LA INFIDELIDAD DE PAULA

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LA INFIDELIDAD DE PAULA

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© CARMEN PEREZ

Santiago fue el último en enterarse del engaño de Paula. Se es ciego cuando no se quiere ver y sordo cuando no se escuchan las palabras disfrazadas de virtuosa sinceridad que en las conversaciones de amigos se dejan caer. Animó a su mujer, Paula, en los albores de su carrera para que adoptase los roles que terminarían convirtiéndola en una persona agresiva y manipuladora.

«El mundo laboral está lleno de personas con baja autoestima y acomplejadas que siempre esperan que los demás resuelvan sus tontos problemas» .Comentaba a menudo, instalado en su cómodo sillón de cuero negro mientras ojeaba el último número del Financial Times.

Paula, amante del riesgo y de la aventura, al escucharlo enarcaba sus bien delimitadas cejas sonriendo con ironía ante las reflexiones que su marido hacía sobre la vida, un robusto abogado mercantilista preocupado por solucionar los problemas de quienes querían pagar menos impuestos. El miedo no formaba parte de su cuidado vocabulario y tampoco tenía cabida en el mundo de sus sentimientos. Vanidosa y voluble, creía que la vida nunca podría darle una lección. Pero erró en sus cálculos y un día perdido en el calendario lo que no

esperaba ocurrió.

El verano caminaba hacía el otoño y las primeras hojas muertas salpicaban las concurridas aceras por las que caminaban ejecutivos con corbata que se diluían en el bullicio de la jungla urbana. Santiago resopló enojado al ver que varios taxis pasaban frente al portal sin atender sus requerimientos. Con impaciencia miró el Patek Philip, fruto de una herencia familiar. No le gustaba llegar tarde a sus citas, pero el cliente al que había atendido en el despacho tenía problemas con una sociedad que había constituido en Gibraltar y la reunión se había alargado en demasía. Cuando desesperado dio la vuelta para entrar en el garaje y coger su coche, un Mercedes modelo antiguo frenó delante de él. Reconoció el coche y también la voz. ―Sube. Supongo que tienes prisa. Sonriendo entró en el vehículo. Olía a tabaco, a pesar de que las ventanillas estaban abiertas, ―Gracias. No sé lo que ocurre hoy en Madrid con los taxis; han pasado varios, pero estaban ocupados o iban al lugar pactado, así que me has salvado el día. Con tanto subir y bajar el brazo, empezaba a sentirme como un guardia urbano en medio de un atasco. El tráfico que circulaba por Serrano era demasiado denso. En diez minutos apenas habían avanzado unos metros. Javier, el conductor, decidió desviarse a la derecha y probar suerte por una paralela que solía estar menos concurrida a esa hora del mediodía.

La charla distendida y amena evocó las vacaciones. ―Paula se empeñó en ir a Mauricio, con parada en Londres para aprovechar las rebajas y acercarse a ver tiendas en Chelsea. No estoy seguro si la disculpa fueron unas vacaciones en el paraíso para ir de compras o, ya que buscaba nuevos pareos, vestidos fresquitos y adornos para el pelo, lucirlos en los inmensos arenales salpicados de rocas volcánicas. Parecíamos saltamontes con la casa a cuesta brincando por las extensas terminales del aeropuerto de Heatrhow ―aportó Santiago. Javier sonrío. ―Ya. Veo que estás moreno, pero como siempre lo estás, pensé que vendrías de Playa América. ―Eso es lo que quería. No tengo miedo a volar, pero marcharse tan lejos para unas cortas vacaciones no me parecía el mejor plan, aunque ya conoces la energía contagiosa de Paula cuando quiere conseguir algo. Javier encogió los hombros y asintió con la cabeza ―Si cuando las mujeres se empeñan no hay nada que hacer. ¿Qué tal la isla? Santiago, sin mucho entusiasmo, contestó: ―Sinceramente, tras casi un día encerrado en un avión para aterrizar en un parque temático de playas, campos de golf, amarres de yates y exótica vegetación te recomendaría cualquier lugar que quede un poco más cerca. No está mal, pero eso del dolce far niente bajo una sombrilla o nadando entre peces de colores no es lo mío. Necesito algo más para evadirme y

disfrutar. En Mauricio, salvo vegetación, humildes chabolas, algún que otro minúsculo templo y playas. No hay nada que ver. Prefiero visitar lugares sugestivos como Venecia o rutas que me lleven al pasado. Ni siquiera percibes la espiritualidad que reina en Bali o en Vietnam. Es verdad que los hoteles son magníficos, que la arquitectura colonial y la decoración representan el lujo sin estridencias, pero he vuelto sin ninguna sensación especial. En fin... ¡Qué te voy a contar si tú has recorrido medio mundo! Bueno, basta de charla. ¿Y vosotros? Javier se llevó el cigarro a la boca. Dio una calada. Su voz sonó apagada. ―Hemos tenido cambios en la agencia. El jefe se marchó y con el nuevo mejoramos algo, pero es un mal momento para el sector de la publicidad. Algunos terminaron de patitas en la calle. Si me lo hubiesen dicho sólo hace unos meses en la época en la que los presupuestos se aceptaban casi sin negociar pensaría que algún amargado de la competencia quería darme el día, pero las cuentas mollares están desapareciendo y las grandes corporaciones evalúan cada euro invertido en publicidad. La amenaza de que pueden producirse más despidos nos tiene a todos desquiciados así que me tomé sólo unos días libres y me escapé con Susana a Bretaña. Nos perdimos en el bosque de Broceliandia, pero no volvimos convertidos en Caballeros de la Tabla Redonda, ni siquiera vimos a Merlin y el hada Viviana debía de estar de vacaciones. Una sonora carcajada flotó en el interior del vehículo. ―¡Qué imaginación! Seguro que buscabais un castillo con almenas,

banderas y lacayos, rodeado de un gran foso lleno de agua. Javier hizo un gesto con los hombros ― Ya sabes, los publicistas vendemos sueños… A pesar del aire acondicionado, el ambiente era sofocante. Las volutas de humo flotaban entre la tapicería del coche y el olor a nicotina era casi tan agobiante como el calor que desprendía el asfalto. Permanecieron unos segundos en silencio hasta que Santiago habló de nuevo. ―Pensé que habías dejado de fumar. ―Había. Ésa es la palabra, pero volví. Con este panorama fumo como un poseso. La sensación de seguridad que mi trabajo me aportaba se ha esfumado y esa certeza de que nada malo puede suceder en nuestras vidas ha volado como el gas de la Coca-Cola que guardas durante días en la nevera. Santiago concentró su mirada en el perfil de Javier. ―No tenía ni idea de que el sector estuviese tan mal. ―Mal es un eufemismo. Peor es la palabra. A diario llegan noticias de regulaciones de empleo en tal o cual agencia, así que suerte tenemos si seguimos abiertos. Los bonus volaron y ahora, en comparación con los años dorados, cobramos calderilla por mantener los contratos. ¿Vosotros lo habéis notado? Avergonzado por admitir que a él le iba muy bien, Santiago intentó ser comedido en la respuesta.

―Sí, bueno, hay menos demanda en la constitución de sociedades, pero ha crecido la petición de disoluciones. No somos inmunes al mercado, pero por ahora nos mantenemos anclados. Santiago observó la cara de Javier. Desde la última vez que habían cenado juntos había envejecido. La piel del rostro estaba apagada, seca. El cabello castaño rizado era ahora grisáceo y en la coronilla se había vuelto ralo. El traje de lana fría azul marino tenía buen corte, pero en conjunto, su aspecto parecía algo descuidado. ―Javier, tenemos que quedar un día y charlamos ―apuntó Santiago mientras su mirada se perdía entre el campo de setas plantado en una acera. Los enormes parasoles se extendían formando una extensa fila. Macetones con caléndulas, peonías y geranios rompían la monotonía cromática del asfalto. Urbanitas amantes del lujo se repartían entre las mesas mirando las cartas o degustando el menú. Un camarero servía ensaladas en un rincón. Las chicas parecían sacadas del catálogo de una revista de moda. Una rubia vestía un trech color beige que resaltaba su piel bronceada. Otra con mechas cobrizas llevaba un vestido blanco con pequeños ribetes en los costados que estilizaban su figura. Para que nada faltase, una morena aportaba el toque exótico. Cubría su cuerpo con una especie de túnica con print de serpiente en tonos tierra. ―Esta terraza reúne a los mejores cuerpos de Madrid ―aportó Santiago, melancólico. ―Sí ―suspiró Javier dejando la colilla en el cenicero―… Los años pasan.

Alguna de las que están aquí ni nos miran los zapatos. ―¡Anda ya! Todavía estamos de buen ver. Tú eres de los míos, coincidimos en la escuela de negocios. ¡Qué tiempos aquellos! ―Bueno todo tiene su parte positiva. Ahora estamos de vuelta de algunas cosas. Por cierto, el otro día me pareció ver a Paula al mediodía. Aunque le hice una seña con la mano no me contestó. Santiago frunció la frente y el bronceado rostro se llenó de arrugas y misterio. ―No sé, a lo mejor no era ella ―contestó con ironía―. Es educada, suele saludar. La voz de Javier sonó de nuevo. ―Seguro, desde el coche todos los gatos son pardos. En la Avenida de América, esquina Diego de León, el coche aparcó en doble fila. Tras despedirse, Santiago enfiló por Hermosilla hasta llegar a la puerta del restaurante. En medio de un revoltijo de gente distinguió el porte atlético y el pelo blanco del cliente que, con un dry Martini en la mano, esperaba en una mesa cercana a la ventana. La barra estaba concurrida. Risas, murmullos, pasos y saludos ambientaban el local. Casi a codazos se abrió paso entre un grupo bullicioso que taponaba el paso. Al situarse frente a la mesa se deshizo en disculpas. ―Perdona, pero pensé que no llegaba. Hoy Madrid está imposible. ―Ningún problema. Yo tampoco lo tuve fácil ―contestó ofreciéndole asiento. Santiago se acomodó y, tras pedir otro dry Martini, abrió los portafolios intentando disimular la inquietud que había surgido tras la conversación con

