o como si dijéramos, amada espiritual del poderosísimo Ximénez de Cisneros, adquirió pronto un esplendor inusitado con la reciente Universidad. Quería el Cardenal que compitiese y aun aventajara a la de París. Comenzó a henchirse de estudiantes, construyéronse muchas casas, se acrecentó prodigiosamente el tráfico. Pronto sería un hervidero, una colmena; y así, un orden perfecto, una recta justicia, una férrea disciplina había de imperar. El corregidor, tras de recorrer de arriba abajo la villa entera, no se acostaba ninguna noche sin asegurarse de que reinaba una completa quietud.

Firma del Cardenal y Arzobispo de Toledo, Ximénez de Cisneros. Pero los corregidores, por lo común, delegaban todo en sus tenientes, y los tales llevaban el peso del cargo, como eran las rondas nocturnas, acompañados de alguaciles y corchetes. En consecuencia, las funciones del licenciado Cervantes debieron de ser, en aquellos meses, de mucha responsabilidad, y su actuación, intensa y movida.

A poco de posesionarse de su cargo, regresaba victorioso Cisneros de su expedición a Orán. Saldría con las demás autoridades a recibirle a una jornada de la villa. Era un día espléndido, segundo del mes de Junio. Habíase roto un lienzo de la muralla para que penetrase con toda magnificencia el conquistador; pero Fray Francisco no quiso entrar sino por la puerta. Acudió la Universidad, con el cuerpo de las Facultades, a que presidía el rector, Pedro Campo, llevando a su izquierda el cancelario, y después todos los colegios. Concurrió también el senado y pueblo complutenses, con lujo, de gala y de fiesta, como pedía el inusitado acontecimiento. Las campanas de todos los templos repicaban la gloria, y era incienso a las nubes la pólvora de las salvas. Recorrió la comitiva las principales calles. Iban delante los gremios con sus atributos. Seguían los moros cautivos, los camellos cargados de ricas preseas de banderas, de alhajas de las mezquitas, de las cerraduras y llaves de la ciudad. Traían libros arábigos [80] de Astrología y Medicina y los cañones cogidos al infiel, que luego convirtiéronse en las claras campanas del Colegio de San Ildefonso. Venía el Cardenal grave y apuesto, estilizada su magra y sarmentosa figura, brillantes los ojos de acero, hundidos de fiebre de gloria, cansados, no abatidos; la mirada, serena; el color, macilento; la expresión, de ceniza.

Alcalá de Henares. -Torreones de la muralla. Llegado al palacio arzobispal, Cisneros sentó a su mesa a sus mejores amigos y consejeros, entre ellos al gran teólogo Hernán de Balbas, colegial mayor, a quien apreciaba singularmente. Mostrose parco en la conversación, sin aludir para nada a Orán. Balbas se atrevió a decirle que se le conocían en el semblante los trabajos de la guerra. Cisneros repuso: «-Balbas, desconoces mis bríos; diérasme un ejercito obediente, que yo te diera no sólo a Orán, sino a toda el África conquistada, aunque mi salud está desflaquecida». El Cardenal, luego de haber descansado algún tiempo, reanudaba a poco su gran obra de la Biblia Complutense. No andaría ocioso el licenciado Cervantes. Un año aún duraría su tenencia en Alcalá. El comendador Pedro ostentaba todavía su cargo de corregidor en 30 de Abril de 1510; pero en 29 de Septiembre del mismo año ya le había sucedido, según notamos, Juan de Barrionuevo, años antes regidor. Nuestro licenciado, al cesar el comendador, despidiose de Alcalá de Henares. [81] En 11 de Marzo de 1511 hallábase ya de regreso en Córdoba, pues su firma aparece en tal fecha en una escritura de don Luis Méndez de Sotomayor. Cuatro meses después, el 31 de Julio, figura como testigo en otra escritura, otorgada en Córdoba por Francisco de Juera, renunciando su oficio de regidor de Alcalá la Real.

Córdoba. -Portada de la iglesia parroquial de San Pedro, donde serían bautizados los tíos paternos de CERVANTES.

Además de Juan y Rodrigo, el licenciado contaba con un tercer vástago, la niña doña María. Ésta, menor de veinticinco años en Abril de 1552, o nació en Córdoba en el de 1511, o acababa de venir al mundo cuando su padre se trasladó a Alcalá. No creo naciese aquí a raíz del viaje a Compluto. Sin embargo, ella siempre moró en Castilla y tuvo propiedades en Alcalá. De lo que no cabe duda es del nacimiento en ésta del padre de CERVANTES, que acaecería a fines de 1509 o principios de 1510. Son concluyentes sus propias palabras en el pleito de 1552 en Valladolid: «yo no [82] tengo en esta villa ni casa, porque yo soy natural de Alcalá de Henares, e yo tengo en ella e en otras partes mi hacienda para poder pagar a las partes contrarias; porque la renta que tengo es para pan cogido, y les he rogado (a Gregorio Romano e a Pero García) que me esperen hasta qua lo cobre, e por me molestar no lo han querido hacer, e yo tengo alegado ser hombre hijodalgo e tengo dada información dello».

Firma, en documento inédito, de sor Catalina de Cervantes, monja en el convento de Jesús Crucificado, tía de MIGUEL DE CERVANTES. -Córdoba, 10 de octubre de 1585. La firma del licenciado Juan en la escritura citada de 1511 muestra amistad con Méndez de Sotomayor, señor de las villas del Carpio y Morente. Don Luis erigiose en protector suyo, que le llevó de teniente en corregidurías y otros cargos que se ofrecieron. [83] En el ínterin, ejercía su profesión de abogado en Córdoba, sin olvidar tal vez su pañería. Aquí permaneció aquel año y el de 1512, en cuyo 30 de Julio obtiene un permiso capitular para introducir una carga de vino, posiblemente para solemnizar algún fausto acontecimiento o fiesta en su casa. Quizá el nacimiento de su hija doña Catalina. [84] Faltan noticias suyas en los años de 1513 y 1514; mas no parece haberse ausentado de Córdoba. Su padre, ya muy viejo, estaría achacoso, y él habría de atender a la trapería. [85] Un poder de 5 de Mayo de 1515 para que su criado Alfonso Martínez le venda dos acémilas en Sevilla o en otro sitio, indica que el padre debió de fallecer, octogenario, por entonces, y él desentenderse y liquidar [86] el negocio de los paños. Querría consagrarse más intensamente a su verdadera profesión, en la que ostentaba la letradía de la ciudad acerca de las ordenanzas de los fuegos. Y tal experiencia, autoridad y práctica debió de adquirir, que en 22 de Diciembre de 1516 el corregidor, don [87] Fernando Díaz de Rivadeneyra, le nombraba alcalde mayor interino de Córdoba. Dos documentos inéditos de 1517 nos suministran nuevos pormenores del licenciado. En 9 de Agosto es ya teniente de corregidor, que, por escritura de concierto, soluciona diferencias y se conviene con su tío político el bachiller Luis Martínez, físico y cirujano, hijo de Diego Martínez, difunto, sobre el arrendamiento, por dos vidas, de unas casas en la collación de San Pedro, que el bachiller Juan Díaz de Torreblanca (sobrino del dicho Luis Martínez e hijo del bachiller Juan Díaz de Torreblanca y de Isabel Fernández, ya difuntos)

le había dejado a Luis por una cláusula de su testamento, otorgado aquel mismo día. Entre los testigos figura Lope Sánchez de Morales: personas todas de que hemos hablado en anteriores paginas. En esteconvenio se le llama «el virtuoso señor licenciado [88] Juan de Cervantes». Doce días después, en 21 de Agosto, nuestro teniente de corregidor y el bachiller Pedro Fernández, también llamados «virtuosos», son nombrados árbitros y amigables componedores en [89] cierto pleito entre un Juan Muñoz de una parte y un Antón Lorenzo de la otra. Tratábase de diferencias surgidas dos años atrás en el arrendamiento de la alcabala de la lana. [90] Algún cargo de importancia darían este mismo año a don Luis Méndez de Sotomayor y lo llamaría junto a sí, pues en 18 de Enero de 1518 se eligen nuevos letrados de las ordenanzas de los fuegos, por ausencia suya. Desde esta fecha, el licenciado da otro rumbo a su vida, residiendo, como antes notamos, con su mujer y sus hijos, en diferentes localidades de España. Ya se le aumentó la familia con un retoño más, Andrés, que nacería en 1514 o 1515. Desconócese a qué punto se dirigiera o dónde asentase. Un nuevo orden de cosas o, por mejor decir, desorden, había seguido a la llegada de Carlos I. Apuntaba la revuelta. Estallaron, al fin, las Comunidades castellanas. Todo era un motín y una disensión. Sobrevino Villalar. Época terrible y luctuosa. ¿Qué se proponía aquel movimiento? Ciertamente, comenzó por patentizar [91] su odio a los flamencos y anhelar el decoro nacional y el respeto a los fueros y leyes patrias. Empero la masa popular, por una parte, desarrebozó pronto sus intenciones: apoderarse de los bienes ajenos, como se vio en Valladolid a principios de 1521; y, por otra, la nobleza, justamente reprimida por Fernando V y el cardenal Ximénez de Cisneros, deshacer España en repúblicas federativas, a imitación de las italianas de Florencia, Génova, Venecia, Pisa, etc., y quedarse cada rico-hombre como presidente o dictador de su respectivo cantón o distrito. Tal es el sentir imparcial del contemporáneo Antonio de Guevara. De suerte que la nobleza, sobre torpe, fue traidora a su país; y la plebe, que odiaba de muy antes a todos, degeneró en el desenfreno. Fue el primer chispazo comunista del mundo, con todas sus violencias. El pensamiento inicial de las ciudades de voto en cortes y sus procuradores sólo permaneció puro breve espacio de tiempo. De ahí que Girón y Laso abandonasen a los comuneros y se pasaran a los realistas, una vez conocida la desviación. Del licenciado Cervantes sólo se sabe que vive en Toledo en 1522, precisamente en la ciudad que acaba de arder enfebrecida. ¿Ha morado allí en los meses de agitación y espanto? ¿Qué cargo tiene? ¿El de juez? ¿El de corregidor?. Se ignora aún. Ha debido de permanecer a la vera de Méndez de Sotomayor; y así, cuando en el año entrante de 1523 don Luis es nombrado corregidor y justicia mayor de las ciudades de Cuenca y Huete, elige por teniente suyo al licenciado. En Cuenca también había prendido la chispa comunera, aunque pronto sofocada. No faltaron algunos tumultos y alborotos, no dejaron de cometer las turbas sus desmanes. Era

entonces corregidor don Rodrigo de Cárdenas, y teniente el licenciado Mantiel. Y por más que Toledo instaba a Cuenca a que enviase procuradores a la Junta general de Ávila, se impuso la cordura de la gente principal y fue contemporizando y resistiéndose, hasta dar poder a Pedro de Quijada para solicitar en Burgos el perdón real, otorgado el 2 de Mayo de 1521. No hubo, pues, en Cuenca la saña rencorosa que en otras partes entre comuneros y realistas. La comunidad conquense limitose a una simple protesta contra la ambición y avaricia de los flamencos. Cuando a principios de 1523 llegó el licenciado Cervantes, no quedaban reliquias de la revuelta pasada. Fue recibido teniente de corregidor en sesión del Concejo celebrada [93] el 22 de Febrero del mismo año. Su antecesor llamábase Pedro de Mercado, teniente de corregidor por sus Majestades. El corregidor don Luis Méndez de Sotomayor sólo ejerció su oficio en Cuenca «poco más de cuarenta días», o sea desde principios de Enero hasta mediados de Febrero.

La ciudad de Cuenca. -Dibujo del siglo XVIII. (Gabinete de Estampas de la Biblioteca Nacional.) [92]

Cuenca. -El antiguo Puente de San Pablo. -Dibujo del siglo XVIII. (Gabinete de Estampas de la Biblioteca Nacional.) Tenía entonces la ciudad una población de 16.000 almas y mucho tráfico y comercio, como lo revelan los treinta y cuatro mesones con que contaba. Era grande la producción de cereales, maderas, ganados, vinos, tejidos, etc. Sus paños reputábanse por los más finos (en el Quijote, II, 21, se cita con elogio la palmilla verde de Cuenca) y las riberas del Júcar hormigueaban de sederías. Plaza fuerte, pina y medio inaccesible desde la extensa albufera que impedía el acercamiento a los muros en la parte baja, hasta el potente castillo de la extremidad superior, con elevadísimos lienzos de muralla de roca nativa en su recinto. Las calles, muy estrechas; las casas, sumamente apiñadas, colgantes a veces sobre enormes precipicios, nidos de águilas en equilibrio inverosímil, debajo de las cuales se tendía el Puente de San Pablo, formaban un adusto peñón; sino que la aridez de este gigantesco pilón rocoso compensábase con la hermosura hechiceresca [94] de las hoces que lo circuían, y lo circuyen, sembradas de huertas y jardines, granjas y casitas de campo, por donde discurrían armoniosamente los ríos Júcar y Huécar: maravilla de vegetación y milagro de la Naturaleza y del ensueño, como anticipo de la célebre Ciudad Encantada que [95] a pocos kilómetros se descubre. Otra maravilla era la catedral, ejemplo único de su estilo en España, el Alcázar, la Torre de Mangana... Cuenca, en fin, por sus riquezas, presumía de lugar codiciado por sus dirigentes y justicias mayores.

Cuenca. -Nave de la Catedral. [94]

Cuenca. -La Ciudad Encantada. El licenciado Cervantes vivió en la Correduría, quizá en el sitio donde luego se construyó la llamada «Casa del Corregidor», edificio magnífico, que aún se conserva, «Cárcel vieja» después, y modernamente escuelas públicas y juzgados. Era la antigua Correduría conquense, hoy calle de Alfonso VIII, la vía principal de la ciudad, pina como casi todas entonces; pero la más ancha, sin serlo mucho. Sus casas, de tres y cuatro pisos por la fachada principal, tenían (y siguen teniendo) ocho y nueve por la parte posterior que mira a la hoz del Huécar. Y así, solía decirse, sin exagerar, que en Cuenca podían asomarse los burros a los cuartos y quintos pisos. Esta calle, rica de mercaderes antaño y de tiendas lujosas, ha sufrido muchas transformaciones; [96] pero, además de la expresada «Casa del Corregidor», todavía quedan muestras del palacio de los Mendoza, con sus tres arcos de soportales cegados por el yeso; de la morada opulenta de los Clemente de Aróstegui, de las mansiones linajudas de los Girón y los Téllez de Cabrera y la famosa Puerta de San Juan, por donde, según la leyenda, penetraron [97] en 1177, engañando a los moros, los soldados de Alfonso VIII, disfrazados de borregos y conducidos por el pastor y héroe popular del sitio de la ciudad de Cuenca, Martín Alhaja.

Cuenca. -La catedral. Capillas de los Muñoz y de Caballeros. [96]

Cuenca. -Vista parcial de la ciudad actualmente. ¿Le fue grata la estancia al nuevo teniente de corregidor, licenciado Juan de Cervantes? ¿Cómo usó de su oficio? Se nos vienen a la memoria aquellas palabras que, como reverso de él, escribirá su inmortal nieto en La Gitanilla, que así aconseja (extraños consejos en boca de aquella joven) a un teniente de corregidor de Madrid: «Coheche vuesa merced, señor Tiniente, coheche y tendrá dineros, y no haga usos nuevos, que morirá de hambre. Mire, señora, por ahí he oído decir (y aunque moza, entiendo que no son buenos dichos) que de los oficios se ha de sacar dineros para pagar las condenaciones de las residencias y para pretender otros cargos. -Así lo dicen y lo hacen los desalmados, replicó el Tiniente; pero el juez que da buena residencia, no tendrá que pagar condenación alguna, y el haber usado bien su oficio será el valedor para que le den otro». No parece quedaran los conquenses muy satisfechos de su teniente de corregidor, pues apenas disfrutó un año y un mes del cargo, y nada menos que veintiún pleitos de residencia

se instruyeron contra él, nueve ya conocidos, [98] y doce inéditos, que daremos a conocer ahora nosotros, incoados en Abril, Mayo y Julio de 1524 ante el juez licenciado Martín López de Oñate. Era a la sazón prelado de la diócesis el que luego llamaron «obispo de la buena memoria», don Diego Ramírez de Villaescusa, citado por uno de los querellantes. Magníficaestampa de la época estos veintiún procesos, pero a la que no ha de medirse con el compás de ahora, porque, como dice el refrán, frecuentemente recordado, «cada tiempo tuvo su tiento».

Don Diego Ramírez de Villaescusa, el «Obispo de la buena memoria». Uno de los primeros ofendidos que comparece contra el licenciado Cervantes es un Andrés López, por no haberle atendido en cierta querella sobre un buey que perdió y le mataron. «Yo (dice en su declaración de 7 de Abril), buscando por las carnecerías de esta ciudad si hallaba algún rastro del dicho buey, topé con un cuerno de él, por lo cual conocí que en la dicha carnecería le habían muerto». [99] Agrega que se presentó ante el licenciado, expuso como mataron fraudulosamente al animal y vendieron después la carne; adujo testimonios; mas «nunca por parte del licenciado Cervantes fueron recibidos; antes en [100] lugar de recibillos, les enviaba con mal, diciendo que se fuesen a cortar carne o a entender en sus oficios». No le aprovecharon sus alegaciones al ex teniente, y el «noble señor [101] licenciado Martín López de Oñate, juez de residencia e justicia mayor de las cibdades de Cuenca e Huete e sus tierras por Su Majestad», condenó en 5 de Junio a Cervantes a pagar el valor del buey. Hubo apelación de la sentencia, cuyo resultado se ignora; empero no parece favoreciera al apelante. Dos días después, en 9 de Abril, comparecen Juan de Alcalá, regidor de Cuenca, y su hijo Alonso Álvarez de Ayala e incoan otro proceso. Acusan al licenciado de agravios, injurias y otras extralimitaciones. Consta en autos una diligencia de éste, fecha 7 de Enero del mismo año, en que se comunica al regidor: «Por cuanto vos, el honrado Juan de Alcalá, vecino e regidor de esta ciudad de Cuenca, no habés querido firmar un libramiento que la ciudad mandó librar a Martín Sánchez, escribano de Sus Majestades, por que fuese a complir lo contenido en la carta ejecutoria de Sus Majestades, e por no lo firmar os habés salido de esta ciudad, porque no se cumpla y ejecute lo que Sus Majestades mandan...», el teniente de corregidor le exhorta a que, en término de diez días, se presente en el Consejo de Sus Majestades, so pena de privación de su regimiento y de mil castellanos para la guerra de Francia. La animosidad entre el teniente y el regidor se trasluce. Las causas eran hondas; dijérase una cuestión de cacicazgo a la moderna. El regidor, que pertenecía al bando de Diego Hurtado de Mendoza, provocaba la irritación de Cervantes, defensor del bando opuesto, porque siempre votaba en los cabildos en contra suya. Dondequiera que el teniente de

corregidor se interesaba por un acuerdo o pago, allí estaba el voto y veto de Juan de Alcalá. El regidor se queja de que un día le dijo Cervantes: «Yo estaré aquí muchos años, aunque os pese; y este tiempo que estuviere, [102] yo os malsinaré e yo os cizañaré lo que pudiere». Por añadidura, le amenazó en varias ocasiones con la vara y llegó a extrañarle de la ciudad.

Cuenca. -Las casas..., colgantes a veces sobre enormes precipicios, nidos de águilas en equilibrio inverosímil... -Al fondo, el castillo. Tampoco le valió su defensa al licenciado: ahora estaba en desgracia; [103] y el juez le condenó en quinientos sueldos, «por haber afrentado e injuriado de hecho e de palabra al dicho Juan de Alcalá en el Ayuntamiento y fuera de él». Era el desquite que gozaban los agraviados, de las vejaciones sufridas, cuando expiraba el plazo de los corregimientos. Y conste que aquí el licenciado Cervantes alegaba la buena doctrina de la necesidad de defender las prerrogativas y cartas reales contra la resistencia y ofuscación de los que luego se llamaron caciques. La sentencia, que tuvo apelación, pero inútilmente, pronunciose en 5 de Julio, y no dio fin a los procesos contra el licenciado. Por todas partes surgían ofendidos y quejosos. Hasta su propio despensero y cocinero, Alonso Martínez de Córdoba (quizá el mismo Alfonso Martínez, criado suyo en Córdoba, a quien en 5 de Mayo de 1515 dio poder para que le vendiese dos acémilas), hasta su propio despensero, digo, le demanda en 11 de Abril, para que le pague «diez ducados de oro, poco más o menos», de diez meses que le sirvió de cocinero, despensero y otras cosas en Cuenca, y que, «por tener la vara de la justicia, no los pudo cobrar». Extraño parece (por extraño que se nos antoje nuestro licenciado) que todo un teniente de corregidor se prevaliera de su investidura para negar el salario a un modesto sirviente. Otras causas mediarían. Quizá nos hallemos ante la imagen de un ingrato, cuando no de un pillo. El licenciado declara que no recibió a Alonso para que le sirviera, sino que se dolió de él, con otros criados suyos, de verle «andar descalzo y desnudo pidiendo por Dios en Toledo»; y que le trajeron a su casa «porque no pereciese de hambre y ser natural de esta tierra». Y añade que «lo vistió y calzó y le dio dineros para que enviase a su mujer, porque se los pedía llorando, diciendo que moría de hambre en Córdoba». De esta última aseveración nace nuestra sospecha de que Alonso Martínez de Córdoba y el Alfonso Martínez referido puedan ser un mismo sujeto. Pero lo más interesante de la declaración del licenciado estriba en la revelación de su residencia en Toledo el año de 1522. Su criada conquense Catalina de Torralba, que estuvo en Toledo por ama suya obra de quince días, contesta al interrogatorio del juez diciendo ignorar que tanto tiempo (diez meses) sirviera Martínez al ex teniente de corregidor.

Es de sentir que las actuaciones no arrojen más luz sobre la estancia de Juan de Cervantes en la Ciudad Imperial, ni descubran el cargo que [105] allí tuviese. La sentencia, dictada el 8 de Julio, sólo condenó a pagar al licenciado los haberes de mes y medio y quince días del despensero. Martínez, pues, no jugaba limpio.

Cuenca. -La casa llamada «del Corregidor», posteriormente «Cárcel vieja», en la antigua Correduría. [104] Tan no jugaba limpio, que es, precisamente, el primero en querellarse contra su amo y bienhechor, pues ya un mes antes de incoar este proceso, el 6 de Abril, le había promovido otro por injurias. «Estando yo un día (depuso entonces, llamándose criado del licenciado Mariana, inquisidor del obispado de Cuenca), en la plaza de la dicha ciudad, sin hacer cosa que fea fuese, vino a mí el dicho licenciado (Cervantes) y me tomó la gorra de encima de la cabeza y me la arrojó por la plaza... y me dijo bellaco, villano y otras muchas injurias..., ofensas (que) no las quisiera recibir por doscientos ducados de oro en que estimo mi honra». A tan absurda pretensión había contestado el ex teniente: que «habiéndole tenido en su casa y comídole su pan, quitándole de que no lo pidiese de puerta en puerta, como lo hacía en Toledo, no era razón ni cosa de sufrir que, pasando por él, dejase de quitalle el bonete y hacelle el acatamiento que debía, especialmente teniendo el oficio que tenía y llevando la vara de la justicia en la mano, y por esto justamente le pudo echar el bonete por el suelo, y tan justo fuera hacelle otro cualquier mal; y paresce cosa de burla y de reír que, llamándose su mozo, estime su honra en 200 ducados para con el que le dio de comer y lo sacó de los hospitales». No obstante tan justas razones, el juez de residencia, en 4 de Julio de 1524, le condenó en 6 ducados de oro. Apeló el bachiller Cañizares, en nombre del licenciado; pero, a 9 de Septiembre, Martín López de Oñate mandó ejecutar la sentencia.

El 8 de Abril del mismo año comparece Gonzalo de Moya, quien acusa al ex teniente de que «estando dentro de la casa del licenciado Orellana por mandado del dicho Cervantes, entró un alguacil dentro de la dicha casa y le tomó una espada, un broquel, un guante», etc.; es decir, que lo desarmó. Ítem, más, Cervantes le metió tres días en la cárcel, sentenciándole y condenándole sin consentir apelación alguna. A primera vista dijérase que se extralimitó nuestro licenciado. Pero ¿quién era Gonzalo de Moya? ¡El verdugo de Cuenca! Este repugnante pájaro hubo de ser procesado, [106] y Cervantes se remite al proceso que sobre ello pasó, para que se vea le condenó justamente. En efecto, al folio 10 del proceso consta la sentencia del licenciado, firmada y rubricada de su puño, con el consentimiento de la parte condenada. Sin embargo, el juez de residencia le condenó ahora a él (7 de Julio) en las armas o en su justo valor. Apeló su procurador, el bachiller Cañizares. Y López de Oñate, remordiéndole quizá absolver a un verdugo, «por reverencia de sus superiores le otorgaba (al licenciado) un plazo de seis días para que presente sus mejorías...». Iniciada ya la tempestad de pleitos contra el magistrado caído, el 21 de Abril le promovían uno nuevo Julián de Mendoza y Alonso de Garavatea, por haberlos excluido de

las suertes para caballeros de los montes. «El dicho licenciado (afirman), en grave daño y perjuicio nuestro, no quiso el día de San Miguel del año pasado, o la fiesta siguiente, en que se suele echar las dichas suertes, echarnos entre las otras personas echadas para este año, habiendo cabido dos suertes al dicho licenciado. Cada uno de nosotros perdió todo el interese que suele valer cada una de las dichas caballerías de la sierra, cien ducados un año con otro». El ex teniente alega que si no fueron echados en suerte, «sería porque non parecieron en los alardes que se requieren segund las ordenanzas de esta ciudad». Mas fue condenado en 20 ducados de oro a cada uno, pues, a tenor del fallo del juez, «nunca se vido en esta ciudad que a caballero de la sierra, por no venir al alarde, le dejasen de echar en las suertes». Como siempre, el [107] bachiller Cañizares apeló de la sentencia ante Su Majestad y señores presidente y oidores de su Consejo. [108]

Sentencia, inédita, del licenciado Cervantes contra el verdugo de Cuenca, Gonzalo de Moya, quien luego le acusó de detención arbitraria y condena ilegal. -Firma autógrafa del licenciado en la hoja 10 del proceso. -Abril-Julio de 1524. (Archivo General de Simancas. -Consejo Real. 679-24.) [107]

Después se vio encausado Cervantes por el procurador síndico de Cuenca, Francisco de Buitrago, sobre asuntos referentes a los propios de dicha ciudad. Según Buitrago, el licenciado no acabó de tomar las cuentas de los propios y rentas de ella, ni se hizo la imprescindible información y probanza sobre convenir que hubiese alcalde en la fortaleza de Enguídanos y llevase su salario de los propios y rentas; antes el licenciado fue en librar a don Luis Méndez de Sotomayor (que sólo actuó, como se dijo, poco más de cuarenta días) el tercio postrero del salario de corregidor, no debiéndolo hacer, y dando origen a que se gastasen muchos maravedís de la Ciudad en vano. El ex teniente se defendió muy bien, y el juez, a 31 de Enero de 1525, «por causas que a ello me mueven», remitió el proceso al Consejo Real, mandando que el licenciado se presentase ante el presidente y señores de él, y condenándole en las costas. Hubo la consiguiente apelación en 3 de Febrero. Otro pleito por un motivo bien extraño fue el formado a instancias del tendero Pedro de la Hoz sobre ciertas candelas suministradas a la ciudad y devolución de una fianza. El asunto, incoado el 27 de Abril de 1524, era el siguiente. Un García Heredia se obligó a abastecer de candelas, como solía, a la ciudad, y dio por fiadores a Juan de Almagro y al acusante, el cual compró una carga de sebo para hacerlas. Ahora, Pedro de la Hoz asegura que el licenciado «mandó tomar las candelas que de la carga de sebo se habían hecho, en capazos y canastas, y se las llevaron a su casa, que venían casi mil velas, las cuales el dicho licenciado, alguaciles y oficiales se las tomaron y hicieron de ellas lo que quisieron, que yo nunca más vi las candelas, ni canastos, ni los dineros que valían... Por tanto, a vuestra merced pido que... condene e compela al dicho licenciado a que me pague las dichas candelas, más las vasijas en que las trajeron, más las costas...» Imploraba justicia. El ex teniente negó la demanda y dijo que sobre las candelas hay proceso ante Diego de Córdoba, escribano público, quien dará cuenta de los dineros por que se vendieron. Él no sabe más de ellas sino que las mando vender, «para que la ciudad se proveyese de velas,

que no las había en otra parte». Pedro de la Hoz insiste en que Cervantes las dio, efectivamente, a vender; pero que «cierta parte de ellas se quedó en su casa». Y López de Oñate falla, en 19 de Septiembre, que 300 candelas fueron distribuidas a ciertos tenderos, las cuales valieron 450 maravedís, depositados en Diego de Orduña, escribano; ahora, 340 candelas, por valor de 510 [109] maravedís, ha de pagar el licenciado a Pedro de la Hoz dentro de nueve días. Y no sólo acudían ante el juez de residencia habitantes de la capital, sino también de pueblos como Zarzuela, Las Majadas, Portilla y Valdeganga. En 30 de Abril se presentaron ante aquél los vecinos de Zarzuela Francisco de Arcos, Miguel Gómez y Gonzalo Fernays, diciendo que, por mandamiento del licenciado, cierta noche, estando acostados, fueron apremiados por los alguaciles a prender los ganados que andaban por la sierra, donde estuvieron cerca de dos días sin comer y aperreados y sin que, a pesar de las promesas del entonces teniente de corregidor, de que les pagarían muy bien, recibieran cantidad alguna. El licenciado declara que ni los conoce ni sabe lo que dicen. Pero es condenado a satisfacerles dos reales a cada uno. De otro género es la demanda de María Hernández, viuda de Pedro de Hojeda. María dice en 30 de Abril: que estando preso el dicho Pedro de Hojeda, su marido, en la cárcel, le envió una cama, un colchón, una manta colorada, una sábana y una toquilla de algodón; que permaneció preso seis semanas y que, al salir, el licenciado Cervantes «se llevó a su casa la dicha ropa y se aprovechó de ella, y que, aunque ella se la demandó, nunca se la quiso dar, de manera que la tuvo más de cinco meses; y, cuando se la dio, estaba perdida y estragada». Pide, por tanto, al juez que, «teniendo la relación por verdadera», condene al licenciado a que le pague mil maravedís «que en cinco meses pudo ganar, a 200 maravedís cada mes, que comunmente se da de alquiler de una cama». La relación distaba mucho de ser «verdadera». En efecto, ¿para qué necesitaba todo un señor teniente de corregidor semejantes andrajos? Por su declaración sabemos que Pedro de Hojeda, condenado por el Pesquisidor, quebrantó la cárcel, dejando cierta ropa en poder de Alonso Álvarez, quien daría razón de ella. Con todo, el juez, dispuesto siempre a condenar, mandó que Cervantes pagase a María ocho reales, amén de las costas. Apeló Cañizares; pero le fue denegada la apelación. [110] También aparece demandado el ex teniente, aunque sus deposiciones no ofrecen interés para nosotros, en un pleito de García Hernández de Alcalá y Andrés Valdés, regidores de Cuenca, con el canónigo Diego Manrique, primo hermano de Diego Hurtado de Mendoza, sobre los atropellos y excesos que cometían en la ciudad, juntando gente armada. Estos y otros regidores habían pedido ya, tres años antes, al Emperador, que el citado obispo don Diego Ramírez se reintegrara a la diócesis, «porque algunos clérigos, con estar él ausente, andan muy distraídos y se atreven a hacer excesos y delitos contra Vuestra Majestad y vecinos de la ciudad». Y señalando al canónigo Manrique, añadían: «Tiene mucha gente que se allega a él, de malhechores, e la favorece, e acuchillaron a dos alguaciles del corregidor», así como al licenciado Adulza, «teniente que fue de la dicha ciudad, hasta que lo dejaron por muerto», y que «un criado suyo mató a un hombre de la ciudad de Cuenca, llamado Ayllón», etc., etc.. A estos desafueros, que desde el principio de

su tenencia tuvo que reprimir (a costa de la enemistad de los poderosos Hurtados y Manriques), alude luego nuestro licenciado. Más le importó para su hacienda otro pleito, de María López, Juan Martínez de Lama y Alonso López Contillo y consortes, vecinos de Las Majadas. Éstos se querellaron en 30 de Abril de 1524 contra Cervantes y su alguacil Lope Méndez, diciendo que en Mayo o Junio de 1523 el Lope, con mandamiento del licenciado, so color de hacer sobrecaballeros de la sierra, tomaron a Alonso López Contillo 20 ovejas y 9 carneros, y a otros vecinos de Las Majadas 44 ovejas y carneros. Cervantes respondió que «las prendas que a los dichos hicieron serían y fueron justas y derechamente hechas, conforme a la carta de Sus Majestades presentada en los procesos que sobre ello pasaron». Por lo demás, las cabezas que les fueron prendadas no vinieron a poder suyo, sino del referido alguacil, el cual responderá por lo que le toca. Pero López de Oñate falló que la provisión real mandaba que, a falta de las guardas puestas por la ciudad para el pasto de la sierra, la justicia, con la mayor parte de los regidores, enviase otras guardas, y no la justicia por sí sin los regidores, ni los regidores por sí sin la justicia. Y, por consiguiente, condenó a Cervantes, «como a juez que juzgó sentencia mal», al pago de diez carneros tomados a Juan Martínez; su precio, diez ducados de oro, a ducado el carnero. Apeló Cañizares; pero [111] no habiendo presentado dentro del término prescrito las mejorías, se confirmó la sentencia. Nueva condenación (excusado es decirlo) tuvo por otro asunto semejante, que contra él y sus alguaciles promovieron Cristóbal Romano, Bartolomé Martínez y Catalina Sánchez (viuda de Pedro Calvo) e hijos, sobre reclamación de ciertas prendas y multas que les había llevado por pastoreo abusivo en las sierras de Cuenca. La demanda, puesta el 3 de Mayo de 1524, tuvo sentencia en 31 de Enero de 1525, y Cervantes y su alguacil Lope Méndez fueron condenados a pagar cada uno 20 ovejas, a razón de 6 reales, o sea 120 reales por iguales partes, más las costas. Hubo la consiguiente apelación. En casi todos los procesos de residencia se tiraba no sólo contra el licenciado, sino contra los alguaciles que tuvo a sus órdenes. Así en el interpuesto el 3 de Mayo de 1524 por Miguel Ruiz, en que, junto con el ex teniente de corregidor, se demandaba a su alguacil Gonzalo Carrasco. Aquí intervino también el cacicazgo y la pasión política. Cervantes y Carrasco, desde que llegaron a Cuenca, mostraron enemistad a la casa del «magnífico señor» Diego Hurtado de Mendoza, que alentaba los desafueros, tropelías y crímenes de sus parciales. Miguel Ruiz se quejaba y querellaba de haber sido prendido por Carrasco, el cual «le tomó al tiempo que lo prendió una espada dorada que valía dos ducados, e preso lo llevó a la cárcel e lo puso tras la red, y el dicho licenciado Cervantes fue a la cárcel y mandó que le echasen un cepo a la garganta y una cadena al pie, y lo hizo estar así diez o once días, y después que le hizo quitar el cepo, lo ha tenido preso con grillos y cadenas hasta agora por tiempo de cuatro meses y medio, sin hacerle poner demanda ni acusación en todo este tiempo, por lo que le ha venido de daño y pérdida más de veinte mil maravedís, y porque la dicha prisión ha sido injusta...» En resolución, pide que Carrasco le devuelva la espada que le tomó, o dos ducados de oro por ella, y que los 20000 maravedís, con las costas y gastos de la prisión, los paguen él y el licenciado y que éste sea preso tanto tiempo como él ha estado en la cárcel.

El licenciado, pisando ahora terreno firme, contestó que Miguel Ruiz [112] estuvo justamente preso, porque mató alevosamente a Juan Ordóñez, alguacil mayor de la ciudad, como constaba por el proceso grande de Diego Hurtado y Rodrigo Manrique; que si le mandó poner de cabeza el cepo fue por su contumacia en no querer responder, aunque le pudiera poner a tormento, y que si le duró la prisión fue porque se declinó jurisdicción, llamándose clérigo de corona. Y añade que «si fuera castigado como debiera, no fueran muertos a cuchilladas hasta hoy doce o trece alguaciles, y que en ninguna ciudad se han hecho tantos desacatos a su justicia como en ésta». De la sentencia pronunciada hubo la consiguiente apelación. Asimismo se entabló proceso por el Concejo del lugar de Valdeganga, en 12 de Julio de 1524, contra él y García Hernández, vecino y regidor de Cuenca, sobre construcción de unas madres (acequias o cloacas) en el referido poblado, rematadas a favor del Hernández. El juez estimó que se pusieron dichas madres en más bajo precio, y por ello quedaron por hacer. Y así, condenó al licenciado en 700 fanegas de pan, trigo, cebada, centeno, avena y escaña, que había de pagar al Concejo de Valdeganga y a los herederos de aquellas tierras vecinos de Cuenca, más las costas del proceso. Y mandó volver las referidas madres en almoneda pública para rematarse en quienes más beneficio llevaran al pro y bien de los vecinos y moradores de Valdeganga. Hubo también apelación al Consejo Real. En fin, hasta el escribano del Ayuntamiento de Cuenca, Alonso de Valera, de la estirpe del famoso Mosén Diego, promovió querella contra Cervantes (13 de Abril), por haberle preso injustamente. De nuevo fue éste condenado, en 8 de Julio, al pago de 500 sueldos. Otros cuatro pleitos más, seguidos de otras tantas condenas menores, comenzados en 15, 20, 26 y 27 de Abril y sustanciados en 20 de Septiembre, 29 y 27 de Julio y 17 de Septiembre respectivamente, atosigaron todavía al licenciado. Los querellantes fueron: Andrés Graos, por no tasarle bien cierta sentencia; Vasco de la Mota, por haberle excluido del [113] sorteo para caballeros de la sierra, el cual se hallaba resentido por una diligencia del ex teniente, fecha 23 de Abril de 1523, sobre el quinto de prenda hecha en rebaños de un Rodrigo de Gaona; Inés Gómez, por tenerla en prisión más de diez días y llevarle un ducado por soltarla, sin otra sentencia ni acto de juicio, y Diego de Lara, sastre, por adeudarle el importe de una saya que había hecho para doña Leonor de Torreblanca, su mujer. ¡Después del despensero, el sastre! El sastre alaba su obra: un primor salido de sus manos; saya para estrenarse en Pascua de Navidad, de paño verdegay, guarnecida con tiras de terciopelo verde, digna de una princesa. Y he aquí que doña Leonor, sin considerar el orgullo del artista, se la devuelve para que la retoque y le siente mejor. Así lo hace Lara; pero el licenciado ve la prenda y encolerízase, diciendo que la ha echado a perder y que le pague el coste del paño y del terciopelo. El sastre protesta, pide que el licenciado le tome la saya, le devuelva tres ducados y medio y le condenen a seis reales de hechura, «e otra hechura de otra saya que hice para su hija», que merecía cuatro reales y costas. El juez López de Oñate columbra el aprieto jurídico: no entiende de hechura de sayas. Y cita a comparecencia a varias mujeres. Entre el sastre y las testigos álzase una zalagarda de todos los diablos. Las señoras de Cuenca se hallan concordes en que «a doña Leonor le venían muy atrás los pliegues de la saya»... Y el justo juez (para algo lo es de residencia) anula el parecer de las señoras sobre

el verdadero sitio en que deben caer los pliegues de las sayas, y condena otra vez al magistrado andaluz. Pero el proceso de mayor gravedad y que por ello dejamos para lo último, es la querella promovida a instancia de un Diego Cordido en 14 de [115] Abril, sobre haberle preso y dado tormento con sus propias manos en la cárcel pública, sin indicios suficientes, sin presencia de ejecutor y sólo asistido de un alguacil.

Declaración de Diego Cordido contra el licenciado Cervantes, por haberle tenido preso y dado tormento. (Archivo General de Simancas. -Consejo Real. Legajo 88; 3. -II. Folio 2.) [114] Diego Cordido se expresa de este modo enfático y solemne, al folio 2 de la causa (el cual reproducimos en fotografía): «Acusación. -Noble señor. -En la çibdad de Cuenca a XIIII.º dias del mes de Abril, año de mill e quinientos e veynte e quatro años, antel señor Martin Lopez de Oñate, Juez de residençia, paresçio presente Diego Cordido estando presente el licençiado Çervantes e presento el escrito siguiente. -Licençiado Martin Lopez de Oñate, Juez de residençia e Justiçia mayor de las çibdades de Cuenca e Huete, sus tierras, por su magestad, Diego Cordido, veçino desta çibdad, ante vuestra merced parezco e me querello criminalmente del lic.do J.º de Çervantes, teniente de corregidor que fue en esta dicha çibdad; e contando el caso desta mi acusaçion o querella, digo [modernizamos desde aquí la ortografía, para mayor claridad] que ansí es que reinando en estos reinos de Castilla su Cesárea Majestad, estando la Santa sede apostólica vacante e seyendo perlado desta iglesia el muy reverendo e magnífico señor don Diego Remírez de Villescusa, obispo desta dicha ciudad, en un día del mes de Agosto del año pasado, el dicho licenciado, con poco temor de Dios e en menosprecio grande de la justicia real de Su Majestad, de hecho e contra todo derecho, sin preceder causa por que lo debiese ansí faser e sin tener información contra mí, me llevó e hizo llevar a la cárcel pública desta dicha ciudad, e en metiéndome en la dicha cárcel, luego el dicho licenciado me hizo sobir a la cámara del tormento donde acostumbra atormentar los malhechores, e teniéndome allí ansí, me hizo desnudar en carnes e tender en el escalera del tormento, e estando como estaba ansí puesto en la dicha escalera, yo le dije que ponía sospecha en el dicho licenciado y en el alguasil mayor Lope Méndez, que presente estaba, y en todos los otros oficiales de la justicia desta ciudad, e juré en forma la dicha sospecha, porque temía ser más agraviado del dicho licenciado por lo que de presente contra mí hacía; e no obstante la dicha sospecha e sin causa e razón, como arriba dije, el dicho licenciado, estando desnudo como estaba en la dicha escalera del tormento, me hizo atar e me apretó por su mano de la una parte muy reciamente los cordeles, e de la otra parte estiraba el dicho alguacil, usando amos a dos contra mí del oficio que usan los verdugos; e aunque yo estando en el dicho tormento pedí e requerí al dicho licenciado que no me despedazasen ni atormentasen ansí porque dijese mentira, que protestaba que no sabíe nada de lo que dél querían saber, e que si alguna cosa dijese por miedo del tormento, que no sería verdad, e que si contra él procedían apretallo más en el tormento, que le harían decir del temor lo que nunca hobiese visto ni oído, e no obstante todo lo susodicho, el dicho licenciado [117] con

su alguacil, más con ánimo de hacerme daño e de atormentarme mis carnes que no con celo de administrar justicia, me apretaron reciamente cada cual de su parte los dichos cordeles hasta que me los lanzaron bien por la carne, de tal manera, que estuve muy muchos días malo e muy atormentado de mis miembros, que no podía haser cosa ninguna ni me podía valer de dolor, e me duraron las señales que me hizo más de tres meses, e aun hoy en día tengo señales e me quedaron reliquias del dicho tormento; e no contento con lo susodicho, me tuvo preso e detenido en la dicha cárcel después casi tres meses, por lo cual yo perdí, allende del daño que mi cuerpo rescibió e lo que gasté en curar mi persona, más de veinte ducados en lo que perdí de trabajar, e ganar en mi oficio e otros diez que me comí e gasté curándome del daño que había rescibido, sin la injuria y afrenta de mi persona, que protesto estimarla en la prosecución desta causa»...

Diligencias judiciales, inéditas, en el proceso de Diego Cordido contra el licenciado Cervantes. (Archivo General de Simancas. -Consejo Real. Legajo 88; 3. -II. Folio 40 v.º) [116] La pieza es realmente peregrina: dictada por algún altisonante enemigo del licenciado. Cordido, que no sabía leer ni escribir, pedía «las mayores e más graves penas que en derecho e leyes destos reinos se hallaren establecidas contra los que semejantes agravios hacen teniendo el nombre e vara de justicia», y que el juez «mande prender e detener al dicho licenciado a buen recaudo hasta la terminación desta causa». No consiguió lo último; mas hizo todas las diligencias posibles por dañar al ex teniente, y a los pocos días fue uno de los testigos en la mencionada [119] querella de Inés Gómez que declaró haber visto depositar el ducado por aquel exigido a ésta para libertarla, en manos del alcaide Alonso Rodríguez.

Final de las diligencias judiciales, inéditas, en el proceso de Diego Cordido contra el licenciado Cervantes. (Archivo General de Simancas. -Consejo Real. Legajo 88; 3. -II. Folio 41.) [118] La prueba resultó favorable a Cordido, «vecino de Cuenca, de más de treinta años», y el juez condenó al abuelo del Príncipe de los Ingenios Españoles a pagar veinte ducados de oro dentro de los nueve primeros días siguientes. Terminó la causa en 15 de Julio, con apelación por ambas partes. Pero no tendría consecuencias para el acusado. Gozaba de influjo con los señores del Consejo Real. El licenciado, que se halló presente a la iniciación de todos los procesos, abandonó en seguida la ciudad del Cáliz y la Estrella, pues en 19 de Mayo encontrábase ya en Cordoba, dejando por su procurador al bachiller Cañizares. El término de los juicios deresidencia, según la ley, era de treinta días. [120] Mohíno y maltrecho salió de su corregiduría, y no debió de conservar (como no lo dejó) buen recuerdo de su estancia a orillas del Júcar y del Huécar. Años después, cuando

Rodrigo, el padre de nuestro inmortal novelista, en 1552 pide información sobre la hidalguía notoria que la familia Cervantes gozó en las distintas poblaciones en que habitara, el nombre de Cuenca es callado discretamente. Sin embargo, estos percances resolvíanse a menudo con facilidad, especialmente si se practicaba el consejo citado de La Gitanilla; es decir, que «de los oficios se ha de sacar dineros para pagar las condenaciones de las residencias y para pretender otros cargos». Pronto los tuvo el licenciado Cervantes; y así, su tenencia conquense no mellaría su reputación. La hija de doña Leonor de Torreblanca que se menciona en uno de los procesos es doña María, y no doña Catalina, monja ya en el convento de Jesús Crucificado de Córdoba, donde (lo anotamos en anteriores páginas) debió de ingresar muy joven como novicia, según costumbre del tiempo. Sin duda acompañaron a sus padres en Cuenca Juan, Rodrigo y Andrés [122] de Cervantes. Rodrigo frisaba entonces en los quince anos, y él y sus hermanos harían allí estudios, aunque brevemente. Quizá al lado de la familia se hallase también Ruy Díaz de Torreblanca, pues alguna vez acompañó [123] (en Guadalajara y Alcalá de Henares) a su hermana y cuñado en las diferentes peregrinaciones de éstos por la Península.

Poder inédito del licenciado Cervantes, teniente de corregidor en Cuenca, a procuradores de Granada. Cuenca, 13 de Abril de 1523. (Archivo de Protocolos de Cuenca. -Alonso Ruiz de Huete, 1523.) [121]

Final del poder inédito del licenciado Cervantes a procuradores de Granada. (Archivo de Protocolos de Cuenca. Alonso Ruiz de Huete, 1523.) [122] Un documento inédito (publicado en otro lugar) de 18 de Julio de [124] 1526, según el cual Ruy Díaz de Torreblanca otorga poder a su tío Diego Martínez para que cobre del bachiller maestre Luis, físico, 6500 maravedís, por no serle posible a él verificarlo, a causa de tener que ausentarse de Córdoba, nos lleva a la conjetura de que por aquella data debió de conferírsele algún nuevo destino a Juan de Cervantes, quien instaría a su cuñado a que le siguiera, o bien éste le visitara fuera de Córdoba por cualquier razón. Consta del tantas veces referido pleito de 1552, que la familia del licenciado residió en Sevilla. Ahora, del cómputo de fechas asignado a las distintas poblaciones en que ejerció gobernadurías, tenencias y otros cargos, excluido el cuatrienio 1518-21, sólo quedan libres los años de 1525, 1526 y principios de 1527. Sin miedo, pues, a error puede asegurarse que en ese trienio, o parte de él, nuestro licenciado ejerció funciones propias de su profesión en Sevilla. Cuáles fueran, desconócese e igualmente cuánto duraran. Así, el abandono de

Córdoba por Ruy Díaz de Torreblanca pudo obedecer a salir para Sevilla a negocios tocantes a aquél. Como quiera que sea, Torreblanca estaba ya de regreso en Córdoba, el 20 de Julio de 1527, según otra escritura, también hasta hoy inédita, por la cual Juan López, mayordomo de don Gómez Suárez de Figueroa, se obligó a entregarle cincuenta fanegas de trigo en Santaella como pago de un préstamo. [125]

Capítulo V El licenciado Cervantes, en Guadalajara. -Al servicio de don Diego Hurtado de Mendoza. El tercer Duque del Infantado y La gitanilla cabrera. -Un arcediano cañí. -Doña María de Cervantes y don Martín de Mendoza. -Crónica sabrosa. -Cervantes emparenta con la casa del Infantado. No siempre tendría a punto el licenciado Cervantes, a la expiración de sus cargos, el nuevo destino; y así, al acabarse el que le llevara a Sevilla, esperaría, como de costumbre, el inmediato en Córdoba. Allí vivían sus hermanas Catalina y María, ésta monja dominicana; allí encontrábase su hija doña Catalina, novicia en el mismo convento de Jesús Crucificado; y allí también, por último, se deslizaban las existencias de fray Rodrigo de Cervantes y del mercader Miguel Díaz, con probabilidad hermanos suyos. Córdoba, naturalmente, había de ser el imán de su corazón. No tuvo esta vez que esperar mucho. En 30 de Abril de 1527, don Diego Hurtado de Mendoza, tercer duque del Infantado, le hacía de su Consejo, nombrándole lugarteniente de la Alcaldía de Alzadas. [126] En consecuencia, Juan de Cervantes se trasladó, con su familia, a Guadalajara. Este empleo, como algunos, si no todos, de los anteriores, granjeóselo su amigo don Luis Méndez de Sotomayor y de Haro, patrón y administrador perpetuo del monasterio en que profesara su hija. Don Luis debió de introducirle con don Pedro Fernández de Córdoba, de la Casa de Priego, cuñado suyo, como ya se dijo, y uno y otro le facilitarían el acceso al tercer duque del Infantado. Precisamente, Juan de Cervantes fue a vivir en Guadalajara a las casas que pertenecieron al conde de Priego. Llevó consigo a su hijo mayor Juan, a Rodrigo, a doña María, a Andresito y a doña Leonor, su esposa. Uniósele después, si acaso no le acompañó desde un principio, Ruy Díaz de Torreblanca, su cuñado. Desde los tiempos del viejo marqués de Santillana, el famoso poeta de las serranillas, estaban vinculadas en la Casa de Mendoza las alcaldías de alzadas y de padrones; y, después, la escribanía de padrones, la tenencia [127] del Alcázar de Guadalajara y las varas de alcaldes ordinarios. De manera que, como toda la administración de justicia y el gobierno de la ciudad, con su tierra, se hallaban en poder de los duques del Infantado, eran

de hecho señores absolutos, bien que no siempre a gusto de los ciudadanos, ni sin recelos del Consejo Real.

Guadalajara. -Palacio de los condes de Priego (hoy convento de Carmelitas), inmediato al cual vivió el licenciado Cervantes. Estas alcaldías, con los alguacilazgos, oficios muy lucrativos, codiciábanse sobremanera. Los mismos reyes intervenían a veces con recomendaciones cerca de los duques, cuando querían favorecer a criados o personas de su aprecio. El cargo, pues, de Juan de Cervantes, además de su espléndida retribución, era de toda confianza, y el consejero cordobés la tuvo en el palacio ducal durante mucho tiempo; y hubiera seguido teniéndola, hasta después de la muerte del duque, a no haber sobrevenido el trance escandaloso [129] de que nos vamos a ocupar, segunda estampa de la época, más grave todavía para el licenciado que los veintiún procesos sufridos a orillas del Júcar.

Guadalajara. -Fachada del palacio del duque del Infantado, donde fue consejero de don Diego Hurtado de Mendoza el licenciado Cervantes. [128] Su nuevo señor, don Diego Hurtado de Mendoza, hijo del segundo duque del Infantado don Íñigo López de Mendoza y de su mujer doña María de Luna, vino al mundo en 1461, y heredó el ducado a la muerte de su padre, en 1501. Personaje de gran relieve en la época, los genealogistas le dicen el gran duque. De excelente gusto por las bellas artes y de muy nobles prendas, careció empero de voluntad para sobreponerse aun ya viejo y achacoso, a los apetitos de la carne, y solamente de sucesión bastarda dejó tres hijos y cinco hijas. El primero de ellos, único que aquí nos interesa, llamose don Martín de Mendoza, de apodo el Gitano, por haberlo tenido el duque de sus amores con una gitana bellísima, a los 28 años de edad, cuando era todavía conde de Saldaña. La historia de estos amores nos es revelada por el mencionado Nobiliario del Cardenal Mendoza. En 1488 acudió a Guadalajara, con motivo de la festividad del Corpus Christi, una cuadrilla de gitanos. Ejecutaron una vistosa zambra en el palacio del segundo duque, y tanto la familia Mendoza como otros muchos señores que asistieron al regocijo, quedaron encantados de las habilidades de los cañís. Entre las danzarinas, sobresalía extraordinariamente por su hermosura, garbo y donaire, una de nombre María Cabrera, que arrebataba la admiración de quienes la contemplaban. Poco después, como se celebrase un juego de cañas por los caballeros de la ciudad, la linda gitanilla, animada con los parabienes de todos, pidió un caballo a don Diego Hurtado de Mendoza, para entrar en el juego. Ofreciole éste uno de los mejores de su caballeriza; y, al efecto ataviada, cabalgó con singular destreza y desenvoltura, portándose varonilmente y (añade el compilador) «bien para lo que su femenil sesso le obligava». Esto acabó de [131] rematar a don Diego, que ya ardía de pasión por ella. La colmó de ricos presentes y acabó por hacerla suya.

Guadalajara. -Patio central del palacio del duque del Infantado. (Destruido por la aviación, en 1936, durante la guerra civil.) [130]

LA CIUDAD DE GUADALAJARA A MEDIADOS DEL SIGLO XVII

(Acuarela de Pier María Baldi. -Biblioteca Laurenciana de Florencia.)

De tales amores nació don Martín de Mendoza, que «fue hombre de buena estatura, seco y moreno, conforme a la madre». El cronista prosigue diciendo que el conde de Saldaña regaló a María una posada, para que «sin peregrinar viviese; y desde entonces les duró por hartos años a todos los gitanos (de la cuadrilla) el que viniendo a Guadalajara, luego visitaran la casa de los duques, como muy parientes della, y se la mostravan, con lo qual yban muy contentos de tal parentesco».

Portada del Memorial de cosas notables. Casó don Diego dos veces, la segunda con doña María Pimentel, y tuvo en ella a don Íñigo López de Mendoza, cuarto duque del Infantado, que matrimonió con doña Isabel de Aragón: hombre de mucho amor al estudio, de que dan testimonio sus relaciones con literatos ilustres, como Álvar Gómez de Castro y Juan de Vergara, y autor del interesantísimo Memorial de cosas notables (Guadalajara, 1564, 454 págs. en folio). Pero de todos sus hijos, así legítimos como naturales, por quien don [132] Diego sintió predilección fue por don Martín de Mendoza, el Gitano. Le educó esmeradamente, le hizo estudiar la carrera eclesiástica, consiguió para él los arcedianatos de Guadalajara y Talavera, la abadía de Santillana, el curato de Galapagar... Legitimole, en fin, y aun soñó y trabajó lo indecible por ver sobre su cabeza la mitra arzobispal de Toledo.

El cardenal don Pedro González de Mendoza. (Una de las llamadas «tablas de San Ginés», de fines del siglo XV, restaurada.) Nació don Martín el 11 de Noviembre de 1489. Ignoramos dónde cursara sus estudios y si sobresalió en ellos. Sólo parece que, por su buen carácter, mereció la estimación general, a lo que contribuiría también lo pintoresco de su origen. Como quiera que fuese, ya en 19 de julio de 1499 Cisneros le concedió licencia en Alcalá para que pudiese recibir la primera tonsura por mano de cualquier obispo; en 1505 recibía de Roma la dispensa necesaria para obtener beneficios eclesiásticos; y en 1509 la gracia del arcedianato de Talavera, aunque no lo usufructuó hasta 1514, cuando fue legitimado, pues todavía en Octubre de 1513, al hacerse [133] las capitulaciones matrimoniales de su hermanastro don Íñigo, conde de Saldaña, con doña Isabel de Aragón, Fernando el Católico, de antemano comprometido en

dar a don Martín 600000 maravedís de renta por la Iglesia, ofrece despachar la oportuna libranza a su camarero, a fin de que por tercios de año se le abone dicha suma «en tanto vacare cosa», porque «al presente no ay rrenta vaqua con que se le puedan mandar». Poco después, y disfrutando ya el curato de Galapagar, a la muerte de su tío el arcediano de Guadalajara don Bernardino de Mendoza, el cardenal Cisneros proveyó en don Martín este cargo, no obstante el mal comportamiento que por entonces (1516) su padre el tercer duque tenía para con fray Francisco Ximénez. Todavía el Gitano gozó las abadías de Santillana y Santander. Cuando en 1521 cantó misa, celebráronse grandes fiestas, organizadas por don Diego, con una solemnidad que no las excediera si se tratase del propio conde de Saldaña. Hernando Pecha, que las describe, dice: «Aderezose la yglesia ricamente; ubo una suiza muy luzida en la plaça del Duque; fabricose en medio de ella un castillo, y dentro de él estavan soldados en traxe de moros; otros soldados christianos pretendieron convatirle; salieron primero a escaramuzar moros y christianos; éstos vatieron el castillo con arcabuzes y mosquetes, y le rindieron, y cautivaron los moros, llevándolos como prisioneros a los pies del misacantano, que los puso en libertad». [134] Con todos los beneficios y prebendas mencionados, don Martín de Mendoza llegó a reunir cuantiosísima renta, que en más de una ocasión salvó de apuros a su padre don Diego, cuya vida de derroche amenazaba dar al traste con la Casa del Infantado. A poco de fallecer éste don Martín hacía una escritura de renunciación, suscrita en Guadalajara a 10 de Enero de 1533, ante el escribano Juan de Cifuentes, en que dispensaba a su hermano, ya cuarto duque, la parte que estaba obligado a pagarle de los 20000 ducados que don Diego, padre de entrambos, había ido tomando, a lo largo de los años, de las rentas y beneficios de don Martín. No ha de extrañar, por ello, que el tercer duque, a la vez que educaba al hijo de María Cabrera para convertirle en el más fino y culto caballero, y le llevaba preceptores de música, como cierto cantor venido desde [135] Carmona (del cual narra una historia picaresca el referido Pecha); no ha de extrañar, decimos, que a la vez, don Diego, necesitado siempre de pecunia, a pesar de su enorme hacienda, y a menudo en manos de prestamistas, procurase para el Gitano hasta la mitra toledana. La pretensión armó ruido, aunque no va unida, como se ha creído, a la tragedia de don Antonio de Acuña, pretensor también del arzobispado de Toledo, y a la revuelta de las Comunidades. Por cartas de Adriano de Utrech a Carlos V, fechadas en Valladolid a 30 de Junio y 10 de Julio de 1520, vemos al duque bastante quejoso de las mercedes denegadas por el Rey, y se insinúa que proyecta algo sobre el arzobispado de Toledo, que debió de pedírselo para don Martín en La Coruña. A 11 de Enero de 1521 falleció Guillermo de Croy, arzobispo de Toledo, y nombrose administrador de la archidiócesis a don Francisco Mendoza. En este instante el duque redobla insistentemente sus pretensiones para que el nombramiento de arzobispo recaiga en don Martín. Pero el obispo de Zamora se adelanta. El 7 de Marzo don Antonio de Acuña

ocupa Alcalá de Henares y pone un corregidor. Tres días después la Junta revolucionaria depone al administrador de la archidiócesis y nombra en [137] su lugar a Acuña. El depuesto escribe a Xebrés desde Guadalajara, en 12 de Marzo, que «el duque del Infantadgo esta fuera de lo del arçobispado y muy determynado en servir a V.a Md., y dize que fuera de su voluntad no reçibiria ninguna iglesia de las de Castilla, y haseme aclarado que sy el Rey... proveyese del arçobispado en ningund hijo ny hermano de grande de Castilla, que le pesaria en el anyma». Agrega serle muy de su agrado que el Rey diera la plaza a Xebrés para su amigo el obispo de Cambray y que la pretensión de Acuña no tenía posibilidades de realización, aunque revolvía para ello a Toledo. Indudablemente, don Diego Hurtado trataba de engañar a Xebrés y al administrador de la mitra, porque, al propio [138] tiempo, enviaba a Flandes a Francisco de Ávila (que todavía sonará en los pleitos de los Mendoza), a solicitar de Carlos V la Silla de Toledo, y otro emisario a la Ciudad Imperial con la misma pretensión. No contestó el cabildo, a causa de las disputas de los partidarios de Acuña con doña María Pacheco, que demandaba el cargo para su hermano Francisco (después obispo de Jaén y cardenal), a la sazón en Roma. Véase por dónde la mitra toledana tenía tres pretensores. Sobrevino a esto, en Abril, el desastre de Villalar. Entraron luego las tropas del duque en Alcalá, y las Comunidades viéronse reducidas sólo a Toledo. Entonces Acuña se apoderó violentamente de la mitra y quiso continuar la lucha con ayuda de los franceses que, de acuerdo con él, habían invadido Navarra. Al tratar de unírseles, fue detenido en Navarrete (Logroño), procesado y ahorcado, como es sabido, en Simancas.

Guadalajara. -Barranco del Alamín. En primer término, restos del antiguo Alcázar. [136]

Guadalajara. -En primer término jardín del palacio del cardenal Mendoza. En el centro, de derecha a izquierda, casa-palacio de los condes de Priego, hoy convento. Al fondo, izquierda, extramuros, iglesia de San Francisco. [136] No parece que don Diego ni el Gitano influyeran lo más mínimo en la tragedia del revoltoso obispo de Zamora, rival ya sin importancia desde la rota de los principales comuneros. Antes la violencia de aquellas terribles convulsiones y el cambio que a ellas siguió debieron de enfriar o hacer perder las esperanzas al tercer duque en su pretensión de ver arzobispo al hijo de la gitana danzarina. Sin embargo, todavía en 1523, vuelto el Emperador a España, solicitaba don Diego Hurtado de Mendoza para don Martín, si no ya la mitra de Toledo, alguna otra dignidad eclesiástica; pero el Emperador se excusó por carta muy afable, aunque denegatoria, fecha en Valladolid a 30 de Enero. Años adelante, en 1525, el duque, muy viejo y gotoso, recibía con la esplendidez de un monarca, en su palacio de Guadalajara, a Francisco I, y hacía grandes fiestas en su honor.

