Mercedes Alonso, entre dos mundos

EL FARO 1 Octubre 2010 OCTUBRE 2010 PLIEGOS DE ALBORÁN Nº 20 Mercedes Alonso, entre dos mundos JOSÉ LUPIÁÑEZ El versículo del Evangelio de San ...
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OCTUBRE 2010

PLIEGOS DE ALBORÁN Nº 20

Mercedes Alonso, entre dos mundos

JOSÉ LUPIÁÑEZ

El versículo del Evangelio de San Mateo al que tantas veces se recurre cuando se pretende establecer un correlato entre emoción y palabra o sentimiento y escritura; ese lema que reza «de la abundancia del corazón habla la boca» (ex abundantia cordis os loquitur), resulta especialmente oportuno para referirnos al universo narrativo de la escritora jerezana Mercedes Alonso. Y es que su obra en marcha, que ha empezado a publicarse con cierto retraso, parte abiertamente de su experiencia vivida entre dos mundos: el de la España en la que nació y pasó su primera juventud y el de los Estados Unidos, a donde marchó con veinticuatro años, tras casarse con el profesor Juan Cano Ballesta, uno de nuestros grandes maestros y especialistas en la Literatura española del siglo XX. Allí ha permanecido el matrimonio a lo largo de tres décadas, con frecuentes viajes a la península, en donde han venido pasando los meses de verano, casi sin interrupción desde su partida. Este primer condicionante biográfico y vivencial ha servido de estímulo para el nacimiento y desarrollo de su narrativa. El profundo conocimiento del mundo americano, de sus tradiciones, de sus costumbres, de sus atavismos, de la diversidad de sus territorios, ciudades y paisajes, en contraste con la herencia hispánica es hasta ahora el eje vertebrador de la escritura de esta autora que, si bien ha irrumpido tardíamente en el panorama narrativo, lo ha hecho con obras de indudable interés y calidad literaria. La primera de ellas alude, precisamente, a esa vertiente viajera y es un conjunto de quince relatos, publicado en Madrid, en el 2005, por Ediciones Nostrum con el título de A correr mundo. Ese es también el rótulo que da nombre al primero de los textos y sirve de pórtico al resto de los mismos, ya que alude a la necesidad del viaje y a la búsqueda de la aventura lejos del entorno patrio. No es irrelevante el hecho de que aparezca dedicado a la memoria del abuelo, porque fue éste quien refería a sus nietos historias en las que «casi siempre había alguien que se iba a correr mundo». La alusión simbólica a unas zapatillas que desaparecen, que nunca están en el lugar en el que se las dejó y dan la sensación de tener voluntad propia y tendencia a marcharse y caminar solas, sirve de excusa para avisar al lector de esa vocación viajera, alentada en el seno de la propia familia, que habría de ser con el tiempo realidad vivida y experimentada por la propia escritora. En efecto, casi todos los relatos, escritos entre 1997 y 2004, giran en torno a pequeñas anécdotas cotidianas, narradas en primera persona, con una prosa clara, sencilla, emotiva, que inmediatamente conquista al lector, por el tono de confidencia y la atmósfera testimonial de quien comparte fragmentos de su propia biografía. Porque son, a su manera, unas memorias que eligen determinados sucesos para desarro-

ARRIBA: ROTONDA DE LA UNIVERSIDAD DE VIRGINIA (CHARLOTTESVILLE). ABAJO: PORTADA DE LA PRIMERA OBRA DE LA ESCRITORA JEREZANA MERCEDES ALONSO MERINO.

llarse, conjugando a la vez distintos niveles expresivos y reflexivos. Los temas no resultan nada rebuscados: un viaje a Italia en el que son engatusados por un poeta con pocos escrúpulos; la tradición tan americana del árbol de Navidad; el poco hábito de los norteamericanos a comer pescado; el acercamiento a los conflictos de una familia amiga, a partir de una mesa nueva, sobre la que se disponen las viandas para los encuentros; la repentina desaparición de los gatos del vecindario; el encuentro con un matrimonio catalán de lo más pintoresco, con motivo de un recorrido por Mallorca; la búsqueda, llena de peripecias, de un tipo de hibisco, por encargo de la madre; las diferencias de opinión de dos amigas, con respecto a la de la autora, en torno a la sopa bullabesa de un restaurante; los ruidos molestos de los vecinos del piso de Madrid, en vacaciones; el estreno de cierta

versión discutible de una obra de teatro; en fin, aspectos aparentemente menores, a los que sabe extraer Mercedes Alonso el jugo necesario para mantener el interés y la amenidad, con digresiones, comentarios y opiniones intercaladas en un permanente cotejo comparativo de las dos culturas, de las dos maneras de entender la vida, la mayoría de la veces tan poco coincidentes. Y todo ello en un entorno preferentemente académico y universitario, de ahí que los personajes que conforman sus historias sean profesores o amigos ligados a la docencia, familiares, vecinos del barrio o, en todo caso, arquetipos humanos llamativos descubiertos en los viajes o en los círculos de la vida americana o española. Porque casi la mitad de los textos están fechados en Madrid, siete en concreto, y los ocho restantes en Charlottesville, la ciudad de Virginia que es centro universitario de referencia en

