LA GUERRA. Son heridos. Vienen de la batalla. Los llevan al hospital de sangre

LA GUERRA V eía hombres con fusiles y lanzas, carros cargados de fardos, mujeres que lloraban, gente de rostro preocupado, niños con delantales negr...
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LA GUERRA

V

eía hombres con fusiles y lanzas, carros cargados de fardos, mujeres que lloraban, gente de rostro preocupado, niños con delantales negros sobre sus trajecitos de todos los días, lentas carretas cubiertas de lonas, que conducían soldados harapientos, y a cuyo paso decían los curiosos: –Son heridos. Vienen de la batalla. Los llevan al hospital de sangre. Era la guerra. Yo no la comprendía, pues todo era para mí vago e inconcreto. Esforzándome por representármela, la asociaba al terror de aquel fantasma sin cabeza que echaba fuego por los ojos y aullaba como un perro, que la imaginación infantil había creado absurdamente, pero con ese vigor de la fantasía popular, que es la madre legítima de la leyenda. Antes de que estallase la guerra, había aparecido en nuestro cielo un gran cometa resplandeciente, y un coro de lamentaciones acompañaba noche a noche su ascensión radiante: – ¡Qué desgracias anunciará ese maldito! –Peste y sangre traen siempre consigo. –Las cosas marchan tan mal… Dicen que Aparicio anda reclutando gente. – ¡Dios mío, qué nos espera! Yo prendí aquella gran cola estelar al sudario del fantasma sin cabeza, y así tuve, luego, la guerra. Detrás de la Catedral, en un hueco oscuro de la pared exterior de la torre, sobre la calle en cuesta, frente al que nadie quería pasar después del toque de oración, allí donde el fantasma aparecía para los audaces o los descuidados que se atrevían a desafiarlo, allí estaba la guerra. Niña aventurera, me dormía soñando con expediciones homéricas para librar al pueblo de aquel monstruo intangible. Más de una vez mi madre tuvo que levantarse, en la alta noche, atraída por los gemidos de mis pesadillas. Con la luz del sol reconquistaba mi coraje. Pretendía infundir entusiasmo libertador a mis amigos. Sólo me respondió siempre, con una sonrisa irónica, Chico Carlo: –Si vos querés… Pero en el grupo de las niñas se movían las cabecitas con obstinada y cautelosa desconfianza. 1

–En mi casa no hay pistolas… –Si mamá se entera no me va a dejar… –Si fuese de día… Pero de noche da mucho miedo. –Yo no puedo correr. Sufro del corazón, como “mamá señora”. Fue inútil prometer medallas de oro que nos mandaría “el rey” como premio, y cosas hermosas, exquisitos dulces, juguetes y collares de filigrana de plata que habría de regalarnos todo el pueblo agradecido. Sólo yo era valerosa, imaginativa y temeraria. El hombre sin cabeza quedó intacto. La guerra siguió sangrienta. Isa puso alrededor de la copa del sombrero de mi padre una ancha divisa blanca con letras bordadas en gusanillo de oro y chispeantes lentejuelas. Un aire misterioso circulaba por toda la casa. Isa bordaba de noche otras cintas blancas, ocultando el bastidor detrás del sofá, si alguien hacía sonar la mano de bronce de la puerta de calle. Mamá preparó una maleta de lienzo azul con mudas de ropa interior, paquetes de provisiones y reliquias de santos. –Cuídale, Payaso –decía mi madre enjugándose los ojos, al fiel negro que en los días de paz fue siempre nuestro quintero, y en los de guerra, enfundado en un viejo capote militar, sirvió de asistente y visible ángel de la guardia a mi padre. –Aunque él no quiera, date maña, Payaso, para prenderle por el lado de adentro de la casaquilla, sobre el corazón, esta reliquia para las balas, en los días de pelea. Aquí tienes también la tuya. Guárdala, hijo. –Sí, ama Isabel. –Éste es el café, recién tostado y molido. En el envoltorio amarillo va la marcela. En este verde, el mburucuyá, no te olvides. Aquí, cipó-miló para las víboras. El de cordón azul son hojas de pitanga, por si le sientan mal esas cosas que muchas veces tendrá que comer sólo Dios sabe cómo… ésta es la sal. Blanqueaba la dentadura perfecta de Payaso. –Sí, ama Isabel. – ¡Ay, Jesús mío! –sollozaba entonces mi madre. Y en la noble cara del negro borrábase todo vestigio de sonrisa para asegurarle conmovido: –No llore, ama Isabel, yo cuidaré muy bien al patrón, quede tranquila. 2

