SOBRE EL GOBIERNO DE LOS JUECES

SOBRE EL GOBIERNO DE LOS JUECES Raúl Borello “Usted puede escribir en los periódicos, y convocar a una petición, y organizar a un grupo que presione ...
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SOBRE EL GOBIERNO DE LOS JUECES Raúl Borello

“Usted puede escribir en los periódicos, y convocar a una petición, y organizar a un grupo que presione sobre el parlamento. Pero incluso si entonces tuviera éxito y llegara a conquistar al apoyo de un amplio número de hombres y mujeres que piensan como usted, y su visión llegara a prevalecer en la Legislatura, aún entonces podría ocurrir que su propuesta sea revisada e invalidada, en razón de que la misma no condice con la visión que tiene un juez sobre el derecho en cuestión” (Jeremy Waldron, 1993, en su crítica al control judicial de constitucionalidad)1.

1.-INTRODUCCION Un régimen democrático –en palabras de Norberto Bobbio2- consiste, ante todo, en un conjunto de reglas de procedimiento para la formación de decisiones colectivas, en las cuales está prevista y facilitada la participación más amplia posible de los interesados. Lo que caracteriza a la democracia –insiste Bobbio- es que la atribución para “decidir” le sea asignada a un “…número muy alto de miembros del grupo”3. Si compartimos – como lo ha afirmado Carlos Nino4- que la democracia es el único sistema legítimo para gobernar una sociedad, hemos de preguntarnos: ¿Cómo es posible que en aquellas “decisiones” a las que refería Bobbio, la palabra definitiva quede en manos de tan solo cinco o siete personas que componen un Máximo Tribunal de Justicia? Así, cuestiones trascendentes para la sociedad (tales como el derecho de abortar, la eutanasia, la libertad de prensa, los derechos del trabajador, etc…) serán resueltas por tales funcionarios, con el agravante que su situación dista de compadecerse con el sistema republicano, en tanto no son elegidos por el pueblo (como lo son el Presidente y los legisladores), y – para más- no tienen “periodicidad” en sus funciones, pues su duración es ilimitada, salvo – claro está- que sean removidos en situaciones muy graves (delitos en ejercicio de sus funciones, hechos de corrupción, etc..), que no se vinculan con el contenido de sus fallos, si son emitidos de buena fe5.

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Cita de Gargarella, Roberto, en “Crítica de la constitución, sus zonas oscuras”, Ed. Capital Intelectual; Bs. As., 2004; pag. 87. 2 Bobbio, Norberto: “El futuro de la democracia”, Plaza y Janés, Barcelona, 1985, pag. 12. 3 Bobbio, N. op. cit., pag. 21. 4 Nino, Carlos: “La constitución de la democracia deliberativa”; Ed. Gedisa, Barcelona, 1997, pag. 14. 5 Gargarella (op. cit, pag. 68), en igual sentido, nos dice: “En la mayoría de las democracias modernas aceptamos como un irremovible dato de la realidad que los jueces revisen lo actuado por el Poder Legislativo o el Poder Ejecutivo y que en caso de encontrar sus decisiones constitucionalmente cuestionables, las invaliden. Sin embargo, la decisión de dejar dicho extraordinario poder en manos de los jueces no resulta obvia o naturalmente aceptable. Menos aún en un sistema democrático y republicano, en el que queremos que las decisiones que se tomen reflejen, del modo más adecuado posible, la voluntad mayoritaria. ¿Cómo, entonces, podemos aceptar que la última palabra

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No hay dudas que esta simple pregunta, pone en crisis y hasta desafía el ideal democrático. El problema, claro está, no es nuevo y existe desde la propia fundación del constitucionalismo moderno, pues ya Hamilton en “El Federalista” se vio obligado a abordar la cuestión, conocida como “el control contramayoritario”. Pero lo que resulta más novedoso es el progresivo y desmesurado avance que ha tenido el protagonismo judicial, decidiendo en innumerables cuestiones, que quizá exceden su esfera de competencia, originariamente prevista para “juzgar”, “administrar justicia”, es decir intervenir en litigios sometidos a su resolución jurídica. A tal punto es la magnitud de esta injerencia, que algunos autores la han denominado “el gobierno de los jueces”6. En este trabajo intentaremos repasar los orígenes y las causas del problema, conocer algunos argumentos a favor y en contra de dicho “poder”, pretendiendo arrimar al debate algunas pautas que puedan servir para restablecer un equilibrio de competencias que a nuestro juicio ha ido mermando, no sin antes presentar dos fallos paradigmáticos de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, (Casos “Rizzo” y“Fayt”), por demás ilustrativos para la mejor comprensión del tema que da título a este trabajo. 2.- LOS CASOS “RIZZO” Y “FAYT” Nadie duda de la importancia de la Corte Suprema de Justicia para vigilar la efectiva vigencia de los derechos humanos, vía declaración de inconstitucionalidad de aquellas leyes que violan los mismos. Fallos emblemáticos en la historia jurisprudencial argentina (por citar solo algunos), son “Bazterrica” (despenalizando el consumo de cannabis, y la tenencia para uso personal), y “Giroldi” (declarando inconstitucional una ley que vedaba – para casos de menor cuantía- la doble instancia judicial – es decir el derecho a “apelar” las sentencias-, por contradecir en forma expresa una disposición de la Convención Americana de Derechos Humanos).

Sin embargo, repasaremos seguidamente dos casos que exceden esa temática, y nos muestra a las claras el verdadero “poder” de los jueces. 2.1.- Caso “Rizzo” Los hechos son –sucintamente- los siguientes: en mes de abril de 2013 el Poder Ejecutivo envía al Congreso varios proyectos de leyes denominados de “Reforma constitucional quede en manos de un grupo de personas (pongamos, una mayoría de cinco jueces, dentro de la Corte Suprema) que nosotros no hemos elegido, y sobre los cuales carecemos de casi todo control? ¿No abrimos, así, la posibilidad de que la “voluntad del pueblo” quede desplazada por la voluntad de cinco técnicos o expertos jurídicos a quienes no conocemos ni podemos controlar? 6 Lambert,Edouard: “El gobierno de los jueces”- Tecnos- Madrid- 2009 (Ed. Original: 1921)

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Judicial”. Estos proyectos fueron debatidos, votados y aprobados por el Congreso de la Nación el 25 de abril de 2013. Luego de una larga sesión, la primera de las iniciativas fue aprobada, por un total de 130 votos a favor y 123 en contra. De este modo, se convirtieron en ley y entraron en vigor a partir de su publicación en el Boletín Oficial de la Nación (Ley 26.855). Los proyectos que más resistencia tuvieron en la oposición referían a que los representantes de los jueces, abogados y académicos en el Consejo de la Magistratura debían ser elegidos por voto popular (en lugar de serlo por sus pares) y el referido a la limitación en la interposición de medidas cautelares contra el Estado reduciendo la viabilidad de las mismas a aquellos casos en que esté en riesgo la vida o la libertad de las personas. Pero nos detendremos en el primero, es decir en el proyecto de elección popular de todos los integrantes del Consejo de la Magistratura. A nuestro entender dicha ley era defectuosa y contenía groseros errores en su diseño, en especial en cuanto a la concepción del monopolio de las candidaturas por parte de los partidos políticos (que no es exigido por la Constitución Nacional), de manera tal que los candidatos debían ir a las elecciones con un partido determinado, y –su peor falla- en cuanto al modo de distribuir los funcionarios electos, que otorgaban mayoría absoluta a la fracción vencedora (seguramente cabalgando sobre la tesis de la “eficacia”), en vez de procurar una distribución proporcional. Si el partido ganador se lleva todos los cargos de consejeros, se corre el peligro del sometimiento de la justicia al grupo político gobernante. Ahora bien, más allá de la mayor o menor valoración que nos merezca el cuerpo legal sancionado, una vez convertido en ley, se atacó su inconstitucionalidad. El tema a dirimir era el siguiente: El artículo 114 de nuestra Constitución dispone: “ El Consejo de la Magistratura, regulado por una ley especial sancionada por la mayoría absoluta de la totalidad de los miembros de cada Cámara, tendrá a su cargo la selección de los magistrados y la administración del Poder Judicial. El Consejo será integrado periódicamente de modo que se procure el equilibrio entre la representación de los órganos políticos resultantes de la elección popular, de los jueces de todas las instancias y de los abogados de la matrícula federal. Será integrado, asimismo, por otras personas del ámbito académico y científico, en el número y la forma que indique la ley”.

La disposición, por un lado, delega en el Congreso la facultad de dictar una ley sobre el organismo creado. Y por el otro – al menos desde una lectura gramaticaldispone que la elección popular debe implementarse para los “representantes de

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los órganos políticos”, pero no a los jueces y abogados, dejando en penumbra la situación de los académicos7. Sancionada la norma, el titular del Colegio de Abogados de Buenos Aires, Jorge Rizzo (de allí el nombre del fallo), planteo un recurso de inconstitucionalidad que tuvo acogida favorable en primera instancia y que rápidamente llegó a la Corte Suprema por vía del per saltum, con el fundamento (es decir, la necesaria “celeridad”) que la ley se implementaría en las próximas elecciones, de ese mismo año. A su turno, la procuradora general, emitió su dictamen sugiriendo al tribunal que convalide la constitucionalidad de la norma. A su entender, el Congreso estaba facultado tanto para determinar el sistema de elección de integrantes del Consejo como la cantidad de representantes de cada sector. El nuevo diseño del organismo – evaluó– se ajustaba mejor al “resguardo de la soberanía del pueblo, la democracia representativa y el consiguiente fortalecimiento de la participación ciudadana”, al mismo tiempo que contribuía a “desalentar que intereses sectoriales o corporativos puedan prevalecer en la actuación del Consejo”. Según su criterio, se respetaba el “equilibrio” y el hecho de postularse a través de partidos políticos para integrar un órgano de gobierno “no tiene por qué afectar la independencia de los jueces en su función”. Por otro lado, la procuradora recordó que durante el debate que llevó a la reforma constitucional en 1994 se estableció la creación del Consejo de la Magistratura como el órgano de gobierno y control del Poder Judicial, que elegiría (por concursos) y estaría facultado para sancionar y acusar jueces, además de concentrar funciones administrativas. Pero, sin embargo, “la composición y cantidad de representantes del cuerpo así como el sistema para elegirlos quedó librado a una ley reglamentaria que aprobaría el Congreso”. El 18 de junio de 2013 la Corte Suprema de Justicia de la Nación, con el voto de seis de sus siete miembros (Ricardo Lorenzetti, Elena Highton de Nolasco, Juan Carlos Maqueda, Carlos Fayt, Enrique Petracchi y Carmen Argibay), declaró inconstitucional varios artículos de la Ley 26.855, especialmente los que determinan que los representantes de los jueces, abogados y académicos en el Consejo de la Magistratura sean elegidos por voto popular. Además, consideró inconstitucional la nueva composición del

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El art. 114 (2º párrafo) no admite una, sino varias lecturas: aquí va la nuestra: el artículo en cuestión nos dice: se debe buscar un equilibrio entre la representación de: a) de los órganos políticos resultantes de la elección popular; b) de los jueces de todas las instancias; c) de los abogados de la matrícula federal. De modo que la Constitución no dice que la “elección popular” de los consejeros es dable solo para los órganos políticos, sino tan solo distingue tres estamentos: representantes de órganos políticos (resultantes de la elección popular), de jueces y abogados. Veremos luego que la Corte hace “otra” interpretación, distinta a la nuestra (que coincide con la que hizo el Congreso), lo que nos lleva a preguntarnos, - otra vez- lo siguiente: ¿porque, en un tema que hace a la organización institucional del Estado y no a la vigencia de derechos humanos, tomamos como un hecho natural, que la lectura de la corte es más valiosa que la del Congreso?