Cuando en 1527 su «primo» el licenciado Cervantes, obtenía el nombramiento de lugarteniente de la Alcaldía de Alzadas, don Diego, con sus sesenta y seis años a cuestas y lleno de achaques, ya viudo, pero galanteador hasta la muerte, andaba en amoríos con una hermosa joven, de nombre María Maldonada. He aquí cómo refiere la aventura el mencionado Hernando Pecha: «Doce años (escribe) vivió viudo el duque don Diego, después de muerta [139] la marquesa doña María Pimentel, su segunda mujer, y con estar muy viejo, enfermo y gotoso, se aficionó a una mujer que vivía en Guadalajara, llamada la Maldonada, y aunque sus hijos y parientes procuraban disuadirle de cosa tan fuera de razón, no bastó, y así, se celebró este matrimonio del duque don Diego con la Maldonada, en la iglesia de Santiago, la noche de los Reyes, el año de 1530, siendo cura de la dicha iglesia el licenciado García de Écija. Era la Maldonada hija de Antonio de Proaño, montañés, y aun dicen que era hidalgo, aunque tenía oficio bajo, y de doña María Maldonado, su mujer. No se veló el duque don Diego con la Maldonada, ni consumó el matrimonio, por sus muchas enfermedades, flaqueza y vejez; pero húbola en su casa un año entero, con título de duquesa y con la grandeza y autoridad de criados y criadas, como a su nill, jer propia, dándole la obediencia y rindiéndole vasallaje como a todas las demás duquesas del Infantado, y cuando estuvo para morir el duque don Diego, en su testamento le mandó el quinto de sus bienes». Pero las liberalidades llegaron a mas, pues antes de fallecer el del Infantado, los bienes muebles de la Maldonada se apreciaban en seis millones y medio, que, aunque sonasen como aportados por ella al matrimonio en concepto de dote, en realidad pertenecían al duque. Compréndese que esta locura dilapidadora y amor senil de don Diego disgustaran grandemente a la familia. Riñó con su padre don Íñigo, conde de Saldaña, quien antes que ver en el palacio ducal a la joven Maldonada con la misma autoridad que su madre la marquesa doña María, abandonó Guadalajara y pasó a Bolonia, donde se halló en 24 de Febrero de 1530 a la coronación del emperador Carlos V, al cual se mostraba ahora muy leal, no obstante haber sido gran partidario, en su juventud, de los comuneros. La actitud del licenciado Cervantes en aquellos disgustos por la Maldonada, debió de ser, naturalmente, de franca adhesión al duque, a quien se debía y de cuya confianza era depositario. Pero quizá don Íñigo le cobró por ello mala voluntad, si acaso no le juzgó cómplice. Y esta situación vino a agravarla el proceder de el Gitano. Don Martín (Mendoza al fin, y [140] cañí, o trapacero, por añadidura) sintió también el amor como una imperiosa necesidad; y no es extraño que, viendo toda su vida en su padre tan reprobables ejemplos, quisiera imitarle, sin respeto a sus órdenes sagradas. En resolución, el arcediano se enamoró perdidamente de doña María de Cervantes, doncella de extremada hermosura, y la sedujo. Y vinieron a correr a la par los amoríos de su padre con la Maldonada y los suyos con la hija del licenciado. Empero si el duque pudo cumplir honradamente con aquélla, llevándola ante el altar, a don Martín le era imposible contraer matrimonio con doña María. El licenciado Cervantes, afligido por la realidad de los hechos, quejose al duque y obró como un padre celoso de su honor en tales circunstancias; mas, visto lo irremediable, su puesto, su influjo y la calidad de las personas, tiró a asegurar el porvenir de su hija,

haciendo suscribir a don Martín una obligación por 600000 maravedís, de que pronto se hablará. Murió don Diego Hurtado de Mendoza el 30 de Agosto de 1531. Salió del palacio la Maldonada y pasó a ocupar una casa que el duque le había comprado detrás de la torre de Santa María, desde donde, a poco, trasladose a Valladolid y contrajo nuevas nupcias. Doña María de Cervantes, empero, continuó «envuelta» (como entonces se decía) con el Gitano. Vino don Íñigo, ya transformado en cuarto duque, halló desbaratada la herencia paterna y un presupuesto ducal de difícil nivelación, y apresurose a restaurarla, dando tajos y reveses a las cuentas de los muchos acreedores. A la mala voluntad que debía de tener al licenciado Cervantes, uniéronse ahora las desavenencias entre doña María y don Martín, que a todo trance quería desprenderse de ella y abandonarla, quizá instigado por don Íñigo. En consecuencia, Juan de Cervantes quedó despedido de su puesto de lugarteniente de la Alcaldía de Alzadas. Un odio feroz se estableció entonces entre la Casa de Mendoza y la familia de Cervantes. Y pues quedaban asuntos muy graves por ventilar, el licenciado, sintiéndose poco seguro en Guadalajara, se trasladó a Alcalá de Henares con su esposa e hijos. Pero el proceso promovido por doña María contra don Martín nos suministrará amplia información sobre el acontecimiento, con las vicisitudes [141] de la vida del licenciado en sus cinco años de residencia en Guadalajara. Es asunto que, por lo delicado de su naturaleza, conviene dejar ceñido a la más rigurosa documentación. El 2 de Abril de 1532, doña María de Cervantes, acompañada de sus hermanos Juan y Rodrigo y de su tío Ruy Díaz de Torreblanca, los tres como testigos, se presentó ante el alcalde ordinario de Guadalajara, «el noble señor Francisco de Cañizares», y el escribano Juan de Cifuentes. Dijo que, teniendo necesidad de seguir dos pleitos y causas a ella tocantes, y por ser mujer y menor de veinticinco años, solicitaba se la proveyese de un curador ad litem. Preguntada por el alcalde a quién elegía por curador, respondió que a Martín González de Encaja, allí presente. Un día después, González, «como procurador del licenciado Cervantes» y curador de doña María, presentó una demanda, junto con una obligación, según la cual el arcediano don Martín de Mendoza, Francisco de Ribera, mercader, y Pedro Vázquez de Villarroel, vecinos de aquella ciudad, se comprometían de mancomún a pagar a doña María, y al licenciado su padre por ella, seiscientos mil maravedís. Y no habiendo sido pagados, pedía ejecución en los bienes y personas del referido Ribera y de los herederos de Pedro Vázquez, agregando que, para ejecutar a don Martín y quedando una copia concertada en su poder, se le devolviera la obligación original. «Imploró su oficio, pidió justicia y las costas». Fueron testigos, igualmente, Juan y Rodrigo de Cervantes, hijos del licenciado, y Ruy Díaz de Torreblanca. La obligación es un documento interesante y curioso. Valga su desaliño por el regusto de la época: perfume y sabor de oleoso vino centenario. Dice así en lo esencial: «Sepan cuantos esta carta de obligación vieren como yo, don Martín de Mendoza, arcediano de Talavera e Guadalajara, digo que, por cuanto yo soy obligado a dotar a vos doña María de

Cervantes, por el cargo en que estoy, de la probanza del cual vos relievo, por cuanto yo lo conozco e confieso, por ende, por descargo de mi conciencia e cumplir la dicha obligación, otorgo e conozco que daré e pagaré al dicho licenciado Cervantes vuestro padre, en vuestro nombre e para vos la dicha doña María e para vuestro dote e casamiento, seiscientos mil maravedís de la moneda usual por el día de Navidad, que será principio del año venidero de mil e quinientos e treinta e un años; los cuales dichos seiscientos mil maravedís que ansí me obligo de dar e pagar al licenciado vuestro padre o a quien su poder hobiere, para vos la señora doña María, como dicho es, el licenciado Cervantes los ha de cobrar, e, sin parar en su poder, luego como yo se los diere e pagare e de mi los cobrare, los ha de [142] depositar en poder de mercaderes o de otra persona de confianza cual el licenciado quisiere, para que del depósito se compre hacienda de pan de renta, o juros, o otra cosa que rente, a determinación e voluntad e donde el licenciado Cervantes vuestro padre quisiere, para vuestro dote; y la propiedad de lo que ansí se comprare ha de ser para vos, doña María, e para vuestros herederos e subcesores, y el usufructo de ello para el licenciado vuestro padre, en tanto que no vos casáredes o metiéredes monja; e si caso fuere, lo que Dios no quiera, [que] vos, doña María de Cervantes, falesciéredes antes del dicho día de Navidad, principio del año de quinientos e treinta e uno, que es el plazo de la paga de los seiscientos mil maravedís, que por vuestro fin e falescimiento los haya y herede y sea obligado de dar e pagar a vuestros herederos e subcesores que legítimamente os hobieren de heredar, y ellos suscedan en ellos, so pena del doblo. E para lo ansí tener e guardar e cumplir e mantener, obligo mi persona e bienes espirituales e temporales, muebles e raíces, habidos y por haber, e por doquier que los yo haya e haber deba; e por esta presente carta ruego e pido e doy todo mi poder cumplido a todas e cualesquier justicias e jueces e oficiales cualesquier, ansí eclesiásticos como seglares, de cualesquier cibdades e villas y lugares e diócesis que sean, e della e de lo en ella contenido les fuera pedido cumplimiento de justicia, a la jurisdicción de las cuales e de cada cual dellas me someto e me obligo, renunciando como renuncio mi propio fuero e jurisdicción e domicilio... E para seguridad e saneamiento de lo susodicho e de cada una cosa y parte dello, doy por mis fiadores e obligados conmigo de mancomún a Pero Vázquez de Villarroel e a Francisco de Ribera, mercader, vecinos de la cibdad de Guadalajara, que presentes están. E nos los dichos Pero Vázquez de Villarroel e Francisco de Ribera... acebtamos de la fianza, haciendo como facemos la deuda ajena propia nuestra e nos obligamos todos tres de mancomún e a voz de uno e cada uno de nos por sí e por el todo..., de dar e pagar de mancomún a vos el licenciado Cervantes para doña María de Cervantes, vuestra fija, los seiscientos mil maravedís en dineros contados a vos o a quien vuestro poder hobiere y esta carta por vos mostrare o por María de Cervantes... E especialmente nos sometemos a la casa e corte e chancillería de Sus Majestades, para que sus alcaldes e alguaciles nos puedan prender los cuerpos y hacer prisión y entrega y ejecución en nuestras personas e bienes y los vendan y rematen en pública almoneda o fuera della, o a buen barato o a malo, como quisieren, y hagan pago de todo lo susodicho y de la pena también de las costas, como si dentro de la jurisdicción de la corte de Sus Majestades viviéremos o moráremos... En firmeza de lo cual, otorgamos esta carta de obligación ante el escribano e notario público e testigos de yuso escritos, que fue fecha e otorgada en dicha cibdad de Guadalajara a treinta días del mes de Setiembre año del nascimiento [143] de nuestro Salvador Jesucristo de mil e quinientos e veinte e nueve años. Testigos que fueron presentes: Antonio de Barrionuevo e Francisco de Salcedo e Diego de Carmona, clérigo, vecinos de la cibdad de Guadalajara, en presencia de los cuales lo

firmaron de sus nombres los dichos señores arcediano don Martín de Mendoza e Pero Vázquez de Villarroel e Francisco de Ribera. -Pasó ante mí, Juan de Cifuentes, escribano». Puesto que las relaciones entre el licenciado Cervantes y la Casa del Infantado estaban ya rotas y habían sido seguidas de muchos disgustos antes y después de la muerte del duque, la presentación de la demanda contra don Martín y sus dos mancomunados no tenía otro alcance sino el cumplimiento del necesario requisito legal. De sobra sabía el licenciado que iba a litigar contra los señores y dueños absolutos de Guadalajara y su tierra, de quienes podría temerse cualquiera asechanza, como pronto hubo de experimentar. Hombre inteligente, precavido y astuto, sobre levantar su casa de Guadalajara y trasladar lo mejor o todo de ella, con su mujer y su hija, a Alcalá de Henares, para redoblar sus precauciones y sentirse más seguro, llamaría de Córdoba a su cuñado Torreblanca. Contra cinco hombres, aunque Andrés sólo tuviera a la sazón diecisiete o dieciocho años, todos valerosos y enérgicos, era difícil jugar, por mucho que fuese (y lo era) el influjo de la Casa del Infantado. Por eso doña María de Cervantes no llevó como testigos de su petición de curaduría sino a sus propios hermanos y tío, y debió de partir, acabado el acto, para Alcalá. No se engañaba nuestro licenciado en sus temores. Apenas presentados los documentos de demanda y obligación, el alcalde Cañizares se puso bajo cuerda a las órdenes de la Casa del Infantado, como hechura de la misma. Simulando hacer justicia, extendió mandamiento ejecutorio contra Francisco de Ribera y los herederos de Pedro Vázquez, fallecido en el año precedente. Mas he aquí que no hubo modo de encontrar al alguacil encargado de llevar a efecto la ejecución. Buscósele inútilmente por Guadalajara. Y ¿cómo había de hallársele, si le tenía oculto la propia duquesa del Infantado?. No necesitó ver más Cervantes para ponerse en guardia y proceder con la celeridad posible. Y así, su procurador acudió con un escrito, diciendo que el alcalde Cañizares «quería pedir consejo sobre si debía ejecutar o no, y porque de lo susodicho él se tiene por agraviado y espera no alcanzar cumplimiento de justicia en esta ciudad, para la ir a pedir a Sus Majestades e ante los señores del su muy alto Consejo, por ende pedía e pidió al señor alcalde le mande volver su obligación, no parando perjuicio a su derecho..., porque tenía por sospechoso al señor alcalde [144] e a los otros alcaldes de la ciudad, por estar puestos por el señor duque del Infantado e ser el principal deudor el arcediano don Martín de Mendoza, hermano del señor duque». Cañizares se vio descubierto. Efectivamente, la treta de esconder al alguacil resultaba por demás burda. Lo importante era retener la obligación; y así, dictó auto de no haber lugar, fundándose en que no sobreseía el embargo. Apareció el alguacil, y entonces se preparó una farsa. La parte de Ribera señaló para la ejecución seis casas de dos pisos, tres viñas y otras cosas que habían pertenecido a Pedro Vázquez. A la vez, Cañizares mandó proceder contra los bienes que se encontraran (que no se encontrarían ya) en la tienda del mercader. Al enterarse de la nueva maniobra, el licenciado montó en su mula, y, como buen jinete cordobés, partió veloz en busca del alcalde. Hallolo a la puerta de la cárcel, con su procurador Martín, Francisco de Ribera y otras personas, hablando del asunto, y entabló con aquél este diálogo, que figura en el proceso:

-¡No quiero que hagáis la ejecución! Se debió haber hecho ayer. Y no se hizo, porque ayer tenía Francisco de Ribera setecientos mil maravedís de mercadería en su tienda. No quiero que se haga la ejecución, ni por vos ni por vuestra mano. Dadme mi obligación, que no alcanzaré justicia en esta ciudad. Cañizares repuso: -Yo os faré justicia de quien quiera que sea, y así se os hace. Entonces el licenciado, dando grandes voces, a cuyo estrépito se allegó mucha gente, replicó: -¡Os digo que no quiero! Y no me fagais decir cosa por donde me mandeis a la cárcel; que yo no quiero justicia por vuestra mano, que no sois alcalde. -¿Que yo no soy alcalde? -contestó Cañizares-. Señor licenciado, idos luego preso a vuestra casa y no salgais de ella sin mi licencia e mandado, so pena de docientos mil marevedís. -Oídme bien: no digo yo sino que para mí no sois alcalde, porque os tengo recusado por sospechoso a vos y a los otros alcaldes. No espero alcanzar justicia. Vos no sois alcalde para mí. Y diciendo que se iba a su casa a cumplir la carcelería impuesta, desapareció, como había venido, montado en su mula. Compréndese bien la comidilla de la pequeña ciudad al conocer la escena desarrollada a la puerta de la cárcel. Algo extraño debió de notar el padre de doña María en la actitud de su procurador; y temiendo que hasta él llegase la influencia de la Casa del Infantado, revocó el mismo día 13 de Abril el poder y la curaduría que le confiriera. Apeló igualmente de la orden de prisión contra él dictada. [145] El alcalde, poniendo en práctica su maniobra, presentose en el establecimiento de Ribera para efectuar la ejecución. Bien sabía que no habían de hallarse géneros ni bienes muebles, y dispuso el embargo de los raíces. También sabía que, a pesar de pregonarse la venta, no se ofrecería ningún postor. Empero, como trascendiese la treta, hizo que, de acuerdo con Ribera, compareciesen Juan de Úbeda y Bartolomé de Urbán, quienes prometieron 600000 maravedís. Casualidad grande: era exactamente la suma que reclamaba doña María. He aquí, no obstante, que la ambición enreda las cosas. Úbeda y Urbán prevén un negocio y toman lo del embargo en serio. El alcalde entonces estruja el magín para que no siga adelante la promesa de los postores, y encauza el asunto por un derrotero infame: deshonrar al licenciado y hacer ver que su hija fue pagada con exceso. Se nota ya patente la mano de don Martín, sobre bastardo, mal caballero: con los regalos a la mujer abandonada, de quien tiene una niña, pretende saldar el importe de la obligación.

En efecto, el procurador de Francisco de Ribera y de Catalina de Heredia, viuda de Pedro Vázquez, presentó el mismo día 13 el escrito de respuesta a la demanda, en la que hace constar especialmente: que «el señor don Martín de Mendoza ha dado e pagado a doña María y su padre... muchas contías de maravedís ansí en dineros como en libranzas que cobró, e muchas joyas de oro, e perlas, e seda, e paños, e otras cosas contenidas en un memorial, de que hacía presentación, en cuantía de más de los seiscientos mil maravedís»; que habían procurado que doña María y el licenciado su padre se juntasen a cuenta con ellos «para ver lo que ansí tenían recibido e cobrado, e sobre aquello se les pagaría lo que restase debiéndoseles, lo cual seyéndoles notificado, e mandado que doña María jurase e declarase los maravedís, joyas, bienes e cosas que del señor don Martín tenía recibido, no lo quiso hacer». Era lógica la actitud de doña María. El mismo procurador presentaba a la vez un interrogatorio de testigos, con estudiada crudeza, que nos revelará en sus menores detalles todo aquel asunto y la pequeñez de alma de don Martín. Solicitábase, entre otras cosas, que los testigos fueran preguntados si saben, creen, vieron u oyeron que don Martín de Mendoza «tuvo amores y acceso carnal con doña María... y después acá la ha tenido por su amiga e manceba públicamente, viéndolo e sabiéndolo e consintiéndolo el licenciado Juan de Cervantes, acogiendo de día e de noche al señor don Martín en su casa para dormir, e como durmíe en una cama con doña María, e comer e cenar todos juntos en una mesa; e otros muchos días e noches, consintiendo el licenciado que doña María su hija estuviese e durmiese en casa del señor don Martín, que ansí ha sido y es público y notorio [146] en esta ciudad, e que el licenciado lo sabía e consentía e rescibía muchas dádivas y raciones y acostamientos, e su mujer e hijos, del señor don Martín, por razón que le dejaban tener por amiga a su hija». La intención contra el licenciado Cervantes fluye patente por tantas reiteraciones, que se prosiguen en otra pregunta a los testigos: si saben que el licenciado «trajo tratos e maneras con don Martín por terceros, diciendo que, pues había tenido que hacer con doña María, que mandase e prometiese y diese a ella y él contías de maravedís e cosas so color de casamiento para la dicha; e que don Martín respondió que si la querían casar o llevar, no le daría ni prometería nada; pero que si se la dejaban para que él la toviese por su amiga en su casa o en casa del licenciado, les daría e prometería lo que querían e pedían; e el dicho licenciado e doña María vinieron en ello, y con este concierto y asiento, el licenciado ordenó una escritura en que don Martín se obligó a dar a doña María y a su padre en su nombre seiscientos mil maravedís, y que el licenciado gozase de los intereses de ellos, la cual escritura hizo e otorgó el señor don Martín ante un escribano...» Si saben que después de hecha y otorgada, y teniendo Cervantes a doña María en su casa, don Martín, por sí y por sus criados y oficiales, «de sus bienes e rentas dio y pagó a doña María y a su padre los bienes e joyas e sedas e vestidos e tapicería e plata e otras cosas contenidas en este memorial de que hago presentación...» Si saben también que «todos los maravedís de acostamiento» que don Martín dio y libró a doña María los cobró su padre, y que las cosas que le envió, contenidas en el memorial, las veía y sabía el licenciado, en cuya casa las guardaba su hija, viéndolo y sabiéndolo él y su mujer, y que así es público y notorio. Si saben, además, que los maravedís, joyas, perlas, sedas, vestidos, tapicería y plata dadas por

el arcediano valían y montaban más que los seiscientos mil maravedís; que los testigos declaren el valor de cada una de estas cosas y que las exhiban doña María y el licenciado su padre. Si saben, en fin, que después que por parte de Francisco de Ribera y de los hijos de Pedro Vázquez se pidió a doña María que se juntase a cuenta con ellos como fiadores de don Martín, «doña María se ha ausentado, y ella y el licenciado e su mujer e hijos han llevado e ausentado e transportado toda su hacienda y todo lo que doña María tenía en su casa, de manera que donde tenían los bienes e cosas no hay nada, y lo han llevado y escondido de un mes a esta parte». Esto confirma lo que dijimos anteriormente. A la presentación de la demanda, el licenciado Cervantes vivía ya en Alcalá, adonde se trasladaría en el mes de Marzo. Mayor interés, si cabe, que el precedente interrogatorio ofrece el memorial del dinero y efectos entregados por don Martín. Muy galán y rendido, muy liberal y dadivoso mostrose el arcediano con [147] su amante. Difícil debió de entrever la conquista. Y en verdad que los obsequios hubieran corrompido a la mujer más casta, con tal de que tuviese un mal resabio de ambición. Pocos galanes habrían regalado a ninguna de sus adoradas presentes por valor tan enorme, en el breve transcurso de poco más de dos años, como los que el memorial menciona. La relación es digna de conocerse: «Cincuenta ducados que llevó Rodrigo de Cervantes y Contreras». (Rodrigo es el futuro padre del autor del Quijote, y Contreras un criado oficioso de don Martín.) »Mas otros cuarenta ducados que su señoría le llevó a doña María para unas ruanillas. Un aforro de martas, que le dio e se las tornó a mercar e le dio por ellas trescientos ducados. Mas veinte e dos mil ciento e setenta e cinco maravedís que le mandó dar en holandas y ruanes y sedas de coser y lana para colchones. Mas diez ducados que le dio Ambrosio de Vera estando en la cámara de su señoría. Mas ocho ducados que le dio Ambrosio de Vera estando la dicha doña María en la cámara de su señoría. Mas di a su señoría dos ducados, los cuales su señoría le dio a doña María, e mas dio el dicho Ambrosio de Vera a Andresico de Cervantes en dos veces para los llevar a su hermana doña María. Mas dio el dicho Ambrosio de Vera a Ayllón cuatro ducados para que se los llevase a la dicha doña María e dos sartas de perlas; las mayores costaron doscientos y treinta ducados; y las perlas menores, ochocientos ducados; el aljófar, treinta ducados.

Una cadena de oro que pesaba veinte ducados, poco más o menos. Un brazalete de oro con cinco zafiros, cuarenta ducados. Una poma de oro, grande, treinta ducados. Un barrilico de oro con una perla en medio. Una esmeralda a manera de uña. Esto y lo de arriba y una sortija, cincuenta y tres ducados. Tres sortijas: la una, una rosita de diamantes, y la otra un rubí berroqueño, y la otra un diamante de punta. Un relogio de plata que valíe dos mil maravedís. Un reloj que costó veinte ducados. Una saya de terciopelo negro. Otra saya, de grana de Valencia, con una trepa de terciopelo carmesí. Otra saya, de ruan verde, con un bastón de terciopelo verde. Un gorrete de terciopelo negro. Dos martas enforradas en raso negro. Dos alfombras. Un colchón de Holanda. Un colchón de Ruán. Dos sábanas de Holanda. Un paño de grana de Toledo para la cama. Un cabecero de Holanda, labrado, de grana, y los aceruelos de muy fina holanda. Cuatro arcas encoradas. [148] Una silla de caderas, de tarza. Una jaca blanca, con su guarnición de terciopelo, y su silla, cuarenta ducados.

Dos candeleros de plata, que pesaron tres marcos y tres onzas y cuatro reales. Un jarro francés de plata, que pesó tres marcos y una onza y cuatro reales. Un barrilico de plata, que pesó seis onzas y siete reales. Una calderita de plata, con un hueso de escornio, que pesó un marco y cuatra onzas y dos reales y medio. Un bernegal de plata e un cuchar, que costó siete mil e quinientos e veinte y seis maravedís. Un tazón de plata, que pesó once onzas. Mas cuarenta e seis mil e seiscientos e sesenta e seis mil maravedís e medio, que rescibió de Hernando de Vera, mayordomo de su señoría, del año de treinta, por libranza fasta diez de Mayo de mil e quinientos e treinta años. Mas cien mil maravedís que rescibió la dicha doña María por otra libranza fasta ocho de Enero de mil e quinientos e treinta e un años del dicho Hernando de Vera, mayordomo, del año pasado de mil e quinientos e treinta años. Mas ciento e veinte e cuatro botones de oro con tres asientos e setenta y nueve cadaojas, que montan setenta e un mil e seiscientos e noventa y seis maravedís.»

Hasta aquí, literalmente, la relación, que nos muestra el lujo con que debió de vivir doña María en este período. Nos la imaginamos una gentil amazona (no olvidemos su sangre cordobesa), cabalgando en su jaca blanca, la guarnición de terciopelo, por las calles de Guadalajara, o asombrando en las fiestas, juegos de cañas y torneos, con aquella cargazón de joyas y perlas orientales. Por el mismo tenor fue el lujo y «gran fausto de casa» que desplegó su familia, acompañándose de gente noble, rodeada de esclavos y otros criados, y viviendo, en fin, con la ostentación propia de los hidalgos de solar conocido. Ciertamente, las dádivas de don Martín excedían con mucho de los 600000 maravedís de la obligación dotal; empero eran liberalidades del arcediano para con su amada. Declararon los testigos; y como todos seguían instrucciones de la parte de Ribera, lo hicieron en favor de éste. Contestaciones desvergonzadas al desvergonzado interrogatorio, genuflexión de los ganapanes de la casa ducal. Juan de Ayllón no se anduvo con rodeos, y dijo que doña María estuvo varios meses en relaciones con don Martín, el cual «la ha tenido por su manceba e ha parido de él y es cosa pública». Alonso de la Mota nos revela que Cervantes tenía un negro, y que muchas veces él, por orden de don Martín, «tomaba en la

cernecería vaca al negro del dicho licenciado, e otras cosas de su mantenimiento..., porque el negro no lo sabía tomar»; y que el propio testigo daba para un lebrel y un galgo de don Martín, que estaban en casa del licenciado, dos panes cada día. Pero la declaración más grave corrió a cargo de Pedro de Guadalajara. [149] Dice el tal (con cínica falta de escrúpulos) que tres años atrás, cuando don Martín desplegaba su plan de conquista, «vido este testigo que Contreras, criado del señor arcediano, hablaba a doña María dende la caballeriza de la casa del conde de Pliego, que es frontero de la casa donde posaba Cervantes, y este testigo dijo al licenciado:

A. Casa del cardenal Mendoza, con su jardín, trascorral y dependencias. B. Casa de los condes de Priego, con su huerto, trascorral y viviendas accesorias, una de ellas ocupada por el licenciado Cervantes. C. Escenario de los amorosos coloquios nocturnos entre don Martín de Mendoza y doña María de Cervantes, a quienes separaba el estrecho y solitario callejón de Pescadores y las rejas de unos ventanucos. -Señor, pará mientes por vuestra casa, porque Contreras habla a dona María, vuestra hija, por aquella ventanilla dende la caballeriza. Y el licenciado le contestó: -Señor Pedro, téngooslo en merced; pero no es por él, sino por otra persona, que es la segunda persona del duque, que ya me lo han dicho otros». [150] No parece creíble semejante confidencia con un extraño, fruto sin duda de las malas artes de Ribera, cuyo procurador se esforzaba en hacer hincapié en que Cervantes envió a llamar al escribano Juan de Cifuentes a su domicilio y allí uno y otro ordenaron la escritura de obligación. [151] A todo esto, el licenciado dejó definitivamente su casa, que tenía por cárcel; tornó a montar en su mula, y, atravesando los dominios y tierras de la casa ducal, donde no se vería seguro, regresó a Alcalá, para proseguir el pleito. Una apelación ante la Audiencia de Valladolid contra el nombramiento del alcalde Cañizares, por odioso y sospechoso, le salió fallida. Decidió entonces recurrir a mayores alturas, sirviéndose de su talento e influencias, y, con fecha 16 de Mayo, otorgó poder en favor de su hijo Juan y ausentose. Iba a la Corte (a la sazón en Madrid).

Guadalajara. -El callejón de Pescadores, con salida a la calle de Ronda. Simultáneamente el duque del Infantado, para salvar los 600000 maravedís de su hermano don Martín, tan necesarios entonces por la mala [152] situación financiera que dejase el difunto don Diego, trató de inutilizar y deshonrar al licenciado, formándole un proceso en Guadalajara. Acusábasele en él de haber traficado con las varas de los alcaldes y con la lugartenencia de alzadas y por sus malas costumbres. Temía don Íñigo, conocedor del talento y recursos de Juan de Cervantes, que éste en Alcalá iniciara contra él una

campaña de descrédito, buscara la protección o acogida del célebre arzobispo de Toledo don Alonso de Fonseca y le informase del proceder de don Martín. No se engañaba y algo entrevía, e intentó echarle también de Alcalá. A este efecto, escribió una carta al cardenal arzobispo, en la cual le contaba, y encubría, a su modo, las cosas, cuyo tenor, hablando en tercera persona, es el siguiente: «Postrero de Mayo [de 1532] envió Su Señoría al doctor Suárez al señor Arçobispo de Toledo, con una creencia, maravillándose de que tuviese en Alcalá al licenciado Cervantes, con quien Su Señoría, por sus malas costumbres y por créditos que le había hecho, estaba mal, y que allí siempre procuraba de le enojar, y que no era razón que pareciese que para aquello hallaba acogida en casa del Señor Arçobispo, mayormente que aquí se hazía contra él un proceso por vendedor de justicia, y que acabado, sería forjado ir a requerir la justicia de Alcalá para la secucion dél, e que sería inconveniente, porque dezía Valle sentir el Señor Arçobispo piedad; y no secutalle era injusticia; que sería bien tener forma que se fuese de allí». Columbró Fonseca todo el cinismo de la carta del duque, y, aunque no aprobara la conducta del licenciado, replicó al magnate con algún desabrimiento y ciertas gotas de ironía, lo siguiente: «Luego otro día, el Señor Arçobispo respondió por otra creencia con el dotor, quel Señor Arçobispo cree de la grandeza de Su Señoría que si está mal con él [con el licenciado Cervantes], que será por muy justas causas, y que cree no puede nadie dezir con verdad haber hallado acogida, porque desde que allí fue, sola una vez le habló, reprehendiéndole; que en lo demás, concluido el proceso, allá fuese; en su corte a nadie falta justicia, quando más en esto que a Su Señoría toque, y al dotor dixo de palabra grandes cosas en esto, sin temor». La frase final prueba que el arzobispo conocía la verdad del asunto, aunque otro color quisiera darle el duque para desviar la corriente de aguas cenagosas en que se debatía su hermano don Martín. Naturalmente, el Cardenal no podía acoger a cara descubierta a Juan de Cervantes, sin [153] indisponerse con la poderosa Casa del Infantado. Por eso dice que le reprendió, sin concretar qué, seguramente alguna falta en sus costumbres, que don Íñigo debió de abultarle. Porque respecto de la venalidad, cierta o falsa, del licenciado en el Consejo del duque, sólo a éste incumbía. El presunto culpable ya respondería en el proceso. Concluyérase. En su corte a nadie faltaba justicia. Pero sin forma de ella, el arzobispo no podía echar al licenciado, como no lo echó, de Alcalá. El duque entonces, y más cuando supo que el licenciado había ido a la Corte y que allí daba cuenta, nada menos, a los del Real Consejo, de cosas que no le convenía se divulgasen, mandó apresurar el proceso que sus alcaldes instruían en Guadalajara contra Cervantes. Don Íñigo había encomendado a su criado Francisco de Ávila que siguiera todos los pasos del licenciado; y cuando por carta de 9 de Junio supo que éste se hallaba en la Corte, dos días después le avisó con un Francisco López, poderdante de don Martín, para que uno y otro pidieran traslado de lo que aquél dijese; y que pues Ávila «escribió que Cervantes era ido allá, que no es menester encomendalle; que tenga cuidado de miralle a las manos, pues le conoce; que lo que de acá hay que avisalle es que presto se acabara de cerrar un proceso que aquí se hace contra él, por vendedor de su hija, y que concluido y llevado donde quiera que esté, no lo dexarán estar muy sosegado; que esté muy de aviso si habla en cosa de Guadalajara allá, para informar al Presidente y aquellos señores que Guadalajara no es lo que solía, que ya aquel ni otros tales no han de caber en ella, syn hazalles mal

tratamiento, mas no consentilles vivir en sus malos tratos». Comunicó Ávila que Cervantes pasaba a Valladolid, y el duque volvió a advertirle, en 13 de Junio, que no lo perdiera de vista. Llegado, pues, nuestro licenciado a Valladolid y seguido de cerca por el Ávila en representación del duque, preséntase el proceso instruido en Guadalajara por los secuaces de don Íñigo, en que actuaba de acusador un tal Pelegrina. Ayudaban a Francisco de Ávila don Martín de Mendoza y el conde de Saldaña, éste con resistencia, pues decía que Cervantes, «aunque no tuviera justicia, tenía favor y amparadores». Empero más debía de tener la Casa del Infantado en la Real Chancillería. Resultado de la maniobra fue que el abuelo de MIGUEL DE CERVANTES (como al correr de los años acaecerá al hijo y después al nieto) en 29 de Julio entraba en la cárcel de Valladolid. Don Íñigo no ocultaba su gozo ante la nueva: «Este mismo dia nos dixo aqui un criado de Garcia de Mendoça que avia uisto llevar a un alguazil a Cervantes y ponello tras [154] la red, y dezian que por alcauete de su hija». Francisco de Ávila comunicaba al duque, en 31 de Julio, que proseguía sus visitas al fiscal y a los alcaldes y que «el astuto raposo», cogido en la trampa, saldría tarde y mal de la prisión. A lo que contestaba don Íñigo: «En lo de Cervantes, que huelga Su Señoría de lo que escribe, y que cree que si le guardan justicia, que se arrepentirá de auer ydo a la cárcel, y que se acuerde que era alcalde cuando cometió el delito de las alzadas, y que si su probança de nuevo se haze, aún será peor para él, y que al ser tal, para más le tener prendado, haga que tome algo, que no se pase todo en ofrecimiento, y a Pelegrina, haga dél lo que viere que cumple al negocio». Pretendía el duque incluso curar al fiscal, es decir, sobornarle con dinero; pero el licenciado logró salir de la cárcel a los cuatro o cinco días, y pidió una probanza que anulara la hecha por los alcaldes de Guadalajara en nombre de su amo. Recibió el magnate la noticia de la soltura con indignación. Ávila consolábale, diciendo que el 19 de Agosto había llegado Pelegrina para hacer la probanza, y que él había dicho a los jueces «que miren que en todo el reyno de Toledo están esperando ver lo que en este caso determinan, para ver si puede cada uno, sin pena, poner su hija al burdel». Tal para cual eran Ávila y el duque, quien repetidamente le insistía en curar al fiscal y entrevistarse con los jueces: «Su Señoría se espanta mucho que le han dicho que Cervantes se pasea por Valladolid... y que no sabe con qué determinación le puedan asolver de delito tan público, si no quiere dezir que qualquier bellaco que allí fuere le basta alegar que un Grande le quiere mal, para venir libre». En 5 de Octubre Ávila le informa «que el proceso de Cervantes está visto, y él les ha dado a los jueces las ynformaciones de Derecho que de acá llevaron, y encargado las conciencias, diziendo que si aquello consienten, cada padre venderá a su hija a quien se la comprare». Produce repugnancia ver al duque reiterar una persecución tan odiosa, cuando en materia de honestidad nadie podía dar menos patentes que su ilustre Casa; y considerar, sobre todo, que era su propio hermano, el Gitano, el causante de la desgracia de doña María, y que uno y otro, al intentar deshonrar a ella y a su padre, deshonrabanse a sí mismos y al fruto inocente de aquellos amores. Verdaderamente el duque, impulsivo de suyo, había perdido la cabeza; y en cuanto a don Martín, más que la sangre de los Mendozas, saltaba en él la sangre negra de los gitanos, de [155] quienes un tiempo diría

MIGUEL al principio de La Gitanilla: «Parece que los gitanos y gitanas solamente nacieron en el mundo para ser ladrones; nacen de padres ladrones, críanse con ladrones, estudian para ladrones», etc. El buen nombre de don Íñigo decayó, con esto, sobremanera en Valladolid. Decían que, por excusar la paga de los 600000 maravedís, quería castigar al licenciado. Diose, por fin, sentencia en el pleito, y, lejos de confirmar los alcaldes de Valladolid la dada en Guadalajara por los satélites del duque, Juan de Cervantes fue absuelto. Francisco de Ávila escribía, consternado, al prócer: «Se dio la más injusta sentencia, al parescer de todos, que se ha dado en Valladolid veinte años ha, y la dio el alcalde Juanes, y convertió al alcalde Çárate...; y Juanes diz que dixo públicamente que Cervantes era muy honrado y de muy buena parte, y que en aquello no había podido más faser». Viose el duque corrido y murmurado de tramposo, pues, por no pagar don Martín, habían entablado la acusación contra Cervantes. Entonces hizo decir que «nunca fue tal, antes Su Señoría, en el pleyto del dinero..., tuvo voluntad que fuese pagado, y así se lo envió a decir muchas veces». Mal se compagina la afirmación con los hechos. Para sostenerla, el duque ordenó que, en lo referente al proceso de Guadalajara, se entablara recurso de suplicación. En 18 de Noviembre estaba concluso y recibido a prueba; pero los alcaldes confirmaron la sentencia precedente. El licenciado Cervantes, victorioso, volvió a Alcalá, y el otro proceso siguió su curso. El Gitano resistiose hasta el último instante a pagar los 600000 maravedís. Don Íñigo, rabiosamente, apercibía venganzas. Doña María, algún tiempo después, el 7 de Enero de 1533, nombraba nuevo curador suyo a Fernando de la Flor, en cuyo documento se le llama hija del «noble señor licenciado Cervantes». El éxito y gestiones de éste en Valladolid comenzaron a producir fruto. La obligación de don Martín, que corría peligro de extraviarse, volvió a sus manos mediante provisión real. Por otra provisión consiguió se nombrara un acompañado o adjunto en la persona del licenciado Segundo, para entender en el pleito juntamente con el alcalde Diego del Arco, sucesor de Cañizares. A la vez, Fernando de la Flor daba nuevo rumbo a las cosas. Reconcilió al licenciado con el procurador Martín González, confirió a éste y a [156] Ruy Díaz de Torreblanca sendos poderes, puso sospecha en todos los letrados de la ciudad o que morasen en los dominios del duque del Infantado, pidió que el nuevo alcalde no llevara a efecto acción alguna sin contar con su adjunto, requirió a los testigos que habían depuesto para que acreditasen su personalidad, exigió que se exhibiesen las libranzas que se decían dadas a doña María, y, por último, sostuvo la obligación en que se hallaba don Martín de satisfacer los seiscientos mil maravedís contenidos en la demanda. Las razones del procurador no admitían réplica, por que «no viene de propósito (decía) alegar culpa en el padre para que su hija no sea pagada de lo que se le debe»; cuanto más que «los Derechos disponen que el presbítero que corrompiere doncella, que la dote».

El licenciado Segundo, hombre enérgico, no se descuidaba tampoco, y halló otro de su temple en Ruy Díaz de Torreblanca, que le acompañó desde Alcalá a Guadalajara. Allí nombré por su letrado al bachiller De la Fuente. El arcediano, al propio tiempo, maniobraba en la sombra. Se opuso a la ejecución, por escrito de su procurador Francisco López, presentado el 3 de Enero. Pretendía que la obligación carecía de validez, pues «fue fecha e otorgada por causa torpe». ¡Ya estaba pagada con exceso doña María! Su fiador, Francisco de Ribera, presentó ahora nuevo interrogatorio de testigos. Por ellos sabemos (aunque cuentan las cosas a medida de la saña de el Gitano) que el licenciado Cervantes residió en Guadalajara como vecino los años de 1528, 29, 30 Y 31 próximos pasados, «viviendo e morando en esta cibdad en las casas que fueron del conde de Pliego»; que no reprobó los amores de su hija con el arcediano, «antes los disimulaba e parecía que lo había por bien»; que don Martín y doña María fueron amantes en los años de 1529, 30 y 31, durante cuyo tiempo el licenciado y ella lo consintieron, recibiendo muchas dádivas, «hasta que puede haber un año, poco más o menos, que don Martín dejó a doña María; y después ésta, el licenciado, su mujer e hijos han tenido e tienen enemiga con don Martín de Mendoza y dicen mal de él, pesándoles por que la dejó». Adquiría el proceso su punto álgido. La Casa del Infantado presionaba más y más. A los jueces creábaseles una situación difícil y embarazosa. A tal extremo, que Cervantes, sintiendo recelos del licenciado Segundo, por él nombrado, llegó a recusarle; mas éste se opuso a la recusación, prometió hacer justicia y «protestó de haber de cobrar del licenciado Cervantes e doña María su hija e de sus bienes todo el salario de los días que se detuviese en acabar e fenecer el dicho negocio». En la ratificación de los testigos, Francisco Rodríguez, criado del duque, dice que el licenciado tuvo formas y maneras de dirigirse a Antonio [157] de Barrionuevo y a Francisco de Salcedo «para que hablasen a don Martín sobre que le diese contías de maravedís por causa de su hija, respecto de lo cual iban con mensajes al arcediano»; que estando el testigo en casa del duque, que gloria haya, y en su cámara hablando en las cosas de Cervantes y su hija, el duque llamó a Salcedo y le dijo: «¿Qué se ha hecho en esto de Cervantes?» El cual contestó: «Ya, señor, son amansadas sus voces de Cervantes». Y que la forma de amansarlas fue suscribir al arcediano la consabida obligación. Sancho de Medina, criado de don Íñigo de Arellano, declara que vivió con el licenciado Cervantes en ocasión que su hija «estribaba» como amiga en casa del señor arcediano; que una noche llegó don Martín a hablar con Cervantes en su casa, y que, cuando le dijeron que venía, el licenciado hizo aderezar velas y candeleros, y entró don Martín y estuvo hablando gran rato con él y con su mujer, concertando la venida de doña María a casa de su padre. Otro testigo, el mencionado Antonio de Barrionuevo, refiriéndose a cierta declaración prestada ante el alcalde Ordóñez, se afirma en lo que había depuesto anteriormente «en un proceso promovido en esta ciudad contra el dicho licenciado, en que le acusaba Pelegrina, vecino de la ciudad, como uno del pueblo, sobre ciertas cosas en el proceso contenidas». Es el proceso que ya conocemos.

Todos los testigos, en fin, coinciden en afirmar la prolongada permanencia de doña María en casa de don Martín, y la de éste en el domicilio de su amante. Concluso el pleito para sentencia, todavía se enredan las cosas. Viéndolo perdido, el alcalde Diego del Arco se inhibe, a pretexto de no poder fallar, por no ser legista, y encomienda este menester al licenciado Juan Agua. Entrevístase Agua con Segundo, sospecha el alcalde una conformidad entre ambos, y, sin contar con nadie, arrepiéntese de lo dicho y suscribe sentencia en 25 de Enero de 1533, dando por nula la ejecución y absolviendo a Francisco de Ribera y a los herederos de Pedro Vázquez. Monta en cólera, al saberlo, el licenciado Segundo, da dicha sentencia por viciosa e insuficiente y pronuncia la suya, mandando que «se vaya por la ejecución adelante y se rematen los bienes ejecutados en el mayor ponedor y se haga pago de los seiscientos mil maravedís a doña María de Cervantes, a su curador y al licenciado su padre, contando que los tres den fianzas conforme a la ley de Toledo que acerca de este caso dispone»; condena además a Francisco de Ribera y a los herederos de Pedro Vázquez de Villarroel en las costas procesales y derechos de ejecutos, y condena también, en fin (por no dejar a nadie sin condenar), a doña María y al licenciado su padre y a cada uno de ellos in solidum «en los salarios de los días que me he ocupado en este negocio conforme a la provisión [158] de Su Majestad, cada día un ducado». No hubo contemplaciones. La sentencia fue cumplida a rajatabla. Así dio fin tan escabroso asunto. Véase, en resolución, cómo CERVANTES, aunque por vía irregular, vino a emparentar con la Casa del Infantado.

[159] Capítulo VI Los Cervantes, de nuevo en Alcalá de Henares. -Vida de fausto y esplendor. -Boda de Juan con doña María de Córdoba. -El licenciado, en Ocaña. -Domicilios de los Cervantes en Alcalá. -Casa en que nació Miguel de Cervantes. -Separación de la familia. -El licenciado, corregidor de Plasencia. -Alcalde mayor de Cabra. -Rodrigo de Cervantes, médico cirujano. Cuatro meses después, en 13 de Mayo de 1533, el licenciado Cervantes, «residente en la villa de Alcalá de Henares», da un poder a doña María para que tome a préstamo de Diego de la Haya, «cambio habitante en la corte de Sus Majestades», 100000 maravedís. En él dice que, porque doña María no se puede obligar sin su licencia, «por estar debaxo de la patria potestad y también por ser menor de veinte y cinco años», le autoriza para contraer el préstamo, y da poder al licenciado Juan Sánchez de Villanueva, relator del Consejo Real y al licenciado Carrasco, camarero del obispo de Badajoz, para que le obliguen en calidad de fiador de su hija. Firma como testigo Andrés de Cervantes.

La joven se traslada el mismo día a Madrid (si acaso no se hallaba ya en él), y, por otro documento de igual fecha, declara haber recibido la referida cantidad de Diego de la Haya y ofrece pagarla «de hoy dia de la fecha [161] desta carta fasta dos meses primeros siguientes», añadiendo que, para mayor seguridad, le da en prendas «un rosario que tiene ciento e una perlas orientales e una manga de raso con sesenta e un ojales de oro, en cada uno tres perlas», todo lo cual ha de devolverle Haya al tiempo que le pague.

Alcalá de Henares. -Escudo de la ciudad. (Antiguo tapiz conservado en el Ayuntamiento.) [160]

Firma del licenciado Cervantes. (Alcalá, 13 de Mayo de 1533.) Firma de doña María de Cervantes. (Madrid, 13 de Mayo de 1533.) Es claro que tan soberbio collar o rosario de perlas correspondía a las sartas donadas por don Martín, así como la manga de raso pertenecía al rico vestuario que la regalara su amante. El empeño llevaríase a cabo para satisfacer perentorias necesidades de la joven, o, más probablemente, para cubrir los gastos del famoso pleito y pagar los salarios del irreductible licenciado Segundo. Tomado el préstamo en Madrid, sustraíase a Alcalá el conocimiento de estas particularidades, nada convenientes a la vida de fausto y esplendor que había emprendido la familia. Por ello mismo, y como villa más grande, criaríase ocultamente en Madrid el fruto de aquellos amores. Fue éste, como ya se dijo, una niña. Se le puso por nombre doña Martina de Mendoza, la cual, andando el [162] tiempo, debió de ser mujer de viso en Alcalá, si atendemos al buen casamiento que hizo. Hija de un gitano y noble, y de una andaluza bellísima, como fue su madre, y nieta a la vez de otra belleza, la gitanilla Cabrera, es verosímil suponer que doña Martina de Mendoza no careció de distinción, de gracia y de hermosura. [163] Casó con Diego Díaz de Talavera, escribano mayor de rentas del arzobispado de Toledo, y tuvo varios hijos, entre ellos doña Isabel de Mendoza, que contrajo matrimonio con Lorenzo Hurtado de Santarén. [164] Ignórase si, tras el escabroso pleito, se reanudaron las relaciones entre doña María y el arcediano, aunque no parece probable. Don Martín pagaría el importe de la obligación, más las costas, y no se acordaría ya de su amante ni quizá de su hija. Meses después pleiteaba con el propio duque del Infantado, añadiendo a su mala índole la ingratitud. El pleito, hasta ahora inédito, lleva la siguiente rotulación: «Don Martin de Mendoça, arçediano de guadalaxara, contra el duque y sus hermanos». La demanda, presentada a 8 de Marzo de 1533, dice así:

«Juan de lezcano, en nonbre e como procurador que soy de don martin de mendoça, Arcediano de guadalaxara e de talavera demando ante vras mdes. a don yñigo lopez de mendoça, duque del ynfantazgo, e a don rodrigo de mendoça, marques de vayuela e a doña maria pimentel [un blanco], procurador en su nonbre, como a hijos e herederos que fueron e quedaron del duque don diego hurtado de mendoça, duque del ynfantazgo mi padre, ya defunto, e digo que ansi es quel dicho don martin de mendoça mi parte hera y es abbad de las abbadias de santillana e santander e Arçediano de guadalaxara e talavera, e teniendo e poseyendo las dichas abbadias e Arcedianazgos e otros veneficios e rentas eclesiasticas, el [165] dicho duque don diego ya defunto tomó, cobró, hubo e rescibió e libró de los fondos de las dichas abbadias e arcedianazgos e de las otras rentas e veneficios eclesiasticos del dicho mi parte, para sus gastos del dicho duque, e para quien quiso e por bien tubo, en cantidad de siete quentos e novecientas e veynte e quatro mill y ochocientos y ochenta y cinco maravedis en dineros y en quantia de quatro mill y ochocientas y quatro anegas y seys celemines de trigo, y en cantidad de ocho mill e setecientas y ochenta e una anegas y ocho celemines de cebada, esto todo desdel año de mill e quinientos y nueve años asta el año de mill e quinientos e diez y nueve años, no lo pudiendo aver ni llevar ni tomar ni librar ni gastar el dicho duque para si por ser del dicho mi parte e pertenescerle e ser como heran feutos e rentas eclesiasticas, por lo qual el dicho duque e sus bienes, e por consiguiente los dichos sus herederos, fue e son obligados a dar y pagar al dicho don martin de mendoça mi parte el dicho pan e maravedis de suso declarados...» Sobre esto versó el pleito. A 20 de Agosto de 1535, el tribunal de Chancillería dio en grado de vista la siguiente sentencia: «Fallamos atento los abtos e méritos de lo procesado, que el dicho arcediano don martin no provó su yntencion e demanda, e dámosla e pronunciámosla por no provada, por ende que devemos absolver e absolvemos e damos por libres e quitos al dicho don hiñigo lopez de mendoça e de luna, duque del ynfantazgo, e sus hermanos, de la demanda contra ellos puesta por parte del dicho don martin, e ponémosle sobre ello perpetuo silencio». Don Martín, no obstante, recurrió «en grado de apelación e suplicación»; pero el Tribunal, en grado, de revista, confirmó aquella sentencia a 3 de Julio de 1537. «El Gitano» fracasó en su maniobra de empobrecer a sus familiares. Dieciocho años después, a fines de 1555, bajaba a la tumba. Don Íñigo murió el 8 de Septiembre de 1566. Mas tornemos a la tía de MIGUEL DE CERVANTES y demás deudos. Con la valía de sus espléndidos regalos, más el medio millón corrido de maravedís consecuencia del pleito, doña María, como ya dijimos, debió de vivir con opulencia en Alcalá de Henares. [166] Fueron aquellos años los más rumbosos de la familia, que moró en la calle de la Imagen, a espaldas del hospital de Nuestra Señora de la Misericordia, fundado por Luis de Antezana en 8 de Octubre de 1483. Los testigos en el pleito de Rodrigo de Cervantes en Valladolid,

cuentan y no acaban de lujos y derroches, de tren de vida rayano en la ostentación, del «grande fausto e gasto» del licenciado y sus hijos, acompañándose de gente noble, «ansí en justas como en torneos». Tenían esclavos y otros criados, y andaban siempre «muy bien tratados e aderezados e con muchas sedas e otros ricos atavíos e con buenos caballos, pajes e mozos de espuelas, e con otros servicios e fantasías que semejantes hidalgos e caballeros suelen e acostumbran tener e traer en esta villa de Alcalá», y todo muy público. Otro dice que hallábanse en posesión de hijosdalgo notorios, sin pechar ni contribuir en los repartimientos acostumbrados ni en derrama alguna. Diego de Frías, vecino de Alcalá, declara haber visto jugar canas en aquella villa a Rodrigo de Cervantes y a «otro su hermano, que es muerto, e jugar sortija con caballos buenos e poderosos». El bachiller Juan de Ribera, clérigo, vecino de Ocaña, vio también a Rodrigo tratarse con gente principal, especialmente con don Álvaro de Sande, maestre de campo a la sazón en Italia, y en igual reputación de hidalgo conoció al licenciado Cervantes en Córdoba, Guadalajara, Alcalá y Ocaña; y que hijos y padre se acompañaron siempre de «caballeros e hijosdalgo en todas las juntas, cabildos e cofradías». En fin, el famoso doctor Cristóbal de Vega, catedrático de Medicina en la Universidad Complutense e insigne comentador de Hipócrates, manifiesta igualmente que el [167] licenciado Cervantes y sus hijos, todo el tiempo que vivieron en Alcalá, «andaban muy bien ataviados e de ricos atavíos e con muy buenos caballos e pajes e mozos y esclavos, e se trataban con otros caballeros e hijosdalgo, tiniendo gran fausto de casa». Esta época corre, aproximadamente, desde la primavera de 1532 hasta 1538. Durante los tres primeros años ignórase la ocupación del licenciado en Alcalá. No parece que ejerciera mucho la abogacía; más bien emplearía su capital en censos y en adquirir propiedades, a fin de asegurar el porvenir de sus hijos. Hasta entonces su vida errabunda, con las intermitentes recaladas en Córdoba, había sido parte a impedir que aquéllos hicieran estudios regulares. Criados con regalo, llevaron la vida ociosa de los vástagos de caballeros ricos, que esperan como recurso el casamiento con mujer espléndidamente dotada. De donde, contra lo que pudiera creerse, la residencia del licenciado en Alcalá no obedeció al pensamiento de que, estando allí la Universidad famosa, cursaran en ella sus hijos. Era ya tarde: Juan frisaba en los veintiocho años; Rodrigo, en los veintitrés. Hasta para el propio Andrés había pasado el tiempo escolar. Por eso no hallamos sus nombres en las matrículas complutenses. Lo que aprendieran en Córdoba, Toledo, Cuenca, Sevilla y Guadalajara, no pasaría de elemental. Rodrigo parece el mejor dotado. Posiblemente le destinara su padre a la carrera de Medicina, truncada en Ruy Díaz de Torreblanca; pero su sordera, que debió de comenzar en la niñez, frustró tan lisonjeros planes. Así, las razones que movieron al licenciado a avecindarse o habitar en Alcalá fueron, en un principio, la proximidad de esta villa con Guadalajara, para mejor asistir a las incidencias de pleito contra don Martín de Mendoza. Después, afianzaría la permanencia el hecho de haber nacido allí Rodrigo. Muchos años, los veintitrés que éste contaba, hallose Juan de [168] Cervantes ausente de Compluto. Tal vez el buen recuerdo de su año y medio de teniente de corregidor, junto con el natural afecto que a su villa natal profesara Rodrigo, inclinasen al licenciado a preferir a cualquier vecindad, excepción hecha de Córdoba, la de Alcalá de Henares.

Lo cierto es que aquí transcurren, repetimos, los años más felices (ni siquiera igualados después) de toda la familia. Juan de Cervantes, ya en la edad del mazo (como entonces se decía), o sea en los cincuenta y cinco, robustos e inhiestos, gozaba de gran autoridad, ciencia y experiencia en su profesión. No le faltarían amigos y apasionados, según ocurre con aquellas personas de suficiencia llamadas a las principales magistraturas. Su tren de vida, sin embargo, no se hallaba al nivel de sus recursos. Aquel fausto y derroche amenazaban con el derrumbamiento de la hacienda. Al fin lo comprendió, y aplicose a poner remedio al mal. Hubo, pues, un alto y una reflexión. Por otra parte, la armonía entre el matrimonio principiaba a discantar. Doña Leonor, con los años, acentuaba los resabios de su madre, y se había vuelto agria, voluntariosa, atrabiliaria y rostrituerta. A principios de 1536 su hermano Ruy Díaz de Torreblanca volvíase a Córdoba, donde reaparece el 18 de Marzo, y Juan de Cervantes, siempre inquieto, reanudaba sus peregrinaciones, desempeñando un cargo de justicia en Ocaña. Duró en él hasta entrado el año de 1537, y, a su terminación, reintegrose a Alcalá junto a sus hijos. La primera noticia que ahora tenemos de ellos corresponde a doña María. Doña María, con anuencia de su padre, adquiere propiedades en Alcalá. Viaja de Alcalá a Madrid, por criarse tal vez aquí su hija. En 18 de [169] Septiembre de 1538 actúa de comadre de bautismo en Compluto. Se casan sus amigas. Ella no logra, a pesar de su belleza y buena dote, atrapar esposo. Fortuna distinta lisonjea al mayorazgo. Ya vimos que Juan gusta de jugar cañas, en las que, por su abolorio cordobés, acaso se distinguiese. Juan tiene predicamento por su rumbo y gentileza. Pero es a la suerte a la que debe un magnífico casamiento: hallazgo difícil en la bulliciosa villa universitaria, en que si hay damas de calidad y hacienda, hay también estudiantes y caballeros de alcurnia. Una doncella de casa rica complutense, de origen quizá cordobés, era doña María de Córdoba, hija de cierto Hernando de Córdoba y de su mujer Mari Díaz. Tenía cuatro hermanos mayores, Miguel, Francisco, Juan y Pedro de Córdoba, y dos hermanas, doña Ana, esposa de Gaspar de Encina, y doña Catalina, casada con Francisco Vázquez de Sosa. Doña María, por los años de 1537 o 38 contaba escasamente 17 o 18 años. Las relaciones entre las familias Cervantes y Córdoba debieron de ser, en un principio, estrechas, quizá por la oriundez cordobesa de ambas. Por ello, en el bautismo arriba señalado, Miguel de Córdoba tiene en la pila a la niña de que es comadre doña María de Cervantes. A la muerte de Hernando de Córdoba y no obstante vivir Mari Díaz, el licenciado Cervantes quedó por curador de la joven doña María de Córdoba. Ella y Juan se enamoraron, y el matrimonio no tardó en sobrevenir, con mucha probabilidad al regreso de nuestro licenciado de Ocaña. Si entre doña María de Córdoba y su casa mediaron diferencias cuando surgió la curaduría del licenciado, o si los Córdobas vieron con malos [171] ojos el casamiento, lo seguro es que entre Juan de Cervantes, hijo, y la familia de su esposa existían graves desavenencias poco después. Juan se vio obligado en 1540 a reclamar la legítima paterna de su cónyuge, retenida indebidamente por su suegra.

Alcalá de Henares. -Doña María de Cervantes y su cuñado Miguel de Córdoba, padrinos de bautismo, en partida inédita, de Juana, hija de Luis Tena. [170] En efecto, por mandamiento judicial del licenciado Alonso Gómez, corregidor de Alcalá de Henares, se ordenaba al alguacil hiciese entrega y ejecución en bienes muebles de Mari Díaz por valor de 16849 maravedís y medio de la séptima parte que tocaba a doña María de Córdoba. El corregidor justificaba el embargo, diciendo que, habiendo «mandado a Mari Díaz, mujer que fue de Hernando de Córdoba, defuncto, que declarase los bienes que había cobrado de doña María de Córdoba, mujer de Juan de Cervantes, en la cantidad que monta de la séptima parte que doña María de Córdoba había de haber después que Juan de Cervantes fue metido en posesión de los dichos bienes por mandamiento del señor vicario», Mari Díaz respondió «que ella no sabía cosa ninguna de lo que había cobrado» y que tenía hecha apelación, con otras respuestas que no satisficieron a la autoridad. Llevose, pues, a cabo la ejecución en 2 de Octubre de 1540. Mari Díaz alegó no poseer bienes en aquella cuantía, que le pertenecieran; pero el alguacil hizo embargo de una casa suya (de dos pisos), de la calle Mayor, junto a la calle de la Imagen, en que a la sazón moraba cierta mujer de apodo «la Calzonera», finca que tenía por aledaños casas de la propia Mari Díaz de ambas partes y «la calle de la Imagen por delante». Conviene no olvidar todos estos pormenores de ubicación, por lo que veremos después. Salida a subasta la casa, rematose en Gaspar de Sotomayor, testaferro de Juan de Cervantes, quien le entregó un recibo en esta forma: «Conosco [yo], Juan de Cervantes, hijo del licenciado Cervantes, por virtud que tengo (sic) del licenciado Cervantes, mi señor e padre, curador que es de doña María de Córdoba, mi mujer, que rescibí de vos, Gaspar de Sotomayor, vecino de la dicha villa de Alcalá, los dieciseismil e ochocientos e cuarenta e nueve maravedís e medio, más las costas del proceso, las cuales rescibí en dineros contados, e porque fuisteis... el mayor ponedor de las casas en que vivía la Calzonera e se remataron en vos, e porque es verdad, lo firmé de mi nombre». Lleva fecha de 12 de Noviembre. Por otro documento, suscrito en 7 de Diciembre, Sotomayor traspasaba [173] la referida casa, una vez que tomó posesión de ella, «en el honrado Juan de Cervantes».

Partida de bautismo, inédita, de Juan, hijo de Juan de Cervantes y de doña María de Córdoba, primo hermano de MIGUEL. [172] Al año siguiente, domingo, 22 de Mayo de 1541, bajaba al sepulcro Mari Díaz, dejando cuantiosa herencia en fincas rústicas y urbanas, censos, muebles, etc. Su primogénito Miguel de Córdoba compareció ante el escribano mayor de Alcalá, pidiendo se inventariasen los bienes, hereditarios; y como sin duda los disgustos habían crecido desde

la ejecución precedente, los hermanos de doña María de Córdoba, con perversa intención, incluyeron entre aquéllos la casa de la calle de la Imagen de Nuestra Señora. Mas Juan de Cervantes se opuso, alegando que la finca había pasado a poder suyo en vida de su suegra; y no conforme con la distribución de bienes hecha entre los herederos por el vicario de Alcalá, licenciado Quiroga, apeló ante la Chancillería de Valladolid en el mes de Abril de 1542. El pleito quedó olvidado, o por avenencia de las partes o por fallecimiento del propio Juan. De éste no hay más noticias sino la del nacimiento de un hijo suyo y de su esposa, llamado Juan, bautizado al mes siguiente, en 1.º de Mayo. [174]

Alcalá de Henares. -Casa llamada «de la Calzonera», en el número 50 de la Calle Mayor, esquina a la de la Imagen, que perteneció a Juan de Cervantes. Según el pleito, doña María de Córdoba (de quien tampoco ni de su hijo se vuelve a saber ya) era en 1542 «mayor de catorce años y menor de veinte y cinco». También se infiere de él que su madre Mari Díaz poseía en la calle de la Imagen varias casas contiguas, que tenían por aledaños «de la una parte casas de Juan de Arenillas e de la otra parte casas de la [175] de Cristóbal de Contreras». Ahora, como la casa adquirida por Juan de Cervantes lindaba con «casas de la dicha Mari Díaz por ambas partes», resulta que Juan hubo de poseer, no todas ellas, sino la casa de enmedio. Es muy fácil identificarla. Veámoslo sobre el terreno. La casa, como se dice, estaba en la calle Mayor. Textualmente: «el dicho alguacil hizo execucion en vna casa de la dicha mari diaz en la calle mayor... [un pequeño blanco] de la calle de la ymagen»; esto es, que hacía esquina o daba la vuelta a la calle de la Imagen, pues taxativamente consta que la tenía por delante. Lindaba a derecha e izquierda con otras casas de la propia Mari Díaz, las cuales a su vez tenían por aledaños «de la una parte (de la izquierda, sin duda) casas de Juan de Arenillas, y de la otra parte (de la derecha, en la calle Mayor) casas de la (mujer) de Cristóbal de Contreras». La identificación queda resuelta con saber, como sabemos, que las casas de Juan de Arenillas no eran otras sino las que treinta y cinco años más tarde, por escritura fechada en Alcalá a 30 de Diciembre de 1575 ante el escribano Salvador Fernández, se compraron a doña Luisa de Muñatones, viuda y heredera, por una hija, de Eugenio Ramírez de Peralta, para trasladar a ellas el convento de religiosas carmelitas descalzas [176] de la Purísima Concepción, que por eso se denominó vulgarmente de la Imagen. Este convento (del que con la extensión debida se hablará en otro capítulo) radicó primero en las casas llamadas de la Concepción, propiedad de la amiga de Santa Teresa de Jesús, doña Leonor Mascareñas, que se las cedió en 11 de Noviembre de 1562 a la madre María de Jesús, para que fundase en ellas un convento de Carmelitas Descalzas de aquel nombre. Sitas en un lugar correspondiente a lo que después fue huerta en el monasterio de los Mínimos, como eran muy antiguas y se hallaban ruinosas, las madres decidieron el traslado, con anuencia de doña Leonor (que cedió de ciertas condiciones impuestas), por escritura otorgada en Madrid el 21 de Noviembre de 1575. Compró entonces las casas de la Concepción Bartolomé de Santiago y en ellas construyó la nueva residencia de los Mínimos, mientras el convento de Carmelitas se mudaba a la calle de la Imagen.

No sin pesar dejaban las religiosas su antigua morada, que hubo de visitar Santa Teresa en 1567 y 1569, como luego se dirá. El traslado se verificó el 6 de Febrero de 1576. Al día siguiente y con extraordinaria solemnidad y concurrencia, colocose el Santísimo, y el maestro Hernando, de Almazul dijo la misa de Espíritu Santo en conmemoración de la Purísima. Pero las casas de este convento (al que vino con las demás monjas Luisa de Belén y Cervantes, la hermana de MIGUEL) y su antiguo propietario Juan de Arenillas merecen aquí aún cuatro palabras. Don Miguel de Portilla, que dedicó todo el tercer volumen de su curiosa y profusa Historia de la ciudad de Compluto al convento de religiosas carmelitas descalzas, de las que dice (pág. 55) que eran «las niñas de los ojos de Alcalá», trae interesantes pormenores de Juan de Arenillas, «caballero muy hacendado, vecino de esta ciudad», agregando que «tenía en la calle de la Imagen unas casas principales, cuya grandeza denota la portada, que dura en la principal hasta hoy y lo es de la iglesia deste convento». No cabe, pues, duda de que éstas fueron las de la Concepción. Además, se ve documentalmente, por auto que libró el Sr. Busto de Villegas en Toledo, a 4 de Marzo de 1576, por ante Alonso de Herencia, donde se lee a la entrada: «Considerando que parece que Nuestro Señor ha ordenado que la priora e monjas y convento de la Concepción de Descalzas de Alcalá, hayan [177] comprado las casas principales que el dicho Juan de Arenillas tenía en la dicha villa, y el dicho convento era pasado a ellas de las casas en que antes moraban» etc... ¿Cómo adquirió doña Luisa de Muñatones las de la calle de la Imagen? ¿Le gustaba a su marido el severo Ramírez de Peralta, señor de las villas de Líjar y Cóbdar, y a Juan de Arenillas tirar de la oreja a Jorge? ¿Fueron otros los tahures? Ello es que, como escribe el mencionado Portilla, las casas vinieron a poder de la Muñatones «a fuerza de que la suerte le acompañó una noche en el juego con buenas cartas [o con malas, añado yo] a cierta persona, que las ganó, según las Madres han oído decir y lo apuntaron en el libro». Sabiendo doña Luisa que la fundadora, sor María de Jesús, resolvía mudar su convento a otro sitio, ofreció a la comunidad tales casas; y como su propiedad había sido obra de los naipes del que las ganó, generosamente se las vendió muy baratas, en precio de 2800 ducados, de a 375 maravedís cada uno. «Fue (dice aún Portilla) como volverlas a jugar, pero no a naipes prohibidos, sino a caritativos impulsos de su dueño». En cuanto a Juan de Arenillas, otorgó testamento en Valladolid a 11 de Septiembre de 1542, ante el escribano Juan de Santiesteban, dejando por heredera a su alma y buen número de tierras de pan llevar. Después se embarcó para América, donde falleció. A cuya muerte pone Portilla este comentario y chiste fúnebre: «Al fin, donde fue el mar fueron las arenas». En resumen: de lo dicho se infiere que, tomando la acera derecha de la calle de la Imagen para salir a la calle Mayor, desde la antigua de Santiago, hallamos, por este orden: casas de Juan de Arenillas, o sea el convento de la Concepción, número 7 moderno de la calle de la Imagen; continúan las casas de Mari Díaz, números 5 y 3. En el número 1, carente entonces de puerta, comenzaba la casa de «la Calzonera», o sea la adquirida por Juan de Cervantes, que doblaba la esquina y tenía la entrada por la calle Mayor, justamente

el numero 50 de hoy; seguía la otra casa de Mari Díaz, número 52 de ahora; y a ésta, por último, la de Cristóbal de Contreras, número 54 de la referida calle Mayor. La disgresión ha sido larga. Empero bien empleada, por servir para determinar las casas en que vivieron los Cervantes. La de que hablamos, pues, perteneció positivamente a Juan. La en que suponen naciera MIGUEL, no tiene en su apoyo documento alguno. Dicen que la tradición. ¿Qué tradición, cuando en 1725 un hombre tan erudito y enamorado de Alcalá como el mencionado Portilla, ni siquiera consigna en su Historia la naturaleza alcalaína de CERVANTES? Esa tradición es para mí tan falaz como la que hizo poner otra lápida en Toledo sobre la puerta de la Posada de la Sangre (edificio ya desaparecido), confundiéndola con el Mesón del Sevillano; como la que inventó la prisión argamasillesca en la casa de Medrano [179] (años ha incendiada), o como la que fraguó la leyenda de Alcázar de San Juan, sin otro centenar de errores, matracas y supercherías cervantinas que en el siglo precedente atosigaron al mundo, y hoy ya, por fortuna, se olvidaron.

Alcalá de Henares. -Casa número 2 de la calle de la Imagen, donde nació MIGUEL DE CERVANTES. Al fondo, la calle de Santiago. [178] Una alta autoridad, el padre benedictino Fr. Martín Sarmiento, escribía en la lejana fecha de 30 de Diciembre de 1743, al docto bibliotecario del Rey, don Juan de Iriarte: «¿Qué cosa más lastimosa que no saber al presente la patria de Miguel de Cervantes?» Y tanto, que hasta nueve años después, en 1752, no se encontró su partida bautismal, merced a las indagaciones de los propios Sarmiento e Iriarte, entre quienes, como dice don Martín Fernández de Navarrete, «debe partirse la gloria de haber sido los descubridores de la verdadera patria de Cervantes». Y si ya entonces se ignoraba su cuna, ignorancia que databa de un siglo atrás, por cuanto Lope de Vega le hacía natural de Madrid; Tamayo de Vargas, de Esquivias; Claramonte y Corroy, de Toledo, etc., ¿qué tradición podía haber sobre el emplazamiento de la casa en que naciese? Esa tradición, que no se basa, como digo, en documento alguno, surgió al calor del descubrimiento de la partida, esto es, después de 1752, tomando cuerpo a fines del cándido siglo XVIII, pues ya la registra don Manuel de Lardizábal en carta de 22 de Noviembre de 1804, a que hemos aludido en el Proemio general. «La única memoria (escribe a Fernández de Navarrete) que yo sepa que hay en el día [en Alcalá], es la casa en que dicen que vivió, que hoy está incorporada en la Huerta de los Capuchinos, no habiendo quedado de ella mas que la pared y la puerta de la calle tapiada». Basta de invenciones. Ha llegado el momento de determinar la casa en que verdaderamente hubo de venir al mundo MIGUEL DE CERVANTES. No es presumible que su padre Rodrigo alquilara la casa de su hermano Juan, aunque se le ofreciera buena proporción. No había de dejar vivir solas a su anciana madre y a su hermana. ¿Dónde habitaban éstas con él? Ya lo hemos dicho. Allí al lado: en casa propia, de la calle de la Imagen, a espaldas del hospital de Antezana, casa que diez años después vendía doña María de Cervantes, con licencia de su padre (véase el documento riguro, hasta ahora inédito, que insertaremos en su lugar), fechada en Córdoba a 10 de Enero de 1551. De suerte, que

Rodrigo de Cervantes, a su casamiento, siguió morando en el hogar de su madre y hermana; y así, en éste, número 2 actual de la calle de la Imagen, nació el Príncipe de nuestros escritores. No busquemos otros domicilios, ni aparecen, sino los autorizados por la investigación documental. He aquí, en escasos metros de terreno, un singular rincón cervantino, triángulo maravilloso de evocación: la casa de Juan de Cervantes, en la esquina de la calle Mayor; en frente, la morada familiar de la calle de la [180] Imagen, sobre la que hablaremos aún, a espaldas del hospital de Antezana, poco más abajo, el convento de carmelitas, donde viviera y muriera Luisa de Belén. Rincón glorioso alcalaíno, tierra sagrada para todo español, en que resonaron las primeras risas, cayeron las primeras lágrimas y oyéronse los primeros pasos del divino MIGUEL. Empero volvamos ya al esposo de doña María de Córdoba. Tengo para mí (y es punto importante) que, cuando CERVANTES nació, había pasado ya a mejor vida, desde hacía algunos años, su tío Juan, y que su prematura muerte acarreó y precipitó, por su posición acomodada, la decadencia y ruina vertical de la familia. De la familia que permaneció en Alcalá, por supuesto, no del licenciado Cervantes y de su hijo menor Andrés. Porque es preciso advertir que desde 1538 la familia se divide. Juan, por un lado, una vez se casa, vive aparte. Otro apartamiento y separación es el que surge entre el licenciado y su esposa. Ya dijimos que doña Leonor de Torreblanca salía a su madre Isabel Fernández. A quién saliera el licenciado, se ignora; pero de su condición, falta de escrúpulos y dureza de carácter, han sido elocuentes, y lo serán aún, estas páginas. Los disgustos entre el matrimonio crecieron de manera, que a raíz de la boda de Juan, cuando el licenciado, prosiguiendo sus peregrinaciones (que ya ansía para desembarazarse de su mujer), obtiene el nombramiento real en 1538 de juez de residencias, y luego de corregidor, de la ciudad de Plasencia, doña Leonor no le sigue, y, a la sombra de su hijo Juan, se queda en Alcalá con él, con doña María y con Rodrigo. Rodrigo dijérase muy apegado a la madre, y ésta siente por el triste sordo una especial predilección. Tal ternura por el hijo infeliz, que después será el padre de CERVANTES, merece toda nuestra simpatía y la redime de intemperancias que tal vez tuvieron justificación. Ella también, a la muerte del primogénito Juan, se apiña con los dos desventurados, doña María y Rodrigo, y aun con la nieta Martina, y con ellos vive la vida de estrechez y miserias que pronto va a seguir. El licenciado, hombre antiquus rigor, pero de rectitud maleable, como la ley que aplica, no se amilana ante la actitud de su mujer; y dando adiós a aquélla parte de su familia que juzga rebelde, toma una determinación [181] trascendental, coloreada de venganza. Abandona Alcalá, sacude la suela de sus zapatos, y, en unión de Andrés, encamínase a Córdoba, la tierra de sus amores. Allí busca ama de gobierno y amante en la persona de una María Díaz, y con ella y Andrés y unos criados, sin abandonar la ostentación [183] de costumbre y sintiéndose rejuvenecido, planta sus reales en Plasencia e inicia el desempeño del alto cargo que se le confirió.

