HEROIDAS, CARTA DE LEANDRO A HERO Ovidio fue un poeta romano que vivió entre los siglos I a. C. y I d. C. Su obra más famosa es tal vez Las metamorfosis, compuesta por distintos relatos de la mitología grecolatina. También prestó especial atención al tema amoroso: son famosos sus libros Arte de amar, con consejos dirigidos a los varones sobre cómo conquistar el amor de una mujer, cómo conservarlo, etc; y Remedios de amor, donde pretende asesorar sobre como aliviar el sufrimiento producido por el desengaño amoroso. En su obra Heroidas, da la voz a distintas heroínas de la mitología y las leyendas clásicas, que en forma de carta se lamentan por la ausencia del amado, por la distancia que los separa, por el abandono, etc. No obstante, algunas de esas cartas se presentan escritas por personajes masculinos, como es el caso de la que leeremos a continuación, firmada por Leandro y dirigida a su amada Hero que lo espera al otro lado del Helesponto. ----------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------

El joven de Abido te envía el saludo que él preferiría llevarte, oh, muchacha de Sesto, si se aplacaran las olas del mar. Si los dioses me son favorables y propicios en el amor, leerás estas palabras mías con ojos de disgusto. Pero no me son propicios. Pues, ¿por qué aplazan mis deseos y no me permiten nadar por el agua que ya conozco? Tú misma ves el cielo más negro que la pez y los mares encrespados por los vientos y apenas abordables por las huecas barcas. Solo un marinero -y ese un temerario- el que te entrega mi carta, ha emprendido travesía desde el puerto. Me habría yo embarcado si no fuera porque, cuando soltaba amarras de la proa, todo Abidos estaba en los miradores. No podía engañar a mis padres, como hasta ahora, y el amor que queremos mantener oculto, no lo habría estado. Rápidamente, escribiendo estas líneas, dije: “¡Ve, carta, con buen agüero! Dentro de poco ella alargará hacia ti su hermosa mano; quizá incluso te rozará acercando sus labios, al querer romper sus ataduras con su diente de nieve”. Tras haber dicho tales palabras en voz baja, mi diestra habló con el papel todo lo demás. ¡Ah, cuánto hubiera preferido que ella, mejor que escribir, nadara y me transportara servicial a través de las acostumbradas aguas! Pues mi mano, desde luego, está más preparada para dar azotes al ponto en calma; pero es también la adecuada sirvienta de mis sentimientos. Transcurre la séptima noche, tiempo para mí más largo que un año, desde que el mar

intranquilo hierve con roncas aguas. Si a lo largo de estas noches he visto yo el sueño sosegando mi pecho, sea larga la demora del mar enloquecido. Sentándome en alguna ronca, contemplo triste tus playas y me traslado con el alma allí donde no puedo llegar con el cuerpo. Hasta incluso mi mirada distingue, o cree distinguir, unos ojos que observan desde lo alto de la torre. Tres veces dejé mi ropa en la seca arena y tres veces intenté emprender desnudo la arriesgada travesía. El mar hinchado se opuso a mis juveniles intentos y sumergió con sus aguas alborotadas mi rostro mientras nadaba. Mas tú, oh el más indómito de los rápidos vientos, ¿por qué emprendes conmigo combates con ahínco tan tenaz? (…) ¡Ten consideración, te lo ruego, y haz que sople con más moderación una brisa favorable! Pido cosas vanas y él mismo murmura contra mis súplicas, y no sosiega por parte ninguna las aguas que azota. ¡Ojalá ahora Dédalo me diera las atrevidas alas! (…) Cualquier cosa que ocurra la soportaré. Que pueda tan solo levantar por los aires este cuerpo que a menudo estuvo suspendido en el agua dudosa. Entretanto, mientras los vientos y el mar me niegan todo, doy vueltas en mi mente a los primeros momentos de mi amor furtivo. La noche estaba comenzando (…) cuando yo, enamorado, salía de las puertas de mi casa paterna. E inmediatamente, despojándome de la ropa al mismo tiempo que del temor, arrojaba mis flexibles brazos al agua del mar. (…) La ola reverberaba con la imagen de la luna al reflejarse y había un resplandor propio del día en medio de la callada noche. Ninguna voz por ninguna parte, ningún murmullo llegaba a mis oídos, si no era el del agua removida por mi cuerpo. (…) Y ya, fatigados mis brazos bajo uno y otro hombro, me elevo, alzándome con fuerza hacia la superficie de las aguas. Tan pronto como vi desde lejos la luz1, dije: “En ella está mi fuego, aquellas playas tienen mi luz”. Y súbitamente las fuerzas regresaron a mis cansados brazos, y las olas me parecieron menos fatigosas de lo que habían sido. Para que no pueda yo sentir el frío de las heladas profundidades me asiste el amor que arde en mi corazón apasionado. Cuanto más me acerco y más cercanas se me hacen las playas, y cuanto menos me falta por llegar, más placer encuentro en la travesía. Pero cuando ya incluso puedo ser visto por ti, entonces inmediatamente renuevas mi coraje al ser mi espectadora y consigues que tenga fuerzas. Ahora también me esfuerzo por agradar a mi amada nadando y lanzo mis brazos para que tus ojos los vean. A tu nodriza le cuesta trabajo impedirte que te lances al mar; pues eso también lo vi y en ello no me engañabas. Pero no consiguió, sin embargo, aunque te retenía al marchar, que tu pie no se humedeciera con las olas más avanzadas. Me recibes con tu abrazo y compartes conmigo unos besos gozosos, besos, oh dioses soberanos, dignos de ser buscados a través del mar; y de tus hombros te quitas y me das tu manto y secas mi cabellera húmeda del agua del mar. Lo demás, la noche y nosotros y la torre cómplice lo sabemos, así como el candil que me enseña el camino a través del estrecho. Los placeres de aquella noche son tan difíciles de contar como las algas del mar del Helesponto. Cuanto menor era el tiempo que se nos daba para 1 La del candil de Hero, que le servía de faro.