Javier. A Paula no se le perdía nada en el Barrio de Chueca; es más, ni siquiera trabajaba cerca. Intentó tranquilizarse para transmitir seguridad. Utilizó el tono de voz más neutro y profesional posible cuando empezaron a negociar el asunto de la constitución de una sociedad en un país neutral. ―De acuerdo, Santiago. Te dejo manos libres para sacar adelante este asunto. Lo que busco es pagar menos impuestos y, si tal y como tú planteas, la constitución de la sociedad es tan simple y además no tengo por qué presentar balances, mejor que mejor. Espero que las cuentas asociadas para mover el dinero no sean un problema. Es más, me imagino que ninguna de las entidades financieras facilitará información sobre movimientos. Al fin y al cabo, si en el país no desarrollo ninguna actividad, es como si el dinero estuviese allí de vacaciones, ¿o no? Santiago asintió, satisfecho. Le gustaba su trabajo, era hábil negociando y llevaba varios años como socio en la firma. Estaba a punto de cerrar otra gran operación que contribuiría a mejorar no sólo la reputación del despacho sino también aportaría una jugosa cantidad a su patrimonio. En su profesión, había llegado a lo más alto y no tenía ninguna intención de bajar los escalones que, con paciencia y tenacidad, había escalado. Una vez cerrados los términos del acuerdo, la reunión trascurrió por otros derroteros. ―La primera vez que fui me pareció una ciudad mágica. Cuando la noche cae, el misterio y la fatalidad envuelven los palazzos. La atmósfera

decadente llena las plazas de fantasmas y las sombras parece que te persiguen hasta que llegas al hotel. Piensas en Casanova envuelto en su capa, en las orgías de Byron y en el desenfreno de los bailes de máscaras llenos de rameras ocultas tras el anonimato del antifaz. Antes de responder, Santiago terminó de saborear una flor de Brick con helado de chocolate y salsa de menta. ―La verdad es que Venecia es una ciudad interesante. Todos los años dicen que se va al fondo del canal, pero yo creo que Venecia es una sirena inmortal. Existe cierta empatía entre la ciudad y los viajeros, ocurre en pocos lugares. Cuando la marea sube inundando los palazzos y anegando San Marcos caemos en la trampa, pensamos que no va a sobrevivir, preparamos el duelo, pero al rato nos arrepentimos de haber llorado por ella... Sigue allí, reflejando en las aguas turbias del canal su oronda figura. ―Bueno, ya veo que te gusta una de mis ciudades fetiche. Para mí es importante mantener cierta sintonía con quien me asesora en los negocios. Santiago sonrió ―Por cierto, cuando vuelvas a tomar Bellinis, te recomiendo la cassata napolitana con trufas y salsa de coulis o la tartarella de Bartollillo con helado de pistacho. Son combinaciones únicas; ni en Turín encontrarás helados mejores La comida se había prolongado algo más de lo esperado. Buscó un estimulo para no volver al despacho. Llegar temprano a casa le pareció de pronto una gran idea. Un colega que necesitaba información para un juicio lo había

llamado para conocer el after work de un hotel enclavado en el centro de Madrid, pero el capricho de las tapas y el champán podría esperar. Una extraña sensación de inquietud lo acompañó mientras conducía el BMW último modelo con sillones de cuero que todavía olían a nuevo. Pensó en las palabras de su amigo, pero Paula tenía una agenda que ni el carné de baile de Sissí en el Schönbrunn lograba superar. «Seguro que a esa hora y por esa calle no era ella» ―fue la idea que cruzó por su cabeza. Los niños saludaron al entrar. Un torbellino de formas, palabras y sonidos recorrió el pasillo. Bobby movía la cola como el plumero atrapa polvo que la señora de la limpieza utilizaba en sus quehaceres diarios, esperando estoicamente la caricia de su dueño . Sonó el móvil; cuando dejaba la cartera sobre la mesa del despacho plagado de dosieres Santiago abrió la chaqueta y leyó el mensaje de Paula. ―La reunión se prolonga, teléfono out. Encogió los hombros mientras aflojaba el nudo de la corbata, dejando caer sobre una silla la chaqueta cruzada de alpaca azul. No era habitual que llegase a casa tan temprano: su intención cuando se perdió entre el tráfico había sido llegar a casa y salir con Paula para celebrar el acuerdo que había cerrado esa tarde. Algo contrariado buscó en su cartera unos papeles para poner al día algunos asuntos que, olvidados entre expedientes, requerían su atención de forma inmediata, «A las mujeres siempre les exigen más. ¡Pobre Paula!», pensó.

Esa tarde, al salir del trabajo, Paula sintió que uno de los eslabones de la gran cadena que la mantenía atada a la mesa repleta de papeles se había roto. Al traspasar las puertas del organismo en el que trabajaba sonrió por primera vez en todo el día. Unas semanas antes, el ministro responsable de su departamento había cesado por motivos personales, aunque todos sabían que la incompetencia y mediocridad del individuo habían llevado al presidente del Gobierno a darle boleta. Desde entonces, los rumores corrían a la velocidad del sonido por los amplios pasillos del Ministerio. Esa mañana, entre la incredulidad y el cabreo, habían recibido el nombre del sustituto. Los que más se llevaban las manos a la cabeza; los otros, unos pocos, sonreían pensando que el último en llegar siempre era peor que el anterior. ―¡Preparaos! Es íntimo del inútil que dice defender a los trabajadores. ―Si es verdad lo que cuentan sus contactos, mejor nos quedamos out para que no nos salpique la mierda. Paula escuchaba sin perder los nervios. En la relación de puestos de trabajo, su puesto de jefa de planificación del Área de Obras era fijo y desde hacía muchos años no escuchaba los cantos de sirena que le ofrecían dirigir desde un amplio despacho y tener varias secretarias a su alrededor. Se amoldaba perfectamente a cada situación, pero los cambios siempre eran complicados y tras la toma de posesión del que llegaba nuevo, el trabajo era frenético.

Le vino a la mente la última propuesta laboral el día que acudió al despacho del subsecretario recién nombrado. Era un tipo alto, guaperas, pero tenía una voz aflautada que no acompañaba a su físico. Al verla en la puerta la invitó a entrar. Sin demasiados prolegómenos, espetó: ―Tengo tu currículum encima de la mesa. Pienso que pierdes el tiempo en esa Jefatura de Obras. Sé que eres buena en tu trabajo y por eso te voy a proponer, si no opinas lo contrarío, para una subdirección general. Paula encajó con estoicismo la propuesta. No le interesaba el puesto. No quería formar parte del baile de ceses y nombramientos que, a menudo, se producía cuando llegaba un nuevo directivo y, sobre todo, no estaba dispuesta a renunciar a la libertad que tenía para hacer su vida sin dar cuentas a nadie. Sabía que podía aspirar a mucho más, aunque el puesto de trabajo que ocupaba le gustaba y, sobre todo, había formado un buen equipo que daba la cara por ella cuando era necesario. Escuchó la propuesta sin decir no, aunque unos días después confirmó su negativa. Meses más tarde, cuando cesaron al subsecretario por el feo asunto de la adjudicación de unas obras sin atenerse al proceso legalmente establecido, pensó en la suerte que había tenido al tomar aquella acertada decisión. La inesperada llamada de Alberto al mediodía le había alegrado el trascurso de la tarde. Se levantó y cerró el ordenador, despidiéndose hasta el día siguiente. ―Ciao... Cuando estaba a punto de traspasar la puerta escuchó:

―Coge el metro. Han cortado la Castellana. Serrano, Velázquez, Príncipe de Vergara y Conde Peñalver están colapsadas. Ya sabes, la concentración de todas las semanas. Paula agradeció la información y con paso firme salió del edificio para, a continuación, bajar al metro. Solía coger un taxi, pero si el reciente plan de movilidad que el Ayuntamiento había aprobado colapsaba las calles del centro de Madrid día sí día también, mejor no perderse entre los devaneos de las decenas de vehículos atrapados en el atasco. Parecía que esa tarde todo Madrid había tenido la misma ocurrencia y en los andenes no cabía un alfiler. La marea humana la arrastró hasta las puertas del convoy donde una mujer con tipo de guitarra le cortó el paso. ―Por favor, tengo que entrar. La mujer no replicó .De mala gana hizo un hueco y Paula permaneció atrapada como el queso entre las rebanadas del pan de sándwich. Al salir a la calle respiró como si le faltase el aire. Abrió el bolso. Agarró un frasco mini de Agua de Rochas y roció el vestido para sacarse de encima el olor a humanidad que desprendía el subterráneo. Frente a un cristal se arregló el pelo y humedeció los labios. Esa mañana se había puesto un vestido plisado con cinturón, de color azul metálico. Aunque solía llevar zapatos planos, tenía en el cajón del despacho unas sandalias en piel de color nude, con varios centímetros de tacón. Las guardaba para las ocasiones especiales que, al menos, una vez a la semana se presentaban.

La puerta de la cafetería estaba abierta. Observó el suelo repleto de papeles y restos de cigarros muertos. Pensó que Santiago nunca entraría en un lugar tan mal decorado y sucio. Por eso ella lo elegía para sus citas. No había casi nadie. Sus ojos no encontraron obstáculos. Alberto, sentado con un cigarro entre los dedos, la saludo con la mano. En ese momento sus ojos se iluminaron y pensó en la suerte que había tenido el día que lo conoció. Buscaba información en internet para cambiarse de piso. Hacía diez años que habían comprado una vivienda en el distrito de Chamartín. El piso era alto, unos interioristas habían realizado la reforma integral del mismo buscando maximizar el espacio y ampliar la luminosidad de las habitaciones. Combinaron blanco y negro en toda la vivienda, y convirtieron los escasos muebles en objetos decorativos. Pero la zona se había vuelto ruidosa y buscaban un barrio más tranquilo. Santiago ni siquiera se había molestado en acompañarla. Cuando consideraba que alguna tarea era una pérdida de tiempo delegaba en ella. Así que acudió a la cita esperando encontrarse con el típico vendedor que buscaba su comisión. Cuando lo vio en la puerta del edificio pensó que si formaba parte del vecindario se cambiaba al día siguiente. Era sexy, muy sexy: pelo negro rizado, ojos profundos, nariz afilada y mejillas cubiertas por una pelusilla áspera y bien cuidada. Llevaba una cazadora gastada de cuero, Dockers oscuros y camiseta blanca de marine que se ceñía su musculado torso.