Plasencia. -Fachada de la catedral. [181]

Plasencia. -El Acueducto o Arcos de San Antón. [182]

Plasencia. -Palacio del Marqués de Santa Cruz. [182] En 1540 cesa en la corregiduría de la ciudad y retorna de nuevo a su patria. No hay noticia de que ahora le fuese desfavorable ningún juicio de residencia; antes al contrario, su autoridad y fama sírvenle para que, al año siguiente, aquel gran español que se llamó don Gonzalo Fernández de Córdoba, duque de Sessa, le nombre alcalde mayor de su estado de Baena y del condado de Cabra y vizcondado de Iznájar; y no como quiera, sino diciéndole en el preámbulo de la provisión: «acatando la habilidad e suficiencia que vos el licenciado Juan de Cervantes, y vuestra ciencia y conciencia, y que sois tal persona que guardareis el servicio de Dios e mío, tengo por bien...». La provisión va fechada en Madrid a 18 de Agosto de 1541. Conforme a ella, en 27 de Septiembre inmediato, «el muy noble señor Juan de Cervantes» tomaba posesión de la alcaldía mayor de Cabra, donde le dejaremos por ahora, en unión de la María Díaz y de Andrés, para retornar a orillas del Henares. Del Henares y aun del Jarama. La separación del matrimonio cordobés, y la muerte de Juan, repercutieron temprano en la familia abandonada a su suerte en Alcalá. Rodrigo, hasta entonces sin ocupación ninguna, debió de buscar a todo trance un medio de vida. La tragedia del hombre sordo no la ha descrito nadie con caracteres tan patéticos como Beethoven en su última voluntad. La tragedia de Rodrigo aflora en la eterna desgracia del autor del Quijote. Rodrigo sentía inclinación por la Medicina, la profesión de su abuelo el bachiller Juan Díaz de Torreblanca, malograda en su tío Ruy, proseguida en su otro tío Juan, dignificada en maese Luis Martínez, autorizada en maestre Juan Sánchez. El arte de Galeno había tenido felicísimos cultivadores en la familia, casi todos físicos y cirujanos de gran reputación. La sordera imposibilitaba a Rodrigo añadir a ellos su nombre. Quizá un tiempo lo intentase, y hubo de desistir. Ahora, la natural propensión volvía a insinuársele y a batirle con aldabas de bronce; pero con llamada más queda. Físico, médico, no podía ser: descendería a cirujano, entre curandero y médico de Universidad, con ribetes de barbero y sangrador; es decir, a platicante, práctico o empírico. Bastaba un ligero examen a cargo del protomédico, quien extendía autorización para curar, con las muchas e importantes restricciones impuestas por la Nueva Recopilación, a fin de que no se invadiese el terreno de la Medicina legal propiamente dicha. [184]

Rodrigo contaba en Compluto con excelentes amigos en la Facultad, para obtener su licentia medendi. Examinose, pues, en fecha indeterminada, y viose convertido en médico zurujano, como se le nombra en diferentes documentos, denominación que se les daba a los meramente cirujanos, tomando el término sólo como adjetivo. Si los beneficios no eran muchos, la ciencia era poca. Todos los libros que precisaba y que un mal día hubieron de embargarle en Valladolid, reducíanse a tres: un Antonio (la Gramática latina de Elio Antonio de Nebrija), la Prática de Cirujía, de Juan de Vigo, y el tratado De las cuatro enfermedades, de Lobera de Ávila. No se prometía mucho, a la verdad, el nuevo zurujano, que, con el auxilio del Antonio, quizá pretendiese distinguirse de los cirujanos romancistas (así llamados para diferenciarles de los latinos o de facultad mayor), especialmente en una villa universitaria como Alcalá, con excelente escuela de Medicina; pero, al fin, era un medio, y las muchas amistades podían atraerle clientela. Elegida, pues, y no sin amargura, esta profesión, tan discorde con la vida de fausto precedente; confiada su madre doña Leonor al cuidado de doña María, que contaba con los recursos de su dote, y confiado él, quizás, en una posible reconciliación con el severo e inflexible alcalde mayor de Cabra, Rodrigo de Cervantes pensó en tomar esposa. [185]

Capítulo VII Casamiento de Rodrigo de Cervantes. -Doña Leonor de Cortinas. -Primer fruto del matrimonio. -Nacimiento de doña Andrea. -El licenciado Cervantes, gobernador de Osuna. -Bautizo de Luisa. -Casamiento de Andrés de Cervantes con doña Francisca de Luque, en Cabra. -Regreso definitivo del licenciado a Córdoba. No se sabe cómo, dónde ni cuándo conociera Rodrigo de Cervantes a la que había de llevar en su seno al inmortal REGOCIJO DE LAS MUSAS, ni tampoco la fecha ni lugar del enlace. Se ha supuesto acaecería en 1540; pero nosotros, adelantando la data, creemos debió de verificarse a fines de Febrero o primeros de Marzo de 1543. Llamose la esposa de Rodrigo doña Leonor de Cortinas, hija de una doña Elvira de Cortinas que, a su fallecimiento, en 1566, le dejó ciertos bienes en la villa de Arganda, entre ellos una viña de quinientas cepas junto al camino de Morata de Tajuña. La proximidad de Alcalá de Henares con Arganda induce a sospechar que diera origen al conocimiento entre Rodrigo y doña Leonor, y que aquí residieran, si acaso no fueron naturales de esta villa, los abuelos maternos de CERVANTES. Ya dijimos en otro lugar que de su abuelo materno se ignoraba hasta el nombre y apellidos, pues el de Cortinas, como vemos, lo [186] tomó doña Leonor de su madre. Ahora, una familia Cortinas era natural del pueblo de Barajas. ¿No pudo ser de Barajas doña Elvira, y casarse en Arganda? Si ésta o su esposo o la propia doña Leonor descendían de Barajas o de Arganda, es cosa aún por demostrar. Pero a favor de Barajas militan ciertos indicios, que llevan casi al

convencimiento de que o doña Leonor o su madre, cuando no una y otra, procedían de éste pueblo próximo a Madrid.

Firma de Rodrigo de Cervantes, padre del autor del «Quijote». En 26 de Mayo de 1604 testaba en la corte ante Pedro González de la Vega doña Magdalena de Cortinas, esposa de Diego Ampuero de Urbina, regidor y rey de armas, del cual dice Álvarez y Baena que fue persona muy instruida en todo género de letras. Falleció dicha señora en Madrid el 8 de Octubre de 1612 en la calle del Príncipe, de enfermedad de postema; y, según su partida de defunción, «todo lo dejó a disposición de sus testamentarios, que son su marido y don Francisco de Urbina, su hijo. Mandose llevar a Barajas». De su esposo escribe Pérez Pastor, completando las noticias de Álvarez y Baena: «Diego Ampuero de Urbina tenía como rey de armas 43.800 maravedises de gajes en cada un año. Por cédulas de S. M. de 1604 y 1605 se le mandó pasar a Italia a cosas del real servicio, y con este motivo hizo renuncia del oficio de regidor de Madrid en favor de sus hijos don Diego y don Francisco, y de sus sobrinos don Juan de Mendoza, don Juan de Ribera y don Fernando de Lodeña, en 15 de Agosto de 1605». Todos estos datos: el entierro de doña Magdalena de Cortinas en Barajas, el tener por hijo a don Francisco de Urbina, el renunciar Diego [187] el cargo de regidor de Madrid en favor de su hijo del mismo nombre y el ser sobrino suyo don Fernando de Lodeña, constituyen para nosotros preciosísimos pormenores que esclarecen muchedumbre de puntos obscuros e iluminan los perfiles de otros. Primeramente, tracemos un apunte del árbol genealógico de estos Urbinas, hasta aquí errado.

Firma del pintor Diego de Urbina. (Madrid, 3 de Enero de 1552.)

Diego Ampuero de Urbina, regidor de Madrid y rey de armas de Felipe II y III, casado con doña Magdalena de Cortinas Salcedo y Sánchez de Coca, era hijo del famoso pintor y escultor Diego de Urbina, que desposó con doña Isabel de Alderete. Hermanos del gran artista fueron Francisco Ampuero, asimismo pintor, y Cristóbal de Urbina, chantre de la catedral de Osma. Diego Ampuero y doña Magdalena de Cortinas tuvieron cuatro hijos, a saber: don Diego de Urbina, don Francisco de Urbina, poeta; don Martín, también poeta, y don Juan. Y tres hijas: doña María de Urbina, doña Ana de Urbina y doña Magdalena de Cortinas. Los otros hijos de Diego de Urbina y doña Isabel de Alderete fueron, además de Diego Ampuero o de Urbina, el regidor de Madrid y rey de armas, doña Isabel de Urbina, casada con Lope de Vega, de cuyo matrimonio nacieron Antonia y Teodora, fallecidas en edad temprana; doña María de Urbina, y doña Ana María de Urbina, que contrajo [188] matrimonio con don Fernando de Lodeña, y tuvieron a don Fernando de Lodeña, poeta y militar.

Como vemos, doña Isabel de Urbina (usó también el apellido Alderete de su madre), primera esposa de Lope de Vega Carpio, era hija de Diego de Urbina y de doña Isabel de Alderete; y por eso el propio Lope la llama en su primer testamento (4 de Febrero de 1627), «hermana del regidor Diego de Urbina, rey de armas de Su Majestad»; y no se engañó, ni podía engañarse, contra lo aseverado por ciertos biógrafos chirles del «Fénix», que le acusan de haber cometido un lapsus calami en su testamento. ¡Como si Lope no supiera con quién había contraído primeras nupcias!

Firma de Diego de Urbina, esposo de doña Magdalena de Cortinas.

Don Francisco de Urbina, hijo de doña Magdalena, es el autor del ingenioso Epitafio a CERVANTES que figura en los preliminares de Los Trabajos de Persiles y Sigismunda; y don Fernando de Lodeña, hijo de don Fernando de Lodeña y de doña [189] Ana María de Urbina, el del Soneto que en alabanza de MIGUEL aparece al principio de las Novelas ejemplares, joven poeta a su vez encomiado en el Viaje del Parnaso. Y hay más: don Fernando de Lodeña, padre, anduvo un tiempo, el de la juventud, en relaciones amorosas con doña Magdalena de Cervantes, asunto intrincado del que trataremos en su lugar. [190] Y todavía, muchos años después, la amistad con la familia Cervantes y con CERVANTES mismo era tan íntima, que a tenor de un documento inédito, que publicaremos en esta obra, en 23 de Octubre de 1595, don Fernando de Lodeña ingresaba en Tesorería general, por poder de MIGUEL DE CERVANTES, 37500 maravedís de lo recaudado por éste en su comisión sobre las rentas reales de tercias y alcabalas del reino de Granada. Parece, pues, a tenor de tantas coincidencias, que entre doña Magdalena de Cortinas, la esposa del regidor Ampuero, y doña Leonor de Cortinas, la madre de nuestro MANCO, debió de existir consanguinidad. Tal vez fueron primas hermanas. La relación entre ambas familias fluye natural y lógica. Y por eso Juan Antonio Pellicer, a quien se deben tantas anticipaciones y atisbos felices, sospechó ya en el siglo XVIII que CERVANTES, por su línea materna, podría tener algún parentesco con doña Isabel de Urbina, primera mujer de Lope. ¡Lope de Vega y MIGUEL DE CERVANTES emparentados! ¡Los rivales, consanguíneos! ¡Los alejados, próximos! Todo muy sugestivo, mas todo muy fantástico. Y así, en fin, no hay que concederle a ello otra importancia que la de una simple casualidad, breve y sin consecuencias, en el mejor de los casos. Además, nos falta el documento fehaciente que acredite el grado de parentesco entre doña Magdalena y doña Leonor de Cortinas.

Naciera, pues, ésta donde naciese, y conociérala Rodrigo de Cervantes donde y como la conociera, el casamiento debió de verificarse en Alcalá en la fecha señalada de 1543. No se ha encontrado la partida matrimonial, ni existe pormenor alguno sobre el acontecimiento, sin duda nada [191] rumboso. El magnífico señor licenciado Juan de Cervantes, alcalde mayor de Cabra, que un año después lo sería de Baena, quizá no se dignase asistir a la boda. Mandaría acaso a su hijo Andrés. Y esto explica que al primer vástago de aquel enlace se le pusiera por nombre Andrés, y no Juan, rompiendo así la tradición de la casa. Se ignora lo que aportase Rodrigo al matrimonio. Doña Leonor llevó algunos bienes dotales, que, a punto de fallecer su esposo, recordaba éste con emoción y enaltecimiento para su virtuosa mujer: «Digo y declaro que al tiempo e cuando yo casé y velé con doña Leonor de Cortinas mi muger, la susodicha trujo a mi poder ciertos bienes dotales suyos, que no me acuerdo qué cantidad ni los que fueron: la declaración desto dexo en que la dicha doña Leonor de Cortinas, mi muger, lo diga e declare, lo qual sea válido, porque no dirá en esto más de la verdad, lo qual quiero y es mi voluntad que se le dé e pague de mis bienes sin que se le ponga impedimiento alguno».

Firma de doña Leonor de Cortinas, madre de CERVANTES.

El desinterés de doña Leonor resalta patente de estas frases. Cuando nos la imaginamos aceptando el amor de un hombre probablemente huraño y retraído, como suelen ser los sordos, aunque Rodrigo dijérase jovial y muy aficionado a la música; sufriendo con entereza el rosario de calamidades que se cernió sobre aquella familia: la desgracia de las hijas, el cautiverio de los hijos, la prisión del esposo, la penuria constante del hogar, la peregrinación azarosa de un sitio a otro en busca de un mejoramiento de fortuna que no llegó jamás; y cuando, en medio de tantas desdichas, la vemos cuidadosamente tierna y afanada en educar a sus hijos por encima del nivel medio de la época, tenemos que reconocer en la madre de CERVANTES una abnegación sin límites, y, como mujer y esposa modelo, [192] rodearla de toda nuestra veneración y simpatía. ¡Es la madre de un genio, de los tres o cuatro que ha producido la Humanidad! ¿Qué otro símbolo de la mujer fuerte de la Escritura, sino esta sencilla mujer castellana? Hace de la pobreza un santuario, vive atada al dolor, conoce la cruz de su hijo predilecto, y muere sin participar del resplandor de su gloria. Mujer extraordinaria, que llega a cometer falsedades en documentos públicos, mentiras piadosas, llamándose viuda, no siéndolo, para mover a compasión a los altos poderes y así arrancar a sus hijos de las mazmorras de Argel. Poco espacio, en verdad (y hay que dolerse de ello) se suele consagrar en las biografías de los grandes hombres a la persona de sus madres. Y, sin embargo, todo cuanto rodea la tierna infancia de los mismos, todo cuanto sobre ella obra, que ha de repercutir en su vida futura, depende y se halla por completo en poder de las madres. Ellas educan su carácter, a ellas imitan, ellas dirigen especialmente su corazón. Los preceptores pueden guiar el entendimiento; pero sólo las madres educan humanamente.

Apenas conoce el mundo los sacrificios que las mujeres hacen por él. Ya está el hombre formado, ya gobierna, ya conquista, la gloria: todo esto lo percibe el mundo, porque es estruendo; pero aquel silencio de las miles y miles de noches en vela, aquel sacrificio callado de las madres para poner en camino a un héroe, a un poeta, a un santo, eso no lo percibe ni aun agradece el mundo. Hora tras hora, en las infinitas revoluciones del Sol, las madres, ignoradas y no agradecidas, van dando al mundo guerreros, santos, sabios, reformadores, poetas. Y ¡qué pocas veces halla una Cornelia un Plutarco que una su nombre con el de los Gracos! Nuestros poetas han cantado raramente a sus madres, con la alta excepción de Séneca, para que en todo sea alto y singular. Jorge Manrique celebra a su padre. Lope de Vega, también. Pero quizá sus madres aventajaron a sus padres. Helvia era una mujer prodigiosamente dotada. Y a doña Leonor de Cortinas tenemos que suponerla así; porque las madres de los grandes hombres fueron mujeres de espíritu, de imaginación ardiente, de elevación de carácter y de facultades nada comunes. Testigos, la de Bacon, la de Napoleón, la de Walter Scott, la de Chateaubriand, con otras mil. Se dirá que la madre de Shakespeare no sabía firmar; yo diré que el padre, tampoco. Particularmente los poetas heredan la ternura, el temperamento y el instinto poético de las madres. La madre del Tasso, la de Schiller, la de Goethe lo prueban bien. La madre de Goethe era una mujer encantadora, que escribía cartas encantadoramente. Un admirador de su hijo, después de una larga entrevista con ella, decía: «Ahora me explico por qué Goethe ha llegado a ser lo que es». Y como los hombres son ab ovo y usque ad mortem lo que las mujeres [193] quieren, no hay grande hombre sin madre grande y buena. Que las madres mantienen principalmente la influencia del hogar; y el hogar es la escuela, no tanto de los afectos sociales como de las ideas que rigen el mundo. De él, del hogar, salen los elementos que forman las naciones, y los andadores de los niños se transforman, en manos de estas madres, en las riendas del gobierno intelectual y moral. Así, en la madre del genio hemos de ver al genio. De doña Leonor de Cortinas, no sólo se ignora su naturaleza, sino asimismo su educación y prendas físicas. Mas sabía escribir, clara señal de educación esmerada, en un tiempo en que las mujeres (aun las linajudas) por lo común desconocían el abecedario. Hija quizá de algún labrador acomodado de Arganda, Barajas u otro pueblo cercano de Alcalá, cuando no de Alcalá mismo, contaría menos edad que Rodrigo de Cervantes al contraer matrimonio. Sus bienes dotales no debieron de ser de consideración, como tampoco la hacienda de su esposo; y mucho hubieron de menguarse ésta y aquéllos con los años y el acrecentamiento de la prole, cuando en 1551 Rodrigo decidió emigrar de Alcalá de Henares, en la que sólo le quedaba escasa «renta para pan cogido», es decir, alguna que otra tierra que por sí mismo no podía cultivar, renta que le sería satisfecha en trigo al término de la recolección. Casados, pues, doña Leonor y Rodrigo, el cielo bendijo aquella unión con el primer vástago, a quien pusieron por nombre Andrés. Recibió aguas bautismales en la iglesia parroquial de Santa María la Mayor de Alcalá el 12 de Diciembre de 1543. Fue padrino

Juan de Medina, sacristán, y testigos las esposas de un Barreda y de cierto licenciado Frías. Le bautizó el cura bachiller Bartolomé Serrano. El nombre de Andrés le sería impuesto en recuerdo del hijo menor del licenciado Cervantes. Mas éste no debió de asistir a la ceremonia. El recién nacido falleció de allí a muy poco; porque en memoria suya, al año entrante, se le llamó Andrea al segundo fruto del matrimonio. [195] Esta reiteración del nombre indica que, fueran cuales fueren los efectos de la separación de la familia, entre Rodrigo y Andrés no se entibió el amor fraternal; antes Andrés subiría algunas veces desde Andalucía a abrazar en Compluto a su madre y hermanos.

Partida de bautismo de Andrés, hermano mayor de MIGUEL DE CERVANTES. [194] De la vida del licenciado en Cabra sólo consta su asistencia a muchos cabildos, patente por la abundancia de su firma en los libros de actas capitulares. Su alto puesto le granjearía excelentes relaciones, beneficiosas para su hijo Andrés, que aquí contrajo dos veces matrimonio, como veremos en seguida, y pasó toda su existencia, cómoda y regalada, ciertamente. En 24 de Enero de 1544 se dio lectura en el cabildo a una provisión del conde de Cabra y duque de Sessa, en que nombraba por juez de residencia al licenciado Bartolomé de Morales, para tomarla al alcalde mayor, alcaldes ordinarios, alguaciles, regidores, jurados y escribanos «que han sido e son en la dicha villa de Cabra de todo el tiempo que a su merced pareciere que deben dar cuenta». Debió de darla tan cumplida y a satisfacción Juan de Cervantes, que el duque le transfirió inmediatamente desde la alcaldía mayor de Cabra a la de Baena. Un documento de poco después, inédito hasta ahora, nos lo descubre en su nuevo cargo y a la vez nos revela el fallecimiento de su hermana doña Catalina de Cervantes, de cuya existencia no había el menor indicio. Es una escritura, su fecha en Córdoba a 11 de Agosto de 1544, otorgada por el convento de Jesús Crucificado en nombre de su profesa sor María de Cervantes, aprobando la transacción convenida entre el señor Luis Venegas y el licenciado Juan de Cervantes, «alcalde mayor de Baena», sobre el derecho a unas casas y dos hazas que pertenecieron a doña Catalina de Cervantes, hermana del licenciado y de la monja.[196] Por el texto no se columbra la data del óbito; pero parece que doña Catalina había fallecido algunos años atrás. Es obscura una frase del documento, según la cual los bienes que menciona de la hermana del licenciado [197] vinieron a poder de Egas Venegas «por ciertas causas». Debió de ser por malas causas, por algún despojo, de que, arrepentido a la hora de la muerte el usurpador, mandó devolverlos para ponerse a bien con su alma. [199] Recogió el licenciado la restitución, como hermano y heredero; pero la recogió íntegra, sin reparar en que la mitad pertenecía a su hermana la monja. Por ello reclamó el convento. Y es Andrés quien corre a cargo con la devolución de la mitad de aquellos bienes.

Partida de bautismo de doña Andrea de Cervantes, hermana mayor de MIGUEL. [198] El documento ofrece, por añadidura, el interés de asegurarnos que en Agosto de 1544 no existían más parientes propincuos de Ruy Díaz de Cervantes, el pañero, sino sus hijos el licenciado Juan y sor María, que falleció poco después. Los demás hermanos habían ya bajado a la tumba. Cierto que alentaba aún fray Rodrigo de Cervantes; pero no tenemos la seguridad, sino sólo la probabilidad, de que fuera hermano suyo. Mientras el licenciado y Andrés viven en Baena (éste fluctúa entre Baena, donde habita, y Cabra, donde tiene la novia), al desgraciado Rodrigo le nace el segundo vástago, Andrea, como ya se notó. Fue bautizada en la referida iglesia de Santa María la Mayor de Alcalá de Henares el 24 de Noviembre de 1544, siendo su compadre mayor Melchor Méndez, y comadre Luisa de Contreras, su mujer. No consta que Andrés de Cervantes asistiera a la ceremonia (habría actuado de compadre), ni menos el orgulloso licenciado, el cual, en los meses que siguieron, continuó desempeñando su alcaldía mayor de Baena. Pero a la entrada de Noviembre de 1545, previendo su cesación, buscó nuevo cargo con don Juan Téllez Girón, cuarto conde de Ureña, sabio y erudito caballero, padre del primer duque de Osuna. No se equivocaba, ciertamente. Por provisión del duque de Sessa, fechada en Baena a 12 de Noviembre, se nombraba alcalde mayor, en reemplazo suyo, al licenciado Andrés Ruiz de Cózar, con poder para tomar residencia, así al licenciado [201] Cervantes como a su lugarteniente y a los alguaciles mayores y menores, regidores, jurados, escribanos, etc. En efecto, en el cabildo de 5 de Diciembre se recibía por alcalde mayor del estado de Baena, condado de Cabra y vizcondado de Iznájar, al aludido Ruiz de Cózar. Desconócese el resultado de su toma de residencia; mas ya Juan de Cervantes se encontraba en Osuna de juez del conde de Ureña, con título de «magnífico señor». Dicho estado componíase de los pueblos de Osuna, Arahal, Morón, Archidona y Olvera. Los gobernadores eran tres: nuestro licenciado, en primer lugar, el bachiller Alonso de Villanueva y el licenciado Bustamante. Constituían un tribunal de alzadas o apelaciones de los alcaldes de los pueblos de aquella región y señorío. La firma de Juan de Cervantes figura ya en el acta de un cabildo celebrado en Osuna el I.º de Diciembre de 1545 y en otra de otro de 9 del mismo mes, en que se recibe por corregidor al licenciado Alonso de Tévar, a quien había sustituido Cervantes de gobernador. También asiste a los cabildos de I.º y 15 de Marzo de 1546, en aquél para tratar del abastecimiento de trigo a la villa, y en éste para recibir, junto con los demás gobernadores, por juez de residencias al licenciado Hernando de Angulo, vecino de Granada, que presentó la correspondiente provisión [202] del conde de Ureña. ¿Qué acontecía? La gobernación del señorío no parece que funcionaba previsoramente. A la llegada de Marzo, carecía de trigo el pósito de Osuna. Mandó el conde tomar cuentas a los depositarios. El cabildo, para conjurar el apuro, acordó que se compraran mil quinientas fanegas de aquel cereal, «adonde se hallare más barato e mejor». La réplica de su señoría fue remitir incontinenti al juez de residencias. Y es significativo que el nombre de Juan de Cervantes no vuelva a aparecer en las actas. Se ha preguntado, por ello, si el conde le promovería a algún otro empleo, ya en el estado de Osuna, ya en el de Peñafiel. Más parece que, o salió mal parado de la residencia

especial y amplísima encomendada a Hernando de Angulo, o se disgustó por la desconfianza de aquel magnate y abandonó su puesto, en el que sólo duró tres meses.

Osuna en 1564. (Dibujo de George Hoefnagle. -Gabinete de Estampas de la Biblioteca Nacional) [200]

Osuna. -Vista general de la población moderna. [201] Distinto cargo y más dilatada estancia en Osuna le asigna la declaración del alférez Luis de Pedrosa, natural de aquella villa, en la célebre Información practicada en Argel a 10 de Octubre de 1580 por CERVANTES, ya rescatado, y antes de regresar a España. Dijo Pedrosa que conocía bien (fueron compañeros de cautiverio) a MIGUEL DE CERVANTES, «y sabe que pasó por realidad de verdad que en la villa de Osuna, de donde este dicho testigo tiene declarado ser natural, donde tuvo en ella a sus padres..., fue corregidor Juan de Servantes, el cual tenían y tuvieron por un principal y honrado caballero; y así teniendo estos méritos, trujo y le dieron la vara de tal corregidor por orden y merced del conde de Ureña, padre del duque de Osuna, cuya es agora la dicha villa; y que el padre de este testigo tuvo estrecha y ordinaria amistad con el dicho Juan de Servantes, corregidor, el cual este testigo ha sabido por cosa muy cierta que el dicho Miguel de Servantes es nieto del susodicho». Sin embargo, el Sr. Rodríguez Marín, que examinó detenidamente las [203] actas del cabildo municipal de Osuna, no halló con tal cargo al licenciado Cervantes. De otro modo, se hubiera tenido por cierto que, a semejanza de Alonso de Tévar, Cervantes pasara a corregidor. El propio Sr. Rodríguez Marín disculpa la inexactitud del alférez, diciendo que «lo sabía sólo de oídas, pues cuando el licenciado estuvo allá, era muy niño Pedrosa, según se echa de ver por su partida de bautismo». [205]

Osuna. -Puerta principal de la Universidad, fundada por el conde de Ureña. [203]

Osuna. -Patio de la Universidad. [204]

Osuna. -Capilla de estilo Renacimiento, debajo del altar mayor de la Colegiata, donde reposan los restos de la familia del fundador, condes de Ureña y duques de Osuna.

[204] Quizá la afirmación de Pedrosa dimanara de confidencias que le hiciese en Argel MIGUEL DE CERVANTES, quien no recordaría con puntualidad el cargo de su abuelo en Osuna, breve ciertamente para ser retenido, cuanto más después de tanto tiempo.

Osuna. -Puerta principal de la Colegiata, erigida por el conde de Ureña. Y ahora surge un lapso de bastantes meses, en que sólo por conjeturas sabemos del licenciado. Mas sus hijos nos compensarán de la ausencia. Rodrigo se va cargando de familia. En 25 de Agosto de 1546 recibe el bautismo en Alcalá su tercer vástago, Luisa, que luego será sor Luisa de Belén y Cervantes, al tomar el hábito de carmelita descalza en el convento complutense de la Concepción. Actuó de padrino de pila el licenciado Cristóbal Bermúdez, y fueron testigos, Pedro Martínez del Arroyo y Francisco Sánchez, clérigo del pueblo de Fuente el Saz. El nombre de Luisa no era de tradición cervántica (si se exceptúa el de doña Luisa de Cervantes, monja del convento de Jesús Crucificado, [207] en Córdoba, y hermana de Rodrigo de Cervantes, el contador de la Goleta), y seguramente le fue impuesto por ser aquel día el de San Luis, rey de Francia. Resulta extraño que no se la llamara Isabel, Catalina, María, Elvira o Leonor, como su madre, tías y abuelas.

Partida de bautismo de Luisa de Cervantes, que luego fue sor Luisa de Belén, hermana de MIGUEL. [206] El mismo silencio que en los anteriores bautizos tenemos sobre los familiares que asistieran a la ceremonia de éste, al que tampoco acudirían el licenciado y Andrés. Uno y otro andaban a la sazón por Cabra, de donde no se habían desligado, a pesar de las estancias en Baena y Osuna. Como ya advertimos, Andrés tenía en Cabra su novia, y ahora, formalizadas aquellas relaciones, iban a sellarse con el matrimonio. Fue su esposa doña Francisca de Luque; y aunque desconocemos su ascendencia y condición social, la posición económica debió de ser excelente, porque Andrés de Cervantes vivió considerado, y sus hijos heredaron bienes de alguna importancia, «no granjeados por el padre, según todas las señas». La fecha justa del casamiento ignórase, como quiera que en el archivo de la iglesia parroquial de Cabra no existen libros de desposorio con precedencia al año 1564; pero indudablemente fue antes del 12 de Octubre de 1546, en cuya data «doña Francisca, mujer de Andrés de Cervantes», asiste como madrina al bautizo de un Francisco, hijo de Pedro de Mendoza y de Isabel de Campos. De esta partida no se colige el apellido de la esposa de Andrés; pero sí de otra, fecha en Cabra a 27 de Marzo de 1552, en que «doña Francisca de Luque, mujer de Andrés de Cervantes, actúa igualmente de madrina en el bautismo de

Juana, hija de Juan Vázquez y de María de Luque, probablemente hermana suya. Tanto [208] doña Francisca como Andrés fueron muy «compadreros»: sus nombres figuran con gran frecuencia en los libros-registros de partidas de la iglesia parroquial de Cabra. De lo anterior puede inferirse que su casamiento se verificaría poco después de abandonar el licenciado Cervantes su puesto de gobernador del estado del conde de Ureña. Sería boda bien diferente de la del pobre Rodrigo en Alcalá. Casábase el hijo de quien acababa de ejercer la alcaldía mayor en aquellos señoríos ducales. Y si forzamos un poco la conjetura, bien pudo ocurrir que este casamiento se celebrara en el año precedente, cuando aún estaba el licenciado al servicio del duque de Sessa. Nada se opone a ello. Como quiera que fuese, la boda, por el prestigio y autoridad del padre del novio, de por fuerza tendría resonancia, y no es aventurado suponer que doña Francisca de Luque fuese una dama de viso en el Pueblo. ¿Asistió al acontecimiento la familia de Alcalá? Nos inclinamos por la afirmativa. La tirantez de relaciones no llegaría al extremo de imposibilitar que, a lo menos doña Leonor de Torreblanca, estuviera presente en la boda de su hijo. Por bien de todos. Por evitar murmuraciones. Por conveniencia especial del propio contrayente. Nada consta; pero hay que suponerlo, aunque después del enlace cada uno recobrara sus antiguas posiciones. Más problemático es que asistiera su tío Ruy Díaz de Torreblanca, que tendría sus puntos de enojo con el licenciado. En los diez años que corren desde 1536, en que abandona Alcalá de Henares para regresar a Córdoba, donde falleció su primera mujer (en 1537), dejándole dos hijos, Isabel y Francisco de Torreblanca, hasta 1546, su vida se deslizó en diferentes ocupaciones, viviendo en la collación de la Magdalena. Más tarde se traslada a la de San Pedro y es labrador, que en 10 de Junio de 1538, por escritura de concierto con el monasterio de Nuestra Señora de la Concepción, parte mano del arrendamiento de por vida de una heredad en la sierra, en el pago de la Venta Morán, por no poder labrarla. En 1539 figura como apoderado de don Alonso de Córdoba y vecino de la collación de San Nicolás de la Villa. Después se casa en segundas nupcias con Magdalena de la Cruz, hija de Marcos Ruiz (de la que no tuvo sucesión) y habita (1545) en la collación de San Nicolás de la Ajerquía, toma en arriendo varios olivares y viñas (1546 y 1547) y, en fin, se establece como guadamecilero (1549) en la calle de Grajeda. Aún se ha de casar, por tercera vez, con María de Cañete. Andrés de Cervantes y doña Francisca de Luque tuvieron en Cabra seis hijos, como luego se especificará. Él desempeño muchas veces el cargo de alcalde ordinario de dicha villa. También contrajo nupcias de reincidencia y aun anduvo enredado en amores ilícitos. [209] Luego del primer casamiento de Andrés, el licenciado Cervantes decidió regresar definitivamente a Córdoba. Iba a cumplir setenta años, la mitad de los cuales había rodado por diez o más pueblos de la Península, ejerciendo su profesión. La tierra madre le llamaba para acogerle en su regazo, punto de reposo de tan largas peregrinaciones. Como aún se sentía fuerte, aceptó en el Tribunal del Santo Oficio de Córdoba el cargo de juez de los

bienes confiscados por la Inquisición. Y para terminar por donde había empezado, volvió de nuevo a ejercer la abogacía en su ciudad natal. Se ignora la fecha exacta de su retorno definitivo a ella; pero ya estaba allí el 24 de Agosto de 1550, pues en tal día y por escritura, hasta hoy inédita, un Bartolomé Rodríguez, curtidor, se obliga con Bernardo de Cervantes, negro, criado del licenciado Cervantes, a pagarle un ducado de oro que le debía. [210] Seguramente se hallaba en Córdoba desde algún tiempo atrás, desde 1547 o 1548, con su fiel María Díaz y sus criados blancos y negros. Dejaba los familiares esparcidos en Alcalá y Cabra. Mas aún le restaba en Cordoba su hija sor Catalina, la monja dominicana, el calor de muchos amigos y deudos y una indisputable y autorizada reputación profesional. Y en Córdoba le dejaremos, bien ajeno sin duda a que en Alcalá de Henares, en la sedienta y deslumbrante tierra de Castilla, que él quizá recuerde con dolor, una estrella resplandeciente fulge en la cabecita rubia de su nieto inmortal, el coro invisible de las Gracias entona sobre el recién nacido un nuevo hosanna in excelsis y los dioses mismos elevan su incienso. [211] LA VILLA DE ALCALÁ DE HENARES A MEDIADOS DEL SIGLO XVII

(Acuarela de Pier María Baldi. -Biblioteca Laurenciana de Florencia.)

Capítulo VIII Nacimiento de Miguel de Cervantes. -Europa bajo Carlos V. -Patrias apócrifas de Miguel. Alcalá de Henares en 1547. -La Iglesia de Santa María la Mayor. -Conventos y colegios. Más sobre la casa natal de Cervantes. -Lo que resta de Alcalá. -Nacimiento de Rodrigo. Dificultades del médico cirujano. -Emigración a Valladolid. El año de 1547, en que MIGUEL DE CERVANTES viene al mundo, parecía destinado a abrir un paréntesis de calma que aquietase en Europa las turbulencias y agitaciones de seis lustros de incesante contienda espiritual y material. Fallecido Lutero en el año anterior y pasados a otra vida, poco después, los principales enemigos de Carlos de Gante, Enrique VIII de Inglaterra y Francisco I de Francia, todo hacía augurar un venturoso corolario a la Paz de Crespy. A lo menos, el terreno de la discusión propendía a transferirse desde los dominios de Marte a los aposentos de Minerva. El duro rostro del guerrero perdería su natural animoso en las conversaciones tranquilas teológicas. Pronto Carlos V se vio obligado a proceder violentamente contra la Liga protestante de Smakalda. La batalla de Mühlberg (plásticamente cantada por el Tiziano) le traía la victoria sobre los herejes, y, con

ella, la prisión de Juan Federico, elector de Sajonia. Pero la paz flotaba en el aire y los vencidos luteranos no tardarían en rehacerse. Ni era posible esperar una larga concordia después de treinta años de lucha, con más o menos prolongadas intermitencias (respiros tan sólo para [213] cobrar nuevos alientos), en que todas las naciones europeas, sin excluir los Estados Pontificios, se conjuraron contra España y el Emperador. En vano procuraba el Concilio de Trento unir una Europa espiritualmente desgarrada. Era ya tarde. Porque, con tal de abatir la política imperial, las naciones no vacilaban en sucumbir a manos de la Reforma o bajo el signo [215] del Turco. Y así, el Emperador ha de combatir en varios frentes: contra la Reforma, contra la expansión de Solimán, contra la eterna odiosidad de Francia. El resultado de todo estará centurias de años en litigio. Alguno de aquellos poderes fue ya pasto del tiempo.

Escudo del Emperador Carlos V. (Monasterio de El Escorial.) [212]

Carlos V en Mühlberg. (Cuadro del Tiziano.) [213]

Toma de Túnez por Carlos V. (Sala de Batallas del Monasterio de El Escorial.) [214] Queremos fijar, mediante efemérides, la época que precede al natalicio de CERVANTES, para después encuadrarle en la que sigue, como no podamos desligar al genio de la generación en que vive y alienta, del influjo que recibe, del mundo que le circuye, de la herencia que recoge. Cuando nace, año en que ya había visto la luz primera el encubierto Jeromín (don Juan de Austria, en Ratisbona, día de San Matías. 25 de Febrero), Europa lleva, como hemos dicho, seis lustros de terribles conmociones espirituales y materiales. En esos treinta años, desde la muerte de Fray Francisco Ximénez de Cisneros, que coincide con la iniciación de la Reforma (1517), la vida es intensa como nunca. Grijalba toca en Yucatán en 1518, y Gaspar de Espinosa funda en Centro América la ciudad de Panamá (1519). Es el año en que sale de Cuba Hernán Cortés, y se suceden la conquista de Méjico y el descubrimiento de Nicaragua (1519-1521). Mientras la guerra de las Comunidades asuela los campos, se convoca la Dieta de Worms (1521), y Magallanes y del Cano realizan su viaje alrededor del Mundo (1520-1522). La fecha de regreso señala el óbito de Nebrija. En 1523 créanse los Consejos de Estado y Hacienda. No tardó en

sobrevenir la batalla de Pavía (1525), para que pusiéramos el orgullo de Francia a gentil recaudo. Nuestra poesía sufre una evolución, al introducirse en ella los metros italianos, hacia 1526. En 1527, cuando Clemente VII, por colocarse al lado de Francia, provoca el asalto y saqueo de Roma, nacen Felipe II, Benedicto Arias Montano y Fray Luis de León. A la vez se examinan las doctrinas de Erasmo en Valladolid. Dos años más tarde fírmase la Paz de las Damas (1529), y otros dos después comienza la conquista del Perú y de Chile (1531 - 1541). Con la derrota de Solimán se iniciaba el retroceso del poderío turco en Europa (1532), un año antes del nacimiento de Ercilla y fecha de la muerte de Alfonso de Valdés. La fundación de la ciudad de Buenos Aires (1534) corre par con el natalicio de Fernando de Herrera; y la toma de Túnez (1535), con el de Juan de Mariana. En 1536 fallecen Garcilaso de la Vega y Erasmo. Ya había nacido Francisco de Figueroa, hacíase el encabezamiento general del Reino (1537) y las Cortes de Toledo imponían la Sisa (1538). A [217] la muerte de don Fernando Colón (1539), creador de la Biblioteca Colombina, sucede la de Juan Luis Vives, la introducción de la imprenta en Méjico y la fundación de la Compañía de Jesús (1540). Al año siguiente fallece Juan de Valdés, y luego Boscán en igual año que nace San Juan de la Cruz (1542). Y al tiempo que se imprimen las Leyes y Ordenanzas para la gobernación de las Indias (1543), viene al mundo Juan de la Cueva. En un mismo giro solar inaugura sus sesiones el Concilio de Trento (1545), nace Jerónimo Gracián y se funda el Archivo de Simancas. Es interesante notar que el fallecimiento de Lutero (1546) coincide con el primer Índice general expurgatorio. Por último, en 1547 mueren Hernán Cortés, Enrique VIII de Inglaterra y Francisco I de Francia, y nacen, como ya advertimos, don Juan de Austria y MIGUEL DE CERVANTES. El acontecimiento militar del año fue la mencionada victoria de Carlos V en los campos de Mühlberg.

Libro I de Bautismos de la parroquia de Santa María la Mayor, de Alcalá de Henares, abierto por los folios 192 v. y 193 r., donde se lee (primera partida de la izquierda) la célebre fe bautismal de MIGUEL DE CERVANTES. [216] Gran siglo aquél, que así empezaba, y por la grandeza de su principio se colegiría su fin, como cantaría un poeta: ¡Inmenso siglo! ¡Siglo de gigantes, que abrió Colón y que cerró CERVANTES! MIGUEL DE CERVANTES fue bautizado en la iglesia parroquial de Santa María la Mayor de Alcalá de Henares el domingo 9 de Octubre de 1547. Actuó de compadre Juan Pardo, y de testigos, Baltasar Vázquez, sacristán, y el propio cura que le cristianó, bachiller Bartolomé Serrano. [219]

Partida de bautismo de MIGUEL DE CERVANTES. [218] La proximidad del 9 de Octubre con la Dedicación de San Miguel, 29 de Septiembre, sugiere que debió de nacer en este día y de él recibir el nombre. Hemos de recordar, no

obstante, que si aquel Miguel Díaz, mercader [221] de Córdoba, era, como parece, hermano del licenciado Cervantes, el nombre de Miguel constaba en la familia. Empero como no tengamos la seguridad plena de dicho parentesco, y a la vez dijérase forzado que, después de tanto tiempo, Rodrigo se acordara de un tío suyo (cuando no se [223] acordaba de su padre) para imponer el nombre de Miguel a su hijo, nuestra firme opinión opta por el primer supuesto: CERVANTES nació el 29 de Septiembre, jueves.

Alcalá de Henares. -Fachada de la casa natal de CERVANTES, en la calle de la Imagen, núm. 2. Al fondo, la calle Mayor. [220]

Alcalá de Henares. -Interior de la casa natal de CERVANTES. Detalle de la escalera y del patio, tomado desde el zaguán. [222] Conviene ahora advertir que todas estas fechas se refieren al calendario antiguo. No habiéndose computado con la Corrección Gregoriana hasta el 9 de Diciembre de 1582 (el día siguiente llamose lunes 20 de Diciembre), las verdaderas datas corren diez días más tarde, pormenor olvidado, con lamentable yerro, por los historiadores. Así, MIGUEL DE CERVANTES, con arreglo a nuestro calendario, nació el 9 de Octubre de 1547 y fue bautizado positivamente el 19 del mismo mes. Ignórase la condición de su padrino Juan Pardo. Los Pardo abundaban entonces en Alcalá, enlazados a veces con los Contreras. Unos y otros mantenían relaciones con vecinos de Barajas. Del bachiller Bartolomé Serrano, a quien cupo el honor de imponer el primer sacramento al PRÍNCIPE DE LOS INGENIOS, hay muchas nuevas. Contaba cuarenta años. Tenía un hermano que se llamaba Juan Gutiérrez Serrano el Viejo, para diferenciarse de su hijo Juan Gutiérrez Serrano el Mozo, y vivía aún en Alcalá diez y ocho años después: en 28 de Junio de 1565, octava del Corpus Christi, ofició como preste en la misa mayor del convento de la Concepción, donde cuatro meses atrás (el 17 de Febrero) había tomado el hábito Luisa de Belén, la hermana de CERVANTES. En otro volumen daremos más noticias.

Firma de Blas de Cervantes, que nunca se llamó ni firmó Saavedra. (Alcázar de San Juan 1572 a 1583-.) Durante muchos años ha sido objeto de pesadas y a veces indoctas controversias la cuestión de la patria del autor del Quijote. Sin contar Alcalá, nada menos que diez localidades (más que en Grecia por la cuna de Homero) se han citado o disputado en España el honor de ser los pueblos natales del REGOCIJO DE LAS MUSAS, a saber: Alcázar de San Juan, [225] que ha delirado largamente, aduciendo una partida con todos los caracteres de la más grosera falsedad, al reverso de un folio desechado por inservible y con la fijación de una data que de ningún modo conviene con la [227] edad del glorioso héroe

de Lepanto; Consuegra, donde ya señalamos la existencia de Cervantes ajenos a la rama de nuestro escritor; Sevilla, por yerro de un historiógrafo mal enterado; Lucena, por una tradición [229] no confirmada; Madridejos y Herencia, por homónimos sin concordancia; Madrid y Toledo, por ser las ciudades de mayor movimiento [230] literario y haber permanecido a menudo en ellas, estante o vecino, el Príncipe de los Ingenios; Esquivias y Córdoba.

Alcalá de Henares. -Pozo y pila en el patio de la casa natal de CERVANTES. [224]

Alcalá de Henares. -Hospital de Antezana, a cuyas espaldas (al fondo izquierda) se ve la casa natal de CERVANTES (x). [226]

1. Colegio Mayor de San Ildefonso (Universidad). 23. Colegio de San Patricio o de los Irlandeses. 45. Colegio-convento de San Basilio Magno. 2. Colegio de San Pedro y San Pablo. 24. Colegios de Santos Justo y Pastor o de los Seises. 46. Oratorio de San Felipe Neri. 3. Colegio de la Madre de Dios. 25. Seminario de Nuestra Señora del Prado. 47. Convento de San Juan de la Penitencia. 4. Colegio de Santa Catalina. 26. Convento de San Diego de franciscanos observantes. 48. Colegio de Religiosas Bernardas. 5. Colegio de Santa Balbina. 27. Convento de Trinitarios Calzados. 49. Convento de Carmelitas Descalzas de la Imagen, donde vivió y murió sor Luisa de Belén o Cervantes. 6. Colegio de San Eugenio. 28. Convento o Colegio de San Bernardo. 50. Convento de Dominicas de Santa Catalina de Sena. 7. Colegio de San Isidro. 29. Convento o Colegio de Santo Tomás. 51. Convento de Agustinas de Santa María Magdalena. 8. Hospital de estudiantes de San Lucas. 30. Real Colegio de Agustinos Calzados. 52. Convento de Franciscanas de Santa Clara. 9. Colegio Trilingüe o de San Jerónimo. 31. Colegio-convento de Mercedarios Calzados. 53. Convento de Franciscanas de Santa Úrsula. 10. Colegio de Santiago o de Manrique. 32. Colegio máximo de la Compañía de Jesús. 54. Convento de Carmelitas del Corpus Christi o de las Afueras. 11. Colegio del Rey. 33. Convento de Mínimos de San Francisco de Paula, antes primitivo convento de la Concepción, donde profesó Luisa de Cervantes. 55. Convento de Franciscanas o Beaterio de San Diego. 12. Colegio de San Juan Bautista o de Vizcaínos. 34. Convento de la Madre de Dios. 56. Iglesia Magistral y Parroquia de San Pedro.

13. Colegio de San Jerónimo o de Lugo. 35. Convento del Carmen Calzado. 57. Parroquia de Santa María la Mayor. 14. Colegio de San Cosme y San Damián o de Mena. 36. Convento de Carmelitas Descalzos. 58. Refugio de Santa María la Rica y Casa de Expósitos. 15. Colegio de San Clemente o de los Manchegos. 37. Convento del Santo Ángel o de Gilitos. 59. Hospital de Nuestra Señora de la Misericordia o de Antezana. 16. Colegio de León. 38. Colegio de Agustinos Descalzos o Recoletos. 60. Ermita de Santa Lucía. 17. Colegio de Túy. 39. Convento de Trinitarios Descalzos. 61. Iglesia parroquial de Santiago. 18. Colegio de Santa Justa y Rufina. 40. Colegio de los Caraciolos o de Clérigos regulares. 62. Palacio Arzobispal. 19. Colegio de San Ciriaco o de Málaga. 41. Colegio-convento de Mercedarios Descalzos. 63. Ermita de San Isidro o del Gremio de Labradores. 20. Colegio de Aragón. 42. Convento de Capuchinos, hoy Teatro Cervantes. 64. Ermita del Cristo de los Doctrinos. 21. Seminario de San José o Pupilaje de Ávila. 43. Convento de San Juan de Dios (Hospitalarios). 65. Casa natal de Miguel de Cervantes. 22. Colegio de Santa Catalina o los Verdes. 44. Colegio-convento de los Agonizantes, hoy casa del Ayuntamiento. 66. Casa de Juan de Cervantes.

Alcalá de Henares. -Calle Mayor y fachada del Hospital de Antezana. Al fondo, calle de la Imagen y casa «de la Calzonera», que perteneció a Juan de Cervantes. [228] De todas estas atribuciones, la única digna de tomarse en cuenta es la de Córdoba, bien que se apoye en una piadosa mentira (¡quién lo sospechara!) del propio MIGUEL DE CERVANTES: mentira explicable y que no acaba de ser mentira, sin que tampoco sea verdad. [231] El hecho de que en ninguna de sus obras literarias expresase claramente el autor del Persiles el lugar de su naturaleza; el retraimiento en que vivió sus últimos anos; el silencio que siguió a su muerte, contribuyeron a que contemporáneos suyos desconocieran tan interesante pormenor, y a que no se hiciera en él la luz hasta los descubrimientos de la investigación moderna. Y, no obstante, si escritores que le trataron u oyeron hablar de él erraron al indicar su patria, no faltó quien la consignara con certeza, y aun él mismo la declaró con su firma en varios documentos. Hoy ya nadie discute el dogma de que Alcalá de Henares es la patria de MIGUEL DE CERVANTES SAAVEDRA. Patria natural y patria espiritual. Porque Alcalá es la patria y metrópoli espiritual de España. Madre de CERVANTES y madre de genios, madre de reyes, madre de santos y madre de sabios.

Tales títulos puede ostentar la población edificada en la extensa planicie del Campo Loable, junto a las ruinas de la antigua ciudad romana de Complutum, de que habla ya Plinio en su Historia Natural como existente en tiempos inmediatos a Pompeyo el Grande y a la que coloca en el número de las ciudades estipendiarias o tributarias. También la cita Claudio Tolomeo en su Geografía, aunque yerta sus grados. En el Itinerario de Antonino Pío aparece en la ruta de Mérida a Zaragoza. La fundación de Compluto probablemente se remonta a la dominación griega: lo infiero de su mismo nombre. Sobre sus principios, mas o menos fabulosos, han disertado largamente Ambrosio de Morales en sus Antigüedades de las ciudades de España (1575), Miguel de Portilla en su mentada Historia (vol. I) y otros, que acogieron los falsos cronicones de Flavio y Dextro. Conquistada la ciudad por los árabes, quienes la denominaron Alcalá, y reconquistada al cabo por Alfonso VI, su historia corre ya clara y segura desde que, algunas décadas más tarde, Alfonso VII la donó al arzobispo de Toledo don Raimundo en 1126, quedando así bajo la jurisdicción [233] de la dignidad arzobispal Primada. Sucesivamente adquirió muchos y diversos privilegios, favores, honras, prerrogativas y mercedes reales y episcopales. Por ella pasaron Alfonso VIII, Fernando III y Alfonso el Sabio, de quien es su más antiguo privilegio real, otorgado en 1252, y la merced de exención de servicio, en 1274.

Alcalá de Henares. -Fachada principal de la Universidad. [232] Sancho el Bravo, que fundó en ella Estudios; Fernando IV, Alfonso XI, que celebró allí Cortes generales, de donde salió, en 1348, el famoso Ordenamiento Real, más generalmente conocido por «Ordenamiento de Alcalá», todos la honraron. Por Alcalá anduvieron don Pedro I de Castilla y don Enrique II. En ella murió don Juan I, al caerse de un caballo, el 9 de Octubre de 1390. Su hijo Enrique III la visitó dos veces, en 1394 y 1395, y en su recinto verificose la junta de los obispos y cabildos sobre el cisma de Benedicto XIII. También tuvieron aquí juntas Juan II y su madre, así como Enrique IV, que llegó de Madrid atraído por la fama de los milagros de San Diego a poco de su muerte. Pero quienes más larga residencia hicieron en Compluto fueron los Reyes Católicos, época de los principales favorecedores de Alcalá, obispos Carrillo, Mendoza y Ximénez de Cisneros. Fernando e Isabel publicaron en la villa las muchas pragmáticas que corren desde 1490 hasta 1503, de las cuales emanaron las leyes de la Nueva Recopilación. Aquí, y es digno de recordarse, vino al mundo el 16 de Diciembre de 1485 la infanta Catalina, luego reina infeliz de Inglaterra, cantada por Shakespeare; aquí se juró por heredera de España a doña Isabel, princesa de Castilla, y aquí nació (10 de Mayo de 1503) el príncipe Fernando, emperador de Alemania. Huésped de Alcalá fue varias veces Felipe II, y en su Universidad estudiaron el príncipe don Carlos, don Juan de Austria y Alejandro Farnesio, que alternaban con su compañero de escuelas don Bernardo de Sandoval y Rojas, después cardenal arzobispo de Toledo y favorecedor de CERVANTES. Recién casado con doña Isabel de la Paz, estuvo en Alcalá el Rey Prudente en 1559, y a ella volvió en 1562 con motivo de la caída de don Carlos por

una escalera (el domingo, 19 de Abril), principio, quizá, de los trastornos cerebrales, si los tuvo, de aquel príncipe. Repitió la visita en 1586, a las fiestas de la canonización de San Diego, trayendo consigo a don Felipe, luego Felipe III, que también volvió en 1615. Por último, visitaron mucho a Alcalá Felipe IV y Carlos II. Carlos la reintegró en el antiguo título de ciudad por real cédula expedida en Aranjuez en 5 de Mayo de 1687. Esplendor maravilloso el de esta ciudad, la más alegre de las viejas villas castellanas, cortés y acogedora, que así atraía a reyes y a príncipes, y sabía honrar a Francisco I de Francia, agasajándole como huésped de honor y no como prisionero de Carlos V. Erigida en sede universitaria por Cisneros, no eran allí ajenas las cátedras [234] y estudios. Ya aludimos a su fundación por Sancho IV. El privilegio, dado en Valladolid, tiene fecha de 20 de Marzo de 1293. Tiempos más tarde se promovía pleito entre Alcalá y las villas de su tierra, por negarse éstas al pago de los maestros de Gramática, Física (Medicina) y Cirugía, y sentenciábase en el castillo de Uceda a 16 de Junio de 1421. En virtud de la resolución, habían de satisfacerse del fondo de Alcalá los salarios de aquellos maestros, juntamente con el de los regidores, procurador y escribano del Ayuntamiento. Se hallaban los Estudios junto a lo que fue convento de la Victoria. Otras cátedras debiéronse al arzobispo de Toledo don Alonso Carrillo y Acuña, precursor de Cisneros en su amor a Alcalá. Radicaron en el convento (también fundación suya) de Santa María de Jesús, y fueron tres, creadas todas en 17 de Diciembre de 1473. El año 1504 era oyente de gramática y retórica Tomás García, luego bachiller y noveno colegial de San Ildefonso, que más tarde se llamaría Santo Tomás de Villanueva. Cisneros fue enviado por sus padres en 1446 a estudiar aquí la gramática latina, y de aquellos años de escolar, cuando aún no se llamaba Francisco, sino Gonzalo, dató su cariño a la villa. Desde que en 26 de julio de 1508 se abrieron las escuelas de la célebre Universidad con grandes regocijos y magnificencia, acto que él presidió revestido de pontifical, hasta el 29 de Septiembre de 1547, nacimiento de CERVANTES, Alcalá se había transformado profundamente. Es ya entonces amplia y capaz. En el recinto de sus muros, de Oriente a Poniente, mide dos mil veintiséis pasos de larga; y de Norte a Sur su anchura es de mil trescientos setenta, compuestos de pies lineales. El suelo ocupa doscientas setenta y siete fanegas, siete celemines y ocho estadales. Tiene acceso por ocho puertas, dos al Oriente, la de Guadalajara, o de los Mártires, y la de los Aguadores, antaño Postigo de Fernán Falcón, camino de Nuestra Señora del Val, buen sitio de romería y esparcimiento, para los estudiantes: dos al Poniente, la de Madrid y la de Santa Ana; otras dos al Norte, la de Santiago, que inmortalizará Quevedo, y la de Burgos, y otras dos al Mediodía, la del Vado, llamada en lo antiguo Nueva, junto al Henares, y la de San Julián. Los suburbios son lindos, especialmente el arrabal del Ángel y la ermita de San Isidro. En el interior, las calles, limpias, espaciosas, empedradas. [235] Sobresale la Mayor, con

sus muchos soportales, los postes de piedra que antes fueron de madera, trocados por el cardenal Fonseca. Adornan las plazas fuentes de agua clarísima. Encanta la anchurosa del Mercado, por la altura de sus edificios y su balconaje de hierro, desde donde se presencian las justas, torneos, juegos de cañas y otras diversiones frecuentes.

Alcalá de Henares. -Puente de Zulema sobre el río Henares. El campo rebosa fertilidad en flores y frutos; el cielo es alegre, y las primaveras, templadas, jocundas y saludables. Saliendo al Oriente, recrea los ojos el río, con sus alamedas y la amenísima huerta de Esgarabita; y siguiendo el Henares, al Austro, se hallan varios molinos, la barca grande, el puente de roca bien labrada y arboledas hasta Occidente, que terminan en sotos de mucha caza y la huerta de las Fuentes; y al fin, al Norte, deslízase apacible el arroyo Camarmilla. Sólo turba el hechizo de la visión deleitosa el alto rollo u horca granítica, que se alza fuera de la puerta del Vado, a la derecha del camino de Zulema, frente a la ermita de San Sebastián. La villa ha ido creciendo a compás de su Universidad. La tosca fachada de barro del Colegio Mayor de San Ildefonso es ya la incomparable maravilla de piedra salida de las manos de Rodrigo Gil de Ontañón, con sus pilastras platerescas del primer cuerpo, las columnas de orden compuesto del segundo y la esbeltez de los ventanales a uno y otro lado del escudo grandioso. El sueño del Cardenal de hierro, se ha traducido, de barro, en piedra; y de materia, en espíritu: el Colegio Mayor cuenta con sus treinta y tres prebendados y doce capellanes. [236] He aquí a capellanes y colegiales con su manto de paño, túnica de mucho vuelo, con cuatro dedos de alto y beca; el color, de canela, más o menos obscuro, y, sobre el pecho, el escudo de armas de la Universidad. Siete son los Colegios menores, para pobres, complemento de ella, fundados el mismo día. Esos veinticuatro colegiales, diez y ocho de teología y seis de medicina, de manto morado y sin beca, son los del Colegio de la Madre de Dios. Mayor número tiene el de Santa Catalina, veinticuatro de metafísica y otros tantos de física, manto también morado y beca con rosca. Se parecen a los de Santa Balbina, sino que estos cuarenta y ocho estudian lógica y súmulas, mitad por mitad. Los colegiales de San Pablo, los de San Eugenio, los de San Isidoro, latinos y griegos, todos llaman la atención por su color morado, que luego se transformó en azul celeste. Cuando nace nuestro MIGUEL, Cisneros ha dejado cuarenta y seis cátedras entre el Colegio Mayor y los siete menores: diez de teología, seis de cánones, cuatro de medicina, dos de anatomía y cirugía, ocho de artes, una de filosofía moral, una de matemáticas y catorce de lenguas, retórica y gramática.

Pero ¿y las leyes? ¡Ah! El Cardenal es hombre de extraordinario talento; es también legista. Y no quiso que el Derecho Civil perturbara la armonía y serenidad augusta de su Universidad. Los leguleyos podían irse con Bártulo y Baldo a otra parte. El 15 de Abril de 1543 hacía su entrada solemne en Alcalá el cardenal arzobispo de Toledo don Juan Martínez Guijarro, que latinizó pedantescamente su apellido en Silíceo. Era hombre fanfarrón y soberbio, aunque docto, y elegía para su entrada el sábado anterior al Domingo de Ramos, como si los pretendiera. En medio del recibimiento triunfal (al que siguieron por la noche luminarias), oyéronse gritos de una mujer, que, simbolizando a la jurisprudencia, con la espada desnuda, decía: «¡Óyeme, ilustrísimo prelado! Escucha a una infeliz desterrada y olvidada por el gran Cisneros al fundar su Universidad, no concediéndome lugar entre las demás vecinas..., te ruego que me des cabida en los estudios». Al día siguiente, la fiesta de las Palmas dijérase consagrada al nuevo arzobispo. Estaban allí la infanta doña María, emperatriz; doña Juana, reina madre de Portugal, doña Leonor de Mascareñas, aya de Felipe II, y el P. Francisco de Villanueva, mandado a estudiar por San Ignacio de Loyola. A la tarde hubo toros. Figuraron en la procesión, especialmente, cuarenta doctores en teología, ocho en cánones, doce en medicina, ciento [237] cuarenta maestros en artes, etc., lo que da idea del crecimiento que había experimentado ya la villa universitaria. Mas esto era prólogo solamente de una mayor grandeza. En los días de su apogeo, cuando Alcalá cuenta con los cinco mil estudiantes de que habla CERVANTES en el Coloquio de los perros Cipión y Berganza, tiene tres parroquias de pila bautismal, cinco hospitales, once ermitas fuera de los muros, y tres dentro, y cincuenta y dos colegios y conventos. Como la Universidad atraía a cuantas comunidades amaban la ciencia, apresuráronse a fundar colegios las más.

Alcalá de Henares. -La «gran cuesta Zulema», como la llama CERVANTES, inmortalizada en el Quijote (I, XXIX) con la leyenda del moro Muzaraque. La villa es ahora una sinfonía de torres, porque las tienen los colegios, los conventos, las iglesias, las ermitas, los hospitales. Parece un inmenso convento y es un inmenso colegio: a la vez un relicario de santos, y al tiempo un plantel de sabios. Torres gallardas, cúpulas imponentes, airosas espirales, lindísimas linternas. Y voces metálicas con toda la gama de sonidos, que presiden las sonoras campanas de San Ildefonso, nostalgias en bronce de las glorias un día en Orán. Ved aquí una oficina singular del pensamiento, una vasta forja del espíritu. Se hablan todas las lenguas, las clásicas, las orientales y las vivas. Se examinan todos los problemas científicos, todos los misterios teológicos, todas las conquistas del método experimental. Allí está el códice, la esfera [238] y la retorta, la espátula, el compás y el tetragrama. Las torres mismas son otra rama de la Universidad. La ciencia y el arte viven allí felices, y la muerte parece una amenaza irreal. La propia vejez respira juventud entre la juventud, y una y otra entonan un himno triunfal a la vida. Allí se corona a los vates: Arias Montano recibe el laurel en 1551, y las enseñanzas de Cipriano de la Huerga despiertan en Fray Luis de

León la levadura oriental de sus antepasados. Las riberas del Henares se pueblan de ninfas y de pastores. Mateo Alemán sólo aquí sera optimista. Por ello, sólo aquí podía nacer el REGOCIJO DE LAS MUSAS. [239] En 1547 los conventos de frailes no pasan todavía de cinco, y los de monjas son pocos. Señorea las iglesias el magnífico templo de la Magistral, en el mismo sitio de la primitiva parroquia de Alcalá, antaño ermita de los Santos Niños Justo y Pastor (de que tomó el nombre), elevada a colegiata en 1479 por el arzobispo Carrillo y reedificada por el cardenal Cisneros. Existen entonces la ermita de San Juan de los Caballeros, de venerable antigüedad, pues se cita en 1268. Más antigua era la primitiva iglesia parroquial de Santa María de Jesús, o la Mayor, que funcionaba ya en tiempos del arzobispo don Gutierre (1250), trasladada después y fundida con la anterior, como se dirá luego, en 1449. También existía la parroquia de Santiago (1501), el hermoso convento de Santa Clara (1515, pero fundado en 1487), y diversos santuarios y ermitas, entre ellas la muy airosa de Santa María del Val, a la que siguieron San Lázaro, San Roque, Santa Rosa, junto con el Ángel de la Guarda, y el convento de Santa Úrsula. De los hospitales, los más antiguos eran el de Santa María de la Rica (1322) y el de Luis de Antezana (1483). Asimismo ganaba en antigüedad a los colegios, después de los menores, el celebérrimo Trilingüe, fundado por el Mayor en 1528, que en 1557 se edificó en otro lado. Constaba de treinta colegiales pobres, doce de latín, doce de griego y seis de hebreo. Usaban manto morado, luego azul, con beca de grana color carmesí, beca los bachilleres y capirote los licenciados. Siguieron el colegio de Trinitarios Calzados (1525), el primero que se incorporó a la Universidad, el de Santiago (1528), y el de [240] Santo Tomás (1529), desaparecido pronto para construirse de nueva planta. No había más colegios ni conventos en el momento de nacer MIGUEL DE CERVANTES, con excepción del de la Compañía de Jesús (1546), cerca de la ermita de los Doctrinos, donde permaneció hasta 1549, en que se mudó al espléndido edificio de la calle de los Libreros; pero en seguida se fundaron: el de San Felipe Neri, o del Rey (1551), en que estudió don Francisco de Quevedo, cuyos colegiales usaban manto de paño pardo y beca azul turquí; el de San Juan Bautista, o de Vizcaya (1563), manto y beca blancos; el de los Manriques (1570), donde asistió Lope de Vega, que llevaría hábito negro con mangas y capirote de paño; el de Carmelitas Descalzos, fundado en el mismo año; el de dominicos de la Madre de Dios y el de Franciscanos Descalzos (1576); el de Carmelitas Calzados (1577); el de Lugo (1578), manto encarnado, capirote de paño y beca; el de Mena (1582), manto de paño con manchas; el de San Clemente (1598), manto y beca de paño buriel; y, en fin, el de Tuy, el de León, el de San Nicolás de Tolentino, el de la Merced, el de Capuchinos (1618), que no se trasladó a la calle de Santiago hasta 1659; el de Santa Justa y Rufina, el de Aragón, el de Irlandeses, el de Santa Balbina, el de San Isidoro, el de San [241] Cosme y San Damián, el de Agustinos Calzados, el de Caraciolos, el de San Eugenio, el seminario de la Concepción, el de Nuestra Señora del Prado, etc.

Alcalá de Henares. -Sitio donde una falsa tradición coloca la casa en que nació CERVANTES. [240]

Era una gama completa de colores la visión conjunta de los distintos colegiales, que, desde el morado severo establecido para los mantos y becas por el insigne Cardenal, había ido pasando al azul celeste, al azul turquí, al blanco, al negro, al pardo, al carmesí, hasta desembocar en el encarnado rabioso, con beca morada y bonete negro cuadrado, de los del Colegio de Málaga (1610), superado todo por los del de Santa Catalina, o de los Verdes (1626), con su manto verde, beca color de rosa y bonete negro. ¡Lindos estarían! Sin duda buscaban la competencia con el atuendo de papagayo de los soldados. Era achaque de la época la profusión de colorines (¡para que historiadores de luto hablen de los siglos negros!), y de aquí podemos inferir el espectáculo abigarrado y único de aquella enorme grey estudiantil en las calles de Alcalá.

Alcalá de Henares. -Detalle del Paraninfo de la Universidad. Todavía crecieron los conventos y hospitales: el de la Concepción, de que se hace particular referencia; el de los Mínimos, el de Corpus Christi, el de las Bernardas, el de Agonizantes, el de las Magdalenas, el de Recogidas, el hospital titulado convento de San José y San Juan de Dios, etc. Pero con ser tan intensa la vida religiosa, ella misma, y con ella toda Alcalá, supeditábase por completo a la vida estudiantil. El año escolar se contaba desde la festividad de San Lucas, 18 de Octubre. En tal fecha dábanse edictos, firmados por el rector de la Universidad y refrendados del secretario, en las dos puertas principales del insigne Colegio de San Ildefonso, por los que se mandaba a todos los estudiantes graduados o no, que se matriculasen dentro de los seis días siguientes, so pena de no valerles [243] los cursos. Habían de jurar obediencia al rector in rebus licitis et honestis, conforme a las constituciones.

Alcalá de Henares. -Patio de la Universidad con la estatua del fundador, Ximénez de Cisneros. [242] Si el escolar, por ejemplo, era de Artes (la matrícula más socorrida) y aspiraba a graduarse de bachiller, había de aprobar cuatro años. En el primero solía estudiarse la Lógica Parva por el libro de Pedro Hispano. El segundo se dedicaba a la Magna de Aristóteles, y leíanse sus Antepredicamentos y Predicamentos, Perihermeneias, Posteriores, Tópicos y Elencos, sin contar los Predicables de Porfirio. Se invertía el tercer año en la Física, o Filosofía natural, del mismo Aristóteles, y se remataba el último curso con sus Metafísicos, el cual podía ganarse desde San Lucas a la Purificación de Nuestra Señora. En esta fiesta daban ya principio las tentativas de reválida. Para la licenciatura se oían seis libros de Filosofía moral, y en el día de San Ambrosio comenzaban los exámenes. Las Matemáticas estudiábanse por Euclides, Tolomeo, Alfonso el Sabio, Gema Frigio, Oroncio, Sacrobosco y Curbaquio. A fines de Marzo tenían lugar dos conclusiones públicas, a estilo de la Universidad de París.

