HABLAR DE DIOS EN LA ESCUELA HOY Javier Cortés Soriano Director General del Grupo SM. Conferenciante habitual en cursos de formación del profesorado. Estudios de Filosofía y Letras en la Universidad de Valencia, y de Teología en las Universidades de Friburgo (Suiza) y Roma. Plantearse una reflexión sobre la posibilidad de hablar de Dios desde la escuela católica hoy representa una empresa cuando menos atrevida. Ni Dios ni la escuela aparecen en los rankings de famosos ni de instituciones de moda. Y, sin embargo, ambos elementos –Dios y el esfuerzo educativo–, han representado piezas claves de la historia de la humanidad. No conocemos en la historia ninguna cultura sin Dios ni tampoco ninguna cultura sin estructuras de transmisión de aquello que considera verdadero, bueno y bello. Esta mera constatación nos sitúa ya en el realismo del contexto que nos ha tocado vivir: no es esta época muy dada a grandes profundidades ni planteamientos de calado, más bien se mueve, en apariencia, como el surfista en busca de nuevas olas, siempre a gran velocidad, pero sin el reposo necesario para la profundidad. Pero es inútil quedarse atrapado en y por este análisis. Nuestra época tiene las dificultades que tiene frente a otras que tuvieron las suyas. Ya en los años veinte Ortega y Gasset afirmaba que «lo característico del momento presente es que el alma vulgar, sabiéndose vulgar, tiene el denuedo de afirmar el derecho a la vulgaridad y lo impone donde quiera». El lamento de los ancianos sobre la inconsistencia de las nuevas generaciones es tan antiguo como la vida misma. De lo que se trata es de asumir con valentía nuestras responsabilidades de educadores cristianos en el momento que nos ha tocado vivir, sintiéndolo como el mejor tiempo propicio para desarrollar nuestra propia vocación y aceptando el reto como una respuesta a la llamada del maestro. Comenzaremos nuestra reflexión con un pequeño repaso sobre la situación de estos dos elementos, Dios y la escuela en nuestro contexto más cercano. Necesitaremos después preguntarnos por la especificidad y radicalidad del Dios cristiano –el Padre de Jesús–, para evitar en lo posible cualquier tipo de contaminación. Sólo desde ese esfuerzo podremos, finalmente, preguntarnos por el lenguaje que ese Dios requiere para que la escuela católica pueda constituirse de verdad en una palabra suya. Todo esto desde una fe contrastada en el valor no sólo de la educación sino de la encarnación de la misma en instituciones escolares como las que representan las de la tradición agustiniana. 1. UNA MIRADA AL CONTEXTO

a) Dios y la religión Para iniciar la descripción del contexto en lo que se refiere a Dios y la religión en nuestra sociedad, puede resultar de interés acudir a los datos que arrojan recientes estudios sobre la vida de los jóvenes y su vivencia de la religiosidad 1. Se mantiene constante en torno al 78% el dato sobre la creencia en Dios. No se trata, sin embargo, del Dios cristiano, sino más bien de un Dios impersonal con resonancias más bien panteístas. Parece que los jóvenes viven con ciertas creencias religiosas, eso sí, completamente desligadas de cualquier tradición institucional religiosa y fruto de una construcción absolutamente personal.

Estas creencias sin pertenencia no suponen ningún elemento nuclear en su propia vida personal y se han construido a partir de sus propias experiencias y de sus posibilidades de acceso a las diferentes tradiciones religiosas. En este proceso, la Iglesia Católica ha desaparecido como la gran transmisora o configuradora de su universo de creencias, ya desde hace muchos años. Jesucristo sigue siendo un valor permanente pero su posible atractivo está completamente desligado de la presencia de la Iglesia Católica en la sociedad y en la cultura 2. Este desinterés real y práctico por el mensaje de la Iglesia no nace tanto de una beligerancia anticlerical, sino más bien de la constatación de su irrelevancia. El dato verdaderamente interesante es que los jóvenes no están alejados del mundo espiritual. Estas posibles vivencias espirituales quedan relegadas a bienes de carácter espiritual (consuelo interior, creencias en el más allá, cierta experiencia de fraternidad, etc.) y encuentran su objeto en la presencia de una oferta caótica, no formalizada pero en ocasiones fascinante de religiones sustitutivas. Desdogmatización, desinstitucionalización, eclecticismo y subjetivización, constituyen los instrumentos para ese constructor. Apoyando este análisis, Martín Velasco afirma que se está dando una fuerte metamorfosis de lo sagrado en la cultura actual que se ha desvinculado de las religiones tradicionales para centrarse en una nueva realidad cuyo centro indiscutible es el hombre 3. Es muy significativo constatar que en todo ese proceso los jóvenes están radicalmente solos. El pensamiento instalado como políticamente correcto bloquea cualquier intervención sobre la religión al haber decretado que la religión no pasa de ser un asunto estrictamente privado con lo que cualquier postura es absolutamente respetable. Es un asunto en el que nadie puede entrar y frente al que se esgrime la tolerancia respetuosa y exigible. En este contexto, las intervenciones de la jerarquía de la Iglesia son consideradas como interesadas y manipuladoras como si a lo largo de la historia se nos hubiera ocultado la auténtica verdad. Pero el hecho de que las religiones institucionalizadas no sean consideradas como fuentes cualificadas del mundo espiritual, no significa que los jóvenes no encuentren en la cultura en la que viven inmersos referentes de diversa índole para canalizar esa sensibilidad hacia lo espiritual. La religión –lo religioso y todo su universo de simbología–, no han desaparecido de los productos culturales sino que más bien parece que se acrecienta su presencia. En efecto, los “lugares” donde los jóvenes encuentran “alimento y material” para el desarrollo de todo su mundo de creencias están más bien en el ámbito de su consumo cultural ya sea de cine, de música o de literatura. En todos estos ámbitos, lo religioso en sus diferentes formas aparece y reaparece en una amalgama ecléctica y superficial con un denominador común: la crítica a las religiones institucionalizadas en especial a la jerarquía de la Iglesia Católica.

