Historia de los papas Desde Pedro hasta hoy

Jhon W. O´Malley, S.J. Historia de los papas Desde Pedro hasta hoy Introducción Este libro trata de la institución en activo más antigua del mundo occ...
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Jhon W. O´Malley, S.J. Historia de los papas Desde Pedro hasta hoy Introducción Este libro trata de la institución en activo más antigua del mundo occidental, una institución que nació hace unos dos mil años, pero que hoy está tan viva como quizá nunca lo estuvo en toda su historia. El papado, cuyos orígenes se remontan a san Pedro, principal discípulo de Jesús, es encarnado hoy por el papa Benedicto XVI. Entre Pedro y Benedicto ha habido unos doscientos sesenta y cinco individuos que han afirmado ser sucesores de Pedro y cuya afirmación es hoy reconocida en general como legítima. Algunos han sido santos; otros han sido pecadores. El papa León Magno y el Papa Gregario Magno fueron hombres de estatura heroica, pero el papa Juan XII, que accedió al papado a los dieciocho años, llevó una vida tan depravada que constituyó un escándalo incluso en la depravada sociedad romana del siglo X. Ha habido, además, muchos otros individuos que han afirmado ser papas, pero cuyas afirmaciones fueron rechazadas como inválidas por sus contemporáneos o por la posterioridad; son los «antipapas», que tienen un gran peso en algunas partes de nuestra historia. Los papas han procedido de las más distintas clases sociales. El papa Calixto I era un antiguo esclavo, mientras que el papa Pío IX era un noble. El papa Pío XII pertenecía a la aristocracia romana, pero su sucesor, el papa Juan XXIII, procedía del campesinado. Los papas han sido griegos, sirios, africanos, españoles, franceses, alemanes, holandeses y, obviamente, italianos. Solo ha habido un papa inglés, Adriano IV, y también sólo uno polaco, Juan Pablo II. Ninguno ha sido portugués, irlandés, escandinavo, eslovaco, esloveno, bohemio, húngaro ni norteamericano. Un buen número de ellos no eran sacerdotes cuando fueron elegidos. El papa León X, por ejemplo, era diácono, y Benedicto VIII y Benedicto IX, entre otros, eran laicos. Los papas no siempre han sido elegidos en Roma. En fecha tan reciente como el año 1800, el papa Pío VII fue elegido en Venecia. Si el lector tiene algún interés por la religión o por la historia, ha de interesarse por el papado. Durante nuestra propia vida, los papas han sido noticia de primera página. Del papa Juan Pablo II se habla a veces como del «Hombre del Siglo XX». En los últimos dos mil años, los papas han desempeñado algún papel en prácticamente todos los grandes dramas del mundo occidental, en los que su papel ha sido a menudo el de protagonistas. La historia de los papas no es una historia de sacristía. En este libro refiero la historia de los papas como historiador, no como teólogo; pero, dada la naturaleza misma del tema, en ocasiones debe intervenir la teología. En realidad, todo el edificio del papado está construido sobre una interpretación teológica de 10 que podemos considerar un hecho histórico: la preeminencia de Pedro entre «los Doce», los discípulos más próximos a Jesús, y su subsiguiente ministerio y muerte en Roma. Pedro fue, por tanto, el primer obispo de Roma y,

consiguientemente, el primer papa. A partir de él, todos los papas han afirmado ser sus sucesores y han heredado su papel de liderazgo. Yo no relato su historia ni para justificar ni para poner en cuestión esa afirmación teológica, ni tampoco para defender o condenar las acciones de los papas. Relato esta historia para poner en claro lo que sucedió y cómo la institución ha llegado a ser lo que es. Respecto de esta historia, debemos mantener el sentido de la perspectiva. La historia de los papas no es la historia del catolicismo, que es una realidad mucho mayor. Los papas son únicamente parte de esa historia. Podríamos confundir ambas cosas, sobre todo porque en los últimos cien años el papado ha desempeñado en la auto definición de los católicos un papel mayor que nunca. Esta nueva preeminencia se debe a muchos factores, pero entre ellos los modernos medios de comunicación, como la radio, la televisión y ahora Internet, son especialmente importantes. El año 1200, por ejemplo, puede que un dos por ciento de la población conociera la existencia de una institución como el papado o creyera que tenía algo significativo que ver con su religión. ¿Cómo habrían podido tener conocimiento de él? El papado no era mencionado en ningún credo ni apareció en ningún catecismo hasta el siglo XVI. Con el rechazo protestante, llegó la preocupación católica. Y ambas posiciones se dieron a conocer de manera relativamente amplia gracias a la nueva invención de la imprenta. Poco después, ser católico equivalía a definirse como papista. La historia de los papas no siempre es «bonita». Los papas eran seres humanos. Incluso los santos que ha habido entre ellos tenían su lado oscuro. Aunque algunos han sido reprensibles desde casi cualquier punto de vista, en su mayoría se han esforzado por llevar una vida como es debido, de acuerdo con sus posibilidades. Pero sus debilidades resultaban obvias, dadas las responsabilidades que pesaban sobre ellos. Los papas, como obispos de Roma, tuvieron que hacer frente a una tentación muy particular casi desde los primeros tiempos. Cristianos devotos de la ciudad y de sus alrededores hacían donativos, en forma de tierras u otra clase de bienes, a «San Pedro», es decir, a la Iglesia de Roma. Los obispos de Roma, aunque también tuvieron que afrontar malos tiempos, tendían a ser ricos, y este hecho hacía que el cargo fuera atractivo para determinadas personas que a veces lograban obtenerlo y que no eran las más indicadas para desempeñado. Con el tiempo, además, las tierras propiedad de la cátedra de Pedro fueron aumentando progresivamente, llegando a formar los Estados Pontificios. El papa era el monarca de ese vasto territorio, que se extendía casi hasta Nápoles por el norte y hasta Venecia por el este. Como regidor de un Estado, se veía fácilmente distraído de sus deberes religiosos, y arrastrado al ámbito político. Esta fue la situación que prevaleció desde el siglo VIII hasta 18601870, cuando los Estados Pontificios fueron confiscados por las fuerzas italianas e incorporados al nuevo reino de Italia. Durante la mayoría de los periodos que abarca este libro, por tanto, la actividad de los papas fue muy distinta de la que ha sido en tiempos más recientes. Los papas actuales nombran a los obispos, aunque no siempre ha sido así. Escriben encíclicas, lo cual sólo ha ocurrido en los últimos ciento cincuenta años. Los papas se dirigen a grandes multitudes y viajan por todo el planeta, y esto sólo ha sido posible en la era de los trenes, los aviones y los automóviles