¡Noche memorable aquella en que se conferían los grados! Recibíase la licencia en el templo colegial de San Justo y Pastor. Sentados los aspirantes, el canciller suscitaba una cuestión expectatoria, a la que respondía el segundo de los bachilleres. Cuando concluía, el primero pronunciaba una elegante oración en alabanza de las artes liberales. Cerraba el acto, con igual elocuencia, el canciller, que les recibía juramento y hacía licenciados en virtud de facultad apostólica. Dábanse gracias a Dios y un hacha de cera al canciller, amén de propinas al rector, catedráticos, examinadores, secretarios, bedeles, maestro de ceremonias y contador. Entregábanse, además, algunas monedas para las arcas del colegio de la Facultad y de la promovida beatificación de Cisneros, y nueve florines de derechos. Y solemnizábase todo con música de ministriles, trompetas y atabales. Los escolares suspensos, escurríanse por la puerta excusada de un patio, que todavía se muestra en el Colegio Mayor. Pero la Universidad de Alcalá, si más pobre, era más estudiosa, más renacentista, para decirlo exactamente, que la de Salamanca. Aquí no se dio nunca aquel deprimente adagio: Graecum est: non legitur. Era de ver el enjambre estudiantil saliendo de los colegios mayores y menores, detenerse formando grupos o reunirse de dos en dos. Unos repasan la lección en medio del peristilo, otros discuten entre sí. Éstos permanecen parados, aquéllos pasean. El ruido de las disputas, el murmullo de las voces atruena el amplio patio central, todo de piedra, y repercute en los claustros bajo y principal, sostenidos por bellas columnas dóricas; o [244] en el incomparable Trilingüe, construido por Pedro de la Cotera, que da entrada al Paraninfo. A todos les enciende el ardor por conquistar los mejores puestos. Los regentes o maestros (como se llamaba a los profesores) daban tres lecciones de a hora cada día, tenían dos reparaciones y conclusiones de treinta minutos, y habían de estar al poste oyendo las dificultades y preguntas que les formulaban. Aguzábanse los entendimientos más torpes y convertíanse en sutiles y profundos, con tantos ejercicios orales, tantas cuestiones, tantas argumentaciones, réplicas, contrarréplicas, defensas y pruebas de todo género. La Universidad dispone también de teatro escolar. En él se iniciarán los futuros actores y dramaturgos, y él contendrá en germen las conquistas posteriores del teatro público. Anejada por Cisneros al Colegio Mayor, como prolongación de él, se alza una iglesia, que, entre todas las de Alcalá, ha de llamar preferentemente nuestra atención: aquella en que recibió aguas bautismales nuestro inmortal MIGUEL. No salió CERVANTES alumno de esta Universidad, porque los genios desafían las Universidades; pero salió cristiano de un anejo de ella. La iglesia de Santa María era en lo antiguo muy diminuta y distante del comercio. Lindaba al Oriente con la muralla, cerca de la Puerta de Guadalajara, que después se llamó de los Mártires. Al trasladarse a la ermita de San Juan de los Caballeros en la Plaza del Mercado, retuvo su primitivo título de Santa María la Mayor y quedó de parroquia (1449), dejándose entonces a la antigua iglesia parroquial como ermita con título de Santa María de Jesús.

En 1547, la capilla mayor (la mejor y más capaz de la iglesia) sólo tenía un altar. Era fundación y entierro de Luis de Antezana, donde yacían su cadáver y el de su esposa doña Isabel de Guzmán, al lado del Evangelio: sitio el más retirado del templo, con poca luz. Ya adelantamos que la ermita de San Juan de los Caballeros, ampliada al trasladarse a ella Santa María, era de tanta antigüedad, que se menciona en 1268. El incendio y destrucción que sufriera en 1936, lo mostró claramente, por el trozo de tapia antiquísima que dejó al descubierto. Toda esa parte de la parroquia, antes ermita (la mitad de la iglesia, poco más o menos), se hallaba tan ruinosa y ruda por los días del bautizo de MIGUEL, que desde 1550 comenzó a derribarse, y los entierros de la capilla mayor se trasladaron a capillas particulares y nichos. Entonces los herederos de Antezana edificaron de nuevo su capilla y entierros en 1550, componiendo y añadiendo la capilla mayor vieja y retirando de ella los sepulcros que había. Otros sepulcros quedáronse en lo escondido de la parte edificada y renovada. Se tapó la capilla del Relator u Oidor (donde coloca [245] la tradición la pila de bautismo de CERVANTES) y quedaron los vestigios de una que fue capilla de San Juan. En fin, dejose tapiado, como escribe Portilla, «lo que no tuvo algún interesado en ello».

Alcalá de Henares. -Ruinas de la iglesia de Santa María la Mayor, donde fue bautizado CERVANTES. Así estaban el 9 de Diciembre de 1940, fecha de la fotografía.

Y yo pregunto: ¿es posible que la pila donde fue bautizado CERVANTES permaneciera en 1547 en una capilla ruinosa como la del Relator? Lo lógico es que trasladasen la pila bautismal (si allí se encontraba) a sitio más seguro, como forzosamente habrían de hacerlo en 1550, pues la capilla quedó tapiada. Así, dudo que en ella estuviese entonces la [247] pila bautismal. Y desde luego puede tenerse por seguro que, a lo menos, su hermano Rodrigo no recibió aquí las aguas regeneradoras.

Alcalá de Henares. -Capilla del Oidor y pila bautismal de CERVANTES, tal como se conservaban en los siglos XVIII y XIX. (Grabado de La Ilustración de Madrid, año 1872, pag. 110.) [246]

Alcalá de Henares. -La capilla del Oidor y la pila bautismal de CERVANTES, según fueron restauradas por el arquitecto Luis María Cabello Lapiedra en 1905, y destruidas en 1936. Prosiguieron los trabajos de reedificación, y por el año 1553 se intentó convertir la iglesia en templo grandioso con las limosnas recogidas de particulares, de la Universidad y del Ayuntamiento. Según Portilla (Hist. I, página 239), «sólo tuvo efecto la capilla y lo correspondiente a ella de las dos naves que la cogen en medio, porque habían de ser tres...;

trájose toda la piedra, que es blanca, de la cuesta Zulema y se labró de sillería hasta la altura, que es mucha; el celo de su buen cura, don Diego Álvarez, suplió no ha mucho la deformidad que hacía lo antiguo..., poniendo en su lugar, de obra moderna de yesería, lo que, aunque no corresponde a la planta empezada..., hace un conjunto muy digno de verse». La torre, de principios del siglo XIX, es del peor gusto. En 1905, con motivo del tercer centenario de la publicación del Quijote, la capilla del Oidor, de lindo estilo mudéjar, fue artísticamente restaurada por el arquitecto don Luis María Cabello Lapiedra. En 1936 (y pena grande es volverlo a recordar), la revolución, que destruyó todos los templos de Alcalá de Henares, incendió igualmente Santa María; redujo a pedazos la pila famosa, y de la iglesia no quedaron en pie sino las paredes maestras y la torre. Las fotografías que acompañan el texto ilustran suficientemente sobre el estado antiguo de la capilla del Oidor, sus modificaciones, las ruinas del templo al correr de los años y la reedificación de aquélla. Se ha construido una nueva pila, pero sin ningún material de la anterior. Hoy Alcalá sólo es sombra de lo que fue. La decadencia general de España, profetizada ya a principios del siglo XVII por el cardenal Sandoval [249] y Rojas; visible desde mediados del mismo; en precipitación vio lenta durante todo el siglo XVIII y tiempos posteriores, alcanzó de lleno a Compluto. La proximidad de Madrid; el incumplimiento constante, tanto por el Colegio Mayor como por la Municipalidad, de lo ordenado en sus estatutos o convenido en las concordias; el desmesurado aumento de la población monástica, que producía la disminución de la ciudad y el daño de los colegios menores y seglares (algunos de los cuales habían cerrado ya sus puertas), todo fue causa de que la villa, tan populosa dos siglos antes, en Julio de 1766 contara solamente con la espantable cifra de mil veintitrés vecinos; y que la Universidad, de su floreciente legión de siete mil estudiantes, no tuviera en 1786 sino cincuenta y dos matriculados.

Alcalá de Henares. -La iglesia de Santa María, en derribo sus ruinas (Agosto de 1947). [248]

Alcalá de Henares. -Puerta del claustro del Palacio arzobispal, Archivo Central y de Protocolos, destruidos por un incendio en 11 de Agosto de 1939. Poco a poco fue reponiéndose Alcalá, y ya parecía levantarse, cuando la guerra civil le asestó tan duro golpe. Pero deber es de España que la ciudad mártir surja de nuevo como merece, por haberle dado tantos días de gloria y ser la cuna del más grande de sus hijos. Ciudad que produjo a CERVANTES y al Arcipreste de Hita, y de cuyo seno universitario salieron diez y ocho cardenales de la Iglesia romana, veintinueve asesores del Tridentino, gobernadores de Castilla, arzobispos, santos, prebendados ilustres, médicos insignes, consejeros de España y genios de las letras, viva perenne. Aun despojada de su Universidad (transferida a Madrid por decreto [251] de 29 de Junio de 1821 y definitivamente en 1836), aun sin templos y sin archivos, Alcalá puede competir todavía con las mejores ciudades españolas. Su censo alcanza hoy la cifra de 18000 habitantes, su agricultura es prospera; sus

medios de comunicación, numerosos; sus calles, un centenar, amplias y limpias; sus parques y jardines, incomparables; su cielo, purísimo; su cortesía, única.

Alcalá de Henares. -Restos de la iglesia de Santa María en reconstrucción para reedificar la capilla del Oidor. [250] Volvamos ahora a 1547, cuando la villa se rige por su nuevo Fuero de 6 de Febrero de 1509. En él se dispone que los jornaleros y collazos (mozos de labranza) vayan a su trabajo hora y media después de salir el sol hasta que se ponga, pena de perder el jornal; se prohíbe el juego de naipes a dinero seco, a no ser cosa comestible moderada, y se veda totalmente el de los dados. Mas «allá van leyes»..., etc. Las de Cisneros respecto de este punto, dijéranse letra muerta para los estudiantes. El vicio sentó allí pronto su real; y mientras los primeros lloros de MIGUEL se dejaban sentir en la calle de la Imagen, muy cerca, junto al arco de la Puerta de Santiago, tenía Vilhán altar de privilegio. Las pendencias y estocadas nocturnas sonaban frecuentes, y alguna vez sería llamado el zurujano Rodrigo de Cervantes para entablillar un brazo roto, aplicar vetosas o sanguijuelas, o tomar la sangre a tal o cual herido. La mancebía no faltaba. Valía a cuarto, y hervía siempre de estudiantes, rufianes y pícaros, con su cortejo de daifas. Años después la recordaba Quevedo: ...Dios perdone al «padre» Esquerra, pues fue su paternidad mi suegro más de seis años en la «cuexca» de Alcalá, en el mesón de la ofensa, 5 en el palacio mortal, en la casa de más «cuartos» de toda la cristiandad... Y en otra jácara -que yo publiqué primeramente- narra una escena atroz allí ocurrida. Al olor estudiantil, los mercaderes, cambios, prestamistas y usureros (que todo es lo mismo) prosperaban. También había copia de otra gentuza (oigamos aún a Quevedo), «de los que creen en Dios por cortesía, o sobre falso: moriscos los llaman en el pueblo, que hay muy grande cosecha [252] desta gente y de la que tiene sobradas narices y sólo les faltan para oler tocino». Y agrega, en elogio de los caballeros de Alcalá: «Digo esto, confesando la mucha nobleza que hay entre la gente principal, que cierto es mucha». Los moriscos tenían a su cargo las posadas, mesones y ventas. Era famosa por sus latrocinios la de Viveros, en el camino de Alcalá a Madrid, cantada satíricamente por Juan Ruiz de Alarcón: Venta de Viveros, dichoso sitio, si el ventero es cristiano y es moro el vino. Sitio dichoso, 5 si el ventero es cristiano

y el vino es moro.

Alcalá de Henares. -Escalera del Archivo Central y de Protocolos, donde desapareció una riquísima documentación cervantina en el incendio de 11 de Agosto de 1939. La visitaban mucho los estudiantes, como se colige de Luján de Sayavedra: «Lo que por aquí adquiría gastaba en meriendas a Nuestra Señora [253] del Val y viajes a Madrid con algunas hembras y otros mancebitos de tan buenas costumbres como yo, Venta de Viveros y juego largo». Los judíos vivían en la calle Mayor y sitios adyacentes. Cerca tuvieron antaño la Sinagoga (o Sinoga, como la llamaban), frente al hospital de Antezana.

Alcalá de Henares. -Ermita de Nuestra Señora del Val, construida sobre los cimientos de la antigua, evocadora de la vida estudiantil en los siglos clásicos. Nadie ha escrito con tanto garbo como Quevedo en su Buscón las travesuras de los estudiantes en Alcalá. Mas nadie tampoco ha evocado la dulzura de aquella vida con el primor y delicadeza que Mateo Alemán en su Guzmán de Alfarache. Para él no hay existencia más sosegada, más libre, más entretenida, más gustosa. El estudiante va recapacitando por la fresca ribera del Henares sin sentir soledad. Si quiere amigos, halla los que ha menester. Si le apetece la bulla, ninguna fiesta se igualará con el correr de un pastel, rodar un melón o volar una tabla de turrones. Puede dar una música o una matraca, gritar una cátedra o levantar en el aire una [254] guerrilla. Porque nada se hace en el mundo con el encanto que en las escuelas de Alcalá. Ni existen ingenios tan floridos en artes, en medicina, en teología. ¡Los ejercicios de los colegios Teólogo y Trilingüe! ¡La hermandad de todos y el buen trato! Y ¡qué disciplina en la música, en las armas, en danzar, en correr, saltar y tirar a la barra! Allí se hace de obispillos, se da la novatada, se saca la patente, no se deja libro seguro, ni manteo sobre los hombros. Si tarda el recuero, se empeñan las prendas; unas van a la pastelería, otras a la tienda; los Escotos saludan al buñolero; los Aristóteles, la taberna, y todo desencuadernado. Por lo demás, un orden magnífico: la cota aparece entre los colchones, la espada debajo de la cama, la rodela anda por la cocina y el broquel hace de tapadera de la tinaja. Rodrigo de Cervantes socorrerá alguna vez con su ciencia quirúrgica de «las cuatro enfermedades» a la mesnada estudiantil. Sino que hay tantos médicos y cirujanos en Alcalá, que la vida se le va haciendo imposible. Allí pueden medrar los facultativos ilustres, los catedráticos del Colegio Mayor de San Ildefonso, Francisco de Valles, Cristóbal de Vega y otros. Los platicantes y médicos romancistas como él, tienen poca clientela; y, sobre poca, ésta posee escasos medios para una razonable retribución, cuando no la discute. Había, efectivamente, muchos médicos en Alcalá, y más todavía apuntaban. El enjambre de doctores y licenciados llegó a ser tan terrible, [255] que los procuradores en Cortes acabaron por quejarse de que «estaba el Reino lleno de personas que curaban faltos de

letras y de experiencia, en notable perjuicio y daño de sus súbditos y naturales». No escampó, sin embargo; antes llovió en aumento. El propio MIGUEL DE CERVANTES dirá años después, en el Coloquio de los perros Cipión y Berganza, refiriéndose a Alcalá, «que de cinco mil estudiantes que cursaban aquel año [¿1605?] en la Universidad, los dos mil oían Medicina». Y comenta: «Infiero, o que estos dos mil médicos han de tener enfermos que curar (que sería harta plaga y mala ventura), o ellos se han de morir de hambre». Pero la medida de aquella excrescencia la dará también Mateo Alemán en su Guzmán de Alfarache (Parte II, lib. 2, cap. VII): «Diré aquí solamente que hay, sin comparación, mayor número de ladrones que de médicos».

Firma del doctor Francisco Díaz. (Madrid, 1.º de Abril de 1572.)

La perspectiva que se ofrecía a Rodrigo de Cervantes era, pues, trágica. Y a poco vino a agravarse con el nacimiento de Rodrigo. Fue éste bautizado en la tantas veces expresada iglesia de Santa María la Mayor (entonces en obras de reparación, como acabamos de ver) el 23 de junio de 1550, por el bachiller Juan García, y actuó de padrino de pila el doctor Gil Verte y de testigos Francisco Díaz y Pedro Vallejo. [257]

Partida de bautismo de Rodrigo de Cervantes (la última de la hoja), hermano del autor del Quijote. [256] Ignoramos quién fuera ese doctor (seguramente en Medicina) Gil Verte, así como Pedro Vallejo, quizá algún cirujano compañero de Rodrigo. Francisco Díaz podría ser (y esto sólo va a título de conjetura) el posteriormente famoso Francisco Díaz, doctor en Medicina y maestro por la Universidad de Alcalá. De todas suertes, el doctor Francisco Díaz (se trate o no de la misma persona) tuvo amistad con MIGUEL DE CERVANTES (probablemente por haberla tenido con su padre en Alcalá), quien le entregó un soneto para su obra Tratado nvevamente impresso de todas las enfermedades de los riñones, vexiga, etc. (Madrid, 1588.) En la fecha del bautizo de Rodrigo, el futuro doctor Díaz sería aún estudiante sin graduación universitaria, y por eso no consta en la partida. En caso contrario, el Francisco Díaz alude a diferente persona, sin que excluya que el doctor pudiera tener amistad con Rodrigo de Cervantes por motivos profesionales o por otra causa. Como quiera que fuese, los nombres del doctor Gil Verte, del famoso doctor Francisco Díaz, amigo de MIGUEL, y del no menos célebre Cristóbal de Vega, testigo en favor de Rodrigo de Cervantes (como vimos y veremos aún), arguyen contacto con personas de la profesión de éste, siquiera él no pasara de pobre «zurujano» y a sus amigos les levantara prodigiosamente su talento y su fortuna. Si no le ayudaron, o si su sordera, como creemos, le impidió prosperar en su arte (sólo bien retribuido cuando se trataba de doctores como [258] Miguel Juan Pascual, Julián de

Cuesta, Montemayor, Juan Fragoso, Antonio Pérez, etc.), lo cierto es que Rodrigo de Cervantes, cargado de familia y escaso de recursos, sintió la triste necesidad, para sacarla adelante, de abandonar Alcalá y buscar mejor acomodo en la Corte, a la sazón en Valladolid. A la edad de tres años y medio comenzaba ya a peregrinar (ejercicio a que estará condenado sin remisión toda la vida) MIGUEL DE CERVANTES. Veíase compelido a salir de su propia tierra, «que esta que llaman necesidad (dirá un día en el Quijote, II, XXIII) adonde quiera se usa, y por todo se extiende, y a todos alcanza».

[259] Capítulo IX Casamiento de Doña Martina de Mendoza. -Venta de la casa de Alcalá. -El licenciado Cervantes y su ama, en Córdoba. -Descendencia de Andrés en Cabra. -Desgracias de Rodrigo de Cervantes en Valladolid. -Su insolvencia, pleito y encarcelamiento. -En el arrabal de Sancti Spiritus. -Nacimiento de Doña Magdalena. -El pobre cirujano sale de la prisión. -Marcha y llega en estado lamentable con su familia a Córdoba. Sobre la determinación de Rodrigo de Cervantes de trasladarse a Valladolid, se ha escrito que pudo influir también, además de su penuria, cierto incidente sobrevenido (según parece) con ocasión de una de sus intervenciones facultativas. Encargado de la curación de un hijo del marqués de Cogolludo, suscitose disputa sobre si quedó o no curado, y el marqués se negó a satisfacerle los honorarios que le reclamaba. Como Rodrigo apeló a los tribunales, se trasladaría a Valladolid, a fin de estar más cerca del lugar en que había de administrársele justicia en sus apelaciones. Sin embargo, más poderosos motivos vemos en su situación económica. Por el cobro de unos pequeños [261] honorarios no se hace un costoso traslado a la corte, arrastrando tras sí a toda la familia. El pleito con el marqués de Cogolludo (caso de haber existido) acabaría bien o mal; pero no provocaría semejante mudanza. Otras eran las razones.

Valladolid. -Vista general de la noble villa. (Grabado del siglo XVI. -Gabinete de Estampas de la Biblioteca Nacional.) [260] Y esto nos vuelve a aquel enojoso amorío de doña María de Cervantes. Han pasado ya veinte años. Doña Martina su hija hace un buen casamiento por entonces (1549 o 1550) con el escribano Diego Díaz de Talavera. ¿Se suavizaron las relaciones de los Cervantes de Alcalá con la Casa del Infantado? No parece. Ignoramos si don Martín de Mendoza dotó a su hija y cómo o con quién se educó ésta. Que se desenvolvió dignamente, lo prueba el haberla tomado por mujer Díaz de Talavera, persona de cierto relieve en Alcalá y que, como escribano mayor de rentas del Arzobispado de Toledo, no dejaría de tratar a aquel de

quien vino a ser yerno. Y sus nietos, los Hurtado de Santarén, se gloriaron siempre de su ascendencia, no sin recurrir a la mentira de que don Martín y doña María de Cervantes habían sido casados, y de que fue al fallecer ésta cuando aquél recibió ordenes sagradas... Casada, pues, su sobrina doña Martina, Rodrigo de Cervantes se vio ante el pavoroso problema de atender a su hermana doña María, a su madre doña Leonor, a su mujer y a sus cuatro hijos (Andrés había muerto), Andrea, Luisa, MIGUEL y Rodrigo. Todos de acuerdo pensarían en el traslado a Valladolid, donde la corte abría ancho campo a las esperanzas. Para atender a los gastos del viaje e instalación, doña María, que conservaba algunos bienes de su dote, escribió a Córdoba a últimos de 1550 una carta al licenciado su padre, a fin de que le otorgase aprobación y consentimiento (como soltera, sujeta a la potestad paterna) para vender la casa, que ya conocemos, de Alcalá. El grave licenciado, con fecha 10 de Enero de 1551, le remitió licencia y facultad amplia para poder realizar la venta, que poco después se llevaría a efecto. Seguramente doña [262] María pondría al tanto a su padre de la decisión de la familia de dirigirse a Valladolid, en vista de su escasez de medios. Era quizá la primera llamada de capitulación de los rebeldes. No creemos probable que el licenciado asistiese al casamiento de la nieta. Seguía viviendo en Córdoba, muy a lo hidalgo, en su pingüe puesto de juez de los bienes confiscados por la Inquisición, con dos criados, Pedro Moñis y el negro Bernardo de Cervantes, y su fiel María Díaz. Tres meses más tarde y previniéndose contra sus herederos, otorgaba en 30 de Abril escritura de libre y finiquito a favor de su ama, por los servicios que le había prestado durante doce años en el gobierno de su casa y hacienda. Le concedía 50000 maravedís. El documento, inédito hasta ahora como el anterior, es la prueba palpable e incontrovertible de la separación que se había establecido, desde 1538, entre el licenciado Cervantes y su familia de Alcalá. Otros tres meses después, en 10 de Julio de 1551, era [265] propuesto para letrado de la ciudad de Córdoba, cargo en que se le recibió el 9 de Diciembre. La carrera del magistrado, abriéndose como un regulador, daba fin por donde había tenido principio. [266]

Licencia, inédita, dada en Córdoba por el abuelo de CERVANTES a su hija doña María para vender la casa de Alcalá de Henares. [263]

Final de la licencia anterior. [264] En cuanto a Andrés de Cervantes, no existen noticias de que por ahora visitase Alcalá. Continuaba avecindado en Cabra, donde el 27 de Marzo de 1548 había sido bautizado el primer hijo suyo y de su mujer doña Francisca de Luque, al que pusieron por nombre Juan. Andrés se hallaba en las mejores relaciones con su padre y no rompía la tradición de la casa.

Respecto de Ruy Díaz de Torreblanca, proseguía en Córdoba establecido de guadamecilero en la calle de Grajeda, y es de presumir no conservara buena amistad con el licenciado. Tal era la situación de la familia en 1551. Vendida por doña María de Cervantes su casa de Alcalá, o sea la de la calle de la Imagen, doña Leonor Fernández de Torreblanca, sus dos hijos, su nuera y sus cuatro nietos (la nieta doña Martina se quedó con su esposo), emprendieron en la primavera de aquel año su viaje a Valladolid. El cirujano sólo dejaba en Alcalá unas tierrecillas a renta. MIGUEL, a los tres años y medio de edad, hallábase bien lejos de adivinar maléficos influjos. Porque su nuevo lugar de residencia sería para él de amargura. Hacia Abril o Mayo ya estaban los Cervantes en Valladolid. Si se tiene presente que, además de corte, era la gran villa del Pisuerga una de las más populosas y ricas de España, se comprenderá bien que Rodrigo, buscando mayor campo a sus actividades quirúrgicas, decidiera probar fortuna donde tantos se dirigían. Y, en efecto, ningún lugar más a propósito parecía poderse elegir. Desde que en 1548 Carlos V llamó a su hijo el príncipe don Felipe a Flandes y Alemania, quedaron establecidos en Valladolid como gobernadores del Reino, su hermana doña María y el príncipe [267] Maximiliano, y con ellos todo lo más floreciente de la nobleza, de las letras, y de las artes. Nuestro cirujano, que arribaría con pocos maravedís. dejábase en todo guiar por su madre y hermana. Ésta llevaba la voz de la familia. Se infiere ello de que es doña María quien arrienda a Diego de Gormaz, por todo el año de 1552, una casa de dos pisos en el arrabal de Sancti Spiritus, donde establecieron los Cervantes su morada. Empero, cuando llegaron, fijarían su residencia en otro sitio, o habrían hecho con Gormaz un arrendamiento por medio año, renovándolo después.

Valladolid. -Convento de Sancti Spiritus, en cuyos arrabales, hoy completamente transformados, vivió Rodrigo de Cervantes con su familia. Sea como fuere, las ocho personas se distribuyeron en la casa en dos grupos: Rodrigo, con su mujer y sus cuatro hijos, ocupó el piso bajo; y doña María de Cervantes y su madre, el otro. Como siempre vivieron juntos, es lógico que a Rodrigo, a pesar de su gran penuria, le siguieran su madre y hermana. ¿Con qué medios contaban en la corte? Con las ganancias del cirujano. No ha faltado quien asevere que doña María vivía, como dicen, por su pico. Y si esto fuera así, prestaríase a delicadas consideraciones, que pudieran justificar la actitud y apartamiento del licenciado Cervantes. Pero yo no lo creo. Antes, por el contrario, era él hombre de pocos escrúpulos. Ella contaba inicialmente con el producto de la venta de su casa de Alcalá. Instalada la familia, Rodrigo debió de soñar con seguros acrecentamientos, pues apresurose a tomar un sirviente, Cristóbal de Vegil, mozo [268] de veinte años, y trató de ejercer su

cirugía. Pronto, no obstante, hubo de verse defraudado en sus esperanzas. En Valladolid, si la población era numerosa y llena de animación y vida, la clientela ofrecíase difícil para un forastero. Allí abundaban también, más que en Alcalá, como corte, los cirujanos famosos. A los pocos meses de llegar se halló tan sin recursos, que, para solventar su situación, tuvo que recurrir a una mohatra, esto es, a tomar un préstamo encubierto bajo el disfraz de venta, ardid empleado a menudo por los usureros. En 5 de Noviembre de 1551 suscribía una obligación, en que, bajo la fianza de su hermana doña María y de cierto Pedro García, calcetero, hechura del prestamista, comprometíase a pagar a éste, de nombre Gregorio Romano, el día de San Juan del año venidero, «cuarenta e cuatro mil e cuatrocientos e setenta e dos maravedís de la moneda usual, los cuales son por razón de cuatro candeleros, dos grandes y dos pequeños, e cinco tazones, dos encajados e otro acucharado, e un bernegal e una calderica, todo ello de plata, que pesó todo ello diez e siete marcos menos un real, a dos mil e docientos e diez maravedís el marco, e los maravedís restantes son de la hechura de la dicha plata...».

Valladolid. -Portada del Palacio Real, del siglo XIII, modernamente Monasterio de las Huelgas.

No se explicaría, a no llevar encubierta la mohatra, que el pobre Rodrigo de Cervantes hubiera menester candeleros, tazones, bernegal y calderita, precisamente de plata, como un ricachón. En nuestros tiempos esa compra se habría achacado a la necesidad de establecer una clínica lujosa, un salón de consulta o un despacho fastuoso para atracción de clientela. Estos [269] métodos de propaganda desconocíanse entonces. Los lujos del médico de facultad (y Rodrigo no lo era) consistían en ir a visitar montado en excelente mula, en llevar sus guantes doblados y el imprescindible sortijón en el pulgar, con piedra tan grande, que, como decía Quevedo, «pronostica al enfermo la losa». A los platicantes se les conocía inmediatamente, según el mismo Quevedo, en que iban a pie. Y no daría la profesión para otra cosa, cuanto más para utensilios de plata. A buen seguro que aquellas piezas ni las tomó en sus manos Rodrigo; antes las vendería al propio acreedor; y así, los 44400 maravedís quedarían bien mermados. En eso estribaba el negocio del prestamista. No deja, por cierto, de llamar la atención, el que doña María de Cervantes saliera fiadora mancomunadamente con Pedro García. Quizá ella tuviese amistad con él, que se ofrecería como fiador principal (ya lo había sido en otra ocasión), dispuesto a pagar, si no lo hacía Rodrigo. García buscaría a Gregorio Romano, amigo suyo sin duda. Y una ruptura de la amistad entre ambos fiadores provocó el pleito que habría de sobrevenir al incumplimiento de la obligación. Si así ocurrieron las cosas, la mohatra cambia de aspecto, el préstamo subsiste; pero la venta que lo encubre se realiza sin quebranto para el deudor. Llegó el día de San Juan de 1552 y, con él, el término de la obligación suscrita. Rodrigo de Cervantes no pudo pagar. Su situación y la de su hermana eran ya tan angustiosas, que precisamente entonces vencía el primer medio año del arrendamiento de la casa, y tampoco les fue posible satisfacer los veinte ducados de la renta. Juntáronse, pues, dos acreedores:

Gregorio Romano y Diego de Gormaz. A éste le fueron pagando en prendas (malvendiendo el ajuar de la casa) doña María y su madre. Surgió luego en Pedro García el tercer acreedor, que ya había embargado a Rodrigo por una deuda precedente. En 2 de Julio de 1552 y ante el doctor Rodríguez de Cabrera, teniente de corregidor de Valladolid, Gregorio Romano presentó la obligación impagada de Rodrigo, y pidió se le pusiera preso y se embargasen sus bienes y los de su fiadora doña María, lo que se llevó a efecto inmediatamente. Preso en la cárcel pública, recordó haber un recurso legal, muy usado, para pedir la excarcelación: el de alegar hidalguía, y lo llevó a la práctica. A este fin, Francisco de Pedrosa, procurador en su nombre, adujo ante el mismo teniente de corregidor que su parte no podía estar preso por deuda, por ser hombre hijodalgo, y solicitó su soltura con fianzas de la haz por treinta días, para hacer la probanza y pagar a los contrarios. Pero como Gregorio Romano no veía posibilidad de cobrar si su deudor salía de la cárcel, se opuso a la excarcelación y procuró retardarla por cuantos artilugios, trampas y marrullerías emplean los que acertadamente denomina [270] Rodríguez Marín «monederos falsos del Derecho»; y cuando su venganza no pudo más (que trazas de ella tenía su proceder), vino en su auxilio el calcetero Pedro García, compinche suyo y fiador y acreedor de Rodrigo, con toda la estela de complicidades y desafueros escribaniles. Dos días después de la prisión, el teniente de merino mayor de Valladolid, García de Medina, procedió a embargar los bienes de Rodrigo de Cervantes y los de su hermana. Ante el escribano Francisco Mateo de Morillas y en presencia de varios testigos, presentose en el piso bajo de la casa del barrio de Sancti Spiritus (extramuros de la villa) y trabó los bienes siguientes: Primeramente, una manta frazada blanca. -Otra colorada. Más cuatro sábanas. -Más otras dos mantas frazadas viejas. -Más tres almohadas de cama, las dos llanas y la una labrada. -Más unas calzas amarillas. -Más un jubón blanco. -Más un sayo pardo, viejo. Más cuatro colchones. -Más un repostero, con las armas de un castillo y unas cruces. -Más un tapiz de verdura. -Más una alhombrilla. -Más un chapeo de terciopelo con un cordón de seda. -Más unos zapatos de terciopelo. -Más otra alhombrilla vieja. -Más cuatro almohadas de estrado. -Más una silla de cuero. -Más tres libros, el uno de Antonio, y el otro de Prática de zurugía, y otro Libro de las cuatro enfermedades. -Más una espada. -Más un cofrecillo de joyas. -Más unas chinelas de raja. -Más una vihuela. -Más otra almohada de cama con su lana. -Más una arca con las cosas siguientes: una capa negra llana y un sayo de lo mismo, aforrado de tafetán -Más ocho servilletas de mesa. -Más un jubón blanco. -Más una caja de cuchillos dorados. -Más dos sábanas y una tabla de manteles. -Más otra almohada -Más unos zaragüelles de lienzo, viejos. -Más otra almohadica pequeña. -Más otra almohada labrada de colorado. -Más dos toballetas de lienzo. -Más un Niño Jesús en una caja de madera. -Más un sayo de tafetán acuchillado. -Más una mesa de nogal con sus bancos -Más dos sillas de caderas, quebradas. -Más un banco de sentar, de pino. -Más otros tres colchones, buenos. -Más otra manta frazada, buena. -Más dos sábanas de Ruán. -Más dos almohadas de cama, blancas. -Más una manta de piel, vieja. [271] Notemos que sólo había para sentarse tres sillas, dos de ellas rotas, y los bancos de nogal y pino, que ocuparían MIGUEL, Luisa y Andrea. La almohadica pequeña destinaríase a Rodrigo. Tampoco había sino una mesa. El ajuar era pobre, verdaderamente. Tal vez

algunos muebles fueran previsoramente escondidos a los efectos de un embargo que se venía encima. Las armas del repostero, ¿eran de los Torreblanca? De los Mendoza, no. Un escudo de piedra, con dos castillos y dos cruces, hemos visto en Alcalá. Parece sea el mismo del repostero. Mas la propiedad de este blasón no corresponde a los Cervantes. Quedó por depositario de los efectos embargados un Galaor de Villagra, y actuaron de testigos dos calceteros, uno de ellos hijo de Pedro García, que se llamaba como su padre y tendría parecidas intenciones. Al día siguiente, el mismo merino, o su compañero Juan de Durango, subió al piso de doña María y embargó todos sus bienes, metiolos en una cámara y cerro la puerta. Afortunadamente, doña Leonor de Torreblanca, viendo el día 4 el embargo de su hijo, prevínose nombrando procuradores al referido Francisco de Pedrosa y a Juan López, con plenos poderes para oponerse al secuestro, alegando que aquellos bienes eran suyos y no de doña María. Por dicho poder venimos en conocimiento de que doña Leonor, que se llama «mujer del licenciado Cervantes, ausente», no sabía firmar. Por la petición de Pedrosa nos enteramos de otro pormenor más interesante, a saber: que la belleza de doña María conservaba en la cuarentena tal frescor juvenil, que el procurador podía declarar ante el teniente de corregidor ser la hija de su parte menor de edad (!), y sin bienes ningunos de los embargados. Los testigos Francisco de Toyuela, de Alcalá, y Cristóbal de Vegil, criado de Rodrigo, depusieron en favor de doña Leonor de Torreblanca, diciendo el primero: que los bienes embargados eran de ésta, por haberlos visto tener en su casa por suyos, pues si fueran de doña María de Cervantes, él lo supiera, «por la conocer e tratar». Cristóbal afirmó lo propio y que doña Leonor se aprovechaba de ellos «de más de un año a esta parte» (que nos suministra la fecha de su entrada al servicio del cirujano), pues si perteneciesen a su hija, él no podía ignorarlo, «porque la trata e conversa». En vista de lo cual, el teniente de corregidor «mandó que, dando fianzas la dicha doña Leonor de Torreblanca de que los bienes que le fueron embargados son suyos y no de doña María de Cervantes», se le entregaran. Salió como fiador un García Alonso, frenero, que no sabía firmar, pero bendito sea, y el embargo se declaró nulo. Afortunadamente, pues, los hijos de doña Leonor de Cortinas, MIGUEL entre ellos, y ella misma, a la sazón en el octavo mes de embarazo, pudieron subir al piso de la abuela y descansar en casa amueblada. Mas ¡cuán pobre sería! ¡Qué miserias y hambres habrían de pasar! Tres [272] mujeres solas, sin recursos, con cuatro niños a quienes dar el sustento (y otro a punto de venir), no harían de aquel hogar una morada apacible. Porque en la casa donde falta el pan, todos gritan..., y todos tienen razón. El genial arrapiezo no recordaría estos días trágicos del embargo y prisión de su padre; pero ¡cuántas veces, al correr de los años, los oiría referir! Nos lo imaginamos entonces como un chiquillo gracioso, zopitas de pronunciación, que juega en el arrabal de Sancti Spiritus y llora mucho, pidiendo pan.

Valladolid. -Ventana de la casa donde nació Felipe II. Las esperanzas de Rodrigo en la cárcel, como todas las suyas, fueron desvaneciéndose. La alegación de hidalguía para su soltura progresaba poco, a causa de la malquerencia de

las partes contrarias. Era hombre, en verdad, de mala suerte. En todo el proceso no se habla nunca de su profesión de cirujano. O no llegó a ejercerla en Valladolid, o no le convenía ahora alegarla, en que había de demostrar ser hidalgo de casa y solar conocido. Los hidalgos podían ser pobres (casi todos lo eran), pero su calidad de nobles perdíase en ciertos oficios. No se abajó el suyo a manual, ciertamente. Y, sin embargo, ¡cuánto se le acercaba! En 8 de julio volvía a insistir Francisco de Pedrosa ante el teniente de corregidor que decretase la soltura del preso y revocase el embargo, porque «es hombre hijodalgo notorio de padre y abuelo de solar conocido y devengar quinientos sueldos al fuero de España», y en 11 del mismo mes acusaba la rebeldía de los contrarios, pidiendo que el pleito se diera por concluso y se recibiese a prueba. Por fin el teniente, obrando en justicia, lo dio por tal y recibió a las partes, juntamente, a prueba, con término de seis días. Acto seguido, Pedrosa [273] presentó un interrogatorio para que por él fueran preguntados los testigos de la parte de Rodrigo de Cervantes. La pieza, de un interés capital en materia cervantina, esclarece infinitos puntos oscuros de la ascendencia paterna del Príncipe de nuestros Ingenios y abre canceles para la investigación de otros. Los testigos, que depusieron en 13 de Julio ante el escribano de Su Majestad, fueron: el mencionado Francisco de Toyuela, Juan Sánchez de Lugo, Juan de Oviedo y Diego de Frías, todos vecinos de Alcalá y estantes en Valladolid, y Rodrigo de Vivero y Diego Tarancón, vecinos de Salamanca, también estantes en Valladolid. Algunas de sus manifestaciones, por haberse recogido en anteriores páginas, las eludiremos ahora. Toyuela, después de prestar juramento, como hicieron todos, dijo tener treinta y dos años y que conocía desde más de diez y seis al licenciado Cervantes y a su hijo Rodrigo, los cuales había visto estar en posesión de hombres hijosdalgo y caballeros en la ciudad de Guadalajara y en la Villa de Alcalá, y tener oficios honrados, que no se dan a personas pecheras. Otro tanto declaró Juan Sánchez de Lugo, de más de treinta años de edad, añadiendo haber oído decir que el licenciado perteneció al Consejo del duque del Infantado en Guadalajara, y que Rodrigo su hijo lo era de legítimo matrimonio. Diego de Frías, de cincuenta y cinco años, abunda en iguales manifestaciones. Conoce a los aludidos, de habla y conversación, desde hace diez y seis años, siempre reputados como hijosdalgo notorios; ha visto jugar cañas al litigante en Alcalá, «e a otro su hermano que es muerto, e jugar sortija, con caballos buenos e poderosos, como tales caballeros», y que «es público e notorio e pública voz e fama». Sobre el licenciado sabe que «siempre le han dado oficios en ciertas ciudades e villas por Su Majestad, de cargos de juez de los bienes confiscados por la sancta Inquisición, los cuales oficios no se dan a personas que no sean hijosdalgo e hombres de buena parte y conciencia, ni pecheros, ni que tengan raza ninguna de judíos, e que aún hoy día reside Juan de Cervantes en el dicho oficio en la ciudad de Córdoba e siempre ha sido proveído para tales cargos». Juan de Oviedo, de más de cincuenta años, repite lo de los anteriores, sin añadir novedad. Rodrigo de Vivero, de más de treinta, se atiene asimismo a las afirmaciones antecedentes, con sólo esta variación: que conoce a Rodrigo de más de quince años a aquella parte, «por vista e habla e trato e conversación que con él y con sus hermanos y padre ha tenido estando en la villa y estudio de Alcalá de

Henares»; que a Juan de Cervantes y a Rodrigo los ha visto comúnmente reputados en Alcalá, «donde viven o residen, en posesión, vel casi, de hombres hijosdalgo notorios»; y respecto del abuelo del litigante, aunque el testigo no lo conoció, oyó decir que «era hijodalgo igualmente. Diego Tarancón, de treinta y cinco años, insiste en los mismos puntos relatados. [274] De las seis preguntas del interrogatorio, a una solamente se excusan los testigos, a la cuarta: si saben que Rodrigo de Cervantes, abuelo del que litiga, se casó «con doña Catalina de la vera» (es un lapsus del escribano, por Cabrera, como se colige de otro interrogatorio, que seguirá). Unos exponen que lo han oído decir, y otros que lo ignoran, por no haber conocido a dicho abuelo.

Valladolid. -Iglesia de Santa María la Antigua, del siglo XIII, hace años parcialmente derribada. La prueba, pues, era absolutamente favorable para la pretensión del encarcelado. Mas Rodrigo quería continuarla en Sevilla, en Alcalá «y en otras partes del Reino» (ardid para abandonar pronto la prisión y atender a la familia), y, siendo breve el plazo de seis días concedidos, Pedrosa pidió el 16 de Julio se prorrogase el término de la probanza por veinte más. Le fue otorgado. Al mismo tiempo, Rodrigo, con el apoyo de la prueba precedente, dirigía una súplica a los tribunales, que conviene transcribir íntegra, por revelarnos el pueblo de su naturaleza y otras circunstancias de interés. «Muy poderosos señores: Rodrigo de Cervantes, preso en la cárcel pública desta villa a pedimyento de gregorio Romano e pero garcia, vezinos desta villa, por cierto enbargo que en my hizo por quantia de quarenta e tantas myll maravedis que yo les debo por una obligaçion, e yo no tengo en esta villa ny casa, porque yo soy natural de alcala de henares e yo tengo en ella y en otras partes my hacienda para poder pagar a las partes contrarias, porque la renta que tengo es para pan cogido, y les he Rogado que me esperen hasta que lo cobre, e por me molestar no lo an querido hazer, e yo tengo alegado ser hombre hijo dalgo e tengo dada ynformaçion dello. A vuestra alteza pido e suplico me mande dar en fianças [275] de la haz por treynta dias, porque en este tiempo yo pueda cobrar mi Renta e pagar a las partes contrarias, en lo qual vuestra alteza admynystrará justicia e a mi hará señalada merced, e para ello el Real ofiçio de vuestra alteza ymploro». En 19 de Julio insistía en que se le soltara, «o, a lo menos, me manden dar en fiado de la haz por treynta o quarenta dias». A todo esto, el 22, jueves, daba a luz doña Leonor de Cortinas a su hija Magdalena, que luego se apellidará de Sotomayor, Pimentel de Sotomayor o simplemente de Cervantes. Se le pondría este nombre en atención a la festividad de Santa María Magdalena, como sucedió con su hermana Luisa por haber venido al mundo el día de San Luis de Francia. Porque Magdalena no es nombre de tradición cervantina. Sería bautizada (cuando lo fuese) en la parroquia de San Andrés o en la de San Ildefonso, que correspondían al barrio en que

moraban los Cervantes. Desgraciadamente, los libros de bautisterio de ambas parroquias no alcanzan a 1552. Nuevo motivo de dolor acarrearía a Rodrigo este acontecimiento, fausto si estuviera libre. En verdad, doña Magdalena nacía bajo fatídica estrella, que le persiguió siempre. En 27 de Julio, el declarado hijodalgo sin servirle de provecho, desesperado ya, renunciaba, por intermedio de Pedrosa, a «hacer su probanza en la ciudad de Córdoba y en otras partes». Pero Gregorio Romano, por dañarle y prolongar su encarcelamiento, no se apartó del término probatorio; y para gozar de él, pidió con fecha 28 que se prorrogase por otros treinta días. En 4 de Agosto disponíalo así el teniente por quince más, «con que el dicho Gregorio Romano haga probanza, so pena de seis ducados para pobres de la cárcel». Apeló de ello Pedrosa, por haber pasado el término probatorio y hacerse verdadero agravio al preso, que había demostrado su hidalguía; recusó por sospechoso a Francisco de Rueda, escribano de la causa, cómplice y trujamán de todas las artimañas y marrullerías [276] de Romano; insistió otra vez en que el pleito se diera por concluso, se sentenciase definitivamente y se mandara soltar a Rodrigo, «pues tiene dada bastante información de como es hijodalgo e no puede estar su persona presa». Demostró, en fin, que, pues la parte contraria no había hecho diligencia ninguna, el pedir dicho término era sólo con intención de molestar y tener preso a su representado. Romano entonces simuló allanarse y renunció al término probatorio. Visto lo cual, en 13 de Agosto, el doctor Rodríguez dio el pleito por concluso y mandó que Rodrigo de Cervantes fuera suelto «de la presión en que está». Y dijo bien, pues más que prisión era presión lo que sufría. Porque, pronunciada la sentencia, entró en danza el compinche Pedro García, el otro filo de la espada de Romano, y en confabulación con Rueda, presentó un escrito, en que alegaba: «paresce que el dicho Cervantes se ha llamado a hidalgo y hecho su pleito con el dicho Romano, y que le han dado por hijodalgo; y es ansí que yo soy fiador del dicho Cervantes y le tengo ejecutado por veinte ducados que como fiador pagué por él a Luis de Valera, escribano que fue del número desta dicha villa, como consta por la ejecución, que pasó ante Francisco de Rueda, escribano del número desta villa; e porque el dicho Cervantes no ha hecho auto ni diligencia comigo ansi por la dicha deuda de los dichos veinte ducados que por él pagué como por los dichos ciento e tantos de que le soy fiador al dicho Romano, suplico a vuestra merced le mande retener en la dicha cárcel e prisión en que está por todo ello, e no le mande soltar, porque es echarme a perder; e si es nescesario, de la [277] sentencia en que le han pronunciado por hijo dalgo, yo, por el interés que me va en ello, con acatamiento, apelo de vuestra merced para ante quien con derecho debo».

Valladolid. -Patio de San Gregorio, de fines del siglo XV. [276] A la vez, Gregorio Romano apelaba asimismo de la sentencia en 17 de Agosto; y al día siguiente hacían petición conjunta, pidiendo revocación de aquélla, «por haber pronunciado a Cervantes por hijo dalgo, no lo siendo». Siguieron otras peticiones, poderes, escritos de apelación, etc., hasta que, por último, el doctor Velliza confirmó la sentencia dada por el doctor Rodríguez, teniente de corregidor,

en 22 de Septiembre. Volvió a apelar de la confirmación Pedro García, y obtuvo auto concediéndole veinte las para practicar pruebas. En 7 de Noviembre consintió Rodrigo, con tal de ser excarcelado, en el término probatorio. Salió libre bajo fianza; terminó el plazo de la soltura, pidió renovación, y la denegó la Audiencia en 6 de Diciembre. No se había concertado con la parte contraria, condición impuesta por sus fiadores, y éstos, en 17 de Diciembre, le volvieron a la cárcel. Nuevamente se decretó su soltura para que llevara a cabo las probanzas en Madrid y Alcalá. Hizo éstas en Enero de 1553, con resultado favorable, como veremos. Pero tercera vez tornó a la prisión, hasta que en 26 del mismo mes sus anteriores fiadores, Francisco de Rebolledo y Juan Rodríguez de Soria, solicitaron se le libertase por todo el mes de Febrero. Sólo entonces acabó el terrible pleito, doblemente terrible, como lo es para el preso probar sólo de vez en cuando los aires de la libertad. La sentencia se desconoce. En tanto transcurren estos siete meses infernales, el tercer acreedor también aprieta. Es el casero. Y como no hay materia cobrable sino en el pobre ajuar de Rodrigo, entre Pedro García, que pretende ser pagado de sus dos deudas, y Diego de Gormaz, que exige la renta de la segunda mitad del arrendamiento, se entabla un pugilato por la posesión de aquellos bienes. Francisco Gamarra, procurador de García, eleva un escrito a la Audiencia, diciendo que su representado tiene noticia de las personas en cuyo poder ha empeñado y escondido ciertos bienes la parte contraria, que son: en casa de un vecino llamado Soria, «cinco tapices de verdura»; en la de Catalina de Acebes, «dos cofres llenos de alfombras», ropas, etc., y en poder de Gormaz, más tapices, una saya de terciopelo, un manto de raja y otros vestidos: bienes con que puede ser reintegrado García de los maravedís que fió y pagó a Rodrigo de Cervantes, sobre lo cual no vale la alegación de hidalguía que éste pretende. Añade que, como los expresados bienes se hallan en la villa, pide que las personas en cuya posesión estén declaren qué bienes son y si los recibieron de Rodrigo como suyos propios. Así se acuerda. En 6 de Febrero de 1553 Juan Rodríguez de Soria manifiesta no tener cosa alguna de Rodrigo de Cervantes, porque tres tapices [278] y dos antepuertas de lampazos que posee, se los compró hace ocho o nueve meses. Beatriz de Acebes, viuda, dice que a ella se le dio por una que llaman doña Leonor, mujer de Rodrigo de Cervantes, un cofre, un arca encorada y unos tapices de lampazos, no se acuerda en qué número, y otras alhajas de casa, como frazadas y almohadas de estrado. No sabe cuánto era todo, ni se acuerda de ello, ni del contenido de los cofres, porque la entrega sucedió antes del día de San Juan del año anterior; y luego volvieron a llevarse los bienes, poco a poco, antes de San Miguel. Después de lo cual, le trajeron cuatro almohadas de estrado, dos de ellas viejas, ambas de lampazos, buenas, empeñadas por seis reales, que tiene en su poder y le entregó la referida doña Leonor «e su madre de la dicha doña Leonor», las mismas que recogieron los bienes mencionados. Diego de Gormaz, que vivía en el arrabal de Sancti Spiritus, seguramente en casa propia inmediata a la de Rodrigo de Cervantes, declaró no tener ni haber tenido bienes ningunos de éste, ni saber quién los tenga. A continuación añade varios pormenores de interés: que dio en arrendamiento a doña María de Cervantes, su hermana, dos casas (una casa de dos pisos) en el arrabal de Sancti Spiritus, en cuarenta ducados, por el año anterior; y visto que era pasada la mitad del término del arrendamiento y que le había de pagar veinte ducados, pidiéndoselos, dijo no tener dineros; pero que le daría prendas por lo corrido, que montaban veinte ducados; y así, le entregó una saya de raso, guarnecida de

terciopelo negro, y una ropa, también de terciopelo negro, raída. Cumplida la otra mitad del arrendamiento, el declarante la pidió nuevamente dineros, y doña María volvió a decirle no tenerlos y que se iba a Madrid; y se concertó con él que le daría más prendas por los otros veinte ducados que restaban. En virtud de lo cual, doña María le entregó un tapiz de figuras y un manto de raja guarnecido de terciopelo, prometiéndole que en seguida le mandaría dineros de Madrid; y pidiéndoselos el declarante a su madre, que cree se llama doña Leonor, le ha ido pagando y aún le resta debiendo veintiséis reales, en prenda de los cuales tiene una alfombrilla pequeña. Respecto del tapiz de figuras, lo empeñó después doña Leonor de Torreblanca a Turuégano, que fue alguacil de corte, por ocho ducados, de los cuales le dio seis para el pago de su deuda. El 5 de Enero de 1553, en que Rodrigo de Cervantes gozaba de una de sus breves solturas, recibió en Valladolid la provisión real para hacer su información de hidalguía. Salió inmediatamente para Alcalá, donde, llamándose vecino de ella, daba poder el día 12 al procurador Alonso Rodríguez; [279] el 18 hallábase en Madrid, comparecía ante el corregidor, licenciado Céspedes de Oviedo, y presentaba la provisión real; el 26, hecha la probanza en ambos lugares, ingresaba nuevamente, como hemos dicho, en la cárcel de Valladolid. En este viaje le acompañó seguramente su hermana doña Maxía, que debió de quedarse en Madrid, a tenor de lo manifestado por Diego de Gormaz. Ya reprodujimos también en precedentes páginas algunas de las afirmaciones de los testigos de la probanza llevada a cabo en Madrid y Alcalá. Como, además, coinciden muchas veces con la de Valladolid, procuraremos no repetirnos.

Valladolid. -Fachada del Colegio de Santa Cruz. Los testigos de la información de Madrid son tres: Alonso de Ávila, vecino de Ávila, de cuarenta años; Juan de Ribera, clérigo, vecino de Ocaña, de otros cuarenta años, y Juan de San Martín, vecino de Córdoba, de treinta y cuatro. Ninguno de ellos sabe de Gregorio Romano ni de Pedro García. Alonso de Ávila declara haber conocido al licenciado Juan de Cervantes en Guadalajara hará veintiséis años «y le contrató más de dos»; siempre le vio estar en posesión de hijodalgo y por tal era tenido así en la ciudad de Córdoba como en la de Guadalajara, donde le vio acompañarse de caballeros y personas honradas. A la pregunta de si sabe que el abuelo de Rodrigo de Cervantes fue casado «con doña Catalina de Cabrera», responde que lo oyó decir a muchos vecinos de Guadalajara. Juan [280] de Ribera conoce a Rodrigo de Cervantes y a su padre el licenciado desde hace veintidós años; los ha visto vivir en Guadalajara, en Alcalá y en Córdoba, donde estuvieron y están en posesión de hijosdalgos, e igualmente en Ocaña, en cuyos cuatro puntos ha oído decir a personas antiguas que el abuelo de Rodrigo fue casado con doña Catalina de Cabrera. Asimismo añade que vio al licenciado y a su mujer doña Leonor de Torreblanca hacer vida maritable en las referidas ciudades de Córdoba y Guadalajara y en las villas de Alcalá de Henares y de Ocaña. Esta última afirmación del sacerdote Ribera ofrece interés y refiérese sin duda al período inmediatamente anterior a la ruptura entre los cónyuges. Juan de San Martín, de quien, por cordobés, se esperaría una trascendental deposición, nos defrauda. Conoce a Rodrigo de Cervantes y al licenciado desde veinte años a aquella parte «de trato e conversación» en Córdoba y Guadalajara; insiste, como los anteriores testigos, en su

hidalguía; confirma que el último «reside en la ciudad de Córdoba y entiende en los negocios tocantes al Santo Oficio de la Inquisicion», y que vio tener, criar y alimentar en su casa a Rodrigo de Cervantes. La afirmación no pasa de lugar común en esta clase de informaciones. Mal podría San Martín ver criar a Rodrigo, cuando confiesa tener treinta y tres o treinta y cuatro años. Los testigos de la probanza en Alcalá son cuatro: Diego de Alcalá, natural y vecino de la misma, de setenta años de edad; Fernando de Antequera, ídem, de cincuenta y tres años; Fernando de Arenas, ídem, de más de cincuenta y dos, y el célebre doctor Cristóbal de Vega, de cuarenta y dos. En el poder de Rodrigo para practicar la información, dado en Alcalá, como dijimos, el día 12 de Enero a Alonso Rodríguez, procurador de causas, son testigos presentes Fernando Díaz, clérigo; Diego Díaz de Talavera, el escribano casado con su sobrina, y Alonso Rodríguez Fuente, vecinos de aquella villa. Se hizo ante el licenciado Egas, corregidor entonces, puesto por el arzobispo Martínez Guijarro o Silíceo. Como ya extractamos lo principal, sólo agregaremos lo de interés restante. Los cuatro testigos concuerdan en esto, a saber: que conocen al licenciado Juan y a su hijo Rodrigo por hijodalgos notorios; que no conocieron al abuelo y que nada saben respecto de doña Catalina de Cabrera. Diego de Alcalá, que tiene noticia de las ciudades de Córdoba, Sevilla y Guadalajara, hace dos manifestaciones dignas de recogerse; primera, que los Cervantes no han pechado en Alcalá. Esto carecería de interés para quien ha leído que Alcalá fue exenta de pechos desde 1503 por los Reyes Católicos. Pero Diego adiciona: «e sy ovieran pechado, este testigo lo supiera y no pudiera ser menos, porque ha sido en esta villa más de veynte años alguacil pechero della, y a coxido los padrones y pechos que se han repartido en el tienpo que fue tal alguazil e su padre deste testigo». Con [281] que había pechos, indudablemente. La segunda manifestación no dejará de provocar meditaciones. Conoce a los Cervantes desde más de veinte años, y los ha visto juntarse con caballeros e hijosdalgo así en juntas y torneos como en juegos de cañas; «e oyó decir a su padre deste testigo que cuando los dichos Çervantes se vinyeron de la çiudad de guadalajara a bibir a esta dicha villa, eran tenidos por tales hijosdalgo». En verdad, si los conoce, como declara, de más de veinte años a aquella parte y ellos llegaron de Guadalajara en 1532, ¿cómo sabe por su padre, y no por sí, lo que asevera? Puede que no se hallase entonces en Alcalá. Aludirá a alguna estancia anterior? También extraña que, teniendo setenta años, no hable de la naturaleza alcalaína de Rodrigo, ni menos se refiera al cargo, aunque breve, del licenciado como teniente allí de corregidor. Los demás testigos de Alcalá tampoco dicen nada respecto de este punto, y parece cosa bien rara que nadie adujera argumento local tan precioso en una prueba de hidalguía. Como somos historiadores imparciales, hemos de apuntar la sospecha de si la solemne declaración de Rodrigo de ser «natural de Alcalá de Henares» no será del mismo orden que la de su insigne hijo, llamándose «natural de la ciudad de Córdoba», en el documento sevillano que ya conocemos. Otros darán a esta sospecha el alcance que [282] no tiene. La catapulta contra ella es que Rodrigo de Cervantes no se iba a llamar natural de Alcalá por sus diez y nueve años de residencia, ni había de mentir con esta declaración en un pleito en que decirse natural de esta o de la otra parte en nada hacía variar el resultado

de las actuaciones. De la estancia del licenciado en Alcalá en 1509 y parte de 1510, cuarenta y cuatro años atrás (los que tenía Rodrigo), pocos vecinos se acordarían. Fuera del alguacil Diego, en cuya deposición se advierte haber permanecido mucho tiempo ausente de Alcalá (en Córdoba, Sevilla y Guadalajara), ninguno de los testigos tenía vejez bastante para recordar con precisión aquellos años. Ciertamente, pudieron haberlo oído; pero el incremento de la villa con la instauración de la Universidad, llevó la atención a los infinitos sucesos de verdadera importancia que allí se sucedieron inmediatamente.

Valladolid. -Fachada de la iglesia de Santiago, construida por Juan Sanz de Escalante a mediados del siglo XVI.

Fernando de Antequera, alcalde de hermandad, sobre corroborar la hidalguía de los Cervantes y su tren fastuoso en Alcalá, de que fue testigo de vista, por haber vivido cerca del licenciado, subraya su trato con ellos desde más de veinte años. Lo mismo, plus minusve, asegura Fernando de Arenas, que los ha tenido por gente noble «segund su traje e manera de bibir», y nunca han tributado, cosa que él supiera, por haber sido muchas veces alguacil seglar. Las manifestaciones del famoso doctor Cristóbal de Vega, «catredatico de medicina en la unyversydad desta dicha villa e vezino della», quedaron ya transcritas en aquello que se apartan de lo general de los testigos, en que conviene con todos. [285]

Escritura, inédita, otorgada por Rodrigo de Cervantes en Córdoba, obligándose a pagar a Alonso Rodríguez 4660 maravedís, por doce varas de ruán y dieciocho varas y dos tercias de holanda que le compró. [283]

Final de la escritura precedente. [284] El 25 de Enero se mandaba dar traslado de esta probanza a Alonso Rodríguez. Rodrigo de Cervantes, al ser libertado en Valladolid, bajo fianza, por todo el mes de Febrero, ¿prosiguió la información de hidalguía en Sevilla y Córdoba, como un tiempo pensara? No, renunció a ella. Pagaría a los contrarios, en atención a sus fiadores, con el dinero que recogiese en Madrid y en Alcalá (las probanzas hechas bastaban y aun sobraban para que se le reconociera por hidalgo), y sería dado por libre definitivamente, abandonando aquella cárcel pública, que recordaría siempre con asco y horror. Y con la cárcel, dejaría también Valladolid sin más tardanza. Nada le retenía ya en el arrabal de Sancti Spiritus, ni nada podía esperar extramuros de la corte populosa. La aventura había sido trágica. Vendería el pobre ajuar o restos de él salvados de la catástrofe,

y emprendería el regreso a la antigua Compluto. Tampoco tenía que hacer allí gran cosa. La clientela, tras dos años ausente, no había que aguardarla. La poca hacienda se le habría ido en el proceso. Vendiendo lo último que le quedase, debió de residir en Alcalá aquel verano de 1553, hasta después de la recolección, en que recibiría la «renta de pan cogido», de antemano quizá cobrada. No podía más. Sus ojos, naturalmente, se volvieron a su hermano Andrés, a su padre, a Córdoba. Solicitaría el perdón del grave licenciado, a quien pondría al corriente de todas sus desventuras. Y el anciano magistrado cordobés, al fin padre, con reputación en la Ciudad de los Califas, perdonó a la familia rebelde y la llamó junto a sí, para que viviese con tranquilidad, a lo menos, si no con gran holgura, y endulzase sus últimos años. El desgraciado Rodrigo, con su mujer, sus cinco hijos y su madre (doña María debió de quedar con doña Martina y Díaz de Talavera) daba su adiós a Alcalá a principios de Octubre, temiendo la proximidad del invierno. Las ocho personas se acomodarían tristemente en el carro de Alcalá a Madrid (que medio siglo más tarde afamara Antón Monje), mientras Compluto se llenaba de vida con la llegada de los primeros estudiantes. Después, el éxodo a la dulce Andalucía en los melancólicos y temperados días otoñales. Ocho jornadas de camino desde Madrid a la Ciudad Sultana, sesenta y dos leguas de un trayecto que MIGUEL cruzará ahora por vez primera y luego recorrerá durante muchos años y hará inmortal. Ruta a Toledo. Y en seguida, entrando ya en la Mancha, vendrán Malagón, Peralvillo y Ciudad Real. Más adelante, otras tierras que glorificará en sus obras: Caracuel (la del gigante Caraculiambro); y prosiguiendo, «a la derecha mano», Tirteafuera (lugar del Doctor Pedro Recio), y a la izquierda, Argamasilla. Después, Almodóvar del Campo, Tartanedo, las ventas del Molinillo y del Alcalde (evocadas en Rinconete y Cortadillo), la de Tejada [286] (citada en La Ilustre Fregona), la del Herrero y la de Guadalmez. Y, de pronto, Sierra Morena (tan vinculada al Quijote), las Porquerizas, con diez ventas más, hasta llegar a Adamuz, Puente de Alcolea y venta del Montón de tierra. Viaje terrible para los ocho alcalaínos que se extrañaban. Cuando llegaron a Córdoba, los pobres iban sin camisa. El 30 de Octubre de 1553, Rodrigo de Cervantes, «hijo del licençiado Cervantes, vecino de Alcalá de Henares», firmaba una escritura de obligación (hasta ahora inédita), en favor del mercader Alonso Rodríguez, de 4660 maravedís, por razón de doce varas de ruán y diez y ocho varas y una tercia de holanda, a pagar el día de Pascua de Navidad primero que viniera. [287] No le conocía el escribano, y tuvo necesidad de que dos testigos acreditaran su persona: prueba indudable de su ausencia durante muchos años (más de veinticinco) de la antigua capital del Califato de Occidente. Así iba de pobre y desconocido, de roto y descamisado (¡altos juicios de la Providencia de Dios!), quien llevaba de la mano al genio por excelencia de nuestra estirpe. [288] [289]

Capítulo X Miguel de Cervantes, en Córdoba. -La ciudad, a mediados del siglo XVI. -Iglesias y conventos. -Movimiento y vida industrial. Los guadamecileros. -El célebre potro. -Niñez de Cervantes. -Su cordobesismo. Otra vez la quietud había seguido en Córdoba, a mediados del siglo XVI, a las turbulencias que en décadas atrás dejamos registradas. La vida deslizábase tranquila y laboriosa. Apenas la población rebasaba la cifra de los 25000 habitantes de fines del siglo XV; porque la emigración para repoblar de gente cristiana las provincias de Málaga y Granada, así como las Indias Occidentales, contribuyó a su estacionamiento durante varios lustros. Con todo, era Córdoba (que, a semejanza de Toledo, nunca perdió su sello original y aire de corte) una de las primeras ciudades de España. Todavía hoy, a pesar de las naturales vicisitudes de los tiempos, conserva rasgos de aquella fisonomía. La Córdoba romana, amurallada, núcleo [291] primitivo de la ciudad, comprendía, de Sur a Norte, las collaciones o actuales barrios de Santa María la Mayor, San Juan de los Caballeros y Omnium Sanctorum (refundidos modernamente), San Nicolás de Bari o de la Villa, San Miguel, San Salvador y Santo Domingo de Silos (también refundidos en uno los dos últimos). Durante la dominación árabe llegaron a constituirse otros dos grandes núcleos urbanos: uno a Occidente, arrasado por los berberiscos a comienzos del siglo XI, y otro Oriental, que fue amurallado y aún subsiste, y que, de Norte a Sur, comprende las parroquias o barrios de Santa Marina de Aguas Santas, San Lorenzo, San Andrés, San Pedro, Santa María Magdalena (desaparecida la parroquia y refundida en la anterior), Santiago y San Nicolás de la Ajerquía: estas dos últimas al Sur y en las inmediaciones del Guadalquivir.

Córdoba. -Entrada de la ciudad por el Puente. [290]

Córdoba. El puente romano sobre el Guadalquivir. [290] Corre el famoso río (dejando a la ciudad en la margen derecha) de Este a Oeste. Aguas arriba, desde tiempo inmemorial, extiéndese un gran pago de huertas frondosas, el de Nuestra Señora de la Fuensanta, por la ermita de esta advocación, construida en el siglo XV en las inmediaciones. Más allá, olivares y tierras de labor. Aguas abajo del puente, varios molinos harineros. En los días de la niñez de CERVANTES, entre el río y las murallas del Alcázar (que también tiene una extensa huerta) existía la celebrada Alameda del Corregidor, lugar de paseo y esparcimiento, hoy casi desaparecida. Seguía luego otro

regular pago de huertas; y, más adelante, la hermosa finca denominada Alameda del Obispo, perteneciente a la Mitra o Mesa obispal. Por Occidente, inmediatas a la población, otras huertas, como las de Cercadilla y del Rey. Y todavía olivares, tierras de labor y dehesas. En fin, por el Norte, otra extensa huerta, la de la Reina; más olivares; y, desde las estribaciones de la Sierra, hasta las cumbres, naranjales, viñas, muchas viñas, de ascendencia mozárabe (en el Califato de Occidente y [292] entre los hijos de Mahoma el vino jamás pudo quejarse de estar mal bebido), y bosques de encinas, alcornoques, pinos y castaños. En las faldas de la Sierra se encontraban los monasterios de San Jerónimo de Valparaíso, al Noroeste; San Francisco de la Arruzafa y Santo Domingo de Scala Coeli, al Norte, y el santuario de Nuestra Señora de Linares, al Nordeste, que se citarán aún. Al otro lado del río, el barrio llamado desde el siglo XIV Campo de la Verdad, también con huertas y olivares en sus cercanías. Córdoba entonces, como hoy, como antes y como siempre, hallábase circuida del aroma penetrante de su Sierra sin par, germen eterno de inspiración poética, de leyendas amorosas, de ensueños románticos y de inefables contemplaciones místicas. Sierra que, para satisfacer los antojos de Itimad, que ansiaba ver la nieve, pudo antaño, el infortunado rey poeta Almotámid (1040-1095) sembrarla de almendros. Lo primero que heriría la tierna retina del niño MIGUEL DE CERVANTES, al llegar a Córdoba, sería esta profunda diferencia entre los campos castellano y andaluz, entre las riberas del Henares, sombreadas de estériles álamos bajo inmensas cumbres terrosas, severas de vegetación, bravías y moradas, y los campos floridos que fertiliza el olivífero Betis, suaves y verdes, del verde claro y blanquizco de su misma Primavera. Para que el contraste sea más intenso, la ciudad no tiene nada de universitaria. Es más alegre, y, sin embargo, posee menos expansión que Alcalá de Henares. Es triplemente mayor, y, no obstante, menos espaciosa. Alcalá es más abierta, más cosmopolita; Córdoba, más íntima, más recogida, más reconcentrada en su gran dilatación. Más rumorosa la una, más bulliciosa la otra. Alcalá estudia, Córdoba trabaja. Aquélla es pobre; ésta, rica. Ambas generosas. Pero Córdoba rebosa de una vida y unas posibilidades de que carece Alcalá, al fin villa dependiente del arzobispado de Toledo, sin medios propios, [293] mientras la gran urbe andaluza, que un tiempo compitiera con Bagdad, es aún cabeza de una extensa comarca. Ni siquiera en edificios, iglesias, conventos, hospitales y ermitas podían admitir comparación. Prescindiendo de la celebérrima Mezquita-Catedral (de ella se ha escrito cuanto cabe decir), había en Córdoba, después de su reconquista por San Fernando (año de 1236) y fundadas por él, las siguientes parroquias: San Nicolás de la Ajerquía, San Pedro, Santiago, Santa María Magdalena, San Lorenzo, Santa Marina de Aguas Santas, San Andrés, San Salvador, San Miguel, San Nicolás de la Villa, Omnium Sanctorum, San Juan de los Caballeros, Santo Domingo de Silos y San Bartolomé, ayuda de parroquia de la de Santa María.

