LA IGLESIA, LAS RELIGIONES Y LA CULTURA MODERNA

PAUL TIHON LA IGLESIA, LAS RELIGIONES Y LA CULTURA MODERNA En un estudio reciente, el teólogo de Estrasburgo Philippe Vallin pone de relieve la origi...
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PAUL TIHON

LA IGLESIA, LAS RELIGIONES Y LA CULTURA MODERNA En un estudio reciente, el teólogo de Estrasburgo Philippe Vallin pone de relieve la originalidad de la Iglesia de Cristo respecto a las religiones y su aptitud para conducir “a la desalienación recíproca y al cumplimiento conjunto del hecho religioso y del hecho cultural”. En este artículo se presenta la coherencia de su hipótesis, se subrayan sus puntos fuertes y también sus límites. Al mismo tiempo se indican los desafíos actuales a los que se enfrentan las iglesias cristianas de cara a la diversidad de las culturas y de la modernidad. L’Église, les religions et la culture moderne, Nouvelle Revue Théologique 126 (2004) 435-445 Para muchos pensadores cristianos de nuestras latitudes, el problema del futuro del cristianismo se sitúa en términos relativamente nuevos. La novedad consiste en la fuerte toma de conciencia de la minoría del cristianismo en el concierto mundial de las religiones y en la verosímil perpetuidad de este estado minoritario. Esta novedad está relacionada con nuestro espontáneo euro-centrismo. Para los teólogos cristianos de Asia, se trata de una evidencia a la que se han acomodado desde hace tiempo y frente a la cual proponen diferentes respuestas. Los actuales ensayos de la teología “occidental» se deben a cierta sorpresa por esta toma de conciencia. La problemática no es del todo inédita. Mencionemos el provocador diálogo de 1974 entre Michel de Certeau y Jean Marie Domenach, que evocaba una disolución del mensaje cristiano en la cultura, mientras que los grandes aparatos productores de sentido -las iglesias- se encontraban progresivamente descalificadas como portadoras del Evangelio. Un teólogo de Estrasburgo, Philippe Vallin, acaba de proponer un análisis bastante distinto de la situación de la Iglesia en la cultura contemporánea. Algunas intuiciones de su estudio merecen ser estudiadas, aunque también piden una mirada critica. Esta nota pretende hacer justicia a este doble instancia. UNA LECTURA DE LA ACTUAL SITUACIÓN DE LA IGLESIA Tomando las cosas de muy arriba, Vallin pone de relieve la originalidad de la Iglesia de Cristo respecto al papel de las religiones en el decurso de la historia. Ahorrando al lector ciertas discusiones eruditas, procuro respetar su rigor de pensamiento. La Iglesia, Israel y las Naciones Vallin toma nota del pluralismo de religiones que obliga a situar de manera distinta la presencia de los cristianos en la sociedad. El cristianismo, que era prácticamente único en el terreno religioso, se encuentra ahora coexistiendo con otros grupos análogos. Al mismo tiempo, en nuestros países cristianos, la cultura, manteniendo elementos de la