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Cultura / Narrativa la zona, y el lugar en donde ha residido la escritora durante un periodo de tiempo más dilatado. No deja de llamar la atención la presencia de la naturaleza, su protagonismo: paisajes, árboles, jardines, plantas, flores, referidos con precisión de formas y colores, así como de variedades de pájaros y de otros animales… O el gusto por la gastronomía y las tradiciones (Halloween, Thanksgiving, Christmas, New Year’s Eve, New Year’s Day, Easter, Veteran’s Day, etc.), temas en los que a veces se detiene Mercedes Alonso para justificar los ritos y hábitos que traen aparejados esas celebraciones, tan distintas de las españolas. Pero quizá lo más interesante sea ese registro espontáneo de una voz que cuenta, que narra sin complejos, un día a día esmaltado de pequeños acontecimientos y experiencias; sin artificios, digo, ni afectaciones, alternando a veces con diálogos abiertos, en estilo directo, que dinamizan los fragmentos narrativos, y en los que no se deja de lado un punto de humor y un cierto desenfado refrescante. Arranque tardío, pero cierto, este A correr mundo, que constituye todo un magma nutricio emparentado con lo que más tarde será el punto de partida de su primera novela, Los árboles de Gauguin. Si los escenarios de una gran mayoría de estos relatos tienen que ver con Charlottesville y sus alrededores, no obstante aparecen también diversos lugares americanos como Pittsburgh, el barrio de Georgetown en Washington, Princeton, etc., en alternancia con Madrid, Mallorca, o el sur de España, que afloran en otros textos, o incluso con las ciudades de Roma o Toulouse de las escapadas europeas, normalmente relacionadas con compromisos universitarios de cursos, conferencias o congresos. Este elemento académico no es sólo un mero telón de fondo, a veces el sistema se cuestiona y se somete a cierta crítica, en tanto que fuerza a los miembros de los departamentos a una suerte de competición permanente, a una lucha continua por adquirir prestigio para postularse como candidatos a las mejores ofertas y los obliga a un trabajo incesante por abultar sus curricula con publicaciones, charlas, y la persecución obsesiva de toda suerte de méritos. En medio de ese vértigo el desgaste, el engaño o las traiciones se dan con relativa facilidad. El hecho será en más de una ocasión señalado como el origen de los conflictos humanos de algunos de los personajes que protagonizan estas historias, como ocurre por ejemplo en el caso de Remedios y Johnny, en la que lleva por título «La mesa de comedor»… Tras la publicación de A correr mundo, vio la luz un delicioso relato titulado Nico y Las Meninas, publicado por el Instituto Alicantino de Cultura Juan Gil Albert, en su colección Quimera (Alicante, 2009), con magníficas ilustraciones de Ruth Bañón. Se trata de un libro para jóvenes de cualquier edad, que arranca de la huida de un niño de su hogar, del que parte en busca de su tata Manuela, convencido de que no recibe el suficiente cariño de su madre, siempre ocupada con el trabajo o distraída con sus novios. Al creerse sospechosamente observado por un policía se camufla entre un grupo de escolares que visita el Museo del Prado, en donde se quedará encerrado. A partir de ahí sueño y realidad se confunden y Nico compartirá sus inquietudes con los personajes del cuadro de Velázquez, que cobran vida en el silencio de la noche y se convierten en confidentes y cómpli-

PORTADAS DE LAS DOS ÚLTIMAS OBRAS DE MERCEDES ALONSO MERINO

ces del pequeño. Se viaja aquí también: del pasado al presente, de la realidad a la fantasía, haciendo partícipe al lector de anécdotas relacionadas con el tiempo de los protagonistas de la obra del pintor: nombres, usanzas, lenguaje, etc., en un proceso vivificador de indudable eficacia pedagógica. Los lazos perfectamente trabados entre el ayer y el hoy contribuyen al desenlace feliz, sin que olvidemos en el camino otros asuntos que también pespuntean la historia: el amor a la cultura y el arte, el elogio de la vida retirada y la defensa de la naturaleza, la apuesta por la autenticidad y la verdad en las relaciones humanas, especialmente entre padres e hijos, las nuevas realidades en la conformación de la familia, la presencia de emigrantes, en una sociedad cada vez más heterogénea, etc. Tras estas dos experiencias narrativas Mercedes Alonso acaba de publicar su primera novela: Los árboles de Gauguin (Tres Fronteras Ediciones, Murcia, 2010). Quienes conozcan su primer libro A correr mundo sentirán, nada más comenzar a leer esta otra historia, que regresan a la misma atmósfera, al mismo ambiente de aquellos relatos, pero esta vez cediéndose el protagonismo a una nueva pareja, la formada por Enrique, profesor universitario, e Isabel, su esposa, ambos españoles que acaban de volver de su país para reincorporarse a sus rutinas y labores en América. De nuevo los dos mundos, las dos culturas, como punto de partida. Mientras se comprueba que todo está en orden en la casa, cerrada durante la ausencia, se nos muestra un cuadro, el que da título a la obra: «Ocupando una buena porción de la pared, sobre una mesilla al fondo de la sala, resaltaba la extraña combinación de amarillos, verdes, naranjas y azules de un cuadro. Sonrió mientras lo miraba. Lo había echado mucho de menos. Allí estaba como esperándola, iluminando todo el salón, dominando sobre los demás cuadros, aquella copia de Los árboles azules de Paul Gauguin». Y a partir de ahí el lector comienza a identificarse con la verdadera heroína de esta historia, Isabel, una mujer de mediana edad, que lucha por mantener a flote su matrimonio. El cuadro encerrará una clave simbólica, será algo así como el decorado ambiguo de sus frecuentes pesadillas. Isabel se desenvuelve en el mismo entorno académico, al que llega un joven estudiante

segoviano, que la hará regresar al mundo de su juventud y despertará en ella los recuerdos de un primer amor que no llegó a realizarse al ser desplazado por su matrimonio con Enrique. Los árboles de Gauguin nos narra, en definitiva, la peripecia de una mujer valiente, imaginativa, sensible, pero mediatizada por la situación que vive en su relación con el marido. Enrique la engaña y ella se asfixia manteniendo las apariencias. En realidad, la novela es la crónica de una resurrección, del despertar de una mujer atrapada en una trama de convencionalismos que no le permiten sentirse realizada. Poco a poco Isabel irá saliendo de ese entorno opresivo. Se desvinculará de los lazos que la atan a su esposo y encontrará una vía de escape a través de un negocio que pone en marcha por su cuenta. Paralelamente, el afecto hacia Julián –el joven estudiante español– será el detonante para superar la crisis, a partir de un suceso dramático que desencadena el final esperanzador de la historia. En la mente del lector se alternan de forma constante los dos mundos: el español y el americano que, como en los relatos, sirven de trama para ir enriqueciendo la peripecia de los personajes principales con las de otros secundarios, bien definidos y caracterizados, dentro de la jerarquía de protagonistas de la novela: Peter, el amigo fiel; las distintas amigas de Isabel con las que intercambia confidencias; Pedro, el compañero de Julián; Néstor, el ayudante mexicano en la tienda que abre al público Isabel; Enrique, el marido que encarna la mentira y la doblez espiritual... Pero quizás lo más destacado de la obra sea la atractiva personalidad de Isabel, con la que Mercedes Alonso atrae al lector y lo conquista, para que se mantenga de su parte a lo largo de todo el devenir de la historia. Una mujer llena de matices, amante de la belleza, sensible, emotiva, detallista, afectiva con los que la rodean, tierna, comprensiva y lo suficientemente valiente como para liberarse de la mentira que la envuelve. Por lo demás, su estilo nos revela a una autora con recursos evidentes para mantener el interés. Su agilidad y transparencia expresivas, sus notas de humor, y su capacidad para trascender la rutina de lo cotidiano, nos invitan a no perder de vista su escritura, ni las muchas promesas que seguro nos reservan sus próximos títulos.

