“Photo Paintings” by Florencia Blanco Photo paintings, those images where costumes and backgrounds were painted over enlarged portraits, peppered my early childhood’s every day scenery. As I grew older, they slowly disappeared as precious objects of the working class, until I re-discovered them in a flea-market in 2000, where their subtle mysteries of lost ancestors and make-believe situations infatuated me with their purposeful yet fragile composites. This popular technique from the Argentina of the mid XX century was a distinguished homage done by people of limited means to their deceased. Sometimes they were created as mementos of landmark celebrations such as First Communions and weddings. And other times they were hung on the walls to remember the relatives left behind in the Old Country. Since my first re-encounter with these fascinating possessions framed behind bombé glasses, I have collected several dozens of them, traced them back to their owners, unveiled through interviews the hidden stories behind each portrait, to finally photograph them again in new, but at times, unexpected, settings. “Photo Paintings” is an essay where I seek to re-signify these images, often forgotten in drawers and attics, which captured the tenuous boundary between memory and desire.

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UNA TENUE ZOZOBRA Salta está enclavada en el extremo norte del territorio argentino, a gran distancia de Buenos Aires –lo que ya es decir mucho– y de las ricas planicies pampeanas. Enclaustrada en un clima de lejanía y postergación, la provincia es un muñón de la musculatura más activa del país. Mucho tiempo atrás la economía de la región conoció la prosperidad, en el tiempo en que fue aduana y “puerto seco” para el comercio entre el poderoso Virreinato del Perú y el del Río de la Plata. Ese recuerdo –la flor de un día– está enquistado aún en la mentalidad de las clases pudientes del lugar a pesar de la larga y morosa decadencia regional. En verdad, la experiencia política de sus actuales pobladores se resume en estancamiento, clientelismo y espera. Las fotografías de Florencia Blanco tomadas en Salta se nos aparecen como asombrados frescos bucólicos o como catálogos de costumbres, pero no lo son. Una delicada violencia ha quedado grabada en ellas, una tenue zozobra. Cada una de las tomas absorbió del lugar la cuota de sombra que le corresponde. Así, en los estudiantes joviales que celebran su día se adivina un futuro sometimiento a las reglas implacables de la sociabilidad. La energía y la espontaneidad acaban por disolverse en interiores domésticos centrípetos donde vidas sin impulso van deshojándose entre cortinas pesadas, emblemas religiosos, crespones, candelabros y retratos de predecesores idos hace tiempo. Nos damos cuenta que la educación de muchos salteños comienza y acaba en esos salones. Como si a la vez hubiese sondeado lo público y lo privado, lo natural y lo artificial, la festividad y la soledad, Florencia Blanco ha procurado comprender los símbolos, las instituciones y los ciclos sociales del lugar. La alegría y la calma han quedado testimoniados, pero también la adopción de lo postizo y el desangelamiento de los ritos repetidos. Otras veces, predomina en la fotógrafa un interés fascinado por ciertos espacios en vías de desaparición, por sus decoraciones de cartón piedra, sus antiguallas desfasadas y sus billares vetustos. Esas imágenes salvadas para siempre son resultado de un acto de piedad por la suerte de los lugares de paso. Muchas cosas ha visto Florencia Blanco. Ha visto dioses griegos en hombres que se recrean en la corriente de un río, a una procesión fúnebre en gente evacuada de la crecida de las aguas, a congojas irredimibles en el aire pesado de las habitaciones, a falsas fugas al mar en un afiche del paraíso. Porque hay agua, mucha agua en estas fotos, un rumor gozoso en una provincia de montañas y desiertos, donde la salida al mar ha sido desde siempre un asunto económico y político de primer orden. Una fotografía de la pared de un negocio muestra una imagen balnearia tan paradisíaca como imposible. En otra foto, seis personas hunden sus pies en la inundación. Se hace notorio un contraste insalvable entre la ciudad estática y la naturaleza plácida, entre los ritos sociales obligados y el refrescado remanso al lado del agua. El maniquí de novia exhibido en una vidriera tiene más intimidad con el cisne ornamental anclado en un jardín que con los cuerpos indolentes bendecidos por ríos y arroyos. Un perro mancado y un árbol desmembrado 2

desentonan menos en la ciudad que en un sendero del bosque, como si la precariedad de la existencia fuera consecuencia de la vida civilizada más que de las dificultades que al hombre le plantea la naturaleza. Florencia Blanco pasó su infancia y su adolescencia en la ciudad de Salta. Sus fotografías tratan de recuperar visiones hundidas en el recuerdo. El aprestamiento sensorial de una persona durante sus años formativos es todavía una zona misteriosa al entendimiento. Los niños, como si fuesen esponjas, absorben la gama cromática y las pesadumbres, y también los ritos sociales de sus mayores. Lo absorbido va macerándose en el magma de la memoria, para regresar, a destiempo, como crepitación del aparato de la visión. Si ese proceso pudiera ser congelado por un instante, sabríamos porqué los fotógrafos hacen lo que hacen.