Calculó que rondaba los cincuenta y no se equivocó. Cuando se hicieron las presentaciones pensó que más que diseñador gráfico y vendedor de pisos era un autentico modelo de Calvin Klein. Su capacidad para mimetizarse era uno de sus rasgos más destacados. El piso no le había gustado, pero le ofreció otros. ―Si me pudiera bajar del mundo, lo haría. Pero como no puedo, mato el tiempo mostrando pisos. ―Bueno, eso suena a nuestra querida Mafalda ―apuntó Paula con sorna. ―Che, si vos sos Mafalda yo me quedo con Guille ―respondió Alberto con una sonrisa casi infantil. En pocos minutos relató su vida; había trabajado en Argentina, pasó por Miami y volvió a Madrid en el peor momento, aunque la frustración no podía con él. La época de los folletos gratuitos, de las presentaciones de logotipos, de las promociones a granel se había acabado y su edad era un hándicap para volver a trabajar en el sector de la publicidad. Cuando le quedaba energía y voluntad iba a pedir trabajo a las empresas del sector. Conservaba algunos contactos que le facilitaron algunas entrevistas. Llevaba la mochila llena de fotocopias que iba dejando por las mesas. Pero al final del día se sentía como un objeto de segunda o tercera mano que terminaba olvidado en el rincón oscuro de un desván. La relación comenzó despacio: de los pisos pasaron al café; del café a la copa; de la copa a la cama. No había un día prefijado. Cuando el teléfono sonaba, Paula volaba por las

calles de Madrid. Caminando despacio, se acercó a la mesa. ―Pareces ausente ―dijo Alberto sin apenas mover los labios. ―¿Tú crees? ―preguntó con moderada ironía. ―No sé, es sólo una percepción. Te sienta bien ese vestido, es alegre. Recuerdo los que tenía mi madre de tela gorda y colores tan oscuros; parecían sacos de arpillera. Ella hizo una mueca. Con el ceño fruncido se mordió el labio inferior. ―Acabo de dejarle un mensaje. No sé si estará ya en casa con los niños… Él suspiró y miró alrededor. Apenas había dos mesas ocupadas; una anciana sola y ensimismada movía la cucharilla metálica sobre la espuma del capuchino. En la barra los camareros preparaban cafés. ―¿Cómo es posible que él no note nada? Llevamos casi un año con esto. Al fin y al cabo yo no tengo pareja, pero en tu caso… Paula le dirigió una mirada gélida y encogiendo los hombros contestó: ―Mi experiencia no es muy amplia. Pero antes que tú hubo otros y nunca pasó nada. Santiago me enseñó el sistema de prioridades que rige el mundo. Como antes que nada está el trabajo, sigo sus consejos; reuniones y más reuniones que me permiten estar fuera de casa sin levantar sospechas. Paula abrió la mano para coger la taza. La llevó a la boca y la devolvió de nuevo a la mesa.

―Cuando el amor se acaba queda la confianza y él confía en mí. Alberto movió la cabeza. ―Vamos, que lo vuestro es de libro. No le quieres hacer daño y alguna frase más… Paula esbozó una mueca, intentó una sonrisa, pero sólo fue un gesto de enfado. Se sentía algo decepcionada por el sarcasmo y el deje cínico de la voz . Encogiéndose de hombros contestó: ―Si tú lo ves así… ―Bueno, se hace tarde ―comentó Alberto tenso y nervios―. Vamos. Despacio cruzaron la calle mojada por la que circulaban varios taxis con el letrero encendido. Dieron la vuelta a la manzana para llegar al hotel. Alberto entró primero. Paula sacudió el agua del paraguas en una especie de alfombra vieja que había en la puerta. Un hombre rechoncho, con el pelo cano, saludó como un autómata mientras recogía los datos personales. Su mirada fiscalizó el aspecto de Paula, pero disimuladamente fingió no haberlo hecho, centrándose en el carnet que tenía delante. Estaba acostumbrado a todo tipo de parejas y ésa era una del montón. Unos folletos sobre restaurantes y bares de copas dejados al descuido formaban parte de la inexistente decoración. Tras las formalidades, Alberto recogió la llave mientras Paula lo esperaba disimulando frente a las puertas del ascensor. ―¿De qué sabor los quieres hoy? ¿Fresa, menta o chocolate? ―preguntó

acercando sus labios carnosos a la pequeña oreja bien formada en la que Paula lucía un brillante, regalo por su última maternidad. ―Lo dejo a tu elección. Pura estrategia, ya sabes... Depende de lo que quieras: ganar la guerra o… si prefieres la batalla. Él sonrío metiendo unas monedas en la máquina, situada al fondo del vestíbulo. Algo en su expresión puso a Paula en alerta. ―Churchill, ¿no? ―Bueno, ya veo. Hoy toca táctica. Las luces del ascensor parpadeaban señalando los pisos. Alberto comentó con sorna: ―Me temo que hoy nuestro amigo está demasiado ocupado. Puede que algún marido celoso deambule por los pisos husmeando por las habitaciones. Paula, impaciente, se ahuecó el cabello que la lluvia había rizado. ― No te pongas nerviosa. Hemos llegado. El olor a humedad se extendía por el pasillo. La habitación era interior y la luz grisácea que entraba por la ventana apenas iluminaba la estancia. La cama, con un feo y áspero edredón de nylon, formaba parte del inexistente decorado. Todo sucedió como siempre. Alberto la envolvió entre sus brazos. Los dedos nerviosos recorrieron la espalda de Paula, liberándola del vestido. No hubo palabras, tampoco promesas, sólo deseo y jadeos que se perdieron entre las paredes oscuras. Alejados por unas horas del mundo, sus cuerpos

sudorosos, agitados y desnudos flotaron en el espacio intemporal. ―¿No has escuchado lo que te he dicho? ―preguntó Alberto con la mirada fija en el espejo que reflejaba la espalda llena de lunares que, como pequeñas motas de polvo, destacaban sobre la piel de su chica. Paula lo miró entornando los ojos. Se levantó y caminó con desgana hasta el sillón donde había dejado la ropa. ―Esta semana no hay ningún día más. Entonces, ¿el lunes, no? ―preguntó con voz monocorde, mientras entraba en el baño alicatado en tono gris con una cenefa blanca que rompía la monotonía de los azulejos. Alberto asintió sin entusiasmo, aspirando el humo del cigarro que sostenía entre sus dedos tras tocar todas las terminales nerviosas del menudo y bien formado cuerpo de Paula. El ruido del agua de la ducha, el secador del pelo, las toallas ásperas y desgastadas por miles de lavados, prisas por vestirse, prendas por el suelo, medias que se rompen, un beso en los labios, el bolso y un trench. Apenas salió, el adiós de sus labios cerró la puerta y se encaminó deprisa hacia el ascensor. Cuando el espejo fiscalizó su bien proporcionada figura se recompuso un poco el pelo y se ajustó el cinturón del vestido. En la calle todo estaba en silencio. La lluvia seguía cayendo, pero con menos intensidad que unas horas antes. Mientras esperaba el taxi frente al hotel, abrió el bolso bandolera de cuero negro. Tres llamadas pérdidas y un mensaje en el móvil. Se volvió con cara de pocos amigos.

―¡Joder, es que no me dejan en paz! Parece que no pueden vivir sin mí. ¿Qué será esta vez? ¿Que el perro no quiere mear? El taxi se acercó despacio. Al abrir la puerta, una mezcla extraña de desinfectante y ambientador le golpeó la cara. Se puso un pañuelo en la nariz para no respirar de golpe aquel aire viciado. Dio la dirección. Sus palabras competían con las coplas de Radio Olé. Poco a poco, el entusiasmo se fue desvaneciendo y la cordura volvió a su mente. Las tenues luces de la ciudad pasaban a su lado diluyéndose como fantasmas en el agujero negro de la noche. Con manos temblorosas, cogió una barrita dietética de chocolate para recuperar el nivel de serotonina. Al llegar pagó la carrera y se quedó un momento frente al portal. La calle estaba solitaria, la acera resbaladiza. Algunas luces se colaban por las ventanas de los edificios de uno de los barrios más caros de Madrid. Entró despacio para no despertar a los niños. Santiago, recostado en el sillón, la esperaba en el salón leyendo un informe económico sobre las oscilaciones del mercado de valores. Desde hacía semanas, las cotizaciones caían en picado y varios negocios estaban en el aire esperando financiación. Un cliente le había pedido un plan «B» para diversificar la inversión e intentar recuperar parte de los fondos invertidos en una empresa de Singapur. Otro quería cerrar su SICAV y llevarse el dinero a Luxemburgo, donde su fortuna escapaba de la lupa del fisco. Levantó sus ojos cansados al escuchar a lo lejos los pasos cortos de su

mujer. Paula llevaba los zapatos en la mano para no hacer ruido. Se saludaron con un beso en la mejilla y las frases habituales. Al fin y al cabo, esto ocurría una vez a la semana. Charlaron durante media hora sobre el colegio de los niños, las quejas de la chica de la limpieza, los planes para Navidad... Paula quería terminar, pero no tenía valor para interrumpir la conversación. Extendió la mano para acariciar el lomo de Bobby que, tendido a sus pies, esperaba un mimo. ―Perdona, me duele un poco la cabeza, voy a tomarme una aspirina y me acuesto ya. Ha sido un día largo. Santiago sonrió arrugando el ceño, con un gesto a medio camino entre la diversión y la ternura. ―Haces bien, me gusta el plan. Creo que ya es hora de dormir. Se habían acostumbrado, cada uno a su forma, a sacarle partido al tiempo. Creían, por diferentes razones, en la suerte. Él con su cartera de clientes. Ella, más espiritual, pensaba que la rueda del azar nunca dejaría de girar, aunque a veces daba por descontado que algo podría salir mal, pero eran pequeños lapsus en forma de remordimientos. Sorprendentemente, todo parecía funcionar de forma autónoma con vida propia, siguiendo caminos paralelos que parecía nunca se llegarían a encontrar.