nuestros encuentros, tanto más nos cuidábamos de aprovecharlo. Y ya, cuando el alba se disponía a poner en fuga a la noche, había salido el Lucífero, precursor de la Aurora. Multiplicábamos besos apresurados y arrebatados sin orden y nos lamentábamos de que fuera corta la duración de la noche. Y así vacilando al oír la llamada de la nodriza, abandono la torre y me dirijo a la fría playa. Nos separamos llorando y regreso otra vez al mar, volviendo la vista a mi amada, mientras podía, una y otra vez. Si algún crédito se merece la verdad, al marchar hacia allí me parece que soy un nadador, pero al volver me tengo a mí mismo por un náufrago. Esto también te digo, por si lo crees: el camino que me lleva a ti me parece cuesta abajo, mas el que me trae de ti me parece una empinada cuesta de agua inmóvil. Vuelvo a mi patria contra mi voluntad. ¿Quién podrá creerlo? Y contra mi voluntad, por supuesto, me quedo ahora en mi ciudad. ¡Ay de mí! ¿Por qué, unidos en el espíritu, nos separan las olas?, ¿y por qué, si tenemos un único pensamiento, no nos tiene una única tierra? O bien a mí me acoja tu Sesto, o bien a ti te acoja mi Abido; tu tierra me gusta tanto como la mía. ¿Por qué me alboroto yo cada vez que se alborota el mar? ¿por qué el viento, un motivo ligero, puede serme un obstáculo? Ya los curvados delfines conocen nuestros amores y pienso que no les soy desconocido a los peces. Ya se abre ante mí el frecuentado sendero de las acostumbradas aguas, no de otro modo que el camino trillado por las muchas ruedas. Antes me quejaba de que no tuviera camino si no era de este modo, pero ahora me quejo de que también este me falte por causa de los vientos. Las aguas de la hija de Atamante2 blanquean con desmesuradas olas y apenas en su puerto permanece a salvo la barca. Este mar, cuando por primera vez fue llamado así por haberse ahogado la doncella, seguramente estaba como ahora. Y ya bastante infame es este lugar por haber perecido aquí Hele, para que a mí me perdone; en su nombre lleva escrito el crimen. (…) A menudo mis brazos languidecen por el continuo movimiento y apenas puedo arrastrarlos en su fatiga a través de las aguas inconmensurables. Pero cuando les he dicho: “pronto os daré el cuello de mi amada para que lo abracéis, recompensa no fútil de vuestro esfuerzo”, enseguida se fortalecen y se esfuerzan por conseguir su recompensa, como un rápido corcel en Elea al que se le da suelta desde la línea de salida. Yo mismo, pues, miro por mis amores, en los que me abraso, y es a ti, joven más digna del cielo, a quien voy siguiendo. Digna del cielo, sí, pero ¡quédate todavía en la tierra o dime también a mí por dónde es el camino que lleva a los celestiales! Aquí estás, y muy poco es el tiempo que pasas al lado de tu mísero amante; y junto con mi espíritu, comienzan a removerse los mares. ¿De qué me sirve que no me separe de ti un extenso mar? ¿Acaso es menos obstáculo para nosotros esta estrecha franja de agua? Dudo si preferiría, apartado y lejos de todo el mundo, 2 La hija de Atamante es Hele, que viajando sobre el carnero del vellón dorado, cayó al mar en ese lugar, dándole su nombre: Helesponto (ponto es mar)