Christian Ferrer, 2009

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El tío Chispa

Todos los hombres y mujeres que hacen el mundo cada día, si hacen el bien, tienen el recuerdo de sus muertos. La idea de bien y la idea de recuerdo de los muertos hace la vida todos los días, el mundo. No vale redundar con fotos, relatos o pinturas sobre los muertos, pero las fotos, los relatos, las pinturas, a diferencia de los muertos, aun redundando, existen. Una foto, por ejemplo, es verdad; la muerte escapa a la verdad y a la mentira y en general escapa al entendimiento. Sólo se pueden escribir cuentos con ella: había una foto del Chispa, el menor de los hermanos, en la pieza de Felipa, su madre. Habían pasado años desde que había parido al menor de sus hijos y habían pasado años desde que el Chispa, el Chispita, el menor, en fin. Pasemos a la foto: estaba en la pieza de la casa de Felipa, que era muy pequeña. Tenía una pieza y una más pequeña cocina comedor y un baño afuera. ¿O estaba la foto en la cocina comedor? Donde estuviera, la foto del Chispa estaba para ser vista por los que la visitaran a Felipa. Los nietos la visitaban y ella repartía caramelos y retos y preparaba el mate. Está ese recuerdo en blanco y negro; la Felipa está muerta, hace años de esto. Sospechamos que el recuerdo de la muerte es en blanco y negro porque siempre las cosas han sido así: es o no es; está o no está; hay o no hay; la luz y la oscuridad; el uno y la nada. Siempre la primera parte es una cosa y el resto es inabarcable, infinito, impensable. Para hacer tolerable la vida atravesada por la muerte, la industria de la muerte inventó, en el siglo pasado, las fotos al óleo: de un original en blanco y negro se conseguía una reproducción en colores, con detalles de vestimenta que daban un dato realista a las fotos de los muertos. Habrá pasado algún vendedor por la casa de Felipa y le prometió una foto del Chispa en colores. La foto presidía los días de Felipa y los nietos –los sobrinos que el Chispa nunca conoció- observaban la foto hasta que tenían que hacer alguna pregunta acerca del muerto reverenciado. No importa lo que respondiera Felipa, importan, o importaron, los colores de la foto, el brillo, el menor, el Chispa: lo contrario de la muerte.

