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La herencia de un Fundador Alvaro del Portillo 4.7.1976

Monseñor Álvaro del Portillo, vivió cuarenta años junto a san Josemaría. Con ocasión del primer aniversario del fallecimiento del Fundador del Opus Dei publicó este artículo en L'Osservatore Romano.

«Me enamora la idea de que la vida es un consumirse, un arder en el servicio de Dios. Y así, gastándonos completamente por Èl, vendrá la liberación de la muerte, que nos conducirá a la vida». Así escribía, en unas notas personales de los primeros años de la fundación del Opus Dei, Monseñor Escrivá de Balaguer, a quien muchos millares de personas en todo el mundo llamaban Padre, porque se sabían hijos de su oración, de su mortificación y de su corazón sacerdotal. Consumirse, arder. El Señor le concedió un cumplimiento incluso literal de aquel generoso programa, hasta el punto de llamarlo a Si precisamente en su cuarto de trabajo, después de haberse prodigado hasta el último instante en su catequesis sacerdotal, que siempre despertaba deseos eficaces de apostolado. La vida de Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer ha sido un fuego ininterrumpido de amor de Dios, alimentado por una lucha ascética sin tregua y por una sed insaciable de llevar almas a Cristo. Entre sus papeles, he encontrado esta otra nota, fechada el 22 de mayo del año pasado: «Es tan sutil el diafragma que nos separa de la otra vida, que vale la pena estar siempre preparados para emprender ese viaje con alegría». Por lo tanto, su paso a la eternidad no ha sido algo repentino, sino un modo nuevo y definitivo de arder, de continuar el diálogo iniciado en esta tierra por quien en los primeros años de su vida sacerdotal pedía: «Jesús, que yo sea el último en todo... y el primero en el amor» 1. El dolor por la separación material de un padre que nos recordaba que no tenemos «un corazón para amar a Dios, y otro para amar a las personas de la tierra», y que no se cansaba de repetir que «debemos ser muy humanos porque

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de otro modo no podremos tampoco ser divinos», es imborrable: pero el Padre goza del amor sin fin, y su alegría se desborda sobre los que ha llevado en su corazón, que sienten su presencia aún más cercana que cuando les ayudaba y animaba aquí en la tierra. En las manos de Dios «Soy un pecador que ama a Jesucristo», decía de sí mismo Monseñor Escrivá de Balaguer. Era la suya la humildad de quien desea ser dócil instrumento en las manos del artista, y se esfuerza por no obstaculizar el trabajo del artífice divino: era el abandono del hijo que se sabe amado por su Padre Dios. Esta absoluta disponibilidad a los deseos divinos caracteriza toda su vida. A los quince años barrunta —ésta es la palabra que siempre empleaba— que el Señor quería algo específico de él, y la misma decisión de hacerse sacerdote madura en el afán de corresponder a aquel «algo distinto» que el Señor le pedía, y que se había de precisar inequívocamente el 2 de octubre de 1928, cuando el Opus Dei vio la luz. La «prehistoria» de la Obra está entretejida por las invocaciones apasionadas del Padre, estudiante universitario y luego sacerdote joven, que con las palabras del ciego de Jericó repetía: Domine, ut videam!2; y que, con las palabras de Samuel, respondía: Ecce ego quia vocasti me!3, mientras vibraba al grito del Maestro: Ignem veni mittere in terram, et quid volo nisi ut accendatur? 4. Recordando los momentos de la fundación y los primeros años de trabajo, el Padre ha escrito: «Tenía yo veintiséis años, la gracia de Dios y buen humor: nada más. Pero así como los hombres escribimos con la pluma, el Señor escribe con la pata de la mesa, para que se vea que es Él quién escribe»5. Y de nuevo: «El Señor me ha tratado como a un niño: si, cuando recibí mi misión, hubiera llegado a darme cuenta de lo que me iba a venir encima, me hubiera muerto. No me interesaba ser fundador de nada. Por lo que a mi persona y a mi trabajo se refería, siempre he sido enemigo de nuevas fundaciones. Porque todas las antiguas fundaciones, lo mismo que las de los siglos inmediatos, me parecían actuales. Ciertamente nuestra Obra —la Obra de Dios— surgía para hacer que renaciera una nueva y vieja espiritualidad de almas contemplativas, en medio de todos los quehaceres temporales, santificando todas las tareas ordinarias de esta tierra: poniendo a Jesucristo en la cumbre de todas las realidades honestas en las que los hombres están comprometidos, y amando este mundo, que huía del Creador»6. La santificación de lo humano «Lo que a ti te maravilla a mi me parece razonable. ¿Que te ha ido a buscar Dios

