luis luna maldonado Cortoletrajes Historias comunes sobre gentes corrientes

luis luna maldonado Cortoletrajes Historias comunes sobre gentes corrientes Indice El cepillo de dientes… 3 Insulto inútil por correspondencia… 4 P...
9 downloads 1 Views 206KB Size
luis luna maldonado

Cortoletrajes Historias comunes sobre gentes corrientes

Indice El cepillo de dientes… 3 Insulto inútil por correspondencia… 4 Plumas para tres… 6 La Señora quiere… 7 Doble de queso con anchoas… 9 Rutina I… 11 Cinco centímetros a la izquierda…12 Edipo Reincidente…13 La décima vez…14 A la fija, Darling…15 Justicia social…17 Dilema de un hombre en trece párrafos…18 El invento…20 Rutina II…21 De alquiler…22 Flores para Anselmo…24 Mayúsculo error…25 La ruta de la empanada…26 Philosophĭa…27 Desencuentro Uno (El tren)…28 Bésame poco…30 Los ratones saben a queso…31 Ni lo intentaría si estuvieras aquí…33 Patricia…34 Mosquita muerta…35 La ruta de la fotocopia…36 Plagio…38 Retahíla…39 Desencuentro Dos (La playa)…40 Otros tiempos…42 Happy birthday to me…43 Rutina III…44 Academia…45 El joven R. Stone…46 Tu tatoo…48 La cita…49 Polvo de hadas…50 Hombre ágil con dos finales…52

El cepillo de dientes

He decidido entrar al baño con la determinación de deshacerme de él. Mejor dicho, de ella. Ella lo puso allí como a la tercera vez que dormimos juntos, después de unos devaneos inciertos y algunos besos furtivos en el ascensor de la oficina. Yo trabajaba en el primer piso, en la cueva de los creativos y ella en el cuarto, en mercadeo; nos citábamos por teléfono interno y ella bajaba en el aparato, que, de tener suerte, lo tomábamos solos hasta el sexto y volvíamos a bajar, y al vaivén del destino nos estampábamos unos besos profundos mientras yo miraba los numeritos -1-2-3- que marcaban el inicio seguro o el final intempestivo de nuestros encuentros. El cepillo es uno de esos que compras de promoción en la tienda de la esquina, dos por el precio de uno. Uno rosa con blanco y uno blanco con verde. Dijo que el rosado para ella y que el verde para mí, por tu equipo de fútbol my baby; y ponerlo en mi portacepillos de dientes no fue nada insignificante, no. Fue como izar su bandera en territorio conquistado, la noche que compré vino caro y le hice esos crêpes con champiñones, la noche del descreste final cuando por fin llegamos sin acuerdos a despellejarnos sobre la alfombra. Vino cada fin de semana durante meses, o cuando las ganas nos podían, salíamos al medio día del trabajo, cada uno por su lado para que nadie se pillara el asunto y nos encontrábamos en mi apartamento donde a falta de tiempo, por todo almuerzo nos devorábamos a nosotros mismos. Pero los sábados cuando ella se “iba a estudiar con unas amigas” para el examen de la maestría eran nuestros mejores momentos. Yo le cocinaba, ella ponía a Caetano y a Silvio, los últimos casetes que me quedaban antes de imponerse el CD. Y hacíamos el amor sin afanes y con promesas difusas. El domingo, madrugaba, se lavaba los dientes con devoción y se volvía a casa de sus papás como si nada. Y el cepillo quedaba ahí, goteando, contando los segundos hasta la próxima vez, que cada vez se hizo más dilatada, un sábado sí, un sábado, no; porque al fin le tocó estudiar de verdad y graduarse con honores, la peor noticia que podía recibir un pobre encoñado como yo. Fue ascendida en dos semanas y enviada a la sede central, como a cincuenta calles donde le esperaba su flamante despacho de Directora Internacional de Mercadeo para América Latina. Me lo soltó así, sin más, después de un polvito insignificante, en lo que yo ignoraba que sería nuestro último sábado de fiebre por la noche. Empezaron los viajes, y el cepillo ahí, reseco, esperándola a ella y sus dientes perfectos. Que no puedo, que es que llegué rendida de Buenos Aires… Que hoy salgo para Guadalajara…Y yo ahí, sin tango ni corrido; no la volví a ver ni en las curvas. No regresó a la sede de los seis pisos con ascensor, mucho menos a nuestra guarida; no volvió por su cepillo rosado, para qué. Por eso he decidido entrar al baño con la determinación de deshacerme de él. Mejor dicho, de ella.