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Consejo de la Magistratura que prevé la reforma. El único voto en disidencia fue el de Eugenio Zaffaroni. Los argumentos de la sentencia (de la mayoría de la Corte), cuya factura no es demasiado convincente, fueron los siguientes: - La Constitución determina “en qué casos es admitido el sufragio universal” y que está reservado a “las autoridades nacionales de índole política”. No hay “antecedentes” en la historia política argentina de que el Poder Legislativo haya creado algún “cargo de autoridades de la Nación”. - La ley de reforma del Consejo tendría como consecuencia que la “totalidad de los miembros” que lo integran “resulte directa o indirectamente emergente del sistema político partidario”, algo que de por sí –alegaron– “rompe el equilibrio”. Doce serían elegidos en forma directa, siete en forma indirecta. “La totalidad tendría origen político partidario”, afirma la sentencia. - La ley “desconoce el principio de representación de los estamentos técnicos al establecer la elección directa de jueces, abogados y académicos”. Ellos, apunta el fallo, integran el Consejo “por mandato” y “en nombre” de los estamentos que representan. “Si se los elige por voto popular dejan de ser representantes para convertirse en representantes del cuerpo electoral”, dice. - La ley “compromete la independencia judicial al obligar a los jueces a intervenir en la lucha partidaria” para candidatearse a consejero y así “identificarse con un partido político mientras cumple la función de administrar justicia (...) desaparece la idea de neutralidad del juez frente a los poderes políticos y fácticos”. “Es previsible que, luego de un tiempo de aplicación, los jueces vayan adoptando posiciones vinculadas con los partidos que los van a elegir”, vaticinaron. - Se “vulnera el ejercicio de los derechos de los ciudadanos al distorsionar el proceso electoral”, dicen. Aunque declara la inconstitucionalidad, el fallo agrega críticas a, por ejemplo, la imposibilidad de constituir agrupaciones políticas sólo para consejeros y a la obligación de tener idéntica denominación las alianzas en 18 distritos. “Es una barrera irrazonable y discriminatoria”, acotan. - Concluyen que “no es posible que bajo la invocación de la defensa de la voluntad popular, pueda propugnarse el desconocimiento del orden jurídico, puesto que nada contraría más los intereses del pueblo que la propia transgresión constitucional”. En otras palabras, la Corte alegó que el Congreso excedió sus facultades. “Los poderes son limitados, si se quiere cambiar eso, hay que modificar la Constitución”. Lo que la Constitución no dice, enfatizaron, “no quiere decir que lo delega en el legislador”.

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El voto disidente (Zaffaroni), a nuestro entender tiene mayor peso argumentativo, y puede condensarse en esta expresión, que pone sobre la mesa la cuestión que realmente debería haberse considerado, tratado, en un caso como este: es decir el “problema contramayoritario”: “es posible que la ley sancionada consista en un error político, pero no todo error político es una inconstitucionalidad manifiesta”. También alegó: “La reforma constitucional se caracterizó por perfilar instituciones sin acabar su estructura. En todos los casos —y en el del Consejo de la Magistratura en particular— se argumentó que una mayor precisión constitucional padecería de un supuesto defecto de reglamentarismo”. De ese modo, - afirma- “el texto constitucional delegó la tarea de finalizar la estructuración del Consejo de la Magistratura en una ley especial sancionada por la mayoría absoluta de la totalidad de los miembros de cada Cámara. En esta línea, tampoco se definió su integración, pues el texto incorporado se limita a indicar los estamentos que deben estar representados, sin señalar número ni proporciones, dado que solo impone que se procure el equilibrio”. Dijo el juez de la minoría: “Por consiguiente, el caso exige un extremo esfuerzo de prudencia para separar con meticuloso cuidado la opinión o convicción personal acerca de la composición y elección del Consejo de la Magistratura, de la pregunta acerca de la constitucionalidad de la ley en cuestión. De lo contrario, se excederían los límites del poder de control de constitucionalidad, para pasar a decidir en el campo que el texto dejó abierto a la decisión legislativa, solo por ser ésta contraria a las propias convicciones acerca de la integración y elección de los miembros del Consejo”. Vemos entonces que el “núcleo” del fallo reside en el modo de interpretar el artículo constitucional. Para la mayoría, cuando la Constitución dice que los consejeros deben ser representantes “estamentarios”, implica que han de ser elegidos por esos estamentos. Para el voto minoritario, lo único que dice la Constitución es que tiene que haber representantes abogados y jueces, que provengan de esos estamentos. Si los constituyentes hubieran querido que esos consejeros fueran elegidos por los estamentos, lo hubieran puesto en la letra de la Constitución. Al no hacerlo, dejaron abierto el mecanismo de elección. Mas para nosotros, la cuestión esencial a dirimir va más allá de las distintas lecturas de una cláusula Constitucional, que – como hemos demostrado-, admite varias interpretaciones posibles, y todas del mismo valor, pues lo que corresponde profundizar e indagar es los siguiente: si estamos en presencia de una ley que se vincula a la organización política de un Estado, y no hay en juego derechos humanos directamente comprometidos ¿Cuál es la razón por la cual la “interpretación” de seis miembros de un Tribunal, no elegidos popularmente, 6

tiene primacía sobre la “interpretación” de cuerpos legislativos electivos en el que están representadas las mayorías? Se podrá invocar –como respuesta superflua- que es a la Corte (y no al Congreso), a quien le compete verificar la concordancia de una ley o no, a los preceptos constitucionales (control de constitucionalidad). Pero de lo que se trata- justamente- es determinar si ese ejercicio, que claramente sitúa a los jueces por encima de los legisladores, no está – acasodesbordado, en tanto permiten avizorar que “todo” (incluyendo leyes relacionadas con la organización institucional del Estado, o la adopción de políticas públicas), cae bajo esa potestad, que parece no encontrar límite. 2.2. Caso “Fayt” Estos fueron los hechos: La Constitución Nacional (luego de la reforma de 1994), estipuló lo siguiente: artículo 99 (atribuciones del Poder Ejecutivo), inciso 4º: “Nombra los magistrados de la Corte Suprema con acuerdo del Senado por dos tercios de sus miembros presentes, en sesión pública, convocada al efecto... Un nuevo nombramiento, precedido de igual acuerdo, será necesario para mantener en el cargo a cualquiera de esos magistrados, una vez que cumplan la edad de 75 años. Todos los nombramientos de magistrados cuya edad sea la indicada o mayor se harán por cinco años, y podrán ser repetidos indefinidamente, por el mismo trámite."

El juez de la Corte Carlos Santiago Fayt, contaba- por ese entonces- con 76 años. Esa circunstancia le llevó, en el año 1997, a deducir una acción con el objetivo de nulificar dicha disposición constitucional, por entender que violaba la garantía de inamovilidad que consagra el artículo 110 del actual texto constitucional (anterior artículo 96).

En 1998 y luego de recorrer la demanda varias instancias previas, que no viene al caso repasar, la causa llegó a la Corte. El 19 de agosto de 1999, la Corte, (en fallo suscrito por los jueces Julio Nazareno, Eduardo Moliné O'Connor, Augusto Belluscio, Antonio Boggiano, Guillermo A. F. López, Adolfo Vázquez y

hizo lugar a la demanda promovida por Fayt, y declaró la nulidad de la reforma introducida por la convención reformadora. con la disidencia parcial del juez Gustavo Bossert),

Vemos así, que la sentencia pronunciada en "Fayt", (bajo el ropaje de una "interpretación") ha significado, ni más ni menos que en una "contrarreforma constitucional".

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Un análisis crítico de este fallo desde la Teoría Constitucional, puede verse en el trabajo “EL CASO “FAYT” Y SUS IMPLICANCIAS CONSTITUCIONALES”, de Antonio María Hernández8. Expone dicho autor: “Consideramos que este fallo de la Corte es inconstitucional y se inscribe entre los precedentes más erróneos y graves de toda la historia jurisprudencial del Alto Tribunal” y “… resulta para nosotros evidente que la Corte desconoció en este fallo algunos de sus aspectos principales como el de la naturaleza del poder constituyente derivado, su titularidad y la distinción entre poder constituyente y poder constituido. En consecuencia el Alto Tribunal ha pasado por alto la base misma de nuestro Estado Democrático de Derecho, que otorga supremacía a la Constitución, como producto del poder constituyente en su faz originaria o derivada y cuya titularidad corresponde al pueblo a través de sus representantes elegidos para la Convención”. Para Hernández, “el producto de una Convención Constituyente sólo puede ser revisado por otra Convención Constituyente o sea por la misma jerarquía suprema de ejercicio de la soberanía popular. Nunca por los poderes constituidos, pues, se encuentran en una situación inferior y aunque sea por el Poder Judicial e incluso por la más alta Corte del país. Violar ello, como aquí se hizo, significa despreciar el elemental concepto de soberanía popular, base del sistema republicano y la legitimidad democrática, representado en su expresión más elevada por la Convención Constituyente”. También estima que: “Para nosotros resulta clara la extralimitación producida por la Corte, que sin competencia asignada, ha invadido el ámbito supremo asignado por la Constitución al poder constituyente y afectando así otro de los principios básicos de nuestro sistema republicano, que es el de la división y equilibrio de los poderes”9. 3.- EL PODER DE LOS JUECES: DE MONTESQUIEU AL “ACTIVISMO JUDICAL” Como ha enseñado Norberto Bobbio10, la famosa teoría de la separación de poderes expuesta por Montesquieu en “El espíritu de las leyes”, es la que más éxito ha tenido, a tal grado que las primeras constituciones escritas, la norteamericana de 1776 y la francesa de 1791, se consideran una aplicación de ella. Dicha teoría – estima Bobbio- ha nacido de la convicción de que con el objeto que no haya abuso 8

Pagina web de la Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de Córdoba (www.acaderc.org.ar) No significa ello que se admita la posibilidad del control de la Corte en materias de procedimiento de una reforma constitucional, (y no en cuanto al contenido de la reforma). Más en este caso (“Fayt”), en modo alguno hubo cuestiones procedimientales para discutir, pues, en el caso de la reforma de 1994, la ley de declaratoria habilitó a la Convención Constituyente a modificar “todo lo relacionado con la designación y remoción de los magistrados”. (Sabsay, Daniel; Pagina 12; 20/08/99). 9

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Bobbio, Norberto: “Las teorías de las formas de gobierno en la historia del pensamiento político”, F.C.E., México, 1987, pag. 134.

