Prodavinci. Tres novelas venezolanas del novecientos; por Alejandro Oliveros

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Tres novelas venezolanas del novecientos; por Alejandro Oliveros Alejandro Oliveros · Saturday, January 7th, 2017

De izquierda a derecha: José Antonio Calcaño, Carlos Andrés Pérez, Rómulo Betancour y Enrique Bernardo Núñez. Palacio de Miraflores, Caracas. 1960. Imagen del Archivo de Fotografía Urbana. Haga click en la imagen para leer “El gran Enrique Bernardo Núñez en el Palacio de Miraflores”; por Milagros Socorro // #UnaFotoUnTexto Enrique Bernardo Núñez y Cubagua Enrique Bernardo Núñez, como dijera Oviedo y Baños de Venezuela, es un escritor “portatil”. Nativo de Valencia, llegaría a ser, eventualmente, cronista de Caracas, ciudad a la que dedico su colección de crónicas, “La ciudad de los techos rojos”. Antes Prodavinci

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de su reiterada residencia capitalina, se le vería en las esquinas de Porlamar, escuchando historias y leyendas de los lugareños, acumulando imaginarios y tradiciones inmortales, que le servirían para escribir Cubagua, una de las tres grandes novelas de la literatura venezolana del novecientos. Cubagua es una gran historia y una extraordinaria aventura formal, una de las más arriesgadas y acabadas de la literatura en castellano de su tiempo. Una tensa, deslumbrante y visionaria narración que prefigura proyectos como Pedro Paramo, Ficciones o Los pasos perdidos. Un texto complejo que, como recomendaba Dante a los lectores de su Comedia, puede ser leída en forma “literal” o en un sentido figurado. Es decir, que puede leerse como un cuento de maravillas, como tantos relatos de conquistadores y viajeros. O puede asumirse en un sentido alegórico, donde el autor “esconde una verdad oculta bajo un bello engaño”, y al referirse a algo en particular, en realidad se refiere a otra cosa, que es, a fin de cuentas, lo que es una alegoría. De este modo, y tal vez con razón, los estudiosos han preferido entender Cubagua. Bernardo Núñez, al hablar de la inclemente y cruel explotación de los placeres perlíferos de la isla, estaría, en realidad, aludiendo a la desigual, y no menos implacable, explotación de los yacimientos petrolíferos de la Venezuela de su tiempo. En ambos casos, la experiencia es la más gratificante. Como cuento, Cubagua es deslumbrante. El blanco sol de la geografía insular se apodera de la retina del lector y lo lleva por las arenas y espumas de un mar alucinado. Como alegoría, es el canto trágico de los excesos de la dominación colonial de todos los tiempos. Bernardo Núñez apenas nos recuerda que la lógica cruel de este modo de explotación no desapareció con el fin de las conquistas; bajo distintas apariencias, el colonialismo no ha perdido su insoportable actualidad. El destino portátil de nuestro autor no se limitó al país natal. Conoció la geografía de países latinoamericanos como Panamá, Cuba o Colombia. O los Estados Unidos, donde, para el asombro de sus allegados, sepulto, bajo las aguas del Hudson, la edición de otra de sus novelas, La galera de Tiberio. El gesto, admirable, ilustra las exigencias límites del autor con su propio trabajo. Una actitud que puede iluminar sobre su seriedad y que la posteridad ha tomado en cuenta, al reconocer a Cubagua como una de las grandes novelas hispanoamericanas del siglo XX.