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Cultura/Narrativa

MARY ANNE SHAFFER (1934-2008) Y SU SOBRINA ANNIE BARROWS, AUTORAS DEL LIBRO THE GUERNSEY LITERARY AND POTATO PEEL PIE SOCIETY (PORTADA DE LA EDICIÓN IGLESA), TRADUCIDO AL ESPAÑOL COMO LA SOCIEDAD LITERARIA Y EL PASTEL DE PIEL DE PATATA DE GUERNSEY, AUTÉNTICO ÉXITO DE VENTAS EN LOS ÚLTIMOS MESES.

Mary Ann Shaffer y su sobrina

FCO. GIL CRAVIOTTO

Mary Ann Shaffer (1934- 2008) vivió siempre rodeada de libros. Las tres profesiones que llenan su vida –editora, bibliotecaria y escritora–, así lo demuestran. Sin embargo, hasta el final de su vida no se le ocurrió ejercer esta última profesión y escribir un libro. Fue tan al final que ni siquiera llegó a terminarlo. Ha sido su sobrina, Annie Barrows, quien lo ha terminado, le ha encontrado editor y lo ha publicado. Su título original es: The Guernsey and potato peel pie society. En la hora actual, convertido en auténtico best seller, con todo lo que esto lleva de positivo y negativo, ya ha sido traducido a más de veinte idiomas. En español ha dado el siguiente título: La sociedad literaria y el pastel de piel de patata de Guernsey; y en francés éste: Le cercle litteraire des amateurs d´épluchures de patates. Justo es reconocer que hay un matiz en francés, la alusión a las peladuras de patatas, que inmediatamente nos lleva a las hambrunas de toda guerra, (en este caso la segunda mundial), que al traductor español, esclavo de la traducción literal, se le ha escapado. Y es que en la obra de Shaffer, integrada en su totalidad por una sucesión de cartas, aunque escritas todas ellas en época de paz, (la primera está fechada el 8 de enero de 1946 y la última el 17 de septiembre del mismo año), uno de sus temas más importantes, aunque no el único, es la segunda guerra mundial, vivida y recordada por los habitantes de uno de los lugares más olvidados hasta ahora por plumíferos y cineastas de películas bélicas: la isla de Guernesey. Allí llegaron las tropas de Hitler el 30 de junio de 1940 y de allí se marcharon el 9 de mayo de 1945, justo un día después de firmada la paz. A través de la correspondencia de la protagonista con los distintos miembros de una extraña tertulia literaria, la del Pastel o tortilla de Peladuras de Patatas, el lector va entrando en todos los entresijos de la guerra y su repercusión en los habitantes del lugar. Se trata de una singular y disparatada tertulia, nacida para justificar ante los alemanes una reunión clandestina que no tenía otra finalidad que devorar entre

amiguetes el único cerdo, que, mediante una serie de triquiñuelas, había escapado a la rapiña del invasor. A medida que avanzamos en la lectura y vamos conociendo a los integrantes de tan peculiar taller literario, también vamos observando algunas de las deficiencias de la novela. La más evidente es el caso de personas que no han leído un solo libro en su vida y escriben con una soltura y desparpajo que ya lo quisieran para sí algunos escritores. A estas deficiencias literarias habría que unir otras históricas. Una que me ha llamado especialmente la atención es, cuando en una de las cartas, se nos habla de la evacuación de los niños de Guernesey a Inglaterra, antes de que llegasen los alemanes y cometiesen con ellos las peores fechorías. La propaganda inglesa les había hecho creer que los alemanes se comían a los niños o poco menos. Con lágrimas y dolor la autora nos presenta la escena como algo jamás visto por la humanidad, algo que sólo ocurría –y por primera vez– en aquella apartada isla del Atlántico. Falso, totalmente falso. Antes de que un solo niño de Guernesey fuese evacuado a Inglaterra, miles de niños españoles lo habían sido –muchos de ellos jamás volverían a ver a sus padres–, de las ciudades españolas a lejanos países de acogida, sin que ninguna de las llamadas democracias de entonces, incluidas Inglaterra y Estados Unidos, levantara un solo dedo para evitar la sangría que estaba viviendo España. Otro silencio que también me ha llamado poderosamente la atención: hacia el final la novela las autoras nos ofrecen un breve cambio de escenario: hay un viaje a Louviers (Alta Normandía, Francia) que, en seguida, ellas aprovechan para mostrarnos el paisaje desolador que ha dejado la guerra: destrucción, miseria, heridos y mutilados. De la hermosa Normandía de la preguerra no queda nada. Ni la autora ni su sobrina nos dicen en ningún momento quién ha dejado tal desolación. Es casi seguro que el lector que no esté muy versado en historia y no haya visitado los lugares lo echará sobre las espaldas de los alemanes. Gran error. Todavía es posible

preguntar a algunos testigos de aquellos horrores. La respuesta siempre es la misma: las bombas amigas de nuestros aliados americanos. A estas deficiencias habría que sumar el final de novelita rosa, muy del agrado de cierto tipo de clientela, con el que termina la obra. Surge a este respecto un gran problema que, aún terminada la lectura, no es posible resolver: ¿hasta dónde va la autoría de cada una de las dos mujeres que firman la novela? El final de novela rosa, con boda incluida, ¿fue idea de la autora, de la sobrina o pactado entre ambas? Pero, al lado de estas indudables deficiencias, que en modo alguno podemos negar, la novela tiene algunos aciertos que en toda justicia hay que destacar. Uno de ellos es la originalidad de la forma epistolar, género que estuvo muy de moda en el siglo XVIII –recordemos: Montesquieu, Cartas persas, 1721; Voltaire, Cartas filosóficas, 1734; Cadalso, Cartas marruecas, 1789, etc., etc.–, pero que después cayó en un olvido total. La autora lo resucita con extraordinario acierto y, lo que en principio parecía una limitación creadora, en manos de Mary Ann Shaffer, se convierte en un extraordinario vehículo para ir vertiendo la trama. Como las piezas de un enorme rompecabezas, todas las cartas, a las que hay que añadir algún telegrama, van encajando perfectamente en la construcción de la obra y en el retrato de los distintos personajes que campean por ella. Un estilo agilísimo, de frase corta y eficaz, limpio de barroquismos y otros alardes, ayuda a ganarse al lector desde las primeras páginas. Antes de llegar a la mitad de la novela descubrimos que las autoras, a más de resucitar el género literario epistolar, también nos traen otra vieja reliquia del pasado: lo que en su época se dio en llamar alabanza de aldea y vituperio de corte. La corte aquí está representada por Londres y la aldea por Guerseney. En este último caso, a la belleza del paisaje se une la hospitalidad de sus gentes. Y para que nada le falte a este paraíso en forma de isla, sus gentes son además grandes lectoras, algo esencial a los ojos de Janet,