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de poder, éste debe ser distribuido de manera que el poder supremo sea el efecto de una sabia disposición de equilibrio entre diferentes poderes parciales, y no esté concentrado en las manos de uno solo. Resalta Bobbio que el gobierno moderado de Montesquieu deriva de la disociación del poder soberano y su división con base en las tres funciones del Estado, la legislativa, la ejecutiva y la judicial. “Lo que más llama la atención a Montesquieu, de manera fundamental –afirma Bobbio-, es la separación de poderes según las funciones, y no una división basada en las partes constitutivas de una sociedad”11. Y en ese buscado equilibrio ¿Qué “función” le cabe a los jueces en la teoría de Montesuqieu? En este aspecto Montesuqieu sostiene que “Los jueces de la nación no son… más que la boca que pronuncia las palabras de la ley, seres inanimados que no pueden moderar la fuerza ni el rigor de las leyes”12. Este le lleva a concluir que, en definitiva, el poder de juzgar “es, en cierto modo, nulo”. Vemos así que la historia de la actividad judicial ha sido un péndulo que ha oscilado entra la nada de Montesquieu, y el todo de la situación actual en la que el poder judicial, al tener la “decisión última y definitiva” en cualquier tipo de determinación que adopten los otros dos poderes, con extensión – como vimosel mismísimo poder constituyente. Y no solo esa primacía sobrevuela lo que “hacen” los poderes Legislativo y Ejecutivo, sino también, lo que “no hacen”, obligándoles a seguir tal o cual conducta (por ejemplo, al constreñirles a satisfacer determinadas demandas sociales insatisfechas).

Hoy, aquella perspectiva de Montesquieu ha quedado en la prehistoria más remota. La situación de los jueces se ha modificado de forma tan exorbitante que aquellos jueces “incapaces” de “El espíritu de las leyes”, han pasado a estar en la cúspide, predominando sobre los otros poderes del Estado. ¿Cómo se explica un cambio tan rotundo? Han sido varios los hitos que fueron jalonando esa expansión. Veamos algunos. Primero: No pasó mucho tiempo -a partir del dictado del Código Civil Francés (1804)-, en que la función reservada a los jueces (meros “aplicadores” de la norma, de la que solo podían desentrañar el sentido de su texto) fue superada por la propia realidad del derecho y por ende demostró ser insuficiente. El Código de Napoleón y las leyes posteriores distaban de tener la perfección y coherencia que se creía. Así, los jueces 11

Como podría ser una Cámara aristocrática y otra de representación popular, como ocurriera en la democracia inglesa. 12 Montesquieu, “Del Espíritu de las Leyes”; Tecnos; Madrid; 1995; pag. 111.

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se vieron obligados a interpretar la ley, para poder aplicarla. La vida de los tribunales, además, iba demostrando la existencia de un sinnúmero de casos no contemplados en la legislación, con lo que los magistrados se vieron en la necesidad de completar la ley, es decir “llenar” esas lagunas. Nacen así los distintos métodos de interpretación del derecho, que – construidas a lo largo del siglo XIX- marcan un nuevo influjo del Poder Judicial, al punto que en su “Teoría Pura del Derecho” (1921) Hans Kelsen llega a afirmar que los jueces crean derecho: al aplicar una norma superior (ley) crean una norma inferior (sentencia)13. De pronto, los mismos métodos de interpretación, se fueron profundizando y extendiendo hacia una mayor libertad en la labor judicial. Así por ejemplo, el método finalista, o de interpretación de la “voluntad del legislador” (un avance con relación el método exegético – que se sirve sólo de las palabras de la ley-, pues con este nuevo método, se trata de descifrar que quiso decir el legislador, cuál fue su intención)

fue mutando: ya no se trataba de averiguar qué quiso decir el legislador cuando sancionó la norma jurídica, es decir ya no importaba la voluntad del pasado. Los importantes cambios sociales y económicos producidos a los largo del siglo XIX, incitaron a los jueces a pensar que esa “voluntad” se renovaba como la sociedad misma, imaginando la voluntad del presente. Nace así el método histórico: consiste en pensar que una vez sancionada la ley, se introduce en la vida social, y como ésta es esencialmente variable, también lo será la ley, de modo que el juez debe “actualizar” la norma sobre la base de los criterios imperantes en su mundo, en su época, y no en el de aquel remoto legislador originario. Tan determinante es –para el derecho (y en especial para el derecho constitucional) - esa labor “creadora” de la judicatura que, incluso, hoy se habla de la “interpretación mutativa”, que auspicia y programa una “modificación indirecta” de la Constitución, sin que el cambio todavía se haya asentado en el derecho espontáneo, parlamentario o jurisprudencial. Esta interpretación mutativa promotora – sostiene Sagüés14-, cuando es total, promociona cualquier modificación indirecta de la Constitución, cubriendo sus vacíos o transgrediendo la misma Constitución formal. La doctrina de la “constitución viviente”, afirma Sagüés, le asigna al intérprete operador un trabajo más complejo de “construcción jurídica”. No podrá, claro está, ignorar el texto constitucional, pero tendrá que recurrir a muchos más elementos para elaborar una respuesta interpretativa. Deberá poner al día el significado de las palabras de la Constitución, averiguar los requerimientos sociales existentes, ensamblar y compensar los valores en juego (…). Todo esto le impone (al juez) un activismo en su quehacer (…), que será un artífice15. 13

Kelsen, Hans: “Teoría Pura del Derecho”, Eudeba, Bs. As. 1976, p. 154. Sagüés, Nestor: “La interpretación judicial de la constitución”; Depalma; Bs.As. 1998; pag 60. 15 Sagüés, N. : op. cit. ; Pag 34. 14

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Lo cierto es que mutativa o no, la interpretación judicial, se convirtió - a la larga- en la vía mediante el cual los magistrados traducen las palabras de la ley. Como quien va a un país que desconoce su idioma, acompañado de un traductor, ya no importará lo que diga el emisor originario; lo que para nosotros en definitiva vale, es lo que nos vayan traduciendo. Como bien lo ha expresado Bayon16: la regla de decisión colectiva no es en realidad “lo que decida la mayoría” siempre que no vulnere derechos básicos, sino – en la práctica- “lo que decida la mayoría, siempre que no vulnere lo que los jueces entiendan que constituye el contenido de los derechos básicos”. Y en el derecho constitucional, esta operación viene justificada, en tanto esos “derechos fundamentales”, están formulados con vaguedad semántica. El texto constitucional así, garantizará el “la retribución justa” del trabajador o – por ejemplo- de “enseñar y aprender”, mas no precisa el alcance de esos derechos, abriéndose así un espacio de discrecionalidad que obliga a los jueces a adoptar opciones y criterios morales e ideológicos no claramente establecidos en la constitución17. Esa intervención judicial- en la denominada “brecha interpretativa”jaquea el principio de división de poderes, pues como se suele sostener “la constitución es lo que los jueces dicen que es”. Corresponderá – entonces- que nos preguntemos cuáles son las razones que justifican que el alcance de esos derechos, sea determinado por un Tribunal, y no los ciudadanos a través de sus representantes legítimos, cuestión que iremos abordando mas adelante. Segundo: Prontamente sancionada la constitución norteamericana, en ese país se iba a dar forma a la teoría que más amplió el poder de los jueces: el control de constitucionalidad de las leyes, tal como lo sentó la Corte de E.E.U.U. en uno de los fallos más influyentes de la historia: “Marbury vs. Madison” (1803). A partir de este leading case, se impuso la tesis que cualquier juez que se enfrente a una norma constitucional debe inaplicarla, estableciéndose de esta manera el control “difuso” de la constitucionalidad. Para Marshall (el Juez del caso) la facultad de los jueces para determinar cuál es el derecho aplicable –facultad que corresponde a “la verdadera esencia del deber judicial”- incluía la verificación de la constitucionalidad de las leyes18.

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Bayón, Juan Carlos: “Derechos, democracia y constitución”, Discusiones, 1998, Bahía Blanca, Num. 1, pag. 68. 17 Ruiz Miguel, Alfonso: “Constitucionalismo y democracia”, Isonomía, Nª 21, Universidad Autónoma de Madrid, Octubre de 2004. 18 Europa –luego- forjó su propio modelo de control de constitucionalidad, que se ejerce de un modo “concentrado”, al ser efectuado por tribunal especializado (Tribunal Constitucional).

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Como lo ha señalado Roberto Gargarella19, mediante este mecanismo “…se expropió de los órganos representativos el poder de decisión “final” y se lo depositó en un órgano fuertemente aislado de la ciudadanía (esto, dado que sus por “miembros miembros no eran elegidos ni removidos popularmente), compuesto ilustrados”, y capaces de decidir sin el riesgo de la mínima sanción popular. La posibilidad de hacer real el ideal del “gobierno del pueblo, por el pueblo”, parecía disolverse entonces de un modo irreparable: ahora se tornaba posible un escenario en donde una enorme mayoría reclamaba por la obtención de un determinado objetivo, y un cuerpo ajeno a tal mayoría, libre del control de la misma, y con carácter definitivo, final, era capaz de negar dicho reclamo, retirándolo del tablero de las decisiones políticas posibles”. Así, nos dice Gargarella, la herramienta del control judicial, tal como hoy la conocemos, sirve, entre otras cosas, para quitar de las manos de las mayorías, el poder de decisión que ésta tiene, legítimamente, sobre una diversidad de cuestiones públicas. Tercero: Pero no sólo los jueces comenzaron a controlar la constitucionalidad de las leyes, con el tiempo ese control se iba a extender a revisar los actos emitidos por el Poder Ejecutivo. La Constitución francesa de 1791 (Título III, Capítulo V, artículo 3º), previa expresamente que "los tribunales no pueden inmiscuirse en el ejercicio del poder legislativo, o suspender la ejecución de las leyes, ni en las funciones administrativas, o citar ante ellos los funcionarios de la administración por razón de sus funciones". Con ello, durante casi todo el siglo XIX, la actuación y las decisiones adoptadas por el Ejecutivo, eran irrevisables por el Poder Judicial. Toda queja por ante una medida o norma dictada por el ejecutivo, era juzgada por ese mismo poder (sistema de "administración-juez"), con el asesoramiento del Consejo de Estado. Pero en 1872, una ley le reconoció al Consejo carácter jurisdiccional convirtiéndolo en un cuerpo judicial autónomo, pues le dio competencia para administrar justicia en forma independiente y en nombre del pueblo francés20. Los actos de la Administración, a partir de ese momento, serán controlados por el Poder Judicial, quien absorbe la competencia de revisar, y obviamente juzgar (en la

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Gargarella, Roberto: material de lectura Seminario de Teoría Constitucional y Filosofía Política – año 2011- (FLACSO virtual). 20 Cosimina Pellegrino P.: “Derecho Administrativo y jurisdicción contencioso administrativa ¿pretensiones fundadas en el derecho administrativo?; Publicaciones Jurídicas Venezolanas – Revista 112.