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Mariano Picón Salas, Miguel Otero Silva y Rómulo Gallegos. Imagen del Archivo de Fotografía Urbana. Haga click en la fotografía para ver la fotogalería completa. Casas muertas de Miguel Otero Silva Pocas tendencias, en la historia universal de las letras, han causado tantos estragos como el llamado realismo literario. Para los exponentes de esta poética, cuyo más influyente cultivador tiene que haber sido Emile Zola, lo primero es el asunto, el tema, luego todo lo demás. El problema es que, en literatura, como en el arte, el “todo lo demás” a menudo es lo que realmente importa. Si no que otra cosa es la gran poesía, desde Homero y sus hexámetros dactílicos, sino forma, manera, el modo de contar y cantar un cuento que, en ningún caso, de acuerdo con Robert Graves, será más relevante que lo acaecido en Troya. Zola nunca fue Balzac, aunque le hubiera gustado serlo, pero, en su caso, como en el de Chejov o Mann (Heinrich), forma y asunto, en no pocas ocasiones, armonizaron de manera tan adecuada que el realismo de sus mejores libros posee un lirismo que lo exime de las carencias de toda estética realista. El no menor de los riesgos de este estilo, es la posibilidad de ser utilizado con fines extraliterarios. El realismo socialista de los soviéticos es solo un caso, si bien el más infame, y, a la sombra de su mentido atractivo, se escribieron cientos de novelas y relatos de los cuales la memoria de los hombres apenas ha aceptado salvar unas pocas. En Venezuela, el realismo tuvo una fortuna que ningún país se merece. No digo que haya sido el único. De los libros que la posteridad parece aceptar, Casas muertas, de Miguel Otero Silva, tal vez sea uno de ellos. Con una objetividad casi periodística, el narrador nos presenta uno de los episodios más desolados de la desoladora historia venezolana. Me refiero al “exodo”, como lo conocen los sociólogos, de poblaciones agrícolas hacia los sitios de explotación petrolera. Un abandono del campo primordial ante el abandono oficial y el acoso de las enfermedades infecciosas de la zona tórrida. La lectura de esta novela, publicada en Buenos Aires en 1951, es una experiencia documental. El lector siente, con inmediatez a veces insoportable, la absurda crueldad de las guerras civiles, la soledad que avanza como un ejército invasor, el temblor miserable de la malaria, el olor amargo de la quinina, el vuelo insoportable del anofeles homicida y, al final, termina compartiendo, la desolación, la tristeza y el polvo seco de los sueños rotos. Sin el aliento épico de otras empresas realistas, como Las uvas de la ira o El Don fluye apacible, Otero Silva, en Casas muertas, supo hacer uso de la poética del realismo, para escribir una novela que, no por limitada en sus aspectos formales, deja de ser necesaria a la hora de conocer, y sentir, un momento trágico de la historia de Venezuela.

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Adriano González León Adriano González León y su País portatil Ningún momento más importante para la historia de la literatura venezolana que el de mediados de los años cincuenta del pasado siglo. El auge petrolero que financio el proyecto de renovación del gobierno central, esa empresa de incorporar al país al mundo de la modernidad, atraería a la ciudad capital a una serie larga escritores y poetas que se encargarían de hacer lo propio con la literatura. Es decir, superar los realismos, costumbrismos y naturalismos oficiales para proponer una sintaxis, de una vez por todas, moderna. El irrepetido acontecimiento reunió, alrededor de las aulas de la Universidad Central y los cafés del este de Caracas, a los jóvenes llegados de las principales ciudades del interior (Maracaibo, Valera, Ciudad Bolívar, Valencia, Barquisimeto) y de otros lugares poco obvios (Escuque, Barinitas, Pampanito, Delta Amacuro). Se trataba del primer y anhelado encuentro con la cultura moderna, expresada en los excitantes planes urbanísticos de arquitectos nacionales y extranjeros atraídos por la aventura renovadora. Caracas respiraba modernidad. Ser modernos era un deber; y así lo asumió esta generación fundadora, la más brillante que ha conocido la literatura nacional, una utopía de inmediato compartida por artistas plásticos, dramaturgos, cineastas y músicos. Caracas, con Rio de Janeiro,era el centro de la modernidad latinoamericana. Fue un privilegio haber vivido en la ciudad durante esos años y haber sido joven para disfrutarlo, como dijera el poeta inglés del París de 1789. Adriano González León fue uno de los grandes protagonistas de esos años maravillosos. Literatura y vida eran para él indisociables. Una cosa y la otra eran lo mismo. Al fin y al cabo, con lucidez de iluminado, pensaba que la vida era Prodavinci

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una vasta obra literaria escrita por el Gran Autor, y que a ellos les tocaba escribir los comentarios al margen. A él, y otros de su generación, le debemos el compromiso insoslayable con una literatura crítica e inexcusable. Una convicción que produjo una cantidad de obras notables, una de las cuales es País portátil, una de las dos novelas que escribió y una de las novelas más leídas de nuestra narrativa. País portátil es la historia de una nostalgia y de un desdoblamiento existencial. El protagonista, heredero de las guerras civiles y montoneras que devastaron al país en el XIX, ha llegado a Caracas a estudiar en la universidad, donde no se niega al compromiso de su herencia familiar, la revolución, la fascinación de la guerra, y participa en un improbable guerrilla urbana, donde habría de morir en medio de la metralla, con las retinas todavía empapadas de la nieblas y lejanías de la comarca natal. La escritura de País portátil es el tributo del autor a su convicción en las bondades de la modernidad literaria. En sus mejores páginas, González León es también, como lo fue todos los días de su vida, el poeta convencido de los poderes reveladores de la imagen. País portátil es un tributo a un estilo, es cierto, pero, además, un estupendo documento para entender a una Venezuela que se creía toda futuro, en aquella edad de la inocencia política.

This entry was posted on Saturday, January 7th, 2017 at 4:50 am and is filed under You can follow any responses to this entry through the Comments (RSS) feed. You can skip to the end and leave a response. Pinging is currently not allowed.

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