tradición cristiana, ya no la integra como un componente privilegiado. La Iglesia de Cristo, realidad histórica única La «hipótesis básica» que Philippe Vallin quiere demostrar no carece de ambición: el cristianismo o, con más precisión, la Iglesia de Cristo es una realidad histórica única y debe ser cuidadosamente distinguida de las religiones. Al mismo tiempo, se distancia claramente del movimiento de emancipación, típico de la modernidad. La Iglesia, por su misma diferencia, es susceptible de conducir «a la desalienación recíproca y al cumplimiento conjunto del hecho religioso y del hecho cultura”. Dimensión originaria del cristianismo La demostración se desarrolla en tres etapas. La primera señala una dimensión originaria del cristianismo: la relación constitutiva de la Iglesia de Cristo respecto al misterio de Israel, como lo desarrolla la carta a los Romanos (Rm 11, 25s.). Pablo se pregunta sobre el sentido de una constante que se le impone: la mayoría de sus correligionarios rechaza el mensaje de Jesús, que es, no obstante, la realización de la esperanza de Israel. Al mismo tiempo constata que los «Gentiles» -los otros, los «paganos»-, se muestran receptivos a este mensaje. Pablo ve en esta resistencia de Israel un designio providencial. Para la Iglesia es el recuerdo constante de que ella no es más que la heredera: Israel la precede, Israel está siempre ahí -ya que Dios no renuncia a su alianza. Para Israel es la «envidia» ante la expansión del movimiento cristiano -nacido de él y que se difunde fuera de él-, lo que le estimula a interrogarse sobre su misión y su fidelidad. Y esto, hasta el fin de los tiempos, cuando «todo Israel será salvado». Pablo pone, pues, entre Israel y la Iglesia una correlación propiamente constitutiva. Al menos así se presentan las cosas desde el punto de vista de la Iglesia. En efecto, la Iglesia tiene su identidad sobre la base de una dualidad permanente y que no es reversible: los judíos son los hermanos mayores, ellos no tienen que aceptarnos, mientras que nosotros tenemos que aceptarlos. Según la imagen paulina, nosotros somos, paradójicamente, la rama silvestre injertada en el olivo. Esta correlación obliga a la Iglesia a pensar su misión asociando necesariamente, judíos y gentiles: no hay cumplimiento de la historia sin un reconocimiento de Jesucristo por parte de Israel. Para la Iglesia la pluralidad es, por tanto, esencial: la Iglesia no existe nunca sin otro, sin el tronco sobre el que está injertada. Como lo subraya la carta a los Hebreos, lo nuevo se define por contraste con lo antiguo (Hb 8, 13). Sin esta relación constitutiva que pone de manifiesto su novedad, la Iglesia sería una religión y una cultura como otra cualquiera, que envejece y corre el riesgo de desaparecer y ser reemplazada. Israel e Iglesia: distintas formas de pertenencia Con todo, entre Israel y la Iglesia hay una diferencia notable: la pertenencia a Israel es a la vez «étnica, sin serlo enteramente», y «sociológica, sin serlo enteramente». Por el contrario, pertenecer a la Iglesia se funda en la libre adhesión personal a la singularidad del acontecimiento de Jesús, el Cristo. Ponderemos bien la consecuencia: si el pertenecer a la Iglesia se basa en la adhesión libre, no es un hecho étnico ni sociológico. La adhesión a la Iglesia se puede proponer a todo ser humano, cualquiera que sea su cultura. Su mensaje se dirige a «todas las naciones», tiene un alcance

universal. La Iglesia está llamada a «salir de la religión», en cuanto que una religión tiende a englobar todos los aspectos de la vida en una determinada sociedad. Por otra parte, la iglesia, fundada en la singularidad del acontecimiento de Jesucristo, tiene una manera inédita de ser universal: está llamada a distanciarse de la cultura en tanto que ésta se desarrolla históricamente. Pero la Iglesia no puede dejar de ser critica respecto a una razón desconectada de todo anclaje histórico. Este anclaje es el testimonio de una apertura a la trascendencia. Hay que notar el significado que Vallin da al concepto de cultura. Se refiere a un movimiento global de la historia humana, del cual «el siglo de las Luces» puede ser considerado como el punto de emergencia (desde nuestra óptica occidental). Dejando esta perspectiva algo especulativa, Vallin tiene que venir de nuevo a la constante histórica. La Iglesia, llamada a salir de la identidad entre la religión y la cultura, empezó a recurrir al status de religión de Estado, lo que se ha de considerar como un «movimiento regresivo respecto al Evangelio». Esta situación ha permanecido desde el siglo IV hasta el XIX, con el lento desprendimiento que desembocó en el Vaticano II con la Declaración Dignitatis humanae sobre la libertad religiosa (1965). Esta toma de posición representa un «cambio cualitativo» respecto al pasado. Gracias a esta vuelta a una posición original, la relación fundamental de la Iglesia respecto a Israel se puede percibir de nuevo, manifestando así la novedad que los cristianos han de testimoniar respecto a las religiones y a las culturas, incluso las no religiosas.