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denominada “jurisdicción contencioso administrativa”)

los reglamentos que emita el Poder

Ejecutivo. Cuarto: Alguna vez, la jurisprudencia (también en Argentina) sentó las bases del principio de las cuestiones políticas no justiciables, entendiendo por tales aquellas que son privativas y exclusivas de un órgano de poder: el acto por el cual se ejercita una facultad privativa y propia, no es revisable judicialmente21. Con fundamento en esta “norma judicial” no se juzgaban ni se controlaban en su

constitucionalidad las llamadas cuestiones políticas que, por tal inhibición, se denominaron también “no judiciables” o “no justiciables”. Sostiene Bidegain22 que hay actos del Congreso y del presidente respecto de los cuales los jueces se niegan a pronunciarse sobre cuestiones de inconstitucionalidad, por tratarse de competencias regidas por criterios de prudencia política, privativas de esos órganos. Estas cuestiones políticas no judiciables son las que atañen a facultades inherentes o privativas de toda competencia; o las que entrañan la interpretación de normas constitucionales referidas a la organización, procedimientos y prerrogativas de los órganos políticos. Según una antigua y reiterada jurisprudencia de la corte argentina – expone Bidegain- se han considerado como cuestiones políticas (y por ende no judiciales): las referentes a los motivos para la intervención federal; sobre las circunstancias y motivos determinantes de la declaración del estado de sitio; sobre la necesidad de imponer un estado de guerra; sobre cuestiones electorales; sobre la conveniencia, justicia y eficacia de los actos del Congreso o el Poder Ejecutivo; sobre el procedimiento seguido por el poder legislativo para la formación y sanción de las leyes; sobre las causas determinantes de la acefalía presidencial, entre otros. Pero dicha teoría ha ido en franco retroceso, hacia una concepción de judiciabilidad “plena”, en la que no existen situaciones que el poder judicial no deba controlar. Tal es el caso – por ejemplo- de los decretos de necesidad y urgencia que la Corte, en una primera etapa, consideró se trataba de una cuestión política no judiciable (caso "Rodríguez", 1998), pero en fallos posteriores ("Risolía de Ocampo", 2000) sentó el antecedente de ejercer un real y efectivo control de constitucionalidad de un decreto de necesidad y urgencia en orden a meritar si el mismo se ajusta a los términos del art. 99 inc. 3 de la Constitución. De a poco muchos fallos fueron abandonando la teoría de las cuestiones políticas “no judiciables”, como por ejemplo en “Zavalía” (2004), “Bussi” (2007) y “Patti” (2008).

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Bidart Campos, German: “Tratado elemental de derecho constitucional argentino”; Tomo II, Ediar, Bs. S.; 1988; pag. 371. 22 Bidegain, Carlos: “Cuadernos del curso de derecho constitucional”; Tomo I; Abeledo Perrot; Bs. As. 1986, pag. 105.

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Precisamente en “Bussi”, la propia Corte relata el progresivo abandono de la teoría de las cuestiones políticas no judiciables, y dice: “La amplia y vaga extensión dada a aquéllas, condujo a que el desmantelamiento de la doctrina anterior se hiciera a través de pronunciamientos dictados en temas muy diversos. Así, lisa y llanamente entró a conocer en causas que se referían al desenvolvimiento de la vida de los partidos políticos (Fallos: 307:1774 y sus citas); trató el tema de la admisibilidad de la presentación de un candidato independiente para diputado nacional (Fallos: 310:819) y revisó resultados electorales al dejar sin efecto resoluciones de juntas electorales provinciales (Fallos: 308:1745). También conoció de la legalidad del procedimiento de formación y sanción de las leyes (Fallos: 317:335) y aun de la competencia del Senado de la Nación para determinar la designación de sus integrantes (Fallos: 321:3236) o de sus facultades para decidir la detención de personas (Fallos: 318:1967 y 319:1222)”. Quinto: otro radio de acción, que la Corte argentina ha sumado en estos últimos años, es el denominado “control de constitucionalidad de oficio”. Desde 1941 (causa “Los Lagos”), la Corte expresó que es condición esencial en la organización de la administración de justicia con la categoría de “poder” la de que no le sea dado para controlar por propia iniciativa de oficio los actos legislativos o los decretos de la administración23, de modo que en la causa debe haber un pedido expreso declaración de inconstitucionalidad, del titular del derecho agraviado24. Pero en el año 2012 (retomando el antecedente de 2004 “Banco Comercial Finanzas”), la Corte se pronunció en el caso “Rodríguez Pereyra” dejando de lado su anterior jurisprudencia y admitió el control oficioso de constitucionalidad. La Corte sostuvo que la cuestión de constitucionalidad no es una cuestión de hecho sino de derecho. Si en las cuestiones de hecho el juez depende de lo que las partes le alegan y prueban, en las de derecho es independiente de las partes. De tal modo, el juez suple el derecho que las partes no le invocan o que le invocan erróneamente. Ello no significa – claro está- que la Corte pueda fallar “en abstracto”, sino que su declaración de inconstitucionalidad debe darse en el marco de un proceso judicial25, pero – esto es los novedoso- se prescinde del pedido de las partes. Sexto: La teoría del activismo judicial: ésta doctrina – alegada por posturas progresistas en los Estados Unidos- confiere a la judicatura un protagonismo decisivo en los cambios sociales y en la incorporación de nuevos derechos 23

Bottoni, María A y Navarro, Marcelo: “El control de constitucionalidad en la jurisprudencia de la Corte Suprema de Justicia”; La Ley, T. 2000, pag. 1373. 24 Así por ejemplo, si un agente público – por aplicación de una nueva ley-, ve menoscabada su remuneración, ha de dejar establecido en su escrito de demanda (desde la primera y en todas sus demás intervenciones) que “hay una cuestión constitucional en juego”, en este caso, la vulneración del art. 17 (inviolabilidad de la propiedad), art. 14 bis (salario justo), art. 16 (igualdad), etc… 25 Gelli, María Angelica: “La declaración de inconstitucionalidad de oficio, fundamentos y alcances: el caso Rodríguez Pereyra”; La Ley; Bs. As, 19/12/12.

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constitucionales a los ya existentes, partiendo del supuesto de que el Poder Judicial está generalmente más potenciado que los otros poderes para la empresa de plasmar en normas y conductas los actuales valores de la sociedad26. La constitución, así, se convierte en una suerte de cheque en blanco, a llenar en cada caso por el actual librador, el magistrado que debe aplicarla. Esto acarrea- señala Sagüés- una transferencia del poder constituyente que pasa así, del constituyente histórico, al operador actual. Ha señalado Fernando M. Racimo27 que en los E.E.U.U. el período del “activismo judicial progresista” se dio durante la presidencia de la Corte, de Warren (19531969). Se encuentra así, un potencial de los tribunales, particularmente de la Corte Suprema, para provocar las reformas sociales específicas que afectan a grandes grupos de personas como los afro-americanos, o los trabajadores, o los partidarios de una creencia política particular, en otras palabras, cambio en las políticas públicas (policy) con impacto nacional. En términos esquemáticos, afirma Racimo puede decirse que el activismo judicial –entendido en esos términos– se caracteriza por diversos rasgos: a) La aplicación de la revisión judicial (judicial review) como procedimiento para invalidar leyes segregacionistas (Brown I); b) La adopción de un curso de acción cuasi político para implementar el cumplimiento de las medidas judiciales con toda la rapidez necesaria (Brown II); c) La intervención de la Corte en materias consideradas habitualmente fuera del poder del ámbito judicial, como las cuestiones políticas no justiciables (Baker v. Carr); d) La imposición –y aceptación por el pueblo estadounidense– del concepto de supremacía judicial en Cooper v. Aron de 1958, en cuanto establece que la última palabra en la interpretación constitucional de la ley corresponde a la Corte Suprema la cual desplaza, correlativamente, la posibilidad de que otros poderes se encuentren igualmente legitimados para dar una interpretación última similar; e) La difusión de un espíritu político-jurídico según el cual los jueces podían –y debían– ser el motor de un cambio que cercenara las estructuras retrógradas de la sociedad tradicional basadas en concepciones de raza, clase, género y delimitación electoral. 4.- LA PREEMINENCIA DE LAS DECISIONES JUDICIALES EN LAS REFLEXIONES DE GREGORIO PECES-BARBA Y LUIGI FERRAJOLI Llegados a este punto, nos parece provechoso revisar las posturas que sobre el tema en cuestión han adoptado dos juristas identificados con una cultura jurídica pluralista y democrática, como los son Gregorio Peces - Barba y Luigi Ferrajoli, el primero de ellos lamentablemente fallecido en 2012. 4.1.- Gregorio Peces – Barba: el poder desbordado y sin control de la judicatura. 26 27

Sagüés, Nestor: op. cit; pag. 102. Racimo, Fernando: ”EL ACTIVISMO JUDICIAL: SUS ORÍGENES Y SU RECEPCIÓN EN LA DOCTRINA NACIONAL”, en

“revistajuridica.udesa.edu.ar”