Velas humosas ardían a toda hora ante las imágenes sagradas. Con el rosario suspendido de la cintura, mi madre hacía sus tareas. Murmurando oraciones de continuo. Nadie sembró ese año la quinta, y los chingolos y las pásulas se dieron buenos hartazgos con nuestros higos. El mejor banquete fue con las brevas negras, que tanto celaba mi padre. Venían visitas de aspecto furtivo y a veces emisarios misteriosos pasaban muchos días ocultos en la troj, y uno, cierta vez, dentro de la parva de alfalfa. Yo sentí que mi madre, creyéndome dormida, lo comentaba con Isa, pero no dije nada a nadie. Un oscuro instinto ordenábame callar y sólo me atreví a confiarle en voz baja a Feliciana: –Soñé que entre la alfalfa había escondido un príncipe encantado, Feliciana. La cara lustrosa de la negra tomó un raro tinte ceniciento: –Cállate, Susana, por a Viryen santa, no diz una palabra a nadie, si no el home sin cabeza, de atrás da igreya, vai vir a sentarse perto a tua cama, de noite. Temblé de terror. A la luz del sol, casi no le tenía miedo al espectro, mas a la noche me llenaba de espantos. Todo el mundo de lo desconocido era su dueño y tal vez mi ángel guardián se atreviese a desafiarlo. Pero la guerra me aburría. El pueblo estaba triste, la plaza sin retreta los domingos y el paso de tropas nacionalistas del gobierno -blancos y coloradoshabía perdido para mí todo interés. Voy a decir por qué. Una mañana muy temprano me despertó el ruido inusitado de una casa animada y alegre, tan distinta a la de todos los días, que me puse a abrir mucho los ojos -y creo que también la boca- para convencerme de que no dormía. Feliciana me alcanzó el buen tazón de café con leche de sabroso aroma y escapóse en seguida, casi a brincos, cosa también muy extraña en ella. Todo parecía en un mundo nuevo: las ventanas abiertas, una colcha de seda celeste tendida en el balcón sobre el que flameaba la bandera patria, Isa y mi madre yendo de un lado para otro en el preparativo apresurado de canastas llenas de ropa, galleta “bolaxa”, y paquetes de tabaco. –Susana, hijita, levántate ligero que hoy llegan los blancos. Átale en las trenzas la cinta azul, Feli. Mi fantasía infantil, jamás perezosa, empezó a trabajar activamente. 3

Imaginaba un desfile de seres extraordinarios, algo así como una interminable teoría de ángeles o de santos. Y trompetas de oro, caballos engualdrapados, estandartes rutilantes, banderas de raso, “mamelucos” encadenados, haciendo tremendas parejas con tigres de los montes del Cebollatí, o fieros cerdos salvajes de los palmares de Rocha. Empecé a correr por la casa, incomodando a todos, hasta que un agudo toque de clarín nos precipitó al balcón, abierto de par en par. Por un extremo de la calle apareció un grupo de hombres con lanzas y sucias banderolas blancas. Había, en nuestro barrio, casas festivamente engalanadas, llenas, hasta la vereda, de gente alegre, y casas herméticas, ceñudas, como si sus habitantes hubiesen sido escamoteados por las brujas durante la última noche. Feliciana colocó entre Isa y mi madre, uno de los canastones llenos. Luego me tomó en brazos, recomendándome afanosamente: –Da vivas tú también, Susana. Son os soldados de dom Joan Luis. Pronto la calle se llenó de hombres gesticulantes, barbudos y harapientos, que pasaban en nerviosos caballos peludos gritando cosas que yo no entendía. Uno se detuvo un momento, dio a mi madre una carta, recibió de ésta un paquete y volvió a sumarse al desfile ruidoso, que parecía interminable. Mamá y mi hermana tenían la cara mojada de lágrimas. Oí murmurar a Feli: – iOs pobres! ¡Os pobres! ¡Jesusito protéxalos! Y sustituía las cestas vacías por otras llenas. Cuando ya no hubo más, mi madre entregaba vintenes de cobre, apretones de mano, palabras de bendición y de aliento. Yo me sentí muy desilusionada. Los blancos eran hombres desaseados, roncos y desagradables. Los clarines sonaban en la abultada trompa de negros sudorosos y horribles. Las banderas, descoloridas y en jirones, carecían de grandeza. Decididamente, la guerra era para mí cada vez más incomprensible. Fue algún tiempo después, que un episodio sin relieve épico, casi de comedia burlesca, me dio la clave inesperadamente. Bajo el parral de mi patio, vi una mañana preparar las ofrendas simbólicas que mi madre iba a llevar a la Catedral para ganarle a mi padre la protección del Cielo. Comercio ingenuo entre el creyente y la divinidad, pacto de salvajes y de niños, que creen dar algo a quien todo lo posee. Mamá había traído un pequeño cesto rústico de mimbre descortezado, que vi mullir de hojas de albahaca y bergamota de menudas espigas floridas. 4