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Cultura /Narrativa la protagonista, escritora en un momento de esterilidad creativa. La lectura, durante la ocupación, se convierte en el gran antídoto contra la imbecilidad de la guerra; y después, en la paz, el mejor alimento de la mente para todos los integrantes de la famosa tertulia. El libro nos deja abundantes testimonios de lecturas comentadas por los integrantes de la peculiar tertulia, pero justo es reconocer que estos comentarios no pasan del más superficial barniz. Autores de la importancia de Séneca, Charles Lamb, Jane Austen, las hermanas Bronte u Oscar Wilde, desfilan por las páginas de la novela entre seres de ficción, hermosos atardeceres y una romanza de amor que al final termina en boda. La galería de personajes es extraordinariamente interesante. Entre todos ellos se destaca muy especialmente Elizabeth, ausente de la isla desde que los alemanes se la llevaron a un campo de trabajo, y sin embargo presente en la memoria de todos los tertulianos. Es joven, guapa, culta, generosa, extraordinaria-

PORTADA DE LA EDICIÓN ESPAÑOLA

mente solidaria –precisamente ha ido al campo de trabajo por ayudar a un polaco hambriento–, pero, ay, a los ojos de los vencedores ha cometido un pecado imperdonable: mantener relaciones sexuales con un médico alemán del que ha tenido una hija. Las autoras de la novela debieron formularse más de una vez la pregunta: ¿Qué hacemos con Elizabeth? Si decidían su retorno, aunque sus amigos la recibiesen con los brazos abiertos, los más fanáticos de la isla (de vez en cuando cruza las páginas de la novela una beata que sermonea a niños y adultos), la colmarían de insultos y amenazas. La idea de isla-paraíso irremisiblemente se habría venido abajo y con ella lo mejor de la novela. Nuestras autoras resolvieron el dilema sacrificando a Elizabeth: muere en el campo de Ravensbruck, asesinada de un tiro en la nuca poco antes de la llegada de los rusos. A cambio de este sacrificio, un tanto forzado pero verosímil, las autoras convierten a Elizabeth en la heroína y mito que llena las últimas páginas del libro.

Macedonia de rutas (Antonio Rivero Taravillo)

JOSÉ VICENTE PASCUAL

La memoria es un filtro de seda que convierte los recuerdos en emociones. En el caso de los libros de viajes, tal como Macedonia de Rutas, la evocación asciende en su anhelo para adquirir el valor de la materia literaria. Hay una tensión permanente, en este libro, trazada entre lo vivido y lo presentido, es decir, aquello que sabíamos del lugar visitado a través de lecturas y biografías de autores cuya esencia se encuentra vinculada al paisaje que nos recibe. Es la expresión, por otra parte deliciosa, de la necesidad de saber si aquellas impresiones, sentimientos y utopías que conforman nuestra capacidad de construir lo bello y gozar su presencia en la intimidad lectora, se corresponden con la manifestación real del lugar y ese «espíritu del lugar» que seduce al viajero desde mucho antes de acudir a su llamado. De tal forma, la noción del viaje en Macedonia de Rutas transciende el afán de descubrimiento prefijado por las coordenadas espacio-temporales, algo tan humano, para deleitarse en la búsqueda de nosotros mismos, la definitiva corporeidad de nuestras ideas e ilusiones, la confirmación de que el viajero – como el bíblico «hombre que siempre lleva consigo su recompensa»–, llevaba en su corazón el alma de las ciudades y ámbitos visitados antes de alcanzarlos. Lo que en definitiva resume el sentido de todo afán que se quiera literario. Los primeros capítulos, dedicados a los escenarios míticos de la literatura inglesa (irlandesa para mayor disfrute del viajero y del lector), son una muestra de lo anterior. Antonio Rivero pesquisa en escenarios universales de la narrativa, como Dublín o Cambridge, el eco ya inmemorial de los autores que edificaron estos parajes en pura visión de su potencia creativa. Así, fluyen con amena y nostálgica naturalidad las referencias a Wilde, Swift y,

sobre todo, Joyce. Recorre estas páginas, como fascinante música brotada del mundo que surcamos, la melodía entrañable, maravillosa y terriblemente triste de The Lass of Aughrim, aquella canción gaélica que el desdichado Michael Furey cantaba a Gretta, cuando los enamorados se despedían en Galway y la lluvia caía sin misericordia, homicida, sobre el desesperado joven, ya mortalmente enfermo de amor. Esta visión revisitada del relato «Los muertos» (Dubliners), de James Joyce, compone en sí misma un acento exquisito en la lectura de Macedonia de Rutas. Las palabras nos conducen a las imágenes, nos devuelven la acariciante bruma de un entorno soñado y, a más generosidad, nos obsequian con música que para algunos –quien suscribe estas líneas, incluido–, es música de su vida. Más no puede pedirse.

Discurre el libro, en este mismo tono de reencuentro con lo literario y el énfasis que éste marca en nuestra percepción de la obra, por muy distintos escenarios: las ya mencionadas islas, Andalucía, Francia, el norte europeo, Roma, Venezia (con «z», al modo véneto, también al estilo de José María Álvarez); México, Nueva York... A destacar, aunque sólo sea por la lúcida oportunidad del mismo, el capítulo titulado «Foxá: un cuento chino», en el que Antonio Rivero resume con elegancia y agudo criterio la polémica surgida tras la prohibición en Sevilla de un homenaje a este escritor, estupidez perpetrada por una concejal de esas que se enfadan si no la llamas «concejala», la cual miembra del consistorio hispalense posee el mismo sentido de la elegancia e idéntico agudo criterio que un ornitorrinco sordo. Hilarante la anécdota del «gran experto» Alcaraz (a la sazón secretario general de los comunistas andaluces), sobre el título de la novela más conocida de Foxá: Madrid, de «costa» a checa. En definitiva, nos encontramos ante una obra literaria llena de amenidad y surcada de sabrosas referencias literarias, de notable pulcritud estilística y hondo pulso poético. Un libro de viajes que es, al mismo tiempo, un ensayo sobre el modo en que la literatura edifica el sentido del mismo viaje y la completa y compleja realidad del mundo. Como afirmaba Álvaro Cunqueiro antes de visitar la Bretaña francesa y comprobar si el país coincidía más o menos con el que él había ideado para sus Las crónicas del sochantre: «...para mí es mucho más real la Bretaña que he imaginado que la que existía en el finisterre francés. Y ahora voy a ver cómo casan ambas y sus colores». Tal como afirma Antonio Rivero en su libro: «No recuerdo descripción más hermosa de lo que es la literatura».