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El profesor español ha señalado que estos dos últimos siglos han presenciado una alteración sustancial de aquel inicial equilibrio de poderes que ha supuesto una expansión global del poder de los jueces28, y dice: Montesquieu tenía razones históricas basadas en la experiencia del Estado Absoluto, para rechazar el poder de los jueces, de los que dijo que debían ser sólo la boca muda que pronuncia las palabras de la ley y que su poder debía de ser, de alguna manera, nulo. Así, el Estado liberal fue, desde sus orígenes, un Estado legislativo parlamentario que, además, creó un estatuto profesional de los jueces que garantizase su neutralidad y su independencia para resolver con justicia los casos concretos, y también unos derechos del detenido y del inculpado, conocidos como garantías procesales para proteger sus derechos ante lo arbitrario. Unos procedimientos penales, sin privilegios e iguales para todos, completaban el panorama del tratamiento liberal democrático para salir del horror del viejo sistema del Estado absoluto29. Pasado el tiempo,- relata Peces- Barba- las circunstancias históricas evolucionaron. El Estado social, amplió las competencias estatales, la Administración se desbordó y se constató que el viejo ideal de unas normas generales y abstractas, capaces de abarcar todos los casos, era un sueño imposible. Por otra parte, el valor de la Constitución, por encima de las leyes, llevó a la necesidad que teorizó Kelsen en 1926, pero que ya practicaba el Tribunal Supremo de Estados Unidos, desde principios del siglo XIX, de vigilar las leyes, garantizando su control ante la supremacía normativa de la Constitución. Así, señala el jurista madrileño, el viejo diagnóstico de Montesquieu, en el sentido que “todo poder tiende a crecer hasta que es detenido y de que ese desarrollo del poder conduce al abuso y a la arrogancia”, aunque se formuló respecto al viejo ejecutivo absoluto, sirve para este nuevo poder emergente de los jueces en el Estado liberal democrático. Agrega: “La realidad incontrovertible y necesaria en las modernas sociedades de la creación judicial del Derecho, disputando espacio al Parlamento y a las leyes, ha producido en muchos jueces una conciencia de su poder amparado en su independencia y en el estatuto constitucional y legal que les protege, que está produciendo, en algunos supuestos, desviaciones graves y abusos relevantes que dan la sensación de arbitrariedad, de falta de límites y de impunidad”. Para Peces- Barba, entonces, es preocupante el crecimiento de este Poder, sobre su tendencia a abusar hasta que encuentra límites, sobre la arrogancia y sobre el despotismo que puede resultar de la falta de control, que se ha trasladado al Poder Judicial, y aparecen ya en la realidad fenómenos concretos de ese abuso y de esa corrupción. También – afirma-, ese “sentimiento de poder” que siente el colectivo 28

Peces- Barba, Gregorio: “Poder de los jueces y gobierno de los jueces”; Diario “El País”, 1 de mayo de 2000.29 Peces- Barba, Gregorio: “El poder de los jueces”; Diario “El País”, 28 de julio de 1999.-

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de los jueces y las demás instituciones y la sociedad entera potencia el corporativismo y el espíritu de cuerpo. El jurista advierte que es necesario recluir a los jueces en su tarea propia, que es juzgar y hacer ejecutar lo juzgado, y que en modo alguno resulta justificable que un Tribunal Supremo opine sobre temas de organización y de interés general. 4.2.- Luigi Ferrajoli: los jueces como últimos garantes en la protección de los derechos fundamentales. Ferrajoli coincide con Peces- Barba. Ve un considerable avance del Poder Judicial. Pero, la diferencia es total: advierte que el protagonismo de los jueces no pone en riesgo la “regla de la mayoría”, sin que – por el contrario- se convierte en una protección contra el “peligro” de las mayorías. En el modelo tradicional, paleopositivista y jacobino, - señala Ferrajoli30- el estado de derecho consistía esencialmente en la primacía de la ley y la democracia, en la omnipotencia de la mayoría, encarnada a su vez en la omnipotencia del parlamento. El papel del juez, como órgano sujeto sólo a la ley -"buche de la loi", (nota: quiere decir “la boca de la ley”) según la metáfora de Montesquieu- venía consecuentemente a configurarse como una mera función técnica de aplicación de la ley, cualquiera que fuese su contenido (...) Pero tras el acontecimiento, que hizo época, de la derrota del nazifascismo, se descubrió que el consenso popular, sobre el que sin duda se habían basado los sistemas totalitarios, no es, en efecto, garantía de la calidad de la democracia frente a las degeneraciones del poder político. (…) Se puede comprender, así el cambio en la posición del juez producido por este nuevo paradigma: la sujeción a la ley y antes que nada a la constitución, transforma al juez en garante de los derechos fundamentales, también frente al legislador, a través de la censura de la invalidez de las leyes y demás actos del poder político que puedan violar aquellos derechos, promovida por los jueces ordinarios y declarada por las cortes constitucionales. Esta idea de Ferrajoli, claro, se basa en su conocida diferenciación entre “democracia formal”, o “procedimiental”, y la “democracia sustancial”, o “constitucional”. Así lo explica: Hay un segundo sentido, o mejor una segunda dimensión de la "democracia" -no antitética, sino complementaria de la "democracia política"que permite entender el fundamento democrático del papel del juez en un estado constitucional de derecho: se trata de la dimensión que sirve para connotar la democracia como "democracia constitucional" o "de derecho" y que se refiere no al quién está habilitado para decidir (la mayoría, justamente), sino el qué cosa no es lícito decidir (o no decidir) a ninguna mayoría, ni siquiera por unanimidad. 30

Ferrajoli, Luigi: “El juez en una sociedad democrática”; conferencia en la Asociación Costarricense de la Judicatura, 10/03/10, traducción de Perfecto Andrés Ibáñez; (www.poder-judicial.go.cr).

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Esa esfera de lo "no decidible" – señala el profesor italiano- es decir el qué cosa no es lícito decidir (o no decidir)- es precisamente lo que en las constituciones democráticas se ha convenido sustraer a la voluntad de la mayoría. Y ¿qué es lo que las constituciones, estos contratos sociales con forma escrita que son los pactos constitucionales, establecen como límites y vínculos a la mayoría, precondiciones del vivir civil y a la vez razones del pacto de convivencia? Esencialmente dos cosas: la tutela de los derechos fundamentales -primeros entre todos, la vida y la libertad personal, que no hay voluntad de mayoría, ni interés general, ni bien común o público a los que puedan ser sacrificados- y la sujeción de los poderes públicos a la ley31. Esta naturaleza de la jurisdicción – propone Ferrajoli- es por sí sola suficiente para explicar el carácter no consensual ni representativo de la legitimación de los jueces y para fundar la independencia respecto a cualquier poder representativo de la mayoría. Precisamente porque la legitimidad del juicio reside en las garantías de la imparcial determinación de la verdad, no puede depender del consenso de la mayoría, que ciertamente no hace verdadero lo que es falso ni falso lo que es verdadero. Por eso, el carácter electivo de los magistrados o la dependencia del ministerio público del ejecutivo están en contradicción con la fuente de legitimación de la jurisdicción. (…). Ahora bien, las dos fuentes de legitimación de la jurisdicción que provienen del cambio de paradigma del estado de derecho que se ha ilustrado antes -la garantía de los derechos fundamentales del ciudadano y el control de legalidad de los poderes públicos- añaden otros dos fundamentos al principio de independencia del poder judicial de los poderes de mayoría. “Precisamente – afirma Ferrajoli- porque los derechos fundamentales y sus garantías, según una feliz expresión de Ronald Dworkin, son derechos y garantías "contra la mayoría", también el poder judicial instituido para su tutela debe ser un poder virtualmente "contra la mayoría". 5.- LA DIFICULTAD DE DARLE LA RAZON A UNO U OTRO Tamicemos las posiciones de Peces- Barba y Ferrajoli, con algunos ejemplos. Sabido es que en los países europeos (como es el caso de Francia) la xenofobia y la discriminación están en ascenso. Basta con verificar el crecimiento de votantes que ha tenido Marine Le Pen (del ultra - nacionalista “Frente Nacional”, que obtuvo el 13% de los votos en las legislativas de 2012, y las encuestas de 2013, lo dan ya como el partido más votado para 2014),

para sustentar esto. Bien, traslademos esa actitud nefasta a una hipotética

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Entendemos que cuando Ferrajoli señala que es “no decidirle por la mayoría” la sujeción de los poderes públicos a la ley, se está refiriendo a los funcionarios (adviértase que habla del “ejercicio del poder”) y la ilegalidad en la que pueden incurrir los mismos, pues en este mismo artículo, sugiere como ejemplo de la necesidad de este “control de los jueces”, los hechos de corrupción investigados en Italia por la judicatura, situación que se conoció como “Tangentopoli” (en español podría ser “Sobornopoli”) o “Mani pulite”, cuando en 1992 se descubrió una red de corrupción que involucró a grupos empresariales.

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Argentina del futuro, en la que comiencen a calar miradas xenófobas hacia las minorías inmigrantes cuyas comunidades tienen un importante (y valioso) arraigo en nuestro país: en su gran mayoría peruanos o paraguayos han venido a trabajar y así lo demuestran, en muchos casos, con más responsabilidad que los propios argentinos. Pero, de a poco, un falso nacionalismo va cautivando adeptos hasta que esa infame arrogancia transmuta en mayoría. Y así, comienzan a dictarse leyes (normas aceptadas por la mayoría, por supuesto) suprimiendo o limitando los derechos de esas minorías. ¿Quién los protegerá de esa horda intolerante? Emerge, en este caso, la figura del juez quien – contra - mayoritariamente- garantizará los derechos de los inmigrantes y declarará inconstitucionales – por violar elementales derechos humanos- esas normas “de la mayoría”. Todo indica, en esta hipótesis, que el argumento de Ferrajoli tiene mayor valor: son los jueces que – en definitiva- deben tener la censura final en materia de derechos fundamentales. Son ellos – guardianes de la Constitución y los tratados de derechos humanos- el único (y último) resguardo, frente a políticas inhumanas que puedan adoptar las mayorías. Imaginemos, ahora, esta segunda ficción: en Argentina, el Código Penal solo permite (es decir “no penaliza”) el aborto en situaciones excepcionales.32 Pero – supongamos- que existiese un amplio consenso social para que esa “despenalización” se extienda a más casos. Por ejemplo (como sucediera en España, ahora el Partido Popular intenta dar vuelta atrás) por propia decisión de la mujer, hasta los tres meses de gestación. Y así, una ley reforma el Código Penal en ese sentido. Pero- con la celeridad que cabe esperar en estos “casos delicados”- la Corte Suprema de Justicia (con los votos de sus jueces católicos, o por presión de la Iglesia, o porque simplemente piensan distinto) nulifican esa decisión “de las mayorías”. ¿Qué argumento meritorio puede sostenerse para justificar que los criterios morales de cuatro o cinco jueces prevalezcan sobre las concepciones de la vida que tienen las mayorías? Y aquíentonces- el argumento de Peces- Barba, parece irrevatible: debe primar la decisión de las mayorías. A esta altura podremos comprender que el tema es mucho más complicado de lo que parece. En efecto, alguien podría decir que gracias a los jueces, son bloqueadas las decisiones injustas contra las minorías. Pero – con igual razón- otro puede alegar

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Art. 86 Código Penal: “El aborto practicado por un médico diplomado con el consentimiento de la mujer encinta, no es punible: 1º.- Si se ha hecho con el fin de evitar un peligro para la vida o la salud de la madre y si este peligro no puede ser evitado por otros medios. 2º.- Si el embarazo proviene de una violación o de un atentado al pudor cometido sobre una mujer idiota o demente”.