El mes de diciembre se presentó sin más. Las calles se llenaron de luces, adornos y aroma a falsa felicidad. Era el tiempo idóneo para las escapadas furtivas, cenas, compras, todo el mundo parecía alegre y dispuesto a pasar por alto las pequeñas ausencias cada vez más difíciles de justificar. El alumbrado navideño se había encendido y las tiendas estaban a rebosar. Hacía frío, decían que podía nevar, pero las gotas que caían eran una especie de aguanieve que se quedaba pegada en las solapas del abrigo. Había decidido no ir a la cena de Navidad: una disculpa sobre niños enfermos y poco más. Caminaba con varias bolsas de regalos cuando su amiga Carolina, con su cuerpo perfecto talla cuarenta, apareció como un espectro, bamboleándose sobre altos tacones. Tan pelma como siempre, le soltó la charla habitual. ―Te veo bien. Tienes un corte monísimo. Ojalá pudiese con mis rizos llevar el pelo así. ―Bueno, a mí me gusta tu pelo caoba; ya sabes, nunca queremos lo que tenemos. ―¿Podemos tomar un café o tienes prisa? Paula miró el reloj de oro y acero con correa de cocodrilo marrón. ―No puedo. Lo siento, tengo que terminar las compras. Acabo de escaparme de la horrible comida de Navidad. ―Vaya. ¡Por eso estás tan guapa! Me encanta el traje que llevas. Te

hace parecer… ―Un after eight, verde y chocolate. Una risa clara estalló en el aire. ―Sí, sí. ―No es original, es lo que dicen mis hijos. Lo siento, de verdad. Se despidieron con un beso en la mejilla. Ella siguió caminando y mirando a su alrededor por si alguna cara conocida se asomaba por aquella calle cercana al hotel. Tras cerciorarse de que no había nadie en el horizonte entró saludando a la chica de recepción. La voz sonó impersonal. ―La 501. Se miró en el espejo del ascensor y se retocó el brillo de labios. Después se pasó los dedos entre la cuidada melena corta y se colocó el cinturón del abrigo. Al salir metió la tarjeta en la ranura y abrió la puerta. Él estaba desnudo sobre la cama, fumando un cigarro, mientras escuchaba los suspiros de una rubia que se lo montaba con el actor porno en la pantalla plana del televisor. Tenía el pelo mojado, como si hubiese salido de la ducha. Paula miró de reojo las tórridas escenas que aparecían como en un zoom. Una extraña melodía compuesta por suspiros, susurros y jadeos sonaba martilleando los oídos. En la habitación había una mezcla de olores, tabaco, loción de afeitar, colonia, humedad que le recordaba los buenos momentos que pasaba con

él. Sobre la silla reposaban doblados los pantalones y en la percha colgaba la chaqueta gris del traje y la corbata. Tenía buen tipo, se cuidaba en el gimnasio y jugaba al squash. Así, recostado sobre la cama, parecía un dios griego, un poco fondón, pero un dios griego en todo caso, perdido entre los mortales. Su expresión ausente, sus ojos melancólicos como los de Bobby cuando se quedaba sin salir a pasear eran su principal atractivo. Sobre las sábanas destacaba el color café con leche del torso y las piernas, contrastando con la palidez de donde nunca le daba el sol. ―Llegas tarde ―dijo escupiendo las palabras con cierto enfado. Un poco asombrada por el tono áspero de su voz, Paula intentó disculparse mientras dejaba su abrigo sobre el sillón. ―No es para tanto. Mira, voy a poner cara de niña buena… Él parecía de hielo, se tomó su tiempo para responder. ―El traje es... ―After eight, pero no se puede comer. Estaba dispuesto a no reírle las gracias. No le gustaba que ella no fuese puntual. Faltaban cinco minutos para las nueve y habían quedado a las ocho. La miró mientras Paula, despacio, deslizaba el vestido sobre las caderas, los muslos, hasta que cayó al suelo y se quedó en ropa interior. Siguió el ceremonial; los tirantes del sujetador de encaje, la pierna sobre la cama. Las manos empezaron a bajar las medias de seda.

Alberto se cansó de mirar. Se la comía con los ojos. Apagó el cigarro. Se incorporó frunciendo el ceño. La agarró del brazo, echándola sobre el colchón. ―Me doy por vencido. No me hagas esperar más. ―Todavía tengo una media. No puedo salir sin ella con el frío que hace. El, rígido y tenso, le quitó la ropa interior que Paula especialmente se ponía para la ocasión. Recorrió con sus dedos la piel brillante y suave del cuerpo que se arqueaba buscando el suyo. En unos minutos volaron sobre los tejados dormidos de la ciudad. Escucharon unas campanadas en el aire. El reloj marcaba las doce. ―Me siento como Cenicienta, corriendo y corriendo para que el encanto no se rompa ―dijo mientras se arreglaba el pelo. Él contestó ahogando su enfado: ―Puedes venir o no. Haz lo que quieras; es cosa tuya. Las palabras sonaron como una bofetada. ―Me parece un poco gratuito, después de tantos meses, escuchar esas palabras. Los dos sabemos de qué va esta relación… Él la interrumpió, encogiéndose de hombros. ―Habla sólo por ti. Me lo monto bien así. ―Yo no me quejo; eres tú la que pareces lamentar la situación. Paula no quería enfrentarse a él. Plegó velas. ―Siento tener que marcharme siempre corriendo. No lo tomes como una crítica. Es impotencia.

Alberto no recogió el guante. ―Puede que la rutina y las medias verdades te estén desquiciando un poco. La dureza de su voz le hizo daño; no era eso lo que deseaba escuchar. Al fin contestó: ―No entiendes nada. Veo que hoy no tienes un buen día. A lo mejor no te gusta la Navidad ―dijo con ironía. ―Puede. Ella respiró despacio. Se sentó en la cama e intentó acercar su mano a la mejilla de él, pero Alberto retiró la cara. ―Tengo que irme. Se levantó de nuevo y recogió el bolso del butacón que estaba en el rincón frente a la ventana. ―Tú misma. Salió despacio sin mirar hacia atrás. Sabía el tipo de relación que ambos buscaban, pero se sentía confundida y deprimida. No quería enfadarse con él. Con la llegada de las vacaciones no podían quedar ni para comer, así que lamentaba que la despedida hubiese sido tan brusca. Le hubiese gustado decir adiós como siempre, con un beso y nos vemos. Cuando llegó a la puerta del hotel llamó a un taxi; comunicaba. Lo intentó de nuevo, volvía a comunicar. Parecía que toda la ciudad estaba en la calle celebrando las fiestas. Se oían risas, música. Varios tipos con muchas copas encima pasaron por su lado, mirándola de reojo.

Olían tanto a alcohol que parecía que se habían bebido las destilerías de whisky del río Spey. El largo habano que uno llevaba en las manos dejó una estela que le revolvió el estomago. Miró hacia el vestíbulo del hotel, donde dormitaba un tipo de gafas en la recepción. Volvió a llamar. Hacía frío, el cielo estaba raso y miles de estrellas le hacían guiños. Mientras marcaba y volvía a marcar el número de Radio Taxi. ¡Por fin! ―En dos minutos lo tiene ahí. Lamentó que llegase tan pronto. Estaba pensando en subir de nuevo a la habitación para quitarse el mal sabor de boca de las palabras de Alberto. Intuía que estaba enfadado y quería saber la razón. Disfrutaba del sexo y también de una relación furtiva que estaba durando más que las anteriores. Dos, tres veces a lo sumo, era lo que hasta entonces había buscado. No quería que nadie pudiese interferir en su vida personal o familiar y hasta la fecha lo había conseguido. Disfrutaba con la dualidad que abarcaba su vida; como amante de un hombre desconocido y como esposa de un conocido abogado. Los pies se habían convertido en bloques de hielo que se negaban a subir al vehículo. Las luces del alumbrado navideño le parecieron patéticas. Todas esas sonrisas, falsos cumplidos, la alegría desbordante de la Navidad la sacaba de quicio. Pagó la carrera con un billete grande. ―Lo siento, señora, no puedo darle cambio. Es que éste es el último servicio

que hago de camino a casa y por las noches no llevamos mucho dinero encima ―expresó el taxista a modo de disculpa. ―De acuerdo, de acuerdo… Déjelo. ¿No es navidad? ―preguntó, mordaz. ―Gracias, señora ―escuchó mientras cerraba la puerta cruzando hacia el portal. Todo estaba en silencio. Colocó su ropa en el cesto de lavar y se dejó caer sobre el colchón, resbalando hacia el lugar que ocupaba su marido que, entre sueños, le dijo: ―¿Qué tal? ―Bien. Sintió las manos de Santiago agarrando su cintura. «¡Dios! Ahora no», pensó. Se revolvió entre los brazos de su marido como si, de repente, le hubiese entrado un hormigueo en el cuerpo, pero Santiago ni se dio cuenta, respiraba de forma pausada. Dormía profundamente. Notó los labios de Santiago en su frente y escuchó entre murmullos: «Adiós». Los niños estaban de vacaciones y Paula había pedido unos días libres. Se despertó de repente cuando sintió los lametones de Bobby en la cara. ―¡Joder, es que no puedo ni dormir! Los niños entraron corriendo. Querían ir a una pista de hielo que habían montado. También apuntaron que iban a hacer galletas con azúcar glas y ver a Bob Esponja. Sin acabar de despertarse sopeso la idea del patinaje y le pareció un horror, pero era todavía peor tener la cocina llena de harina y

claras de huevo. Se levantó, sacó sus armas de persuasión y convenció a Lucía, la chica que ayudaba en casa, para que se los llevase mientras ella, a cambio, ponía lavadoras y recogía la cocina. Cuando los vio salir a todos por la puerta respiró tranquila. A las diez Santiago había llamado para recordar que no olvidase pasar por la vinoteca y encargar la caja de tinto reserva del 86. Paula había dicho: «No te preocupes, me acerco al mediodía». No le apetecía demasiado esa cena, pero todos los años se celebraba unos días antes de terminar el año .Repasó mentalmente la lista de invitados, unas cuantas parejas conocidas y alguien más; inofensiva la reunión. Se pasó la tarde domando su indómita melena, fijador, rulos, tenacillas, todo para conseguir el efecto ondas glam que realzaba las facciones de su rostro. Decidió que el top de seda azul pavo real y uno pantalones negros de talle alto era lo idóneo para la reunión. No le gustaban los maquillajes sofisticados estilo geisha. Eligió un tono natural combinando sombras beige y un toque de brillo en los labios. Santiago, como siempre, no era puntual. Llegó pidiendo disculpas mientras se metía en la ducha. Al salir recogió las prendas que estaban sobre la cama. Paula lo esperaba leyendo en el salón. ―Estás muy guapa. Me gusta el brillo de tus ojos y aunque te maquillas parece que llevas la cara lavada. ―Muchas gracias... Intento quedar bien. La cena era en un loft situado en un barrio de casas antiguas que se había

rehabilitado en el centro y sin saber muy bien por qué se había puesto de moda. Paula había estado mirando casas, pero la oferta era escasa y lo que quedaba no merecía la pena. El hall era amplio y luminoso. De la pared colgaban grandes cuadros y fotografías que los dueños, un abogado penalista y su mujer una anestesista, habían hecho en sus viajes alrededor del mundo. Destacaba una imagen con niños de ojos grandes y piernas largas que corrían estirando los brazos delgados y huesudos tras un camión de ayuda humanitaria. El salón era amplio, moderno y minimalista; sofás blancos, mesa de cristal, mullida alfombra y poco más. Sobre la mesa, un gran centro de frutas, varias bandejas de sushi y otros delicatesen. Todos los invitados habían llegado. Música de jazz flotaba entre palabras, risas y saludos. De la cocina llegaba el olor a vinagre balsámico que desprendía el marinado que estaban preparando. Paula charlaba con una amiga a la que hacía años que no veía, poniéndose al día de los cotilleos de conocidas comunes que de alguna u otra manera habían dejado de frecuentar. ―La vi el verano pasado. Está echada a perder. ―¡No me lo puedo creer! ―exclamó Paula. ―Estábamos en la playa y, de verdad, dudaba que pudiese ser ella. Tenía el pelo estropajoso, la cara llena de manchas y cuatro tallas más de lo que