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Mucho más que una novela (El hombre de tierra)

MAURICIO GIL CANO

Antonio Enrique, que había publicado El discípulo amado (Barcelona: Seix Barral, 2000), prosigue su fascinación sobre la misteriosa identidad del autor del Apocalipsis en El hombre de tierra (Guadix: Padaya, 2009), una novela de perfecta factura literaria. En ocasiones, el lector pudiera creerse ante un ensayo, por el rigor expositivo de datos, pero otras páginas le sumergen en estampas sobrecogedoras que parecieran sacadas de la mejor narrativa fantástica. El autor es especialista en la creación de atmósferas, que describe con aliento poético. Es un mago del lenguaje y acaricia las palabras para que éstas esparzan su perfume oculto, sin distraer nunca de la trama argumental, sino ajustándose a ella y al retrato de sus personajes. En nota preliminar, advierte que los seis capítulos de El hombre de tierra formaban parte del manuscrito de El discípulo amado, que no fue publicado íntegramente por sugerencia editorial: «… incluía 12 capítulos. De estos doce, los impares sucedían en el siglo XX, y los pares en el siglo I». Los seis capítulos impares, desechados en su momento a favor de la intensidad de la novela histórica, constituyen El hombre de tierra y, ya como novela independiente, conforman un díptico con el título original del que fueran desgajados. No obstante, puede procederse a su lectura de una manera completamente autónoma. El propio Antonio Enrique sintetiza así la estructura de su obra: «un investigador llega a finales del siglo XX a Tumba (sobrenombre que recibe Guadix en la novela) para indagar una cuestión aparentemente marginal: la anfibología creada por uno de los siete Varones Apostólicos, propagadores, según la tradición, del cristianismo en Hispania; poco a poco, el asunto de su interés va deslizándose hacia el origen del cristianismo en sí, y dentro del mismo, el tema inquietante de la identidad del autor del cuarto Evangelio, el discípulo amado, personaje que no coincide con la persona de san Juan apóstol, a quien el citado evangelio le fue atribuido». El desarrollo de la trama aflora otras constantes en relación con ella y que interesan a su autor: el misterio femenino, el amor cortés, Provenza y María Magdalena, la libertad, el destino, la resurrección, la fe, etc. La tesis de fondo se manifiesta esencialmente heterodoxa: el discípulo amado pudiera ser el hijo de Jesús y María Magdalena –«la inseminada en su seno por el propio Jesús de Nazaret»-, lo que conlleva una explicación igualmente heterodoxa de la resurrección de Cristo. Todo ello, relacionado con la herejía arriana y su arraigo y perduración en España, primero, con los visigodos y, luego, a través del Islam. Aunque argumentos parecidos fueron explotados en El código Da Vinci, Antonio Enrique menciona fuentes anteriores a la publicación del citado best seller, además de indicar que la redacción de su libro fue también anterior. Obviamente, la delicada profundidad con que se acerca al tema está muy lejos del sensacionalismo de aquel fenómeno de masas. Respecto al Grial y la descendencia de María Magdalena y su supuesto entronque con ciertas familias reales europeas, es tajante: «He aquí la gran Patraña,

EL ESCRITOR GRANADINO ANTONIO ENRIQUE (FOTO DE TRINIDAD SEVILLANO)

pues, aunque fuese todo ello cierto, Jesús de Galilea rechazó el Poder de este mundo. En ningún momento puede justificarse el poder temporal en nombre de Jesús, cuyo poder, por ser espiritual, es hasta el fin de los siglos». Indagar sobre la identidad del discípulo amado no es sino especular sobre la naturaleza de Jesús de Nazaret. La novela distingue entre la condición humana de éste y el carácter divino de su mensaje. Expuestas como en la mejor narración de misterio, las investigaciones y deducciones del viajero llegado a Tumba contrastan con los reparos y razonamientos del personaje enigmático que da título al libro: el hombre de tierra, un anciano obispo enfermo, prelado de esta apartada diócesis episcopal –la primera española, por antigüedad– en una pequeña ciudad de provincias. Quizá tenga su antecedente literario en El obispo leproso de Gabriel Miró. El hombre de tierra no es, por tanto, una novela al uso. En ella encontramos teología, filosofía, historia, también una cosmovisión política, en un ambiente apocalíptico: «Ya están todos los

signos aquí. No han bastado hambres ni terremotos, pues en todo tiempo los hubo. Tampoco las epidemias, las pandemias heredadas, el cólera, el tifus, la hemoptisis, el cancro implacable, sino estas otras artificialmente inducidas: el sida y el virus asesino. Como tampoco las guerras, ahora desplazadas a tierras donde no molesten a los poderosos. No bastan la ignorancia cuidadosamente planeada y sus consecuencias de barbarie y de ira generales. No es suficiente convertir a uno en otro y a ese otro en los demás; el viejo deseo del tirano de degollarnos a todos de un tajo pasa ahora por la consecución de una misma cabeza descerebrada que grite libertad para así estar más sometida». El hombre de tierra es mucho más que una novela. Es gran literatura. Cada párrafo, cada frase, posee tanta belleza en su expresión, tal calidad en su contenido que no cabría su comentario en los modestos límites de un artículo de prensa. Antonio Enrique nació en Granada en 1953. Poeta, narrador y ensayista fecundo y prolífico, su obra le consagra como uno de los grandes heterodoxos españoles.