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que por culpa de los jueces, se bloquean decisiones democráticamente adoptas por la mayoría. ¿Cómo sortearemos esta dificultad? ¿Entonces, a quien le corresponde la “última palabra”, a los jueces o las mayorías (por medio de sus representantes)? Como bien se ha señalado33, las mayorías pueden equivocarse, desviarse de la decisión correcta y no tienen ninguna vía de acceso privilegiada, más fiable que otras, a la verdad en materia moral. Y aunque lográramos demostrar que las mayorías tienden a equivocarse menos que las minorías, lo cierto es que unas y otras se equivocan, con trágicas consecuencias34. Esto nos lleva a pensar – como lo señala Ana Alterio35- que con el fin de resolver esta tensión y de acuerdo a la posición que se adopte en cuanto a la legitimidad de los sistemas democráticos, serán las diferentes propuestas institucionales que se propongan. La que nos ofrece Ferrajoli, al igual que las de autores como Garzón Valdés o Dworkin, son calificadas por la doctrina como parte del Modelo “Elitista” o como pertenecientes al “Constitucionalismo Fuerte”. Lo común a estas posturas es que identifican a las decisiones mayoritarias como potencialmente peligrosas y dan al derecho el lugar de la “corrección”, ubicándolo como instancia externa a la política, que evita los excesos y da al Poder Judicial el papel de garante de la estabilidad de los derechos positivados en la constitución, quien además tendrá la última palabra institucional sobre la corrección de las decisiones mayoritarias. Las propuestas alternativas a las mencionadas, van desde el calificado “Constitucionalismo Débil” (o modelo Deliberativo) hasta el llamado “Populismo”. En este segundo grupo, se encuentran las tesis que consideran que el principal problema de la democracia está en la toma de decisiones. Así, establecen como procedimiento para arribar a las mismas -por parte de la mayoría- la argumentación libre e igualitaria y que involucre a todas las partes en la decisión, para que de ese modo prevalezca la fuerza del mejor argumento. El derecho en este modelo, es percibido como la instancia que traduce las decisiones mayoritarias, por 33

Greppi, Andrea: “Derechos políticos, constitucionalismo y separación de poderes”- ARBOR Ciencia Pensamiento y Cultura, septiembre - octubre 2010- Universidad Carlos III- Madrid. 34 “Mientras la mayoría puede – y a menudo lo hace- infringir los derechos de las minorías, no existe ninguna garantía de que personas aisladas, como los jueces no se vean obligados a hacer los mismo, al menos que sus intereses coincidan con los de las minorías, cuyos derechos se encuentran en peligro“(…), “La perspectiva usual de que los jueces están mejor situados que los parlamentarios y que otros funcionarios elegidos por el pueblo para resolver cuestiones que tengan que ver con derechos, parece ser la consecuencia de cierto tipo de elitismo epistemológico. Este último presupone, que para alcanzar conclusiones morales correctas la destreza intelectual es más importante que la capacidad para representarse y equilibrar imparcialmente los intereses de todos los afectados por la decisión” (Nino, C; “op. cit”, pag. 260. 35 Alterio, Ana: “LA “ESFERA DE LO INDECIDIBLE” EN EL CONSTITUCIONALISMO DE LUIGI FERRAJOLI”; Universitas; Revista de Filosofía, Derecho y Política, nº 13, enero 2011; Universidad Carlos III, Madrid.

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lo que es dinámico y cambiante y el rol del poder judicial será el de aplicar las decisiones del legislador, sin mayor margen de interpretación. 6.- PAUTAS PARA UNA SUPERACION DEL CONFLICTO Lo cierto es que no hay más remedio que decidir, en especial si al sancionarse una ley, la misma es no respetuosa de los derechos que la Constitución garantiza. Y para peor no existe una “receta” o una “fórmula” que nos indique si es mejor o no que esa decisión quede en manos de los jueces o de las mayorías. Tomar partido por uno u otro remedio, es una tarea extremadamente complicada, pues cualquiera de ellas (sea que la última palabra la tenga el juez o las mayorías), es riesgosa: ambos suelen adoptar decisiones erróneas. Pero hay que elegir la que nos parezca mejor, o - en todo caso- la menos mala. El debate aquí planteado demuestra la necesidad de contar con un “marco institucional” en el que claramente se delimiten las competencias de los poderes que intervienen en el proceso de formación de la voluntad política36. Para nosotros ese “marco” debe necesariamente cumplir con algunas secuencias y requisitos. Primero: Diferenciar cuestiones institucionales, de casos en los que los derechos humanos están manifiesta y directamente comprometidos Una primera lectura de las posiciones brevemente reseñadas de Peces – Barba y Ferrajoli, nos llevaría a pensar en un severo antagonismo entre las mismas. Sin embargo, un análisis más penetrante nos aventura a preguntar hasta dónde llega esa oposición. ¿Son realmente posturas irreconciliables? Entendemos que no. Peces – Barba se refiere a lo injustificable que un Tribunal Supremo opine sobre temas de organización y de interés general. Ferrajoli, insiste en la primacía de los jueces (frente a las mayorías), en la protección de los derechos humanos. Así entonces, uno de los “nudos” de la discusión aquí planteada acerca de si los jueces deben tener o no primacía sobre los otros poderes del estado, podría intentar desenlazarse, delimitando dos “esferas”: una la que contiene la efectiva vigencia de los derechos fundamentales (positividades en el derecho internacional de los derechos humanos incorporados al texto constitucional desde 1994, y que complementan los demás derechos

y otra, la que encierra aquellas normas relacionadas con la organización institucional del Estado y las políticas públicas

esenciales reconocidos por la Constitución)

(aquellas definidas por Bidegain – ya lo vimos- como “normas constitucionales referidas a la organización, procedimientos y prerrogativas de los órganos políticos”).

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Greppi, A. ;Op. cit; Pag 810.-

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De algún modo, el mismo cuerpo de la Constitución separa esas esferas, en razón que una zona de ella (Parte Primera), abarca a los “derechos y garantías”, y la otra (Parte Segunda), comprende lo relacionado con los poderes públicos, las “autoridades de la Nación”. Alguien dirá, y con razón, que esas esferas se “superponen” demasiado y su separación no es sino una ilusión. Y podría dar este ejemplo: un ley sobre partidos políticos, es decir reglamentaria del art. 38 de nuestra Constitución (que claramente está en la esfera de la organización institucional del Estado y las políticas públicas), ¿no puede – acaso- en una de sus disposiciones contener una privación o restricción de un derecho político (claramente insertado en la esfera de los derechos humanos y por supuesto fundamental para la democracia) que está plenamente garantizado en el art. 37? En tal caso la ley “institucional”, -como un eclipse parcial- se superpondría con un “derecho fundamental”. Puede ocurrir, claro, que en una ley de políticas públicas, o de organización estatal, una disposición vulnere un derecho fundamental, por caso el derecho a cárceles adecuadas, al salario digno, o a la intimidad. Pero puede ocurrir también que los jueces “controlen” esa ley de carácter institucional, con la excusa que en ella “se estaría comprometiendo tal o cual derecho civil”. Estos escenarios posibles (más cerca de la realidad que de la ficción; las normas en materia de salud pública que reglamentan procedimientos para abortos legales en los hospitales son un claro ejemplo, o lo ocurrido el año

nos obligan a pensar en soluciones viables ante un posible “solapamiento” de las esferas.

pasado -2013- cuando se intentó aplicar la ley de medios de comunicación),

Segundo: Debe existir una vulneración flagrante de un derecho fundamental No se nos escapa que significa un verdadero reto delinear ambas esferas. Pero es posible avizorar algunos criterios: si el poder contramayoritario de los jueces es excepcional a la regla democrática y el sistema republicano de gobierno, sus facultades tan solo pueden concebirse restrictivamente. Entonces, es razonable adoptar como parámetro y guía un instituto excepcional. Nos referimos a la acción de amparo (art. 43 de la Constitución), que – dicho sea de paso- es el único caso en el cual el constituyente ha admitido el control de constitucionalidad37. 37

Art. 43, primer párrafo in fine: “En tal caso, el juez podrá declarar la inconstitucionalidad de la norma en que se funde el acto u omisión lesiva”. No hay otra disposición constitucional que haya previsto esta facultad de los jueces. Se podrá alegar que el constituyente tuvo que hacer esta previsión, en tanto la discusión sobre si dicho control procedía en el amparo era un tema- históricamente- muy debatido. Puede ser. Pero ¿Por qué razón no se contempló esta actividad judicial de extraordinaria relevancia, al momento de enumerar las facultades de la Corte. Por ejemplo, en el art. 116, que otorga la atribución de conocer y decidir en todas las causas que versan sobre los puntos regidos por la Constitución y la leyes de la Nación. ¿Decidir significa resolver cuál de las partes involucradas en el proceso tiene la razón, pronunciarse sobre un fallo arbitrario de jueces de instancia inferior, o también nulificar las leyes, por

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En esta idea – precariamente deslizada- deben darse condiciones precisas para que los magistrados indaguen acerca de la vulneración de un derecho fundamental: que la lesión o restricción sea actual o inminente (es decir no potencial, ni abstracta), y que la inconstitucionalidad sea flagrante, manifiesta, obvia, sin que sea necesario un estudio profundo para arribar a esa conclusión. Si la tarea judicial exige una averiguación compleja, si la comprobación del posible avasallamiento del derecho fundamental deja márgenes de duda, si no hay una palmaria evidencia que existe una violación de un derecho escencial con graves perjuicios del afectado (y no meras limitaciones o restricciones razonables), resultaría exagerada la tacha de inconstitucionalidad ya que la violación de tal o cual derecho esencial del hombre no surgiría inequívoca, palmaria e indiscutible. De lo contrario estaríamos en presencia de una mera opinión diversa del juez, respecto a lo legislado. Pero, el problema, justamente comienza aquí. ¿Quién decide esas cuestiones que parecen muy claras en el mundo de la teoría, pero al momento de presentarse situaciones concretas dependerán de cómo se interpreta esa ley? Dicho de otro modo: si son los jueces (en especial la Corte) quienes “interpretan”, por ejemplo si la ilegalidad es o no manifiesta, volveremos al principio: es decir ¿Quién tiene la “última palabra”?