debería aguantar su esqueleto. Por no hablar del traje de baño negro con el que intentaba ocultar el flotador que se formaba en el abdomen ― dijo sin morderse la lengua. Paula asintió llevando la copa a los labios. ―Me acuerdo del primer novio que tuvo, aquel chico larguirucho, con el pelo tan lacio que parecía que lo tenía lleno de aceite. ―La verdad es que siempre me pareció un poco corta, pero ahora, después de verla en la playa, me da un poco de pena ―comentó sin ningún tipo de remordimiento―. Aunque cambiando de tema. Tengo una información de última hora. Lo mejor es que ya sabes quién… Se ha separado de su precioso marido; el de los rizos rubios de angelote ―aclaró con satisfacción. ―¡No! ―Sí ―suspiró―… No lo sabía con certeza, pero me lo comentaron ayer y mi fuente es de lo más fiable. ―Vaya, vaya quién lo iba a decir… Tan perfectos y exquisitos. ―Al menos, creo, todo ha sido de forma civilizada. Él le dejó la casa a cambio de un buen régimen de visitas para los niños y cuando todo esté arreglado lo harán público. No quieren que esto salté a la prensa y se les vaya de las manos. No les apetece que los socios de la empresa piensen que cuando empiece el papeleo los problemas puedan influir en el día a día de la cadena. Carolina se incorporó a la charla con una sonrisa de oreja a oreja. Sus labios rojos eran como un anuncio de barra de labios. Tenía un aspecto magnifico,

con una sencilla blusa de color coral y unos pantalones pitillo que le alargaban sus ya estilizadas piernas. ―¡No hablareis en serio! Él no podía vivir sin su chica, eran aburridos hasta morir. ―Sabéis ―comentó Paula―, alguna vez he pensado que la vida se debería vivir al revés. Empezar con el dolor, la soledad, la vejez, las caras de pergamino, los cuerpos fondones y luego retroceder hacía ese mundo feliz de cariño, mimos, paisajes risueños, disfrutando de esos momentos en donde todo el futuro está por llegar cuando los cuerpos son hermosos y no necesitan ni gimnasio, ni disfraz. Marisa, la mujer de un conocido promotor inmobiliario que alardeaba de haber convertido la mierda en oro, embutida en un traje de print animal, se incorporó a la reunión. ―¡Qué cosas tienes! La voz de Paula mostró el desagrado que le producía volver a encontrarse con ella. Clavó sus ojos en el rostro de Marisa cargado de maquillaje. Parecía que se había untado con paté. Tenía tantas capas de rímel en las pestañas que cada vez que sus miradas se cruzaban se preguntaba cómo podía pestañear. La tela estaba a punto de reventar en las caderas y varias cadenas doradas destacaban en el pronunciado escote en «V». Parecía que en vez de acudir al cirujano plástico más reputado del momento iba a un taxidermista que había hecho que su rostro se mimetizase con el de un gato montés. De mala gana contestó:

―Es sólo una opinión. Amalia, conocedora de la inquina que ambas solían mostrar cuando coincidían, intentó que la reunión no fracasase antes de empezar. ―Me parece bien lo que opina Paula. La vida es movimiento y la dualidad preside todo lo que hacemos. Recuerdo los últimos días de mi madre cuando quería que el tiempo no pasase tan deprisa. En el fondo se agarraba a lo único que tenía, intentando vencer el medio por lo que se le venía encima. Si empezásemos conociendo el final, a lo mejor evitábamos cometer algunos errores que a veces tuercen nuestro camino. ¿No creéis que sería mejor? Al escuchar estas palabras, Paula se puso en guardia. Calibró leyendo entrelineas si le estaban lanzando un mensaje, pero era imposible que Amalia o Marisa conociesen su relación con Alberto. Carolina cambió radicalmente el rumbo de la conversación. ―Chicas, nos estamos poniendo trascendentales. Olvidaos del Eros y el Thánatos. Es la cena de Navidad. Por cierto, Marisa, ¿qué tal por Río? La cara regordeta y estirada se le iluminó de nuevo al volver a ser el centro de la reunión. Separó los labios carnosos llenos de colágeno. ―Bestial. Cuando salimos de Madrid nevaba y al llegar nos sobraba hasta el bikini. Antonio acaba de comprar una pequeña empresa que tiene la contrata del reciclado de basuras de algunos barrios. Aquí las cosas están tan mal que hemos empezado a diversificar los negocios; además, con lo de los Mundiales de Brasil se va a poner al día. Paula pensó en lo borde que era. Nadie le había preguntado por los negocios

de su marido. Todos sabían que se habían lucrado untando a todo aquel que podía recalificar un plan urbanístico y cobrando en negro por pisos tasados muy por encima de su valor real. Ahora, como las cosas estaban chungas, se iban con la música a otra parte para seguir especulando y, de paso, evitar pagar impuestos. Recordó una cena en la casa que tenían en una de las urbanizaciones más exclusivas de Marbella. Recibían a la gente en el jardín vestidos de blanco y cargados de oro. En el jardín había creado una moderna zona lounge entre jazmines. La piscina, rodeada de velas, era como un apéndice del mediterráneo; camas balinesas, mullidos sillones y altos taburetes rodeaban la barra del bar. El buffet, servido por camareras de cofia y delantal, había sido una autentica pasada. El champán era francés y se ofrecía en pequeñas botellas para sorberlo con pajita. Habían contratado a un conocido cantante para amenizar la velada, pero en el fondo no dejaban de ser los nuevos ricos forrados con el ladrillo y eso era una marca que no se podía borrar. La ostentación y su amor por el lujo desmedido eran su tarjeta de presentación. Paula volvió a coger el hilo de la conversación que, sin aportar mucho, desarrollaba las rutas turísticas que el feliz matrimonio de ladrilleros había seguido en Río de Janeiro. ―Pasamos del Corcovado y del Pan de Azúcar. Cogimos un bondinho, no sé si lo pronuncio bien… Un tranvía para subir a Santa Teresa. Es un barrio tan decadente que me quedaría a vivir en alguna de sus impresionantes mansiones coloniales. Puede que compremos una casa ahora que vamos a

ir con frecuencia a Brasil. Encantada de ser la abeja reina rodeada de zanganos, se llevó la copa a los labios para, de inmediato, continuar: ― Para comer rodizios nada como en la zona de Flamengo y, por supuesto, las caipirinhas en Ipanema. Quiso hacerse la graciosa. ― Aunque tienen su peligro las garotas que caminan por el arenal… Acompañó las palabras dibujando con sus dedos una silueta en el aire. ―¡Que cuerpos! Berta, la aburrida, intervino por primera vez en la charla. ―Dímelo a mí, que cuando me casé pasé la luna de miel allí. Creí que sin empezar nuestro matrimonio se iba a acabar de golpe y... Marisa intentó de nuevo ser el centro de atención. Siempre tenía que decir la última palabra. ―Por cierto. Río ha cambiado mucho. Si vais, la milla de oro es la avenida Vieira Souto: los mejores hoteles, las tiendas más in y cuerpazos por doquier ―cambio el registro de su voz y entre susurros continuó―. Ellos miran, pero nosotros refrescamos la lívido. Nunca he visto tantos tíos con cuerpos diez. Vamos, que hay que ser ciego para no apreciar las esculturas talladas con cincel. ―¡Qué exagerada eres! ―No, de verdad… Claudio odia la playa. En Marbella no consigo que esté ni media hora quieto en la tumbona, pero allí era el primero en llegar y el último

en salir, así que yo también me consolaba es... Un hombre calvo y regordete, de mejillas sonrosas y barriga picuda, interrumpió la charla cuando la anfitriona anunció la cena. Marisa hizo pucheritos lamentando no poder seguir relatando su experiencia. ―Tenemos que quedar un día para charlar. Al llegar frente a la mesa cubierta por un mantel de hilo buscaron la tarjeta impresa con el nombre de cada invitado. Paula estaba en una esquina, al lado de Víctor, el anfitrión. La conversación, cómo un péndulo, oscilaba entre vacaciones. ―El azul de Cerdeña es único; inversiones tecnológicas no te recomiendo; crisis en los mercados de valores. Esto es una noria de feria, ni los gurús saben qué puede pasar, es como si los alumnos aventajados de Soros estuviesen bailando una danza macabra... ―Hasta que en un momento se quedó fija en la infidelidad. Una extraña sensación de inquietud recorrió el cuerpo de Paula. Se sintió incomoda intentando no participar demasiado en la tertulia. Las frases sonaron como látigos cortando el aire. ―No hay que ser hipócritas. La infidelidad es un hecho. ―Sí, pero tampoco hay que trivializar. Los cuernos no se inventaron ayer. Si no os lo creéis sólo tenéis que preguntar a los cazadores. Risas jocosas sonaron en la sala ante el doble sentido de las palabras. Paula se puso nerviosa escuchando cómo su marido daba un enfoque nuevo, vital y optimista a la conversación.

―Yo creo que no hay que dramatizar; nosotros llevamos diez años casados y, por ahora, no me he aburrido de mí querida señora. A lo mejor es cuestión de hábito. ¿No lo veis así? Todas las miradas se clavaron en la esquina de la mesa donde Paula, muda, intentaba pasar desapercibida. Por un instante pareció encontrarse entre niebla, como un naufrago buscando una tabla para flotar. De nuevo, Santi emitió un suspiro. ―Las personas pueden atraerse, incluso pensar que están enamoradas, pero en el mundo de las relaciones o es todo o nada. Así que lo mejor es evitar―hizo un gesto cambiando la entonación―... ¿cómo lo resumiría…? Bueno, verse en medio de desafortunados encuentros, ya sabéis… polvos a deshora y copas de más. La cara de Paula se transformó en una máscara de cera. Incapaz de seguir escuchando, perdió varias veces el hilo de la conversación. Imágenes borrosas se agolpaban en su cerebro, demonios con rabo, brujas desgreñadas, peces en el cielo... ―¡Menudo cínico! ―¿Yo? ―¡Qué patético! Escuchaba frases sueltas sin saber muy bien de qué estaban hablando. Sus oídos chirriaban; palabras vacías, jadeos y susurros. Los remordimientos entraban y salían de su cerebro con la velocidad con que se mueven los cometas por el cielo.