tener, con mi amada, lejos también mi esperanza. Ahora, cuanto más cerca está, con más cercana llama me abraso, y aunque el objeto no está siempre conmigo, sí que lo está siempre mi esperanza. Casi toco con la mano -tanta es la proximidad- aquello que amo; pero muchas veces, ¡ay! este “casi” es motivo de lágrimas para mí. ¿Qué otra cosa es querer apresar los frutos que huyen y perseguir con la boca la esperanza de un río que se escapa?3 Así pues, ¿nunca te tendré yo a ti sino cuando quieran las olas, y ningún invierno me verá feliz? Y aunque nada haya menos seguro que el viento y el agua, ¿estará siempre mi esperanza puesta en los vientos y en el agua? Sin embargo, todavía es verano. ¿Qué ocurrirá cuando la Pléyade y el Guardián de la Osa y la Cabra Olenia me agiten en el mar?4 O no conozco yo hasta qué punto soy temerario, o el despreocupado amor me lanzará también entonces al mar. Y no pienses que te prometo esto porque aún falta mucho tiempo. Bien pronto te daré muestras de lo prometido. Si aún ahora el mar se encrespa unas pocas noches más, trataré de marchar a través de las aguas que se me oponen. O bien quedando yo a salvo tendrá éxito mi audacia, o bien la muerte será el fin de mi amor angustiado. Sin embargo, será mi deseo ser arrojado en aquellos lugares y que mis miembros náufragos alcancen tu puerto. Llorarás entonces y no desdeñarás tocar mi cadáver, y dirás: “¡yo he sido la causa de su muerte!” ¿Acaso te molesta el augurio de mi muerte y te es odiosa mi carta en esta parte? Dejo de hablar de ello; no te lamentes más. Pero para que el mar ponga fin a su ira, haz que se añadan tus deseos a los míos. Solo necesitamos una bonanza de poco tiempo, mientras hago la travesía; cuando haya alcanzado tus playas, que continúe la borrasca. Ese varadero es el adecuado para mi barca y en ningún agua está mejor mi popa. Que el Bóreas me tenga recluido allí donde es dulce quedarse; entonces seré remiso para nadar, entonces seré precavido y no haré reproches ningunos a las sordas olas, ni me lamentaré, antes de ponerme a nadar, de que el mar sea funesto. Deténganme al mismo tiempo los vientos y tus tiernos brazos y por esos dos motivos sea yo retenido ahí. Cuando me lo consienta la borrasca, usaré los remos de mi cuerpo; tú, tan solo, ten siempre el candil a la vista. Entretanto, supliéndome a mí, que mi carta pase la noche contigo; ¡ojalá que solo un poco después de ella llegue yo! --------------------------------------------------------------------------------------------------------------------Epigrama de Marcial: “Buscando el audaz Leandro sus dulces amores y siendo en su fatiga acosado por las hinchadas aguas, dicen que así habló el desdichado a las olas que lo amenazaban: «perdonadme en tanto que me apresuro hacia mi meta, sumergidme cuando vuelva»”.

3 Alusión al castigo infernal de Tántalo, 4 Se trata de constelaciones que, según las creencias griegas, provocaban borrascas.

Soneto XXIX de Garcilaso de la Vega Pasando el mar Leandro el animoso, en amoroso fuego todo ardiendo, esforzó el viento, y fuese embraveciendo el agua con un ímpetu furioso. Vencido del trabajo presuroso, contrastar a las ondas no pudiendo, y más del bien que allí perdía muriendo, que de su propia muerte congojoso, como pudo, esforzó su voz cansada, y a las ondas habló desta manera mas nunca fue su voz de ellas oída: “Ondas, pues no se excusa que yo muera, dejadme allá llegar, y a la tornada vuestro furor ejecutad en mi vida”.