Este fenómeno convive con otro bien destacado por algunos analistas sociales y que se refiere a un cierto retorno de la credulidad fácil. Ignacio Ramonet habla de «el ascenso de lo irracional» 4, José Antonio Marina del «caso de la credulidad rampante» 5 y Vicente Verdú del «reencantamiento de lo finito» 6. Resultará profética la afirmación de Chesterton de que «cuando se deja de creer en Dios no se deja de creer en todo, sino que se empieza a creer en todo». Si a todos estos fenómenos le añadimos la presencia –cada vez más agresiva en todos los sentidos– de los fundamentalismos, resulta que, a lo que parece, nuestro mundo global es hoy más religioso que antes, con las dos excepciones que sitúan los sociólogos de la religión: la excepción geográfica de la vieja Europa imparable en su proceso de secularización y la excepción sociológica de las élites culturales en todo el planeta que abandonan también la religión y que comparten la crítica tradicional contra las religiones, heredada del enfrentamiento de éstas con el proceso de la modernidad 7. Este cierto auge de lo espiritual encuentra, sobre todo en los países de ámbito anglosajón, un aliado interesado: el sistema económico imperante. El desarrollo y la implantación de espiritualidades flácidas –en las que el encuentro con la divinidad no pasa por la carne de la historia–, y que, además, refuerzan una estructura moral pública y privada, siempre vendrá bien a un sistema económico travestido en capitalismo de ficción, que invita constantemente al consumo de productos y de sensaciones. Al final, este tipo de experiencias espirituales constituyen un producto más, que el sistema ofrece para contribuir al bienestar del ciudadano. De hecho la “industria religiosa” que está emergiendo incluso en la secularizada Europa (horóscopos, quirománticos, tarots, telepredicadores, etc.), muestra hasta qué punto aquí hay mercado y consumo. Se controla con esmero la presencia pública de las religiones institucionalizadas en la tradición de la modernidad laica, pero lo religioso nos aparece entre las ofertas y referentes culturales de la mano de otros agentes, muchos de ellos instalados en la manipulación más vil de la conciencia y del bolsillo, como está ocurriendo de manera sistemática en muchos países de América Latina. Lo que llama la atención, es el silencio del pensamiento imperante políticamente correcto (privatización de la religión hacia su posible extinción de la vida pública) sobre todas estas realidades. Pareciera como que continuara fijado en controlar los movimientos de las religiones mayoritarias en la tradición occidental como es el caso de la Iglesia Católica, mientras otros agentes aparecen interviniendo directamente sobre la vida de nuestros conciudadanos en el ámbito de la religiosidad. Hay otro dato muy relevante en lo que se refiere a la presencia de la religiosidad en nuestro sistema educativo. Hoy superamos ya los 500.000 inmigrantes en los tramos obligatorios –con una gran concentración en determinados centros–, y el 13,7% de los nacimientos en España en el año 2004 lo fueron de madre extranjera. Basten estos dos datos para señalar una realidad reciente y de hondo calado cultural y que deberemos tener muy en cuenta para situar bien el trabajo de la escuela.