«¿Qué pensaría Santi si lo supiese? Alguno de los presentes se habrá enterado. La bruja de Marisa me habrá visto…» Sin darse cuenta, como un reloj programado con chip, empezó a ordenar conceptos: Probable. Cuestión de tiempo. Ojalá todo siga igual. Son chorradas. Si no lo hubiese conocido nunca. La mala suerte. El día inadecuado. Sola. Estoy fatal. ¿Cómo empezó ese lío? No sé. No lo recuerdo o no quiero recordarlo. ¿De qué tengo miedo? ¿Qué puede pasar? La chillona voz de Carlota se escuchó entre risas. ―Paula, ¿sigues con nosotros o has desconectado? ―Perdón ―dijo dando un respingo―, me perdí. ―Claro, con lo que ha dicho tu marido de ti seguro que estás flotando ―apuntó una voz sardónica. Carlota insistió.

―¿Te preguntaba que tal tu cena de Navidad? Santi, animoso, respondió por ella: ―Un coñazo, como todos los años, con los niños, el perro, los Suegros. Vamos… como la vuestra. ―Ya, esa historia la conozco… Es que me encontré a Paula guapísima el día que iba a la cena de Navidad de la empresa. Santi se quedó de una pieza. Sus ojos estáticos, fijos en un punto indefinido del salón, se llenaron de niebla . Al observar que Paula abría la boca para responder tragó aire. Un torbellino de palabras se formó en la cabeza de Paula, se retocó la cintura del pantalón escondiendo las manos húmedas y temblorosas bajo la mesa .Con una media sonrisa respondió: ―El día que nos encontramos te dije que no me apetecía tener una comida en Navidad. Estaba terminando las compras de los niños y posiblemente entendieses que tenía prisa porque ese día teníamos la cena de Navidad, ¿te acuerdas? Carlota hizo un gesto de sorpresa formando una «O» con sus labios. ―¡Pues es verdad! Ahora que lo dices… En ese fatídico momento la cena concluyó para Paula. Intentaba no exteriorizar su desazón agarrándose a la tonta idea de que sólo era un comentario sin mayores consecuencias, pero evitaba mirar a Santiago. La fatalidad y la impotencia competían por materializarse en su cerebro. ¿Cómo había podido ocurrir?

Esas insulsas cenas la aburrían, pero eran parte de su vida. Eran el test de la felicidad. Allí todos sonreían, se alegraban de verse, aunque en el fondo cada uno tenía mucho que ocultar. Fantasías, apariencias, ilusiones en un mundo donde se hacía de lo vulgar algo excepcional. El tiempo corría demasiado lento. No probó el postre a pesar de ser una tulipa con helado de mango que le encantaba. No veía la hora de levantarse y dejar atrás la reunión. Permaneció sentada casi sin moverse. A pesar de necesitar ir al baño aguantó hasta el final. Se despidieron dando las gracias y fijando otra reunión sin fecha definida. Durante el trayecto a casa, Santiago estuvo ausente. Sus manos, crispadas como las garras de un águila sobre su presa, agarraban el volante de piel. El coche se desplazaba en silencio por las calles desiertas. Algunos sin papeles dormían sobre cartones en los bancos de madera o en algún portal abierto. Entraron en el garaje sin hablar y así llegaron a la habitación. Él se desnudó, dándole la espalda, cosa poco habitual. Apartó el edredón de plumas y enterró su cara en la almohada. Paula se acostó y entre susurros dijo: ― Buenas noches. Le costaba quedarse dormida .Su mirada se perdió entre las paredes color vainilla de la habitación. Cuando sintió la respiración pausada de Santi se fijó en sus oscuras cejas, en la sombra del afeitado en sus mejillas, en el hoyuelo de su barbilla. Se levantó de la cama caminando de puntillas hasta el salón. Intentaba borrar de su mente la cara de póker de Santiago cuando

ella daba esa ridícula explicación sobre la cena de Navidad. Cogió un libro, pero leía la misma página cinco, diez, puede que quince veces, hasta que lo dejó. Bobby dormía plácidamente a sus pies. Trataba de dominar su ansiedad, las manos temblaban y los ojos estaban llenos de lágrimas. La vida había sido para ella un reto. El mundo feliz que durante años había construido era un espejismo, pero a su vez, había mutado en una extensión de aquello que quiso conseguir. Las palabras que Santiago pronunció antes de casarse asaltaron su mente: «Todo lo que hagas en la vida tienes que contabilizarlo. Nada se puede dejar al azar, sólo así comprenderás que la balanza se inclina hacía un lado o hacía el otro; ya sabes, pérdidas o ganancias. Los sentimientos a veces distorsionan la realidad y es ahí donde hay que saber parar. Sentirse culpables por algo que has hecho si sale mal no tiene sentido. Obsesionarte por algo que no has conseguido tampoco. Hay que poner en valor a aquello que perseguimos y entonces actuar para no equivocarnos». La noche pasó buscando respuestas que no encontró . Vio cómo la luz poco a poco se hacía más intensa colándose entre los visillos. Oyó el despertador y el ruido de la ducha, la cola del perro se empezó a mover, Santiago entró con la correa de Bobby. Acercó los labios a su mejilla. ―Tienes mala cara. Paula intentó disimular. ― No, me acabo de levantar, pero me duele un poco el estomago. ―Bajo al perro. Te veo esta noche ―Salió sin más, ignorando el vacío

Creado. Paula arregló a los niños, se duchó, se vistió y desvistió varias veces; pantalón, falda, vestido, traje chaqueta… Siempre combinaba la ropa con esmero, su estilo era una mezcla de clasicismo e informalidad donde predominaban los tonos claros y neutros que la hacían parecer natural, pero esa mañana no se encontraba bien con nada; demasiado arreglada, un poco hippie, demasiado mayor. Incapaz de identificar mentalmente lo que buscaba, pensó que había perdido la empatía que tenía con su inmenso vestidor. Hizo la lista de la compra varias veces. Cuando terminó había más rayas cruzadas que palabras escritas. No tenía ni idea de cómo afrontar la situación. En el despacho no se concentraba, estaba más enfadada que de costumbre: dio malas contestaciones, cerró la puerta airada, le colgó el teléfono a un colega. No bajó a comer. Pidió que le subiesen un sándwich de pollo que sabía a plástico. El café resbaló por su mano salteando la falda de pequeñas e irregulares notas marrones que emulaban un print animal de todo a cien. Volvió a casa un poco antes de lo habitual. Los niños se animaron al verla, les prometió que el sábado harían algo especial. Santiago llegó demasiado tarde. Ella estaba en la cama haciendo que dormía. El mismo ritual; apartó el edredón y, sin mirarla, se acostó.

Así pasó la semana, se dieron una tregua sin explicaciones ni palabras. Paula pensó que todo seguía igual, aunque no era tanta su ingenuidad para creer que Santiago, frío y distante, iba a dejar pasar el pequeño incidente sin más. Con el tiempo había llegado a conocerlo de verdad. Sabía que cuando algo no estaba a su gusto, se tomaba su tiempo para abordarlo. Como buen abogado, ataba todos los cabos y cuando el barco estaba amarrado en el puerto, lo soltaba El jueves se había quedado por la tarde para revisar una serie de formularios legales que debía aportar en la reunión que el viernes tendría lugar en el despacho de su jefe. El teléfono sonó, lo cogió sin más. Pensaba que era algún colega que también preparaba la voluminosa documentación que se aportaba al Comité de Inversiones. Había varias empresas fuertes pujando por hacerse con una contrata de obra civil. Se sobresaltó al escuchar su voz, intuía que iba a Llamar, pero no en ese momento, no quería que fuese él. ―Paula, siento no haberte llamado, pero… Ella cortó en seco. ―No importa, pero la verdad es que ahora tengo gente en el despacho. Hablamos más tarde ―colgó. Mientras caminaba por el pasillo hacia el lugar de la reunión, su cabeza daba vueltas tratando de convencer de manera obsesiva a su maltrecha conciencia. «Todo va a salir bien», repetía una y otra vez.

Se había metido en esa historia sin saber quién era él, salvo que enseñaba pisos, poco más sabía de Alberto. Las normas desde el principio estuvieron claras: nada de preguntas, tampoco respuestas. La llamada de teléfono impersonal y la cama de un hotel. Ninguno quería ataduras, sólo disfrutar del momento hasta que él o ella dijese: «No nos vamos a volver a ver». La relación había pasado por varias fases tras la euforia inicial. Paula intuía que en breve empezarían las disculpas para despedirse cualquier día sin mirar hacia atrás, pero a diferencia de lo que había ocurrido en otras ocasiones, sentía algo de apego y tenía miedo de que aquello terminase mal. Al entrar de nuevo en su despacho, su secretaria le entregó una nota: su amiga Begoña la esperaba al día siguiente para almorzar. Pensó en una disculpa. De todas sus conocidas, Begoña era con la que menos le gustaba quedar para comer. Estaba continuamente a régimen, la conversación giraba invariablemente sobre la dieta antialmidón, La Atkins, las nuevas pastillas quitahambre. Era una extraña competición para ver quién comía menos trozos de lechuga y adelgazaba más. Tras la reunión que había sido larga y tediosa debido a que los arquitectos habían realizado los informes sin aclarar algunas especificaciones técnicas que acompañaban el pliego de clausulas administrativas, descolgó el teléfono para cancelar la comida. Paula dudaba si realmente, con la que había caído esa mañana, podía divertirse y pasar el rato, pero finalmente dejó el aparato en su sitio y salió a la calle.

El lugar donde habían quedado estaba relativamente cerca .Decidió caminar para despejar su cabeza. El viento movía los árboles desnudos y la sensación de frío la obligó a ponerse los guantes que guardaba en el bolsillo del abrigo. La cafetería estaba a rebosar. Había gente esperando el turno de comedor. Paula ojeó entre las mesas. Begoña le hizo un gesto con la mano. Estaba sentada frente a una botella de agua. Llevaba el pelo más corto que otras veces. Las puntas se ocultaban tras las orejas y apenas iba maquillada. La camiseta negra de pico le quedaba como un guante. A pesar de alimentarse de lechuga y otras zarandajas, tenía buen aspecto. ―¿Hace mucho que esperas? ―No, acabo de llegar ―respondió mientras miraba la carta de ensaladas. La charla como siempre, aburrida y monotemática. Una chica con una minifalda de lycra se contoneaba entre las mesas camino del servicio. ―¡Pobre! Si yo tuviese esos árboles por piernas la tela me cubriría hasta los zapatos. ―Sí, es que tú eres perfecta ― remató Paula, aburrida. Begoña encajó la ironía. ―No te pases… Te veo cansada .Tienes ojeras. Paula respondió con un tono inexpresivo. ―Un mal día. Begoña insistió. ―Te veo decaída.