Dentro de los muros de la ciudad existían cuatro conventos de frailes, fundados también por San Fernando: San Pablo, de dominicos; San Pedro el Real, de franciscanos, en la calle de la Feria, más conocido por San Francisco; la Santísima Trinidad, en la collación de Omnium Sanctorum, y San Agustín, que ha mudado dos veces de sitio y que en el siglo XVI ya se encontraba en el actual, collación de San Lorenzo. Extramuros aparecían: Nuestra Señora de la Merced, de mercedarios, creación también de San Fernando; los Santos Mártires (San Acisclo y Santa Victoria), al Oriente de la ciudad, junto al Guadalquivir, propiedad de los dominicos desde 1530; Nuestra Señora de la Victoria, fundado como hospital por San Fernando, bajo el título de Santa María de las Huertas y donado luego a los Mínimos en 1510; San Jerónimo de Valparaíso, de jerónimos (1408), poco más arriba de Medina Azahra, en las faldas de la Sierra; San Francisco de la Arruzafa, de franciscanos (1418), también en las faldas de la Sierra, a unos dos kilómetros de la ciudad, donde fue maestro de novicios San Francisco Solano; Santo Domingo de Scala Coeli, en plena Sierra, al Norte de la población y a unos ocho kilómetros de la misma, debido a San Álvaro, en 1423, y en el que residió (1534-1545) y fue vicario Fray Luis de Granada; la Madre de Dios (1440), en el Arroyo de los Pedroches, y Nuestra Señora del Carmen, erigido en 1542 en la ermita de Nuestra Señora de la Cabeza, frente a la Puerta Nueva. Más numerosos eran los conventos de monjas: Santa Clara, de franciscanas, en la collación de Santa María (1264); Santa María de las Dueñas, fundado en 1370 por don Egas Venegas, primer señor de Luque; Santa Marta, de jerónimas, en la collación de San Andrés (principios del siglo XIV), por Fr. Valeo, que fue primero beaterio y se erigió en convento en 1464; Santa María de Gracia, de dominicas, en la collación de San Lorenzo (1475), por don Pedro de Cárdenas; Santa Cruz, de franciscanas, en la collación de Santiago (1464), por la viuda de don Pedro de los Ríos, el del Passo honroso de Suero de Quiñones, la cual se llamaba doña Teresa Zurita; Santa Inés, de franciscanas, creado en 1475 por doña [295] Leonor y doña Beatriz Gutiérrez de la Membrilla; Santa Isabel de los Ángeles, también de franciscanas (1489), por doña Marina de Villaseca; la Encarnación Benedictina o del Císter, fundado en 1499, como beaterio, por el chantre don Antonio Ruiz de Morales, y desde 1510 convento; la Concepción de Nuestra Señora (1506; según otros, 1487), por doña Beatriz de los Ríos, en la collación de San Nicolás de la Villa, y que entre sus primeras monjas tuvo a sor Catalina de Torreblanca, cuñada del licenciado Juan de Cervantes, la cual había pertenecido al de Santa María de las Dueñas, como dijimos en otro lugar; Jesús y María, debido en 1538 a doña María Carrillo y Hoces; la Encarnación Agustina, primeramente recogimiento de mujeres arrepentidas, creado por el venerable Juan Sánchez, discípulo del P. Juan de Ávila, con título de Santa María Egipciaca, en 1555, y después convento de religiosas agustinas; Santa María de las Nieves, de la misma Orden (hacia 1505), en la collación de San Lorenzo, y trasladado en 1532 al hospital del jurado Juan Ruiz, collación del Salvador; Regina Coeli, de dominicas, debido (1499) a don Luis Venegas; y, en fin, Jesús Crucificado, de la Orden de Santo Domingo, fundado en 1508 por las religiosas del convento de Santa Catalina de Sena, que estaba en la collación de Santo Domingo, en las Azonaicas (las Callejuelas), y había sido antes hospital, erigido en 1496 por doña Beatriz de Sotomayor, de la Casa de los señores del Carpio. Ya consignamos en precedentes páginas que en este convento profesaron doña María de Cervantes, hermana del licenciado Juan, y la hija de éste doña Catalina de Cervantes, tía carnal de nuestro MIGUEL.

Córdoba. -Exterior de la célebre Mezquita-Catedral. [294]

De los catorce conventos reseñados, sólo cinco subsisten hoy: Santa Marta, Santa María de Gracia, Santa Cruz, Santa Isabel y Encarnación Benedictina. Contaba además Córdoba con seis ermitas: San Bartolomé, en el Alcázar viejo; Nuestra Señora de Linares, en la Sierra; Nuestra Señora del Socorro, junto a la plaza de la Corredera; Santa Quiteria, en la calle de los judíos, sinagoga antes de la expulsión de éstos en 1492; Nuestra Señora de la Fuensanta, extramuros, edificada en 1442, y San Julián, junto al río. Otros edificios notables eran la Real Colegiata de San Hipólito, en la collación de San Nicolás de la Villa, creación de Alfonso XI en 1348, donde están sepultados este monarca y su padre Fernando IV; y el Santo Tribunal de la Inquisición, establecido en Córdoba en 1480, para el que cedió en usufructo Isabel la Católica su Alcázar Real. No faltaban tampoco los hospitales, de los que había más de una veintena. Los de mayor importancia eran: San Antonio Abad, extramuros, tan antiguo, que databa del siglo XIII; San Lázaro, de leprosos, también extramuros, de 1290, y del que fue mayoral y mampartor durante más de [297] veinte años, hasta el de su muerte (1553), el ex maestro tintorero Jerónimo de Soria, tío carnal del licenciado Gonzalo Jiménez de Quesada; San Cristóbal y la Magdalena, conocido por Hospital de la Lámpara, junto a la Cruz del Rastro, existente ya en el siglo XIV; el de los Locos o de la Sangre de Cristo, en la collación de San Andrés (1430), obra de don Luis Fernández de Luna; el de los Ríos o de Santa María de los Huérfanos, fundado, para recogimiento de sus parientes pobres, por el maestrescuela don Lope Gutiérrez de los Ríos, en 1440; el de Antón Cabrera, o de Nuestra Señora de la Concepción, que alzó en 1505 el caballero veinticuatro de aquel nombre, donde se atendían las enfermedades venéreas y del que fue mayordomo durante unos tres años el famoso historiador Garcilaso de la Vega el Inca; el de San Sebastián (1363), en la Alcaicería, trasladado junto al palacio del Obispo en 1513; el de San Bartolomé de las Bubas, creado por los tejedores de paños (su iglesia se abrió al culto en 1557) con el concurso de don Pedro Fernández de Valenzuela y Sotomayor, compañero de armas en el descubrimiento y conquista del Nuevo Reino de Granada del referido Jiménez de Quesada; y, por último, el de la Santa Caridad de Nuestro Señor Jesucristo, en la plaza del Potro, lado [298] oriental, collación de San Nicolás de la Ajerquía, que se fundó hacia 1400, por algunas personas ilustres y devotas para recoger pobres enfermos. Después se erigió una Cofradía con tal destino, y en 1493 construyose la iglesia. A este importante hospital, sobre el que volveremos aún, se le incorporaron otros en 1526.

Córdoba. -La Mezquita-Catedral. -Patio de los Naranjos. [296]

Córdoba. -Interior de la Mezquita-Catedral. [297] Tal era en Córdoba, cuando arribó a ella (en bien forzosa arribada) el cirujano Rodrigo de Cervantes, lo que pudiéramos llamar visión de volumen. Y así, se excusa, por ajena aquí, toda descripción particular de palacios señoriales, soberbias portadas, magníficos patios, torres airosas, o reliquias de un pasado glorioso, que atesoran templos y monumentos. Cuanto a la vida cordobesa y movimiento de su población, ofrecían, singular nota típica algunas industrias de que sólo la Ciudad de los Califas tenía en el mundo la palma. El viajero que de antuvión penetrase en las calles inmediatas a la plaza de la Caridad o del Potro, como la de Sillería, Grajeda, Armas, Feria, Maese Luis, del Potro, de los Agujeros, del Pozo o del Caño, o sea en las collaciones o barrios más próximos al río Guadalquivir: Santiago, San Pedro y, sobre todo, San Nicolás de la Ajerquía, quedaríase deslumbrado ante las tiendas de los guadamecileros, que trabajaban a la intemperie. El historiador cordobés Ambrosio de Morales dice: «Las badanas sirven para los guadamecís, que se labran tales en Córdoba, que de ninguna parte de España halla competencia, y tantos, que a toda Europa y a las Indias se provee de allí esta hacienda. Ella da a la ciudad mucha hacienda, y da también una hermosa vista por las principales calles della. Porque como sacan al sol los cueros dorados ya labrados y pintados, fijados en grandes tablas para que se enjuguen, hace un bell mirar aquello entapizado con tanto resplandor y diversidad». La industria de los guadamecíes, guadamecís o guadameciles, perdida en Córdoba, renace en tiempo de los Reyes Católicos con gente venida de fuera y tiene escasamente dos siglos de vida. Cuando Ronquillo Briceño llegó de corregidor a la ciudad y trató de reanimar las industrias cordobesas, la de los guadameciles había desaparecido. Sus primeras ordenanzas fueron aprobadas por el Concejo Municipal en su cabildo de 24 de Noviembre de 1501. En 14 de Diciembre de 1528 aprobáronse otras, que Carlos V confirmó por Real Provisión fechada en Toledo el 4 de Marzo de 1529. Más tarde, en 1543, se modificaron en algunas de sus reglas. Las disputas con los oropeleros, que deseaban tener ordenanzas propias para independizarse de los guadamecileros, contribuyeron [299] en sumo grado a la ruina de tan importante industria artística cordobesa. Circunscribiéndonos al período de 1550 a 1560 y fechas de arrendamiento, los principales guadamecileros de entonces eran: en la calle de Grajeda, el tío de MIGUEL DE CERVANTES, Ruy Díaz de Torreblanca (1549 y 1552); Pedro Gálvez (1556), Alonso García (1556) y Martín López Sangrelerida (1555); en la calle del Pozo: Juan Sánchez; en la calle de la Sillería: Andrés de Cárdenas (1553), Cristóbal de Aragón (1560), Luis Fernández (1559), Benito Ruiz y Pedro Anzures (1551 y 1554); en la calle de las Armas: Pedro Sánchez (1550) y Cristóbal Ruiz, junto a la Caridad (1554); en la calle de la Feria:

Pedro de Góngora (1550), Bartolomé de Morales (1555) y Diego de San Llorente; en la calle de Maese Luis: Andrés López (1554), etc. Eran los guadameciles cueros adobados y adornados, por la fuerza de la prensa, de pinturas o relieves, o de ambas cosas, de oro, plata y diversos [300] colores, con que en las casas ricas cubríanse las paredes en verano, a modo de colgaduras, en sustitución de los tapices, usados sólo en invierno. Oíd a Góngora en uno de sus romances: Sus piezas en el invierno vistió flamenco tapiz, y en el verano sus piezas andaluz guadamecí. Y Fray Tomás de Trujillo, en su Libro llamado Reprobacion de trajes... (Estella, 1563): «Pues si ponemos los ojos en los paños de corte, con tanta seda tejidos en Flandes para el invierno, y en los guadamecíes, con tantas labores y medallas hechos en Córdoba para el verano, es cosa de admiración y, cierto, cosa de espanto». Naturalmente, tapices y guadamecíes eran, por su alto precio, inasequibles a las clases pobres, que en su lugar usaban (cuando podían) las sargas, especie de jergas (paramentos de sarga, que decían), con figuras o paisajes pintados o bordados, como, en vez de alfombras, empleaban esteras de Murcia. Y así CERVANTES, en la Parte segunda, capítulo LXXI del Quijote, escribe: «Alojáronle en una sala baja, a quien servían de guadameciles unas sargas viejas pintadas, como se usan en las aldeas». Otra industria artística notable de Córdoba, de remotísima antigüedad y que tanta fama le dio, era la de la platería. Durante el siglo XVI ya se encontraba en mucho auge, aunque su mayor desarrollo e importancia lo adquirió en el siguiente. Juan Ruiz el Vandalesio, en su primera mitad y Rodrigo de León en su último tercio, son los plateros más eminentes de Córdoba en el siglo XVI. A mediados de él, los del gremio de orífices y plateros se hallaban domiciliados, principalmente, en la collación de Santa María la Mayor, por las calles de la Pescadería, Calceteros, Cabezas y Pozo de Cueto. También los había en las de Santiago, San Pedro y San Nicolás de la Ajerquía, a las que fueron desplazándose en tiempos posteriores. En el período de 1550 a 1560 florecen en Córdoba más de cincuenta plateros, artistas realmente extraordinarios. También abundaban los pintores y oropeleros, los tintoreros, los calceteros, los silleros de la jineta, los agujeros y los tejedores; y páginas de gran interés podrían escribirse sobre la industria de la seda en Córdoba: [301] todo ello demostración de la zumbante colmena que ensordecía a la ciudad entonces, como si quisiera revivir en los días del Imperio que legaba Carlos V a Felipe II, los esplendorosos del Califato bajo Abderráhmen III, cuando Córdoba, con sus doscientas mil casas, era el emporio de la civilización y la señora de las urbes del mundo.

A sus templos, palacios, tiendas y hospitales uníase el incontable número de sus mesones y posadas. De muchos de ellos se ignoran los nombres. La existencia de otros consta por fehacientes documentos. El primero en antigüedad e importancia era el famosísimo mesón del Potro, en la plaza de la Caridad, que en opinión de algunos dio nombre a la plaza, a una calle y al barrio a que ambas corresponden. Así lo consigna (aunque, a nuestro juicio, equivocadamente) el doctor cordobés Francisco del Rosal en su Vocabulario, escrito en el primer tercio del siglo XVII: «Allí fue la antigua y primera plaza, y de un mesón que allí está, llamado el Potro por per ésta su insignia, como los demás tienen mesón del Aguila, mesón del Toro, etc., de aquí tomó el nombre aquel barrio y plazuela». Recuerda este mesón Vicente Espinel en sus Relaciones de la vida del escudero Marcos de Obregón: «Fuime al mesón del Potro, donde el dicho arriero tenía posada: holgueme de ver a Córdoba la llana, como muchacho inclinado a trafagar por el mundo». Ya en 1509, de las veinticinco casas que tenía la calle del Potro (según un padrón municipal de este año), cinco eran mesones. Allí estaba en 1520 el mesón del Mármol. En el Potro figuraban los mesones de la Paja, de Salazar y de la Madera. En la Corredera, el de los Leones y el citado del Toro. En la calle de las Armas, junto al hospital de la Caridad, el del Rincón; en la de Pescadería, el de los Barqueros; en la de la Alhóndiga, el de la Cadena; en la de Herrería, los del Lino y de las Rejas; y, en fin, por abreviar, sólo en la calle del Caño Quebrado (hoy del Cardenal González), los de Vallinas, del Vino, de los Caballos y del Sol. En cuanto a las posadas, entre otras muchas, había la de Venceguerra, en la calle de Lineros, que también se llamó del Caño de Vicenguerra (corrupción de Vicente Guerra): Caño, por cierto, bien conocido de CERVANTES, que lo cita en la [302] Parte segunda, capítulo XXII, del Quijote. Igualmente existían la posada de la Espada, en la casa número 28 de la actual calle de Lucano; la de la Herradura, en el número 14 de la misma calle...

Córdoba. -La famosa plaza del Potro. Al fondo y a la derecha, el hospital de la Santa Caridad de Jesucristo (hoy Museo de Bellas Artes), frente al cual, en la casa de la esquina, vivió María de Torreblanca. Pero lo más importante de Córdoba, desde el punto de vista de su bullicio y movimiento, era el celebérrimo Potro. Comprendía la parte del barrio inmediata a la plaza de igual nombre, ésta incluida. Se llamó así (y no por el mesón ni por la fuente), por ser el lugar destinado a la venta de ganado caballar y mular. Su espacio mermose mucho en el siglo XV, al ser construidos el hospital de la Santa Caridad de Nuestro Señor Jesucristo y otros edificios. Es hoy, y lo era al mediar el XVI, una plaza entrelarga, a la que afluyen por el Sur y lado oriental la calle de Lineros (después de Venceguerra y fuego de Emilio Castelar), y la de los Agujeros [303] o del Potro (hoy de Lucano), por el Sur también y lado occidental; por el mismo lado occidental y hacia el Norte, la calle de Sillería (ahora de Romero Barros), y por el Norte, una travesía que la comunica, hacia la izquierda, con la de Toquería (actualmente de San Francisco), y por la derecha, con las calles de Grajeda y Armas. La casa número 9 de la calle de Armas cerró la comunicación o salida de la calle de Grajeda por esta parte, a fines del siglo XVI o principios del XVII. Por el otro extremo, la calle de Grajeda se comunica con la de Lineros.

Córdoba. -El Potro de la Fuente del mismo nombre. (Dibujo hecho en 1577 para ser esculpido, cuyo original se conserva en el Museo de Bellas Artes.) El Potro fue durante varios siglos el centro de la vida comercial y de las comunicaciones interurbanas de Córdoba con el resto de España. Por allí cruzaba la vía o camino, cuyas entrada y salida, de Norte a Sur, eran la Puerta de Andújar, y desde 1570 la Puerta Nueva y la Puerta del Puente. En esta plaza y calles próximas radicaba la mayor parte de los mesones. La fuente que en ella existe fue construida por primera vez en 1577, en el lado opuesto a su emplazamiento actual. ¡Sitio de inolvidable evocación en nuestra literatura, el famosísimo Potro! Cuando CERVANTES (que lo conocía desde la niñez) traza en el Quijote (Parte I, capítulo III) el mapa picaresco de España, que luego amplía en las primeras páginas de La Ilustre Fregona, el Potro va asociado a los Percheles de Málaga, a las Islas de Riarán, al Compás de Sevilla, al Azoguejo de Segovia, a la Olivera de Valencia, a la Rondilla de Granada, a la Playa de Sanlúcar, a las Ventillas de Toledo «y otras diversas partes», que serían el Barranco de Lavapiés de Madrid, el Zocodover de Toledo, el Corrillo y el Matadero de Valladolid y el Corral de los Olmos de Sevilla: lugares todos que servían de centro a la gente corrompida y desalmada: ladrones, hampones, tahures, estafadores, maleantes, manidiestros, prestidigitadores, truhanes, buscavidas, gandules, espadachines, borrachos, jaques, [304] lengüisueltos, valentones, matasietes, espantaochos y demás fauna de pícaros ropirrotos, gente de la heria y pendón verde, vagamundos y sinvergüenzas, que traían asolado al país, con su cortejo de hurgamanderas, izas, marcas, rabizas y pencurias. El Potro de Córdoba venía a ser como el finibus terrae de la picaresca de España (excepción hecha de las almadrabas de Zahara); y los naturales del barrio, especialmente los agujeros (fabricantes y vendedores de agujas), tenían fama de bravos, astutos, graciosos y vivos por demás: que no menos se requería para recorrer media Península con unos cuantos mazos de agujas por toda mercadería, sacar el vientre de mal año y aun volver con algunos ahorrillos a la Ciudad Sultana. Individuos traviesos y de bromas pesadas, tres agujeros del Potro de Córdoba, con cuatro perailes de Segovia y dos vecinos de la Heria de Sevilla, son los que hace MIGUEL DE CERVANTES en el Quijote (Parte I, cap. XVII) que manteen sin compasión al pobre Sancho y se diviertan con él «como con perro por carnestolendas». Por los tales agujeros se decía el antiguo refrán: «Cordobés..., de una aguja hace tres». Empero no se necesitaba ser agujero para ser pícaro, sino casi casi haber nacido en el Potro. El citado doctor cordobés Francisco del Corral, en su también aludido Vocabulario, escribe: «Para ser uno fino bellaco ha de ser Perico, y tuerto, y hijo de frutera, y nacido en el Potro de Córdoba». Otro refrán recoge lo que, para ponderar las extralimitaciones de algún desenvuelto, solían decir: «Es tinto en lana y del Potro de Córdoba». Y los mismos cordobeses, jactándose de precavidos y de no poder ser engañados: «Con eso a otro, que yo soy nacido en el Potro», frase que don Luis de Góngora, que se preciaba de cordobés y de haber nacido en el Potro, adoptó como bordoncillo en una de sus letrillas: Busquen otro, que yo he nacido en el Potro.

Son infinitas las alusiones al Potro de Córdoba en obras de todo género de los siglos XV, XVI y XVII, cuando sale a colación la gente que [305] llamaban de leva y monte. De la braveza de sus nativos se puede colegir por las palabras de Galterio en la Comedia Thebayda: «Por cierto fue gran osadía la mía, que, estando en el Potro, Francisco Guantero hizo muestra que iba a hacer mano contra mí, y no se había acabado de desenvolver, cuando ya le tenía con su mismo puñal cortada la mano derecha, clavada encima del bodegón de Gaytanejo...» En fin, en La tragicomedia de Lysandro y Roselía (Salamanca, 1542), dice Brumandilón (acto III, escena 2.ª): «Si tú sabes mucho, también sé yo mi salmo; y si tú eres Celestina, a mí [me] llaman Brumandilón, que brumando los hombres tomé nombre del hecho, y soy nombrado en las partes orientales; también soy tuerto, y tundidor, y más, de Córdoba, y nací en el Potro, y pasé por Jerez y tuve la pascua en Carmona, y ninguno me la hizo que no me la pagase con las setenas; por ende, tú guarte y dame dos reales que te pido para comer». De muy antiguo, pues, venía la fama de los bravos del Potro, aunque las anteriores citas tienen sabor marcado de fanfarronadas. La Comedia Thebayda imprimiose anónima en Valencia, año 1521. La Tragicomedia se compuso por el salmanticense Sancho de Muñino. Toda esta vida multiforme cordobesa, las obras del crucero de la gran Mezquita, las fastuosas procesiones del Corpus Christi, con su grifo o tarasca y sus danzantes; algunos autos de fe, algunas corridas de toros y fiestas de cañas, donde presenciaría la destreza sin igual de los jinetes de Córdoba, «madre de los mejores [caballos] del mundo», como dice Cardenio en el Quijote (Parte I, cap. XXIV); el hechizo entre árabe y romano de la ciudad legendaria y única; su fértil campiña y dehesas gamonosas, fueron poco a poco nutriendo de imágenes los años infantiles de MIGUEL. Mientras crece y se desarrolla, su penetrante poder de observación irá fijando estas impresiones de la vida cordobesa, captando su espíritu romántico, saturándose de recuerdos, que matizarán después sus insuperables [306] creaciones e influirán profundamente en el tono heroico y estoico de su propia vida. Cuando su padre el cirujano Rodrigo de Cervantes llega a Córdoba a fines de Octubre de 1553, tan necesitado de ropa blanca como hemos visto en el capítulo anterior, las relaciones de la familia que aún llamaremos alcalaína con el viejo e inflexible licenciado debieron de mejorar. Sin embargo, no vivieron juntos. Por declaraciones y documentos que se aducen después, consta que Juan de Cervantes vivía en la collación de Santo Domingo de Silos, seguramente en la calle de los Letrados (lo era él de la Ciudad), no lejos de las Casas Consistoriales y de la morada del famoso deán don Juan Fernández de Córdoba, de quien trataremos pronto, mientras que doña Leonor Fernández de Torreblanca, con Rodrigo, su mujer doña Leonor de Cortinas y los hijos de éstos, aparte de un breve traslado, o intento de traslado, a la collación de San Salvador, debió de vivir primero, y definitivamente vivió y murió, en la de San Nicolás de la Ajerquía: collación donde, en la calle de Grajeda, había morado su hermano Ruy Díaz de Torreblanca, y en la de la Sillería residía otra hermana suya, su primo Diego Martínez y su cuñado, Alonso Jiménez, ambos silleros de la jineta. En una, pues, de las calles de este barrio (al que, sin exageración, podríamos calificar de cervantino) se domicilió la familia, en cabeza de doña Leonor Fernández de Torreblanca. A

él pertenecían las de Grajeda y Sillería citadas, la de las Armas, la del Pozo, la del Caño (el de Vicenguerra), la de los Agujeros, y, especialmente, la plazuela de la Caridad y parte de la calle de la Feria, denominada así (desde 1862 se titula de San Fernando) porque en ella celebraba una feria la Cofradía de los Calceteros, [307] en honor de Nuestra Señora de Linares, en los ocho días anteriores al de su fiesta. Las edificaciones de esta calle surgieron, después de la reconquista de Córdoba, en el espacio descubierto e intermedio entre la Almedina, villa o parte alta de la ciudad, y los Arrabales o Axarquía. Sólo la parte meridional de dicha calle pertenece a la collación de San Nicolás. A ella afluyen por Oriente, de Sur a Norte, las del Potro o de los Agujeros, la de Sillería, la de Toquería y la de Maese Luis (del barrio de San Pedro); y por la parte Occidental, la de Pescadería o Calcetería, a cuya entrada estaba el Arquillo de los Calceteros (la Puerta Piscatoria de los romanos) y el Portillo o Arco de la Mancebía, abierto en la muralla romana el año 1496. Ya notamos en otro capítulo que la gran cruz de hierro que existía en el centro del Rastro Viejo, al final de la calle de la Feria, fue erigida por la Cofradía de la Santa Caridad de Nuestro Señor Jesucristo, en conmemoración del sangriento motín contra los judíos y conversos del domingo 14 de Marzo de 1473. La variaron de sitio en 1814 y desapareció en 1852. La hoy existente se puso no hace muchos años. Todas las calles de este barrio, principalmente, así como la Curtiduría, que, por las numerosas fábricas de curtidos, comprendía las calles de Lineros, Badanas, plazuela de San Nicolás y parte de la Ribera, serían muy frecuentadas por MIGUEL. La higiene entonces, en Córdoba como en muchas ciudades, era escasa. El aludido caño de Vicenguerra tenía no pocos compañeros, aunque de menor categoría: albañales al descubierto, que atormentaban día y noche el olfato. Los muladares menudeaban también. Nadie hubiera podido [308] imaginar en aquellas calendas que la urbe llegaría a ser, como lo es actualmente, una de las más limpias y aseadas de Europa. Equipado Rodrigo de Cervantes e instalado con su madre, esposa e hijos, la fortuna tendría para él mejor mirada que en Alcalá y Valladolid. Lo primero procedería a buscar el medio de ejercer su profesión, si acaso, como es presumible, no había subvenido a esta necesidad anticipadamente su padre el licenciado. Por sus grandes amistades y reputación en Córdoba, por su cargo de letrado de la Ciudad y juez de los bienes confiscados por el Santo Oficio, le sería fácil. Era, además, íntimo amigo de Felipe de Esbarroya, letrado como él y médico de la Inquisición. De suerte que, teniendo en cuenta las declaraciones, tantas veces citadas, de CERVANTES, en el pleito de Tomás Gutiérrez, de ser «hijo e nieto de personas que han sido familiares del Santo Oficio de Córdoba», resulta indiscutible que Rodrigo, por intervención sin duda del padre, obtuvo un empleo en aquel alto tribunal. No lo especifica, ciertamente, la palabra «familiar». Tal vez le nombrasen cirujano de la cárcel de la Inquisición, bajo la dependencia, probablemente, del dicho Esbarroya u otros médicos del Santo Oficio, como eran los licenciados Antonio Cubillana y Hernando de Medina, pertenecientes a él desde 1548. Sospechamos que debió de tener algún puesto en el hospital de la Santa Caridad, en la plaza del Potro; pero las cuentas y documentos de este período (1553 a 1558) no se conservan; y así, es imposible la demostración. Y aún se nos ofrece la dificultad de que el licenciado Cervantes, viviendo con tantos criados y tan a lo hidalgo en Córdoba, no permitiría que su hijo ejerciese allí la humilde profesión de cirujano. De

manera que si le proporcionó empleo en algún hospital, sería el de administrador o cosa análoga. Concretamente, no sabemos sino que Rodrigo de Cervantes fue «familiar» del Santo Oficio en Córdoba, aunque nada exprese en orden a la ocupación con que se ganase la vida; porque, si bien un familiar ejercía funciones de ministro, la serie honoraria de familiares, auxiliares voluntarios de la Inquisición, abundaba entonces sobremanera, no precisamente para prender delincuentes, sino para participar de ciertos favores y privilegios a la sombra de tan poderosa institución. Como quiera que fuese su empleo, la familia no debió de pasarlo mal mientras vivió el licenciado, que continuaba desempeñando su letradía en el Concejo. Son numerosos los acuerdos capitulares que mencionan informes o pareceres emitidos por él sobre diversos asuntos, durante aquellos años, unas veces solo, otras unido a su compañero Mondragón. Algunos se contraen al pago de su salario, veinte ducados anuales, mísera cantidad [309] comprobatoria de que vivía de otros ingresos. Ignórase lo que le reportara su cargo de juez de los bienes confiscados por el Santo Oficio. Era corregidor entonces don Pedro Rojas Osorio (tomó posesión el 22 de Julio de aquel año de 1553), y en el Ayuntamiento se trabajaba con actividad. Su antecesor, García Tello, muy interesado en el mejoramiento de Córdoba, había tenido un trienio feliz en iniciativas y realidades, y abierto el camino a las perspectivas más lisonjeras. Desde 1550, en los cabildos de la Corporación exhumábase el antiguo proyecto de Fernán Pérez de la Oliva para hacer navegable el Guadalquivir hasta Sevilla, a cuya ciudad se comunicaron los acuerdos. Derribáronse varios edificios de la Corredera para levantar la Cárcel, el Pósito y la Casa de los Corregidores; quitáronse todos los ajimeces de la población, desde el Rastro Viejo, por uno y otro lado, hasta la plaza del Salvador, y aun más allá de las Carnecerías: especie de balcones corridos, toscamente labrados, sostenidos por postes de madera, que afeaban las calles, sobre todo la de la Feria, y dificultaban el tránsito, empedráronse esta última y la de los Silleros, la de San Nicolás de la Ajerquía y la de San Andrés; demoliéronse las torres albarranas que defendían las Puertas del Rincón y de Orazio; se construyó una capilla sobre el arco de la Puerta del Sol, junto al molino de Martos; hízose, en fin, un andén-paseo desde el Rastro hasta la Puerta del Puente, en la margen derecha del Guadalquivir, sobre las ruinas de varias casas y restos de la antigua muralla. Fueron años aquellos de mucha abundancia, en que el trigo llegó a valer a menos de tres reales. De vez en cuando se celebraban (entre otros festejos) corridas de toros. Hablábase mucho de las obras del retablo y reja de la capilla de [310] la Asunción de Nuestra Señora, en que trabajaban el entallador Juan de Castillejo y el notable rejero Hernando de Valencia. Esta capilla pertenecía a la Catedral, donde continuaban las obras del crucero nuevo bajo la dirección del famoso arquitecto Hernán Ruiz (hijo), constructor, años más tarde, del cuerpo de campanas de la Giralda de Sevilla. También se hablaba, y no para bien, de las agrias disputas (luego veremos su origen) entre el obispo don Leopoldo de Austria y el altanero deán de su cabildo catedralicio. Ningunos otros acontecimientos de importancia registráronse desde 1550 (García Tello tomó posesión de su corregiduría el 8 de Septiembre) hasta fines de Diciembre de 1553, en que se desbordó el Guadalquivir, si se exceptúa uno de trascendencia enorme para la vida cultural de Córdoba, y para CERVANTES, que exige singular atención. Nos referimos a la

fundación del famoso Colegio de Santa Catalina, el primero que la Compañía de Jesús estableció en una ciudad andaluza. [311]

Capítulo XI La enseñanza en Córdoba. -La academia de Alonso de Vieras. -El venerable Juan de Avila. -Fundación del colegio de la Compañía de Jesús. -El P. Antonio, San Francisco de Borja y el Deán don Juan de Córdoba. -Genio y figura de este ilustre Cordobés. -La familia de Cervantes. Mal se encontraba Córdoba, a mediados del siglo XVI, en lo tocante a centros docentes. Había maestros que enseñaban a leer, escribir, contar y hasta latín y otras disciplinas; pero verdadero colegio de enseñanza media a tono con la importancia de la capital, no existía ninguno. Cuando llegó a ella, en 1538 o 1539, el maestro Juan de Ávila, trató de remediar tal estado de cosas, y gestionó con el Ayuntamiento que se creara un Estudio general. Sin embargo, corría el tiempo, y no se adelantaba en este sentido. De los maestros de primeras letras, ha quedado constancia de un Pedro López, y de aquel Diego López, quizá pariente suyo, «maestro de enseñar [313] a leer mozos», amigo del célebre Lope de Rueda, en cuya casa otorgó testamento, el 21 de Marzo de 1565, y murió, dejándole por albacea.

Granada. -La Catedral. Vista exterior de la Capilla Real, donde fueron maestros, antes de trasladarse a Córdoba, Álvaro de Cervantes y su hermano Alonso de Vieras. [312] No hay más noticias de estos maestros, que lo fueron de instrucción primaria de algunos ingenios cordobeses, entre ellos, tal vez, de don Luis de Góngora; y no de CERVANTES, porque se le ofrecía mejor proporción con otro. Se trata de Alonso de Vieras, el mismo de quien, juntamente con su familia (la de los Cervantes venidos a Córdoba desde Granada), nos hemos ocupado por extenso en otro capítulo. Quedo allí por decir lo que pertenece a este lugar. Envejecido y enfermo su hermano Álvaro de Cervantes, maestro de capilla de la Catedral desde 1548, Alonso de Vieras (que lo había sido también anteriormente) le sustituyó en parte de sus obligaciones, quedando rebajado a satisfacción propia, en 1553, a maestro de mozos de la misma Catedral. Vivía Alonso (sacerdote, como se dijo, y bastante aficionado al bello sexo), en unas casas de la collación de San Juan, en el barrio de Castellanos [314], y allí había establecido, desde varios años atrás, una academia, donde enseñaba a leer y escribir, latín, gramática y canto llano y de órgano; tan acreditada, que hasta de los Ángeles (Méjico) vino a Córdoba don Francisco Cárcamo a poner a su hijo, de diez años, en ella para que recibiese aquellas

disciplinas. En tal escuela se educó sin duda (no podía ser en otra) el célebre músico y teólogo cordobés Fernando de las Infantas. Pero la academia de Vieras (sobre la que volveremos en el capítulo entrante) era de orden elemental y particularísimo; y, por acreditada que estuviese, en modo alguno podía llenar las necesidades de Córdoba. Se explican, pues, los esfuerzos del venerable apóstol maestro Juan de Ávila con el Municipio en favor de un Estudio general. Tal interés seguía mostrando, que de nuevo, en 1550 concurrió al cabildo celebrado por la Ciudad el 10 de Enero para tratar del asunto. Un año más tarde los regidores volvían a ocuparse de él en las sesiones de 14 de Enero, 5 de Marzo y 22 de Junio. En las dos primeras se leyeron sendas peticiones del mismo maestro. Mas se adelantaba poco. Entonces el insigne místico pensó en la Compañía de Jesús, que ya había fundado colegios en Coimbra (1542), Alcalá de Henares (1543-47), Valencia (1544), Barcelona (1545), Valladolid (1545-54), Gandía (1546-47), Zaragoza (1547-54), Salamanca (1548-51), Burgos (1550-55) y Medina del Campo (1551-55). Es, pues, la Compañía, por instigación del maestro Juan de Ávila, quien viene a remediar la deficiencia que padecía Córdoba. Y es, para gloria de la ciudad, un hijo de la misma, el padre Antonio de Córdoba, que había ingresado en la Compañía de Jesús cuando estudiaba en Salamanca, el que coadyuva a la instauración del Colegio; y otro cordobés, el citado deán don Juan de Córdoba, el que facilita espléndidamente su desarrollo. Dos Córdobas ilustres, parientes, a quienes debe Córdoba aquella fundación. [315] Y un varón eminente en santidad y ciencia, manchego, hoy beatificado y de renombre universal, el que provoca el milagro, el primero que siente la necesidad del Estudio, el que después propone el Colegio a la Compañía [316] y el que, posteriormente, tiene intervención grande y decisiva en el titulado de la Asunción de Nuestra Señora, por don Pedro López de Alba. Los inéditos Anales de Córdoba, de don Luis María Ramírez y de las Casas-Deza, no concretan los primeros pasos de la fundación. Sólo dicen, al año 1552: «Se principia a tratar del establecimiento del Colegio de la Compañía de Jesús, y el año siguiente vino a la fundación el P. Francisco de Villanueva, rector del Colegio de Alcalá, y el hermano Alonso López». Más explícito es el padre Pedro de Ribadeneyra, en su admirable Vida del P. Ignacio de Loyola (Madrid, 1583): «Este mismo año de 1553 tuvo principio el Colegio de Ávila y también el de Córdoba, que fue el primero en Andalucía, el cual tuvo ocasión de la entrada en la Compañía del padre Antonio de Córdoba, hijo de don Lorenzo de Figueroa y de doña Catalina Hernández de Córdoba, condes de Feria y marqueses de Pliego». En efecto, ingresó en la Compañía el P. Antonio de Córdoba cuando estudiaba en Salamanca, pero fue por sugestión del maestro Ávila; y asimismo el pensar en el Colegio, a que pudo también estimularle el éxito [317] que había presidido la fundación del de Medina del Campo, abierto en 1551, aunque pobremente. Con el auxilio de Rodrigo de Dueñas, el Colegio de Medina dispuso después de local propio. A principios de Agosto de 1553 el P. Antonio de Córdoba y el duque de Gandía, de paso éste a Portugal, colocaron la primera

piedra, y es fama que los mismos jesuitas trabajaban de jornaleros, ayudándoles a conducir ladrillos y arena algunos caballeros ricos medinenses.

El maestro Juan de Ávila. (Cuadro al óleo, de autor ignorado.) Mas, a todo esto, las negociaciones iniciadas en el Otoño de 1552 por el maestro Juan de Ávila con la Compañía de Jesús hacían su camino, secundadas inmediatamente por el P. Antonio; y el Ayuntamiento, a su vez, viendo el entusiasmo general, mostraba las mejores disposiciones. Desde el principio de 1553 se ocupó ya asiduamente del Colegio, como se ve por los cabildos celebrados el 25 de Enero, 12, 19 y 21 de Abril, 8 y 17 de Mayo. En el de 25 de Enero se decidió escribir a Roma, y en el de 12 de Abril leyose una carta del maestro Juan de Ávila. El acuerdo fue dirigirse a la marquesa de Priego. Ésta, que había prometido todo su apoyo, ante la diligencia del P. Ávila, instó a la Compañía a apresurar la fundación, y escribió desde Montilla a su pariente el rico deán don Juan de Córdoba, recomendándole el negocio. En seguida llegaron a Córdoba, procedentes de Alcalá, los jesuitas Francisco de Villanueva, rector de aquel [318] colegio, y el hermano Alonso López, y a continuación los padres Benito y Navarro con cuatro hermanos coadjutores. La fundación, sin embargo, tropezaba con inconvenientes. El deán recibió las cartas de recomendación de la marquesa, y, más por compromiso que por buena voluntad, hospedó en su casa al P. Villanueva y al hermano López. Pero no le fueron simpáticos, ni tampoco los que vinieron después. Los espiaba, receloso, sin evidenciar interés por el asunto. Ahora, los padres no se desanimaron, ni tampoco el maestro Ávila. Cuanto a la marquesa de Priego, ofreció su palacio de Córdoba, llamado Casas del Agua, o de las Pavas (por estar en la calle del mismo nombre), para la instalación del Colegio; y la Ciudad redobló su decisión y noble empeño en favor de aquella obra de cultura. El 13 de Octubre concurría al cabildo el P. Francisco de Villanueva. Ya en Septiembre el P. Antonio de Córdoba, desde el colegio de Medina del Campo, donde le dejamos, habíase dirigido a Montilla, residencia de su madre, y junto con el duque de Gandía, de regreso de Portugal, y con el P. Bartolomé de Bustamante, todos trataban, en unión de los condes de Feria y en relación con el maestro Juan de Ávila, de la instalación del Colegio. He aquí a poco (entrado ya Octubre) recibir, allí mismo en Montilla, la extraña nueva de que el deán, por carta a la marquesa de Priego, cede su propio palacio y casas anexas, a la Compañía para la edificación del Colegio. ¿Qué pudo moverle a cambiar tan radicalmente de conducta? Hombre de pensamientos levantados, grande en sus virtudes como en sus vicios, conoció pronto la santidad, bellos propósitos y ejemplar vida de aquellos padres, y de igual modo que al principio los desdeñara y aun persiguiese, dio en protegerlos a manos llenas. La misma comunicación que a la marquesa enderezó al Ayuntamiento de Córdoba. En el cabildo del lunes 23 de Octubre de 1553 hizo relación del asunto el caballero veinticuatro señor Martín de Caicedo. Por ella (sumamente [319] interesante) vemos que la donación comprendía las casas principales del deán, o sea su palacio, «y algunas otras que están junto a ellas y mucho aderezo de capilla». A la vez se añade que el asunto de la cesión de las Casas del Agua iba tan adelantado, que se hallaba «en términos de querer comenzar a poner las manos en él». Así sucedió inmediatamente, porque eran los finales de Octubre y

había pasado San Lucas, fecha común de la apertura de curso. El Ayuntamiento acordó dar las gracias al deán y enviar a Montilla al mismo señor Martín de Caicedo para que se entrevistase con la marquesa, con su hijo don Antonio de Córdoba y con el duque de Gandía (luego San Francisco de Borja). La Ciudad llamaba a los dos ilustres jesuitas, que se encaminaron a Córdoba en unión del caballero veinticuatro, portador de una carta de la marquesa. Todo consta, por la relación del propio, en el cabildo de 3 de Noviembre, en que se proveyó que, pues el duque y don Antonio habían llegado a la ciudad, fueran a visitarles «los señores alcalde mayor e caballeros diputados de lo del Colegio». [320] El acta del mismo cabildo registra el cumplimiento de esta disposición y la presencia de los dos padres en los términos siguientes: [Al margen] «Colegio. Visita del duque de Gandia, que entraron en el Cabildo.» «En este ayuntamiento entraron los señores duque de Gandia e don Antonio de Cordova a dar rrelaçion como son venidos a esta çibdad a pedimiento suyo, e que aqui rresidirian el tiempo que Nuestro Señor fuere servido con la Conpañia del nonbre de Jhesus, e que vienen a efetuar lo de las escuelas donde se an de leer las Çiençias». No había tiempo que perder: el invierno echábase encima. El suntuoso palacio del deán y fincas adyacentes, así para su desalojamiento como para su disposición a los fines de colegio, templo y casa, requería más de un año de obras. Y, sobre la donación, había que negociar aún la dotación. Decidiose, pues, arreglar a toda prisa y con suma modestia la Casa de las Pavas, e instalar allí provisionalmente el Colegio, que abrió sus puertas el 11 de Diciembre. Ni siquiera dio lugar a asignarle el Ayuntamiento los 600000 maravedís de renta con que le favoreció pronto (el nuevo corregidor no se mostraba menos activo que el precedente); pero de humildes principios nacen grandes cosas. Y el deán, viendo el entusiasmo con que surgía, a pesar de su pobreza, el Colegio (bajo la advocación de Santa Catalina), apresuró los trámites de la donación para su instalación espaciosa, adecuada y digna de la ciudad que le vio nacer. Este famoso personaje, espléndido, generoso, caritativo y a la par vicioso; tanto, que se ha dicho que fundó en Córdoba la Casa-cuna para recoger en ella los numerosos hijos que tenía extraviados, lo fue, a su vez, pero legítimo, de don Diego Fernández de Córdoba, quinto señor de Baena y tercer conde de Cabra, y de doña Francisca de Zúñiga y de la Cerda. Muy joven todavía, le dieron el deanato de la catedral cordobesa, con cuyas rentas y sus legítimas paterna y materna, entre las que se contaba el señorío de la villa de Rute, reunió una considerable fortuna. A la muerte del obispo don Pedro Fernández Manrique, fallecido de la peste, en Roma, el 7 de Octubre de 1540, vino a Madrid a pretender el puesto vacante: pero una noche, en cierta casa de juego, perdió la enorme suma de treinta mil ducados. Llegó la noticia a oídos del emperador Carlos V, y desde entonces le retiró su apoyo, escandalizado por el hecho, y gestionó y obtuvo la mitra para su tío don Leopoldo de Austria, hijo de Maximiliano I. Apenas entró don Leopoldo en Córdoba, se le puso enfrente el deán, que soliviantó en contra suya a todo el Cabildo de la iglesia; y a tal punto llegaron los escándalos y las diferencias entre unos y otros, que tuvo que intervenir el Cabildo de la Ciudad para apaciguar los ánimos. Entre tanto, el deán reanudó con más brío

su vida licenciosa, que le acarreó bastantes disgustos y algún serio contratiempo que pudo costarle la vida, como fue el de la quema [321] de su palacio por los hijos y criados de su vecino don Pedro de las Infantas, hijo del comendador don Antonio de las Infantas y tío carnal del antes aludido Fernando de las Infantas, el célebre músico y teólogo.

El duque de Gandía, después San Francisco de Borja. (Grabado en cobre de J. Wierx, 1551-1619) He aquí, en síntesis, el suceso, que, junto con otros que vendrán, pinta bien las costumbres de entonces. Este caballero, que tenía varias hijas de vida honesta, cuatro de las cuales siguieron el camino del claustro, ofendido primero por las solicitaciones del deán y después por el continuo fisgoneo y desvergonzadas bromas de que las hacían víctimas sus pajes y criados, sin que atendiera las quejas contra ellos dadas, decidió tomarse la justicia por su mano y aun cumplida venganza de unos y otros. Cierta noche, en que don Juan obsequiaba con un opíparo banquete a unos sobrinos suyos venidos a Córdoba para visitarle, cuando a altas horas se hallaban rendidos por el sueño, el vino y la orgía, don Pedro de las Infantas y algunos familiares suyos penetraron dentro del palacio, no se sabe cómo, y le pegaron fuego. Todo él fue pasto de las llamas, entre las cuales estuvieron a punto de perecer sus dormidos moradores. Conocidos los culpables, el deán no quiso proceder contra ellos; pero si su pariente el marqués de Comares, quien persiguió judicialmente a don Pedro, con tal encono, que hubo de reducirlo [322] a la miseria. Ocurrió este suceso a la entrada de 1550. El deán, sobre las ruinas, volvió a levantar el palacio, en 1551, aún con mayor magnificencia: el mismo que, ya reconstruido (estaba en la collación de Santo Domingo de Silos), acabó por donar a los jesuitas para el Colegio y una iglesia que se labró después. De sus incontables maticebas, fue la preferida doña Beatriz Mejía, de la que tuvo varios hijos, entre ellos, una hija, Leonor, y un varón, don Juan Fernández de Córdoba, nacido en 1538, a favor del cual fundó patrimonio el 29 de Marzo de 1546. Vinculadas a éste hallábanse las casas de su morada, que permutó por otros bienes en 16 de Enero de 1554 para cederlas a la Compañía de Jesús, a la que luego continuó favoreciendo en cuanto pudo. A los autos seguidos con este fin, va asociado como testigo, llamado y rogado (entre otros caballeros principales de la ciudad), el licenciado Cervantes, amigos todos, sin duda, de don Juan de Córdoba, pues el asunto era de cierta intimidad. [323] Aquí entran los cronistas de la Compañía y dicen: que los jesuitas se enteraron, al cabo, de que la vida privada del deán no correspondía en modo alguno a su alta dignidad eclesiástica, ni era la más propia de quien [324] pretendía convertirse en protector de la Compañía, en vez de convertirse a la moral y buenas costumbres; que se reunieron solemnemente, meditaron el negocio con prudencia y gravedad, y resolvieron no poder aceptar la donación [325] de don Juan de Córdoba sin evidente peligro de sus almas; que era, pues, preciso hablarle claramente, argüirle de pecado mortal y apartarle de aquella vida inconcebible. Mejor estaba el Colegio en su instalación modesta, pero decente, que no trasladado a un palacio morada de la sensualidad.

Las noticias de los cronistas de la Compañía de Jesús, así en el asunto de la fundación del Colegio como en los escrúpulos sentidos para aceptar la donación del deán, pueden cotejarse con las de otros autores contemporáneos o poco posteriores, como el de los Casos raros de Córdoba, y los documentos municipales y notariales, muy dignos de fe. A los acuerdos capitulares, escrituras y pormenores transcritos, referentes al beato Juan de Ávila y a don Juan de Córdoba, vamos a añadir un emocionante suceso de la vida de ambos, directamente ligado con la cuestión debatida y en parte confirmado por documentos notariales. Brava estampa de la época, además. He aquí cómo lo refiere don Teodomiro Ramírez de Arellano en sus [326] aludidos Paseos por Córdoba, vol. I, págs. 54 a 56: «En el siglo XVI (escribe), cuando estuvo en Córdoba el ya citado maestro Juan de Ávila, moraba en dichas casas [actualmente núm. 96 de la calle de Alfonso XII, barrio de la Magdalena] la señora doña Teresa Narváez, tan piadosa y caritativa, que sostenía dentro de aquéllas cuarenta camas, donde asistía a veinte mujeres y veinte hombres pobres enfermos, cuidando ella con sus criadas, a las primeras, y el Padre Ávila, con sus discípulos, a los segundos. Con este motivo, haremos mención de un suceso referido en los Casos raros de Córdoba. »Uno de los prebendados de la catedral (el deán don Juan de Córdoba), individuo de la aristocracia cordobesa, había logrado cautivar la atención de una hermosa joven, perteneciente también a una noble y honrada familia. Seducida por los halagos y ofrecimientos de aquél y sin premeditar el paso que daba, abandonó su casa y marchose a la del prebendado, donde estuvo seis o siete años, durante los cuales dio a luz cuatro hijos. Su vida no era la más apacible; pasaba el tiempo encerrada en su habitación; ni era dueña de pasear la casa, porque su seductor la esclavizó hasta el punto de recoger la llave de su estancia. En este tiempo predicaba con frecuencia el Maestro Ávila, y un día en que todos los de la casa, excepto ella, iban a oírle, llamó desde la ventana a uno de los criados, rogándole hiciera por facilitarle el ir a la iglesia, prometiéndole volverse antes que su amo. Negose al pronto; mas a vista de un lindo anillo que le dio, trajo un manto y puso una escalera, por la cual bajó la joven, hasta sin zapatos, y se marchó a la catedral, costándole gran trabajo colocarse frente al púlpito. Subió a él aquel santo, que en tan alto grado poseía el don de la palabra; y como si la Providencia le hiciese adivinar la vida del prebendado y su cautiva, fue tanto y tan a propósito lo que dijo, que, al terminar, entró en la sacristía arrojándose a sus pies una desgraciada e infeliz mujer, en quien nuestros lectores fácilmente reconocerán a la que viene siendo objeto de nuestra narración. Anegada en lágrimas de dolor y arrepentimiento, se puso bajo su amparo, jurándole apartarse para siempre de la vida pasada y terminarla bajo su dirección caritativa. Cariñosas y dulces palabras acogieron sus declaraciones, saliendo el Maestro Ávila, acompañado de la joven, hasta la casa de doña Teresa Narváez, donde, con igual afecto, fue recibido tan delicado depósito. Cuando el prebendado volvió a su casa y abrió la habitación, encontrose burlado; salió como un tigre; registró hasta el último departamento, pudiendo apenas preguntar, lleno de coraje, por el paradero de la fugitiva, de que nadie le daba conocimiento. Sin resultado favorable, salió a la calle, interrogando a cuantos veía, hasta que al fin supo el respetable lugar depósito de su adorada. Bien pronto reunió a sus criados y otros hombres y se dirigió a casa de doña Teresa Narváez, resuelto a sacar de grado o por fuerza a la mujer [327] que buscaba.

Súpolo dicha señora y en seguida avisó al Maestro Ávila, quien puso en conocimiento del Corregidor cuanto ocurría en el asunto, decidiéndolo a presentarse, como lo hizo. Reprendiole su conducta, amenazó a los que le acompañaban, y todos se retiraron, no sin jurar vengarse de lo ocurrido; mas aquella noche salieron de Córdoba el venerable Padre y la joven, a quienes el Corregidor acompañó hasta dos leguas de la ciudad. Llegados a Montilla, la marquesa de Priego, cuyas virtudes eran tan conocidas, se hizo cargo de la joven, teniéndola mucho tiempo en su casa, desoyendo las súplicas del prebendado, quien, como su pariente, le rogó se la entregase. Desde allí pasó a Granada, y, por último, curada por completo, volvió a Córdoba, donde vivió honradamente con el producto de cuatro mil ducados que le dieron el arzobispo de Granada, el marqués y marquesa de Priego y un caballero condolido de su situación. Ya en Córdoba, recogió sus cuatro hijos, dos hembras, que entraron religiosas en un convento de esta ciudad, y los otros dos, varones: uno murió muy joven, y el otro casó siendo modelo de hombres honrados. El prebendado, aunque jamás pudo ver a su fugitiva, dio los dotes para el convento y un capital para el varón al casarse». Desarrolláronse los anteriores sucesos entre los años 1548-1553. Los jesuitas, en consorcio con el P. Ávila y la marquesa de Priego, hicieron cuanto les fue posible por apartar al famoso deán de aquella vida disoluta. Al fin, la reflexión, el arrepentimiento, la edad y los desengaños por una parte, y de otra la ejemplar conducta de los ignacianos, comprobada por sus propios ojos, indujéronle a mejorar radicalmente su vida y costumbres y hacerse digno de los miembros de la Compañía de Jesús, que cesaron en sus escrúpulos. Y entonces fue cuando se decidió a favorecerlos sin limitación alguna, como él hacía todas sus cosas. Porque su natural era bondadoso, noble y caritativo. El mismo don Teodomiro Ramírez de Arellano, en su obra citada, vol. III, págs. 222-223, añade: «A pesar de la vida borrascosa de don Juan Fernández de Córdoba, que los años con la reflexión fueron cambiando, siempre tuvo la buena cualidad de ser en extremo compasivo y dadivoso, apresurándose a socorrer cualquier desgracia, por insignificante que fuese. La multitud de niños ilegítimos que morían por arrojarlos a cualquier lugar inmundo, o detrás de las puertas, o en el campo, había impulsado al Cabildo eclesiástico a establecer una casa en uno de los galeones del Patio de los Naranjos, donde colocaban aquellos infelices, y el encargado los daba a criar a cualquier nodriza que encontraba. En aquellos tiempos la policía urbana carecía de toda clase de reglas, y cada cual hacía cuanto a su capricho e interés convenía. Entre otras inconveniencias era una de las peores el abandono en los cerdos que entraban y salían del campo, yéndose a casa de [328] sus dueños, como aún se ve en muchas poblaciones. Un día varios de estos animales se entraron en la Catedral, y a su placer devoraron tres infelices criaturas que estaban en la cuna de recepción, suceso que produjo gran sentimiento en toda la ciudad, en el Cabildo y más que en nadie en el deán, quien desde aquel momento se dedicó decididamente al amparo de los expósitos, colocándolos en una casa que había frente a la Catedral y se conocía por la del Agua, donde a sus expensas los criaban y mantenían después, enseñándoles a leer y escribir y explicándoles él mismo la doctrina, en un rato que todas las noches dedicaba a esta piadosa

tarea. A los ocho años los entregaba a oficio, y, cuando ya eran mayores, los casaba, dotando a casi todos con casa y bienes en la villa de Rute, cuyo señorío ejercía, llegando a un número fabuloso las familias que creó de esta manera. Cuenta un autor que eran tantos los regalos que constantemente hacía a los niños, aun de cosas que los halagaba en sus pocos años, que al verlo se abrazaban a sus piernas, ensuciando casi siempre sus ricos hábitos, lo que él sufría con gusto, pensando que aquellas obras de caridad lavarían todas las manchas que en su conciencia echaron sus juveniles extravíos». Mientras se ultima la donación y comienzan las obras para el traspaso del Colegio al palacio del deán, va entrando el año 1554. El invierno era duro; los temporales, furiosos; el Guadalquivir crecía imponente. Los Anales de Córdoba consignan: «El martes dos de Enero vino tal arriada, que tapó los arcos del Puente y llegó el agua a la Carrera de la Fuensanta, y andaban los barcos por el Potro; y por el lado del Campo de la Verdad llegó hasta el Viso, y, rompiendo por donde estaba la ermita de San Julián un brazo del río, volvía a juntarse con él por el molino de Santa Catalina, por lo que es de las crecidas mayores de que hay memoria». Rodrigo de Cervantes, si su padre no le proporcionó mejor empleo, rodaría por los hospitales de Córdoba o barrio del Potro tomando sangres, aplicando sanguijuelas y curando aquellas cuatro enfermedades para las que tenía autorización. Algunos cirujanos de entonces abrían tienda de barbería. Nada consta a este respecto de él; pero, como fue referido, por el ascendiente social del licenciado, ni siquiera ejercería su profesión. Aun sospecho que las dificultades económicas que siempre padeciera obedecieron a vivir en un plan de vida superior a los recursos con que contaba. La educación de sus hijos lo abona: hasta las hijas sabían escribir, cosa nada corriente en las mujeres de entonces. Su propia madre, hija mayor y preferida de un médico tan reputado como el bachiller Díaz de Torreblanca, era analfabeta. Así pues, Rodrigo, por este orgullo de hidalgo, unido a las bellas prendas de que se hallaba dotada doña Leonor de Cortinas, tan [329] pronto como se orientara en Córdoba, su principal ocupación sería la de enviar sus hijos a la escuela. Se orientara, decimos, no porque la desconociese. Si no nacido en ella (casualidad fue su venida al mundo a orillas del Henares), en Córdoba pasó largas temporadas de sus años mozos, mientras los respiros del licenciado en espera de sus nombramientos. Ciertamente, era castellano, así por su natalicio como por sus cinco lustros de residencia en Castilla; pero su sangre andaluza saltaría de gozo en amor a Córdoba. Menos su hermana doña María y su sobrina doña Martina, vecinas de Alcalá, aquí estaban todos sus parientes, y cerca Andrés, pues Cabra era tierra cordobesa. Las noticias de Andrés, al llegar Rodrigo a la patria de sus mayores, circunscribíanse a haber tenido dos hijos más (iba llenándose de familia, como su hermano), Leonor, que debió de nacer en 1550, pues faltan las partidas de este año en los libros parroquiales, y llevaría tal nombre en honor de su abuela; y Catalina, bautizada el 10 de Febrero de 1552, y que lo ostentaría igualmente por su tía soror Catalina de Cervantes, la monja dominica. Asimismo la cuñada de Andrés, María de Luque, había tenido sucesión en Juana, y actuando de comadre la esposa de aquél. En Cabra, Andrés seguía viviendo con holgura y comodidad.

También en Córdoba debió de mejorar de posición Ruy Díaz de Torreblanca. Este año de 1554 ya no vivía en la calle de Grajeda, ni era guadamecilero. Se mudó a San Nicolás de la Ajerquía, donde falleció su mujer en 1552. Cerró la tienda, o la traspaso a su consocio el borceguiero Alonso de Torres, y dejó el oficio. Acababa de casarse, en terceras nupcias, con María de Cañete, que poseía algunos bienes, entre ellos varias casas, y ejercía de curador de su suegro Pedro de Cañete, mentecato. El matrimonio se fue a vivir a la collación de San Lorenzo; luego a casas propias de la collación de San Andrés, y arrendaba otras en la de Omnium [330] Sanctorum. En Octubre, Ruy Díaz de Torreblanca era nombrado receptor de la Santa Cruzada, en la bula de predicación, por Francisco de Lucena, y se obligaba con éste al cobro de la misma en los lugares del obispado, dando por fiador a su cuñado Alonso Jiménez, sillero de la jineta, casado con su hermana María. Del resto de la familia, las principales novedades eran el fallecimiento, hacía tres o cuatro años, del afamado médico Luis Martínez de Torreblanca, o «Maese Luis», como vulgarmente se le conocía, a quien enterraron en el monasterio de Santa Isabel. También había muerto fray Rodrigo de Cervantes, en el de San Pablo. En cuanto a las monjas doña Catalina de Cervantes y doña Catalina de Torreblanca, seguían en sus conventos: aquélla en el de Jesús Crucificado, y ésta, de priora, en el de Santa María de la Concepción. Algunas veces las visitarían Rodrigo y su madre. Muy viejos eran ya ésta y su esposo; pero el licenciado no dejó en todo aquel año de cumplir, como los anteriores, con sus obligaciones en el Ayuntamiento. Sus pareceres continúan constando en las actas del cabildo, junto, a veces, con su compañero de letradía Mondragón, de 6 y 15 de Marzo, 20 de Junio, 3 de Agosto, 7 de Septiembre, 29 de Octubre y 12 de Diciembre.

[331] Capítulo XII Primeros maestros de Cervantes. -Condiscípulos. -Gonzalo de Cervantes Saavedra, Alonso de Cervantes Sotomayor, Juan Rufo, don Juan de Aguayo, Gonzalo Gómez de Luque y Tomás Gutiérrez. Se abre el estudio de la Compañía de Jesús. He aquí ya a MIGUEL DE CERVANTES en el año que cumple los siete de su edad, año en que nosotros creemos comenzó a ir a la escuela. Ciertamente, ningún documento lo atestigua. Empero si hemos seguido paso a paso esta historia y visto por ella que ni en Valladolid ni en Alcalá pudo hacer estudios; si acabados de cumplir los seis años llega a Córdoba, ¿en qué otro sino en éste de 1554, en que tendrá siete, empezará mejor a asistir, y en Córdoba, a la escuela? Tampoco necesitará demostración el que en un ingenio como CERVANTES la inteligencia forzosamente se despertó pronto, y que, si no un niño prodigio y precoz (plantas que se agostan temprano), hay que suponerle un desarrollo de imaginación superior al normal. No hace falta que él nos diga en sus conocidos versos (Viaje del Parnaso, IV, 31-32): Desde mis tiernos años amé el arte dulce de la agradable poesía...,

para que le creamos, desde la niñez, vivaz y despierto. Aquí, no obstante, podría objetar alguno con la tartamudez de que parece padeció. Sobre la torpeza de pronunciación de CERVANTES (si no [332] son exageraciones retóricas) hay, cierto, testimonios suyos. En la Epístola a Mateo Vázquez (1577) se lee: mi lengua balbuciente y cuasi muda pienso mover en la reäl presencia. Y en el Prólogo de las Novelas ejemplares (1613): será forzoso valerme por mi pico, que, aunque tartamudo, no lo será para decir verdades.

Firma, en documento inédito, de Gonzalo de Cervantes Saavedra. (Córdoba, 18 de Febrero de 1581.) Los textos dijérase no dan lugar a dudas; empero lo dudoso es que la tartamudez dificulte o retrase el buen desarrollo de la capacidad mental en la infancia. Y una lista de insignes tartamudos, cerebros algunos, como Aristóteles, de los más privilegiados de la Humanidad, podría ofrecerse en prueba de ello. Así, pues, los padres de CERVANTES, a poco de instalarse en Córdoba [333] y viendo a MIGUEL en disposición y edad convenientes, enviarían al niño a la escuela.

Firmas, en documento inédito, de Melchor Jurado y Gaspar Jurado, suegros, respectivamente, de Alonso de Cervantes Sotomayor y de Gonzalo de Cervantes Saavedra. (Córdoba, 18 de Febrero de 1581.) Allí aprendería a leer, escribir y contar. Pero ¿en qué escuela? Callan también en esto los documentos. Ahora, si recordamos las relaciones de amistad, indubitables y patentes, en otro capítulo señaladas, entre la rama de los Cervantes venidos de Granada a Córdoba (Gonzalo de Cervantes y Beatriz de Vieras, su mujer, y sus hijos Álvaro de Cervantes, Alonso de Vieras, Alejo de Cervantes, Claudia de Vieras y María de Cervantes); si recordamos, decimos, las relaciones entre esta rama y la familia de nuestro ingenio, posiblemente parientes, ¿es mucho suponer que, teniendo Alonso de Vieras, como hemos visto, academia o escuela de enseñar a leer y escribir, fuese a ella enviado el niño MIGUEL? Y si sobrinos de Alonso eran, como hijos de su hermano Alejo, Gonzalo de Cervantes Saavedra y Alonso de Cervantes Sotomayor, y éstos amigos de CERVANTES, como quedó probado, ¿qué dificultad hay para admitir, del mismo modo, que también [334] Gonzalo y Alonso recibieron instrucción primaria en la escuela de su tío, y ellos y CERVANTES se conocieran allí? Dígase, si se quiere, que todo esto es conjetura: yo diré que el criterio de razón es, a veces, más seguro que el documental, que, en varios aspectos, tampoco falta.

Otros amigos haría entonces MIGUEL, ya en la escuela, o bien en la calle, con niños de su misma edad, amistades que irían en aumento, con los que jugaría a los toros y cañas en la plaza del Potro, o se apedrearía ¡quién sabe! en las inmediaciones de la Cruz del Rastro. Estos amigos hubieron de serlo, además de Alonso de Cervantes Sotomayor y de Gonzalo de Cervantes Saavedra, entre otros, el travieso Juan Rufo (entonces Juan Gutiérrez), el listísimo Tomás Gutiérrez de Castro (luego actor y posadero), el reflexivo don Juan de Castilla y Aguayo y Gonzalo Gómez de Luque, por cuanto con ellos conservó amistad y les elogió en la edad madura, y de alguno de ellos, de Tomás Gutiérrez, recibió fraternales muestras de consideración, nacidas de un afecto proveniente sin duda de la infancia. En su lugar veremos que Tomás compuso obras de teatro.

Firma, en documento inédito, de Alonso de Cervantes Sotomayor. (Córdoba, 13 de Noviembre de 1580.) La nada edificante vida de Juan Rufo Gutiérrez es hoy por demás conocida para poder agregar algo sobre ella. Aquí sólo nos importa recoger [335] (pues aún hemos de recordarle en esta historia) la fecha de su nacimiento, 1547, la circunstancia de aparecer en los preliminares de su famoso poema La Austríada (Madrid, 1584) un soneto encomiástico de CERVANTES; la octava real en su elogio que éste le consagra en el «Canto de Calíope», libro VI de La Galatea (Alcalá, 1585), y la alabanza que vuelve a prodigarle en el «donoso y grande escrutinio» de la librería de Don Quijote, para deducir de ello una amistad evidente entre ambos, aunque sus vidas corrieran tan dispares, bien que la pícara, chocarrera, insolente y hasta infame del, por otro lado, ingeniosísimo jurado cordobés fuera, al fin, lavada en las cálidas y emocionantes aguas purísimas del arrepentimiento. Pues esta amistad, viviendo uno y otro en Córdoba y siendo de una edad misma, ¿dónde sino en Córdoba y cuándo sino en la niñez había de engendrarse?

Firma de Juan Gutiérrez (Juan Rufo). Otro tanto cabe decir de don Juan de Castilla y Aguayo, o Aguayo de Castilla. A punto fijo no se conoce la fecha de su nacimiento; pero también acaeció hacia 1547. Sábese que sus progenitores, don Juan Aguayo de Castilla y doña Ana de Aguayo, contrajeron matrimonio a mediados de 1539, que fue hijo único, y que su padre ya había muerto el 13 de Diciembre de 1561. Por Real cédula de 24 de Febrero de 1575 obtuvo la veinticuatría, que renunció a su favor don Jorge de Córdoba, en cuyo cargo desempeñó repetidas comisiones y trabajó siempre con buena intención y asiduidad en los asuntos que la Ciudad le confería. Ya estaba casado [336] en 1580, porque el 18 de Junio del mismo año, «don Juan de Aguayo de Castilla, veinticuatro, y su mujer doña Ana de Velasco», vecinos en la collación de San Pedro, vendieron una heredad a don Pedro de Cárdenas; y pocos días después, el 2 de Julio, ambos contrajeron una obligación de 300000 maravedís con los mercaderes Diego Damas y Alonso Pérez Díaz. Por esta época debió de escribir su celebrada obra El Perfecto Regidor, ya terminada a principios de 1586, pues el día 15 de Enero dio poder para vender o traspasar el privilegio de impresión al licenciado Fernández de Argote, residente en Salamanca, en cuya ciudad se dio a luz aquel año.

CERVANTES elogió asimismo a don Juan de Aguayo, cuando aún estaba inédito, en el «Canto de Calíope» de La Galatea, en una octava real, que ya dejamos transcrita, y en la que aseguraba ensayarse para decir otra vez «cosas tales que las tengáis por milagrosas», aludiendo sin duda a El Perfecto Regidor, que conocería antes de publicarse, o tendría noticias [337] de serlo en breve. Este bello libro (del que después reproduciremos un interesante párrafo conducente a nuestro propósito) fue tan leído y estimado de CERVANTES, que alguna vez se transparentan sus pensamientos y hasta su estilo en la prosa sin par del autor del Coloquio de los Perros. Y de aquí que los Sres. Bonilla y Schevill, en sus Notas a La Galatea (Madrid, 1914, vol. II, pág. 333) tuvieran por muy probable, según apuntamos en otro lugar, que CERVANTES se aprovechara de las doctrinas de [338] El Perfecto Regidor, «como es de ver en los famosos consejos de Don Quijote al gobernador de la Ínsula Barataria, inspirados quizá en el mencionado libro».