Damián Ríos

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Los unos y los otros Como su comadre Lucrecia Martel (con quien trabajó en La ciénaga y reincide en la próxima La niña santa), la fotógrafa Florencia Blanco tiene un don para hacer elocuente el detalle. Pero, en vez de hacer foco en el desbarranque de la clase alta, sus imágenes registran la fiesta de los pobres y la edad de las cosas cuando están al límite. Su muestra Salteños, en la Fotogalería del San Martín hasta el 2 de setiembre, es un paseo impagable por esa entelequia que es para los porteños la vida de provincia. POR LAURA ISOLA Cuando Florencia Blanco, fotógrafa y autora de la muestra Salteños que se expone en la Fotogalería del San Martín, llegó a la provincia del norte donde transcurriría el fin de su infancia y toda su adolescencia, tenía once años. Nueva en el colegio y en la sociedad, una compañera de escuela quiso invitarla a su casa a jugar, pero la madre –que no conocía ni a la niña ni a la familia Blanco– se mostró reticente ante el pedido, hasta que su hija la convenció: “Pero, mamá, si es rubia”. Blanco dejó de ser niña (y rubia), pero la anécdota se ha transformado en uno de los núcleos productivos de su relato fotográfico, que no se detiene en el color local ni se regodea en la miseria o los prejuicios, pero misteriosamente hace que se hable de todo esto cada vez que se habla de sus fotos. Si se toma la muestra de Blanco como un todo, puede decirse que es un recorrido por distintas partes de la ciudad... pero de la ciudad de Salta, y ahí la cosa cambia. Porque, aunque urbana, esa ciudad tiene sus modos particulares de relación con el campo, con los animales, con el ocio y con las viviendas familiares. Y Blanco tiene un ojo infalible para lo esencial. Veamos una de sus fotos. Un caballo muerto ocupa casi todo el espacio. Llama la atención un corte que deja al descubierto la carne en el anca trasera del animal. La explicación se hace necesaria: “Es un caballo atropellado por un colectivo y el colectivero se bajó y le cortó la marca que decía a quién pertenecía el animal para ir a hacer la denuncia”. Blanco, que se encargó del casting salteño para la película La ciénaga de su coterránea Lucrecia Martel y que ya está trabajando en La niña santa, la próxima película de la misma directora, tiene más de un punto en común con la estética de Martel. Evita lo pintoresco o las vistas panorámicas en su trabajo: prefiere develar la identidad menos visible de la ciudad en la decoración del frente de una casa, así como rastrea los modos de vida en un living o en el respaldo de una cama en una casa de adobe. También se propone contar la historia y para eso elige una sala con su mobiliario de fines del siglo XIX para que contraste con un comedor de la década del 70. Tan interesada por la edad de las cosas como por el modo en que van desapareciendo del paisaje, sus fotos ofrecen un vívido registro de lo perecedero, o de lo inmutable frente a lo que se desintegra. Para lo primero elige los cuartos de esas casas, abarrotados de muebles y adornos y hasta ancianas de más de noventa años. También registra lo que no está, como en la foto que muestra el terreno baldío dejado por la demolición y futura edificación de un departamento. “Me interesa la edad de las cosas precisamente cuando están al límite, o cuando ya no están. Eso es el paso del tiempo: algunas de las fotos del living (o salas, como le decimos allá) son de gente que ha muerto. Otros se conservan junto a sus objetos, pero están al límite de la edad, los unos y los otros”. Lo que a Blanco le interesa de la cultura urbana en sí “son las cosas que hace la gente y la energía que pone en eso”. Está cansada de “esa mirada paternalista sobre el Noroeste”, que pone el acento sólo en los mendigos y los coyas, o en la monumentalidad de los cerros. “Seguro que Salta es pobre, pero además hay otras cosas. Y la gente pobre también se divierte, va al río, festeja los cumpleaños y trabaja”. De esa gente que va al río o al balneario, por ejemplo, hay una serie que rebalsa vitalidad y exuberancia: hombres con perros, hombres con sombrero, hombres con guitarra, hombres y mujeres tomando mate y niñas con trajes de baño enterizos son la marca distintiva de esa entelequia para los porteños que es la vida de provincia. “Estos ríos están pegaditos a la ciudad y los días de verano la gente se toma su recreo. Aunque también hay algo de que a ciertos ríos van unos y no van los otros. Cuando voy al preferido por la clase baja, no me puedo mezclar. Siempre sigo siendo de otra clase, aunque vaya y vuelva a ir. También están los balnearios municipales, que apuntana lo mismo: tomarse un rato y disfrutar. Generalizando, se puede decir que ésta es una sociedad muy conservadora y que hay un racismo bastante importante. Sobre todo en la clase media, que se fija más que ninguna en los códigos del dinero y las apariencias, porque la clase alta está segura de su origen y la clase popular tiene otros modos de integración y clasificación del mundo”, explica Blanco.

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Sin desconocer que en su posición hay cierta extranjería al describir prácticas sociales, sus retratos de jóvenes quinceañeras luciendo vestidos empeñosamente pagados evitan todo paternalismo. Muy por el contrario: “La gente tiene un montón de energía y la despliega en estas fiestas, que son muy importantes allá. Yo prefiero ver el empeño que pusieron en comprar el vestido, pagar la fiesta y disfrutarla que en la cosa trágica de la pobreza. Reconozco el rasgo conservador de este tipo de celebraciones, no soy tan ingenua, pero hay fiestas que están buenas y me gusta que se hagan. Incluso las religiosas. A partir de la foto de los ángeles del pesebre viviente, por ejemplo, intento contar una historia de júbilo y festejo. Sabiendo, por supuesto, que en una sociedad como la salteña, la religión tiene bastante de oscurantista”. Como Blanco no está a la caza de un instante, hace que el momento fotográfico surja tal como se incita a que dé comienzo una narración. Por ejemplo, en las fotos de la Reina de los Estudiantes, con su vestido de tafeta y sus encajes de nylon. Su rubio dudoso, como de Barbie, se pelea por el foco con el fondo que nítidamente muestra el estacionamiento del supermercado donde acaba de finalizar la elección. “Como quería que se viera el fondo, tuve que sacarla un poco de foco. Ahí está más explícito eso del racismo: la Reina de los Estudiantes es rubia mientras el 95 por ciento de los estudiantes que estaba allí era morocho”, concluye aquella que alguna vez fue confiable por el solo hecho de ser rubia.