Insulto inútil por correspondencia

No creas cretino, que porque fuiste siempre el clubman mejor peinado y más consentido de tu familia encopetada, no te quise. Te quise, sí; y podría decir estando borracha que aún te quiero, pero sonaría a bolero o a diálogo relamido de alguna protagonista lacrimógena de telenovela mejicana. Odio las telenovelas y odio a los protagonistas como tú. Y es que después de haberte ofrecido mis mejores años juveniles y maduros, me vienes con el chorro de babas de que “el fuego se apagó”. Imbécil de todos los tunantes, ¿es que acaso no te has puesto a pensar que tú de candela más bien poco? Siempre creíste que con ese caminado de vaquero y con esos aires de importancia de hijo del doctor -que el cielo tenga en su gloria-, no has hecho más que embaucar con tu perfil griego de pueblo, porque no olvides que eso eres: un pueblerino más como todos los que crecimos y estudiamos en este villorrio con tantas ínfulas como tú, viviendo de glorias rancias y sumido en la más lamentable decadencia. No creas cretino, que porque aún te quedan tres perras en el banco voy a arrastrarme siquiera por un centavo, no. No me interesó nunca y menos ahora que destinas la plata que forjó tu padre –que el cielo siga teniendo en su gloria- a repartirlo entre muchachitas cuasiimpúberes pagas y no pagas, intentando mantener a flote el macho que cultivas en la calle y en “tú club” y que poco has sabido sostener entre las sábanas. ¿Fuego? Fuego eterno el que te consumirá hasta que no queden ni las cenizas porque eso es lo que quedará, ni las cenizas de un egoísta que ni descendencia dejará porque no tuvo la entereza de darme un hijo dizque para no perder nuestro pacto de tomarnos la vida sin obstáculos. Qué más obstáculo que tú, majadero, que me sacaste de casa con artes de dandy todopoderoso, que me echaste el anzuelo siendo una pipiola incauta que sólo cometió el error de perder los ojos por tu empaque, que perdió su virginidad ofrecida en sacrificio con la candidez y la pasión lozana de una mujer chiquilla que se entregó sin más ilusión que la que de un príncipe azul se espera. Embustero, tramposo. ¿Crees que tantos años han sido en vano? Pues no, para mí no. ¿Crees que cuando te ibas a dar conferencias en la capital yo no sabía que te ibas a meter a las whisquerías baratas de la Avenida Caracas? Crees eso, ¿y creerás que cuando yo te decía que me iba a los barrios pobres con el voluntariado iba para otra parte? ¡Ah! Qué cara estarás poniendo. Claro, ¿es que piensas que el que a hierro mata a hierro no muere? Badulaque. ¿Alguna vez se te dio por pensar que tu abnegada esposa no te iba a tener como hombre exclusivo? ¿Es que crees que soy de la generación de tu mamá y la mía? ¿No se te ha pasado por la cabeza que tu desempeño mediocre en la cama me premiaría con el placer de estar con un macho de verdad? Te puedes preguntar ahora, iluso, cómo es que ha pasado tanto tiempo y yo sin rechistar, queriéndote como te quise, porque te quise de verdad. Te quise porque me hiciste reír y soñar, porque con tu pompa me hiciste dama de “tú sociedad”, porque a pesar de tu machismo inoculado fuiste tierno y galante. Pero no, no voy a derramar ni una sola lágrima porque en esta carta sólo pienso cantarte las cuarenta y si caben cincuenta también. Todo este tiempo perdido para los dos. Ni para ti ni para mí: para los dos.

Ahora que estás “dándote un tiempo” en la costa, decidiendo qué será de lo nuestro, pues te adelanto que no pienses tanto que yo ya me lo pensé. Aquí te dejo media cama, la silla vacía del comedor, mi puesto en el sillón (con tú control del televisor que siempre fue tuyo) y todo lo que compramos juntos pero con tú plata. Me voy sólo con lo que entré en esta casa o sea conmigo y el collar de perlas de mamá. Quédate con todo hasta contigo mismo, si eres capaz. Cretino. (La señora sale, camina dos calles hasta el buzón, mete el sobre sin destinatario ni remitente y se va para no volver)

Plumas para tres

Desde su ventana y con la luz apagada, el señor Prospĕrus mira cómo dos ciudadanos de la calle se disputan la manta de plumas que él recién ha tirado en la acera, ahí, al lado del contenedor de basura; ese acto de quitarse de encima lo que aún pudiera servir pero que ya no, lo hace simplemente porque le chiflaba una nueva. Se acomoda las gafas para que la oscuridad le deje ver mejor, sin entender muy bien por qué aquellos hombres en su indigencia están dispuestos a perder -según sus crecientes manoteos- algo de piel o de cabellos por conquistar ese tesoro que tal vez les salve de ese invierno de cuchillo. El señor Prospĕrus mira su reloj y se va a dormir pues se hace tarde. Esta noche, sin entender muy bien por qué, él descansará con renovada placidez.