―No, de verdad, no es nada. El imbécil del arquitecto presentó un mal informe y la mesa técnica no se vuelve a reunir hasta dentro de diez días. Luego dirán que los plazos no se cumplen, pero algunos parece que lo hacen adrede. ¿Qué tal tu dieta? ―Bien, dejé la de hidratos de carbono y también la de las proteínas. Ahora como de todo, bueno casi, pero en platos de postre, y me mantengo en el peso ideal ―Dio un giro a la conversación―. ¡Ah, casi me olvidaba! ¿Sabes que me multaron la semana pasada? ―¿De verdad? Hurgó en su bolso esgrimiendo una notificación arrugada. ―Sí, una pasada... Creo que, o estaban aburridos y buscaban un subidón de adrenalina o, necesitaban cumplir objetivos. Nunca voy a toda pastilla, eso ya lo sabes. Siempre me decís que si fuese el Coyote nunca pillaría al Correcamaminos. Paula sonrió. Begoña continuó dramatizando. ―Había una de estas señales como de pega que ponen a 90. No sé, no me di cuenta, hasta que una moto se colocó a unos metros de mí y el guardia me señaló que parase en el arcén. Me puso tan nerviosa que por poco me lo llevo por delante. En vez de meter la tercera metí la quinta y tuve que dar un volantazo para no atropellarlo. La cara de Paula era de incredulidad. ―Cuando estaba inmovilizada en el arcén, empezó casi un tercer grado. Sus ojos me acusaron de todo, hasta de la muerte de Manolete. El carné de

conducir, luego el DNI, después el seguro, también el impuesto municipal de vehículos. Creo que le jodió que llevase todo en orden y me hizo soplar. Entre grandes aspavientos continuó: ―¡A mí, que sólo bebo agua! Por supuesto, no había rastro de alcohol, así que llegó la traca final. Me preguntó a qué velocidad iba. Me encogí de hombros antes de responder a esa parida de pregunta. Todos sabemos que el límite en la autovía es de 120 . Cabreada contesté: «Como mucho a ciento diez». Al merluzo se le iluminó la cara con aire de suficiencia y me contestó que el «radar captó que iba a ciento cinco en un tramo de carretera que señala noventa». La risa de Paula explotó en el aire. Los de las mesas cercanas se volvieron intentando captar el chiste. ―¡Mon dieu! ¡No me lo puedo creer! Begoña, eres única. Begoña continúo. Bajó un poco el tono de voz. ―Pues se me ocurrió contestar. Vale, admito que fue de mala forma, quizás fui impertinente. Argumenté que «no había visto esa señal y pasaba todos los días por allí». Begoña intentó imitar los gestos del Guardia Civil. ―El tipo se empezó a cabrear y comentó que no siguiese por ese camino. Le contesté todavía más borde alegando que era el camino a casa. Se cabreó de verdad y me entregó un papelito en el que me ponía un recargo por no haber reconocido el error. Vamos, los doscientos eurillos del tratamiento antiox que iba a comenzar. Recogí la multa, lo observé por el

rabillo del ojo y me fui sin decir ni mu. La risa de Paula fue sincera. No se arrepentía de haber quedado para comer. ―No está mal la batallita. Cuando seas abuela lo conta... Se detuvo de repente. Vaciló antes de continuar. ―Lo siento, no quería... Los ojos de Begoña se llenaron de lágrimas. ―No importa. Estoy bien. Es difícil aceptarlo, pero lo peor ha pasado. No me hagas caso, soy algo sentimental y en este momento no estoy de humor para pensar en ser abuela. De pequeña me imaginaba en una casa con chimenea rodeada de niños, perros y gatos preparando la cena de Navidad. Pero ya ves, ni casa, ni perros y ahora ni tan siquiera marido. Paula respiró hondo. No quería tocar el tema del divorcio de Begoña. Sabía que lo estaba pasando mal. Había sido un proceso largo y complicado. ―El otro día en la cena te echamos de menos. Begoña levantó los ojos, apenas podía hablar. ―Sí, yo también lamento no acudir a esas cenas, pero ya sabes. Tú y Santiago siempre me habéis apoyado, pero otros han preferido mantener la amistad con Mauricio ―Esbozó una sonrisa antes de continuar― Ocurre en todos los divorcios. Paula intentó cambiar el rumbo de la conversación. ―Te queda bien este corte de pelo, pero el recuerdo que tengo del día que te conocí es el de aquel cabello castaño que te llegaba casi hasta la cintura. ―¡Qué exagerada! Ni que fuese un anuncio de champú. Nunca tuve el pelo

tan largo. A lo mejor te confundes con otra… ―Tras dudar unos segundos retomó el tema del divorcio. ―Nunca te lo he contado. Es más, no se lo he dicho a nadie, pero al poco tiempo de separarme Carlos, el marido de Marisa, me llamó. Paula dio un respingo. ―¿Carlos? ―Sí .Pensé que, como todos, intentaba animarme. En verano solíamos tomar una copa en un chill-out de Marbella con toques orientales bastante hortera. Nunca me parecieron interesantes, pero a Mauricio le gustaba quedar con ellos y, sinceramente, a mí me daba igual. Así que debió de pensar que la tontita de Begoña necesitaba consuelo. Recuerdo que tenía bastante lío, tanto en el trabajo como con la abogada que llevaba el caso. Di una larga cambiada y pensé que se olvidaría, pero insistió de nuevo. La situación me pareció un poco violenta y quedamos para comer. Todavía me arrepiento de haber aceptado aquella invitación. Paula apenas pestañeaba mientras escuchaba la historia. Si alguien le hubiese pedido que citase a dos personajes antagónicos, sin dudarlo, hubiese dicho Mauricio y Begoña. Ella era discreta, culta, refinada. Él un botarate, podrido de dinero, con un léxico pobre y escaso sentido del humor. ―La comida fue una pesadilla. Habíamos quedado en L. Hardy para tomar un caldito y yo pensaba que poco más. Insistió, insistió e insistió hasta que logró arrastrarme a uno de los mejores restaurantes de cocina experimental.

Había estado allí con Carlos y me molestaba volver con él. Es el típico lugar para dejarse ver y ser vistos, y darse un homenaje ante los demás. Al entrar aparte del rendez vous del maître, miles de ojos nos siguieron. Me condujo a través de las mesas, saludando a todo bicho viviente, intentando hacerse notar. La voz de Begoña se apagó. Cerró los ojos y levantó la mirada. ―El almuerzo transcurrió entre empalagosas palabras de doble sentido, miraditas y caricias que yo no había pedido. Me sentía tan incómoda que apenas probé los ridículos platos que nos ofrecieron . Ya sabes, Puturrú de foie... Cuando nos levantamos respiré tranquila y al salir a la calle pensé que había sido una pesadilla y lo peor había pasado. Me iba a despedir cuando el portero le entregó las llaves del Jaguar. Como si fuese algo de su posesión, agarró mi brazo y me señaló el coche. Bastante cabreada, me solté y le di las gracias , pero observé cómo le hacía un guiño al portero y éste abría la puerta... Bebió agua antes de continuar. No quería montar un escándalo y entré. Dentro del coche le afee su conducta. Contestó con lisonjas de viejo verde, ya sabes, de caballero andante. Pero a medida que nos acercábamos a mi casa se empezó a poner pesado. Imagínate las frases… «¿Te puedo ayudar?» «Siempre me has gustado» «Tienes belleza y cerebro». En fin, un montón de tópicos que me revolvieron el estomago. Cuando

intentó meterme mano abrí la puerta y me bajé del coche. Paula sorprendida, apuntó: ―¡No me lo puedo creer! Es un adoquín con gafas, pero nunca pensé que intentase algo así con una persona conocida. Es engreído y bastante fantasmón, pero... Begoña no pudo disimular su asco. ―Es el típico que piensa que todo se puede comprar. Así que aparte de que las cenas de parejas ya no son para mí, intento no pasar por su lado. Un día lo vi bajar por Núñez de Balboa y salí corriendo hacía Príncipe de Vergara. Paula frunció el ceño. Intentó decir algo amable, pero no encontró ninguna palabra. Los ojos llorosos de Begoña se cruzaron con los suyos. ―¿Por qué no me lo contaste? Somos amigas desde hace años. Créeme, no lo entiendo. Begoña se quedó en silencio antes de responder. ―¿Por qué suceden estas cosas? Es algo más que la típica rivalidad entre hombres. Si uno tiene algo bueno, el otro también lo quiere. Si la mujer es guapa, el otro piensa que puede probarla. Si uno cambia de coche, el otro se compra un barco. Creí que estas actitudes eran típicas de la adolescencia, pero me he dado cuenta de que persisten con la edad. Pero ¿quieres saber una cosa? ―Encogió los hombros y se retiró el pelo hacía atrás. ―Me ha costado romper con todo. Con el tiempo nos volvemos cómodos y es difícil volver a empezar, pero para salir adelante hay que ser valiente, vencer al miedo que paraliza tu vida cuando alguien te dice se acabó.

No estamos preparados para sufrir, tampoco para decir adiós, pero el tiempo transforma los fracasos, cambiando la percepción que tenemos de las cosas. Cuando algo se acaba es mejor no mirar atrás. No merece la pena arrepentirse o buscar culpables. Las dudas no te dejan vivir y las sospechas asaltan los sueños. El rencor sólo incrementa la frustración, así que me ha costado, pero lo he conseguido he decidió olvidar. Mi matrimonio sólo fue un paréntesis en mi vida ―Y respiró antes de preguntar―:Si Santiago un buen día se fuese con otra, ¿tú qué harías? Paula se encogió de hombros. No contestó.