Tercero: Debe reconocerse que las mayorías deben tener la última palabra. Llegamos – así- inevitablemente a la conclusión de que les corresponde a los ciudadanos, que son la fuente última de la autoridad (en virtud de la soberanía popular), revisar y reformular el contenido de los derechos y libertades que forman el proyecto constitucional38. Parece una conclusión sencilla, pero dista de tener simplicidad. Pues aun cuando en teoría apoyemos la tesis que la decisión última la tienen las mayorías, en la práctica cualquier afectado puede pedir la inconstitucionalidad de una norma. Y en “el caso planteado”, ¿que nos asegura que los jueces - por vía de la interpretación de la leyadopten una posición distinta? ¿Si por esta vía son los jueces los que tienen la última palabra, que mecanismo podrían implementarse para “contrapesar” ese poder? Es factible pensar un procedimiento como el adoptado por la Ciudad de Buenos Aires. Para las decisiones más importantes de la sociedad – señala Pérez Barberá39- , con alcance colectivo amplio, la última palabra debería tenerla el legislador. Es vía del control de constitucional, que tuvo un origen jurisprudencial, pero vemos que nunca se contempló en el texto constitucional?. 38 Greppi, Andrea, op. cit.; Pag- 811.39 Pérez, Barberá, Gabriel: “La supremacía del poder judicial”; Diario “Página 12”; 31-10-13.-

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decir, frente a la declaración de inconstitucionalidad de una ley de esa clase, el Poder Legislativo debería poder insistir con su posición, con una mayoría especial, tal como lo plantea la Constitución de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires40. De lo contrario, la tan mentada supremacía de la Constitución deviene en mera supremacía del Poder Judicial por sobre los demás poderes del Estado41. También en la citada obra “La constitución de la democracia deliberativa”, Carlos Nino, considera que los diseños institucionales pueden presentar diferentes opciones para la fisonomía del Poder Judicial42. Propone mecanismos que implican una reconstrucción del control judicial de constitucionalidad. “Por ejemplo- señala- un tribunal constitucional, al estilo europeo, con miembros que son periódicamente renovados y elegidos por diferentes cuerpos representativos de la soberanía popular, mantiene una legitimidad democrática mayor que una Corte Suprema (como en los Estados Unidos y Argentina) para llevar a cabo el control judicial de constitucionalidad”. “En forma similar – explica Nino- existe una amplia variedad de estrategias respecto del modelo en que podría responder el poder judicial cuando se enfrenta a la demanda de declarar la inconstitucionalidad de una ley. En muchas ocasiones, la forma óptima de intervención judicial no es de una invalidación total de una norma inconstitucional o un decreto de la administración. Los jueces no necesitan descartar siempre los resultados del proceso democrático para promover las medidas que crean son las más convenientes a la promoción o protección de los derechos. En lugar de ello, los jueces pueden, y deben, adoptar medidas que promuevan el proceso de deliberación pública o la consideración más cuidadosa por parte de los cuerpos políticos. Así por ejemplo, podrían idearse diseños institucionales, tales como el de la constitución canadiense de 1982, que les otorguen a los jueces la facultad de emitir un “veto suspensivo” sobre una ley, que daría a la legislatura el

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El ARTICULO 113 de la Constitución de la Ciudad de Buenos Aires, estipula: “Es competencia del Tribunal Superior de Justicia conocer: 1. Originaria y exclusivamente en los conflictos entre los Poderes de la Ciudad y en las demandas que promueva la Auditoría General de la Ciudad de acuerdo a lo que autoriza ésta Constitución. 2. Originaria y exclusivamente en las acciones declarativas contra la validez de leyes, decretos y cualquier otra norma de carácter general emanada de las autoridades de la Ciudad, contrarias a la Constitución Nacional o a esta Constitución. La declaración de inconstitucionalidad hace perder vigencia a la norma salvo que se trate de una ley y la Legislatura la ratifique dentro de los tres meses de la sentencia declarativa por mayoría de los dos tercios de los miembros presentes. La ratificación de la Legislatura no altera sus efectos en el caso concreto ni impide el posterior control difuso de constitucionalidad ejercido por todos los jueces y por el Tribunal Superior”. 41 El diseño para “balancear” los poderes, de la Constitución de la Ciudad de Buenos Aires no deja de tener algunos puntos débiles. Así por ejemplo: exige a Legislatura una mayoría agravada (aun cuando podría ser peor si se exigiera los 2/3 “de la totalidad”), sin que dicha mayoría le sea exigida a los miembros del Tribunal. Aquí el legislador “negativo” (Tribunal de Justicia), tiene un explícito privilegio por sobre el legislador “positivo” (Legislatura). 42 Nino, Carlos: op. cit., Pags. 292 y 293.

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poder de anular la decisión de los jueces, pero sólo después de emprender una vez más la discusión y tomar una nueva decisión sobre el tema. También en los casos de “inconstitucionalidad por omisión” (es decir si la legislatura falla en implementar una prescripción constitucional). En tal caso la corte superior podría estar autorizada a requerir a la legislatura (o a una comisión de ésta) que explique las razones por las cuales se incurrió en esa omisión y revelar si existen planes para superar esa deficiencia.

7.- NINO Y HABERMAS: HACIA UNA RECONSTRUCCIÓN DEL CONTROL JUDICIAL DE LA CONSTITUCION Vimos que Nino da un “giro” importante en lo que hace al control de constitucionalidad: los jueces deben tener una actitud tendiente a promover el proceso de deliberación pública o la consideración más cuidadosa por parte de los cuerpos políticos. Su mirada se compadece con la de Habermas. La posición de Habermas, expuesta en “Facticidad y valdez”, debe entenderse en el marco de su proyecto comunicacional de la democracia y – más específicamenteen la función que el derecho y las instituciones desempeñan en ese contexto. En “Facticidad y valdez”, (su valioso aporte a la teoría jurídica) Habermas (dando una vuelta a sus posiciones anteriores) entiende que el derecho no deriva de la moral (alejándose de Kant y acercándose a Kelsen), pues “sólo serán válidas, de acuerdo al principio del discurso, aquellas normas a las que todos los que pueden verse afectados por ellas pueden prestar su asentimiento como participantes en discursos racionales”43. De tal modo, que en su teoría, es de importancia suma que los destinatarios del derecho (los ciudadanos) se puedan ver a sí mismo como “autores” del mismo. De esta suerte, la condición que hace posible la eficacia coercitiva de las normas, es que sea capaz de obtener legitimación de aquellos a quienes se aplica. Aceptado esto, el paso siguiente consistirá en determinar cuáles son los derechos que los ciudadanos deben acordarse mutuamente, en tanto aceptan todos que su convivencia se regule por medio del derecho. Como bien ha señalado Pisarello 44el filósofo de Fankfort, se encuentra con dos tradiciones a la hora de afrontar la dicotomía “autonomía privada” y “autonomía pública” (o, si se quiere, “derechos individuales”- “soberanía popular”). La tradición liberal (Locke, por ejemplo) se centraría en la necesidad de conjurar el peligro de las mayorías tiránicas y por ende postularía la prioridad de los derechos individuales. La tradición republicana (Aristóteles, por ejemplo) concedería la primacía a la autonomía pública sobre las libertades privadas pre-políticas. 43

Habermas, Jurgen: “Facticidad y validez”; Ed. Trotta, Madrid, 1992, pag. 171.

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Pisarello, Gerardo “Las afinidades constitucionales de Habermas”.

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Ante esta fricción, Habermas defiende la mutua interrelación entre ambas tradiciones, desde lo que él entiende como “paradigma procedimental del derecho”, modelo éste que intenta que se reconozcan mutuamente el Estado Liberal Burgués y el Estado Social de Derecho. Este último “compensaría” las debilidades de aquel: la libertad “formal” conduce a una desigualdad fáctica, y por ende la premisa de autonomía de la persona no puede ser totalmente cumplida, o bien se cumple en forma restringida, lo que conduce a la necesidad de “igualar” las oportunidades (Estado Social). Lo cierto es que ese modelo “procedimental del derecho”, pone énfasis en la participación de los ciudadanos en la creación de las reglas jurídicas, lo que le lleva a afirmar a Habermas que "sólo las condiciones procedimentales de la génesis democrática de las leyes aseguran la legitimidad del derecho establecido". A esta altura, podemos advertir ya, que la concepción de Habermas (más cerca de Rousseau que de Locke, pero – y este no es un dato menor- sin ignorar a Locke), vinculada con el compromiso de todos los ciudadanos para dar nacimiento al derecho (que absorbe así, la moral), debe distanciarse de aquellas posiciones en las que una elite (léase, un Tribunal de pocas personas) tiene la última palabra sobre “que es derecho”. Es más, las reflexiones habermasianas sobre la Justicia constitucional son esencialmente críticas45. Para Habermas, las competencias del Tribunal Constitucional, de algún modo, ponen en desventajas al Legislador. Aquel puede determinar si éste se extralimitó. Pero los legisladores, no poseen ningún mecanismo “inverso”, y dice: “El legislador no dispone a su vez de la competencia de comprobar si los tribunales en su negocio de aplicar el derecho se han servido exactamente de las razones normativas que en su día entraron a formar parte de la fundamentación presuntivamente racional de una ley". Partiendo de este esquema de atribución competencial al tribunal constitucional en tanto tribunal especializado, y luego de la fuerte crítica sobre la forma en que los tribunales constitucionales han aplicado la “jurisprudencia de valores”, Habermas debe enfrentarse a la pregunta acerca de cómo deben ejecutarse correctamente las competencias atribuidas al tribunal. Es decir, cómo debe el tribunal observar sus competencias46. Habermas considera que una gran herramienta para evaluar que el 45

No debemos soslayar que las reflexiones de Habermas en torno al derecho comienzan en 1950. En esa ápoca, Alemania intenta distanciarse del nazismo, y existe – por así decir-, un renacimiento del jusnaturalismo, por lo que el Tribunal Constitucional aplica teorías tales como la del “orden de valores” que nacen de la Constitución, alegaciones éstas imprecisas alejadas del positivismo jurídico. Letelier Wartemberg, Raúl; “La justicia constitucional en el pensamiento de Jurgen Habermas”; Estudios Constitucionales; Vol. 9; Nº 2; Santiago; 2011 (versión on-line). 46

Letelier Wartemberg, Raúl. Op cit, pag 7.-

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ejercicio de las competencias del Tribunal sea el correcto es la diferenciación entre: los discursos de fundamentación de las normas y los discursos de aplicación de normas. "Al Tribunal Constitucional - alega- las razones legitimadoras que tiene que tomar de la Constitución le vienen dadas desde la perspectiva de la aplicación del derecho, y no desde la perspectiva de un legislador que ha de interpretar, desarrollar y dar forma al sistema de los derechos al perseguir sus propias políticas" . Como lo destaca Letelier Wartemberg, en este discurso de aplicación de la Constitución será fundamental la concepción que se tenga acerca de lo que debe entenderse por Constitución. Y en este tema Habermas adopta –junto a Ely– una idea procedimentalista de la Carta Fundamental. Lo que hace (y debe hacer) la Constitución, sostiene, es fijar "los procedimientos políticos conforme a los que los ciudadanos, ejercitando su derecho de autodeterminación, pueden perseguir cooperativamente y con perspectivas de éxito el proyecto de establecer formas justas de vida", “pues sólo las condiciones procedimentales de la génesis democrática de las leyes aseguran la legitimidad del derecho establecido". En este punto, Habermas se muestra en contra de esa especie de comprensión paternalista de la jurisdicción constitucional, "que se nutre de una desconfianza, muy extendida entre los juristas, contra la irracionalidad de un legislador dependiente de las luchas de poder y de unas opiniones mayoritarias determinadas por las emociones y los cambios de estados de ánimos”.47 Así, entonces, la importancia del procedimiento, es vital, pues es precisamente la existencia de aquel proceso de razón, comunicación y persuasión el que legitima las decisiones institucionales. El desarrollo de este proceso- entiende Letelier Wartemberg,-, o lo que es lo mismo, el cumplimiento de las condiciones procedimentales que este proceso requiere para existir, son la clave para atribuir a las decisiones un carácter democrático obteniendo así su legitimación. De estas consideraciones aparece el verdadero campo de acción que debe tener el Tribunal Constitucional y la forma en que éste debe comprender su propia existencia. El tribunal debe operar como custodio de que el proceso de producción de normas se efectúe en las condiciones de una política deliberativa48. Aparece, ahora, un nuevo problema: ¿qué se entiende por aquellas condiciones necesarias para una política deliberativa, esto es, qué es aquello que debemos proteger en el proceso discursivo deliberativo para que podamos asignarle a la decisión que resulta de ese proceso la preciada legitimación? 47

Es decir que el Legislador actuaría con pasión, en cambio el juez actuaría con mesura, equilibrio, sensatez, al margen de todos esos humores.