La Señora quiere

La Señora que quiere tener sexo decide salir a la calle y decirle al primer hombre que pase –eso sí, que cumpla unos parámetros mínimos de atracción– que si desea hacer el amor con ella, pero ya. La Señora, que no es tan mayor pero tampoco una muchacha, que guarda casi intacto un imán juvenil lejos de ser ignorado, pero que hace un buen tiempo no remonta la montaña rusa del orgasmo desde la separación de su marido (por razones que no vienen al caso) se pone una blusa beige que para su condición está bien pero para sus propósitos no tanto; por eso suelta dos botones que dejan entrever el encaje del sostén y el caramelo claro de sus pechos hechos y derechos, cosa que ella cree que serán el señuelo perfecto para cualquier ojo largo de cualquier hombre. Todos miran para el mismo lado; eso lo sabe desde siempre y por eso sale resuelta como nunca, dispuesta a darle a su cuerpo lo que le ha negado durante tanto tiempo y dos calles más allá, en el parquecito recién remodelado ve a un muchacho no tan muchacho, que sentado en una banca con las piernas muy abiertas, toma agua de una botella plástica. El Muchacho descansa en la banca con una mochila alta y tronada al lado, a la que él le cuelga un trocito de bandera de las ciudades que lleva recorridas o en su defecto un pin de esos turísticos. Tiene una barbita incipiente y los cabellos cobrizos un poco largos pero no tan descuidados como podría preverse; cuando baja la cabeza después de su último trago ve de reojo a La Señora que se acerca. –Qué calor, ¿no? – le dice ella, echando un vistazo a la botella que el Muchacho ha puesto sobre la cremallera del pantalón. –Bastante– responde el Muchacho, que no evita ver el escote que la señora ha puesto de manifiesto agachándose para fingir que acomoda un poco la correa de la sandalia. –¡Huy!, sí. Menos mal que ya estoy llegando… ¿Está de viaje, joven? –Sí. Recorro el país de punta a punta– responde. Y en un arranque inusual para su talante reservado agrega: Para olvidar, o algo así-. Frase que da pie a que La Señora se siente fingiendo componer la otra sandalia y para que el muchacho no tan muchacho le cuente –lleva días sin hablar lo que se dice hablar– que ha tenido un desengaño amoroso con su novia (por razones que no vienen al caso). La Señora, que quiere tener sexo ya se da cuenta de que no es tan fácil soltarle así como así, sus apetitos. No. No lo es, así sus ganas se lo demanden a cada segundo que pasa. El Muchacho, que ha notado en La Señora esa ojeada y ese tono, decide espantar ideas raras y echando la cabeza hacia atrás vacía la botella en su pelo que cobra un tono más oscuro; al regresarla a su posición inicial, La Señora ve cómo el agua empieza a caerle goteante, por esas pestañas de ensueño, por esa punta afilada de su nariz, por el puente de esa boca sonrosada y se despide por la barbilla hacia ese pecho, enjuagando la camiseta, acción que a ella le parece de una sensualidad irresistible y activa el detonante final de su determinación. La Señora, con un corrientazo que desde la nuca recorre su columna y por un atajo le llega hasta AlláAbajo como le enseñaron a decir, toma el bíceps del Muchacho y ojos contra ojos, le dispara:

–Joven, ¿quisiera hacer el amor conmigo? El Muchacho, en su escasa por no decir nula experiencia con una proposición así, siente cómo sus sentidos apagados por la abstinencia del viaje en solitario y el vacío de la ruptura, salen como una boya salvadora y le envían la respuesta que, aunque en un tono bajo, casi mudo, pero sin pestañear desemboca en sus labios: –Creo…que sí. Sí. Los dos se vuelven al frente y (por razones que no vienen al caso) se quedan mirando en silencio la farola que se acaba de encender. Pronto oscurecerá del todo.