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En tiempos pasados, los papas concebían su trabajo de manera distinta. Entre sus principales tareas se contaba la de custodiar y proteger de la profanación las tumbas de los santos Pedro y Pablo; asegurarse de que en las grandes basílicas y otras iglesias de Roma se tuviera un culto digno; sustentar a huérfanos y viudas y otras personas necesitadas de la ciudad; intervenir para resolver las disputas doctrinales entre obispos; proteger Roma y los territorios circundantes de enemigos extranjeros, lo que significaba mantener un ejército de tierra y de mar; concertar a los monarcas cristianos para emprender cruzadas; gobernar la ciudad de Roma, atender a su aprovisionamiento y mejorarla con iglesias, fuentes y edificios públicos de toda clase; y regir los Estados pontificios, es decir, ser monarca y hacedor de monarcas. Las complicaciones debidas a tales tareas pueden hacer que este libro dé la impresión de que el papado no hacía sino ir dando tumbos de una crisis a otra. Los lectores deben recordar, por tanto, que este libro no se detiene a considerar periodos relativamente largos de tranquilidad, aún cuando esos períodos son igualmente interesantes, y los paso por alto con pesar, porque la tranquilidad rara vez era algo perfectamente normal. Tengo la esperanza de que la historia drásticamente reducida que relato baste para abrir el apetito de proseguir indagando en el tema, y en especial en esas épocas desatendidas en esta narración. Cuatro momentos definitorio s de la historia del papado pueden servir de hitos en lo que a veces parece un recorrido en zig-zag. El primero tiene lugar en torno al año 64, que es cuando Pedro y Pablo fueron martirizados en Roma durante la persecución de Nerón. Como ya se ha dicho, todas las afirmaciones subsiguientes del papado en cuanto a su preeminencia en la Iglesia cristiana se basan en el ministerio y el martirio de Pedro en Roma. El segundo momento definitorio es el reinado del emperador Constantino a principios del siglo IV. Este emperador hizo algo más que tolerar el cristianismo y, por así decirlo, sacarlo de las catacumbas. Lo favoreció. Animó a los obispos a asumir responsabilidades públicas y cívicas, de manera que la Iglesia se insertó en el orden sociopolítico. El tercer momento se produce en los siglos VIII y IX, cuando comenzaron a consolidarse los Estados Pontificio s como una unidad más o menos definible y surgieron los papas como sus regidores temporales. y el cuarto es en 1860-1870, cuando desaparecen los Estados Pontificios, y Roma se convierte en la capital de Italia. Con los Pactos de Letrán de 1929 entre la Santa Sede y el gobierno italiano, el papado renunció a toda reclamación sobre los Estados Pontificio s y Roma, y los italianos reconocieron la Ciudad del Vaticano como un Estado soberano independiente. En la historia de los papas hay unos cuantos títulos y términos que aparecen con frecuencia. «El emperador» es el emperador romano Constan tino y aquellos que afirmaban ser sus descendientes, tanto en Europa como en Constantinopla, la actual Estambul. El emperador estaba en la cumbre de la jerarquía secular y era distinto de un rey. En Occidente, en la Edad Media y en el periodo moderno, podía ser también rey por derecho propio; pero, como emperador, era, al menos teóricamente, rey de reyes. Lo que hay que tener presente es que, especialmente durante la primera parte de nuestra historia, los papas trataban al más alto nivel con el emperador, y en ocasiones con dos emperadores a la vez, uno en Oriente y otro en Occidente.