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Cultura/Ensayo

La visión intuitiva de José Enrique Salcedo

FERNANDO DE VILLENA

De José Enrique Salcedo he escrito con anterioridad en varias ocasiones y ello porque aprecio su obra ya crecida, variada y singular. Lo incluí en la antología La poesía que llega y he dedicado artículos a varios de sus libros como La niña loba o Ars susurrandi. En esos textos expliqué cómo había llegado a conocerlo y me detuve en algunos aspectos de su literatura. Permítaseme ahora la autocita antes de hablar de su última publicación: Recuerdo a José Enrique Salcedo (Madrid, 1965) cuando por primera vez vino a visitarnos al piso de la plaza Garcilaso de la Vega, donde se ubicaba entonces la editorial de Antonio Ubago, Ángel Moyano y José Lupiáñez. Corría el año 84 o tal vez el 85. Era un estudiante de filología tímido y singular, pero muy seguro de sí mismo, de su destino como escritor, que nos traía para su examen un amplio libro de poemas. Las condiciones de la editorial resultaban heroicas en aquel momento y no fue posible publicar el libro. José Lupiáñez no dejó de lamentarlo pues aquellos poemas presentaban mucha novedad, todo un mundo propio. Es la de José Enrique Salcedo una poesía intuitiva, esencial, sugerente; poesía de un hombre que vive en poeta las veinticuatro horas de cada una de sus jornadas. Una poesía que viene directamente del Romanticismo (Novalis, Heine, Hölderlin, Bécquer, W. Blake) y cuyo tema central se encuentra en la angustia del hombre que vive de espaldas a su Creador y a la creación misma, en el profundo abismo entre la naturaleza y la ciudad, que todo lo aniquila, pero también en la plenitud espiritual de quien ha conseguido abrir esa «puerta que ya no conocen los humanos», una puerta de misterio y fantasía donde el componente feérico lo colma todo. Hoy acaba de ver la luz en la madrileña colección Devenir su último libro, el enjundioso ensayo titulado Valle Inclán y la filosofía de los druidas. El autor agavilla en el mismo diversos estudios que presentan en común el tema del mundo celta, sus sacerdotes y su sabiduría mistérica. Pese a la amplia bibliografía manejada, José Enrique Salcedo es un autor que obra por intuición propia y que jamás llega a los textos mediante el refrito crítico. ¡Qué necesarias me parecen labores como la suya: nuevas perspectivas, lecturas diferentes para el estudio de los autores consagrados de nuestra historia literaria! Basta ya de repetir una y otra vez lo dicho, los mismos tópicos; basta de esa inercia de los críticos de la que nos habla el propio Salcedo que ya había anteriormente aplicado sendos enfoques originalísimos a las obras de José Ma-

PORTADA EN DEVENIR, MADRID 2010

ría Pemán y a las de Bécquer y que ahora lo hace hábilmente con las de Valle Inclán. La visión intuitiva del escritor madrileño nos resulta, pues, muy nueva, llena de frescura, original como lo es su personalidad y todo ello sin menoscabo de su abrumadora erudición. De esta manera, el libro que hoy comentamos es una obra de la que verdaderamente se aprende, una auténtica lección de Historia y de Prehistoria y todo un cúmulo de leyendas. Pero no pensemos que José Enrique Salcedo sigue el método positivista; nada de eso. Su visión de la Historia y de la Literatura se encuentra más próxima a la de Antonio Enrique o a la de Sánchez Dragó que a la de los autores tradicionales. Digámoslo ya: José Enrique Salcedo es un iniciado y la visión que aporta al tema de los druidas nos parece radicalmente esotérica y por ello nos confiesa con Samael Aun Weor: «Hemos hablado entre líneas para quienes sepan entender». En suma: el libro que nos ocupa es todo un tratado de Filosofía Hermética y, de hecho, a veces deseamos que nos explique más, que no nos deje en las puertas de la revelación. Con extraordinaria amenidad se nos presenta un profundo análisis de la filosofía druídica y de su pervivencia en la cultura contemporánea, incluido el cine. A continuación, el autor lleva a cabo un minucioso estudio de la presencia de los celtas en Andalucía con una especial atención a la toponimia. Se enfrenta después a la significación esotérica del romance del Conde Arnaldos, ese misterioso poema medieval español, y nos lo presenta como un ritual de iniciación que finalmente no se realiza. Este capítulo del

FOTOGRAFÍA DEL GRAN MAESTRO DON RAMÓN MARÍA DEL VALLE INCLÁN, SOBRE EL QUE VERSA EL PRESENTE ESTUDIO Y, MÁS EN CONCRETO, EN TORNO AL MUNDO CELTA, SUS SACERDOTES Y SU SABIDURÍA, DE TAN FRECUENTE REFERENCIA EN LOS ESCRITOS DEL AUTOR GALLEGO. EL ENSAYO DE JOSE ENRIQUE SALCEDO SUPONE UN PROFUNDO ANÁLISIS DE LA FILOSOFÍA DRUÍDICA Y DE SU PERVIVENCIA EN LA CULTURA CONTEMPORÁNEA.

libro, como casi todos los restantes, se publicó anteriormente en prensa y considero que influyó en las páginas de El Canon heterodoxo que Antonio Enrique dedicó al mismo romance. El gran estudio sobre Valle Inclán lo centra José Enrique Salcedo en La lámpara maravillosa. Esa obra del autor gallego tan fascinante y tan llena de claves gnósticas. Aunque después, como ya señalé, va aplicando ese enfoque nuevo a casi todas las obras del escritor gallego. Hasta el momento, el tema del druidismo en Valle Inclán sólo lo habían tratado abiertamente Susana Speratti Piñero, Antonio Risco y Antonio Enrique. Pero el interesantísimo trabajo de Salcedo nos descubre como iniciados, además del propio Valle, a Rubén Darío, a Víctor Hugo y a Shakespeare. Señalaba al principio que José Enrique Salcedo es el escritor contemporáneo que más vive como escritor. Después de Valle Inclán acaso él sea el último druida.