El amigo de CERVANTES y autor de La Austríada. (Gabinete de Estampas de la Biblioteca Nacional.) [337] Yo también lo creo así. La lectura de los bellos libros deja en nuestro espíritu su huella, en CERVANTES como en todo el mundo. Cuando MIGUEL encomia a su amigo Aguayo en La Galatea, principia: Cual suele estar de variadas flores adorno y rico el más florido Mayo, tal de mil varias sciencias y primores está el ingenio de don Juan de Aguayo. Pues bien: Jerónimo de Lomas Cantoral, diez años antes, en sus Obras (Madrid, 1575), comienza de modo idéntico a elogiar al Dr. Pedro Sanz de Soria: Cual entre las menores tiernas plantas se levanta el ciprés con gallardía, tal tú, divino Soria, te levantas en nueva y suavísima armonía. ¿Quién duda que CERVANTES recuerda involuntariamente a Lomas Cantoral? Y, por cierto, estos mismos Lomas Cantoral y Pedro Sanz de Soria son también celebrados en La Galatea, el último en términos singulares y en devolución de un precedente y alto elogio. CERVANTES, seguro, fue amigo de ellos, como de don Juan de Aguayo; mas de éste desde la niñez, pues ambos la vivían a un tiempo en Córdoba, juntamente con Gonzalo de Cervantes Saavedra, de quien tampoco podían faltar versos (bastante malos) en alabanza de El Perfecto Regidor. Respecto de Gonzalo Gómez de Luque, aunque apenas existen datos sobre su vida, nació por los mismos años que CERVANTES, y de la amistad entre ellos no cabe la menor duda: tienen los mismos amigos y aficiones y juntos colaboran en las mismas obras. Así vemos que el Libro primero de los famosos hechos del príncipe Celidón de Iberia (Alcalá,

1583), poema pésimo de Gómez de Luque, loado sin tasa por MIGUEL en La Galatea, lleva aprobación de Pedro Laínez. En el Jardín espiritual de fray Pedro de Padilla (Madrid, 1585), que acababa de tomar el hábito del Carmen, se ven composiciones de CERVANTES (que le llama su amigo en el Quijote), de Laínez, Gómez de Luque y Gabriel López Maldonado; y en el Cancionero de éste (Madrid, 1586), que en el escrutinio de la librería del Hidalgo Manchego mereció ser guardado entre los escogidos («también el autor de ese libro -replicó el Cura- es grande amigo mío»), Gómez de Luque colabora, igualmente, con CERVANTES y sus amigos: don Luis de [339] Vargas, Pedro de Padilla, Liñán, etc. Ningún inconveniente, pues, hay para hacer arrancar la amistad entre CERVANTES y Gómez de Luque de los años de su niñez en Córdoba. Quédanos Tomás Gutiérrez de Castro, el famoso farandulero. Su íntima amistad con MIGUEL es ya un lugar común en materia cervantina. Pero como hasta nosotros ningún biógrafo tuvo conocimiento de que fue en Córdoba donde transcurrieron los años de la niñez escolar de CERVANTES, se atribuyó la amistad entre ellos a la época en que, de regreso de Argel, el ya Manco de Lepanto dio sus obras a la escena, frecuentó los «corrales» y estableció mucho trato con los cómicos. No: Tomás Gutiérrez era de la misma edad que CERVANTES (quizá un año más viejo), y su amistad hubo de nacer en Córdoba por los días que vamos historiando. Como se relacionaran allí de niños, no extrañará que, en la tan citada declaración de CERVANTES a favor de Tomás en Sevilla, MIGUEL dijera «haber conocido muy bien» a sus padres en la capital de los Califas y se llamara «natural de la ciudad de Córdoba», palabras cuyo verdadero alcance quedó explicado. Ahora, no pudo conocerlos «muy bien» sino entonces. [340] Era Tomás Gutiérrez de Castro hijo del maestro calcetero Lorenzo de Córdoba y de Baltasara Gutiérrez, su mujer, que, además, tuvieron, por lo menos, otros cuatro hijos: Isabel, Bernabé, Juan y Bartolomé. [341] Tomás aprendió el oficio de su padre, y obtuvo carta o título de maestro calcetero y licencia para poner tienda el 25 de Marzo de 1567. Pero su espíritu inquieto y carácter aventurero le impulsaron a alistarse como [342] soldado para la guerra contra los moriscos de las Alpujarras, en sustitución de un Acisclo de Montemayor. Regresó a Córdoba hacia mediados del año 1570 y el día 4 de Julio arrendó ya una tienda en la calle del Potro, para dedicarse a su humilde y no muy lucrativa profesión. Poco después debió de contraer matrimonio con una María de Chaves, de la que no dejó hijos, y a la que parece hubo de abandonar muy pronto, marchándose otra vez de Córdoba para emprender la vida aventurera y alegre de comediante, hasta que echó el ancla en Sevilla, en la posada de la calle de Bayona, donde le volveremos a hallar, al cabo de los años, dando alojamiento y protección a su antiguo amigo, el entonces comisario CERVANTES. De todos los personajes citados, rapazuelos de siete u ocho años en 1554: Alonso de Cervantes Sotomayor, Gonzalo de Cervantes Saavedra, Juan Rufo, Tomás Gutiérrez, don Juan de Aguayo, Gonzalo Gómez de Luque, algunos, particularmente los primeros, asistirían, por las razones expresadas, a la escuela de Alonso de Vieras, con preferencia a cualquier otra, en unión de MIGUEL DE CERVANTES. ¡Cuántos otros también, cuyos nombres no llegaron a la posteridad! Correteando con su cartilla o christus (que aún no precisaría de vademecum) desde las inmediaciones de la plaza del Potro -collación de San

Nicolás de la Ajerquía- al barrio de Castellanos (collación de San Juan), junto al convento de Jesús Crucificado, donde tenía su escuela Vieras, ¿quién hubiera adivinado en aquel [343] chicuelo rubio y balbuciente al genio poderoso cuyo nombre llevaría un idioma de veinte naciones y cien millones de almas? Y ¿qué doctrinas recibió entonces? ¿Qué libros siguieron al abecedario? Se ha supuesto si, por el bello carácter de su letra, manejaría el tratadito de Juan de Icíar, padre de la caligrafía española, que enseñó a escribir al príncipe don Carlos, y famoso matemático vizcaíno, citado en el Viaje del Parnaso (VII, 60), Recopilacion svbtilissima intitvlada orthografia practica (Zaragoza, 1548), y aun los posteriores del mismo, Arithmetica practica (Zaragoza, 1549), Nuevo estilo de escreuir cartas mensageras (Idem, 1552) y Arte svbtilissima, por la qual se enseña a escreuir perfectamente (Idem, 1555). Lo juzgo difícil. Eran opúsculos demasiado recientes -el postrero, a la sazón por publicar-, que conocería después. Alonso de Vieras, cuya academia databa de años anteriores, tendría otros métodos, propios o ajenos. Tampoco se nos antoja factible su acceso en ella a los llamados Libri minores: requerían ya ciertos adelantos latinos. En cuanto a los cervantistas que le atribuyen conocimientos musicales, a causa de lo [344] mucho y bien que en sus obras resuenan los cantos, los coros, los instrumentos, el elogio de las entonadas voces y la exactitud con que habla de la música y su terminología en general, se les ofrecerá desde ahora un asidero, por ser el arte de Euterpe disciplina que enseñaba Vieras, quien pudo inculcarle o apuntarle esta afición con algunas nociones rudimentarias de solfa. La música en los niños se desarrolla a veces antes que la lectura. Por lo demás, en la casa de CERVANTES no faltaba una vihuela.

Firma, en documento inédito, del gran amigo de CERVANTES, Tomás Gutiérrez de Castro. (Córdoba, 4 de Julio de 1570.) [343] Dos espectáculos de aquel año llamarían su atención: el día del Corpus Christi lidiáronse un par de toros en la calle de la Feria, y por el mes de Septiembre el francés Sebastián de Hay y su compañero Agustín Valenciano merodearon por las calles y plazas exhibiendo un retablo (quizá el primero que viese el autor del inmortal de Maese Pedro) del «Testamento Viejo y parte del Nuevo». Recuerdos de éste u otros retablos semejantes debieron de grabársele desde niño en la imaginación. En El Licenciado Vidriera hace una observación curiosa acerca de los titereros que los llevaban, de quienes refiere «que era gente vagamunda y que trataba con indecencia de las cosas divinas, porque con las figuras que mostraban en sus retablos volvían la devoción en risa, y que les acontecía envasar en un costal todas o las más figuras del Testamento Viejo y Nuevo, y sentarse sobre él a comer en los bodegones y tabernas». De estos títeres (industria de los sacadineros), a que tenían especial afición los muchachos, dice don Sebastián de Covarrubias en su Tesoro de la Lengua Castellana (Madrid, 1611) que son «ciertas figurillas que suelen traer extranjeros en unos retablos, que mostrando tan solamente el cuerpo dellos, los gobiernan como si ellos mesmos se moviesen, y los maestros que están dentro detrás de un repostero y del castillo que tienen de madera, están silbando con unos pitos, que parecen hablar las mesmas figuras, y el intérprete que está acá

fuera declara lo que quieren decir». Tal viene a ser el retablo romancesco de la libertad de Melisendra por Don Gaiferos, cuyas figurillas de pasta destroza a cuchilladas Don Quijote. Pero el del «Testamento Viejo y parte del Nuevo» pudo verlo CERVANTES por vez primera en Córdoba. En este mismo año quizá, o en el inmediato de 1555 (y es muy razonable conjetura), nacería su hermano menor Juan, que pasará por la presente biografía como una sombra, por cuanto únicamente se sabe de él que vivía en 1585: lo cita su padre, en último lugar entre sus hijos, en su testamento, otorgado en Madrid en esta fecha. Debía de ser ya difunto en 1593, a causa de no figurar en los documentos otorgados en tal año por su madre y por su hermana Magdalena. No se ha encontrado su partida de bautismo en Córdoba, ni podía encontrarse, porque las fes de bautisterio de San Nicolás de la Ajerquía, parroquia donde vivía Rodrigo [345] de Cervantes y su madre doña Leonor de Torreblanca, son posteriores a 1556. Año más o menos, a estos de la estancia en Córdoba de Rodrigo ha de corresponder el nacimiento de Juan. El mismo nombre, no dado hasta entonces a ninguno de sus vástagos, nos muestra el homenaje de veneración filial que, al fin, rendía el cirujano al viejo licenciado su padre, hechas ya las paces con él. Por eso creemos que Juan nació antes de fallecer su abuelo (11 de Marzo de 1556), y que Rodrigo le proporcionó la alegría, a par de morir, de ver que sus tres hijos varones (Juan, Andrés y Rodrigo) habían prolongado su nombre de Juan. A esto, adelantaban notablemente las obras en el palacio del deán para mejor instalación del Colegio de la Compañía de Jesús. Sus cronistas siguen diciendo que los escrúpulos de conciencia de los graves religiosos despertaron la aletargada de don Juan de Córdoba; que consiguieron hacerle cambiar radicalmente su conducta, mejorar y dignificar su vida y apartarle de la mujer ocasión de su existencia irregular; y que entonces los jesuitas, lograda tal victoria, aceptaron gustosamente y agradecieron la espléndida donación. Ya hemos hablado del asunto. Las dificultades que se presentaron ahora fueron de otro orden. El obispo don Leopoldo de Austria, por su rivalidad con el deán, al verle amigo y protector de la Compañía, estorbaba [346] mucho el funcionamiento del Colegio. De esta cuestión se trató ya en el cabildo celebrado por el Concejo en 12 de Diciembre. Pero no valieron maniobras. El poder del deán era incontrastable. El apoyo del Ayuntamiento, decisivo. Hechas en el palacio las obras precisas y acondicionado convenientemente, el Colegio se trasladó a la nueva y suntuosa morada, con toda solemnidad, el 23 de Junio de 1555. Registra el acontecimiento la mencionada Historia de Córdoba de Morales y Padilla, al fol. 492 v.º del manuscrito original, diciendo que el mismo día, vigilia de San Juan, tuvo lugar el traslado y la donación de las casas. «En él (escribe) se ordenaron las cosas de manera, por su buena industria [habla de don Juan de Córdoba], que aderezada la iglesia y casa, juntos los cabildos eclesiástico y seglar, con la Inquisición y toda la nobleza de Córdoba, clerecía y religiones, trajeron en procesión a los padres: al provincial, que entonces era el padre doctor Miguel de Torres, en medio de los inquisidores y de don Leopoldo de Austria...; a los demás, conforme a su dignidad, al lado de la gente más principal. Vinieron ansí hasta sus casas, donde con honrado acompañamiento les esperaba. Luego que llegaron, arrojose don Juan de rodillas a los pies del padre provincial, el cual, no

pudiendo estorbarlo, hizo otro tanto con lágrimas de ternura y devoción, y le hizo dueño de las casas y hacienda, que a Dios y a él en su nombre ofrecía... Hecho esto, él los metió en posesión de sus casas, y los cantores entonaron las vísperas, haciendo él mismo el oficio. Después dellas, predicó el padre maestro Juan de Ávila, conocido por su santidad y llamado por sus méritos apóstol de la Andalucía. La mañana siguiente dijo la misa el señor don Juan y predicó a ella fray Pedro de San Juan, de la Orden de Santo Domingo, grande amigo suyo y estimado de todos por sus muchas prendas. Celebró este día, convidando a la gente más principal que se halló en esta fiesta, sirviendo a la mesa por su devoción algunos caballeros muy notables, y entre ellos don Francisco Pacheco, que después fue obispo de Córdoba e insigne bienhechor deste Colegio, y don Luis de Córdoba, su sobrino. A la tarde representaron los estudiantes una comedia, de argumento y sentencias tan cristianas, que tuvo vez y fruto de sermón: causó grande sentimiento en los ánimos de los oyentes y sacó reformación en las costumbres. Este mismo suceso tuvieron otras que en varios tiempos se dieron en la ciudad; de manera que el padre maestro Ávila, viendo el fruto dellas, pareció que debían continuarlas. »Abriéronse las escuelas que labró la Ciudad con gasto de casi seis [347] mil ducados, repartidas en seis generales, tres altos con otros tantos bajos, reservando sólo la Ciudad para sí el señorío, para poner de su mano maestros cuando la Compañía no gustase de proseguirlas. Dio las cátedras y bancos que tenía hechos para este efecto. Creció con la comodidad de casa y necesidad de gente para acudir a los ministerios y ocupaciones de la religión el número de sujetos y con ellos la caridad y merced del señor don Juan, que en veces donó al Colegio más de veinte ocho mil seiscientos ducados en piezas de oro y plata, en libros, en censos, casas, heredades, y los sustentó dos años continuos dándoles el trigo necesario y más de seiscientos ducados en cada un año. Quisiera, demás desto, dejarle todos los bienes de que fundó a don Juan de Córdoba, su hijo natural, del hábito de Santiago, el mayorazgo; y no consintiendo en ello la Compañía, le nombró por heredera a falta de legítima sucesión por la línea recta. Vale de presente dos mil quinientos ducados de renta». Este interesantísimo pasaje corrobora, una vez más, la intervención señaladísima del P. maestro Juan de Ávila y del Concejo cordobés (que invirtió varios miles de ducados) en la fundación y funcionamiento del Colegio de Santa Catalina. En 3 de Septiembre el P. Pedro Pablo de Acevedo, al frente de él, daba cuenta del feliz traslado en carta a San Ignacio de Loyola. [348] [349]

Capítulo XIII Miguel de Cervantes, alumno de los jesuitas. -El teatro escolar. -Las comedias del P. Acevedo. -Su influjo alegórico en la escena cervantina. -Muerte de los abuelos paternos de Cervantes. -El adiós a Córdoba. Tenía el P. Acevedo (a quien hemos de tributar un alto elogio) de Sevilla, recién ingresado en la Compañía de Jesús. Cultísimo y ejemplarísimo sacerdote, había pasado a

ella en el año anterior, con otro clérigo y tres legos, por obra de la fervorosa persuasión y elocuencia de los padres Alonso Dávila y Gonzalo González, que arribaron de misión a la ciudad de la Giralda a últimos de Mayo de 1554. Eran los días en que se trataba de que Sevilla siguiera las huellas de Córdoba con la implantación de otro Colegio por la Compañía de Jesús. Al punto, el P. Acevedo fue enviado a regentar el de Córdoba, mientras el duque de Gandía y los padres Suárez, Bustamante, Hernández y el provincial Miguel de Torres, con la ayuda del caballero Fernando. Ponce de León, ultimaban la fundación e instalación del de Sevilla, que al fin se abrió, pobremente, en una casa pequeña de la collación de San Miguel, frente a la portería del monasterio de Nuestra Señora de Gracia... Mas volvamos con el P. Acevedo a Córdoba. Cuando el 18 de Octubre de 1555, festividad de San Lucas, patrón de los estudiantes, se inaugura el curso, el Colegio de Santa Catalina inúndase de muchachos de todas las clases sociales cordobesas. Entre estos muchachos está el nieto de Juan de Cervantes, del viejo licenciado, amigo del famoso deán y testigo [350] de la donación de su palacio para el nuevo Colegio: está MIGUEL DE CERVANTES, que ha debido ya de aprender a leer, escribir y contar, durante su estancia, de casi dos años, en la escuela de Alonso de Vieras. La importante manifestación que hacemos se decorará con la demostración siguiente: Que CERVANTES había estudiado con los jesuitas era una presunción lógica desde que don Francisco Rodríguez Marín, en su precioso opúsculo citado, Cervantes estudió en Sevilla (1564-1565), reprodujo y comentó, en prueba de su tesis, un pasaje de la novela cervantina Coloquio de los perros Cipión y Berganza. Dice el ilustre académico: «Contando Berganza cómo fue recibido en la casa de un rico mercader sevillano, padre de dos niños que estudiaban gramática en el estudio de la Compañía de Jesús, y cómo un día en que se dejaron olvidado el vademecum, él, Berganza, lo llevó al dicho estudio, y entregolo al mayor de entrambos jóvenes, quedándose «sentado en cuclillas a la puerta del aula, mirando de hito en hito al maestro que en la catedra leía», añade: «No se qué tiene la virtud, que, con alcanzárseme a mí tan poco, o nada, della, luego recibí gusto de ver el amor, el término, la solicitud y la industria con que aquellos benditos padres y maestros enseñaban a aquellos niños, enderezando las tiernas varas de su juventud, porque no torciesen ni tomasen mal siniestro en el camino de la virtud, que juntamente con las letras les mostraban. Consideraba cómo los reñían con suavidad, los castigaban con misericordia, los animaban con ejemplos, los incitaban con premios y los sobrellevaban con cordura, y, finalmente, cómo les pintaban la fealdad y horror de los vicios, y les dibujaban la hermosura de las virtudes, para que, aborrecidos ellos y amadas ellas, consiguiesen el fin para que fueron criados». Y comenta el Sr. Rodríguez Marín: «¿No creéis, como lo creo yo, que en estas afectuosas palabras se trasluce una afición más propia de discípulo que de persona indiferente, siquiera mirase con buenos ojos el saber y las virtudes de aquellos padres? A mi juicio, rebasa los límites de la conjetura la creencia de que Cervantes frecuentó las aulas de la Compañía». Cierto de toda certeza; pero primero en Córdoba; después en Sevilla. El Sr. Rodríguez Marín continúa diciendo: «A pesar de esto, y aunque a última hora, al hilvanar este pobre discurso pocas antes de su lectura, no he tenido a mano ciertos manuscritos de los cuales tomé ligeras notas hace algunos meses, paréceme que Cervantes no pudo estudiar con los

padres jesuitas sino la Gramática, pues, a juzgar por una referencia de mi venerable maestro y bondadoso amigo D. Marcelino Menéndez y Pelayo, hasta pasado (y quizá muy pasado) el año de 1564 no añadieron a tal enseñanza un curso de Letras humanas y otro de Artes y Filosofía. Y siendo esto así, hay que pensar, como cosa probable, que el [351] divino ingenio oyó estas otras lecciones en alguno de los demás colegios de Sevilla». La última aserción ya no reza con el Colegio de la Compañía de Jesús, ni tiene relación con el Coloquio, ni fundamento alguno. Porque, de haber cursado CERVANTES tales disciplinas en cualquier colegio de Sevilla, no volviera a cursarlas en el Estudio de Madrid, cosa demostrada documentalmente. Y no había de dar principio a la Gramática en el Colegio de la Compañía de Sevilla en 1564-1565, o sea a los diez y siete años, pudiendo comenzarla, y comenzándola, en el de Córdoba a la edad en que lo acostumbraban todos los mozalbetes. Lo sucedido fue de otra manera. Los cursos de Gramática eran tres e iban precedidos del preparatorio. Luego venían la Retórica y las Humanidades. MIGUEL estudia, efectivamente, en el Colegio de jesuitas de Sevilla la Gramática, y no sólo en 1564-65, sino aun en 1563-64; pero son ya los dos cursos finales de ella, que, por las vicisitudes de su casa, no pudo proseguir en Córdoba ni reanudar antes en otro sitio. Conviene ahora desvanecer algunas fantasías sobre el pasaje del Coloquio. La mención del Colegio de los jesuitas de Sevilla no se refiere al tiempo que cursara allí nuestro gran complutense. Ni el padre de los niños que asisten al Estudio puede ser Rodrigo de Cervantes, ni ninguno de ellos MIGUEL, ni su hermano, ni su primo Juan. Precisamente el tal padre es puesto en ridículo por el autor, diciendo que se entretenía en cortar de papel, a ruegos de un sacristán, treinta y dos florones «para poner en un monumento, sobre paños negros». Y adiciona (sátira personal contra alguien) que «destas cortaduras hizo tanto caudal, que así llevaba a sus amigos a verlas como si los llevara a ver las banderas y despojos de enemigos que sobre la sepultura de sus padres y abuelos estaban puestas». ¡Considérese si diría CERVANTES de su padre esta enormidad! El individuo de quien trata es un mercader sevillano, que iba con mucha llaneza a la Lonja «a negociar sus negocios», y «no llevaba otro criado que un negro, y algunas veces se desmandaba a ir en un machuelo aun no bien aderezado», mientras sus dos hijos marchaban al Estudio «con autoridad, con ayo y con pajes que les llevaban los libros..., con tanto aparato, en sillas si hacía sol, en coche si llovía». ¿Podía ser CERVANTES, o su hermano o primo, alguno de estos niños ricachones sevillanos, hijos del comerciante avariento y estúpido? ¡Antes fuera él ese ayo que les acompaña! La escena, por la alusión a la Lonja, es posterior a 1598, pues hasta el 14 de Agosto de aquel año no se comenzó a negociar en ella. En resumen: a CERVANTES se le ofrece ocasión, en el Coloquio de los Perros, al tratar de los hijos del mercader que asisten en Sevilla al Colegio de la Compañía, de alabar el Estudio de los jesuitas, y la aprovecha; pero, [352] aunque hubiera podido referirse al de Sevilla, lo hace más bien recordando («aquellos niños») al de Córdoba. Y ello aparecerá patente, si se considera que su amigo el atrás aludido don Juan de Aguayo (y es otro indicio de condiscipulaje) se le había anticipado ya en El Perfecto Regidor, donde en un capítulo

titulado «Provecho que hace en esta república de Córdoba el Colegio de la Compañía de Jesús», escribe: «De mí puedo afirmar que, si fuera otro Filipo, holgara tanto con los hijos que Dios fuera servido darme para poderlos criar en el Colegio de la Compañía de Jesús que tenemos en esta ciudad..., porque verdaderamente no sé qué tiene esta bendita gente, a quien el vulgo llama teatinos, que los mozos que salen disciplinados de sus manos, me parece que sacan diferente espíritu que suelen comúnmente sacar los que se crían debajo de la disciplina de otros preceptores o maestros... Diversas veces he mirado en una cosa, a mi juicio digna de particular advertencia, y es que con haber en esta ciudad, antes que vinieran a ella los padres de la Compañía, preceptores gramáticos tan hábiles como después acá los han tenido en su Colegio, de cien estudiantes no salían entonces cuatro buenos, y ahora de quinientos no aciertan a salir veinte malos». Pasaje a que don Norberto González Aurioles, puso este oportuno comentario: «¿No es verdad que parece inspirado en tan expresivas palabras el elocuente pasaje del Coloquio de los perros?» A lo menos, la coincidencia es reveladora. Reconocimiento de una deuda de gratitud a la Compañía. Que no podemos olvidar a aquellos de quienes recibimos las enseñanzas que marcaron el rumbo de nuestra existencia. Y huella harto profunda dejaron en el espíritu de MIGUEL los años escolares con los jesuitas en Córdoba y Sevilla, y aun la imagen del P. Acevedo, como se verá. Al espíritu universitario de los primeros compañeros de San Ignacio de Loyola, y de Loyola mismo, se debe la tendencia docente con que desde su fundación se distinguió el nuevo instituto religioso. Laínez, Salmerón, Javier, Fabro, Rodríguez de Azebedo, fueron todos hombres de Universidad, [353] teólogos y literatos. Los diez años que corren desde 1526 a 1536 empleó San Ignacio en adquirir una vasta cultura literaria y filosófica en Alcalá de Henares, Salamanca, París y Bolonia, base del éxito de la Compañía. Tal lo subraya el P. Astrain, benemérito historiador de ella. «Fue providencia de Dios (escribe) pasarle por tres Universidades tan célebres (pudo decir cuatro)... para que aprendiese por experiencia, así las dificultades de la vida escolar, como los métodos de enseñanza y la administración interior de colegios y corporaciones literarias... La Universidad de París le sirvió de modelo para muchas cosas de las que ordenó en la cuarta parte de las Constituciones». Por ello, la tendencia docente de la Compañía, sugerida por Laínez a San Ignacio, sobre la base de las prácticas universitarias tanto españolas como extranjeras (particularmente de la Universidad de París), obtuvo la total aquiescencia del fundador; y los padres Nadal y Polanco encargáronse de redactar el plan pedagógico de los primeros colegios, que, con pocas variaciones, subsistió en España hasta la época de la exclaustración. La enseñanza era como sigue: comenzaba por un curso preparatorio (infima latimitatis), seguían tres de Gramática, uno de Retórica y otro de Humanidades. Estudiábase el latín en las Introductiones latinae de Antonio. La Gramática comprendía, además, el conocimiento de la antigüedad clásica, versiones, comentarios y ejercicios de composición. Traducíase a Horacio, Virgilio, César, Plauto, Séneca... En las clases de Retórica eran imprescindibles las Institutiones oratoriae de Quintiliano, las Partitiones [354] de Cicerón, y otras obras semejantes. Después venía, a modo de complemento, algo de griego, algo de filosofía, casos de conciencia y hasta música y esgrima en ocasiones. El P. Astrain confiesa que no ha podido descubrir «alguna distribución del tiempo a que se acomodaban diariamente

maestros y discípulos». Sin embargo, le parece que los gramáticos debían de tener dos horas y cuarto por la mañana, y otras tantas por la tarde; y de San Juan a Santiago, a causa de los calores, hora y media solamente. De lección a lección había media hora, según CERVANTES, por boca de «Berganza», en el expresado Coloquio de los Perros. Uno de los métodos más atractivos de la enseñanza en los colegios de jesuitas era el impulso y esplendor que se daba a los actos públicos, a las recitaciones, conclusiones y representaciones dramáticas, a estilo de las Universidades. Particularmente del Colegio de Córdoba, tendríamos hoy pormenores para henchir las medidas del investigador más exigente, de no haberse extraviado un precioso manuscrito que se conservaba en la Biblioteca del Instituto provincial de aquella ciudad, con el título de Memorias de el Colegio de la Compañía de Jesús de Córdoba desde el año de 1553 hasta el de 1741, que vio y consultó el P. Astrain en 1900. Tal vez en él constaran algunos nombres de alumnos... De los que al curso de infima latinitatis, preparatorio o de menores, asistieran con CERVANTES en el de 1555-1556, no es aventurado suponer que se hallarían los anteriormente citados Alonso de Cervantes Sotomayor, Gonzalo de Cervantes Saavedra, Juan Rufo (que aún no se firmaba así), don Juan de Aguayo... Muchos afluirían de las demás escuelas al Colegio de moda, hasta completar la cifra de algunos centenares con que contaba. El licenciado Cervantes (si es lícito conjeturarlo) sentiríase rejuvenecido, al contemplar el despejo (y éste sí que puede asegurarse) de su pequeño nieto complutense. Tan rejuvenecido, que en una declaración prestada el 9 de Octubre en las pruebas hechas al bachiller Juan de Cárdenas, aspirante a una beca de colegial mayor en el Colegio y Universidad de Osuna, confesó tener sesenta y cinco años. ¡Se quitaba una docena! Esta deposición, en la que también afirma hallarse al servicio del Santo Oficio desde más de cuarenta y ocho años, comprueba la amistad que le unía con el licenciado Esbarroya, médico de la Inquisición y padre del mencionado Cárdenas, de donde hubimos de suponer que no les sería difícil a los [355] licenciados Cervantes y Esbarroya encontrar empleo para Rodrigo de Cervantes, bien en la Inquisición (como confiesa su hijo MIGUEL), bien en algún hospital, o ya en una y otro. LA CIUDAD DE CÓRDOBA A MEDIADOS DEL SIGLO XVII (I)

(Acuarela Pier María Baldi. -Biblioteca Laurenciana de Florencia.)

LA CIUDAD DE CÓRDOBA A MEDIADOS DEL SIGLO XVII (II)

(Acuarela Pier María Baldi. -Biblioteca Laurenciana de Florencia.)

Empero, a pesar de este rejuvenecimiento, de tan peregrina simulación y disimulación de años, hecha después de jurar decir verdad y merecedora, por ello, de otra «reprehensión» como la que sufrió veinticuatro años antes en Alcalá por el arzobispo de Toledo don Alonso de Fonseca, los días del licenciado Cervantes, de este hombre de quien se tienen tantas pruebas morales contrarias, estaban contados. Todavía siguió asistiendo a las reuniones del Concejo, y se tomaron en cuenta sus pareceres, hasta el cabildo de 22 de Enero del año entrante de 1556; pero en 17 de Marzo la Ciudad nombraba nuevo letrado, por muerte suya, a Juan Pérez Madueño; y once días más tarde, en la sesión del 28, «se proveyó que, Pedro de Castilla dé e pague a los herederos del licenciado Çervantes, letrado desta çibdad, mill quatrocientos cincuenta y ocho maravedís que se le restan deviendo hasta onze de Março deste presente año que murió, que se le deve a rrazon de veinte ducados por año». Fue sepulto, según el testamento de su esposa (el propio se desconoce), en el monasterio de Jesús Crucificado, donde era monja su hija sor Catalina. Sobre su tumba hubiera podido colocarse la inscripción que muchos años después mandó esculpir sobre la suya Juan Rufo: Pecador, Dios te perdone. [356] Ignórase quién asistiera a su entierro, ni si su enfermedad dio tiempo a venir de Cabra su hijo Andrés y de Alcalá de Henares doña María. A la muerte del licenciado (que quizá acabó haciendo las paces con su mujer), doña Leonor mudó o quiso mudar de domicilio. Por una escritura inédita, fecha 28 de Mayo de 1556, su cuñado Alonso Jiménez, sillero de la jineta, vecino de la collación de San Nicolás de la Ajerquía, arrendaba de Baltasar López, mercader, un apartado de casas en las de su morada, cerca del monasterio de Santa María de las Dueñas, para que lo habitase «la señora doña Leonor, mujer del señor licenciado Cervantes, difunto», por tiempo de un año, desde San Juan, de Junio, y renta de quince ducados. Mucho dinero era. Este contrato de arrendamiento no debió de cumplirse, a lo menos en su totalidad, porque, como veremos más adelante, en 28 de Febrero del año inmediato de 1557, doña Leonor moraba en la collación de San Nicolás de la Ajerquía, seguramente cerca de su referido cuñado Alonso Jiménez, marido antes de su hermana Juana Bermúdez y ahora de su otra [357] hermana María de Torreblanca. Según los padrones de vecinos del año 1549, Alonso tenía su domicilio en aquella collación, calle de la Sillería. La no intervención de Ruy Díaz de Torreblanca en el contrato, ni en otros documentos posteriores de doña Leonor, especialmente en su testamento, induce a suponer que no debía de hallarse en buenas relaciones con su hermana, tan vieja y decrépita que falleció a los diez meses. Así, doña Leonor, acompañada de su nieta Andrea, la predilecta, estaría de continuo en casa de su hermana María, que no tenía descendencia; y aquellos tres viejos, Alonso Jiménez, su segunda esposa y la viuda del licenciado Cervantes, se reunirían bajo el mismo techo para ayudarse y consolarse mutuamente y alegrar un poco el ocaso de su vida con las gentilezas

del niño MIGUEL y las travesuras y gracias de la mocita Andrea, que mala educación, por consentida, debió de recibir de ellos, y mala escuela de costumbres le ofrecían también aquellos bulliciosos alrededores de la plaza del Potro... En el ínterin, el 15 de Abril de 1556 se alzó por rey y señor el príncipe don Felipe. Hubo las solemnidades de rigor en la ciudad. También en el Colegio de jesuitas. Pero el gran acontecimiento verificose en éste con motivo de la festividad de su patrona. Seguramente dejaría recuerdo en el escolar CERVANTES. A pesar de su inauguración, las obras del nuevo local no estaban aún concluidas. Era muy extenso el palacio, dilatada la huerta; hallábase por trazar el templo y acondicionar algunas salas. Con todo, creyose negado el momento de ofrecer uno de aquellos espectáculos que tanto esplendor y atracción daban a los colegios de la Compañía: las representaciones teatrales. Es materia de otro lugar, que hallará su desarrollo cuando tratemos de CERVANTES dramaturgo, la historia del desenvolvimiento del teatro español desde las más antiguas piezas dramáticas debidas a los clérigos y escolares del Medievo, hasta que, luego de pasar el arte por los recintos universitarios, donde se nutre de humanismo renacentista, sale a la plaza pública, y Lope de Rueda (en cuyos días estamos ya) saca a las comedias de mantillas y las pone en toldo y viste de gala y apariencia, según frase del propio CERVANTES, uno de los primeros que han de seguirle. Ahora sólo nos interesa registrar las primeras impresiones teatrales que pudo recoger MIGUEL en el Colegio de jesuitas, ya que, como don Quijote, [358] «desde mochacho fue aficionado a la carátula y se le iban los ojos tras la farándula»: impresiones que están fuertemente ligadas a la innovación que después aseguró haber introducido en la escena. Ya dijimos que los jesuitas llevaron a sus colegios las prácticas universitarias, que, por lo que toca a las representaciones estudiantiles, equivalía a ir sacando las comedias humanísticas del patio de las Universidades. En esto no estuvieron los jesuitas solos: otros colegios particulares hicieron lo mismo, y el teatro de las Universidades de Salamanca y de Alcalá imitose por todos; mas la Compañía dio a los suyos una fisonomía propia en este aspecto, mejorando lo conocido y adaptándolo a sus peculiares normas de enseñanza; esto es, al carácter fundamentalmente moralista y religioso de ellas. Eran las representaciones teatrales en los colegios de los jesuitas como el complemento de los ejercicios de composición, declamación y controversia que acostumbraban a celebrar en certámenes públicos. Verificábanse todos los meses con gran aparato. Invitábase a personas cultas de la población, instábaselas a que arguyesen a los escolares, se premiaban las composiciones de éstos que lo merecían, fijándolas en los tapices o guadamecíes de los patios o salas donde tenía lugar el certamen; y el acto, a que concurría muchedumbre selecta, presidido por una dignidad eclesiástica o seglar (un obispo, un deán, un corregidor, un magnate y alguna vez un rey o un príncipe) amenizábase con músicas, danzas y cánticos.

Cuando había función teatral, toda esta pompa acrecentábase, y la fiesta adquiría su mayor relieve. Por eso mismo, y a fin de que sobresalieran, las representaciones dramáticas eran como las perlas principales de un collar: hallábanse espaciadas, ensartadas a trechos, en el largo hilo del año. Sólo, pues, se verificaban en la apertura de curso (generalmente el día de San Lucas), al fin de él y en las festividades de la Natividad, Circuncisión, Epifanía, Corpus Christi, santo titular del colegio o ciudad, y, a veces, con ocasión de visitas de altos personajes, entradas de obispos o para celebrar algún suceso extraordinario. A excepción del Corpus Christi, la apertura y final de curso se llevaban la palma de lo solemne. Había discursos, declamaciones, diálogos, y cerraba todo con una comedia, tragedia o tragicomedia. Los discursos, declamaciones y diálogos, por lo común en latín, solían ostentar estos títulos: Oratio in principio studiorum, Dialogus initio studiorum, Eloquentiae Encomium, etcétera; y los en castellano: Dialoguillo para la renovación de estudios; o bien: Copla para el feliz principio de los estudios... En cuanto a la representación teatral, nunca iba sola, sino amenizada con un praefatio iocularis, [359] una actio intercalaris, que era el entremés (casi siempre de más valor que la propia comedia), la loa y la despedida con música, danzas y cánticos. La clausura de curso ofrecía no menos interés, porque en ella se verificaba el reparto de premios y dignidades entre los alumnos más distinguidos, en cuyo honor leíanse epigramas. Después venía el consiguiente discurso; luego, algún diálogo, y, al fin, la comedia, con el aditamento de música y canciones. Las piezas de estos actos (el cierre de curso celebrábase el día de Santiago o el de la Asunción) llevaban títulos así: In distributio, nem praemiorum dialogus, o bien: Ad distribuenda praemia certaminis literarii. Una comedia de fin de estudios tiene este rótulo: Ad gloriam sacratissimae Virginis in cuius Assumptione per vigilio huic comoediae imposita est suprema manu... Conviene advertir que no siempre las piezas de colegio son latinas. Muchas se hallan escritas en latín y castellano. Después acaba por predominar este idioma, y no es imposible verlo junto con un trozo de gallego o de italiano, aunque raramente. En la festividad del Corpus, las invenciones de estudiantes y las danzas, que en algunas ocasiones se imitaban de las de indios (brasileños y mejicanos), precedían a la procesión, y la comedia versaba o sobre el sacramento de la Eucaristía o sobre un asunto alegórico, teológico o bíblico. Era la fiesta cumbre. Circunscribiéndonos al Colegio de Córdoba, aquel año de 1556 representáronse en él, precisamente, las dos piezas teatrales más antiguas que se conocen en España consagradas a esta clase de ejercicios dramáticos en los fastos de la Compañía. Son la égloga latina In honorem divae Catharinae, estrenada el día de la patrona del Colegio, Santa Catalina y la comedia hispano-latina intitulada Metanoea (Penitencia), ambas originales del referido padre Pedro Pablo de Acevedo, rector del Colegio y profesor en él de Retórica, y autor también, sin duda, de la comedia que ya se había representado en el año anterior, según se dijo, con motivo del traslado del Colegio al palacio del deán. La égloga En honor de Santa Catalina es un diálogo en metros latinos, de corte virgiliano, menos el prólogo, escrito en prosa. Son interlocutores [360] Philipus y Tilippus,

y unos pastores llamados Mirmix, Tremillus, Betracus, Mopsus, Timelluis, Tytirus y Adonis. No resistimos a la tentación de reproducir las primeras palabras, quizá las primeras también que escuchó CERVANTES desde un escenario: Nec salubritate coeli, nec vbertate loci... «Ni la pureza del cielo (el aire saludable), ni la abundancia del sitio (la fertilidad de la tierra)...» No podía comenzar la égloga con expresiones más adecuadas a la campiña de Córdoba. Una égloga (La Galatea) será el primer libro del cisne de Compluto. La representación se haría por los escolares más viejos. MIGUEL, alumno entonces de infima latinitatis, no aquilataría aún, seguramente, las estrofas virgilianas del P. Acevedo. La Comedia Metanoea, en latín y castellano, prosa y verso, sería ya más entendida de nuestro joven estudiante. Es una comedia larga, en cinco actos, con muchos personajes, bíblicos y paganos, figuras alegóricas, de actualidad, y coro. Una mezcolanza terrible. Allí hablan Metanea (la Penitencia), el Diablo, la Avaricia, la Soberbia, Cupido, el Mundo, junto con San Jerónimo, Erotis, Isaías y San Juan Bautista... En fin, sale hasta Cristo con la Cruz a cuestas... El fondo es una exaltación de la Penitencia, con castigo para el que desprecia sus consejos y gloria para el que se echa en sus brazos. Comedia teológica extraña, en que hasta alguna vez se plagian versos de la Flor de Gnido de Garcilaso de la Vega. Véase el principio de las estancias que canta el coro al final del acto segundo: Cesar debe la lira, y con su son, que finge en un momento, aplacarse la ira del animoso viento y la furia del mar y movimiento. Debió de representarse el día del Corpus Christi de 1556, o quizá en Semana Santa. Empero lo que mayor interés ofrece, para nosotros, de la comedia Metanoea es su «Prologus», en que el autor habla de sí. Por él vemos que el P. Acevedo se picaba de la farándula y la carátula desde sus días de estudiante, [361] y había compuesto, antes de entrar en religión, piezas profanas y jocosas, de las que ahora se mostraba arrepentido: comedias que se hicieron con aplauso, en las que procuró enmendar con lo dulce; pero aunque daba algún sabor a los oídos, «el alma se enfriaba en lo de veras». Buen humanista y teólogo, conservó siempre el amor al teatro, que procuró adaptar a los fines docentes y religiosos de la Compañía. Dominaba la técnica, infundía fervor ascético y moralista a los espectadores, y poseyó arte singular para transmitir vida, calor y relieve a las personificaciones abstractas y alegorías escénicas. De él escribe el P. Martín de Roa: «Pudiera seguir púlpito con provecho y aplauso de los oyentes, de que muchas veces dio muestras y cogió fruto. Dejolo todo por emplearse en la enseñanza de los mancebos, fundamento de la reformación común, que él escogió por único

medio para mejorar las costumbres y desterrar vicios de la república. Alentado con estas prendas, se ocupó el buen padre Pedro de Acevedo en leer la Retórica más de veinte años en las escuelas de Córdoba, de Sevilla y Madrid. Crió la juventud con tanta mansedumbre y gravedad, que todos le amaban como a padre y respetaban como a maestro; aprendían Letras de su enseñanza y virtud de su ejemplo». Y agrega: «Llevó la palma de nuestro siglo en saber juntar lo dulce con lo provechoso; hizo mil ensayos para hacer sabrosa la virtud a los mozos, y, con estilo y nombres de comedias, enseñó al pueblo a reconocer sus vicios en personas ajenas, y enmendarlos en las propias suyas». A la verdad, el conocido pasaje del Coloquio de los Perros sobre la enseñanza de los jesuitas concuerda en todo con la imagen del P. Acevedo que nos transmite Martín de Roa. No le faltaron émulos, bien ahora en Córdoba, bien después en Sevilla (donde volvió a encontrarle CERVANTES), quizá Mal-lara y sus amigos y discípulos, pues sigue diciendo el P. Roa: «Mostró grande paciencia y magnanimidad en sufrir a los principios las libertades y demasías de algunos preceptores de Gramática, que con desvergüenza procuraron desacreditar sus Letras, por el interés que perdían oyendo sus discípulos a los maestros de la Compañía». Él brilló por su modestia y timidez, condición inseparable del verdadero talento. «Era (escribe en su loor el P. Ribadeneyra) excelente poeta y orador, y en las letras humanas, latinas y griegas, varón eminente... Componía [362] oraciones, diálogos, comedias y tragedias admirables, y después de haberlas compuesto y representado, por algunos días se escondía y no parecía en público, por huir la ocasión de ser alabado... Trocó los teatros en púlpitos, y salían los hombres, muchas veces más recogidos y llorosos de sus representaciones, que de los sermones de algunos excelentes predicadores. El argumento y la materia le daban las tragedias del mundo y los desastrados fines que en él se ven cada día, y el blanco de todas sus composiciones era no engañar el tiempo, sino desengañar las almas; no reír culpas, sino llorarlas y enmendarlas». Veinticinco piezas teatrales, como ya dijimos, se conservan, inéditas, del P. Acevedo, todas representadas en los colegios de jesuitas de Córdoba y Sevilla. Su interés no estriba sólo en su antigüedad, sino en su originalidad, en que rompen con el preceptismo clásico. Cierto que, a menudo, su excesiva «moralidad», por así decirlo, ahoga la belleza; cierto que frecuentemente ellas y las demás de colegio son inferiores a las piezas universitarias; pero unas y otras despertaron la imaginación del mundo escolar y anuncian los albores inmediatos del teatro español. En lo particular, las comedias del P. Acevedo se distinguen de todas en un punto, que es, precisamente, el que nos interesa. Nos referimos a la parte esencial que cobra en su teatro el elemento alegórico. Su teoría dramática va expuesta en el «Argumento» de su comedia Caropus. Para él la comedia debe «ser de la humana vida una imitación y un espejo, do se ve lo que acá pasa». No sólo por la tendencia docente que les imprimió, sino por tratarse de un retórico, sus obras, predominantemente alegóricas, caen dentro del calificativo de moralidades. Donde

hay un retórico, cerca anda un moralista. Con doble razón en el P. Acevedo, que, sobre retórico, era fundamentalmente senequista; testigo, entre otras piezas, su tragedia Lucifer furens, palidísimo eco, no obstante, del Hercules furens del divino cordobés, inspirado, como es sabido, ligeramente, en el Heracles furioso de Eurípides. Un examen de todo su teatro (arte a menudo bárbaro y desarreglado) nos muestra una variedad asombrosa de tipos. Su procedimiento es el siguiente: crear, mediante personajes simbólicos y abstractos, un mundo invisible que actúe sobre el protagonista y los caracteres reales, para que, arrojados en la hoguera de las fuerzas antagónicas del Bien y del Mal, surja el conflicto dramático que provoque la catástrofe y ocasione el triunfo moral. Esta variedad alegórica es tan deslumbradora, que apenas existe afecto del alma, virtud o vicio, de que no se halle personificación: el Amor, el Temor, el Dolor, la Alegría, unas veces; la Humildad, la Avaricia, la Soberbia, otras; los entes colectivos: la Fama, el Mundo, la Herejía...; las cualidades y seres abstractos: la Ocasión, la Paz, la Libertad, la Incertidumbre, la Pobreza...; los espíritus y potencias sobrenaturales; Lucifer, [363] el Diablo, los Ángeles, los Santos...; las prosopopeyas: la Lengua, el Oído, la Ley...; los fenómenos naturales: la Infancia, el Sueño, el Eco, el Tiempo...; en fin, las Ciencias, las Artes, la Mitología. Nada queda en el orden alegórico que no encuentre su personificación representativa. Dijérase otro mundo shakespeariano, a no carecer de armonía, contraste y grandeza, no buscados por el autor; pero que varias veces sabe dar la nota de lo sublime. Cierto que algunas de estas «figuras morales» constan ya en el teatro griego y en Séneca; mas su conocimiento apenas pasaba del campo restringido de la erudición. El mismo Renacimiento fue mucho más latino que griego. Es el P. Acevedo quien recoge, aunque modestamente, algo de aquel mundo alegórico; lo acomoda a sus teorías estéticas docentes y lo amplía hasta lo infinito; tampoco, claro es, como innovador, porque la tendencia alegórica ya tenía sus precedentes en los antiguos debates, en las moralidades, en las danzas de la muerte y en Gil Vicente (comedia Trophea), a que siguieron Fernán López de Yanguas, Diego Sánchez de Badajoz, Vasco Díaz Tanco de Fregenal, Bartolomé Palau, Juan de Pedraza, etc. Empero el influjo de todos ellos fue muy limitado en el teatro público (no hay sino considerar el repertorio de Lope de Rueda) y poco penetrante en otros órdenes. El teatro de colegio, en cambio, se prestaba más que los «corrales» de comedias a la dramática alegórica (poco sufrible en públicos de pago); y así el P. Acevedo, que contaba con docta y nutrida concurrencia de espectadores, pudo cultivar y desenvolver con mayor amplitud el género, bien que sin salirse de las pautas docentes de la Compañía. Esto asentado, podemos tener por seguro que las representaciones teatrales de las comedias alegóricas del P. Acevedo no sólo impresionaron la imaginación de CERVANTES en estos tiernos años estudiantiles y le despertaron la afición de toda su vida a la farándula y carátula, sino que le impulsaron a adoptar el género de «figuras morales» de su maestro, y aun a apropiárselo, aunque parezca insólito. No sin extrañeza le vemos jactarse de haber sido el inventor de tales personajes abstractos. En el Prólogo de sus Ocho comedias y ocho entremeses nuevos, nunca representados (Madrid, 1615), escribe: «Mostré o, por mejor decir, fui el primero que representase las imaginaciones y los pensamientos escondidos del alma, sacando figuras morales al teatro, con general y vistoso aplauso de los oyentes». Y, en efecto, en su tragedia Numancia aparecen los siguientes personajes alegóricos: España, el río Duero, la Guerra, la Enfermedad, el Hambre, la Fama (como en el

P. Acevedo), un Demonio, etc.; en El trato de Argel., otro Demonio, la Ocasión (la «Occasio» del P. Acevedo) la Necesidad (que viene a ser la «Paupertas» del mismo); en El rufián dichoso, un Ángel, la Comedia, la Curiosidad, Lucifer y Tres almas del Purgatorio (también como en el P. Acevedo); en La casa de los celos, el Espíritu de Merlín, el Temor [364] (otra vez como en el P. Acevedo), la Sospecha, la Desesperación, los Celos, la diosa Venus, Cupido (que asimismo trae el P. Acevedo), etc. Y seguramente en las veinte o más comedias suyas que nos faltan, habría otras muchas figuras morales y personajes alegóricos que, en mi opinión, dimanan por línea recta del teatro del P. Acevedo que vio representar de estudiante (si acaso alguna vez no actuó de cómico) en los colegios de jesuitas de Córdoba y Sevilla. ¡Era de ver, en las fechas que precedían a las representaciones escolares, afanados los pobres jesuitas (la pobreza imperaba en la Compañía) por toda la población, buscando vestidos y aderezos para los muchachos, y las mil impertinencias que tenían que soportar! «Porque el Colegio (dice el jesuita P. Pedro Rodríguez en una carta de entonces) ha de dar in primis todos los aparejos y vestidos que han de llevar, y para esto, los Padres y los Hermanos por toda la ciudad han de andar pidiendo las sayas, tocas, joyas, etc., que muchas veces oyen a sus oídos cosas murmurando de nosotros, porque nos ponemos en ello, que vuelven corridos y avergonzados, y después se desvergüenzan los discípulos con los maestros, diciendo que si no les dan vestido de brocado o de tal seda, que no saldrán allá. Dáseles asimismo de comer a todos a nuestra costa, que acontece ser más de sesenta personas, y aun ochenta. Y muchos días, de merendar, porque se vengan a ensayar. Pues lo que se padece con la gente principal y la que no lo es, sobre pedir que se les señalen asientos en casa para donde lo vean ellos y sus mujeres, y las quejas que sobre ello fundan, es cosa que espanta». Aquel año vería pocos regocijos MIGUEL, fuera de estas solemnidades en el Colegio, a causa del reciente luto por la muerte de su abuelo. El día del Corpus lidiáronse tres toros en la calle de la Feria. Otra corrida se celebró el día de San Pedro y San Pablo, aniversario de la reconquista de Córdoba. La cosecha del año fue muy mala. En el siguiente, ya CERVANTES alumno de Gramática, volvió a tratarse por el Concejo de cuestiones relacionadas con el Colegio de la Compañía. En el cabildo de 15 de Febrero, de unas peticiones del deán don Juan de Córdoba; y en los celebrados el 5, 10 y 12 de Mayo, 14 y 16 de Junio, de las obras que en él se estaban realizando y de arbitrar recursos para contribuir a ellas. La familia de Rodrigo, muerto el licenciado, comenzó de nuevo a sufrir escasez. El pobre cirujano, ante ocho personas, más la suya, a que atender, [365] volvería a vislumbrar el porvenir muy sombrío. Su anciana madre doña Leonor de Torreblanca se vio obligada a vender el 28 de Febrero, a un tal Andrés Ortiz el Romo y a Pedro Cota, corredor en su nombre, «un esclavo de color loro», llamado Luis, de veintidós años, en precio de setenta ducados. Por la escritura, hasta ahora inédita, vemos, como se indicó, que inoraba en la collación de San Nicolás de la Ajerquía. Era renunciar ya a tener criado, aunque le quedaba su doncella, Victoria Rodríguez. [366]

Pero la flecha de la gran desgracia de Rodrigo flotaba todavía en el aire. Aquel año, en que también se perdió la cosecha por las grandes lluvias, hubo una terrible epidemia de tabardillos, de que murió mucha gente, y de esta epidemia o de su avanzada edad sucumbió su madre doña Leonor. El testamento, de interés por las noticias que suministra, fue otorgado el 10 de Marzo. En él dispone ser enterrada en el monasterio de Jesús [367] Crucificado, en la sepultura de su esposo el licenciado Juan de Cervantes. Sigue viviendo en la collación arriba indicada, seguramente en la calle de la Sillería, entre la de la Feria y la plaza del Potro. Instituye albaceas a su cuñado Diego Martínez, sillero de oficio, y a doña Catalina de Torreblanca, [368] priora del convento de la Concepción. Ordena misas por el alma de algunos de sus criados; pero se muestra muy parca en los sufragios familiares, y no deja de extrañar que no encargue ni una misa siquiera por Juan, el hijo muerto en la villa complutense. Mejora en el tercio y remanente del quinto de todos sus bienes (aunque no los señala) a su nieta doña Andrea de Cervantes, la hija mayor de Rodrigo, que sin duda era entonces, según apuntamos, la predilecta, como antes lo había sido el padre, y nombra herederos del resto (que bien poco sería) a su expresada nieta y a sus hijos Rodrigo de Cervantes, Andrés de Cervantes y María de Cervantes, «viuda», excluyendo a su otra hija doña Catalina de Cervantes, monja profesa del mismo convento en que manda la sepulten. Buen humor testamentario revela el llamar «viuda» a la gentil barra gana del arcediano don Martín de Mendoza, muerto, como sabemos, en 1555. No hay noticia de que doña María, desde que la vimos en Valladolid ser tenida por menor, a causa de su palmito, llegara a contraer matrimonio. Quizá se hallase en Córdoba a la enfermedad de doña Leonor o con motivo de la muerte del licenciado, y fuera preciso apelar a aquella falsedad, allí donde no la conocían, y que no es la única del testamento, pues en él se manifiesta que doña Leonor «dixo que no tenía dispusiçion de firmar», y mal podía tenerla, no habiendo sabido hacerlo en su vida. [369] La abuela paterna de CERVANTES debió de morir a poco de otorgar esta carta de testamento. También murió aquel año, ab intestato, en Málaga, Rodrigo de Cervantes, el contador de la Goleta; y dos meses más tarde, el 27 de Septiembre, en Villanueva de la Serena, de regreso de la corte, el obispo don Leopoldo de Austria. En 6 de Octubre el Concejo cordobés acordó suplicar a Su Majestad que propusiera para sustituirle al deán don Juan de Córdoba; pero el mal recuerdo de su anterior vida disipada persistía sin duda en Palacio, y el sucesor del hijo de Maximiliano I fue don Diego de Álava y Esquivel, nombrado en 30 de Diciembre de 1558.

Córdoba. -Fachada del convento de Jesús Crucificado, en cuya iglesia fueron sepultos los abuelos paternos de CERVANTES, su tía carnal sor Catalina y su tía-abuela sor María, monjas profesas en él.

La desgracia familiar no alteraría la vida estudiantil de CERVANTES: seguiría asistiendo al Colegio de la Compañía. El día de San Juan se celebró en él la fiesta del Santísimo Sacramento con la representación de una comedia (seguramente también del P. Acevedo), a tenor de una carta del P. Pedro de Sailices, fechada en Córdoba el 1.º de Septiembre de 1557, que da los siguientes detalles del acontecimiento: «El día de San Juan se hizo en casa la fiesta del Santísimo Sacramento con grande solemnidad. Estaba el patio muy aderezado con rica tapicería y cuatro altares. Dijo la misa [370] el señor don Juan [de Córdoba] con otras dignidades de la iglesia. Había mucha gente, y predicó un Padre de casa, que es muy acepto al pueblo. A la tarde fue la procesión muy solemne por el patio. Representose una comedia, que había hecho un Padre de casa, lector. Estuvo muy buena. Hubo otra danza de unos estudianticos pequeños, hijos de nobles deste pueblo, que iban delante del Santísimo Sacramento ricamente aderezados, y otros estudiantes con otra invención». ¿Será sutilizar mucho, suponer que entre estos estudiantes se hallaría nuestro MIGUEL, ya mocito de diez años? Desde la fecha del testamento de doña Leonor de Torreblanca, el rastro documental de la asendereada vida del cirujano Rodrigo de Cervantes se nos pierde, hasta hallarlo en Sevilla en 1564. ¿Cuándo abandonó Córdoba? ¿Dónde fue a parar? Muertos sus padres, el adiós a Córdoba se imponía. Allí no le quedaban sino parientes pobres, que se ganaban el sustento en humildes oficios manuales. Véanse los testigos que concurren al otorgamiento de la última voluntad de doña Leonor, y resaltará claro la gente modesta con que la familia se trataba: guadamecileros, hijos de cuchilleros o de canteros, y silleros, a su vez hijos de otros tales. La persona de relieve, el licenciado, que moró aparte, como hemos visto, y que tal vez dejó lo principal de su hacienda a su fiel María Díaz, faltaba, y con él su influjo. La herencia de doña Leonor de Torreblanca serían unos cuantos muebles sin valor, pues todo aquello de «títulos, derechos e acciones» no pasa de embeleco protocolario. Los bienes de la menor doña María en Alcalá de Henares, enajenada la casa, consistirían en vivir a costa de su hija doña Martina y del escribano Díaz de Talavera. En cuanto a los padres de doña Leonor de Cortinas, parece, y en tal investigación ando, que residían en uno de esos pueblos pequeños donde los más ricos eran pobres; y así, tampoco su situación económica tendría mucho de envidiable. Sólo quedaba Andrés, con excelente posición en Cabra, merced a su rico casamiento. Y Cabra era una ciudad, aunque de tercer orden, amplia y abundosa. ¿Adónde se dirigiría Rodrigo de Cervantes, para atender al sustento de aquel familión, de mujer y seis hijos, con el producto de su menguada cirugía? ¿A la corte? ¡Hum! Con tal de que no fuera Valladolid... ¿A la imperial Toledo, corte siempre... cuando Dios quería? ¿Al gran lugarón de Madrid? Ni contaba con dineros para instalarse, ni amigos que le favoreciesen. Los archivos de estas urbes no registran por entonces su [371] nombre. ¿A la sombra de su hermano en Cabra? No había mejor solución. Acaso ni otra. Con motivo de la muerte de sus padres, los hijos del licenciado se reunirían en Córdoba seguramente, y allí se trataría de este grave problema. Alcalá, Valladolid, Córdoba, echaban de su seno a Rodrigo. Había aprendido ya a su costa la frase que luego aprendiera

MIGUEL, al pasar por las mismas experiencias terribles: que «al desdichado las desdichas le buscan y le hallan, aunque se esconda en los últimos rincones de la tierra». No sabemos cuándo abandonara Córdoba. No tardaría mucho. Quizá en el año entrante de 1558. Los estudios de MIGUEL quedaron, pues, interrumpidos. Mas el hechizo de la Ciudad Sultana, la imagen del Colegio de la Compañía, el recuerdo de los amigos, el sabor de la tierra, no se borraron nunca de su memoria. [372] [373]

Capítulo XIV Rodrigo de Cervantes, en Cabra. -El tercer duque de Sessa. -Cabra a mediados del siglo XVI. -La célebre sima. -Muerte y descendencia de doña María de Cervantes. -Casamiento de Felipe II con Isabel de Valois. -Don Álvaro de Sande. -Traslado de la corte a Madrid. Abandono de Cabra. Gran confusión engendran en el ánimo las decisiones trascendentales; pero pues no quedaba otro recurso al pobre «zurujano» Rodrigo de Cervantes sino el apoyo de su hermano Andrés, a su sombra marcharía a vivir a Cabra. No hay documento, hasta hoy, que lo confirme irrefutablemente, por pérdida de muchos referentes a aquellos años. Ahora, la conjetura es tanto mas verosímil, cuanto que desde el anterior (1557), el mismo en que Felipe II triunfaba del poder de Francia y conseguía la victoria [375] de San Quintín, comenzó a sentirse un hambre general en toda España, a que siguió su inseparable compañera entonces, la peste. Mal año, por ello, el de 1558 para que el desventurado Rodrigo tanteara fortuna, con sus bártulos a cuestas, sino en el pueblo donde su hermano gozaba de excelente posición. Y aun parece posible, por ser tan numerosa su familia, que algunos de sus hijos, entre ellos Luisa, regresaran con su tía doña María a Alcalá de Henares, al lado de su prima doña Martina o de sus abuelos maternos. Consta documentalmente, como veremos después, que siete años más tarde, al ingresar en el convento de la Concepción, Luisa, mientras sus padres residen en Sevilla, figura como «vecina de Alcalá». La decisión, pues, de aligerar un poco a Rodrigo del peso de tantos hijos, a fin de que se desenvolviera más fácilmente en Cabra, debió de tomarse en Córdoba, a la muerte de la madre, en que se reunirían los tres hermanos. Doña Andrea, la favorecida en el testamento, como hija mayor, y MIGUEL, como primer varón, junto con los niños más pequeños, quedarían con sus padres, y Luisa y algún otro volverían a Alcalá. Tornamos a decir que todo ello no pasa de conjetura. Ni queremos que se le atribuya otro valor sino el de una presunción, aunque lógica. Sea como fuere, no se olvide nunca que las relaciones de doña Leonor de Cortinas con sus padres, vivieran a orillas del Henares, del Jarama o del Tajo, desconócense por ahora; pero que así ella como su esposo y sus hijos no perdieron en ningún instante, por accidentes que les sobrevinieran, su contacto con Alcalá. Era la dura necesidad lo que les alejaba, la misma que haría decir a MIGUEL: «¡Venturoso aquel a quien el Cielo dio un pedazo de pan, sin que le quede obligación de agradecerlo a otro que al mismo Cielo!».

Escudo de Felipe II. (Monasterio de El Escorial.) [374]

Yo el Rey. Firma de Felipe II.

Al hambre y la peste uniéronse aquel año, fin de la regencia de doña Juana, cuatro fallecimientos sonadísimos: el de doña Leonor, reina de Francia; el de doña María, reina de Hungría; el de María Tudor, reina de Inglaterra, y el del emperador Carlos V, en Yuste, a 21 de Septiembre. La política de Europa sufrirá un cambio sensible con estas desapariciones, [376] una de las cuales, la de María Tudor, marcará el principio de la rivalidad entre España e Inglaterra, entre Felipe e Isabel.

Retrato de Felipe II por Juan Pantoja de la Cruz. (Museo del Prado.) Cuando Rodrigo de Cervantes llega a Cabra, en fecha imposible de determinar (quizá en el Otoño), el señor de la villa -ausente a la sazón en Italia- es aquel mismo tercer duque de Sessa y quinto conde de [377] Cabra que tanto favoreció a su padre el licenciado desde el 18 de Agosto de 1541, en que le nombró, como vimos, alcalde mayor de su estado de Baena. Este duque, relevante personalidad del siglo, hombre extraordinario, cultísimo, poeta y amigo de poetas, a quien Antonio [379] Pérez calificó de «grande en la liberalidad, con otras muchas virtudes», atendió siempre a la familia Cervantes. Abrigo la sospecha de que Rodrigo obtuvo algún cargo en Cabra por intervención suya (hacía todos los nombramientos), en cualquiera de los dos hospitales de la villa, como lo gozó Andrés, a quien luego nombrara alcalde mayor. En su lugar veremos que, pasados los años, cuando MIGUEL DE CERVANTES, ya estropeado en Lepanto y cansado en Italia de las campañas guerreras, decide regresar a España y solicitar el premio de sus servicios, el duque, virrey de Sicilia (que ya en 15 de Noviembre de 1574 había mandado pagarle en Palermo 25 escudos, «a buena cuenta de lo que se le debía»), le da cartas de recomendación para Felipe II y sus ministros (según confiesa el prócer); y cuando, con otras de don Juan de Austria, se las roban en Argel y le cautivan, Rodrigo de Cervantes se presenta al duque en Madrid, solicitando fe de ello, el cual la extiende tan cumplida, firmada de su mano, y tan elogiosa a MIGUEL («para que a Su Majestad le conste de la manera que le ha servido», porque «meresce [380] que Su Majestad le haga toda merced y ayuda para su rescate»), como era de esperar de su nobleza. Bien claro se infiere de todo que los Cervantes conocían al duque y recibieron favores suyos desde el abuelo al nieto: conocimiento ligado sin duda a su villa de Cabra.

Mandamiento, inédito, de Andrés de Cervantes, como alcalde de Cabra, para que Cristóbal Fernández de Adamuz, tutor y guardador de Magdalena de la Cruz, la entregue 16 ducados para casarse. (Cabra, 28 de junio de 1592.) [378]

Firma de Andrés de Cervantes. [379] La residencia, por tanto, de Rodrigo en Cabra, a la sombra de Andrés, resalta evidente. Y así, la incógnita de los años juveniles de MIGUEL DE CERVANTES, tanto tiempo perseguida por los biógrafos, y eliminada ya en su principio documentalmente por nosotros, con la fijación de sus cinco años de estancia en Córdoba, puede darse por resuelta en total, con estos otros cinco que le asignamos de vivienda en Cabra, hasta 1563, en que se traslada a Sevilla. A pesar de la grandeza y encanto de Córdoba, no dejaría de verse sorprendido MIGUEL, mocito ya doceñal, con sus nociones latinas, y despierto (que en los poetas la imaginación se desarrolla muy pronto), ante la maravilla de aquel valle, ceñido por una cadena de montañas, que a nueve leguas al Sudoeste de la Ciudad Sultana se distinguía. Cabra adormíase en la concha de aquel valle en semicírculo, estrechada en otro que la cerraba totalmente: sus murallas. Villa entonces, y villa fuerte, la parte llamada Vieja cercábanla sólidos muros y altas torres, cuadradas unas y redondas otras, alternativamente, en número de diez y ocho, a distancia de unos sesenta pasos. La cerca tenía dos puertas cardinales y dos postigos: la de la Villa, o principal, situada entre el Oriente y Mediodía, con recia portada, hojas de hierro y cubos de cantería moldeados; y la de Santa Ana, que miraba al Poniente, guarnecida de esbelta torre a su lado, con sus troneras para defensa de los dos postigos. Llamaban al del Mediodía, de los Corazones, por cierta piedra grande que tenía grabados algunos. El otro, a la parte septentrional, denominábase de Córdoba. En el recinto de la fortaleza sobresalía el célebre castillo y casa fuerte de los condes de Cabra, donde antaño venciera el Cid a García Ordóñez contra el rey granadino. Tenía su cava, foso y contrafoso, muy bien cercado y torreado, sus dos torres a los lados de la puerta, todas almenadas, de excelente disposición y hermosura. Allí señoreaba la fortísima torre del Homenaje, reedificada en 1515, cuyo frontispicio salía a la calle Mayor, y en cuyo interior admirábase un amplio salón de forma ochavada, [381] con ventanas al Mediodía y al Oriente. El palacio era digno de sus posesores, alhajado y amueblado con ostentación; jardín, fuentes y lindo claustro alto y bajo de columnas alabastrinas. También se hallaba dentro de la fortaleza la iglesia parroquial de la Asunción, mezquita un tiempo, como lo proclamaba todavía, desdiciendo de su orden gótico, el antiguo minarete, que le servía de campanario. Constaba de cinco naves cubiertas de bellos arcos, sobre cuarenta y dos columnas de diversos jaspes, del modelo y traza de la mezquita de Córdoba. Era suntuoso el altar mayor, al que se ascendía por tres gradas de jaspe encarnado; la capilla del Sagrario, rica de tallas; la de Gonzalo Rodríguez de Cáceres,

alguacil primero de la villa, datante de 1466, con las capellanías de los Cáceres y Fernández de la Cruz, antiguos y nobles linajes; la del bautismo, y otras de los Aguilares, Fernández de Córdoba, Enríquez de Herrera, Atienza, etc. Se reedificó más de un siglo después (16821688), sufriendo modificaciones y perdiendo no poco de su aire oriental. En los días de CERVANTES ofrecíase tal como la describimos, de capillas de hermosa fábrica, artísticas molduras de madera, profusión de nichos dorados y notabilísimo coro. Se entraba al templo por tres puertas.

Cabra. -Vista del famoso castillo desde la Plaza Vieja. A las murallas de la villa Vieja iba contiguo el muro, en descenso hasta cercar el cerro de San Juan; dilatábase por la puerta del Sol, proseguía buscando el barrio del Albaicín, tocaba el postigo de Córdoba, asíase a la torre del Homenaje, cruzando el arroyo de la Tejera, y remataba volviendo a enlazarse con el arco de la Villa. No más de tres mil vecinos contaba a la sazón Cabra; tres iglesias, aparte de la parroquial: la antigua de San Juan Bautista, extramuros, en el Sur, sobre un desnivel bañado por el río Cabra; la de Santa Ana (de 1506), al extremo oriental, en el llano de la Vega, y la de San Martín, [382] que luego se erigió en ayuda de parroquia por la crecida de la población; y dos conventos, el de Santo Domingo, de frailes, fundado en 1550, y el de San Martín, de monjas, del que ya no quedan vestigios. Las ermitas eran tres: San Cristóbal (1550), al Mediodía, próxima a los caminos de Lucena y Rute; San Marcos, en la llanura de este nombre, a la izquierda del camino a la Fuente del Río, y el santuario de Nuestra Señora de la Sierra, del siglo XIV, en la cúspide de la montaña, sobre una explanada peñascosa, a legua y media del pueblo, desde donde se divisa el magnífico panorama de la Nava.