Pero, más allá de las consideraciones cuantitativas, el dato que verdaderamente nos interesa en este acercamiento a nuestro contexto es el siguiente: para todas estas familias la experiencia religiosa no sólo es importante en sus vidas sino que constituye un elemento clave de su propia identidad. La inmigración supone, entre otros, un reto cultural de primera magnitud y así lo debemos afrontar si realmente queremos construir una sociedad que, en el futuro, pueda convivir. No olvidemos que los protagonistas de la “crisis del velo” en Francia 8, por ejemplo, o el sustrato de jóvenes donde se alimentan las posturas islámicas más radicales en toda Europa, pertenecen a la tercera generación, no son los inmigrantes que dejaron sus tierras, se consideran ciudadanos europeos y han tenido la oportunidad de estudiar y de prosperar en estos países de llegada. La evolución de países cercanos como es el caso francés, debería hacernos reflexionar aquí en España. Estamos poniendo las bases de los procesos de integración de estos nuevos españoles y de la calidad de ese proceso va a depender el futuro de la convivencia en España. Asistimos, desgraciadamente, a un cierto endurecimiento de esa tradición laica de la modernidad, fijada en posturas de hace más de un siglo y que no tiene en cuenta el mismo proceso de revisión que el pensamiento heredero de aquella primera modernidad ha ido elaborando sobre muchos de sus planteamientos, entre ellos el de la religión. Las realidades sociales y culturales son tan distintas que se impone un esfuerzo de relectura de la misma tradición laica no sólo en el ámbito de la escuela, sino incluso en el de las relaciones internacionales. b) La escuela Probablemente, la contradicción más importante que vive la escuela hoy consista en ser el objeto de exigencia número uno por parte de unos adultos –los padres–, que, sin embargo, en los ámbitos en los que tienen que ejercer su propia responsabilidad educativa, manifiestan actitudes menos comprometidas y exigentes. Como se está poniendo de manifiesto en numerosos estudios y aportaciones recientes9, vivimos en una cultura de auténtica “infantolatría” donde el mensaje tiende a ser «no sólo debes tenerlo todo sino que tienes el derecho a tenerlo todo». En este contexto, la escuela queda como la única institución educativa más o menos coherente y con un pretendido plan de actuación sistemática sobre los niños y jóvenes. Desde esta visión, acuden a ella todos para exigir intervenciones que puedan construir personas y ciudadanos. En este sentido, la escuela vive una “sobreexigencia” que, curiosamente, convive con la poca consideración social de sus profesionales y de su misma actividad. Esto hace que la escuela se vea sometida, a veces, a exigencias que proceden de los más diversos ámbitos con el peligro que esto conlleva de ciertos vaivenes que no favorecen en absoluto su propia coherencia e integridad. Esta primera característica de la situación de la escuela nos introduce en otro rasgo mucho más determinante, a mi modo de ver: hoy la escuela vive huérfana de las grandes utopías humanizadoras que desde el surgimiento de la modernidad la han ido alimentando. Quizá precisamente por eso –por carecer de la ilusión transformadora que la vio nacer en su versión más reciente–, esté en una situación de cierta intemperie y a merced de los intereses de sectores muy variados.

Hemos hablado antes de cómo se posicionan algunos padres frente a la escuela y qué tipo de exigencias le proponen, pero no olvidemos que, ante la ausencia de grandes utopías humanizadoras, el peligro más importante viene de los intereses más pragmáticos, cercanos a las dinámicas del sistema económico y del mercado. Nadie discute que la escuela tiene que preparar para la integración en la vida social en este aquí y ahora, pero eso no significa que la misma escuela se tenga que limitar a transmitir sólo aquello que el sistema necesita para seguir subsistiendo en los ciudadanos. Cuando no hay una inspiración profunda de la escuela anclada en los auténticos paraqués de la vida que pueden humanizar de verdad, ésta se limita a enseñar muchos cómos meramente instrumentales que no conducen a ningún tipo de satisfacción en la vida personal. Digamos que la dialéctica entre integración y profecía en la que la escuela siempre se sitúa, hoy queda debilitada a favor de la integración por esa carencia de utopías humanizadoras más radicales y con vocación de implantación global en las personas. En el tema que nos ocupa, este punto es de extraordinaria importancia por una razón de mucho peso: el Dios cristiano es celoso y tiene pretensión de absoluto. Quiere ocupar un espacio relevante y significativo en la vida de las personas. No se quiere limitar a elementos periféricos ni a zonas tibias. Pretende constituirse en elemento nuclear en torno al cual la vida cobre todo su sentido como oferta de plenitud global. Si nuestra escuela quiere ser palabra de ese Dios y sobre ese Dios, tiene que saber que se enfrenta a una cultura de lo parcial y momentáneo, frente a lo global y permanente. En este sentido, necesitamos elevar la pretensión de la escuela –no para que responda a todo lo que se le pide desde las autoridades académicas hasta el sistema de producción pasando por la insatisfacción de las familias–, sino, precisamente, para que se sitúe en su propio nivel que no es de preparar para lo inmediato sino acompañar en la construcción de la identidad personal. Una identidad que debe pivotar sobre propuestas de proyectos de vida de profundo calado que permitan a la persona recorrer el itinerario vital que le corresponda, asentado sobre valores profundos y de alta fecundidad humanizadora. Sólo eso permitirá que nuestros alumnos y nosotros mismos podamos movernos en la vorágine de nuestro mundo manteniendo el ser. Curiosamente, a mayor movimiento e inestabilidad externa, la escuela debería centrarse también más en aquello de valor perenne como oferta de horizonte vital personal. Y, sin embargo, a la escuela se le ve en más de una ocasión excesivamente sensibilizada ante los “maestros anónimos” hoy en forma de realidades tecnológicas y virtuales, como si quisiera competir contra ellos. Tenerlos en cuenta sí, tomar nota de lo que son y de lo que pueden representar también, pero en ningún caso competir contra ellos como si la escuela tuviera que alcanzar más atractivo. La batalla no está en ese nivel y si la situamos ahí perderemos la guerra porque la inferioridad de condiciones es más que evidente. El valor añadido de la escuela tendrá que venir por el lado del sentido y de la apertura a mundos interiores eternamente presentes en todo ser humano y no por la competencia con cualquier novedad en el ámbito de las redes o de las tecnologías. Ciertamente que muchos de los elementos de estas ya no tan nuevas realidades serán de extrema importancia para ese camino pedagógico, pero, en ningún caso, nos podremos quedar en ese nivel superficial.