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en el ejercicio de tu profesión? Así buscó a los primeros: a Pedro, a Andrés, a Juan, a Santiago, junto a las redes: a Mateo, sentado en el banco de los recaudadores... Y, ¡asómbrate!, a Pablo, en su afán de acabar con la semilla de los cristianos»7. Todas las actividades humanas, el trabajo, la vida familiar y social, se convierten en un lugar de encuentro con Dios, la senda a lo largo de la cual reconocer a «Jesús que pasa». La teología de la creación y la teología de la redención se entrelazan en la concreta vida cotidiana, orientada a Dios y al servicio de todos los hombres: todo trabajo humano honesto, intelectual o manual, debe ser realizado por el cristiano con la mayor perfección posible: con perfección humana (competencia profesional) y con perfección cristiana (por amor a la voluntad de Dios y en servicio de los hombres). Porque hecho así, ese trabajo humano, por humilde e insignificante que parezca la tarea, contribuye a ordenar cristianamente las realidades temporales —a manifestar su dimensión divina— y es asumido e integrado en la obra prodigiosa de la creación y de la redención del mundo: se eleva así el trabajo al orden de la gracia, se santifica, se conviene en obra de Dios, operatio Dei, opus Dei8. Pero, para que esto sea posible, se necesita que el cristiano se empeñe en vivir las virtudes cristianas y sobrenaturales: «si aceptamos nuestra responsabilidad de hijos suyos, Dios nos quiere muy humanos. Que la cabeza toque el Cielo, pero que las plantas piensen bien seguras en la tierra. El precio de vivir en cristiano no es dejar de ser hombres o abdicar del esfuerzo por adquirir esas virtudes»9. He estado durante cuarenta años junto al Fundador, y puedo testimoniar el heroísmo con que se ha empeñado, hasta el último aliento, por crecer en las virtudes, por arder sin residuos, por no ofrecer la mínima resistencia a la gracia, esperándolo todo de la mano amorosa de Dios. Todavía ahora me parece oírle repetir, con profunda convicción: «No tengo nada, no valgo nada, no puedo nada, no sé nada, no soy nada: ¡nada!». Esta visión profundamente humana y profundamente sobrenatural, le llevaba a inculcarnos esta idea maestra: «¡Convenceos, hijos míos: aquí —en esta vida— todo tiene arreglo! Todo, aun el pecado, que es el único mal verdadero. Porque incluso el pecado —que debemos combatir con todas nuestras fuerzas, confiando en la ayuda divina— encuentra remedio en el sacramento de la penitencia, que devuelve la salud al alma y fortifica al cristiano para la lucha». Una peculiaridad

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constante del trabajo sacerdotal de Monseñor Escrivá de Balaguer ha sido la de abrir a las almas los horizontes de la misericordia divina, formándolas en la sinceridad y en la rectitud de conciencia, para acercarlas al sacramento del perdón quc restituye «la libertad y la alegría de los hijos de Dios». Por eso no me ha extrañado, aunque me ha emocionado y he dado gracias a Dios, saber que las santas Misas celebradas en sufragio de Monseñor Escrivá de Balaguer durante estos meses en todo el mundo, han congregado a multitudes inmensas, dando ocasión a innumerables conversaciones y confesiones. Es la inagotable fecundidad sacerdotal del Padre que intercede desde el cielo, para que Dios de a los hombres la serenidad y la paz de saberse perdonados y amados, confirmándolos en la construcción del reino. Amor a la Iglesia y al Papa En la vida de Monseñor Escrivá de Balaguer no han faltado las contrariedades, la calumnia, porque no existe santidad cristiana sin la cruz. La cruz que el Padre siempre describía como el trono, desde el que Cristo abre los brazos con gesto de Sumo y Eterno Sacerdote, para apretar centra su Corazón llagado a todos los hombres de todos los tiempos. Ni siquiera en las horas más difíciles la serenidad, la sonrisa y el buen humor han abandonado al Padre, sostenido por un profundo sentido de la filiación divina. Con naturalidad, con visión sobrenatural, con cordialidad humana y con una contagiosa simpatía, se dedicó incansablemente a «ahogar el mal en abundancia de bien». Su amor a la Iglesia y al Papa se manifestaba en una ilimitada voluntad de servicio, opere et veritate10: «Me considero el último de los sacerdotes de la tierra —decía—, pero al mismo tiempo quisiera que nadie me ganara a amar y a servir a la Iglesia y al Papa, porque éste es el espíritu que he recibido de Dios y el que trato con todas mis fuerzas de transmitir a cada uno de mis hijos en todo el mundo»11. Y en un antiguo documento, escribía: «La única ambición, el único deseo del Opus Dei y de cada uno de sus hijos es servir a la Iglesia como ella quiere ser servida, dentro de la específica vocación que el Señor nos ha dado»12. Esta forlaleza, esta lealtad, esta fe, esta alegre disponibilidad sin reservas y sin regateos, son posibles en quien ha encontrado a Cristo. Éste es el secreto que Monseñor Escrivá de Balaguer ha proclamado a los cuatro vientos durante toda su vida: «Un secreto. Un secreto, a voces: estas crisis mundiales son crisis de santos. »Dios quiere un puñado de hombres “suyos” en cada actividad humana. Después... “pax Christi in regno Christi”: la paz de Cristo en el reino de Cristo»13.