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Octubre 2010

Cultura/Narrativa

Fragmentos del desamor (Majarón, de Manuel Moya)

JOSÉ ANTONIO SÁEZ

Creo que resulta evidente que en la lengua coloquial, la expresión «estar majara» o «estar majarón» es sinónimo de «estar loco». En esa línea existen otras expresiones de todos conocidas y que resultan equivalentes a éstas; así «estar como una cabra» o la que se extiende un poco más de forma humorística: «estar como una cabra harta de papeles». Pues bien, Majarón es el título que el onubense Manuel Moya (Fuenteheridos 1960) ha elegido para su última novela, que publica la editorial tinerfeña Baile del Sol. Moya se inició en la narrativa con los libros de relatos titulados Regreso al tigre (2000) y La sombra del caimán (2006), al que siguieron las novelas La mano en el fuego (Calima 2006), Cielo municipal (2008), librito de relatos, y La tierra negra (Guadalturia, 2009). Se trata de una novela que no va más allá de las 100 páginas, aunque con apretada letra. Me temo, pese a ello, que Manuel Moya ha escrito un gran relato, una novela enorme, llena de dramatismo, de toda la crueldad que hay en el mundo y en la que se ven atrapados seres inocentes, víctimas del desamor y la tragedia que desencadena la violencia y que desemboca en el estupor. Una novela que habría que medir, evidentemente, no por la cantidad de sus páginas sino por la calidad de las mismas. Una obra excepcional, en suma, de evidentes valores cinematográficos (algunas situaciones podrían tener cierto paralelismo con El expreso de media noche, Alguien voló sobre el nido del cuco o con Los santos inocentes), pese a la escasa relevancia de las descripciones, que quedan reducidas al mínimo; acaso a unas pinceladas. El ritmo de la novela se convierte así en vertiginoso, el cual se ve impulsado tanto por la acción todopoderosa como por la agilidad de los diálogos. Majarón es, pues, una obra muy dura, durísima en extremo, que bien pudiera significar una bajada a los infiernos del alma humana, como en raros escritores y en menguadas ocasiones sucede; escrita con un lenguaje descarnado y violento, casi salpicado de sangre, desamparo, dolor y lágrimas. Con un trasfondo moral que subvierte los valores tradicionales socialmente aceptados, hipócritamente silenciados y amparados por los poderes fácticos, su argumento se desenvuelve en el ámbito de una institución para jóvenes conflictivos, dirigida por una autoridad eclesiástica corrompida y degenerada que extiende sus abusos hasta la paidofilia o la pederastia, las drogas e, incluso, lleva a la criminalidad a través del asesinato de uno de los jóvenes internos. Una autoridad, la del director, que acabará siendo víctima de sus propios abusos aberrantes. Casi paralelamente a él, se presenta la figura del psiquiatra de la institución, cómplice y encubridor de tantos desmanes y abusos como los que aquí se dan cita. El relato en cuestión es de una calidad indiscutible, no sólo por su estructura y las técnicas narrativas empleadas, que nos resultan tremendamente actuales y novedosas, sino también por el uso del lenguaje vivo, coloquial, palpitante y actual, descarnado, estremecedor y apasionante.

Inevitable resulta para el lector medianamente cultivado retrotraerse a la novela de la posguerra y a aquella corriente estética iniciada por Camilo José Cela con La familia de Pascual Duarte, a la que se llamó «tremendismo» e incluso, en ocasiones, a algunos rasgos colindantes con el llamado «realismo sucio». Y probablemente la novela de Manuel Moya poco o muy poco tenga que ver con la de Cela ni con el realismo sucio, si no es por el tratamiento de los temas más crueles y escabrosos de una realidad y de un sistema que convierten en víctimas a los seres más desvalidos y desamparados. Los sistemas de rehabilitación que esa sociedad se ha dado a sí misma (caso de este colegio que más bien parece un correccional de menores) para intentar recuperar a aquellos a quienes ella misma ha denigrado y marginado, no dan resultado; es más: esclavizan, embrutecen y provocan un rechazo inmediato en quienes se ven obligados a ser internados en ellos y a someterse a sus normas, donde no faltan abusos, antojos y desafueros por parte de quienes dirigen o ejecutan las normas impuestas, como ya digo. Así pues, Manuel Moya nos avisa de que algo está fallando en nuestra sociedad del bienestar, de que hay algo radicalmente inmoral en ella, pese a estar revestido de moralidad; pues la justicia, la igualdad de oportunidades, el reparto equitativo de los bienes, la verdadera solidaridad brillan por su ausencia. Las situaciones de corrupción aumentan de día en día ante la impotencia de los ciudadanos que viven inmersos en conflictos realmente insuperables para sus posibilidades de redención y de reacción. La falta de solidaridad, la deliberada ignorancia de una realidad cruel por parte de las conciencias adormiladas o acomodaticias y la indefensión de los más débiles quedan puestas de relieve con valentía, audacia y verdadero talento por parte del narrador, ya que no moraliza ni expone explícitamente estos temas sino que los deja caer mostrándonos situaciones reales de crueldad y desamparo para que sea el lector quien saque sus propias conclusiones y deduzca aquello que su inteligencia o su lucidez le hagan ver. En el grupo más o menos reducido de personajes, compañeros y, en algunos casos, también amigos, entre los que se desarrolla la trama unitaria, a pesar de que ésta pueda integrar las historias particulares que forman parte de la intimidad de cada personaje y de que la misma sea conocida por el lector, no faltan tampoco las escenas y situaciones en las que los débiles brotes de ternura y humanidad afloran, porque al fin y al cabo se trata de dejar un resquicio a la esperanza en la desesperación más absoluta. Y esa esperanza se ve reflejada en la huida, en la fuga o en la escapada del reformatorio que protagoniza al final de la novela, uno de los jóvenes: Héctor, Hectorcito, a quien su compañero de habitación llamará Troya o Troyita por la vinculación de su nombre con el héroe homérico, quien vive soñando en una vida nueva en cuanto salga del infierno que para él supone, como para otros, la vida en el correc-

cional. Todo un ambiente de tragedia irrespirable se cierne desde el principio sobre unos personajes que, a pesar de todo, sueñan con el día de su salida de tan negativo enclaustramiento, lo que para ellos supone toda una liberación. El ser humano no ha nacido para permanecer encerrado por sus semejantes debido a unos errores de los que a menudo resulta ser víctima irreparable casi más que verdugo; sino que ha nacido para ser libre, para una libertad irrenunciable. Esta parece ser otra de las consecuencias que pueden deducirse de la lectura de esta espléndida novela de Manuel Moya. Hay una violencia radical más o menos encubierta, permitida o legitimada en la sociedad actual. De esa violencia son víctimas «Troya, Troyita, Troya» y su compañero de habitación Majarón, el chico obsesionado por el sexo y los nudos marineros, que constituyen un presagio de su venganza contra la sociedad y los poderes fácticos a través de su adiestramiento en la realización de nudos que bien pudiera utilizar para el ahorcamiento de quienes ejercen su custodia o vigilancia o para su propio suicidio. Héctor, el débil y pusilánime chico que vive pendiente de las promesas telefónicas de una nueva vida por parte de su madre, en prisión por haber dado muerte a un marido bebedor que maltrataba continuamente tanto a ella como a su pequeño hijo, estará llamado a su vez a poner fin a los abusos del padre Ignacio, el director del centro y convertirá a su compañero Majarón en nueva víctima sobre la que dejará caer las sospechas de su acción más desesperada. Situaciones límite, fragmentos de una sociedad en descomposición, de un sistema agotado en sí mismo son los que se muestran en esta gran novela que es Majarón. Una total falta de confianza en la sociedad y en el poder como sistemas capaces de regeneración moral y solidaria, de consecución de una vida justa y digna para todos los que están o forman parte de ella. Sabiendo que al final, lo único que salva al hombre es su anhelo, su ansia de libertad como algo intocable y sagrado, capaz de justificar la propia existencia. Y en este caso, a pesar de todo, el escritor decide dar una nueva oportunidad de vida a un protagonista al que las circunstancias convierten en víctima primero, y al final en verdugo.