La escuela, antes de plantearse la cuestión de su capacidad de hablar de Dios tiene que recuperar este nivel del que hablamos. En este sentido, planteamos un proceso necesario de reame ideológico de la escuela. Sin ese bagaje difícilmente podrá responder a este compromiso profundo. Para eso tendrá también que liberarse del estigma de oposición política en el que se ha convertido todo el sector educativo. Cuando hablamos de rearme ideológico, en ningún caso nos referimos a que – como ocurre en la actualidad –, todo lo referente a la educación sea un campo de confrontación de proyectos sociales entre unas y otras opciones políticas. Para todos los que estamos en el mundo educativo resulta doloroso ser objeto de políticas partidistas de uno u otro signo. La educación y la escuela tienen que liberarse de la focalización ideológica en determinados temas como si en ellos estuviera la clave que iba a solucionar todos los problemas de la educación. Echamos mucho en falta debates sobre cuestiones educativas de fondo como las que aquí estamos planteando. Esta reivindicación no significa que concibamos la escuela como una institución anquilosada y con una única preocupación de referencia a los modos de hacer del pasado. Todo lo contrario, pensamos que la escuela necesita, en algunos de sus esquemas, de una fuerte reconversión si quiere de verdad estar a la altura de los retos que le estamos planteando. A veces el mantener modos de actuación del pasado impide precisamente responder a la misión de la escuela en la actualidad. 2. REIVINDICAR EL DIOS CRISTIANO En medio de todo el ambiente espiritualista que hemos descrito, se hace más necesario que nunca reivindicar la especificidad, originalidad y autenticidad del Dios cristiano, el Padre de Jesús. Asistimos dentro de la propia Iglesia a algunas actitudes de cierto entusiasmo por este “retorno de lo sagrado” que pueden derivar en propuestas de evangelización un poco alejadas de la experiencia de encuentro con Dios que se nos describe en el evangelio. José María Mardones –en el libro que publicó poco antes de su muerte y que de algún modo refleja su testamento vital, espiritual y teológico–, nos ha dejado un itinerario de acercamiento al Dios de Jesús 10. Su planteamiento se inicia con una recomendación radical contra la tentación de idolatría. Es cierto que las personas tenemos inscrita en nuestra debilidad y vulnerabilidad la tentación de acudir a imágenes de lo divino que nos puedan anestesiar ese miedo básico de nuestra existencia. De ahí la importancia de estar vigilantes. La utilización religiosa del miedo no ha desaparecido, ni mucho menos, del horizonte de nuestra cultura. El descubrimiento del Dios de Jesús requiere de un cierto esfuerzo que nos lleve más allá de los dos sentimientos básicos que lo divino ha provocado en la vida de las personas: el miedo y la fascinación tal como los describió hace ya años Rudolf Otto 11. La nuclearidad del Dios cristiano, gira en torno al amor, al acercamiento voluntario y voluntarioso de Dios a la vida de las personas, y desde esta perspectiva sí puede ese amor derramado, desinteresado y pertinaz, ser objeto de miedo y fascinación por la inconmensurabilidad del mismo. Pero en esa misma dinámica de encuentro profundo, ambos sentimientos quedan verdaderamente purificados para convertirse en el sano temor de Dios y, al mismo tiempo, la experiencia de escuchar en lo más profundo del ser «tú eres mi amado».

El temor de Dios nos habla de la enorme distancia entre Dios y el hombre. Es el reconocimiento de que Dios es inabarcable, totalmente otro, en la línea de la más pura teología apofática de la tradición cristiana. Es el Dios cuya justicia nos supera y entrega el mismo salario al de la primera hora y al de la última. Es el Dios que se niega a responder a la pregunta existencial de Job manifestándole solo su carácter de misterio inaccesible para la comprensión humana. Es el Dios que queda preservado de cualquier instrumentalización o esquematismo. Pero ese Dios distinto no es distante. Precisamente es distinto no por su capricho veleidoso o la imprevisibilidad de sus comportamientos o juicios, sino porque es en sí mismo un amor más allá de cualquier atisbo de experiencia amorosa que podamos tener en nuestra vida. Aquí reside la clave de su enorme distancia con el hombre, no en el furor de un Dios justiciero que maneja a su antojo la vida de las personas. Y como tal amor irrefrenable, busca y sale al encuentro. De ahí la constante del “no temas”, perfectamente coherente con ese deseo que el Dios amor tiene de curar el miedo básico de nuestra existencia. Un Dios de estas características descarta cualquier imagen de intervencionismo milagrero en la historia de la humanidad. Acepta la consistencia del mundo y de la vida humana, respeta, por así decirlo, la “otredad” del ser humano, lo hace adulto y libre con capacidad de diálogo y encuentro vital. No es un Dios que se impone como fuerza arrolladora solucionadora de todas las vicisitudes humanas. Tampoco es un Dios justiciero que requiere de los sacrificios humanos o incluso divinos para entonces hacer caer su gracia y beneplácito sobre la vida de las personas. Más que un Dios del sacrificio es un Dios de la vida y para la vida que, no solo no provoca el sufrimiento en el mundo sino que ha hecho de la lucha contra el mismo toda su razón de ser: eliminar el dolor y la muerte para encaminar a toda la humanidad a la vida nueva y eterna. En la entrega y cercanía radical de la cruz, este Dios amor se ha enraizado en la historia de la humanidad