Feliciana hizo velas de cera virgen, que llenó toda la casa de un rico olor a miel, y mi hermana concluía recién un lindo pañal de batista, bordado en un ángulo. Yo miraba aquello, anhelante de curiosidad. – ¿Qué vas a hacer con todo esto, mamita? –Vamos a llevarle un regalo a la Inmaculada para que nos traiga sano y salvo a papá, Susana. – ¡Ahaaa…! ¿Y esa cajita de pana, mamá? –Es el dedal de plata de mamá Annuncia, para que la Señora cosa con él. – ¡Ohoooh! ¡Y el sonajero de cuando yo era chiquita! –Es para que juegue el Niño Jesús, hija. – ¿Y esa manzana reineta? –Para que Santa Ana se la dé a su divino nieto cuando no quiera dormir. – ¿Y las velas que hizo Feli? –Con ellas se alumbrará San José en el taller si se le hace tarde y tiene poca luz para terminar el trabajo. – ¡Ay, mamá! – ¡Ay, Susana, qué cabezazo me has dado! No he visto criatura más novelera. Quizás fue éste el diálogo. Yo lo recuerdo en esencia, en adivinación de palabras, en claridad viva de los detalles. Sé que mi madre se quitó a último momento uno de sus aros de oro, escribió algo en un papel, lo introdujo en el cesto, y le dijo a Isa: –Prometo llevar toda la vida sólo un aro y con ese otro mandarle hacer un corazón a Nuestra Señora, si a Juan Luis no le pasa nada malo en la guerra. Candor de la fe dadivosa y solicitante, inmensa inocencia de toda filosofía, sencilla esperanza de recibir la dicha a cambio de los pequeños dones domésticos. Las dos, conmovidas, se pusieron a llorar. Yo también, a gritos. 5

Calmada, conseguí que mamá me dejase llevar el cesto con los regalos para los divinos destinatarios. Muy oronda de tan importante misión, crucé las calles del pueblo, de la mano de mi madre, en dirección a la iglesia. Hervía el verano sobre el polvo rojizo que levantaba un viento de fuego, y las hojas oscuras de los naranjos, en la plaza desierta, se encanutaban con la sequía y el calor. El rostro de mamá era encendido y preocupado bajo su sombrilla de blondas. En el reloj de sol, sobre una pared del atrio, mi madre leyó al entrar: – ¡Las once ya! ¡Cómo se hizo tarde, Dios mío! Dentro, ¡qué grata frescura y qué linda penumbra! En los altos ventanales de vidrios de colores, el ardor del sol se detenía y sólo pasaba una luz muelle, que iba tendiendo a través de la nave, bandas rojas, violetas, amarillas y azules, como de una seda transparente y preciosa, mil veces más suave que la de los moños de cinta de mis trenzas. Era un gusto tratar de tomarlas en la mano y verse los dedos teñidos como por zumos violentos. Encantábame ir a la iglesia, porque en ella el mundo corriente se convertía en uno de los de mi imaginación infatigable. Adoraba la vasta bóveda azul tachonada de estrellas de oro y minúsculos astros; el altar circundado de gordos ángeles en vuelo; el sol imperturbable, que le hace fondo a la dulce figura de la virgen del Rosario, patrona del pueblo; San Roque y su perro; San Pedro y sus llaves; la custodia rutilante; el más pequeño roce hecho allí rumor alargado por el eco, y la paz que luego buscaría desesperadamente entre el tumulto de la vida y que sólo habría de encontrar en esa quietud de los templos vacíos, donde todo parece detenerse para que Dios escuche mejor los ruidos de la batalla y las quejas de sus criaturas heridas. Pero la guerra había llegado de modo ácido hasta el interior de aquella iglesia mía. Frente al altar lateral de la Inmaculada, hermosa talla en madera, vestida por las manos primorosas de las señoras “blancas”, estaba el de Jesús, cuya imagen, también en rica talla antigua adoraban y vestían las damas “coloradas”. Los dos altares, azul y oro uno, oro y rojo el otro, polarizaban la agresiva devoción y el odio político que dividían en dos bandos militantes a las familias de la villa. Hasta en el hospital de sangre la caridad tenía cintillo, y ninguna enfermera voluntaria alcanzaba una taza de caldo al herido que no era de los suyos. Pero en la catedral, la pasión lugareña se patentizaba en una continua rivalidad de lujo y cuidadosa guardia de los dos altares antagónicos. Candelabros de plata y exvotos de oro, para los que se fundían joyitas antiguas, viejas esterlinas, águilas y dobleáguilas que ya sólo se ven en ricas colecciones de numismática. En los paños sacros, deshilados primorosos y 6