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Octubre 2010

Cultura/El Canto del Urogallo

POR MUY CLARA LA LUZ, SIEMPRE ENGENDRA LAS SOMBRAS

Una clara luz

PEDRO RODRÍGUEZ PACHECO

Esta luz de septiembre: estos cielos hermosos de septiembre en mi reino de olvidos y memorias del Aljarafe sevillano… Hoy, cuando redacto, las amanecidas son ya frescas y relentosas y el aire se impregna del aroma de higueras y parras, éstas densas en racimos apretados que esa luz prodigiosa traspasa conmoviendo al opalino polvillo protector, dejándolos traslúcidos, la oculta pulpa, el dulce zumo, encendidos interiormente. Son días de vendimia; donde vivo hay una bodega que tiene lagar y al pasar por delante del amplio portalón, un olor a pajuelas y dulzones aromas de pisa me retraen a la misma luz, a los mismos cielos, al niño que sentado en el poyete de la casa de sus abuelos, veía pasar las recuas de mulas con sus angarillas cargadas de racimos o, días después, en pleno verdeo, de manzanilla y aceituna gordal que sin tardar, en los grandes patios casi claustrales, en grandes espuertas de trenzada palma, esperaban del mimo de las manteras, separando de una parte las verdes esmeralda unánimes, de la otra, las moradas amatistas que, partidas o rajadas, mi madre aliñaba insuperablemente… Esta luz de septiembre, testigo inexorable de mi más dolorosa pérdida… Redacto un seis de septiembre, lunes, en la calma de un día surrealista si, en Palomares del Río, en donde vivo no hay palomas y, hoy, es festivo, por el motivo «in pectore» de los llamados «lunes de resaca», así considerados para aliviar los excesos de las ferias, verbenas y fiestas patronales; pero aquí no hay feria, se la llevó la crisis y, aún sin ella, sin fiesta ni excesos, hoy es lunes de resaca y el pueblo está mudo, desierto, hasta el punto que, pese a mi sordera, oigo perfectamente el rasguear de la pluma sobre el papel.

Acaso, esta abstracción de lo que no es pero es, este holgar por un exceso que no lo ha sido, sea la imagen surrealista de la España de hoy, acaso de siempre, en todas sus manifestaciones: sociales, políticas, artísticas, económicas, educacionales, mediáticas, etc… Simple apariencia, decorado, fachada de un caserón vacío que cada época ha ido repintando según la moda al uso, pero guardando siempre, tras de su apariencia, esa siniestralidad del vacío y, a extramuros del espacio acotado, a un tiro de ballesta de los pintarrajeados muros, acaso, también, fantasmales, desvaídos personajes circundando la ciudadela de la nada porque ellos, contrariamente –y por esa razón el exilio–, son, por ser, por continente, volumen y densidad, no están, no son tolerados dentro del recinto de la vacuidad que esconde la fachada ni ellos tolerarían, por dignidad agregarse (de gregarios) al suma y sigue de las vacuidades. Y que cada cual, según sus circunstancias, interprete la alegoría que propongo. Por muy clara la luz, siempre engendra las sombras. Y la luz que magnifico de este septiembre, envanecida de aromas y de ritos ancestrales, provocadora de las evocaciones piadosas del recuerdo, es la que me ha hecho toparme con las sombras de un presente que, en lo literario, se difumina y desvanece al negar lo literario, esa «lenta artesanía a la cual llamamos literatura», según Gabriel Albiac. Porque en un momento insólito como el presente, hay que precisar la luz que ha sido ocultada por las sombras. Y una cosa es el ser de la literatura –la lenta artesanía–, otra, el estar de la literatura y, finalmente, el vivir, pensar, ansiar la literatura en esa lenta sucesión de cegadoras luminarias que tiene nombres propios: Homero, Platón,

Aristóteles, Sófocles, Eurípides, Virgilio, Ovidio, Las Mil y una Noches, El collar de la Paloma, Dante, Petrarca, Ariosto, Boccaccio, San Juan de la Cruz, Ronsard, Camoens, Racine, Cervantes, Shakespeare, Góngora Corneille, Milton, Rousseau, Víctor Hugo, Goethe, Hölderlin; Whitman, Tolstoi, Rubén Darío, Dostoievski, Shelley, Keats, Baudelaire, Rimbaud, Joyce, Proust, Eliot, Pound, Juan Ramón Jiménez, luces límpidas a las que añadir a tantas miríadas de ellas hacia ese sumidero insaciable que es la literatura, a la que amo y por la que peco, adolezco, sufro y muero sin propósito alguno de enmendar mi luminoso pecado. Esta luz de septiembre con sus cielos de azules galeones suspendidos. Hay un niño sentado en el poyete que da entrada a la casa de sus abuelos. Pasan las recuas de mulas con sus angarillas rebosantes de racimos de uvas; uno de los vendimiadores se acerca al niño y lo obsequia con un racimo de uvas pasas, y la recua se pierde entre callejones de un blancor cegador al compás de las esquilas y algún canto desgarrado… Queda el niño atento al adelgazamiento paulatino de su racimo; de pronto, de las callejuelas de los extramuros, aparecen tres siluetas que conforme se acercan al niño dibujan su siniestralidad: entre dos guardias civiles una pobre mujer vestida de claro percal en el que la sangre dibuja desmesuradas rosas, insolentes claveles… Ha sido sorprendida en el rebusco de los viñedos y los guardas la han apaleado con todo el rencor de clase de quienes tienen un mínimo y por esa menuda apariencia se ceban contra el que no tiene nada. En los días de septiembre queda el niño suspenso en la luz de cristal que lo hace y en la sombra de sangre que lo deshace y trunca.