La semana laboral terminó y el sábado, como había prometido a los niños, salieron a comer hamburguesas y pizza. Todo parecía normal, reían, charlaban, se sentaron con amigos, pasearon a Bobby… En público eran el retrato de una familia feliz, pero en la soledad de la habitación, el silencio se había instalado entre los dos; escasos monosílabos, sonrisas compasivas, falta de empatía... La complicidad que durante años había presidido la relación se había esfumado. La tarde del domingo, Santiago se encerró en el despacho. Paula había pensado que su actitud hostil terminaría ablandándose, pero se quedó con las ganas. El lunes en la oficina Alberto volvió a llamar. ―No puedo a las seis. Tengo problemas. Si quieres al mediodía. ―¡No seas ridícula! A ti no te gusta al mediodía ―contestó enfadado. Ella tardó en contestar. ―No es que no quiera, es que si te parece, de ahora en adelante quedamos al mediodía. Para mí es más fácil, no suelo comer en casa y Santiago tampoco. No hay otra opción, por ahora. ―¿Algo va mal? Perdona la indiscreción ―apuntó de forma irónica. Paula no tenía ganas de discutir y menos de escuchar frases con doble sentido o juegos de palabras. ―No, en absoluto. ―Nos va a salir un poco caro el polvo. Sabes que la habitación por

horas es más cara que por noche. Paula se ruborizó, sintió vergüenza por la forma en que estaban tratando el asunto, pensó en colgar, en terminar la historia, valoró no volverlo a ver, pero obedeciendo a un impulso accedió. Aunque parecía ridículo, con él se sentía viva, segura. Adoraba sus caricias y flipaba cuando veía el brillo de sus ojos tras hacer el amor. Unas horas con Alberto equivalían a todo un mes con Santiago. Le gustaba el riesgo y jugaba exhibiendo su contradictoria personalidad. Necesitaba, aunque fuese esporádicamente, romper con el rol de madre abnegada que lleva a los niños al campamento, el de mujer perfecta que sonreía sin ganas en las aburridas reuniones de amigos para transformarse durante unas horas en la mujer frívola que sólo buscaba sexo sin pedir ni esperar nada más. ―¿Sigues ahí? ―Vale, a las tres. Nada más colgar, una llamada sonó en su móvil. El colegio y la tutora; no se acordaba. Llamó a Santiago El descolgó, mientras con la otra mano dirigía el ratón del ordenador. El despacho estaba en silencio y por la ventana entraba la luz del sol. ―Se me había pasado comentártelo. Esta tarde a las seis tenemos que ir al colegio. El tutor del niño nos quiere ver. ¿Puedes? ―No me viene bien pero sí, iré. ¿Te recojo en el despacho? ―No, no te preocupes. Quedé con Begoña a las tres para comer y después

no me voy a pasar por aquí; cojo un taxi. ―Bien, nos vemos allí. Cuando colgó, Santi llamó a su secretaria. Entró, como siempre, sin que sus pasos se escuchasen. Se quedó al otro lado de la mesa esperando las instrucciones. ―Cancela todas las citas previstas para esta tarde. Un pequeño problema que tengo que resolver. Dales cita en el primer hueco libre o si se ponen muy pesados a última hora de cualquier día si les parece bien. Dándose la vuelta salió del despacho. Santi cogió el periódico que estaba en una esquina, lo abrió por la pagina de contactos. Pactó un servicio y dio la dirección del hotel, la calle en la que varios amigos habían visto a Paula a la hora de comer. Pidió un taxi. El tráfico era caótico. Su cabeza bullía de ideas, su mente estaba confusa, parecía que tenía telarañas en el cerebro. Estaba hundido y agotado. Desde el día de la cena nada había sido igual, aunque hubiesen aparentado que aquellas palabras nunca se habían pronunciado, pero entre ellos se habría abierto una zanja y él no estaba dispuesto a cerrarla. Pensaba que todos lo sabían y él, tonto y confiado, no se había dado cuenta de las reuniones a deshora o las salidas a comer. Se sentía como si hubiese vivido toda una vida con alguien desconocido. Se preguntaba si, aparte de éste, había otros más. Ideas sobre la paternidad de sus hijos se cruzaban por el cerebro. Le resultaba imposible creer que eso le estuviese pasando a él.

Siempre la había querido, es verdad que no era como al principio, pero nunca había necesitado más. Se estiró la chaqueta. Pagó al taxista y subió las escaleras del hotel. La primera impresión fue de asombro. En el enmoquetado en azul estaba la recepción. Tras un mostrador metálico, una chica con el pelo achicharrado pidió sus datos. Esbozó una sonrisa. ―¿Es la primera vez que nos visita? Incomodo, contestó: ―Sí, por supuesto que sí. La chica de recepción lo miró con sorna. ―302. Bienvenido. Carraspeó. ―Estoy esperando a una amiga. Veo que la cafetería está abierta. Por Favor, cuando llegue, dígale que la espero allí. ―Sin problemas. La cafetería era como un largo pasillo en el que había una barra y sólo dos mesas. Estaba vacía, el camarero le sonrió con complicidad. A Santiago le molestó ese gesto. Se sentó en la mesa más cercana a la puerta desde la que veía la entrada, pidió una cerveza de Abadía y la acompañaron una de las cosas que más odiaba: los panchitos salados. Pasaban dos minutos de la hora acordada cuando una chica bastante joven con el pelo rizado y piel mate se acercó a la mesa. Una voz suave lo

sobresaltó. ―¿Santiago? ―Sí, soy yo. Él se levantó y apretó con cuidado la mano de uñas largas y esculpidas. ―Por favor. Ella se sentó erguida en la incómoda silla metálica. ―Verónica, de la agencia. Santiago asintió observándola en silencio. Era espectacular. No muy alta, pero con buen tipo. Tenía los ojos almendrados y la boca bien perfilada. Unos vaqueros gastados y una camiseta blanca de algodón insinuaba y sugería las formas bien proporcionadas que se escondían bajo la tela. ―¿Quieres tomar algo? En esto no tengo opinión. Si tú quieres sí o si te apetece subimos a la habitación. Él se quedó pensando. ―Verás, realmente sólo quiero charlar. Ella abrió los ojos incrédula. Algo aturdida contestó: ―Oye, a mí me da igual charlar, pero conoces la tarifa de la agencia. Santiago sonrió a modo de disculpa. Se puso en su lugar y respondió intentado ser cortés. ―Sí, no te preocupes, yo te pago ahora si quieres en efectivo. No hay problema Verónica sonrió. ―No sacarás los billetes y te pondrás a contarlos encima de la mesa

como si esto fuese la frutería, ¿verdad? La franqueza de la respuesta le hizo sonreír. ―Perdona, no quería ofenderte, es que sólo quiero hablar. ¿Cuántos años tienes? Pareces joven. Cruzó las piernas y echó su melena hacía atrás, con descaro. ―¿Y tú? Experimentó una extraña sensación. Era un abogado brillante, tenía facilidad de palabra, buena sintaxis, locuacidad, pero en ese momento las palabras no le salían, sentía una sensación de vacío, de estar haciendo el ridículo. ―Perdona, no quería ofenderte y, por supuesto, estás en tu derecho a no querer decir tu edad. Es por romper el hielo. ―No eres cliente de este tipo de servicios, ¿verdad? Él asintió frunciendo las cejas. Sus ojos recorrieron el cuerpo de la chica, se fijó en sus labios carnosos pintados de color coral. ―Tienes razón, eres una buena psicóloga. Es la primera vez y sólo quiero darle en las narices a mi mujer. Charlaron de banalidades bordeando los temas personales. En el hotel entraban y salían parejas por separado, se veía movimiento, nunca hubiese pensado que al mediodía este tipo de establecimientos se llenasen de gente. Cuando estaban perdidos en una charla sobre películas, Paula, con unas gafas de sol enormes apareció en recepción.

Él se levantó de inmediato. ―Perdona, Verónica, es sólo un momento. ―Sin problemas, es tu tiempo ―confirmó encogiéndose de hombros. Se deslizó por el vestíbulo deprisa para llegar a su lado. La abordó cuando entraba en el ascensor. Le clavó los ojos en su cara. La interrogó con la mirada. Ella se quedó como si un bloque de granito le hubiese caído encima. Trago saliva. ―¿Qué…? ¿Qué...? ¿Qué…? El pulsó el botón del ascensor mientras ella se pegaba a la pared fría y metálica, manoseando su bolso. ―No me gustan los dramones. Es muy fácil .Tenemos la 302, podemos estar tú y yo o, también tu pareja y la mía. Ella me espera abajo. ¿Él? El tono ácido de su voz y la fina ironía dejaron a Paula sin poder moverse. Las puertas del ascensor se abrieron, él salió, Paula se quedó con los pies clavados en el suelo. El miedo se había convertido en pánico y sus piernas no respondían. La situación la había superado y era incapaz de coordinar su cuerpo. La voz de Santiago sonó impersonal, distante, acusadora. Su enfado le hizo perder la compostura, agarrándola con fuerza del brazo. ―¿No te vas a mover? Los ojos de Paula estaban llenos de lágrimas. Su voz quebrada apenas emitía sonidos. Miles de disculpas se amontonaban en la garganta: un error, una metedura de pata, sólo era de vez en cuando…

La voz fría de Santiago cortó el aire. Se acercó y con calma preguntó ―¿Qué significado tiene sólo a veces? ¿Qué crees que has hecho? Paula balbuceaba. ―No, ne-ce-si-to un ser-món ahora. Santiago la soltó. Metió las manos en los bolsillos. Sus ojos fríos y brillantes se clavaron en las pupilas de Paula. ―No te entiendo. No eres una persona normal. Miles de mujeres darían el mundo por tener la mitad de lo que tienes y tú... tú vas y lo tiras por la borda como si nuestro matrimonio o los niños formasen parte de un objeto con fecha de caducidad. Santiago se pasó los dedos por los labios antes de continuar. ―Éramos un buen equipo o, al menos hasta este momento, era lo que pensaba. Yo también tuve oportunidades, pero tú siempre estuviste primero. Nunca corrí ese riesgo. Ni siquiera las miraba cuando se ofrecían .Siempre valoré lo que habíamos construido juntos. Creía que era suficiente para ti. Pero tú has encendido la mecha de dinamita y todo ha volado por los aires. ¿Es tan bueno en la cama? Santiago alargó la mano y levantó la barbilla de Paula. ―¡Mírame! Quiero ver tus ojos. Él quería toda la información, Paula temblaba. De manera obsesiva, él preguntaba, Paula callaba. La miraba fijamente a los ojos como si no la conociese, como si no hubiesen compartido noches intensas y también monótonas, como si ella no fuese la

madre de sus hijos sino la mujer que esperaba en la cafetería para ofrecerle un servicio. Alguien llamó al ascensor, las puertas se cerraron. Se quedaron en medio del pasillo mirándose, agotados. Con un gesto nervioso él soltó el delgado brazo de Paula, como si le quemase. ―Te he dado todo. Compartimos diez años, días mejores, otros peores. Te ayudé con los niños, te apoyé en tu carrera y al final, mientras mi trabajo me desbordaba, tú buscabas inversiones rentables a corto plazo. Ella, lívida, no tenía ganas de juegos de palabras, su mente estaba en blanco y no podía seguir el ritmo de la conversación. Levantó la vista del suelo, haciendo un esfuerzo. El muro que había entre ellos se rompió. ―Vamos. Estamos montando un escándalo en el pasillo y a nadie le interesa lo que tenemos que decirnos. Paula, desconsolada, no paraba de llorar. ―Lo lamento. No quería que esto ocurriese así. De hecho… Él la miró con rabia, de arriba abajo, esbozando una sonrisa forzada. ―¡Qué idiota fui! Como en las malas películas, he sido el último en enterarme.

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