La Iglesia, la cultura y la religión En una segunda etapa Vallin estudia más de cerca la correlación entre cultura y religión. Lo hace a la luz de un pasaje de la primera carta a los Corintios: «los judíos piden señales y los griegos buscan sabiduría, nosotros predicamos a un Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; mas para los llamados, lo mismo judíos que griegos, un Cristo, fuerza de Dios y sabiduría de Dios. Porque la necedad divina es más sabia que la sabiduria de los hombres, y la debilidad divina, más fuerte que la fuerza de los hombres» (1 Co 1,22-25) Vallin empieza por volver a su definición de religión y de cultura. La religión tiende a «abarcar toda la existencia del individuo en el grupo». Es una lógica que podemos llamar “invasora”. La cultura tiende a «ampliar los espacios neutros, no-religiosos», de esta misma existencia. Lógica, pues, «evasiva». Según su dinámica más original, la Iglesia rompe con la lógica «invasora» de la religión. Esto aparece con evidencia en un texto de la Carta a Diogneto: los cristianos no se distinguen de los otros grupos de ciudadanos por la forma de vestir, la obediencia a las leyes y, en general, por lo que hoy llamaríamos la ciudadanía.Si se distinguen es por la leyes paradójicas de su república espiritual. Esta afirmación se encuentra oscurecida por la historia: bajo Teodosio la Iglesia fue adoptada por el Estado como religión dominante y se encontró desfigurada. El cristianismo se convirtió en una religión particular, la religión del Occidente. Pero no cesó de contener en sí misma esta particular dinámica que nosotros reconocemos, hoy como ayer. El cristianismo ha de dejar de comprenderse como una religión al lado de las otras. Es demasiado sencillo decir: El cristianismo no es una religión, es una fe. Porque en esta «no-religión» la dimensión religiosa no ha desaparecido sino que se ha

transformado. En ella subsisten realidades objetivas de tipo religioso, como la Escritura y los sacramentos, realidades que escapan al «dominio racionalizante» de la libertad de los cristianos. El cristianismo, surgido en el seno del mundo religioso judío, no reniega de su esquema fundamental, sino que le da forma perfecta «bajo el modo del Espíritu»: es «el Cristo que vive en mí» (Ga 2, 20). De esta forma se conserva el aspecto invasor de las religiones: la adhesión a Cristo influye en la totalidad de la existencia. Pero este aspecto invasor se encuentra transformado: toda la existencia se desarrolla bajo el signo del Espíritu, no por una exterioridad étnica, sino por la obediencia interior que se entrega libremente a las mociones del Espíritu. También se conserva el aspecto evasivo de la razón universalizante: el momento filosófico tiene sitio en el pensamiento cristiano. Es la heteronomía que supone la apertura a una Palabra trascendente que irrumpe en un momento preciso de la historia. Esta heteronomia no es obstáculo al contrato de las libertades en el sentido democrático, sin perder su anclaje en la «locura» que representa la cruz.

La Iglesia y el movimiento de la cultura Así llegamos a la tercera etapa, la conclusión. Ciertamente, el despego de la Iglesia de los aspectos invasivos de la religión, históricamente está lejos de ser evidente por su participación en el movimiento de la cultura. Su principio podría estar en Gálatas 4, «Ya no somos esclavos sino hijos», pero su traducción histórica se hace esperar y nuestros deseos de reforma van más allá de la realidad. En la espera, la cultura, emancipada de toda referencia trascendente, tantea encontrar su camino en los nuevos desafíos que ha de afrontar en áreas como la economía o la bioética. Desprovista de indicadores, una sociedad postmoderna aparece vulnerable al retorno de la religiosidad y a su manipulación política o incluso comercial. Frente a ella la Iglesia aparece con frecuencia en actitud de resistencia, retrógrada. Hoy, como en el tiempo en que se escribió el evangelio de Juan, la Iglesia está en proceso. ¿Podemos, en este contexto, hacer nuestra la frase de san Pablo «Cristo fuerza de Dios y sabiduría de Dios»? Que en la cruz de Cristo se manifieste la verdadera naturaleza del poder de Dios continúa siendo escandaloso para muchos, Que la verdadera sabiduría se haya de articular sobre un acontecimiento singular, el «una vez para siempre” de la cruz, es un puro sinsentido para nuestra razón. Queda en pie que para quienes lo viven desde su interior, esta «aproximación de Dios -de un Dios «resistible» en Jesucristo- puede ser vivida como la verdad de la religión y de la cultura. Verdad de la religión, una religión donde se experimenta la libertad de «aquellos que ya no son esclavos sino hijos», donde se ejerce la libertad del pensar y del querer. Verdad de la cultura, donde se salva la autonomía del individuo, libre para agregarse -o no- a esto que es “pueblo de Dios» en un sentido muy particular. ALGUNAS REFLEXIONES El análisis de Philippe Vallin tiene el mérito de proponer una articulación matizada entre evangelio, religión y cultura. Pone de relieve características propias de la experiencia cristiana en relación a dimensiones presentes en la actualidad: la persistencia -o el afrontamiento- de las religiones y el movimiento de emancipación de la modernidad, que se libera del control ejercido por toda ideología, tanto si es religiosa como secular. Frente a esto, la originalidad de la Iglesia se manifiesta por su manera