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Letelier Watemberg, op. cit, pag 6.

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Para responder a ello, Habermas, no solo piensa en los debates al interior de los órganos institucionalizados, sino que también pretende añadir al discurso deliberativo un espacio mucho más amplio de la discusión política. Bajo esta premisa, Habermas postula que la Corte Suprema (como juez de la constitucionalidad) debe mantener abiertos los canales para los cambios políticos y corregir aquellas injustas discriminaciones contra grupos minoritarios. Perfilando esta idea- acota Letelier Watemberg-, Habermas estima que son dos los grandes ámbitos de protección de la política deliberativa en los que el Tribunal Constitucional debe colocar su atención: -

Un primer ámbito consiste en la inclusión, en el proceso político, de aquellos grupos sociales que han estado ausentes hasta ahora de él49. En este escenario de "éticas juridificadas" pueden percibirse ciertos grupos minoritarios aplastados por la autocomprensión que la mayoría hace de sí como representante de una comunidad republicana50. El Tribunal Constitucional debe, entonces, luchar precisamente contra esta pseudorepresentación -Un segundo ámbito de protección es la custodia del proceso deliberativo frente al influjo de grupos de intereses "que logran imponer sus objetivos privados sobre el aparato estatal a costa de los intereses generales”. La democracia deliberativa – entones- debe ser protegida contra aquellos grupos que se hacen de la agenda legislativa o administrativa imponiendo sus particulares condiciones dando lugar a una verdadera "captura del Estado” toda vez que, si falta esta protección, el ente que goza de las potestades normativas pasa a ser un mero instrumento de los grupos con poder fáctico. Una decisión alcanzada por las instituciones democráticas – afirma Habermas- no representaría verdaderamente la existencia de un consenso razonado cuando este tipo de grupos obtiene una decisión en su favor debido a la presión que ejercen. El ideal regulativo de "situación ideal de habla", que Habermas desarrolla con fuerza en su teoría comunicativa, juega un papel esencial en su rechazo a este tipo de intervenciones. Para el filósofo, esta situación ideal de habla sirve como medida para enjuiciar las decisiones que reclaman para sí una presunción de racionalidad. Así entonces, las partes en el discurso deben tener igualdad de oportunidades y no puede haber coacción de una parte para con la otra. Debe haber

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Ejemplo de ello es la intervención de la Corte Suprema norteamericana en el asunto “U.S. v. Carolene Products Co. “de 1938. Dicha sentencia, luego de afirmar la idea de una suerte de "deferencia judicial" por parte de la Corte para con el legislativo (tras largo tiempo de activismo judicial exacerbado), deja entrever los casos en los cuales esa deferencia no procede y en los que la intensidad del control debe ser mucho más fuerte, precisamente porque lo que se está protegiendo son las bases mismas de la legitimidad de las decisiones democráticas. 50 Letelier Watember, op. cit., fs. 7. Sería una “ostentación” de la mayoría.

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entonces una relación simétrica entre ellos51. La única coacción posible es la coacción sin coacciones del mejor argumento. Las presiones que estos grupos ejercen,- afirma-tanto en el debate legislativo como en la creación misma de opciones sociales que se realizan en el debate democrático, alteran esta presunción de racionalidad de la decisión que finalmente se adopta, deteriorando así las condiciones de una política deliberativa. El tribunal constitucional tiene entonces, dentro de la lógica habermasiana, el rol preciso de proteger esta simetría. Señala Letelier Watemeberg que la postura de Habermas sobre la justicia constitucional devela, al final, una interesante paradoja. La crítica desarrollada por el filósofo de Frankfurt a la labor que llevan a cabo los tribunales constitucionales es fuerte, concisa y gobierna gran parte de sus conclusiones. Este tipo de tribunales, argumenta, no pueden convertirse en críticos que revisen la ideología que hay detrás de las decisiones del poder Legislativo. Y ello por una razón que, de cierta forma, sintetiza sus postulados: la legitimidad de las decisiones adoptadas de forma democrática no emana propiamente de la convergencia de determinados contenidos éticos en ellas, sino más bien del hecho de ser la expresión de procesos comunicativos que generan una deliberación en donde triunfan los mejores argumentos. Sin embargo, al mismo tiempo, la nueva posición que Habermas le asigna a los tribunales constitucionales dentro del juego democrático es absolutamente protagónica. Es decir un verdadero activismo judicial, pero (y esto no puede soslayarse en el pensamiento de Habermas) sólo en tanto defensor de las condiciones necesarias para un debate discursivo o, más bien, como garante de una política deliberativa. 8.- MAYORÍAS Y MINORÍAS EN LA REGLA DE DECISIÓN Es que aun con todo lo dicho, nos queda un escollo que superar. Si por ejemplo se adoptasen todos los recaudos que aquí se han propuesto (diferencias una esfera con decisiones de políticas públicas, de otra con derechos humanos directamente afectados; en este último caso la inconstitucionalidad solo podría proceder ante una ilegalidad explícita, manifiesta, grave; y luego de todo ello, tomar recaudos como los diseñados en la constitución de la ciudad de Buenos Aires o los propuestos por Nino, o la asignación a los tribunales – como señala Habernas- de custodiar el “procedimiento deliberativo”),y aun

así, ¿las mayorías

adoptasen una decisión equivocada? Lo primero que debemos contestar ante esta inquietud, es que los jueces también pueden adoptar decisiones equivocadas. Un ejemplo lo constituye el fallo de la Cámara Nacional en lo Civil de la Capital Federal del 12/07/1990. En dicha ocasión, la CHA (Comunidad Homosexual Argentina) solicitó su reconocimiento como persona jurídica, pero el fallo le denegó la pretensión, alegando que esa asociación -

51

Letelier Watember, op. cit., fs. 8.

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no promueve el bien común, ya que “…la homosexualidad es contraria a la ética cristiana”. Llegado el caso a la Corte Suprema de Justicia, la misma emitió uno de los fallos más nefastos de la historia judicial argentina. En efecto, en la causa “Recurso de hecho de la Comunidad Homosexual Argentina s/ Resolución Inspección de Justicia s/ personas jurídicas”, los jueces Levene, Cavagna Martínez, Barra, Nazareno, Moliné O´Connor y Boggiano (con la honrosa excepción del voto contrario de los jueces Fayt y Petracchi), confirmaron la sentencia denegatoria Por ende no existe ninguna garantía que la decisión de un tribunal esté exenta de equivocaciones. Y si - como dijimos- ambos (mayorías o jueces) pueden equivocarse y si – en definitiva- “alguien” tiene que decidir, solo podemos contestar que es la voluntad popular y la legitimidad democrática la que debe primar, las queasentadas en la soberanía popular- permiten establecer la denominada “regla de decisión y criterio de las mayorías”52. Aun cuando esa decisión sea incorrecta (de acuerdo a los valores y concepciones de la minoría), debe ser respetada. Todo ello en la medida que – como afirma Elías Díazesa decisión mayoritaria sea respetuosa de los derechos de las minorías53. Entones, resulta esencial, para la democracia, el respeto y la libertad de acción de las minorías, (de allí la importancia del aporte habermasiano, que hemos revisado). No solo por un imperativo moral, sino –además- práctico: en el mañana, esas minorías podrán convertirse en mayorías, corrigiendo las decisiones desacertadas de sus predecesores. No olvidemos que alguna vez, los militantes por los derechos de las mujeres, fueron minoría. Igualmente, aquellos que levantaron banderas anti segregacionistas en los E.E.U.U. El “no asfixio” de las minorías pasa a ser –así- una regla de oro de la democracia. Como “·regla procedimental” jamás debe ser desconocida por la mayoría. Hablamos de la “voz” de esas minorías, del derecho a hacer conocer sus ideas. Las normas electorales y de partidos políticos, por ejemplo, han de tener muy en cuenta esta regla. Quiere decir ello que nos encontramos ante un punto en que los jueces, con sus decisiones, priman sobre la mayoría, como expusiera Habermas: el control de los procedimientos en los que se forma la voluntad popular. En efecto, el control del “procedimiento democrático” (por parte de los jueces) es imprescindible si se quiere garantizar que las decisiones de las mayorías son legítimas (aun cuando sean moralmente disvaliosas). Como bien ha señalado Nino54, “mientras que no exista ninguna regla de la mayoría sin primero establecer un 52

Díaz, Elías: “La sociedad entre el derecho y la justicia”, Ed. Salvat; Madrid, 1985, pag. 58. Días, Elías: op. cit., pag. 59 y 62. 54 Nino, carlos, op. cit., pag. 252. 53

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procedimiento correcto que haga que ciertas decisiones tengan autoridad, no existe ninguna forma de atrincherar ese procedimiento sin cuestionar la autoridad de la mayoría para decidir qué es lo mejor”. Entonces, las reglas del proceso democrático deben ser adecuadamente cumplidas, y claro está, esa responsabilidad no puede delegarse al proceso democrático mismo. En estos casos el “proceso” democrático solo puede ser arbitrado por los jueces. La misión central de este árbitro es velar porque las reglas del procedimiento y las condiciones de discusión y la decisión democráticas sean satisfechas55. No parece descabellado para Nino (como tampoco para Habermas, como hemos visto), que en estas cuestiones, los jueces sean activistas, promoviendo siempre la ampliación del proceso democrático, requiriendo más participación, cuidando la libertad que han de tener las partes en el debate y exigiendo la justificación de las decisiones. Activismo éste que- a la postre- se vuelve una propia (y sana) limitación. Sería absurdo que cumplidos todos esos requisitos de pluralismo, participación, libertad y justificación, el juez termine invalidando la norma. Rosario, febrero de 2014.***

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Nino, Carlos, op. cit., pag. 274.

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