Cabra. -Vista general de la ciudad. Tenía Cabra dos hospitales entonces, en uno de los cuales se puede sospechar que ejerciera su profesión Rodrigo: el de la Caridad, para pobres naturales de la villa, y el de Peregrinos, ambos en la collación de San Juan Bautista. El ensanche y ornato de la población, su reedificación, por así decirlo, debíase, un siglo atrás, al famoso segundo conde de Cabra, don Diego Fernández de Córdoba, fallecido el 5 de Octubre de 1487. Desde la reconquista del pueblo por Fernando III el Santo, en 1240, la villa comenzó a repoblarse con gente foránea, incluso de moros, que fundaron el barrio del Albaicín; pero creció sin orden y conservando su carácter medieval. Fue don Diego quien abrió calles nuevas, construyó edificios [383] públicos, urbanizó la plaza, el cerro de San Juan, el Horno del Baño, etcétera. Entonces se formaron las cuatro calles principales, base de casi toda la villa, derivadas desde la plaza mayor al Oriente, la calle de Priego, por salir al camino de esta localidad; la de los Álamos, que concluía en las huertas altas; la de las Parras, que desde los muros del Alholí finaba también en las huertas, y la de San Martín, que salía a reunirse con el camino real de Baena.

Cabra. -Vista parcial. Cuando MIGUEL DE CERVANTES arribó a Cabra, o en 1558, si se prefiere, sólo tenía la villa estas cuatro calles, con otras doce transversales rectas, y dos plazas. Tan diminuta era entonces la hoy amplia y bellísima ciudad. Bellísima, cierto, lo fue siempre. Hasta en aquellos idus, ni la muralla lograba ahogar el aroma penetrante de la Sierra. Frescas y saludables aguas, parajes deleitosos, salidas amenas y apacibles, como en ningún otro lugar de Andalucía. Al lado mismo de los muros extendíanse las arboledas, las huertas, las acequias copiosas. Siguiendo el camino de Priego al nacimiento del río, o tomando a la derecha en dirección al Vado del Moro, o por el camino de San Francisco, o por el de Baena a la Fuente del Chorrillo, o por los molinos, o por el Mojardín, era un ensueño de égloga y como trasunto del Paraíso. A uno y a otro lado de estos alrededores pintorescos, por rutas, sendas y veredas, abundaban los cerezos, los guindos, los manzanos, los perales, las moreras, tan tupidos, que cerraban el paso [384] a los rayos abrasadores del sol y ofrecían sombra placentera en las horas más ardientes del día. En medio de aquella naturaleza jocunda, bien se pudo despertar la afición de CERVANTES por la poesía. La esplendidez del clima; los vientos, en general del Sur y del Sudoeste, casi siempre suaves; la sucesión de huertas, los blancos caseríos, el verde claro de los extensos olivares, la policromía de tantos jardines... Porque por todas partes se hallaba rodeado de flores: el jazmín con la celinda, la adelfa con el mirto, el nardo con el clavel, y lluvia de sicomoros y azucenas, madreselvas y tulipas, violetas y rosales. Y árboles, muchos árboles, desde el gigantesco nogal, donde anidaba el jilguero, al liso y tortuoso granado, grato al ruiseñor. El cielo, azul; el aire, cargado de trinos y perfumes; la tierra, llena de colores. Lo que él pidió siempre para la poesía y para que las musas más estériles se mostraran fecundas, allí se encontraba: «el sosiego, el lugar apacible, la amenidad de los campos, la serenidad de los cielos, el murmurar de las fuentes, la quietud del espíritu».

Cabra. -Afueras de la ciudad. La poesía, de un lado; y el ideal caballeresco, de otro. Juntas poesía [385] y caballería. Porque Cabra, además, era una página latente del Romancero. Murallas y castillo evocaban la figura señera de Ruy Díaz de Vivar friunfante. El Vado del Moro conservaba la historia de las correrías de Aliatar, el bravo caudillo de Loja, padre de Moraima, la esposa de Boabdil, prisionero allí un tiempo del Conde de Cabra. Consejas, leyendas, romances moriscos... Y en los lejos y brumas de la imaginación, el recuerdo de la Egabra romana y visigoda, grabada en las ruinas y en los mármoles. En fin, al hechizo de la Sierra, uníase el terror supersticioso de la célebre sima, que MIGUEL ha de rememorar en varias de sus obras, abismo entonces inexplicable y aun después no muy bien definido. [386] Han sido numerosas las hipótesis, y la cueva misma teatro de acontecimientos y accidentes a veces mortales.

La célebre sima de Cabra, tan citada por MIGUEL DE CERVANTES. [385]

Era entonces alcalde mayor el licenciado Alonso Francés, y gobernador general de aquellos Estados don Gabriel de Córdoba. Meses más tarde, en 20 de Enero de 1559, recibía aguas cristianas otra hija de Andrés, a la que llamaron Antonia nombre, quizá, de algún deudo de su madre, doña Francisca de Luque. Turbó esta alegría la mala nueva del fallecimiento en Alcalá de nuestra gentil doña María de Cervantes. La especie dimana de don Julio de [387] Sigüenza; y aunque, como hubimos de probar, su escasez de conocimientos paleográficos le hacía errar a veces la lectura de los documentos, aquí parece interpretó correctamente la data del óbito de doña María, pues no vuelve a saberse de ella. La descendencia que dejó en su hija doña Martina de Mendoza se prolongó mucho. [388] No consta si, con motivo del fallecimiento, los Cervantes de Cabra, o alguno de ellos, se presentaron en Alcalá de Henares. Mientras MIGUEL lee y estudia por sí solo (que desde muy joven debió de tener esta afición, confesada luego, a leer hasta los papeles rotos de las calles), y en unión de su primo Juan, sólo seis meses más joven, corretea, atisba, inquiere, y quizá sueña, en el ambiente dulce y callado de Cabra -no despreciemos la conjetura-, los acontecimientos de España, ascendida al cenit de su grandeza, van cobrando una intensidad que no ha de decrecer sino a fines del siglo.

Cabra. -Plaza Mayor. Concluíase la guerra con Francia. Se ajustaban las paces. Una de las cláusulas del tratado previno el casamiento de Felipe II con Isabel de Valois, llamada por eso Isabel de la Paz, hija mayor de Enrique II y de Catalina de Médicis, nacida en Fontainebleau el 2 de Abril de 1545. Esta princesita desgraciada, «pequeña, de cuerpo bien formado, delicado en la cintura, redondo el rostro trigueño, el cabello negro, los ojos alegres y buenos, afable mucho», según la pluma de Cabrera de Córdoba, pero más fina y espiritual en la miniatura de Felipe de Liaño, será el primer [389] sujeto de la poesía de MIGUEL. El desposorio se celebró por poderes en la corte de Francia el 22 de Junio; y en las fiestas habidas con este motivo, Enrique II recibió, justando, un astillazo en la frente, por encima del ojo derecho (29 de Junio), de cuyas resultas murió: 9 de Julio. Felipe II, dejando en orden las cosas de Flandes y de regenta a la duquesa de Parma, regresaba a España. Desembarcó el 8 de Septiembre en Laredo. El 8 de Octubre asistía en Valladolid al auto de fe consecuencia del cual fue quemado, con otra persona, don Carlos de Seso, que sucedió al celebrado el 21 de Mayo, donde pereció el doctor Agustín de

Cazalla, y pasando a Toledo, abrió Cortes el 9 de Diciembre. Eran los días en que comenzaba a fulminarse proceso contra el arzobispo don fray Bartolomé de Carranza, preso en Torrelaguna la noche del 21 de Agosto, y en que entraba en las cárceles de la Inquisición de Sevilla el doctor Constantino Ponce de la Fuente.

Cabra. -Parque de la ciudad. El 30 de Enero de 1560 llegó a Guadalajara Isabel de Valois, con su cortejo y el arzobispo de Burgos y el duque del Infantado, que ni uno ni otro entendían el francés. Subió desde Toledo a esperarla Felipe II; y el 2 de Febrero, en la capilla del palacio de los duques (la misma en que cantara su primera misa don Martín de Mendoza), se verificó el desposorio. Al día siguiente los regios cónyuges pasaban por Alcalá, [391] cuya Villa y Universidad les hicieron grandes fiestas; y continuando el viaje, dieron en Toledo entre danzas y regocijos. Ya en la Ciudad Imperial, el 22 de Febrero fue jurado sucesor de la corona el príncipe don Carlos, y reconocido como hijo natural de Carlos V don Juan de Austria. Parecía inaugurarse con esto un largo período de paz. Así lo supuso el Rey al juntar las Cortes: «Ya Europa (decía), libre de cuidados y guerras, descansa con la paz general tan deseada que le dio la fuerza de mis armas, tesoros, gloria de mis vitorias, reduciendo los enemigos desta corona al conocimiento de su protervia y de mi justicia, poder y fortuna». Muy pronto, sin embargo, al año siguiente, hicieron su aparición las alteraciones de Flandes.

La reina doña Isabel de la Paz, tercera esposa de Felipe II, en honor de la cual compuso CERVANTES la primera poesía (un soneto) que de él se conoce. (De un grabado de la época.) [390] Todas estas noticias llegaban, naturalmente, a Cabra, como a los demás pueblos, con bastante rapidez. Las que se retardaron, con ser luego sonadísimas, fueron las referentes a la heroica defensa del castillo de los Gelbes por don Álvaro de Sande. Cuando Rodrigo las conociera, se le inundaría de gozo el corazón, ante las hazañas de aquel amigo de la juventud, su acompañante en Alcalá, que acababa de escribir una página brillante en la historia de España. Jornada infeliz, porque se perdió Gelbes; pero memorable el heroísmo de don Álvaro. Llevado prisionero a Constantinopla el 27 de Septiembre y paseado con cadenas por el Cuerno de Oro, fue conducido al mar Negro, a la torre del Perro, de donde pocos salían. Allí estuvo, sufriendo un atroz cautiverio de los turcos, hasta 1562, en que, como dice Cabrera de Córdoba, «el emperador Ferdinando [392] hizo tregua con Solimán por ocho años, con alguna pensión en dineros por lo que poseía en Hungría, y cambio de algunos prisioneros de consideración, en cuyo número entraron, a petición del Rey Católico, los más principales de la pérdida de los Gelbes y algunos capitanes». Mas milagrosamente salieron con vida, porque Solimán ordenaba darles en la vianda tósigo limitado. Muchas veces Rodrigo de Cervantes, durante el cautiverio de MIGUEL, pensaría con horror en los sufrimientos de éste, a la sola memoria de los de su amigo don Álvaro.

Terminadas las Cortes de Toledo, expeditos los más urgentes asuntos de Estado y mejorada Isabel de Valois de varias indisposiciones que le sobrevinieron después de unas viruelas, Felipe II decidió trasladar la corte a Madrid. El citado Cabrera de Córdoba escribe: «El Rey Católico, juzgando incapaz la habitación de la ciudad de Toledo, executando el deseo que tuvo el Emperador su padre, de poner su corte en la villa de Madrid (y con este intento hizo palacio el Alcázar, insigne en edificio, agradable y saludable en sitio, a que se sube por todas partes), determinó poner en Madrid su real asiento y gobierno de su monarquía, en cuyo centro está». Y agrega: «Tenía disposición para fundar una gran ciudad bien proveída de mantenimientos por su comarca abundante, buenas aguas, admirable constelación, aires saludables, alegre cielo y muchas y grandes calidades naturales, que podía aumentar el tiempo y arte, así en edificios magníficos como en recreaciones, jardines, huertas». No consigna Cabrera de Córdoba la fecha del traslado. Y otros historiadores y cronistas, coetáneos y modernos, la equivocan. Asimismo menudea la diversidad de pareceres sobre las causas que pudieron inducir al Rey a su determinación. Al nuestro no fueron otras sino las indicadas. Valladolid, como se había visto ya y se vio después, y Toledo, como se viera antes y se confirmara ahora, eran insuficientes para albergar la enorme máquina de una monarquía dueña del mundo. El poblachón de Madrid, que iba creciendo prodigiosamente (en pocos años subió de doce mil a sesenta mil habitantes), les aventajaba en la salubridad del suelo. Hubiera sido preferible Sevilla; pero Felipe II deseaba centralizarlo todo, siguiendo la idea de su padre el Emperador; y a tantas razones se unía el pensamiento de la erección de El Escorial. [393] Con todo, el Rey Prudente, a menudo indeciso, como todos los espíritus sutiles (y él poseía esta condición en grado sumo), no dio al traslado carácter de permanencia, quizá por no agraviar a Toledo, ni los mismos matritenses hiciéronse entonces la ilusión de considerarlo definitivo. Por eso ha sido inútil buscar cédula ni providencia del monarca, que lo registre, ni la mudanza fue precedida de ceremonia alguna por donde se trasluciese el propósito real. Para el intento de Felipe II, si el traslado cuajaba, bien; y si no, otro cambio de sitio no suponía mengua en su seriedad. La Corte, aunque oficialmente en Toledo, andaba errante desde antaño. Los Consejos no tenían sino que seguir al Rey, como de costumbre. Donde estuviera el Sello Real, así fuera en el campo, allí estaba la Corte. Toledo, pues, continuó siendo Corte, no obstante que la insignia formal de ella se hallaba, con el Rey, en Madrid. Felipe II partió de Toledo para Aranjuez, donde permaneció unos días, el 19 de Mayo de 1561; el 24 cesaba el Consejo; el 27 Isabel de Valois y la princesa Juana abandonaban también Toledo, y el 28 lo hacía el príncipe don Carlos. En Junio reuníanse todos en Madrid, y este mes, por tanto, ha de fijarse como fecha del asiento de la Corte. Ahora, ni los Consejos, ni la compleja red burocrática llegaron sino poco a poco; y así, hasta mediados de Septiembre el despacho no funcionó con regularidad. Gran urbe improvisada, la instalación tropezó con muchos inconvenientes y dificultades. Años después, cuando la Corte dio sensación de estabilidad, y a la masa que por sus cargos hubo de seguir a los reyes, se agregó el terrible enjambre de pretendientes, solicitadores, pleiteantes, andantes y vagabundos de toda laya, el acomodo se hizo casi imposible. Madrid perdió su sello, su

fisonomía y hasta su topografía, y, de Corte de España, se transformó en Corte de los milagros, como se verá. La cosecha en 1561 fue casi nula. En toda Andalucía reino gran falta de agua. La fanega de trigo valió 30 reales; una libra de carnero, 60 maravedís, y 42 una de cerdo. Los biógrafos de CERVANTES sitúan a Rodrigo este año en Madrid, deduciéndolo de la información de limpieza de sangre e hidalguía, hecha en 22 de Diciembre de 1569, a favor de MIGUEL, estante en Roma. Dos de los tres testigos de ella, Alonso Getino de Guzmán (de quien pronto nos ocuparemos), danzante y tañedor que había sido en la compañía de Lope de Rueda y a la sazón alguacil de la villa matritense, y un Pirro Boqui, italiano, declaran conocer a Rodrigo de Cervantes y a su hijo: «de ocho años a esta parte e más tiempo», Getino de Guzmán, y «de tiempo de ocho años a esta parte», el Boqui. A cuyas manifestaciones [394] puso el Sr. Pérez Pastor el comentario siguiente, aceptado por todos los biógrafos: «aunque no indican el punto que les conocieron, este mismo silencio es prueba de que no fue en otra parte, sino en Madrid, tratándose de testigos que eran vecinos o residían habitualmente en la villa y corte. Por esta razón hemos dicho antes que Rodrigo de Cervantes con su familia, antes de pasar a Sevilla, estuvo durante algún tiempo en Madrid». Mi opinión discrepa totalmente de este postrero punto. La tesis del docto cervantista pudo parecer aceptable en tiempos en que no existía el menor indicio de la residencia de Rodrigo de Cervantes en Córdoba. Los biógrafos de CERVANTES, que ignoraron el importante documento inédito suscrito por su padre en Córdoba el 30 de Octubre de 1553, con casi toda la restante documentación andaluza, echando a volar la fantasía, supusieron que Rodrigo, después de su prisión en Valladolid, continuó varios años en la ciudad pinciana (en la que asimismo, colocaron los estudios de MIGUEL), transfiriéndose en 1561 a Madrid con motivo del traslado de la corte. Desde aquí se vieron obligados, a tenor de los documentos debidos al Sr. Rodríguez Marín, a hacerle morar en Sevilla (1564-1565), para luego tener que volverle de nuevo (1566) a Madrid. ¡Bueno andaba el pobre «zurujano» para tres largos cambios de residencia en sólo cinco años, y dejar a Madrid para retornar a Madrid! A la verdad, ni Rodrigo de Cervantes vivía en 1561 en la nueva corte, ni Alonso Getino de Guzmán ni Pirro Boqui pudieron conocerle entonces, a lo menos allí. Convenía en la información de referencia hacer hincapié, ante el teniente corregidor de la villa, que los testigos, presentados por el propio Rodrigo, conocían a éste y su familia desde hacía mucho tiempo, y que eran personas de buena vida, no castigadas por el Santo Oficio, ni con mezcla de sangre mora, judía ni conversa. Confesar que los conocían de sólo dos o tres años a aquella parte, no era suficiente; y por ello y ser sin duda amigos de la familia, alargaron la conocencia hasta «ocho años» el Pirro y hasta «ocho años e más» el alguacil. Era una mentira, pero piadosa, que a nadie perjudicaba. Y no había de detenerse en ella quien como Getino de Guzmán (y esto ya fue grave), años después (28 de Noviembre de 1576), en severo documento público (que en su lugar veremos), suscribía con su firma la tremenda falsedad, aunque con nobilísimo fin, de que doña Leonor de Cortinas era viuda, y se hacía de ella «su fiador e principal pagador». Tan nobilísimo era el fin, que iba encaminado a rescatar a CERVANTES de los calabozos de Argel. Pues como Rodrigo no consiguiera para ello ninguna ayuda del Consejo de Castina, el buen amigo alguacil lo fingió difunto; y así, su mujer, con la falsedad [395] (y bien bendita sea) de llamarse viuda, apiadó al Consejo de la Cruzada, que le concedió 60 escudos de oro (24000 maravedís) del fondo de redenciones. Patente es, pues, la amistad

íntima de Getino de Guzmán con la familia de CERVANTES; pero si conoció a Rodrigo «de más de ocho años» antes de 1569, no fue en Madrid, en cuya villa no se instaló, según veremos, hasta 1566. O le conoció en esta última fecha, o en otra parte.

Toledo en 1566, a los cinco años de abandonarlo la Corte de España. (Dibujo de George Hoefnagle. -Gabinete de Estampas de la Biblioteca Nacional.)

Y mal podía conocerlo en 1561, pues Rodrigo (fuera de algún posible viaje a Alcalá) no debió de moverse de Cabra. Siguió aquí la carestía en 1562, en cuyo año, a 8 de Enero, bautizose a María, nueva prenda de su hermano Andrés. Diez días más tarde reanudaba sus sesiones, tras una larga suspensión, el Concilio de Trento. Poco después daban principio los trabajos para la edificación del monasterio de El Escorial. Caíase en Alcalá el príncipe don Carlos por una escalera. Nacía en Madrid Lope, el rival de MIGUEL... De Córdoba, pocas noticias cervantinas en aquellos años. Los Martínez desenvolvíanse penosamente. Sólo María Méndez de Sotomayor, hija del licenciado Luis y de Marina Méndez, trataba buen [396] casamiento con don Rodrigo de Godoy, hijo del alcalde de la villa de Cañete. Ruy Díaz de Torreblanca, ya muy viejo, continuaba administrando sus bienes y los de personas de la familia de su mujer, cuyo padre acabó loco furioso.... El tiempo pasaba. Doña Andrea cumplía aquel año los dieciocho de su edad, MIGUEL y su primo Juan entraban en los quince. Cabra carecía de centros de enseñanza superior. Las bellas disposiciones de MIGUEL, que ya entonces borronaría sus primeros versos, corrían peligro de malograrse. No habría olvidado sus dos cursos de Gramática con los Jesuitas; quizá repasó o amplió lecciones con algún dómine de la localidad, de aquellos que se pasaban la vida dándole vueltas y revueltas al Antonio. Empero no bastaba. Rodrigo y doña Leonor verían la necesidad imperiosa de hacer algo, dentro de su pobreza, por que el muchacho, tan bien dotado, siguiera estudios, recordando, tal vez, al abuelo Juan. Otro tanto pensaría Andrés de su hijo.

Trento. -La ciudad del famoso Concilio. (Gabinete de Estampas de la Biblioteca Nacional.) Por otra parte, la escasez de aquellos años (que en los pueblos se dejó sentir más que en las ciudades) repercutiría en la menguada bolsa del cirujano [397] sordo. Rodrigo y Andrés, de consuno, debieron de pensar en Sevilla, gran urbe próxima, donde la existencia ofrecería al primero horizontes más ventajosos, y donde podrían estudiar los muchachos, que en Cabra consumíanse en ociosidades sin relieve. Plantas tiernas, requerían pronto y asiduo cultivo. Porque los hombres son como las plantas: unas florecen tarde; otras, temprano. Las primeras que se abren en el año son las anemonas, las irídeas y las margaritas de las nieves: esos prodigios musicales llamados Mozart, Haydn, Haendel, Juan Crisóstomo de Arriaga. Vienen después los asfódelos, que preceden a las audaces golondrinas y cuya belleza acarician los vientos de Marzo: Dante,

Rojas, Rafael. Les acompañan las suaves violetas, «las violetas medio ocultas por la piedra musgosa»: Jorge Manrique, Alfieri, Tasso, Lope. Síguenles pronto la cardamina, la campanilla y el lirio de las praderas (Juan Ruiz, Garcilaso, Fray Luis, Velázquez, Goethe), que afloran en la juguetona primavera, llena de fuentes, yemas, pájaros, rosas silvestres y rayos de sol. Luego llega el verano vigoroso y espléndido: Miguel Ángel, CERVANTES, Shakespeare, Quevedo, Wagner, Calderón. Los rosales principian en Junio, muestran en Julio toda su pujanza y mantienen su imperio hasta fines del otoño. Dalias y crisantemos cierran gloriosamente la estación: Milton, Tiziano. Sobrevienen, por último, los fríos invernales, y con ellos el fin de las flores; aun entonces tenemos la rosa de Navidad: Homero y el autor de Mio Cid... Pues todos estos grandes hombres, aunque algunos produjeran sus mejores obras en la senectud, dieron ya muestras de genio sobresaliente en la mocedad. Con razón dice Montaigne que «nuestras almas son adultas a los veinte años», y que «el alma que a esa edad no ha dado pruebas evidentes de su poder y energía, no las dará después». Y, cierto, el mundo es joven en su mayor parte. De ahí la importancia que damos a la educación, y la necesidad de cultivar el espíritu y el corazón en la juventud, como quiera que no haya solsticio en el desarrollo del hombre. CERVANTES confiesa haber amado el arte dulce de la poesía «desde sus tiernos años», y no podía ser de otro modo. Así, sus padres, viendo su inclinación a los libros (en que no faltaría alguna edición de Boscán y Garcilaso), su despejo y prendas, apresuraron su traslado a Sevilla, para no diferir más el desarrollo de gérmenes tan prometedores. Tanto Rodrigo como Andrés recordarían quizá los truncados estudios de su tío Ruy Díaz, que, en vías de médico, acabó de guadamecilero.

[398] [399] Capítulo XV Miguel de Cervantes en Sevilla. -Grandeza y riqueza de Sevilla en 1563-1565. -Cervantes reanuda sus estudios con los Jesuitas. -Otra vez el P. Acevedo y sus comedias. -Doña Andrea de Cervantes y Nicolás de Ovando. -Semblanza de Lope de Rueda Debió ya de estar Rodrigo de Cervantes en Sevilla a mediados de 1563. Es cierto que hasta 30 de Octubre de 1564 ningún documento registra allí su estancia. Pero ese mismo documento prueba que su residencia databa de varios meses, por cuanto ya figura como propietario, o más bien subarrendador, de unas casas en que vivía cierto Juan Mateo de Urueña, quien le adeudaba la renta de tres meses. Hubo de seguir pleito ejecutivo para la cobranza; lo ganó y en la indicada fecha, por escritura otorgada ante Juan Gutiérrez, dio carta de pago al deudor, de 136 reales de plata y 32 maravedís en menudos, importe del débito, más las costas. Fue testigo de conocimiento, ante el escribano, su hermano Andrés, demostración, a la par, de que Rodrigo llevaba poco tiempo en Sevilla. Ni por esto se crea que Andrés fuese vecino de ella, como por error han mantenido algunos biógrafos. Precisamente, un mes atrás, en 12 de Septiembre, recibía aguas bautismales en Cabra su hijo Rodrigo, (nombre [400] puesto, sin duda, en homenaje a su hermano); y, a mayor abundamiento, era a la sazón alcalde ordinario de la villa, según las actas capitulares de

aquel Ayuntamiento. La bajada de Andrés a la ciudad del Betis sería a dejar a su hijo Juan en escuelas, con ocasión de la apertura de curso, pues por otro documento suscrito el mismo día (que veremos después) consta que Juan le acompañaba y quedó en casa de su hermano: prueba inequívoca todo ello de que Juan y MIGUEL estudiaban y vivían juntos, y de que a la razón de dar estudios a los jóvenes debiose principalmente el traslado de Rodrigo a Sevilla, de acuerdo con Andrés. Pero retrocedamos al año anterior. Para darnos una idea de la Sevilla de 1563, hemos de pensar (diferencias de tiempos y costumbres aparte) en la Nueva York de hoy. «Estaba Sevilla por estos años (escribe Ortiz de Zúñiga) en el auge de su mayor opulencia: las Indias, cuyas riquezas conducían las repetidas flotas cada año, la llenaban de tesoros, que atraían el comercio de todas las naciones, y con él la abundancia de cuanto, en el orbe todo, es estimable por arte y por naturaleza; crecían a este paso las rentas, aumentándose el valor de las posesiones, en que los propios de la Ciudad recibieron grandísima mejora».

Firma de MIGUEL DE CERVANTES en su juventud, con el monograma M.C.S. Es posible que, con anterioridad a esta llegada, MIGUEL DE CERVANTES conociese ya Sevilla. La distancia desde Cabra o desde Córdoba no es muy mucha; la existencia de parientes más o menos remotos, probable, según se dijo. Sevilla, por ende, ejercía una poderosa atracción sobre toda la comarca andaluza. CERVANTES, como fuera, al verse en Sevilla (que tanto ha de influir en su vida y en sus obras), pasaba de lo bueno a lo mejor de Andalucía. Dejaba sierras y montañas, ciertamente deleitosas; pero volvía a encontrar la extensa llanura, sin peñas ni tropiezos; las suaves ondulaciones; la llanura, ahora, anticipo del mar sin límites. Ver el Guadalquivir en Sevilla es ver mejor el mar. Hay quien a la primera vista del mar se queda asombrado. Empero un río con naves causa siempre mayor asombro que el mar; es más bello y más varonil que el mar. De todas suertes, la llanura, [401] propensa al espíritu de MIGUEL: la llanura de arena, la de agua, o la de las «flotas sin número» del viejo Homero. Y un mar «innumerable» era entonces el Guadalquivir. Pudo contemplar CERVANTES, distintamente a como lo conociera en Córdoba, en toda su hermosura el río, surcado de ricos bajeles; la pompa de las naves soberbias, junto a la humildad de las frágiles barquillas engalanadas con juncias y pámpanos, que se balanceaban como para hacerles reverencia al deslizarse por sus costados con sus alas tejidas. Río de Sevilla, ¡cuán bien pareces con galeras blancas y ramos verdes!. Lo que no pudo contemplar en todas su líneas fue la Giralda, esa hurí de piedra, que unos dicen que ríe y otros presumen oír su canto. Yo he visto las Pirámides y la sonrisa de la Esfinge; pero la torre de Sevilla se insinúa más. Estaba desde 1560 cubierta de andamios, y proseguían las obras para crecerla otros cien pies de elevación. Cuando en 1568 arrojó sus velos, parecía escaparse, en su espléndida desnudez, hacia las nubes.

La inmensa ciudad, de forma redonda, ofrecíase totalmente amurallada: ocho mil setecientas varas de circuito, con ciento sesenta torres y profusión de almenas. Y era espectáculo bello la visión de su cerca sin una gola rotura ni portillo, con sufrir en tantas guerras constantes asaltos. Desde lo alto de los muros, a los que se permitía subir y que podían recorrer en toda su extensión dos personas codo con codo, el panorama no admitía encarecimiento. Desde cualquier antepecho de las almenas, dirigiendo la vista al fondo de la población, descollaban las antiquísimas palmas, compitiendo con las torres y con la mayor altura de los edificios. Por la parte del Campo hasta la línea del horizonte, abarcando la Huerta del Rey, los alrededores de Sevilla perdíanse en continua sucesión de bosques y árboles frutales. Torciendo de Norte a Oriente, cuatro leguas arriba, el azul del cielo fundíase con el de Sierra Morena. Siguiendo el curso del río, con sus mareas y vistosísima playa, extendíanse sus ricos olivares, mieses y viñas del Aljarafe, sus lindos collados y caserías de placer, sus monasterios, ermitas y antiguos poblados, verdeantes entre jardines y olivos. Y a derecha y a izquierda y de frente, ríos, fuentes y lagos, que por todas partes rodeaban la incomparable y opulenta ciudad del Betis. Quince puertas principales la daban acceso: la de Macarena, la del Sol, la de Córdoba, la de Jerez, la de Carmona, la de la Carne, la de [402] Triana, la del Arenal, la de Goles, Osario, Nueva, Almenilla, San Juan, del Aceite y del Oro. Estas puertas, cuyas llaves tenía en su poder el alguacil mayor, cerrábanse de noche, después de la queda, excepto la del Arenal, por el paso del puente de Triana, y la de la Carne, que salía al Matadero. Tantas puertas, empero, no parecían bastantes a la enorme población fija o transeúnte. Pululaban gentes de todas las naciones del mundo, de mar y de tierra. Alonso Morgado escribía, poco después, no ser posible dar cuenta cierta de la vecindad de Sevilla, y que él conocía casa con ciento diez y ocho vecinos. Al olor de las flotas del Nuevo Mundo, no quedó raza que no afluyese a mercadear o a vivir a la sombra de los que mercadeaban. Los franceses adquirían aceite a cambio de cuchillos, mercerías y ruán; los alemanes iban con fustanes y lienzos, y cargaban vino de Alanís; los vizcaínos llevaban hierro; los indianos perlas, el ámbar gris, cueros, palo de campeche; los ingleses, los portugueses, los italianos..., todos tenían algo que vender o comprar. Los fantásticos cuentos del Oriente semejaban míseras realidades ante las riquezas que entraban en Sevilla. El aludido Morgado pondera: «Cosa es de admiración y no vista en otro puerto alguno las carretas de a cuatro bueyes que en tiempo de flota acarrean la suma riqueza de oro y plata en barras desde Guadalquivir hasta la Real Casa de la Contratación de las Indias». Esta riqueza fabulosa llegó a límites no soñados, al final [403] de aquella centuria. Un escritor de efemérides relata: «En 22 de Marzo de mil quinientos noventa y cinco años llegaron al muelle del río de Sevilla las naos de la plata de las Indias, y la comenzaron a descargar, y metieron en la Casa de la Contratación trescientas treinta y dos carretas de plata, oro y perlas de gran valor. En 8 de Mayo de 1595 años sacaron de la capitana ciento tres carretas de plata y oro, y en 23 de Mayo del dicho trujeron por tierra, de Portugal, quinientas ochenta y tres cargas de plata y oro y perlas, que sacaron de la almiranta, que dio sobre Lisboa, y por los temporales trujeron la plata por tierra, que fue muy de ver; que en seis días no cesaron de pasar cargas de la dicha almiranta por la puente de Triana; y este año hubo el mayor tesoro que jamás los nacidos han visto, en la Contratación, porque allegaron plata de tres flotas, y estuvo detenida por el Rey más de

cuatro meses, y no cabía en las salas, porque fuera, en el patio, hubo muchas barras y cajones».

1. Castilleja de la Cuesta. -2. Castilleja de Guzmán. -3. La Algaba. -4. La Rinconada. -5. La Macarena. -6. Hospital del Duque de Alcalá. -7. Hermita de Santas Justa y Rufina. -8. La Trinidad. -9. San Agustín. -10. La Cruz. -11. Huerta del Rey. -12. San Bernardo. -13. El Matadero. -14. El Quemadero. -15. San Telmo. -16. Camas. -17. San Isidro. -18. Itálica. 19. Santiponce. -20. Monasterio de las Cuevas. -21. Huerta de Colón. -22. Puerta de Goles. -23. Puerta de Triana. -24. Puerta del Arenal. -25. Atarazanas. -26. Postigo del Carbón. -27. Torre de la Plata. -28. La Máquina. -29. Torre del Oro. -30. Puerta de Jerez. -31. Puerta de la Carne. -32. Puerta de Carmona. -33. Puerta del Osario. -34. Puerta del Sol. -35. Puerta de Córdoba. -36. Puerta de la Macarena. -37. Puerta de la Almenilla. -38. Puerta de San Juan. 39. Calle de las Armas. -40. Plaza del Duque de Medina. -41. Alameda. -42. Plaza de D. Pedro Ponce. -43. Plaza del Duque de Arcos. -44. Casas del Duque de Alcalá. -45. Plaza de Palacio. -46. Alcázar Real. -47. Iglesia Mayor. -48. Plaza de San Francisco. -49. Monasterio de San Pablo. -50. Arenal. -51. Puente sobre el Guadalquivir. (Gabinete de Estampas de la Biblioteca Nacional.)

Pero ¿cuántos habitantes sumaba Sevilla en 1563? El padrón mandado hacer dos años más tarde por el arzobispo don Fernando de Valdés nos da el número aproximado. En 1565 había en Sevilla y en Triana 12121 casas con 21803 vecinos, 85536 almas, así distribuidas: personas de confesión, 66244; de no edad, 12967; esclavos, 6325. A estas cifras es menester agregar, a juicio nuestro, algunos millares de la población transeúnte. Eran aquellos idus de transición, de intensa modificación y transformación grande. Sevilla se aprestaba a cambiar su estructura medieval. Quedaban, empero, resabios morunos. Todavía las calles pecaban de estrechísimas y tortuosas. Grupos de casas, formando manzanas pequeñas, de poca altura, uníanse por arcos y travesías cubiertas. Abundaban los soportales, los amplios voladizos. Repugnaban la vista y aun entorpecían el tránsito infinidad de saledizos y ajimeces. Mas empezaban a multiplicarse, por fortuna, las fachadas alegres con ventanas a la vía pública. El aludido Morgado notaba con júbilo: «Todos los vecinos de Sevilla labran ya las casas a la calle, lo cual da mucho lustre a la ciudad. Porque en tiempos pasados todo el edificar era dentro del cuerpo de las casas, sin curar de lo exterior, según que hallaron a Sevilla en tiempo de moros. Mas ya en éste hacen entretenimiento de autoridad tanto ventanaje con rejas y gelosías de mil [404] maneras, que salen a la calle, por las infinitas damas nobles y castas que las honran y autorizan con su graciosa presencia». Además, había en construcción edificios importantes, como el convento colegio de Monte Sión, que se fabricaba ostentosamente de cantería en la collación de San Juan de la Palma, no terminado hasta 1601; la ampliación de la famosa Cárcel Real, en la calle de la Sierpe, dada principio el propio año de 1563 y acabada en 1569: la mismísima cárcel «donde toda incomodidad tenía su asiento y donde todo triste ruido hacía su habitación»; la monumental Casa del Ayuntamiento, en la plaza de San Francisco, cuyas obras concluían el 22 de Agosto de 1564, con el mirador alto y corredor bajo, en que a la sazón poníanse las armas reales, las de la Ciudad y las del Asistente don

Francisco Chacón, señor de Casarrubios; y había terminado pocos años antes, en 5 de Marzo de 1559, el traslado del gran hospital de las Cinco Llagas, para mujeres, al nuevo y suntuosísimo edificio que se labraba fuera de la puerta de la Macarena. Muchos palacios y casas nobles hallábanse en vías de reforma o construcción. Sólo un cosa afeaba la hermosura de Sevilla: la pestilente Laguna, origen de epidemias, inmenso charquizal despoblado, pantano en el invierno y espeso yerbazal en el estío, donde crecían malvas muy altas; pero el celo de la Ciudad andaba ya vigilante, para urbanizar toda aquella zona, que atraía el concurso de las aguas residuales; y once años después, por esfuerzo del conde de Barajas, el cenagoso sitio transformábase en la amena, espaciosa y frondosísima Alameda de Hércules. En punto a centros de instrucción, Sevilla, la «Atenas española», contaba con el Colegio de San Miguel, creación de Alfonso el Sabio, donde se enseñaba la lengua latina; la Universidad de Maese Rodrigo Fernández de Santaella, o Estudio de Santa María de Jesús, instituido para [405] cátedras de Teología, Cánones, Leyes, Medicina y otras artes liberales; el Colegio de Santo Tomás, de frailes dominicos, creado por fray Diego Deza, no lejos del anterior, en 1517, y el de la Compañía de Jesús, al que ya nos hemos referido y del que pronto haremos especial mención. Además de estos cuatro centros principales, dotados espléndidamente, había otros, como el fundado en el convento de Regina por la duquesa de Béjar en 1553, y muchedumbre de Estudios particulares (no existían escuelas municipales entonces), donde se aprendía gramática, a leer, escribir, contar, etc., entre los que descollaban los abiertos por el capellán Juan Rodríguez, Francisco Lucas, Juan Sarabia..., sin varios de las órdenes religiosas. Verdaderamente, «Quien no vio a Sevilla, no vio maravilla», decía el refrán, y decía bien. Ni la poca elevación de las casas admitía censura, que adrede construíanse así, y con patios y corredores, para que, aireadas, soleadas y abiertas, fuesen calurosas en invierno y frescas en la ardiente estación, a lo que concurrían sus muchos jardines con sus encañados de jazmín, rosales, cidros, mirto y naranjos. ¡Los patios de Sevilla! Han variado poco. La misma poesía. La misma intimidad augusta... No había casa que no los tuviese de raspados ladrillos; ni, si era principal, sin sus azulejos y pilares de mármol, siempre lavados, siempre limpios. En medio, su fuente de agua regalada y pura de los Caños de Carmona, o bien de pozos; y en torno, un vergel, las macetas, de mil diferentes yerbas odoríferas y variedad de flores entonadas. Si perpetuo Abril era en el Campo de Tablada y en todas aquellas huertas y florestas que regaba el Guadalquivir, con el pago de Gelves y San Juan de Alfarache, Abril perpetuo era también dentro de las casas. Vivíase entonces más para el interior y lo interior; y cuando se vivió al exterior y para lo exterior, se fue perdiendo todo encanto. Apuntó la corrupción y el lujo; siguió a ello el desgobierno, [407] ya tradicional en la urbe. Un cuarto de siglo después, Sevilla se convertirá en el foco inmoral que tan magistralmente retrata CERVANTES en algunas de sus novelas.

¡Los patios de Sevilla! Han variado poco. La misma poesía. La misma intimidad augusta... [406]

En el ínterin, cuanto se mostraba a los ojos era digno de admiración. Y si mujeres, los cinco sentidos podían entablar un pugilato de requiebros a quién vencerá. No aduzcamos autores andaluces, que parecerían sospechosos. Morgado, extremeño y sacerdote, las pinta así: «Ninguna mujer de Sevilla cubre manto de paño; todo es buratos de seda, tafetán, marañas, soplillo, y, por lo menos, anascote. Usan mucho en el vestido la seda, telas, bordados, colchados, recamados y telillas; las que menos, jarguetas de todas colores. El uso de sombrerillos las agracia mucho, y el galano toquejo, puntas y almidonados. Usan el vestido muy redondo, précianse de andar muy derechas y menudo el paso; y así, las hace el buen donaire y gallardía conocidas por todo el Reino, en especial por la gracia con que se lozanean y se atapan los rostros con los mantos y mirar de un ojo. Y en especial se precian de muy olorosas, de mucha limpieza y de toda pulicía y galanterías de oro y perlas. Usan mucho los baños, como quiera que hay en Sevilla dos casas de ellos». Nótese que el taparse el rostro con los mantos y el uso frecuente de los baños es todavía resabio moruno. Cristóbal Suárez de Figueroa, de Valladolid, la peor lengua del siglo, que habló mal de todo el mundo (hasta de CERVANTES en su lecho de muerte), hizo excepción de la mujer sevillana: «Las mujeres (dice) se pueden preciar con razón de aseadas y limpias, de airosas y desenvueltas, tanto como cuantas produce España. En general son trigueñas, de gentil disposición, de conversación agradable, atractivas hasta con la suavidad de la voz, por ser su pronunciación de metal dulcísimo». Los hombres vestían comunmente lanillas, buratos, terciopelos, gorgorán, rajas y cariseas. Y también se bañaban, en las mismas grandes salas que las mujeres; pero, naturalmente, a otras horas. Ellos, de noche; ellas, por mañana o tarde. Había agua caliente y también fría. «Con la cual (agrega Morgado, refiriéndose a las mujeres) y cierto ungüento que se les da, refrescan y limpian sus cuerpos, sin que se extrañe en Sevilla el irse [408] a bañar unas y otras damas, cuando no quieran ir disimuladas, por ser este uso en ella tan de tiempo inmemorial». Subía el agua a la ciudad, desde Alcalá de Guadaira, por encima de la puerta de Carmona, repartiéndose por casas, iglesias, monasterios, calles y plazas, que luego, en 1574, tuvieron hermosas fuentes. El buen abastecimiento de aguas iba seguido del de pan, vino, carne, pescado y aceite. La Alhóndiga del Pan era sumamente elogiada por su provisión copiosa, y estaba prohibido sacarse carga de mercadería alguna sin meter antes otras tantas de trigo en ella. El vino corría casi con la abundancia que el agua, y sobraba para remitir a Vizcaya, Galicia, Portugal y las Indias; y asimismo el aceite, de que se proveía a España entera. En la ciudad vendíase en alta voz por las calles, al menudo. Ya entonces gozaban de celebridad las aceitunas sevillanas, especialmente la gordal, la morada, la del rey y la de manzanilla. Otro de los grandes ingresos suministrábalo la industria del jabón, cuyas almonas, con sus muchos esclavos y otros sirvientes, elaboraban tanto, que solían gastar de cincuenta a sesenta mil arrobas de aceite. Se exportaba a las Indias, a Inglaterra y a Flandes.

Las carnecerías eran nueve. La mayor radicaba en la collación de San Isidro, con cuarenta y ocho tablas para pesar la carne, cada una con rejas, puertas y cerraduras de hierro. Tenía capilla, y celebrábase misa los domingos y fiestas de guardar. Extramuros, al Mediodía, fuera de la puerta de la Carne, se hallaba el Matadero, inmortalizado por CERVANTES en el Coloquio de los Perros, donde cuenta «Berganza» «las cosas exorbitantes que en él pasan», y que «todos cuantos en él trabajan, desde el menor hasta el mayor, es gente ancha de conciencia, desalmada, sin temer al rey ni a su justicia»; donde «por maravilla se pasa día sin pendencias y sin heridas y a veces sin muertes»; donde los jiferos «por quítame allá esa paja, a dos por tres, meten un cuchillo de cachas amarillas por la barriga de una persona, como si acocotasen a un toro»; y así, «tres cosas tenía el rey por ganar en Sevilla: la calle de la Caza, la Costanilla y el Matadero». Debíase su fundación al jurado Juan de Oviedo, y lo formaban una nave amplísima, de unos trescientos pies de largo, con sus corrales y pertenencias, y unos miradores, que descubrían una buena plaza, donde ordinariamente se corrían y alanceaban toros en el buen tiempo. En cuanto a la provisión de pescado, a menudo afluían cargadas las [409] carabelas, por la ribera del Guadalquivir, al puente de Triana. Estimábanse mucho los barbos, picones, lampreas, sabogas, machuelos, corvinatas, sábalos, zafios y anguilas; y más aún los albures, robalos y sollos. La Pescadería llenaba una de las naves de las Atarazanas, sirviéndose con un alcaide y diez y ocho lonjas. Sólo la renta del pescado fresco producía ocho mil ducados, y la del salado ascendía a más de quince mil cuentos. En una palabra, la abundancia de mantenimientos y riqueza era tal, que corría por proverbio entrar en Sevilla ocho ríos caudales, a saber: agua, vino, aceite, leche, miel, azúcar, y los otros dos de oro y plata. Como por real privilegio ningún navío podía pasar a Indias sin hacer antes en Sevilla sus fletes y cargazones, júzguese del movimiento, tratos y negocios en la Casa de la Contratación, creada por cédula de Isabel la Católica el 14 de Enero de 1503 y cuyas ordenanzas formáronse en 1552. Las calles hervían de gente. A sus tiendas llegaba lo mejor y más curioso de Grecia, Francia, Italia, Flandes, Inglaterra, Nuevo Mundo y Portugal. La Alcaicería rebosaba de oro y plata, perlas, cristal, piedras preciosas, esmalte, coral, sedas, brocados, telas riquísimas y paños muy finos. En ella se velaba de noche, y su alcaide cerraba con llave las puertas. Si desde la Alcaicería se andaban los novecientos pasos distantes hasta la puerta de Jerez, el viajero no dejaba de admirar edificios suntuosos y casas de mercaderes opulentos. Allí descollaba la inmensa Catedral Basílica, portento de las artes y uno de los templos más insignes de la Cristiandad. A su lado, los palacios arzobispales. Dejando a la derecha la Catedral, los ricos hospitales de Santa Marta y del Rey. Más allá, el célebre Alcázar moruno, con sus arcadas primorosas. Por la parte de la Iglesia Mayor que mira al Occidente, las famosísimas Gradas, con sus vistosas almonedas, sus zapaterías y boneterías, sus típicos pregones, sus remates de prendas, sus innumerables objetos de oro, plata labrada, costosos tapices y armas. Allí se vendía cuanto Dios echó al mundo o creó la industria del hombre, desde el esclavo a la más ínfima bagatela. Pasando adelante, por el arco desde la Catedral al Colegio de San Miguel, frente al barrio de Triana, la gallardísima Torre del Oro, y junto a ella el muelle de dos ruedas y el Puente famoso, entonces de madera sobre grandes barcas, con sus doscientas cuarenta varas de largo por doce de ancho,

donde gran número de barqueros vivían sólo de pasar gente, de una a otra banda, de Sevilla a Triana. Otros muchos sitios eran notables: la calle de Génova, por sus [410] libreros, jaboneros y calceteros; la de Francos, por sus perfumerías, mercerías y objetos para regalos; la de la Sierpe, llena de herreros, carpinteros, armeros, doradores, donde tenía su tienda de naipes el contrahecho francés Pierres (Papin), perpetuado por CERVANTES en El rufián dichoso; la del Candilejo, con el busto marmóreo de don Pedro el Cruel; en fin, el laberíntico barrio de la Judería, con sus callejones torcidos y estrechos... Todos los jueves había feria general en la plaza y alrededor de la iglesia de Omnium Sanctorum; y de cabalgaduras, los lunes, jueves y sábados, en la plaza de Santa Catalina. Para la administración de la justicia, estaba la Audiencia Real, con ocho oidores y un regente, en la plaza de San Francisco; y allí también, frente a ella, las Casas del Cabildo o Ayuntamiento. Este ejercía la autoridad del Rey, con su Asistente (que no podía ser vecino de Sevilla), sus alcaldes mayores y ordinarios, alguacil mayor y veinte menores de a caballo, veinticuatros y jurados. El cargo de Asistente gozaba de tal honra, que sólo se concedía, por nombramiento real, a señor de título. Sin él o su lugarteniente, no podía formarse cabildo, y su sola persona, con tres veinticuatros, hacía ciudad. Había también cuatro alcaldes de corte, oficios igualmente de merced real, dos alguaciles de la Audiencia, varios fieles ejecutores, que recorrían a diario la población, etc. Los escribanos eran infinitos: siete para lo criminal, con sus oficios en la citada plaza de San Francisco; cuatro para lo civil; dos de rentas reales, ocho de provincia, veinticuatro públicos... Luego venía la Santa Hermandad (la Guardia Civil, como si dijéramos), con sus innumerables cuadrilleros, pues en Sevilla pasaban de cuarenta los Juzgados; y, por último, la Inquisición... Tenía su sede en el castillo de Triana, y, por su juzgado, tres inquisidores (uno de ellos don Miguel del Carpio, tío de Lope de Vega), un fiscal promotor, seis consultores teólogos, seis consultores juristas y cuatro secretarios, amén de un receptor, un alguacil, un abogado del fisco, un juez de bienes confiscados, un alcaide de las cárceles secretas (que estaban en el mismo castillo), un notario «del secresto», un contador, un escribano del juez de bienes, un nuncio, un portero, dos capellanes, un médico, otro alcaide de la cárcel perpetua y muchísimos familiares. Era a la sazón Sevilla [411] el principal foco del luteranismo en España, y los autos de fe, muy frecuentes por ello. SEVILLA EN EL SIGLO XVI

1. San Jerónimo. -2. San Lorenzo. -3. Puerta de Goles. -4. Casa de Colom. -5. La Magdalena. -6. San Pablo. -7. Catedral. -8. Contratación. -9. Alcázar. -10. Puerta de Jerez. 11. Torre de la Plata. -12. Las Atarazanas. -13. Torre del Oro. -14. El muelle. -15. San Telmo. -16. Las sierras de Ronda. -17. Triana. -18. El castillo. -19. Puente de Triana. -20. El Arenal. -21. Puerta del Arenal. -22. Río Guadalquivir. (Gabinete de Estampas de la Biblioteca Nacional.)

Entre las grandezas de Sevilla, ciudad por excelencia caritativa y religiosa, estaban los hospitales, parroquias, iglesias, conventos y ermitas. Ya en 1488 el número de hospitales hubo de crecer tanto, que, como llegaran muchos a extremada pobreza y otros a inutilidad, Inocencio VIII, por bula de 12 de Febrero, mandó reducirlos; pero duraba aún la plática en 1501, y, al fin, quedó indecisa. Nada menos que cien hospitales contaba Sevilla en 1563. Además de los mencionados de Santa Marta, junto a la Catedral; del Rey, entre ella y el Alcázar, y de las Cinco Llagas, a la sazón sin concluir (fundado en 1500 en la collación de Santa Catalina, ampliado después y trasladado en 1559 a la de San Gil, fuera de la puerta de la Macarena), los de mayor importancia eran: el hospital real de San Lázaro, extramuros, creación de Alfonso el Sabio, para cuyo sostenimiento, no obstante las rentas propias, salían a limosnear por las calles, desde la puerta de Carmona, cuatro malatos, cada uno en su caballo, exhibiendo unas tablillas, por estarles prohibido hablar; espectáculo verdaderamente original y sólo visto en Sevilla: pedir limosna a caballo; el de San Cosme y San Damián, o Casa de Locos (1436 y 1471), en la parroquia de Santa Marina; el de San Hermenegildo, fundación del arzobispo don Juan de Cervantes, en la collación de Santiago el Viejo, con cargo de dotar anualmente seis doncellas pobres, y donde fue administrador el licenciado Francisco Pacheco; el de las Bubas, en la collación de Santa Catalina, provisto de cincuenta y dos camas, para enfermos del mal francés, que tomaban sudores y el agua del Palo treinta días; el del Amor de Dios, en San Andrés, con médicos asalariados; el de la Coronación, en la Magdalena, con médico cirujano; el de Jerusalén, para convalecientes; el de la Paz, para incurables; el de San Bernardo (1355) «para hombres pobres y mujeres que se vieron en honra», cuyos cofrades recogían los cuerpos de los ajusticiados en la Horca de Tablada, que, puestos en garfios, nunca faltaban por aquellos contornos; en fin, el insigne hospital de la Misericordia, con catorce mil ducados de renta, que dotaba cada año unas ciento cincuenta doncellas huérfanas pobres. En alguno de éstos u otros hospitales (quizá [412] en el de San Antón, que estaba en San Miguel), si acaso no ejercía particularmente su profesión, prestaría sus servicios Rodrigo de Cervantes. Rondando también el centenar, andaría el número de parroquias, iglesias, conventos, ermitas, santuarios, beaterios y emparedamientos. Las parroquias sumaban veinticinco con la de Triana, algunas capaces de ser catedrales de no pequeños obispados. Fuera de la célebre Basílica, digna ella sola de varios volúmenes, ostentaba venerable antigüedad San Salvador, iglesia colegial, mezquita un tiempo; y eran notables, por muchas maravillas, San Martín, con la más antigua capilla del linaje de los Saavedra; San Juan de la Palma, o Bautista, mezquita asimismo antiguamente; Omnium Sanctorum, de mucha feligresía, edificada de nuevo por el rey don Pedro; allí, en el hueco de la torre, se encontraba la capilla de los Cervantes, con el sepulcro de los padres y hermanos del cardenal; Santa Marina, depósito del pequeño sepulcro del gran caballero Pedro Mejía, autor de la famosa Silva de varia lección; San Julián, que el Repartimiento llama San Illán, templo antaño de godos y después mezquita; San Miguel, donde oiría misa, por vivir allí cerca, nuestro CERVANTES, reedificada por don Pedro I, en cuya capilla principal aparecía el entierro, de Martín Yáñez de Aponte, su valido, tesorero mayor de Andalucía, alcaide de las Atarazanas y, al fin, su víctima; San Andrés, en el centro de la ciudad; San Vicente, con muchas capillas y altares de la nobleza; San Esteban, que daba tribuna a los duques de

Alcalá, sus vecinos, mezquita de las más importantes; San Lorenzo, la Magdalena, San Bartolomé, San Nicolás, todas abundantes de feligreses... Más de veinte eran los conventos de frailes, pues apenas había Orden sin uno o algunos. Sobresalían el de San Pablo, de dominicos, en la collación de la Magdalena; el de San Benito, cerca de la puerta de Carmona; el de San Agustín, más cerca de la misma puerta (ambos extramuros); el de la Santísima Trinidad, junto a la del Sol (también extramuros), uno de los primeros fundados en Sevilla; el de San Francisco, en la plaza del mismo nombre; el de San Isidro, de jerónimos, donde tenían sus enterramientos los duques de Medina Sidonia; el insigne de Santa María de las Cuevas, de cartujos, a la orilla derecha del Guadalquivir, un poco más arriba de Triana, en San Juan de Aznalfarache, rodeado de grandes huertas y altas tapias, que batía por un lado el río. Lugar siempre de peregrinación, fábrica a la vez enorme y suntuosa, «manjar de la vista y espíritu», como acertadamente le llama Morgado, eran de admirar sus celdas, como diminutas casas, cada una con su jardín de cidros, limos y toda variedad de flores y rosas; la visión que ofrecían de lejos los altos cipreses [413] y las palmas rodeando las huertas; sus arboledas frondosas, sus almendros y naranjales; sus claustros cercados de mirtos y jazmines, con sus caprichosas labores de arrayán; su hermosa capilla mayor, donde fue depositado primeramente el cadáver del Gran Almirante de las Indias, don Cristóbal Colón, de feliz memoria.... La Orden de mayor influjo en Sevilla era la de los dominicos, quienes, además del convento de San Pablo, tenían los monasterios de Monte Sión, Regina Angelorum, Santo Domingo de Porta Coeli y el Colegio de Santo Tomás; seguíanles los agustinos y los franciscanos, y a todos les iban a los alcances los jesuitas, recién establecidos. A unos veinte llegaban también los conventos de monjas, de los cuales [414] sólo ofrece para nosotros especial interés el monasterio de Santa Paula, de la orden de San Jerónimo, por las razones apuntadas y que apuntaremos aún, los elogios de CERVANTES y el haber colocado a las puertas de él el venturoso final de La Española Inglesa. Tal era Sevilla en 1563 (y no registramos sino una parte de su esplendor) a la llegada de CERVANTES y su familia. Regía la diócesis, por ausencia del arzobispo don Fernando de Valdés (ocupado en Madrid en su cargo de inquisidor general), su provisor don Juan de Ovando. De algunos acontecimientos del año anterior hablábase todavía: de los autos de fe de 28 de Octubre y 20 de Noviembre y, sobre todo, del gran incendio en la noche del 23 de Septiembre, en que, por un descuido, amanecieron el 24 quemadas en el Guadalquivir «diez y ocho naves gruesas con muchas mercaderías y cuatro carabelas, sin otros barcos pequeños». Tomó casa Rodrigo de Cervantes en la collación de San Miguel, y, como dijimos, alquilaba otra (quizá un subarriendo, que no se halla bien determinado) al mercader Juan Mateo de Urueña, en San Salvador. Con Rodrigo, su esposa e hijos (a excepción de Luisa), vino de Cabra al estudio y vivía con la familia su sobrino Juan. Del mencionado pasaje del Coloquio de los Perros (reproducido en el capítulo XIII) puede inferirse sin dificultad que CERVANTES cursó en Sevilla en el Estudio de la Compañía de Jesús; y es lógico suponer que al tiempo lo hiciera su primo Juan, y juntos

frecuentasen las mismas aulas. No admite otra explicación la residencia en Sevilla, al lado de su tío, del hijo de Andrés, probada documentalmente, como veremos. El Estudio de la Compañía había prosperado tanto y tan rápidamente, que desde 1560 a 1564 llegó a contar quinientos estudiantes, pues los jesuitas distinguíanse «muy especialmente en la enseñanza de la Gramática, a la que tenían dedicadas cinco aulas o generales, en que la practican y leen». Ya se insinuó algo de cómo dio comienzo en Sevilla pobremente, en [415] una casa pequeña de la collación de San Miguel, dicho Estudio, siguiendo las huellas del de Córdoba. Aquella casita, que agenció en doscientos ducados anuales de arriendo el Sr. Pineda (los caballeros Pinedas tenían desde tiempo inmemorial la escribanía mayor del Cabildo), fue pronto insuficiente. Y así, en 1556, la Compañía adquirió en 8000 ducados unas casas principales en medio y en lo mejor de Sevilla, en la collación de San Salvador y barrio llamado de don Pedro Ponce. Allí se instaló la Casa profesa, y trasladose el Estudio al año siguiente, con la ayuda de dos mil ducados que ofreció el Ayuntamiento. Aún no disponían los jesuitas sino de dos salas para clases, en que se leía la Gramática; pero al punto las ampliaron, y en 1558 tuvieron iglesia provisionalmente. Era el local amplio, con sus patios, fuentes y jardines. Años después, en 1565, empezaron la erección del templo principal. Puso la primera piedra don Bartolomé de Torre, obispo de Canaria, y en 26 de Diciembre de 1579 dijo en él la primera misa el arzobispo don Cristóbal de Rojas Sandoval. Entonces se dividió la comunidad, dejando para Casa profesa la en que estaban en la parroquia de San Salvador, y el Estudio fue transferido a la de San Miguel, frente a la iglesia, junto al palacio de los duques de Medinasidonia, donde habían edificado con magnificencia el nuevo Colegio bajo la advocación de San Hermenegildo. Tuvo lugar la mudanza en 19 de Septiembre de 1580, y se da como fundador de él a Marco Antonio de Alfaro. El Estudio, pues, de la Compañía fue creciendo, prodigiosamente, de la nada. CERVANTES, que, por las vicisitudes de su casa, sólo pudo hacer, como hemos visto, dos cursos de Gramática en Córdoba, en este año de 1563-64, a los diez y seis de su edad, se matricularía de tercero; y desde la collación de San Miguel, salvaría a diario, con su primo Juan, la distancia hasta el Estudio de la Compañía, en el centro de la población. Podemos imaginárnoslo ahora un muchacho rubio, «la color antes blanca que morena», ceceoso, gentil, guapo (lo abona la belleza familiar: su tía doña María, sus hermanas), gracioso, vivo, ensoñador (como todos los poetas), esbelto, de constitución delicada y estatura media, curioso y observador, [416] algo deslumbrado al principio, por el contraste entre la vida quieta y apacible de Cabra y el movimiento y agitación de la babilónica Hispalis. En el Colegio encontró una cara conocida, la del P. Acevedo, que en 1561 había pasado de Córdoba a Sevilla y continuaba escribiendo sus comedias, aunque se lo gruñesen los secuaces de Mal-lara y otros colegas de las Escuelas de San Miguel. Ahora regentaba la clase de Retórica y tendría por alumno a CERVANTES. El alcalaíno, que principalmente amaba la poesía y el teatro, debió de sentir especial predilección por el P. Acevedo, y éste, como luego su último maestro Juan López de Hoyos, quizá la sintiera asimismo por él.

Ya los quinientos alumnos concurrentes aquel año a las clases se acomodaban difícilmente, y fue preciso denegar más admisiones por falta de local. El éxito coronaba el esfuerzo de los jesuitas. Su manera de enseñar, sus procedimientos, sus persuasiones, ganaban los ánimos. Los demás centros docentes miraban ya envidiosamente a la nueva institución. CERVANTES dirá todavía en el Coloquio: «He oído decir desa bendita gente que, para repúblicos del mundo, no los hay tan prudentes en todo él; y para guiadores y adalides del camino del cielo, pocos les llegan: son espejos donde se mira la honestidad, la católica dotrina, la singular prudencia y, finalmente, la humildad profunda, basa sobre quien se levanta todo el edificio de la bienaventuranza». El P. Acevedo, encantado de aquellos éxitos, escribía el año precedente: «El temor que a los principios teníamos de los mancebos de este pueblo, que habían de ser duros de domar, se va perdiendo con la experiencia muy clara de lo que nuestro Señor ha obrado en ellos, tratándose en este Colegio desde el principio se guardasen las reglas de los estudios con toda exacción. Los padres, que ven sus hijos tan trocados, no cesan de bendecir al Señor. Los que están provectos han hecho este verano oraciones en alabanza de los Santos que les cupo en suerte, publice; y en la fiesta literaria que aquí en esta ciudad se hace, alabando a un santo que eligen los nuestros, se procuró hiciesen ellos sus oraciones y versos». Apenas llegado de Córdoba, se apresuró a escribir con destino al Colegio de Sevilla un Dialogus de Iesu nomine, que se representó en 1561; y en 1562, para la festividad del Corpus, la Comedia habita Hispali in festo Corporis Christi. Consta de prólogo y cinco actos (el último con [417] nombre de «jornada»), en prosa y verso, latín y algo de castellano. Y es curioso advertir que cierta especie de loa latina, que antecede a este auto sacramental, registra el nombre de algunos de los escolares que la representaron: Maldonado, don Gonzalo, don Francisco, León Mayor, Octavio, P... También existe reseña de ella y de la festividad. El autor, religioso de la Compañía, nota, tras un preámbulo: «Para la tarde estaba aparejada una comedia en latín, que, aunque fue ordenada de repente fue muy a propósito para la fiesta. Primero salieron seis niños con sus manteos y bonetes, y hicieron un coloquio, variando por diversas maneras loores al Santísimo Sacramento. Trataba la comedia de aquella parábola del Evangelio de San Lucas, de aquel padre de familias que convidó a las bodas, y como entró aquel sin vestido nupcial, y fue atado de pies y manos, etc. Fue cosa que puso mucha admiración y devoción, así a los señores inquisidores, como a la demás gente de calidad, que se espantaban de ver la acción y buena manera de representar de nuestros estudiantes, porque eran todos muy niños, donde veían su aprovechamiento, así en letras como en virtud. Para despedida vinieron nueve niños, muy adornados, de la Iglesia mayor, que hicieron un acto en romance, que habían hecho, en la misma Iglesia, del Santísimo Sacramento, del hombre y los cinco sentidos y las tres virtudes teologales, danzando y diciendo canciones de la fiesta.» Por esta carta vemos, mejor de lo que acertáramos a desear, cómo eran las fiestas y funciones teatrales en el Colegio de jesuitas de Sevilla. Al auto precedente siguió la tragedia Lucifer furens, a que ya aludimos, también del P. Acevedo, representada el 1.º de Enero de 1563.

Pero lo más interesante de todo son sus autos y comedias representadas en 1564 y 1565, porque en unos y otras no sólo sería espectador CERVANTES, sino que pudo ser actor. Llama especialmente nuestra atención el Dialogus representado el día del Corpus de 1564. En este breve auto sacramental (cinco diálogos en prosa y verso latinos) se incluye también la lista de los estudiantes que lo representaron. Hela aquí: «P. R. Torregro[sa]. Bast[o]. Miguel. De la F. Fig[ueroa]. Julio. Gasa. Carp[io]. Medina. León.» ¿Quién es ese Miguel? ¿No podría ser el mismísimo CERVANTES? Cierto que, entre tantos alumnos, parecería mucha casualidad. Mas si tenemos en cuenta que el nombre de Miguel no era corriente entonces; si [418] pensamos en su afición a la poesía desde su tierna edad, y si agregamos que precisamente (como veremos pronto) en ese mismo año de 1564 asiste en Sevilla a las representaciones de Lope de Rueda, con un fervor y entusiasmo que le durará el recuerdo, la admiración y los versos que le oyera, hasta los últimos años de su vida, la sospecha de que el Miguel actor en el auto del P. Acevedo pudo ser CERVANTES, no parece muy absurda. Entre todo el Colegio de la Compañía, ¿hallaríamos, en este caso, mejor Miguel que nuestro MIGUEL? CERVANTES, que, como don Quijote, pudo decir: «desde mochacho fuí aficionado a la carátula y en mi mocedad se me iban los ojos tras la farándula», no vería indiferente las representaciones del Colegio, sino que, como algunos de sus condiscípulos, haría todo lo posible por tomar parte en ellas. Aunque se rechace la conjetura, no se negará su interés, ni que otras con menor fundamento se han sostenido sobre puntos obscuros de la vida de nuestro autor. El mismo día representose otro auto sacramental del P. Acevedo, con probable influencia (a lo divino, naturalmente) del Lazarillo de Tormes. En cierto pasaje, el ciego Filoteoro dialoga con su eco, creyendo hacerlo con su lazarillo. Procedimiento que (aunque sin remota semejanza con el auto) emplea CERVANTES, a la inversa, en El trato de Argel, tercera jornada, cuando Aurelio hace de eco a la Ocasión y a la Necesidad. [419] Prolífico fue en aquel año el dramaturgo jesuita, pues todavía dio para la escena del Colegio su Comedia Occasio, prólogo y cinco actos, en latín y castellano, verso y prosa, con música y canto en los intermedios y abundancia de figuras alegóricas: Flor de la edad, Desprecio y Vanidad del Mundo, Mors, Cupido, etc. Volvemos a insistir en que la alegoría teatral, las figuras morales, este modo de representar «las imaginaciones y los pensamientos escondidos del alma», la aparición de los personajes abstractos, aunque comunes ya desde la Antigüedad y la Edad Media, donde los vio primeramente CERVANTES en embrión y luego se jactó de haberlos empleado «con general y gustoso aplauso de los oyentes», que antes no tendrían (y en este sentido ha de entenderse su invención), fue en las obras del P. Acevedo, en Córdoba antes y ahora en Sevilla. No consta el nombre de los escolares intérpretes de la comedia Occasio, ni tampoco el de otras dos del mismo, intituladas Philautus y Caropus, [420] representadas en el año siguiente, 1565, la última el día del Corpus, y que, como las anteriores, vería CERVANTES. Ambas producciones, en especial la comedia Caropus, por la importancia que en ella cobra la música, el canto y el elemento coreográfico, dijéranse verdaderos

dramas, litúrgicos u operas sacras, en que el espectáculo debió de adquirir una solemnidad y grandeza que inútilmente se buscaría en aquellas pobres representaciones de los «corrales» públicos, donde, si más arte en los actores, las comedias «eran unos coloquios como églogas», el adorno del teatro, «una manta vieja», y la música, algún romance antiguo, cantado «sin guitarra». Muy grato recuerdo debió de conservar CERVANTES de los Estudios de la Compañía (grato y de gratitud), al impulsarle a la primorosa evocación de aquellas escenas en que interviene en su magistral Coloquio el perro Berganza, cuando llega con el vademecum en la boca y se queda «sentado en cuclillas a la puerta del aula, mirando de hito en hito al maestro que en la cátedra leía». No sino por visión directa y observación real se pudo escribir lo que sigue: «Digo que mis amos gustaron de que les llevase siempre el vademecum, lo que hice de muy buena voluntad; con lo cual tenía una vida de rey, y aún mejor porque era descansada, a causa que los estudiantes dieron en burlarse conmigo, y domestiqueme con ellos de tal manera, que me metían las manos en la boca, y los más chiquillos subían sobre mí; arrojaban los bonetes o sombreros, y yo se los volvía a la mano limpiamente y con muestras de grande regocijo. Dieron en darme de comer cuanto ellos podían, y gustaban de ver que cuando me daban nueces o avellanas, las partía como mona, dejando las cáscaras y comiendo lo tierno; tal hubo que, por hacer prueba de mi habilidad, me trujo en un pañuelo gran cantidad de ensalada, la cual comí como si fuera persona. Era tiempo de invierno, cuando campean en Sevilla los molletes y mantequillas, de quien era tan bien servido, que más de dos Antonios se empeñaron o vendieron para que yo almorzase. Finalmente, yo pasaba una vida de estudiante sin hambre y sin sarna, que es lo más que se puede encarecer para decir que era buena; porque si la sarna y la hambre no fuesen tan unas con los estudiantes, en las vidas no habría otra de más gusto y [421] pasatiempo, porque corren parejas en ella la virtud y el gusto, y se pasa la mocedad aprendiendo y holgándose». No se podría dar pintura más excelsa (como de quien es) de aquel ambiente estudiantil. Sírvanos de colofón. Por estos días, las gracias de doña Andrea de Cervantes, ya en sus veinte abriles, hubieron de cautivar a cierto Nicolás de Ovando. Desconocemos la personalidad de este Ovando; pero fruto de aquellos amores infelices fue doña Constanza, que unas veces se apellidó «de Ovando» y otras «de Figueroa»; y como (ya lo apuntamos) en el Monasterio de Santa Paula de Sevilla tomó en 1593 el hábito una Mariana de San José (que no se llamaría así en el siglo), hija de Juan de Padilla Carreño y de doña Melchora de Ovando y Figueroa, es lógico presumir que ésta fuese hermana o parienta muy próxima del tal Nicolás, y uno y otra de Sevilla, en cuya ciudad no faltaban familias de apellido Ovando, según hemos visto en el propio provisor de la diócesis. Los amores de Nicolás con doña Andrea debieron de tener en su inicio intención honesta. Adelante veremos que en el proceso de Ezpeleta en Valladolid, ella declara, 30 de Junio de 1605, ser «viuda, mujer que fue de Sante Ambrosio, florentín, y que antes fue desposada y concertada con Niculás de Ovando»; pero tal distinción prueba no haber sido nunca su esposa legítima. Y, en efecto, las relaciones con él (que la engañó) cobraron carácter de intimidad antes de consumarse el sacramento del matrimonio, como parecerá documentalmente en seguida. [422] A la afición poética de CERVANTES, muy estimulada con las comedias de colegio, las representaciones de índole particular y pública, los autos sacramentales del Corpus, hechos

primero en la Catedral y después al aire libre en carros (con cuyos gastos corría el Municipio), y el ambiente general literario de la llamada Atenas Española, vino a agregarse la llegada a Sevilla, en aquel año de 1564, del célebre Lope de Rueda. No hay noticias de que fuera él quien entonces hiciese los autos, como en 1559, en que, además, trabajó con su compañía algunos meses en su ciudad natal; pero es casi seguro, porque al año siguiente ordena en su testamento (otorgado en Córdoba, como se dijo, el 21 de Marzo de 1565) cobrar de Juan de Figueroa, clérigo, vecino de Sevilla, cincuenta y nueve ducados, resto de noventa y seis, «de doce días de representación que representé en una casa una farsa, a ocho ducados cada día», deuda sin duda reciente; y al hallarse en Sevilla en el estío de 1564 y representar farsas, obvio es suponer que también hiciera los autos. De su estancia en Sevilla entonces y de la alta consideración que disfrutaba, [423] es testimonio irrecusable la partida de bautismo de Juana Luisa, su única hija y de su mujer Rafaela Ángela, cristianada en la parroquia de San Miguel en 18 de julio: bautizo de rumbo por la calidad de los padrinos, que fueron el alguacil mayor de la ciudad; su teniente, Alonso Pérez; el oidor Hernando de Medina y don Pedro de Pineda.