particular de situarse: su «religión» está radicalmente unida a la adhesión a las mociones del Espíritu, su racionalidad se mantiene anclada a una particularidad histórica. Estos son rasgos esenciales de la postura cristiana. La novedad evangélica Hay que reconocer a Vallin la precisión con que sitúa la novedad evangélica respecto al fenómeno religioso en general. De esta manera integra, mejor que muchos otros análisis, el hecho, generalmente reconocido por los exegetas, de que Jesús nunca pensó en fundar una nueva religión. Agradecemos, pues, a Vallin el cuidado por no situar la Iglesia como «una religión» en plan de igualdad con las grandes religiones del planeta. No es una consideración accesoria, incluso si no es fácil sacarle todas las consecuencias. Relación constitutiva entre la Iglesia e Israel Otra importante adquisición de su reflexión consiste en aclarar la relación constitutiva entre la Iglesia e Israel. Las primeras comunidades, en particular bajo la influencia de Pablo, percibieron rápidamente que su mensaje iba más allá de las fronteras de Israel: ¿no se había concedido también el Espíritu a los «gentiles»? Pero sabemos las dificultades que esta intuición tuvo para ser aceptada: tenemos indicios de ello en numerosas páginas del Nuevo Testamento. Igualmente se conoce la tentación de algunos grupos cristianos de separarse de esta raíz: dado que en Jesucristo se encontraba el cumplimiento de lo que habían sido bosquejos y anuncios, ¿por qué apoyarse todavía en lo que había caducado? La Carta a los Hebreos justifica esta tendencia. La historia de la Iglesia ha conservado los debates que dieron lugar a la herejía de Marción. La cuestión de la relación entre la Iglesia e Israel está lejos de haber caducado. Encuentra actualidad en un tiempo de diálogo interreligioso en el que se procura valorar los aspectos de las otras grandes religiones que se acercan a la tradición cristiana. Las comunidades cristianas de África se encuentran en afinidad cultural con alguna página del Antiguo Testamento; y cristianos de la India se preguntan si acaso los Vedas no podrían ser para ellos una «biblia» más adaptada que las Escrituras judías. Es aquí donde el razonamiento de Vallin encuentra su fuerza. El problema no es sólo la raíz cultural de Jesús, su «judeidad», cuyo conocimiento es indispensable para comprender el significado exacto de algún pasaje del Nuevo Testamento. La luz del Antiguo Testamento es necesaria, y todavía más para las cartas y el Apocalipsis que para los Evangelios y los Hechos de los Apóstoles. Precisamente el contenido de la novedad evangélica sólo se puede percibir por contraste con otra particularidad, la de Israel. Por poner un ejemplo: la «novedad» de la Alianza entre Dios y la humanidad, tal como se expresa en el relato de la Cena, sólo se comprende en el contexto de las relaciones entre Israel y Aquel que se manifestó a Israel como un Dios que establece Alianza. Hay que reconocer que no se encuentra equivalente en el hinduismo o el Islam, para no mencionar más que estas dos grandes religiones. La Iglesia, ¿religión particular de algunas sociedades?