Doble de queso con anchoas

Doble de queso con anchoas y dos latas de cerveza pide miss Bogotá y el repartidor de pizzas no se lo cree y lee dos veces el nombre y la dirección. No puede ser que su amor platónico telúrico viva tan cerca y que él ahora, dentro de diez minutos estará en su puerta entregándole el pedido. No han pasado más de dos o tres años, cuando los dos se conocieron a través de la pantalla chica; ella con su vestido de baño desfilando natural al ochenta por ciento, eso decían los especialistas en reinas; pero es que un retoque en la nariz y un aumento de culito no le vienen mal a nadie justificaba él. Pero lo que a él en realidad le aflojaba las rodillas era esa carita de ángel, esa sonrisa que sólo invitaba a la ternura. A partir de ese encuentro, él relegó a un segundo plano sus obligaciones de bachillerato, para entregarse a la pesquisa de cualquier programa o noticiero donde dieran informes del reinado nacional y gastó todos los ahorros de la mesada en revistas y periódicos en busca de sus fotos hasta llegar a crear una especie de altar, desplazando a los afiches de los equipos de fútbol tan venerados hasta entonces. Enciende la moto y se lamenta que justo ahora a las nubes de la capital les ha dado por llorar y él ha tenido que enfundarse ese traje impermeable que le hace parecer un astronauta amarillo con casco amarillo y el logotipo de PizzaYá (¡pídala ya y se la llevamos ya!). El habría querido ir un poco mejor, sin exagerar claro, pero decente. Quien iba a pensarlo, después de todo ese tiempo guardándose para ella, sin mirar a otra chica del colegio o del barrio, siguiéndole la pista en los medios que cada vez la nombraron menos hasta que desapareció con su corona de virreina, veredicto injusto que él rechazó vociferando de una manera que su mamá tuvo que dar por terminada la ceremonia apagando el televisor y llevándole una infusión milagrosa para bajarle las revoluciones. Son diez minutos que lo separan de ella, pero el tráfico de locos y sumándole la lluvia hará que tarde unos cinco minutos más, una eternidad. Tendrá que subir por la calle 12, girar por la quinta hacia la derecha y bajar por la 11 un poquito. Por ahí es. Tantas veces por el centro y ni por aquí se le había pasado que ella viviera en La Candelaria y no en el norte o en Miami. La verdad es que la ausencia de noticias de ella y la cantaleta de su mamá que le repitió hasta el cansancio que no era más que un capricho, había terminado por diluir su ilusión, así como sus recuerdos de pared se habían ido destiñendo; los satines de revista, ya azules por la acción de los soles matinales y los recortes de periódico, amarillentos y tostados por el tiempo. Había entrado en una especie de luto; y es que él no entendía cómo las otras misses entraban como por un tubo al estrellato, a presentar la hemoglobina de las noticias, a protagonizar la lacrimogenia de las telenovelas, las transparencias del modelaje. Y de ella ni pío. Y ahora que llegaba el momento ¿Qué iba a hacer? ¿Qué le podría decir? Tantas veces que ensayó declaraciones en el baño o ante esa foto en traje de gala, tantas noches de vigilia y espasmos adolescentes, para que ahora él, todo un repartidor de pizzas y ella toda una ex reina tuvieran que encontrarse así. Por qué nunca habría pedido antes. Por qué dos cervezas y no una. Por qué mediana y no personal. Pues porque está lloviendo, o porque se cansó de pedir chino, o porque está con compañía o porque tiene mucha hambre. Tenga mi reina su pedido. O señorita FulanitadeTal, y recitaría el eslogan como sugerían los de mercadeo. O que tal un flechazo rotundo y sin apelaciones y ella lo invitara a entrar y le dijera que se quitara el impermeable y que toma sécate con esta toalla y que le destapara la cerveza y se la sirviera en un vaso largo

y que le dijera que por fin, que lo había estado esperando, y se atraviesa una anciana y casi la atropella vieja hijueputa! Aunque llueve y hace un frío de nevera, le suda todo el cuerpo y la cabeza, llega a la esquina y voltea. Lee Calle de la Amargura en caracteres coloniales y busca los números impares. Llega. Timbra en el 303. Sueña el ñiii de la puerta. Entra sin quitarse el casco. La caja se ha mojado un poco pero nada grave. Sube por las escaleras hasta el tercero y ve la puerta entreabierta. Se da cuenta de que se ha quedado completamente mudo al intentar decir Buenas y opta por dar un golpecito tímido cuando advierte que ella llega. Siente un escalofrío de malaria. La mujer de sus desvelos, que no debe pasar de los veintitrés, aparece en la penumbra. Sus cabellos caen como el musgo mustio de los pesebres, de donde salen la punta de su nariz respingada inconfundible y un cigarrillo recién encendido. Lleva una manta guajira que no alcanza a ocultar una obesidad incipiente y la hace ver más pequeña que en las imágenes. Le indica con un dedo que ponga todo en una mesilla llena de recibos. Le da un billete de veinte mil y le dice con ronquera que deje así y que muchas gracias y cierra con cuidado la puerta. El escalofrío que le había llegado a la cabeza no puede tomar su camino de regreso. Él se queda ahí, frente a la puerta como si ella todavía no hubiera abierto; ve que se está formando un charquito a sus pies y da media vuelta. Al pasar por el segundo piso, del 202 se escapa esa canción almibarada que detesta tanto, No me vuelvo a enamoraaaar, totalmente para quéeee. No sabe si reírse o romper a llorar.