como una semilla de nueva vida buscando la curación de la existencia humana desde dentro. Esta intimidad de Dios con el corazón humano que Jesús reivindica de manera constante en el evangelio nos habla de un Dios inscrito en el corazón, no un Dios externo de órdenes y mandatos externos que va organizando a su antojo la vida de los seres humanos. Y desde esta intimidad –tan bien expresada por el propio san Agustín–, salir al encuentro del otro y de los otros, reales, sufrientes, en un compromiso de construcción del Reino: la apertura hacia la humanidad en una lucha constante contra las barreras y las fronteras físicas y del corazón. Antes de plantearnos una posible palabra sobre Dios en la escuela católica debemos volver una y otra vez a la purificación de nuestras imágenes de Dios desde la propia experiencia personal gozosa con el amor primigenio y comprometido. 3. EN BUSCA DE LOS LENGUAJES ADECUADOS El discurso sobre el Dios cristiano, si quiere ser mínimamente fiel a lo que estamos describiendo, deberá huir de dos de los registros que más pueden distorsionar su imagen: el lenguaje dogmático y el lenguaje moral. Ninguno de los dos posee las cualidades necesarias para expresar toda su profundidad. El lenguaje dogmático pertenece al registro racional y se dirige a la comprensión objetiva, el lenguaje moral pertenece más al registro legal y se dirige a la voluntad.

La realidad que hemos descrito como el Dios Padre de Jesús, encaja más con un lenguaje que, sin renunciar a expresar y canalizar esa misma realidad, se dirija más a los ámbitos intuitivos y afectivos de la persona, en tres dimensiones: • La narración de la parábola. Puesto que el Dios cristiano es una acción amorosa que se introduce en la vida humana, conviene acudir a la narración de la parábola para contar qué hace Dios y cómo es la vida de las personas que viven desde el encuentro profundo con él. Este género –muy cercano a los evangelios en general, no sólo a las parábolas–, representa el núcleo de los grandes textos bíblicos tanto del antiguo como del nuevo testamento. Por medio de todos esos relatos se descubre quién es Dios. • El símbolo expresado en palabras y vivido en la celebración. El símbolo es una realidad cercana que nos remite a algo que está más allá, que nos trasciende, pero de la que tenemos noticia cierta porque comunicamos con ella más allá de lo tangible. Se sitúa en el límite de lo que tenemos a nuestro alcance, pero también como límitefrontera de una realidad ampliada. Cuando el símbolo se convierte en expresión celebrativa, abre –para todos aquellos que participan–, un nivel de experiencia y comunión más profundo que la mera descripción de conceptos. • El testimonio como palabra hecha vida en medio del mundo. Frente al registro moral que habla de conductas buenas y malas, el lenguaje del testimonio expresa la fuerza humanizadora y de plenitud que puede tener la experiencia del Dios cristiano en la vida de las personas. Se trata de sintonizar con la experiencia vital de lo que han sentido, de lo que eran y de lo que son, una vez su vida se ha arraigado en la cercanía del Dios amor. Toda la tradición bíblica y de los grandes maestros de la espiritualidad cristiana manifiestan con claridad que su experiencia del Dios cristiano no puede quedar encerrada en esquemas de lenguaje racionales o morales. 4. EN UNA ESCUELA COMPROMETIDA El Dios que hemos descrito con los lenguajes que podemos poner a su servicio tiene cabida en la escuela católica, no como un postizo sino en su misma entraña. Desde allí puede conformar cada uno de los tres ámbitos naturales de la escuela: – El ámbito educativo académico, es decir todo lo que tiene que ver con el desarrollo de los currículos en toda su extensión. – El ámbito educativo de la acción pastoral, es decir aquellos espacios de actividad de la escuela en los que se lleva a cabo un anuncio explícito de Jesucristo. – El ámbito educativo extracurricular que abarca todo aquel espacio de la escuela en el que se enmarca la convivencia, las propuestas educativas de amplia oferta que pretenden ampliar los horizontes de nuestros alumnos y alumnas. a) -En el ámbito educativo académico: «El diálogo fe-cultura»

Hay quien piensa que para que la escuela se constituya en un lugar donde tenga cabida este “hablar de Dios” hay que introducir muchos elementos “extra” en la propia escuela, al margen de los elementos que ella misma posee. Esto produce un dualismo de facto: dos realidades que conviven en el seno de la propia escuela. De un lado el ámbito académico con sus propias dinámicas, dejado a sus propias exigencias, como un ámbito pretendidamente objetivo, y de otro lado, las acciones propiamente evangelizadoras en el que cambia el registro y donde se ponen en juego otros valores. El alumno percibe con nitidez la contradicción y la incoherencia de este modo de hacer escuela, de tal manera que el mismo mensaje queda invalidado por la práctica cotidiana de la escuela. Nuestra propuesta invita a profundizar –primeramente–, en lo que es la escuela porque ya en ese intento de fidelidad a su propia misión encontraremos el contexto sin el cual cualquier intento de palabra sobre Dios, resultará hueco y vacío. De este modo, además, superaremos todo tipo de dualismo. Debemos recordar que la escuela es –en primer lugar–, una institución cultural en tanto que ejerce de mediador entre la cultura y los alumnos. Entendemos la cultura como todo el conjunto de conocimientos, creencias, costumbres, normas, instituciones y formas de vida, presentes en una sociedad, y que sirven para