También hay que tener en cuenta hechos históricos: esta diferencia de la Iglesia está velada por una larga identificación del «movimiento Jesús» como la religión particular de algunas sociedades. A través de muchos azares históricos, el mensaje evangélico se ha encontrado modelado por su integración en una cultura de la que hoy percibimos el carácter regional, a pesar de su pretensión de universalidad. Nuestro autor se esfuerza por encontrar un sentido a este largo oscurantismo: ve en ello como una pedagogía, en línea con los Padres de la Iglesia. Se puede pensar que es un punto de vista demasiado concilicador La «regresión» que representa el acceso de grupos cristianos al status de religión de Estado tiene consecuencias de más peso de lo que deja entender Vallin. Y esto incluso si se puede hablar, ante la floración de comunidades cristianas durante el primer milenio y la Edad Media, de una acertada «inculturación». Respecto a la dinámica original del mensaje evangélico, Vallin ha de reconocer que la religión cristiana se encuentra identificada con las culturas de Occidente y con grandes dificultades para hacerse acoger por otras culturas, por no hablar de la falta de aceptación por parte de la modernidad «emancipada». Vallin se acomoda con demasiada facilidad a esta situación notando que no tenemos el dominio de su evolución y que, aquí como en otras partes, tenemos que confiar en las mociones del Espíritu. No podemos sino estar de acuerdo. Pero esta docilidad no nos dispensa de un análisis orientado a un diagnóstico más preciso, mientras no restrinja nuestra fidelidad a la misión universal confiada a los discípulos de Cristo. Contemplemos la situación más de cerca. No podemos ocultar la dimensión pecadora de la historia de una Iglesia «que debe ser siempre reformada». Sería demasiado fácil alegar que «Dios escribe derecho con líneas torcidas». No pienso aquí en los fallos individuales de los creyentes, sino en importantes hechos históricos: los grandes períodos de expansión del cristianismo fueron acompañados de masacres, esclavitud, e incluso de un menosprecio general de las culturas que encontraron. Hablar de menosprecio de otras culturas, es tocar una dimensión esencial del problema. La resistencia al mensaje evangélico con frecuencia se explica por el desfase cultural entre las formas del «movimiento cristiano» -con las características propias de la cultura griega o latina- y las otras grandes culturas del mundo. Esto es bastante claro si miramos la estructura institucional de la Iglesia católica romana y su derecho canónico. No pretendo condenar esta evolución. En el pasado tuvo su legitimidad. Por ejemplo, la reforma gregoriana, que concentró el poder en las manos del Papa de Roma, tuvo efectos benéficos para salvaguardar la libertad de la Iglesia frente a los poderes seculares. Pero al mismo tiempo hay que reconocer las dificultades que representa esta herencia para el diálogo ecuménico. Más delicada es la cuestión de los desarrollos doctrinales que han dado lugar a controversias muy unidas a la filosofia antigua, desarrollos que han sido canonizados por los grandes concilios, desde Nicea a Constantinopla II. Hoy calibramos mejor hasta qué punto los grandes espacios culturales representan diferencias más que de detalle: son universos mentales que se armonizan con dificultad. Recuerdo una reflexión que oí al sociólogo y teólogo de Ceilán Tissa Balasuriya: «Asia no rechaza el Evangelio, sino que no entra en el dogma greco-latino». El carácter masivo de su observación no le quita, del todo, la pertinencia.

Doble desafío

La Iglesia, en particular la nuestra, la católica romana, se encuentra enfrentada a un doble desafio y por consiguiente llamada a una doble tarea, que ya se ha emprendido en diversos lugares. De entrada, romper los lazos que la atan a una forma particular de cristianismo, heredada de su inculturación en el pasado antiguo y medieval, para poder admitir otras modalidades de inculturación del Evangelio, incluso en la modernidad. Después favorecer, con mucha mayor libertad, la investigación, dispuestos a tolerar los tanteos y errores -o lo que, desde nuestro punto de vista, parece erróneo. No hay que ocultar que esta tarea es sólo un principio. Entiendo que uno de los grandes obstáculos para realizarla es el euro-centrismo que todavía domina en nuestra Iglesia. Estamos impregnados hasta los tuétanos de una convicción espontánea: el cristianismo, que nos ha hecho vivir y que ha producido monumentos materiales e intelectuales tan magníficos -incluyendo las definiciones doctrinales en respuesta a las cuestiones planteadas en los términos de nuestra cultura-, toda esta herencia del pasado es la única manera legítima de permanecer fieles a la Buena Noticia de Jesús de Nazaret. Este euro-centrismo no sería muy grave si nosotros -los cristianos del “centro”- dejáramos a los cristianos de otras culturas suficiente espacio para que resolvieran los desafíos que les son propios. Admitido esto, nos quedaría realizar en común una parte no pequeña del trabajo: trazar los caminos que permitieran a esta Buena Noticia llegar mejor a sus destinatarios más contemporáneos. Para ello, Vallin no ofrece muchas orientaciones. Tradujo y condensó: CARLES PORTABELLA