RADAR 19 agosto 2001

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Viernes 10 de agosto de 2001 DIARIO LA NACION

En Salta, la cámara escribe nuevos recuerdos de provincia Desde la fotografía y el cine, la ciudad norteña se hace presente en Buenos Aires

Florencia Blanco expone fotos de su patria chica en el San Martín Lucrecia Martel, Rodrigo Moscoso y Martín Mainoli, cineastas, también vuelven a casa.

Desde hace un par de años, Salta aparece con frecuencia en el universo de imágenes que nos rodea. No como paisaje natural, como folklore; más bien urbana y coloquial, en sutil u ostensible decadencia, vista a través de sus códigos sociales, de sus modos de decir, de entender, de construir una forma de ser común. Las últimas imágenes nos han vinido del cine, pero ahora se suma el aporte de la fotografía, especialmente de la mano de la talentosa Florencia Blanco. Ella, como los realizadores Lucrecia Martel, Rodrigo Moscoso o Martín Mainoli, pasó la adolescencia en la capital de la provincia, se vino a estudiar a Buenos Aires y, con el distanciamiento que da el nuevo lugar de residencia, recupera el origen por medio de la cámara. Los cuatro se conocieron hace tiempo en las escuelas de cine porteñas, y algunos de ellos trabajaron juntos. Florencia, que estudió Imagen y sonido en la FADU, se ocupó del casting de La ciénaga , de Martel, hizo una investigación de locaciones para La niña santa , próxima película de su amiga y colega, y será la camarógrafa y directora de fotografía de ese mismo film. En estos días, más de treinta fotos suyas ocupan la Fotogalería del Teatro San Martín. Ese conjunto revela la peculiar mirada de la artista, que Martel, con agudeza, define como la de "una niña perdida que está mirando cosas que no le corresponden". Es el fisgonear de una chica de clase media, ojos azules y piel blanquísima en un mundo ajeno pero cercano, en el que muchos, al saludarla, le dicen "hello". Es el mundo de los changos pobres que se bañan en el río y no en las piletas de las fincas de San Lorenzo, o que arman una boda ostentosa con uniforme militar y carísimo auto prestado. Es el mundo de las casas de la antigua aristocracia que pronto morirán, sea porque esperan el mazazo decisivo, o porque sus dueños de siempre ya no están para cuidarla. Es también el mundo de los hombres de cualquier edad que sacan músculo cuando se les pide una foto, porque ésa es casi la única forma de posar en lenguaje norteño. "Hay muchos prejuicios allá. El de ser rubio, ser hombre, ser fuerte, ser rico: siempre se ve a través de una de estas máscaras. Es como un régimen del terror, en el que se hace lo que dice el papá, lo que dice el jefe, lo que dice el cura", cuenta Blanco. Su recorte, sin embargo, no pone el acento en la crítica, sino, más bien, en una observación algo azorada y de algún modo festiva de estos fenómenos. O, como prefiere decir ella, de un "contar el estado de las 7

cosas", característica que comparte, matices diferenciales de por medio, con sus paisanos cineastas. "El tema central es la forma en que los salteños construyen sus relaciones, sus formas de habitar, los distintos aspectos de su vida, todo de un modo bastante ocurrente", resume. Por eso, en las fotos, lo que prevalece es el festejo de la imaginación. Una imaginación, por cierto, atravesada por el kitsch, por la imitación invertida de modelos de elegancia que no persisten más que en diminutos círculos sociales en extinción. Aunque vive en Buenos Aires desde 1989, el año pasado Blanco se instaló por cerca de nueve meses en Salta para hacer gran parte de este trabajo. "Cuando estoy allá no me puedo sustraer de lo que pasa. La ciudad me obliga a que me tenga que ver con ciertas cosas", dice. Ese mirar desde lo cotidiano se advierte, además, en el momento en que Blanco define la toma. Suele utilizar trípode, y colocarlo a la altura de sus ojos, de modo de trasuntar en la foto el ángulo de registro que ella tiene en la vida diaria. Tampoco suele usar flash para interiores, por lo que ni siquiera este mínimo artificio interfiere en la captación de los detalles de ambiente. La documentación del tiempo que fue es, en definitiva, el otro eje sobre el que giran estas imágenes. Algo así como el paso de una pureza original a una provocativa impureza que hoy, al cubrirlo todo, incita a la nostalgia. El presente, según Blanco, se rige por formas de interpretación del pasado, algunas de las cuales se fueron consolidando con el tiempo, y otras que se renuevan sin parodia pero que, a ojos extraños, resultan una ingenua aunque eficaz ridiculización. "En Salta se da que la gente tiene caminos a mano y no los toma", remata Blanco, pero en lugar de énfasis, lo que se descubre en ella es una natural propensión a ver sin miedo.

Santiago García Navarro Link permanente: http://www.lanacion.com.ar/190353

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