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Incluso hoy, las palabras «Roma» y «el Vaticano» se utilizan a veces de manera intercambiable. Esto se debe a que, hasta 1870, los papas, aunque tenían varios palacios en la ciudad de Roma, solían vivir en el denominado «Palacio Apostólico», en la zona del Vaticano de la ciudad. Desde 1870, ese palacio vaticano ha sido la residencia exclusiva de los papas. Desde los primeros tiempos, los papas, aunque su catedral era la basílica de San Juan de Letrán, se identificaban de manera especial con la zona vaticana, porque es donde se suponía que había sido enterrado san Pedro después de su martirio, y sobre la tumba Constan tino construyó la magnífica basílica. Entre las ciudades del mundo romano antiguo, Roma era única, en el sentido de que fue donde tuvo lugar la predicación y la muerte de dos apóstoles, Pedro y Pablo. La «doble apostolicidad» de Roma le permitía referirse a sí misma como apostólica, no sólo por el papel de liderazgo de Pedro entre los discípulos de Jesús, sino porque el gran Pablo fue también a Roma, donde murió. El obispado de Roma se convirtió en la «Sede Apostólica». «Sede» es la palabra castellana equivalente a la latina sedes, cuyo significado es «silla»; pero, por extensión, significa también residencia o lugar en que se mora. Por lo tanto, «sede» es donde se encuentran los obispos, los cuales, por otra parte, predican sentados en una silla, una sedes o cathedra (de ahí, catedral). Entre las sedes, la Sede Apostólica era, obviamente, la más prestigiosa. Los papas han llevado muy diversos títulos, el más fundamental de los cuales es el de «obispo de Roma». Un hombre es papa por ser obispo de Roma, y no al revés. Ocupa la Sede Apostólica y, por tanto, es papa. Hoy el de Roma es el único obispo que lleva el título de papa, aunque en los primeros siglos de la Iglesia el término se aplicaba a todos los obispos. La palabra castellana «papa» es igual a su forma latina y significa simplemente «padre». Comenzando en el siglo V en Occidente, alrededor de la época del papa León Magno, el título de papa fue quedando reservado cada vez más para el obispo de Roma. Como se ha indicado anteriormente, aunque los papas se gloriaban en la doble apostolicidad de su ciudad, se identificaban, no con Pablo, sino con Pedro. Algunos papas parecían incapaces de distinguirse de él, como si Pedro y ellos fueran una sola persona mística. Más habitualmente, sin embargo, se veían como su representante en el mundo, y el papa se refería a sí mismo como «vicario de Pedro», vicarius Petri. Este título aparece de manera especial en referencia a León Magno, y fue adoptado por sus sucesores durante los ocho siglos siguientes. Rara vez los papas se refieren a sí mismos como vicarios de Pedro y Pablo, como hacía el papa Juan VIII en el siglo IX. En lugar de como vicarios de Pedro, en la actualidad los papas se presentan a sí mismos como «vicarios de Cristo». Como el título de papa, en los primeros siglos la expresión «vicario de Cristo» se aplicaba a todos los obispos, porque tenían autoridad para gobernar la Iglesia y desempeñar sus funciones en nombre de Cristo, pero también se aplicaba a los sacerdotes y a los gobernantes seculares. En fecha tan tardía como el siglo XI, por ejemplo, el emperador Enrique IV se proclamaba a sí mismo estruendosamente vicario de Cristo. Para el siglo siguiente, debido en parte a la acción de san Bernardo de Claraval, el título hacía exclusivamente referencia al papa, y a comienzos del siglo XIII el papa Inocencio 111 lo adoptó

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oficialmente para expresar una autoridad de mayor alcance que la de los demás obispos. Los papas siguientes siguieron gustosamente su ejemplo. A comienzos de la Edad Media, a veces el papa se refería a sí mismo como «patriarca de Roma», y más tarde como «patriarca de Occidente», que en el siglo XIX se incluyó en la lista oficial de títulos papales. Siempre ha tenido un significado algo vago, sin embargo, y fue eliminado de la lista en 2006. Los actuales documentos papales designan al papa como Sumo Pontífice, Summus Pontifex. Como tantos títulos papales, éste se aplica también a todos los obispos. Para el año 900, sin embargo, apareció en los documentos papales refiriéndose al papa, y en unos cuantos siglos quedó establecido como el título más frecuentemente usado en los documentos oficiales para designarle. El polo opuesto al título de Sumo Pontífice es el de «Siervo de los Siervos de Dios». La expresión se encuentra en fecha tan temprana como el siglo V, pero, de nuevo, no aplicada exclusivamente a los papas hasta el siglo XIII. Es el más amado de todos los títulos papales y el que expresa el mensaje de Cristo a Pedro y los demás apóstoles en la Última Cena, cuando lavó sus pies y les dijo que ellos debían hacer lo mismo por los demás si querían ser discípulos suyos. Como el Concilio Vaticano II (1962-1965) subrayó fuertemente la condición servicial de todo liderazgo en la Iglesia, el papa Pablo VI añadió el título a la lista oficial.

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