dar sentido a la vida de sus miembros. La escuela es una institución cultural en tanto en cuanto selecciona qué elementos de la cultura, no sólo presente sino pasada, son dignos de ser transmitidos. Una vez seleccionados, los asume y los transmite de una manera sistemática. Este primer movimiento de la escuela hacia la cultura “sanciona” y prioriza lo que esa escuela considera relevante para la vida de sus alumnos. Por tanto, toda escuela en acto es un juicio sobre la cultura. Y este juicio se manifiesta directamente no sólo en el currículo oficial (materias, carga horaria, etc.), sino en los valores y orientaciones que se ponen en juego en el llamado currículo oculto como muy bien sabemos. Puesto que no hay juicio ni sanción sin valores, desde su primer movimiento –hacia la cultura–, la escuela supone un acto moral que pone en juego valores. Los que postulan una pretendida “escuela neutra”, ignoran esta raíz moral de la escuela como acto educativo. Es muy probable que esta primera selección que lleva a cabo la escuela sea, en gran medida, inconsciente (desgraciadamente), pero no por eso resulta menos real. Toda escuela “prefiere” y tiene, además, la obligación de verbalizar este primer proceso de selección, si quiere realmente responder a las expectativas que como institución educativa tiene en una sociedad culta y democrática. En última instancia, lo que pretende la escuela es, no sólo la transmisión de aquella parte de la cultura que considera humanizadora, sino la integración de los alumnos en esa selección cultural. De esta manera, la escuela se convierte en un “reforzador” de determinados elementos de la cultura y, al mismo tiempo, en un “silenciador” de otros. El criterio que la escuela aplica en este proceso de selección no es otro que un determinado ideal de persona y de mundo. Lejos de las ingenuidades de la pretendida “escuela neutral”, aséptica y hasta científica, la escuela nace en un acto de preferencia moral que pone en juego valores y modelos de felicidad humana. Aquellas personas que, por ejemplo, consideren irrelevante la religión como elemento cultural, postularán una escuela laica en el sentido más excluyente de la expresión. Su modelo de escuela depende directamente de su modelo de persona y de mundo.

Es en este nivel en el que se produce de facto, el tan traído y llevado diálogo fe-cultura. El lugar propio de éste no está en los grandes diálogos que se puedan establecer entre filósofos o sociólogos y teólogos, sino en el ejercicio diario que se lleva a cabo en la escuela católica cuando se afrontan todos y cada uno de los elementos de la cultura y se leen “desde” el gran mensaje para la humanidad que es el evangelio. Es entonces cuando aparecen con claridad los paraqués del estudio de todo ese acervo cultural. Como muy bien indica el Vaticano II en su constitución Gaudium et Spes «la buena nueva de Cristo renueva constantemente la vida y la cultura del hombre caído, combate y elimina errores que provienen de la seducción permanente del pecado … Con las riquezas de lo alto fecunda como desde sus entrañas las cualidades espirituales y las tradiciones de cada pueblo» 12. Dios –como palabra vivificante para el hombre en todo tiempo y circunstancia–, no es una realidad absolutamente extrínseca a la propia cultura que la humanidad ha ido desarrollando a lo largo de toda su historia. La escuela católica, en su tratamiento de la cultura, especialmente en el contexto de las diferentes áreas, debe comprometerse a esta tarea de purificación/fecundación que nos propone el Vaticano II. La cultura es un fenómeno humano natural que, como todos los demás, cobran su verdadero sentido y orientación a la luz de la experiencia de Jesucristo. Estos planteamientos que pueden sonar a afirmaciones dogmáticas lejanas y estereotipadas, adquieren –cuando se asumen con radicalidad–, dimensiones absolutamente creativas. La cultura, tal como se ha desarrollado en los últimos siglos –sobre todo con el avance de las ciencias–, se ha troceado en multitud de compartimentos, muchos de ellos con pretensión de ser LA auténtica y primigenia palabra sobre el hombre. El proyecto de persona y de mundo emanado del evangelio nos proporciona un criterio para ordenar toda esta amalgama. En este sentido, y de manera muy concreta, el diálogo fe-cultura hecho acto en la escuela supone: – Dar sentido a cada una de las áreas en las que la cultura se hace presente en la escuela, es decir, responder a la pregunta del para qué de cada una de ellas, es decir, qué lugar ocupan al servicio de la persona. – Desde cada una de esas áreas ir construyendo la visión cristiana de la persona y del mundo, es decir, ofrecer una auténtica cosmovisión antropocéntrica cristiana. – Descubrir en cada una de esas áreas las diferentes dimensiones de la vida humana y cómo el mensaje de Jesús retoma, purifica y plenifica todas esas dimensiones. – Ejercer una tarea de denuncia profética sobre las diferentes manipulaciones que desde intereses espurios se ejercen de manera sistemática sobre todas esas dimensiones humanas reflejadas en la cultura. Así pues, hablar hoy del Dios de Jesús en el ámbito académico tiene un objetivo y supone un compromiso claro y definido. b) -En el ámbito de la acción educativa pastoral: «Una evangelización kerigmática» Junto a este primer ámbito de la escuela en el que debemos decir una palabra sobre el Dios de Jesús, debe darse también otro espacio –el de la acción pastoral–, que en sana armonía con el anterior, suponga una palabra distinta y quizá más explícita y de mayor intensidad.