blondas patricias. En uno, el raso celeste, la seda alba, las lentejuelas entre flores cultivadas en los jardines de los revolucionarios; rizadas violetas, blancas azucenas, jazmines del Cabo, rosas de Cambray, y no-me-olvides, tasonacionalista, jazmín de Saravia, camelias albas; en el otro, flores purpúreas, encendidos ibiscos, ceibos, tulipanes, toda la perfumada llama floral, ante aquel Nazareno de dulce rostro, en cuyas manos taladradas ardía el corazón en una inútil ofrenda de universal amor. Ninguna “blanca” hubiese encendido un cirio ni murmurado un padrenuestro ante el altar donde se rezaba por el triunfo de los enemigos. Ninguna de las otras hubiera sido capaz de inclinarse ante aquella imagen con los pies florecidos de auténtico oro procedente de alhajas regaladas por las partidarias de los insurrectos. Reinaba la guerra, sorda, ardiente, dentro mismo de la Catedral de mi pueblo. La conocí aquel día, yo que no había podido comprenderla aún. Mientras mi madre rezaba absorta, yo, harta de los colores que estaba cansada de usar, aquel celeste y blanco dominantes en mis vestidos y mi casa, fui a arrodillarme en el altar de enfrente. Me gustó aquel Jesús de manto cesáreo, aquella encendida sinfonía de rojos, aquella faz triste y severa levemente inclinada hacia su propio corazón flameante. Dos señoras de velo negro y corbatas de raso del mismo color carmesí, oraban con igual devoción que mi madre. Todas pedían lo mismo: la victoria de los suyos, la destrucción de sus enemigos. Yo contemplaba todo aquello con una curiosidad apasionada, cuando de pronto sentí que mamá me alzó casi en vilo, diciendo irritadamente mientras me sacudía por los brazos: – ¿Qué has venido a hacer aquí, Susana? ¿No sabes que nuestro altar es el de enfrente? Casi sin moverse, una de las señoras volvió hacia nosotros la cabeza. Una cara llena de arrugas, amarilla y fría, aparecía entre los pliegues del velo. No olvidaré jamás sus ojos de acero, su boca pálida de labios demasiado finos, su nariz ganchuda: –Andá no más, blanquilla retobada, que ya te arreglaremos las cuentas cuando vengan los nuestros. Mi madre, que había dado algunos pasos apresurados hacia la puerta, casi arrastrándome consigo, se detuvo un instante, el preciso para murmurar su respuesta: –No lo querrá la Inmaculada, salvajona. Ella no abandona a los suyos.

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Después me tomó de nuevo de la mano, hizo una gran genuflexión ante el altar mayor y otra dirigida al “nuestro” y a pasitos menudos me llevó hasta la calle, que ardía. Allí abrió nerviosamente su sombrilla. Tenía la cara encarnada, los ojos que parecían despedir chispas, un gesto de batalla que yo no le conocía. Esa noche se me condenó a “dormir sin camisa” -castigo supremo que se daba antes en los pueblos a los chicos desobedientes- por mi delito de ir a arrodillarme ante el altar de las “sumacas”. Santos antiguos vestidos de brocatos y terciopelos. Imágenes de piedad y de paz. Por ellas, sin embargo, supe lo que era la guerra y la sentí en el dolor y la vergüenza del castigo infamante. Nada como esa dura pena infantil y aquella colorida escena en la casa de Dios, me ha dado una sensación más aguda e imborrable del abismo que la rivalidad política puede encender, como un mal de fuego, entre las humanas criaturas. No podía razonar aún, pero me quedó en el corazón, como encogido por un miedo sobrenatural, una instintiva sensación de repulsa y terror por las luchas de los hombres. En el mundo de los niños no existen esos venenos. ¿Para qué manchar con ellos, luego, la vida? Sería tan fácil poseer siempre paz, practicando un solo precepto sencillísimo: “¡Amaos los unos a los otros!”… Pero eso parece muy difícil en esta tierra menuda y rencorosa, donde se respira siempre entre la batalla.

Juana de Ibarbourou (1892 – 1979) Extraído de: “Chico Carlo” (1944)

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