Grabado en madera, que figura en la primera edición de Las quatro comedias y dos Coloquios pastoriles del excellente poeta, y gracioso representante Lope de Rueda. (Valencia, 1567.) [422]

Vemos, pues, que Lope de Rueda paraba en Sevilla en la collación de San Miguel (la misma en que vivía CERVANTES); y esto y las indudables representaciones que hiciera allí aquel año, dan por lógico ser Sevilla, como antiguamente conjeturó el doctísimo bibliógrafo don Nicolás Antonio, el lugar en que MIGUEL vio representar de muchacho al padre del teatro español. He aquí las palabras del autor del Quijote, que sirven a Rueda de inmortal biografía: «Los días pasados (escribe CERVANTES) me hallé en una conversación de amigos, donde se trató de comedias y de las cosas a ellas concernientes; y de tal manera las subtilizaron y atildaron, que, a mi parecer, vinieron a quedar en punto de toda perfección. Tratose también de quién fue el primero que en España las sacó de mantillas y las puso en toldo y vistió de gala y apariencia. Yo, como el más viejo que allí estaba, dije que me acordaba de haber visto representar al gran Lope de Rueda, varón insigne en la representación y en el entendimiento. Fue natural de Sevilla, y de oficio batihoja, que quiere decir de los que hacen panes de oro. Fue admirable en la poesía pastoril; y en este modo, ni entonces ni después acá, ninguno le ha llevado ventaja; y aunque por ser muchacho yo entonces no podía hacer juicio firme de la bondad de sus versos, por algunos que me quedaron en la memoria, vistos agora en la edad madura que tengo, hallo ser verdad lo que he dicho; y si no fuera por no salir del propósito de prólogo, pusiera aquí algunos que acreditaran esta verdad. En el tiempo deste célebre español todos los aparatos de un autor de comedias se encerraban en un [424] costal y se cifraban en cuatro pellicos blancos guarnecidos de guadamecí dorado y en cuatro barbas y cabelleras y cuatro cayados, poco más o menos. Las comedias eran unos coloquios como églogas, entre dos o tres pastores y alguna pastora.

Aderezábanlas y dilatábanlas con dos o tres entremeses, ya de negra, ya de rufián, ya de bobo y ya de vizcaíno; que todas estas cuatro figuras y otras muchas hacía el tal Lope con la mayor excelencia y propiedad que pudiera imaginarse. No había en aquel tiempo tramoyas, ni desafíos de moros y cristianos, a pie ni a caballo; no había figura que saliese o pareciese salir del centro de la tierra por lo hueco del teatro, al cual componían cuatro bancos en cuadro y cuatro o seis tablas encima, con que se levantaba del suelo cuatro palmos; ni menos bajaban del cielo nubes con ángeles o con almas. El adorno del teatro era una manta vieja, tirada con dos cordeles de una parte a otra, que hacía lo que llaman vestuario, detrás de la cual estaban los músicos, cantando sin guitarra algún romance antiguo. Murió Lope de Rueda, y por hombre excelente y famoso le enterraron en la iglesia mayor de Córdoba (donde murió), entre los dos coros, donde también está enterrado aquel famoso loco Luis López». [425]

Retrato tradicional de Lope de Rueda, sacado del grabado anterior. (Gabinete de Estampas de la Biblioteca Nacional.) [424]

Este famoso pasaje ha dado lugar a muchas controversias e hipótesis entre los biógrafos y comentaristas de CERVANTES, acerca del sitio en que viese trabajar a Lope de Rueda; mas el descubrimiento de la partida bautismal de su hija Juana Luisa por el Sr. Rodríguez Marín, muestra claramente que hubo de ser en Sevilla, como quiera que allí vivían, y muy cerca, Rueda y CERVANTES en 1564, año en que éste cumplía los diez y siete de su edad y en que, naturalmente, «por ser muchacho entonces, no podía hacer juicio firme de la bondad de sus versos», sino aprenderse algunos de memoria, prueba del interés con que le oiría. Ciertamente, la mención que hace de Córdoba revela una visión directa del entierro de Rueda (ya diremos cómo pudo presenciarlo); y aquí también es posible que le viera trabajar en años anteriores, con motivo de algún viaje, o en la niñez, durante su residencia en la ciudad de los Califas; pero a estos años no alude, porque entonces no era aún muchacho, ni, por tanto, podía hacer juicio firme ni de ninguna especie sobre sus versos. Desconócense las representaciones teatrales de Lope de Rueda en Córdoba, aunque indiscutiblemente existieron. Pruébalo un pasaje de Las [426] seiscientas apotegmas de Juan Rufo (Toledo, 1596), que en las «Alabanzas de la comedia: introdúcese hablando un representante», folio 266 vuelto, escribe: ¿Quién vio, apenas ha treinta años, de las farsas la pobreza, de su estilo la rudeza y sus más humildes paños? ¿Quién vio que Lope de Rueda, 5 inimitable varón, nunca salió de mesón ni alcanzó a vestir de seda? Seis pellicos y cayados, dos flautas y un tamborino, 10 tres vestidos de camino,

con sus fieltros jironados. Una o dos comedias solas, como camisa de pobre; la entrada a tarja de cobre, 15 y el teatro casi a solas. Porque era un patio cruel, fragua ardiente en el estío, de invierno un helado río, que aun agora tiemblan dél. 20 [427]

Personajes de Lope de Rueda. [425] ¿Cuándo vio representar Rufo a Rueda en Córdoba? Desde luego, por los mismos años que CERVANTES; pero si bien el gran actor y poeta, en muchos de sus viajes, hubo de pasar necesariamente por Córdoba, sin que se puedan precisar fechas, no hay noticia documentada de que en esta capital diera representación alguna, ni aun durante su estancia en 1565 , que tan fatales consecuencias tuvo para él. El teatro de comedias [428] hallábase por aquel entonces (y es al que se refiere Rufo) junto a la iglesia de Santa Ana, en una casa propiedad del famoso doctor en Medicina Pedro de Peramato, conocida por el «Corral de Pedro Mato», adquirido por éste el 28 de Diciembre de 1563, juntamente con las casas linderas que fueron de su morada, y en las que tres años más tarde dio muerte, por infidelidades, a su esposa doña Beatriz Cano, trágico lance a que aluden aquellos versos: Peramato mató a su mujer; fízolo tarde, mas fízolo bien.

Personajes de Lope de Rueda. [427]

Personajes de Lope de Rueda. Representara Rueda en Córdoba en 1565 o anteriormente, lo positivo es su estancia y actuación en Sevilla en 1564, cuando en ella vive CERVANTES. Y el interés trascendental que esto encierra colígese considerando que, desde el punto y hora en que CERVANTES ve al gran histrión sobre las tablas (aquellas cuatro o seis tablas sobre los cuatro bancos), fue arrastrado de una admiración tan honda y verdadera por su arte, que le llevó a imitar su finísima prosa, sus gracias y donosuras, el vivo e ingenioso diálogo de sus pasos, que reflejará en sus entremeses; el tono general de sus escritos, la [429] pintura y lenguaje de

sus tipos de baja estofa, el sabor delicado de sus poesías pastoriles, de tal modo, que, en algunos aspectos, Rueda puede ser tenido como el padre literario de CERVANTES. Era, efectivamente, de Sevilla, nacido en la primera década del siglo XVI. Llamose su padre Juan de Rueda, y en su juventud ejerció el oficio de batihoja u orífice. Nada se sabe de la fecha en que lo dejara, de los estudios que hiciese (por la humildad de su origen, seguramente elementales), ni de las circunstancias que le impelieron a abrazar la profesión histriónica. Alboreaba precisamente entonces, aunque con poca regularidad. Las églogas y farsas de Juan del Encina, Lucas Fernández, Gil Vicente y otros, salían de los templos a los palacios y casas de nobles, y de aquí se trasplantaban, por natural evolución, a la plaza pública, a los corrales, a los patios de las posadas, donde hubiera auditorio. Los primeros [430] actores de que apuntan referencias, pululantes por los pueblos castellanos, fueron Oropesa, Hernando de la Vega y Juan Rodríguez. Estos o algunos otros pasarían por Sevilla, y a ellos o a cualquier compañía trashumante debió de unirse Rueda. La excelencia en su profesión (entonces mal reputada) le haría sobresalir pronto.

Personajes de Lope de Rueda. Ya en 1543 se obligaba por una escritura, con el gremio de Odreros y Corredores de Vinos, de Sevilla, «de sacar el día del Corpus Christi, en dos carros, el auto de la Asunción de Nuestra Señora, según y como [431] se hizo el año pasado del Señor, de 1542, o mejor si pudiere, poniendo la gente, ropas, ángeles, cantores, la cera que llevarán los Apóstoles encendida y una cama con su cortina, por precio de 26 ducados de oro». Y en otro documento, firmado el mismo año, declara ser vecino de Sevilla en la collación del Divino Salvador, y que ha de hacer en un castillo, conforme desea el mayordomo del gremio de los Sederos, el auto sacramental del Seno de Abraham, «en que estén ocho personas, el uno Abraham, el otro Lázaro y seis ánimas, por el precio de ocho ducados oro, que me habéis de pagar la víspera de Pascua del Espíritu Santo». Después, en 1549, se concierta con el Asistente de Sevilla para representar los autos del Corpus y otras comedias en dos carros. Divulgó entonces, con gran aplauso, Navalcarmelo y El Hijo Pródigo, y se le pagaron por la Ciudad ocho ducados de premio sobre los sesenta convenidos. Aquel mismo año representó al frente de sus huestes histriónicas, en el teatro del corral de Don Juan, desde Carnestolendas hasta pasada la octava del Corpus, diferentes obras de su invención y otras de autores contemporáneos, hoy perdidas. En el verano de 1551 es autor de renombre, que representa en Valladolid con motivo del regreso de Flandes del príncipe don Felipe. En 1552 hace allí los autos del Corpus, y al mes siguiente el Ayuntamiento vallisoletano, en atención a sus méritos, acuerda «dar al dicho Lope de Rueda cuatro mill maravedís de salario en cada año por maestro de las dichas fiestas, con que viva en esta villa y resida». Desde entonces, pues, hasta 1559 fijó su residencia en Valladolid, aunque desplazándose a distintas localidades con su compañía, siempre que a ellas le llamaban para alguna representación. Así le vemos, en 1554, solicitado por don Antonio Alonso Pimentel para solemnizar las fiestas que hizo en su villa de Benavente en honor de Felipe II, cuando éste, todavía príncipe, se dirigía a Inglaterra a casarse con María Tudor. Hubo toros, cañas, cacerías, torneos a pie y otros regocijos. La

función de teatro celebrose el 8 de Junio, y el cronista oficial la relata en estos términos: «Y estando algún tanto despejado el patio, salió Lope de Rueda con sus representantes y representó un auto de la Sagrada Escritura, muy sentido, con muy regocijados y graciosos entremeses, de que el Príncipe gustó muy mucho, y [432] el Infante don Carlos, con los grandes y caballeros que al presente estaban...». Ya entonces hallábase casado con cierta Mariana (la dio su apellido de Rueda), comedianta y bailarina, que durante seis años había entretenido en Cogolludo las melancolías de don Gastón de la Cerda, tercer duque de Medinaceli (1504-1551), divirtiéndole en cantar y bailar y «decir gracias», y acompañándole, cortado el cabello y vestida de paje, «con un jubón y unos zaragüelles a manera de calzas», a sus viajes y cacerías. Murió luego el duque, hombre débil, enfermizo y cojo; y, a pesar de prometerle que la casaría muy bien y con excelente dote, quedó debiéndole sus servicios; por lo cual Rueda, que poco después matrimonió con Mariana, puso pleito al nuevo duque, quien lo perdió y hubo de abonar al cómico, en 1557, 60000 maravedís.

Personajes de Lope de Rueda. Dos testigos de este pleito son para nosotros muy interesantes. El uno, Pedro Montiel, «hilador de seda», que entonces ayudaba a Rueda en la representación de sus comedias y farsas, aparece transformado en «Chanfalla» (pero no tanto que no se descubra su nombre) en el entremés de CERVANTES El retablo de las maravillas. Había representado ya ante el duque don Gastón, quizá con Rueda, «algunas comedias e obras graciosas, [433] e se las pagó muy bien». Y como Mariana trabajaría en estas funciones, por aquí debió de conocerla su futuro esposo. El otro testigo es Alonso Getino de Guzmán, «danzante, vecino de Toledo», de veinticinco años, casado y residente en corte (a la sazón en la de Valladolid, donde se incoa el pleito), y amigo íntimo de la familia de CERVANTES, según vimos en anteriores páginas y veremos aún en otras ocasiones, pues Montiel y especialmente Getino todavía ocuparán nuestra atención. En Marzo de aquel mismo año de 1557 sigue Rueda diciéndose «estante en Valladolid», lo que no obsta para que en 1558 soliciten su presencia en Segovia, a fin de realzar con su arte las grandes fiestas de la consagración e inauguración de la nueva catedral, verificadas los días 18 de Agosto y siguientes. Diego de Colmenares describe así la intervención de Rueda: «A la tarde, celebradas solemnes vísperas, en un teatro que estaba entre los coros, el maestro Valle, preceptor de Gramática, y sus repetidores hicieron a sus estudiantes recitar muchos versos latinos y castellanos en loa de la fiesta y prelado, que había puesto grandes premios a los mejores. Luego la compañía de Lope de Rueda, famoso comediante de aquella edad, representó una gustosa comedia, y, acabada, anduvo la procesión por el claustro, que estaba vistosamente adornado». En Octubre hallábase el actor de regreso en Valladolid y pedía al Municipio que le diera «dos suelos para edeficar casas fuera de la puerta de Santisteban», quizá con ánimo de establecer un corral de comedias, o de avecindarse para siempre. El traslado de la corte a Toledo, que pronto se siguió, y después a Madrid, echaría por tierra sus planes.

Ya hemos aludido a su estancia en Sevilla en 1559, año que hizo allí los autos, y en donde permaneció, por lo menos, desde Abril hasta Junio. Llamándosele «residente en esta ciudad», el 29 de Abril se le libran, por orden del Asistente, Lope de León, cuarenta ducados, a cuenta de los sesenta que ha de percibir, por dos representaciones en dos carros, de los autos de Navalcarmelo (Naval y Abigail) y del Hijo pródigo, «con todos los vestimentos de seda». Rueda, en 9 de Mayo, 2, 5 y 15 de Junio da recibos del cobro de estas cantidades, y de ocho ducados del premio, por haber sacado la mejor representación en los carros del día del Corpus. [434] Desde aquí, tras actuar en algunas otras poblaciones, iría a Toledo en 1560; y pensando tal vez que, con motivo de la llegada de Felipe II y la jura del príncipe don Carlos, quedaría asentada definitivamente la corte, trasladó su casa de Valladolid. Ya era difunta Mariana, y Rueda había contraído nuevo matrimonio aquel mismo año en Valencia, el 14 de Mayo, con una viuda llamada Rafaela Ángela, o Ángela Rafaela, que de ambos [435] modos aparece escrito, de apellido Trilles. En 1561 hizo los autos del Corpus en la Ciudad Imperial, por cuyo trabajo percibió ciento cuarenta ducados, satisfechos en veces, desde 7 de Mayo a 12 de Junio. Mas ya Felipe II había tomado el camino de Madrid, y poco a poco trasladábase la corte. A ella siguió Rueda, sin levantar su casa de Toledo, como no se traslucían las intenciones del monarca. En Madrid debió de representar en el mes de Septiembre, y positivamente en Octubre y Noviembre ante la familia real. Pero al Roscio español le ocurrió un percance en la nueva corte, que pudo dar con sus huesos en la cárcel pública. O para trasladar su casa de Valladolid a Toledo o por necesitar dineros en Toledo, Lope de Rueda contrajo una deuda con cierto Bernardino de Milán, vecino de Valladolid, para cuyo pago suscribió una obligación en la Ciudad Imperial. A poco de llegar a Madrid en compañía de su mujer, el acreedor le buscó para hacer efectivo un resto de 22 ducados, y no pudiendo saldarlo el comediante, firmole escritura en 24 de Septiembre. Un mercader, apoderado de Milán, supo que Rueda se ausentaba de la corte y pidió al corregidor le compeliese a dar fianza por la deuda antes de marchar, atento a que el cómico no poseía en Madrid bienes de ninguna clase. Hecha la información, dos testigos del apoderado declaran, en 29 de Octubre, que han oído decir aquel mismo día a Lope de Rueda y a su mujer como se iban de la villa y corte; que saben es casado en el reino de Valencia con una valenciana, y que, por no conocerles «bienes ningunos en poca ni en mucha cantidad», si se marchan, Bernardino de Milán perderá su deuda. En vista de lo cual, el corregidor dio mandamiento de embargo y orden de poner en la cárcel a Rueda, si no prestaba la fianza. [436] Al notificárselo, en 30 de Octubre, Rueda presentó fiador a un Diego de Grijota, «ropero andante en esta corte», que no sabía firmar, y el percance quedó solucionado. Adivínase cómo: el «alto varón en la representación y en el entendimiento» dejaría en prenda al ropero algunos de los ricos vestidos con que salía a lucir su gracia y su donaire.

Personajes de Lope de Rueda. [434]

Personajes de Lope de Rueda.

Y no partió a Valencia tan pronto como sospechaban los testigos (si acaso partió entonces o no mudó de propósito), pues todavía representó ante Sus Majestades, como consta por la orden de pago de 28 de Noviembre. Pero es indudable que en Valencia, ciudad rica y emporio de la naciente dramática, patria de Ángela Rafaela, donde seguramente la conoció; donde tenía muchas amistades, entre ellas la de Juan Timoneda, célebre editor de sus obras, pasó el ex batihoja largas temporadas. También volvería a Madrid. Algunos pasajes de cartas de Antonio Pérez, que muestra conocer bien su repertorio, lo dan a sospechar. En una a su mujer doña Juana de Coello, decía: «Grasioso cuento, cierto, y que a solas en medio de toda mi melancolía le he reído tan seguidamente como pudiera reír en otro tiempo, en una comedia, algún paso extraordinario de aquellos de Lope de Rueda o Ganasa». Mientras actuase en la corte, le acompañaría Getino de Guzmán, que andaba constantemente de Toledo a Madrid, y, por fin, aquí fijó su residencia. [437] Nada sabemos ya de Rueda hasta 1564, en que aparece, como vimos, en Sevilla, y hasta 1565, en que fallece en Córdoba, tras enterrar a su hija, junto a la cual manda ser sepultado. De su testamento se infiere que venía de Toledo, donde había deshecho su casa y empeñado todo su ajuar. Tenía alguna deuda, sin importancia, y tan sólo un deudor; mas su situación era de apuro: a su propio hospedero hubo de pedirle diez ducados, en prenda de los cuales quedaba una cadena de oro. [438] Luego recogía sus obras (que tanto habían de influir en CERVANTES) Juan Timoneda, y comenzaba a publicarlas en Valencia en 1567. Sin duda Rafaela Ángela, o Rafaela Trilles, al regresar a la ciudad del Turia, le facilitó los originales de su marido. Años después, en 1590, Rafaela aparece casada en terceras nupcias con un Cristóbal Rubio. Se ha sospechado por algunos escritores si CERVANTES, de muchacho, se alistaría en la compañía de Rueda, y así explicar que «se halle en su vejez tan enterado de los merecimientos de aquel autor, conozca perfectamente la vida de la farándula de entonces y su modesto equipaje e incipientes recursos de tramoya y decorado, y, por último, que pudiese retener [439] largos trozos de las obras representadas y que no fueron impresas». Supuesto lo cual, se enteraría «con todo detalle de la vida interna de los farsantes, de su ajuar, de sus viajes y teatros, y entonces claro es que necesitaría tomar de memoria algunos papeles de sus coloquios y comedias y aun escenas enteras de ellas, las cuales conservaba frescas en 1615». La hipótesis, aunque no absurda ciertamente, es imposible de sostener. CERVANTES sólo dice «que se acordaba de haber visto representar al gran Lope de Rueda», mas no que hubiera tenido con él personal conocimiento, gloria grande que no habría callado. Lo vio representar en Sevilla, y, producto de su admiración, se le quedaron «algunos versos» en la memoria; y al año siguiente, como veremos, de regreso de Alcalá de Henares, al pasar por Córdoba, se halló allí con su entierro, que pudo presenciar. He ahí todo. El conocimiento completo de las obras de Rueda [440] lo adquirió leyendo las ediciones de Timoneda. Y por eso el fragmento de coloquio que incluye en Los baños de Argel dice que estaba impreso por Timoneda,

con que aleja la suposición de que se trate de algunos de aquellos versos que de muchacho quedáronsele en la memoria. Respecto de la exactitud notada, de que «todos los aparatos de un autor de comedias se encerraban en un costal y se cifraban en cuatro pellicos blancos», etc., no lo dice tampoco circunscribiéndolo a Rueda, sino «en tiempo de éste célebre español». En efecto, hasta la llegada de Navarro, el adorno de las comedias permaneció igual, y fue este toledano quien lo «levantó algún tanto más... y mudó el costal de vestidos en cofres y en baúles». De manera que estos pormenores pudo todavía conocerlos CERVANTES algunos años después de la muerte de Rueda, bien por Pedro Montiel, que formó compañía al faltar el batihoja, bien por Alonso Getino de Guzmán. A Montiel, que con Gaspar Díez y Francisco de la Vega trabajaba en 1554 a las órdenes de [441] Rueda, parte fija de su compañía y algo como coautor de ella, debió de conocerle años adelante, aunque en fecha imposible de determinar. El Retablo de las Maravillas parece basado en algún hecho real que acaeciera a este cómico. CERVANTES, que cuando tomaba personajes de la realidad gustaba de no mudarles sus nombres (cosa bien conocida), por ciertos respetos que ignoramos, llamó «Chanfalla» al protagonista de aquel entremés, en el momento de preparar la obra para la impresión; mas olvidado en dos pasajes de borrar su nombre, «Chanfalla» dice luego: «Yo, señores míos, soy Montiel, el que trae el retablo de las maravillas». Y poco después, el Gobernador exclama: «...el señor Montiel comience su obra». Getino de Guzmán sólo trabajaba con Rueda en determinadas ocasiones, pues «no anda en compañía del dicho Lope de Rueda para hacer las comedias y regocijos que hace, porque este testigo es casado y reside en la corte», aunque entiende de bailes y músicas, «por ser danzante e tañedor e usar de ello por su pasatiempo». Después se verá (cuando le hallemos en amistad estrecha con la familia Cervantes) que lo tenía por profesión, y que no la abandonó ni aun cuando en Madrid le hicieron alguacil de la villa.

Personajes de la comedia Armelina, de Lope de Rueda. [439]

El famoso librero valenciano Juan Timoneda. (Grabado que aparece en la portada de su obra El Sobremesa y Alivio de Caminantes. Valencia, 1569.) Se apellidó Timoneda a secas, sin de. [440] [442] [443]

Capítulo XVI Luisa de Cervantes, monja en Alcalá. -El convento de la Purísima Concepción. -María de Jesús, Santa Teresa y Ana de San Jerónimo. -Vida de austeridad. -Rodrigo y Miguel de Cervantes, de vuelta a Sevilla. -Entierro de Lope de Rueda en Córdoba. -Nace doña Constanza de Ovando. -Ejecución de adúlteros, recordada en el «Persiles». -El «perdón de cuernos». -Fallecimiento de doña Elvira de Cortinas. -Los Cervantes se trasladan a Madrid.

Aclarado el punto controvertido de la relación y conexiones entre Lope de Rueda y CERVANTES, tornemos a Sevilla y a 1564. Ha cumplido MIGUEL sus diez y siete años y cursa el cuarto de Gramática en el Estudio de la Compañía. Su primo Juan, que debió de ausentarse en las vacaciones, ha venido de Cabra con su tío Andrés a proseguir sus estudios, que se inauguraron el día de San Lucas. Todavía permanece Andrés de Cervantes en la ciudad del Guadalquivir, porque un acontecimiento de importancia va a suceder en la familia. Luisa, en Alcalá de Henares, quiere seguir las huellas de su tía Catalina: renunciar al mundo y entrar en el claustro. Mientras Andrea, en la voluptuosa Sevilla, en esa tierra ardiente, propicia al ocio y a la sensualidad, que socava hasta la firmeza de los santos; mientras Andrea, digo, cede a los galanteos [444] y conversación amorosa de Nicolás de Ovando, Luisa, en la severa tierra castellana del Campo Loable, clásica y docta, busca la clara luz de la eterna perfección. En 30 de Octubre Rodrigo de Cervantes, una vez cobradas de Juan Mateo de Urueña las sumas a que nos hemos referido por el alquiler de la casa que le tenía en arriendo, sin abandonar el oficio del escribano y presente su hermano Andrés, testigo de conocimiento, extendía amplio poder a su esposa doña Leonor de Cortinas y a su sobrino Juan, «para pedir e cobrar a rescebir... todos los maravedís y otras cosas cualesquier de cualquier calidad que sean que me deben e debieren de aquí adelante en esta dicha ciudad y en otras partes...». [445] Esto prueba que Rodrigo ausentábase de Sevilla por una temporada. Iba, indudablemente, a Alcalá de Henares a las negociaciones del ingreso de Luisa en el convento de la Concepción, poco antes fundado. Necesitaba tratar de la dote, punto difícil para su pobreza, conocer personalmente la índole de las inclinaciones de su hija... Lo natural en estos casos, que requería tiempo. El hecho de que MIGUEL DE CERVANTES no figure en el poder anterior, con más razón que su primo Juan, demuestra no que se hallaba ausente, sino que acompañaba a su padre a Compluto, cosa logiquísima si tenemos en cuenta que Rodrigo era sordo y había que conferenciar con muchas personas, hablar por locutorios y entre rejas... Nadie menos indicado que «las monjitas» (como llamaban en Alcalá, por su dulzura, a las carmelitas descalzas), para levantar la voz. No sólo en ésta, sino en otras muchas ocasiones, acompañaría MIGUEL a su padre y le serviría de intérprete.

Alcalá de Henares. -Portada del convento de Carmelitas Descalzas de la calle de la Imagen. Saldrían de Sevilla en unión de Andrés, que se quedaría en Cabra; pasarían por Córdoba (lugar obligado del tránsito), donde quizá pondrían al corriente a sor Catalina de Cervantes y a Ruy Díaz de Torreblanca de la decisión de su sobrina, y un día de fines de Noviembre o principios de Diciembre, por Toledo y Madrid, llegarían a Alcalá. [446] La villa había mejorado mucho en aquellos once años: más estudiantes (allí estaba entonces, y no en Sevilla, cursando filosofía en la Universidad, Mateo Vázquez de Leca), más iglesias, más conventos, más bullicio y animación. La proximidad de la nueva Corte

(causa, con el tiempo, de su ruina) impulsaba el acrecentamiento, la finura y el empaque de Alcalá. El convento de la Purísima Concepción, que después se llamó vulgarmente de la Imagen, por haberse trasladado en 1576 a la calle de la Imagen, fundose, como ya hemos apuntado, el 11 de Septiembre de 1562. En este mismo año (mes de Mayo o Junio a más tardar) se entrevistaban en Toledo aquellas dos insignes mujeres, Teresa de Ahumada y María Díaz. María regresaba de Roma, donde el Pontífice Pío IV la entregó un breve (1561), que no tuvo la suerte de guardarse (sino en su primera mitad), como se guardó el de Santa Teresa, dado por el mismo Papa el 7 de Febrero de 1562. Tan maravillada quedó Santa Teresa (1515-1582) de María de Jesús (1522-1580), que pudo escribir: «Es mujer de mucha penitencia y oración, y hacíala el Señor muchas mercedes, y aparecídola Nuestra Señora y mandádola lo hiciese; hacíame tantas ventajas en servir al Señor, que yo había vergüenza de estar delante de ella». «Mandádola lo hiciese»; es decir, un convento de carmelitas descalzas. Esto mandaba Nuestra Señora en Granada a María de Jesús, como Cristo en Ávila a Santa Teresa. Ambos mandatos fueron en un mismo año y mes: por Enero o Febrero de 1560. Conferencia admirable la de las dos fundadoras en Toledo. Allí había ido Teresa para consolar a doña Luisa de la Cerda. Y todavía escribe la autora de Las Moradas en el capítulo XXXV de su Vida (de donde es la cita precedente) sobre la beata granadina: (Mostrome los despachos que traía de Roma, y en quince días que estuvo conmigo dimos orden en cómo habíamos de hacer estos monasterios. Y hasta que yo la hablé, no había venido a mi noticia que nuestra Regla, antes que se relajase, mandaba no se tuviera proprio: ni yo estaba en fundarle sin renta, [447] que iba mi intento a que no tuviésemos cuidado de lo que habíamos menester, y no miraba a los muchos cuidados que trae consigo el tener proprio. Esta bendita mujer, como la enseñaba el Señor, tenía bien entendido, con no saber leer [luego aprendió a firmar], lo que yo, con tanto haber andado a leer las Constituciones ignoraba. Y como me lo dijo, pareciome bien». Fue María de Jesús hija de un relator de Granada. Se casó, enviudó en breve y entrose religiosa en el convenio de Carmelitas Calzadas de aquella ciudad; pero abandonó su noviciado para comenzar la obra que tuvo por cronista a la propia Santa Teresa (capítulo referido de su Vida): «Pues estando... [en Toledo con doña Luisa de la Cerda] más de medio año, ordenó el Señor que tuviese noticia de mí una beata de nuestra Orden, de más de setenta leguas de aquí de este lugar, y acertó a venir por acá y rodeó algunas por hablarme. Habíala el Señor movido el mismo año y mes que a mí para hacer otro monasterio de esta Orden». Y añade: «Y como le puso este deseo, vendió todo lo que tenía, y fuese a Roma a traer despacho para ello a pie y descalza». El viaje fue singular. La beata hizo un jubón colchado, encubriendo las monedas de oro y plata que llevaba a Roma, con que se vistió, sin dejarle nunca, ni el sayo que sobre él se puso.

Era alta y gruesa. Cayó enferma en el camino; mas prosiguió con sublime entereza, en unión de dos beatas franciscanas. Llegó a Roma, pidió audiencia a Pío IV, colocose en su presencia rubricando el pavimento con la sangre que vertían sus pies; y oyendo el Papa la súplica de que le concediese facultad para restaurar la descalcez carmelita, le contestó asombrado: «¡Varonil mujer! Hágase lo que pide». Ni lo largo del camino, ni el frío, ni el hielo, ni las asperezas, ni las borrascas, ni los senderos infestados de ladrones, debilitaron la firme decisión de aquella mujer, siempre heroica y siempre humilde. Es la España del siglo XVI. Los primeros pasos de María de Jesús en Alcalá para fundar el convento, surgen de una escritura de donación, otorgada por doña Leonor de Mascareñas en Madrid a 15 de Mayo de 1563, ante el escribano Gaspar Testa: «E por cuanto (se dice en una cláusula) yo tengo unas casas en la villa de Alcalá de Henares, que se dicen las casas de Nuestra Señora Santa María de la Concepción, con su capilla y una imagen de bulto de Nuestra Señora de la Concepción, con su corona de plata, en un altar, con su retablo dorado y de imaginería... E porque mi intención siempre ha sido y es que las dichas mis casas sean de observancia... e de mi voluntad e contentamiento... residen en ellas María de Jesús, y Polonia de San Antonio y Juana Bautista y Ana de San Jerónimo y María de los [448] Reyes y Ana de la Concepción y María de Contreras, y están en observancia y tienen firme propósito de ser monjas profesas de la Orden y regla de N. S. Santa María del Carmen, y se ha tratado y conferido con ellas, e conociendo su buen deseo e inclinación-, he por bien que... mis casas [449] sean monasterio, para que las dichas sean monjas en ellas, de la Orden y regla de N. S. del Carmen, y las demás que en el monasterio quisieren entrar por monjas, para siempre jamás, e para ello las doy en donación las dichas mis casas...»

Santa Teresa de Jesús. Retrato pintado por Fray Juan de la Miseria (la mejor de sus repeticiones) en Sevilla el 2 de Junio de 1576. (Se conserva en el convento de Carmelitas Descalzas de Alcalá de Henares, llamado del Corpus Christi, o de las Afueras.) [448] En la escritura se determina el sitio en que primeramente estuvo el convento, diciendo que tiene por aledaños «de la una parte casas de Francisco Pérez, labrador, e de la otra parte casas de Diego del Arroyo de la Plaza, vecino de Torrejón de Alcolea, y a las espaldas casas de Bartolomé de Santoyo, de la Cámara de Su Majestad, e por delante calle pública». Las casas de Santoyo quedaron luego pared en medio de la iglesia de los Mínimos. La calle iba a la Puerta del Postigo, o de Santa Ana. ¿Cuánto llevaban aquellas beatas en las casas de la Concepción? En un Libro de cuentas del convento se dice por dos veces: «Venimos a este monasterio María de Jesús y Polonia de San Antonio y Juana Bautista, a onze días del mes de setiembre del año del Señor de mill y quinientos e sesenta y dos años». Diez y ocho días antes de la entrada de María de

Jesús con sus dos novicias (aumentadas a siete, como hemos visto, el 15 de Mayo de 1563), entraba Santa Teresa cuatro novicias en el convento de San José de Ávila, día de San Bartolomé. El 25 de Septiembre María de Jesús llamó a capítulo a las demás hermanas y les dio los oficios siguientes: a Ana de San Jerónimo, provisora y maestra de novicias; a Ana de la Concepción, sacristana, a Polonia de San Antonio, portera y tornera; a Juana Bautista, ropera y refitolera. El día que se puso el Santísimo Sacramento, 3 de Agosto de 1563, la pobreza era tal, que la madre fundadora sólo tenía diez maravedís de fondos. Fue la fecha de su profesión. Según el Libro de Visitas, el 6 de Octubre se dieron los hábitos con bendición a cinco de sus compañeras, que en seguida profesaron. Cuando la fundación llegó a oídos de Santa Teresa, se alegró mucho. Véase en el capítulo XXXVI de su Vida: «La otra casa que la beata que [450] dije procuraba hacer, también la favoreció el Señor, y está hecha en Alcalá, y no le faltó harta contradicción, ni dejó de pasar trabajos grandes. Sé que se guarda en ella toda religión conforme a esta primera Regla nuestra. Plegue al Señor sea todo para gloria y alabanza suya, y de la gloriosa Virgen María, cuyo hábito traemos. Amén». [451]

Alcalá de Henares. -Calle de la Imagen, iglesia y convento de la Concepción, donde vivió y murió sor Luisa de Belén. Al fondo de la calle, último edificio de la izquierda, casa natal de sor Luisa y de su hermano MIGUEL; último de la derecha, casa propiedad de su tío Juan de Cervantes. Enfrente, la calle Mayor. [450] La fundación fue muy bien acogida en Alcalá, y pronto aumentaron las solicitaciones de ingreso. En 20 de Febrero de 1564 entraba María del Santo Ángel, hija del doctor Saavedra; y en 20 de Mayo, Andrea de los Ángeles, ambas alcalaínas. Y como ya tenía el hábito María de Contreras (quizá hermana de Luisa de Contreras, testigo del bautismo de doña Andrea de Cervantes), pudo haber amistad entre Luisa de Cervantes y alguna de las anteriores, que la impulsaran a seguir su mismo sendero. Las monjas estaban entonces ciertos días de seglares en el convento (aunque hubo excepciones), después recibían el hábito bendito, y a su tiempo profesaban. La pobreza era suma, aunque no faltaron bienhechores, particularmente doña Leonor de Mascareñas. En los dos primeros años no se halló Libro de recibo. No acontecieron, pues, dares ni tomares, a lo menos de monta. Los diez meses restantes, hasta 10 de Junio de 1565, de que existía Libro, entraron en la casa, de limosnas y dotes (la cantidad de los dotes dice el Libro que se calla por justos respetos: sería de pocos maravedís), 591 ducados. En el momento de ingresar Luisa de Cervantes, los cargos estaban así distribuidos: María de Jesús, priora, Ana de la Madre de Dios, subpriora, y Ana de San Jerónimo, vicaria. Las demás religiosas profesas eran: Ana de San José, Juana Bautista, Polonia de San Antonio, María del Santo Ángel y Ana de la Concepción. No había más profesas. Firma aquí la priora con letra muy clara, aunque no buena. Antes aparece otra firma suya,

en un poder al licenciado Zorita en Julio de 1563. De modo que, como, según Santa Teresa, María de Jesús en 1562 no sabía leer, dentro de un año o poco más aprendió a escribir. Hechas por Rodrigo de Cervantes, acompañado de MIGUEL, las gestiones necesarias, con la colaboración, probablemente, de Diego Díaz de Talavera, «Luisa de Cervantes, hija de Rodrigo y de doña Leonor, vecina de Alcalá», que tomó en el claustro el nombre de Luisa de Belén, ingreso en el convento el 11 de Febrero de 1565, en cuyo día se le dio el [453] hábito con bendiciones a Isabel de la Concepción, natural de Loeches, que había entrado monja en 7 de Diciembre del año anterior.

Carta autógrafa de Santa Teresa de Jesús, existente en la iglesia parroquial de Esquivias (Toledo). Es la célebre epístola dirigida por la Santa desde Sevilla, en Febrero de 1576, al P. Juan Bautista Rubeo, general de los Carmelitas en Roma. (Anverso de la única hoja que se conserva.) [452] Como sin duda urgía a Rodrigo el regreso a Sevilla (pasaba de tres meses la ausencia), se apresuró la toma de hábito de Luisa, que lo recibió, con las correspondientes bendiciones, el día 17. Debió de dárselo el vicario general de Alcalá, doctor Balboa; pero desconocemos absolutamente el nombre de la madrina, y es inútil hacer conjeturas. Estos actos carecían de solemnidad, reservada para el día de la profesión, que se avanzaba o retardaba (a veces años) según las condiciones y edad de la novicia. La vida en el convento era muy austera. María de Jesús y sus primeras religiosas no admitieron calzado alguno. Hasta 1576 anduvieron la planta desnuda, sin el menor abrigo. El hábito, de jerga o zafra; toca y velo, de anjeo, sin quitársele jamás sino lo preciso para la limpieza; la cama, de sarmientos metidos en un jergón; la comida, cuaresmal todo el año. Como se dijo, las llamaban en Alcalá, por su humildad, «las monjitas». Los maitines celebrábanse a las doce de la noche: daban principio, casi sin fin, al pausado y lastimero canto en el coro de las demás horas canónicas. De andar siempre descalzas, llegaron a enfermar. Tiempo adelante, mitigose algo este rigor, usando algunas, no todas, alpargatas, conforme a la Regla de Santa Teresa, que prevaleció al fin. Sustentábanse de las labores de sus manos (ellas hicieron célebres las «almendras de Alcalá») y de las limosnas. En 1566 sólo tenían un censo de quince ducados de renta. Se mandó entonces, en la visita hecha por el doctor Jorge Genzor, que hubiese el libro que llaman «de la Fundación» en los conventos, en el cual se asientan los nombres de las religiosas, cuyas hijas son, de dónde naturales y qué llevan al profesar. Según los mencionados Apuntamientos, el Libro de la Fundación se extravió en casa del vicario. [454] De ahí que ignoremos la fecha de la profesión de Luisa, que no consignan ni el Libro de Visitas ni los Apuntamientos. En cambio, consta (y es la primera documentalmente) la profesión de María de Contreras, posible amiga suya, hija de Jerónimo de Moradillo y María de Contreras, difuntos, vecinos de Alcalá, que tomó el nombre de María de la Paz. Verificose el 21 de Diciembre de 1566.

Luisa de Cervantes, o de Belén, debió de profesar en 1567 o 1568, por los días en que vivió en el convento cerca de tres meses, desde 21 de Noviembre de 1567 hasta finales de Febrero de 1568, Santa Teresa de Jesús. Estaba la Santa en Medina del Campo, y desde allí marchó a la Corte, donde la hospedó doña Leonor de Mascareñas y fue recibida por muchas grandes señoras. Durante quince días la llevaron consigo las Descalzas Reales, y, por fin, se encaminó a Alcalá a visitar a su gran amiga María de Jesús. [456]

La venerable Madre Ana de San Jerónimo (1547-1634), maestra y compañera de sor Luisa de Belén o Cervantes, y gran amiga de Santa Teresa de Jesús, con la que cambiaba túnicas y hábitos, por ser de la misma estatura y complexión. (Retrato hecho cuando fue priora del convento de la Imagen.) [455] La visita de Teresa a este convento, con obediencia al Ordinario, hízola a título de amistad, de cooperación con la fundadora, por la humildad y cariño con que ésta deseó su venida y estimó su estada; pero no templó la penitencia. Halló a sus monjas en el caso de vestir jerga y anjeo, dormir en sarmientos, los pies desnudos, la huerta por refectorio, la oración continua, y el coro día y noche, cosa que causó pavor sagrado a la Santa. Este maravilloso retablo de mortificaciones lo componían, como vivas estatuas penitentes, además de la fundadora, Polonia de San Antonio, Juana Bautista, Ana de San Jerónimo, María de San Juan, Ana de la Concepción, María del Santo Ángel, Andrea de los Ángeles, María de los Reyes, Luisa de Belén... y la primera lega (sin contar las novicias), Juana de San Alberto. Por los Apuntamientos se ve que María de Jesús recibió con tal reverencia a Teresa, que al punto la entregó las llaves de la casa, y, de priora suya, se constituyó por su más humilde súbdita. Continúan consignando que la madre Ana de San Jerónimo, maestra de novicias (hemos tenido la suerte de hallar su retrato), era de estatura corpulenta, como Santa Teresa, y así, servían indiferentemente las túnicas para una y otra cuando se las mudaban. Referíalo la misma Ana muchos años después, y decíanle sus compañeras: «-Pues, madre, ¿cómo no guardó Vuestra Caridad una túnica de la Santa?» A lo que respondía con ingenuidad encantadora: «Hijas, Santa Teresa, que ahora está canonizada, y sus túnicas, en aquel tiempo que vino a esta casa ninguna novedad nos hicieron, y lo de arrobarse era acá de ordinario y común, aunque la penitencia extraordinaria». De la convivencia de la Santa con las monjas de la Concepción, queda una anécdota curiosa y muy del tiempo. El rigor de no mudarse de túnicas tan a menudo como fuera necesario, engendró en las religiosas alcalaínas de María de Jesús el mismo temor y consecuencias que en el convento [457] de San José de Ávila. Animolas Teresa, y les contó el remedio empleado por las abulenses, haciendo una procesión con las coplas que a este efecto compuso y que allí cantaban: LA SANTA Hijas, pues tomáis la Cruz,

tened valor, y a Jesús, que es vuestra luz, pedid favor: Él os será defensor 5 en trance tal. TODAS Librad de la mala gente este sayal. LA SANTA Inquieta este mal ganado, en oración, 10 el ánimo mal fundado, en devoción; mas en Dios el corazón tened igual. TODAS Librad de la mala gente 15 este sayal. LA SANTA Pues vinisteis a morir, no desmayéis, y de gente tan civil no temeréis; 20 remedio en Dios hallaréis en tanto mal. TODAS Pues nos dais vestido nuevo, Rey Celestial, librad de la mala gente 25 este sayal, librad de la mala gente este sayal, pues nos dais vestido nuevo, Rey Celestial. 30 Dícese que la Santa extendió este beneficio a todas las religiosas, mas no a los religiosos; y preguntándole María de San Francisco la causa de la excepción, repuso con su gracia habitual: «Calle, hija, que ellos son hombres». Quedó la insigne mística encantada de María de Jesús. Una vez escribe: «En fin, tenía [yo] flaca la fe, lo que no hacía esta sierva de Dios». Teresa se despidió de María y sus monjas, como dijimos, a fines de Febrero de 1568. Tornó en 1569, con ocasión, quizá, de la visita en [459] Madrid a doña Leonor de Mascareñas, cuando ésta le dio a conocer a aquel famoso ermitaño del Tardón, Ambrosio Mariano. Los Annales Complutenses aseguran que a la ida y al regreso de Pastrana. Una tercera estancia le asignan los Apuntamientos, según los cuales es de tradición haber vuelto allí en 1576, al nuevo convento. No lo creo posible; sería en otro año. Agregan que estuvo enferma y fue sangrada, que convaleció y despidiose al punto. Y que bajando la escalera (magnífica, como se ve por la foto, grafía que acompañamos), le dijeron las monjas cómo se iba tan pronto. Respondió no ser por su voluntad, sino que la echaban, aludiendo, al

parecer, a que habiéndose esforzado en que el monasterio saliese de la jurisdicción del Ordinario y se sometiera a la Orden, no lo conseguía.

Alcalá de Henares. -Escalera principal del convento de la Imagen. [458] Cuando en 1572 el Libro segundo de Visitas refiere la hecha en 22 de Enero por el Dr. Genzor, insártase la lista de todas las religiosas profesas, quince, y la edad que tenían aquel año, décimo de la fundación. Con el número 10 aparece «Luisa de Belén, veinte y cinco [años]». Son los mismos días en que CERVANTES se hallaba acabando de convalecer, en el hospital de Messina, de las heridas cobradas gloriosamente en la batalla de Lepanto. ¡Que no estuvieran allí las delicadas manos de la dulce monjita del Carmelo! Luisa de Cervantes fue nombrada sacristana en 1575. En 1580 no presenció las elecciones, por hallarse enferma de la epidemia del catarro. Era clavaria en 1585. En 1586, tornera; subpriora, en 29 de Enero de 1593; y otra vez, en 1596, hasta 1599, que quedó de clavaria. Siguió en este puesto hasta 18 de Febrero de 1602, en que fue elegida priora, con reelección en 1605, cuando aparece el Quijote. De nuevo nombrósele clavaria en 1608, y subpriora en 1611. Otra vez, clavaria, en 16l4 durante seis años, y tercera vez, por último, priora, en 24 de Agosto de 1620. En los Apuntamientos, por desgracia, no se consigna la fecha de su muerte. Fallecería de allí a poco, pues habiendo nacido en 1546, tenía ya setenta y cuatro años. Quedó, pues, Luisa la última superviviente de los hijos de Rodrigo de Cervantes. [460] Terminada la toma de hábito, Rodrigo y MIGUEL emprendieron la vuelta a Sevilla. Al pasar por Córdoba, encontráronse allí con el fallecimiento de Lope de Rueda, a fines de Marzo de 1565, cuyo entierro, que constituyó un acontecimiento de importancia, pudieron presenciar. Así se explica perfectamente la exactitud con que CERVANTES señala el sitio de su sepultura en la catedral, entre los dos coros, y que allí yacía también el loco Luis López. Nada de esto es conjetura. El paso y estancia de Rodrigo de Cervantes en Córdoba durante aquellos mismos días consta de modo irrefutable por un precioso documento inédito, hallado por nuestro amigo don José de la Torre y que nos cede para bien de las letras. Es una escritura, fecha en Córdoba a 10 de abril de 1565, otorgada por «el señor Rodrigo de Cervantes» (que tan pomposamente se nombra) y Pedro Suárez de Leyva, vecinos de Sevilla, obligándose a pagar 560 reales a Pedro de Molina, mercader, vecino de Córdoba, por 37 varas de paño negro, y 5 reales por una vara de tafetán, en plazo hasta fin de Mayo. No sabemos quién sería [463] ese Pedro Suárez o Juárez de Leyva, que tal vez acompañara a Rodrigo y a MIGUEL a Alcalá de Henares, o bien se tropezaron con él (amigo desde luego) en Córdoba. Lo indudable es que quisieron equiparse de ropa, o hicieron una mohatra, y permanecieron en la ciudad de los Califas... ¿hasta el fin de Mayo, plazo de la obligación? Anticipemos que en los protocolos de Córdoba, del oficio 7, donde se otorgó la escritura, no aparece el finiquito, ni siquiera buscándole hasta el mes de Agosto

de 1566. De donde no es aventurado suponer que los otorgantes tomaron el camino de Sevilla sin pagar, y Pedro de Molina tendría que ir o mandar una persona a la ciudad de la Giralda por sus 560 reales (muchos reales para Rodrigo), que satisfarían, cuando pudiesen, él y Pedro Suárez de Leyva.

Escritura de obligación (inédita), otorgada por Rodrigo de Cervantes y Pedro Suárez de Leyva, vecinos de Sevilla, en Córdoba, el 10 de Abril de 1565. (I.) [461]

Escritura de obligación (inédita), otorgada por Rodrigo de Cervantes y Pedro Suárez de Leyva, vecinos de Sevilla, en Córdoba, el 10 de abril de 1565. (II.) [462] Llegados a Sevilla, Rodrigo de Cervantes, a quien el asunto de Luisa y otros quehaceres habían entretenido en Alcalá y Córdoba más de la cuenta, hallose con que seguía contra él pleito Francisco de Chaves, y le había embargado. ¡Siempre los mismos contratiempos! Por fortuna, la perspicaz doña Andrea paró en principio el golpe. Compareció ante el alcalde ordinario Alonso de Torres el 6 de Marzo, y dijo que «en cierto pleito y causa que ante el dicho señor alcalde trata y sigue contra el dicho su padre Francisco de Chaves, sobre ciertas causas e razones ella quiere entrar como tercera opositora a los bienes embargados o secrestados por del dicho su padre, que a ella le pertenecen por ciertos derechos e actiones, [465] e por ser como es menor de la dicha edad de veinte e cinco años, tiene nescesidad de ser proveída de un curador ad litem». En este documento se llama hija «de Rodrigo de Cervantes, de edad que dijo ser de diez e siete años poco más o menos... e ansi lo paresció por su azpeto». Lo parecería, efectivamente, por el azpeto; pero había cumplido ya los veinte. Prolongaba con garbo las huellas de su tía doña María, aunque es común y tan antiguo como el mundo el achaque mujeril de rebajarse la edad. Se le aceptó el curador que pedía y nombraba, en la persona del escribano de Sevilla Alonso de las Casas. A la llegada de Rodrigo, proseguiría el pleito, cuyos resultados se ignoran. Y cabe preguntar: ¿qué derechos y acciones eran los alegados por doña Andrea, para pertenecerle los bienes embargados o secuestrados como de su padre? ¿No serían larguezas de su novio Nicolás de Ovando, extremadas durante los siete u ocho meses de ausencia de aquél? Como quiera que fuese, lo positivo es que doña Andrea (ella misma lo dice) estuvo «concertada», quizá amonestada, con Ovando; pero éste, que tuvo de ella a doña Constanza, no contrajo matrimonio con doña Andrea jamás. Inútilmente doña Magdalena de Cervantes, en el proceso por la muerte de Ezpeleta, declara que doña Constanza es «hija legítima de doña Andrea». La documentación que irá sucediéndose demostrará esta falsedad. Ovando, pues, portose villanamente.

Escritura de obligación (inédita), otorgada por Rodrigo de Cervantes y Pedro Suárez de Leyva, vecinos de Sevilla, en Córdoba, el 10 de abril de 1565. (III) [464]

Firma de doña Andrea de Cervantes. (Sevilla, 6 de Marzo de 1565.) ¿Cuándo nació doña Constanza? Misterio, como muchas fases de su vida. ¿Dónde? Misterio también. El nacimiento debió de acaecer en este año de 1565 o en el entrante de 1566; pero ni en Sevilla, lugar indudable de los amores de doña Andrea y Ovando, ni en Madrid, adonde en seguida se trasladó Rodrigo, se ha descubierto su partida bautismal. Concurren, pues, circunstancias anómalas en este nacimiento, que sabe Dios dónde ocurriese, y que, probablemente, se mantuvo oculto algunos años. El secreto que envuelven los juveniles de doña Constanza ha dado origen a no pocas fantasías en los biógrafos, aduciendo pasajes cervantinos en que aparecen Constanzas, y relacionándolos con ella. No les seguiremos [466] en tal locura, impropia del carácter documental de nuestro libro. CERVANTES, que esparce rasgos autobiográficos en muchas de sus obras, en ninguna hemos hallado que retrate personas de su familia, y menos había de hacerlo con aquellas en que se imponía la discreción. La oscuridad del nacimiento promueve dificultades en el cómputo de la edad; pero no de imposible dilucidación. En un documento otorgado por doña Constanza el 8 de Diciembre de 1596, expresa ser menor de veinticinco años, a tenor de lo cual dijérase nacida después de 1571. Ella propia anula esta data, al confesar en la causa de Ezpeleta (30 de Junio de 1605) tener «veinte e ocho años». Como todas las mujeres se achican la edad, lo más seguro para inferir la de ella, es el documento de su curaduría en favor de su madre. A 12 de Octubre de 1576 doña Andrea declara que su hija «es menor de doce años y mayor de seis». Tomando, pues, un término medio (que tuviese a la sazón nueve o diez años), nos da la fecha de 1565 o 1566, o sea justamente la que asignamos a su nacimiento. En la vida sevillana, cada vez más libre y desenvuelta, las burlas de este estilo eran muy corrientes. Además, la liviandad contrastaba con la dureza de costumbres. Véanse, en el magnífico grabado de entonces que acompaña al texto, los atroces castigos impuestos por la justicia a corruptoras y maridos pacientes; mas no dijéranse bastantes. Los casos de engaño, rapto y adulterio abundaban, a pesar de la severidad de las leyes godas, todavía subsistentes a tal respecto. En Enero de aquel mismo año de 1565 había tenido lugar en Sevilla un castigo feroz, de que se hablaba aún y se habló por mucho tiempo. Un tabernero, llamado Silvestre de Angulo, probó ante la justicia las faltas de su mujer con un mulato. Presos los culpables, que permanecieron casi dos años en la Cárcel Real, y condenados a muerte, la sentencia determinó que los adúlteros, conforme a la ley, se entregaran al esposo para que hiciese con ellos justicia. Levantose el tablado en la plaza de San Francisco, junto a la casa de la Audiencia, dos varas sobre el suelo. Sacaron a los reos de la cárcel el día 19, subieron al lugar de la ejecución e hincáronse de rodillas. El verdugo, con la toca que llevaba la mujer en la cabeza, hizo dos partes y cubrioles los ojos. Toda la inmensa plaza hervía de gente. Llegó Silvestre de Angulo, seguido de algunos religiosos de la Orden de San Francisco y de la Compañía de Jesús, y subió al tablado. Ascendieron también los religiosos, postráronse de rodillas delante de Silvestre (con un crucifijo en las manos el hermano León), y le rogaron que por la pasión y muerte de Nuestro Señor Jesucristo perdonara [467] a los culpables. El tabernero, ciego de cólera, los rechazó, diciendo que había de lavar con sangre su infamia. Fueron inútiles las súplicas. Sacó su cuchillo de una

de las botas que calzaba, y, por encima de todos, comenzó a herir primero a su mujer y luego al mulato. Harto de darles puñaladas y de regar de sangre el tablado, iba ya a descender, cuando un ganapán le gritó desde cerca: «¡Que se mueve el mulato!» Volvió de repente, armado de una espada, y, con horrible crueldad, sació todavía su furor en los cuerpos inertes de aquellos desgraciados. Entonces, sintiéndose satisfecho de su venganza, dio cara a la muchedumbre, se quitó el sombrero con aire triunfal y lo arrojó por la plaza, exclamando: «¡Cuernos fuera!».

(Gabinete de Estampas de la Biblioteca Nacional.)

Este bárbaro suceso, oído sin duda por CERVANTES a su regreso a Sevilla, halló, al correr de los años, eco hermosísimo de reprensión y llamada a la misericordia cristiana en los capítulos VI y VII del libro III de Persiles y Sigismunda, cuando Periandro, exhortando al polaco Ortel Banedre, engañado por su mujer en Talavera, que pretendía ejecutar en su esposa y en su amante la misma acción que Silvestre de Angulo, le dice: «¿Qué pensáis que os sucederá cuando la justicia os entregue a vuestros enemigos, atados y rendidos, encima de un teatro público, a la vista de infinitas gentes, y a vos blandiendo el cuchillo encima del cadalso, amenazando el segarles las gargantas, como si pudiera su sangre limpiar, como vos decís, vuestra honra? ¿Qué os puede suceder, sino hacer más público vuestro agravio? Porque las venganzas castigan, pero no quitan las culpas; y las que en estos casos se cometen, como la enmienda no proceda de la voluntad, siempre se están en pie... No os aconsejo por esto que perdonéis a vuestra mujer para volverla a vuestra casa, que a esto no hay ley que os obligue: lo que os aconsejo es que la dejéis, que es el mayor castigo que podréis darle; vivid lejos de ella, y viviréis, lo que no haréis estando juntos, porque moriréis continuo. La ley del repudio fue muy usada entre los romanos; y aunque sería mayor caridad perdonarla, recogerla, sufrirla y aconsejarla, es menester tomar el pulso a la paciencia y poner en un punto extremado a la discreción, de la cual pocos se pueden fiar en esta vida. Finalmente, quiero que consideréis que vais a hacer un pecado mortal en quitarles las vidas, que no se ha de cometer por todas las ganancias del mundo». Periandro convence a Ortel Banedre. [468] No puede negarse la dureza de las costumbres de antaño. Pero tampoco todos los maridos pensaban como Silvestre de Angulo, ni sentían aquella dureza, a lo menos en la frente. Porque, en verdad, como dice Shakespeare, «la Naturaleza se divierte en formar seres raros». Voy a demostrar con un curiosísimo documento inédito, joya inapreciable para los futuros comentaristas del Corbacho, que si se da un Silvestre de Angulo, dase también un Juan de Villalpando. Helo aquí:

Córdoba, 8 de Julio de 1500. «Perdón de cuernos.

En el nombre de la Santísima Trenidad, Padre e Fijo, Spiritu Santo, tres personas e vn solo Dios verdadero, que biue e rregna por syenpre syn fyn, e de la bienaventurada Virgen gloriosa Nuestra Señora Santa María, su madre, e de todos los santos e santas de la Corte e rregno Celestial; porque la flaqueza vmana fase a los onbres / breuemente errar e de los yerros nasçen enxetos e contiendas e enemistades e grandes desacuerdos, e contra la enemistad los onbres deuen poner paz e fyn de la discordia e acabamiento desamor, la qual palabra de paz Nuestro Maestro Redentor Jhesuchristo dixo a los sus disçipulos el jueves de la su santísima çena: mi paz vos dexo, mi paz vos do, dando a nos enxenplo e doctrina que devemos perdonar todo yerro e ynjuria que nos sea fecho por atrós e graue que sea; por ende, conformandome con el Santo Euangelio, por esta presente carta quiero que sepan quantos esta carta de perdon vieren como yo Juan de Villalpando, fijo de Juan Rodrigues de Villalpando, que Dios aya, vesyno de la çibdad de Seuilla e vesyno que solía ser de la muy noble e muy leal çibdad de Cordoua, conosco e otorgo a vos Catalina de Pineda, mi legitima muger, fija de Bartolome Ruis d'Escaño, e a vos Onorado de Spindola, ginoves, e a vos Luis de Godoy, fijo de Juan de Godoy, veynte e quatro de Cordoua, e digo: que por quanto agora puede aver dos años. poco mas o menos tiempo, que yo estando absente desta çibdad, en el dicho tiempo vos la dicha Catalina de Pineda, mi / [muger], en vituperio e desonor mio e de mi honrra ovistes cometido e cometistes adulterio con los dichos Onorado de Spindola e Luis de Godoy e ellos con vos, e asymesmo vos la dicha mi muger cometistes adulterio con otras çiertas personas; por ende, por esta presente carta, yo el dicho Juan de Villalpando, por rreuerençia de Nuestro Redentor Jhesuchristo e por que a El plega de perdonar [469] mi alma quando deste mundo parta, syn premia e syn fuerça, ni themor, ni costreñimiento, ni induzimiento alguno que me sea fecho, conosco e otorgo que perdono a vos la dicha Catalina de Pineda, mi muger, e a vos los dichos Onorado de Spindola e Luis de Godoy el dicho adulterio que asy cometistes con ellos e ellos con vos, e asymesmo perdono a todas las otras personas que con vos asy cometieron el dicho adulterio fasta oy dia de la fecha desta carta, e qualquier delito e eçeso que sobre ello e en ello cometistes, e otorgo que vos do por libres e por quitos de todo ello e a vos la dicha Catalina de Pineda, mi muger, e a los dichos Onorado de Spindola / e Luis de Godoy e a las otras personas que con vos e vos con ellos cometistes el dicho adulterio, e parto mano de qualquier odio, enemistad e malquerençia que entre mi e vos los sobre dichos sobre la dicha rrason se cabso, e vos fago libramiento e feniquitamiento conplido e acabado; e otorgo que do por ninguna, rrotas e casas e de ningund valor e efeto qualesquier acusaçión o acusaçiones e querellas que de vos e de los sobre dichos ove dado, asy ante el Rey e la Reyna nuestros señores, como ante otros qualesquier juezes, e qualesquier pregones e primero? señores, como ante otros qualesquier juezes, e qualesquier pregones e proçesos que contra vos e contra los sobre dichos fueren fechos, e qualesquier sentencia o sentencias que contra vos la dicha mi muger e contra los dichos Onorado De Spindola e Luis de Godoy e otras qualesquier personas fueren dadas sobre la dicha rrason; e asymesmo abro e parto mano de vna carta de Sus Altezas que ove traido contra vos la dicha Catalina de Pineda, mi muger, e contra las otras personas que con vos cometieron el dicho adulterio, para / proçeder contra vos e contra ellos, e la do por ninguna, rrota e casa e de ningund valor e efeto; e otorgo de no vsar della, ni de lo acriminado e proçesado contra vos e contra los sobre dichos; e otorgo de no vsar dello, ni de cosa alguna ni parte dello, ni vos ferir, ni matar, ni lisyar, ni acusar, ni querellar de vos ni dellos, ni de alguno dellos, en publico ni en secreto, de fecho ni derecho, ni de consejo, yo ni otro por mi, en juisio ni fuera del; e si vos

acusare o de vos querellare, que me no vala, ni sea sobrello oydo yo ni otro por mi, antes pido a qualquier juez que no admita en su juisio la tal acusaçion o querella que de vos e de los sobredichos yntentare o diere, antes me rrepele e desodye de su juisyo; e si vos acusare o de vos o dellos o de alguno dellos querellare, que por ese mismo fecho vos peche e pague en pena a vos o a ellos o a qualquier dellos, cada vez que contra este perdon fuere o viniere o lo rreclamare o vos acusare a vos o a ellos, çinquenta mill maravedis de la moneda vsual, por pena o por postura / sosegada que con vos e con ellos e para vos e para ellos pongo, puesta por modo e en lugar de ynterese convençional; e la dicha pena pagada o no, que este perdón e todo lo en esta carta contenido vala e sea finque, firme e valioso para agora e para syenpre jamas, e yo [470] tenido e obligado a lo asi guardar e conplir. E por esta presente carta suplico e pido por merced al Rey e a la Reyna nuestros señores, que vos perdone la su justicia çeuil e cleminal e vos mande dar e den sus carta e cartas de perdon a vos la dicha mi muger e a vos los sobre dichos, las que menester ouyeredes e vos conpliere sobre esta rrason, e vos restetuya a vos e a ellos en vuestra buena fama e suya, por lo qual beso las rreales manos de Sus Altezas. E para todo lo que dicho es, e para cada vna cosa e parte dello e asi faser e tener e guardar e conplir e aver por firme e pagar la dicha pena, sy en ella cayere, yo el dicho Juan de Villalpando obligo a mi mismo e a todos nuestros bienes muebles e rrayzes, lo que he, avre e a mis herederos; e si lo asy no fisyere, ni guardare, ni cunpliere, como dicho es por esta / carta, rruego e pido e do poder complido a qualquier alcalde o juez ante quien fuere mostrada e pedido conplimiento della, que me costringa e apremie a lo asi faser e thener e guardar e conplir e pagar e aver por firme; e rrason e defension o exesubçion contra lo que dicho es o contra parte dello ponga o alegue en qualquier manera, rrenusçio que me no vala a mi ni a otre por mi en juisio ni fuera del; el cual dicho perdon vos otorgo so tal partimiento e postura e condiçion que desde oy fasta el dia de Sant Migel de Setienbre primero que verna vos la dicha Catalina de Pineda, mi muger, me deys carta de partiçion e sentencia entre mi e vos la dicha mi muger, para que pueda faser cada vno de nos de si lo que quisyere o faser vida apartada; e si vos la dicha mi muger no me dieredes la dicha carta de partiçion e sentencia, que este perdon que a vos la dicha mi muger fago, sea en si ninguno, e la carta de Sus Altezas que contra vos traygo me quede en su fuerza e vigor contra vos la dicha mi muger. En testimonio de lo qual otorgue esta carta antel / escribano publico de Cordoua e testigos de yuso escriptos. Ques fecha e otorgada esta carta en Cordoua a ocho dias de Jullio año del nasçimiento del Nuestro Saluador Jhesuchristo de mill e quinientos años. Testigos que fueron presentes a lo que dicho es, llamados e rrogados: Diego Montesino, fijo del bachiller maestre Juan, e Niculas de la Cruz, fijo de Juan de la Cruz, vesynos desta dicha çibdad de Cordoua». El comentario (si por ventura lo necesita) quédese para aquellos futuros anotadores del Corbacho, a que antes aludimos. [471] Y acabado este intermedio trágico y cómico, finalicemos la narración. El disgusto por la desgracia de doña Andrea; el ver embargados sus bienes, demostración de que la mala ventura perseguía a Rodrigo por todas partes; el fallecimiento de su suegra doña Elvira de Cortinas y la necesidad de cobrar su herencia, impulsaron al cirujano a trasladarse a Madrid. La reciente estancia en Alcalá y el tener allí a su hija monja, que pronto profesaría; la proximidad de la Corte, que se estabilizaba, y, con su crecimiento, abría perspectivas a su profesión, acabaron de decidirle a volver a su tierra castellana.

La fecha del traslado no se retardó mucho. En 1566 los Cervantes estaban ya en Madrid. MIGUEL concluiría en Sevilla su cuarto año de Gramática en el Colegio de la Compañía de Jesús, donde vería comenzar las obras del templo de la Casa profesa. Haría versos, oiría o representaría las comedias Philautus y Caropus. En Sevilla hubo de abrirse su espíritu a emociones antes ignoradas. No sin enojo abandonaría la ciudad del Guadalquivir, poeta incipiente y despierto ya a la contemplación de la belleza. Allí se inundó de la alegría, de la mágica luz, de la gracia gentil andaluza; y allí también, quizá, sintió los primeros dardos del amor. Pero «el andar tierras y comunicar con diversas gentes hace a los hombres discretos», y él llevaba, heredado de su abuelo, el sino y el signo de la peregrinación: Alcalá, Valladolid, Córdoba, Cabra, Sevilla. Y ahora Madrid. Y después... [472-476] [477]

Erratvm En la página XXXIII, líneas 39-40, por salto de un renglón, se dice: «Atribuye sin fundamento a Góngora (págs. 113-4) el soneto «Parió la Reina, el luterano vino», debiendo decirse: «Atribuye sin fundamento a Góngora (págs. 110 y 470) la poesía «Hermano Lope, bórrame el soné-», aunque tiene por auténtico (páginas 113-4) el soneto «Parió la Reina, el luterano vino». En la página 187, línea 22, se dice «don Juan». Añádase: «Y tres hijas: doña María de Urbina, doña Ana de Urbina y doña Magdalena de Cortinas». En la página 440, línea 11, se dice de Caminante. Debe decirse: de Caminantes. _______________________________________

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