Entendemos el espacio de la pastoral como aquel lugar en el que la escuela católica pretende ofrecer a sus alumnos la posibilidad de alcanzar la experiencia religiosa cristiana. No se trata, por tanto, del espacio en el que se “practica” la religión cristiana en una mentalidad de cristiandad generalizada absolutamente trasnochada, ni del lugar donde se lanzan los mensajes morales en un intento de que nuestros alumnos se moldeen según la ética cristiana sin más. Si el objetivo es poner todos los medios posibles para que alcancen la experiencia religiosa cristiana, la pastoral en estos tiempos que hemos analizado antes tendrá que ser radicalmente kerigmática, es decir, de anuncio –en muchos casos será sin duda de primer anuncio– y de llamada. Hablamos, pues, en primer lugar de una vida. La experiencia religiosa cristiana no se sitúa ni en el ámbito de los conocimientos ni en el de la moral (en primer término). Es una experiencia significativa, una vida, no una idea ni siquiera un compromiso inmediato. Una vida experimentada en el seno de una comunidad real y visible. Una vida, no conquistada por la voluntad, sino entregada y, por tanto, recibida. En ese contexto se va desarrollando un encuentro personal que trasciende la dinámica modeloimitación para constituirse en un diálogo real de amistad y cercanía afectiva hasta conseguir que resuene en el núcleo más íntimo de la persona: Tú eres mi amado. Desde esta experiencia interior se va configurando una nueva identidad personal en la que van tomando cuerpo, poco a poco, las grandes verdades formuladas de la fe: sentirse hijo de Dios, experimentar la presencia de Dios en el pobre, vivir la vida como un regalo, constante sentimiento de acción de gracias, entrar en procesos de discernimiento sobre la propia vida, etc. Una identidad, además, que, por fin, se manifiesta en un estilo de vida y en un compromiso visible en todos los ámbitos de la vida. Una pastoral que adopte esta perspectiva debe abandonar esquemas de paradigmas de cristiandad o de práctica, y adentrarse en caminos menos estructurados trabajando más desde la visión de capacidades y áreas. Las capacidades a las que nos vamos a referir no son patrimonio exclusivo de la acción pastoral. Muy al contrario, la escuela las puede trabajar desde todos sus diferentes ámbitos, pero, en sí mismas, constituyen el sustrato humano indispensable para una experiencia de fe. • Capacidad de introspección. La persona tiene que ser capaz de hacer el silencio, de escucharse, de tomar conciencia de sus movimientos interiores y de identificarlos con el lenguaje propio de la vida afectiva. Saber reconocer las propias capacidades y deficiencias personales. Poder analizar situaciones personales con una cierta lucidez tomando conciencia de su propia evolución personal. • Capacidad de dar gracias. Saber reconocer la bondad y la belleza desarrollando una actitud constante de admiración, aprendiendo a reconocer el amor de Dios activo en la vida personal e interpretando las capacidades como dones. Vivir las propias limitaciones como lugar de especial manifestación de la fuerza curativa de Dios desde el agradecimiento diario. • Capacidad de orar y celebrar. Desarrollando un sentido de la presencia de Dios en la vida. Profundizando en las experiencias de simbolización y ritualización. Caminando hacia una interpretación vivencial y no moral de la Palabra en un contexto de escucha, de acogida interior y de expresión de las vivencias personales.