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Un secreto a voces Para difundir esta llamada, el Señor se ha servido de un sacerdote que no ha enseñado nunca nada que no hubiese experimentado antes eu su propia vida, según el ejemplo de Cristo que coepit facere et docere14. Dios, en su amorosa misericordia, ha querido hacer ver a nuestro Fundador, ya en esta tierra, la maravillosa fecundidad de aquella semilla plantada, por mediación suya, el 2 de octubre de 1928: el Opus Dei se ha difundido por todo el mundo, millones de personas de las más diversas razas y condiciones se han acercado a «Jesús que pasa» a través de la catequesis oral o escrita del Padre y del trabajo de sus hijos en los cinco continentes; personalidades de la vida civil y cultural valoran las repercusiones sociales del trabajo espiritual promovido por Monseñor Escrivá de Balaguer; teólogos estudian sus riquezas doctrinales; obispos expresan gratitud por los frutos de vida cristiana que recogen en sus diócesis a través del trabajo apostólico del Opus Dei. Todo esto se trasluce en las innumerables expresiones de pésame que he recibido en estos meses. Tanta participación y tanto afecto me han confortado y conmovido, al hacerme ver la universalidad de los tesoros de gracia que el Señor quiere distribuir a los hombres a través del Opus Dei. En todas partes he encontrado propósitos de renovación interior, de dedicación apostólica, de fidelidad a la Iglesia; y he comprendido que muchos, incluso no cristianos, al calor de la colaboración con las actividades apostólicas del Opus Dei, han captado un destello del amor de Cristo. Este panorama, ya inmenso, confirma que el campo sembrado por Monseñor Escrivá de Balaguer está en pleno desarrollo y fructificará a lo largo de los siglos, mientras en la tierra haya hombres que trabajen, quieran santificarse en el trabajo y santificar a los demás con el trabajo. Sin embargo, este hombre de Dios, en la víspera de sus bodas de oro sacerdotales, el 27 de marzo del año pasado, nos confiaba: «A la vuelta de cincuenta años, estoy como un niño que balbucea. Estoy comenzando, recomenzando, en cada jornada. Y así hasta el final de los días que me queden: siempre recomenzando. El Señor lo quiere así, para que no haya motivos de soberbia en ninguno de nosotros, ni de necia vanidad. Hemos de estar pendientes de Él, de sus labios: con el oído atento, con la voluntad tensa, dispuesta a seguir las divinas inspiraciones»15. La llamada a suceder a tan gran Fundador sería agobiante si no proviniese del Señor que elige lo que no tiene valor, para que así resplandezca mejor la fuerza de su amor16. Nuestro Fundador nos ha dejado un espíritu, «no sólo dibujado, sino esculpido». El 26 de junio de 1975 comenzó para el Opus Dei la época de la fldelidad y de la continuidad, bajo la protección amorosa de un Padre, que ha abierto a todos los hombres «los caminos divinos de la tierra».

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Notas 1. Camino, n. 430. 2. Lc 18, 41 3. 1 Sam3,6. 4. Lc 12, 49. 5. Meditación En un dos de octubre, 2-X-1962 (AGP, sec. RHF 20.161, p. 987). 6. Carta, 4-IX-1951, n. 3. 7. Camino, n. 799. 8. Conversaciones..., n. 18. 9. Amigos de Dios, n. 75. 10. Cfr. 1 Jn. 3, 18. 11. Carta, 7-X-1950, n. 8. 12. Carta, 31-V-1943, n. 1. 13. Camino, n. 301. 14. Act. 1, 1. 15. Meditación Consumados en la unidad, 27-III-1975 (AGP, sec. RHF 20.164, pp. 809-810). 16. Cfr. 1 Cor 1, 27-29.

L'Osservatore Romano, Edición semanal en lengua española, Ciudad del Vaticano, 4 de julio de 1976

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