• Capacidad de experiencia comunitaria. En el aprendizaje de la escucha, del deseo de comprender al otro, de aceptación de la diversidad, de sensibilidad hacia el otro. Aceptando la ayuda que viene de los otros, abriéndose a la cooperación en lo común construyendo una fraternidad más allá de las relaciones afectivas. Aprendiendo a identificar los vínculos específicos de la fe: la presencia de Jesús en medio de la comunidad, la fe como herencia e incorporación a una tradición, la vinculación con la iglesia local y universal, etc. • Capacidad de decidir, de superarse y de servir. Tomando conciencia de la dimensión moral de la vida personal y relacionándola con la experiencia cristiana de fe, entrando en procesos de discernimiento. Viviendo la vida como vocación para la misión. Descubriendo el proceso del propio pecado personal como una oportunidad de vivir esa cercanía sanadora del amor de Dios. Desarrollando la fuerza de voluntad necesaria para un compromiso personal y social en el convencimiento de que ambas realidades –personal y social–, son susceptibles de transformación liberadora. Las áreas suponen ya un paso más en el nivel de concreción: representan los grandes tipos de actividades que se van a ir combinando en la planificación de la oferta pastoral. Cada una de ellas requiere de acciones específicas y, de alguna manera, estas acciones por áreas deberán manifestar su relación con las que la comunidad de referencia, antes descrita, desarrolle. Si esto se da así, las acciones por áreas actuarán de auténticos agentes de iniciación y de incorporación comunitarios, objetivo final de toda acción pastoral. Si no se produce esta conexión entre las áreas y la vida de la comunidad de referencia caeremos en el activismo aislado e inconexo y en la caso del área celebrativa, en el sacramentalismo heredero de situaciones de cristiandad. • Área de la interioridad y de la oración. Todas aquellas acciones encaminadas a acompañar en el aprendizaje y desarrollo de la vida como experiencia espiritual con especial dedicación a la escucha interior y al crecimiento de la vida de oración. • Área celebrativa. Recreando las celebraciones como modo de presencia privilegiada del Señor entre nosotros y como modo de profundización en la realidad de la fraternidad. • Área del grupo-comunidad. Afianzando las experiencias de comunicación, de comunión, y de compartir. • Área del servicio. Todas aquellas acciones que encauzan la misión de compromiso con este mundo. • Área del carisma propio. Los diferentes carismas que el Espíritu ha ido suscitando en el seno de la Iglesia constituyen una enorme riqueza. Dentro de las acciones pastorales en el ámbito de la evangelización explícita, cabe el desarrollo de estas diferentes sensibilidades. c. -En el ámbito educativo extracurricular: «El compromiso explícito con los valores del Evangelio» Sabemos que hay amplios espacios en la escuela más allá de los dos que acabamos de describir. Nos referimos a las normas y estructuras de la gestión de la convivencia, a las actividades extracurriculares, los deportes, la participación en las estructuras políticas, etc. En muchas ocasiones, todo este territorio de la escuela resulta ser más significativo para nuestros alumnos que los dos anteriores, por eso debemos plantearnos con claridad que también aquí cabe un compromiso explícito para que los valores del Dios del evangelio se hagan presentes.

También este ámbito de la escuela –que ha ido creciendo en los últimos años–, debe quedar claramente contaminado por los valores del Dios del evangelio, de una manera explícita. Ello supone un esfuerzo por huir de las presiones que la misma sociedad ejerce sobre qué es lo mejor para este espacio educativo. Frente a propuestas competitivas o de ampliación de las destrezas tecnológicas, frente a planteamientos de convivencia rígidos y formales, estos valores inspirados en el Dios cristiano abren a otras posibles alternativas que desarrollen más las sensibilidades comunitarias, de la propia interioridad, de la solidaridad, o incluso del arte. La escuela ofrece magníficas oportunidades para crear espacios de cercanía y participación muy distintos a los esquematismos de las estructuras políticas al uso en nuestra sociedad. Tras este recorrido por la realidad de la escuela católica como una posible palabra viva del Dios cristiano, no nos cabe ninguna duda de su potencialidad. Se trata de confiar de verdad en la fuerza de los valores del evangelio como gran utopía humanizadora capaz de generar y regenerar a la escuela desde dentro. NOTAS 1 Los datos que manejamos aquí pertenecen básicamente a los análisis del informe Jóvenes y Religión de la Fundación SM (Madrid 2004), pero son extraordinariamente coincidentes con otros estudios más recientes. 2 En una reciente encuesta promovida por la FTV, la Iglesia aparece como institución valorada en penúltimo lugar con un 4,2 por detrás de los sindicatos (4,33) y por delante de los partidos políticos (4,0). (ABC, 4 de agosto de 2005). 3 «Lo sagrado designa así el aura que rodea al sujeto, la inviolabilidad de su propia dignidad: res sacra homo». MARTÍN VELASCO, J., Metamorfosis de lo sagrado y futuro del cristianismo, Santander 1998, p. 27. 4 RAMONET, I., Un mundo sin rumbo, Barcelona 2003, p. 117. 5 MARINA, J. A., Memorias de un investigador privado, Madrid 2003, p. 26. 6 VERDÚ, V., El estilo del mundo. La vida en el capitalismo de ficción, Barcelona 2003. 7 En la última Encuesta Mundial de Valores presentada el pasado año aparece con claridad este panorama. Un 64% de los encuestados (200.000 personas de 81 países que representan el 85% de la población mundial) tienen mucha o bastante confianza en las Iglesias, por delante de todas las demás instituciones consultadas. España está en un 42% por detrás de Japón, Holanda, Reino Unido, Austria y Alemania. El País, 30 de junio de 2004 8 «Obligarnos a elegir entre nuestra religión y los estudios es inhumano. La educación es la que debe ser laica, no los alumnos», afirma una de las nueve primeras alumnas, de 16 años, expulsadas en Francia a raíz de la nueva normativa impuesta sobre los símbolos religiosos en la escuela. El País, 27 de octubre de 2004. 9 Véase en especial NAOURI, A., Educar a nuestros hijos, una tarea urgente, Madrid 2008; HONORÉ, C., Bajo presión, Barcelona 2008. 10 MARDONES, J. M., Matar a nuestros Dioses. Un Dios para un creyente adulto. Madrid 2007. 11 OTTO, R., Lo sagrado, Edit. Alianza. 12 GS, 58.