FLORES ROBADAS EN LOS JARDINES DE QUILMES

JORGE ASÍS FLORES ROBADAS EN LOS JARDINES DE QUILMES CANGUROS 1 DECIMASEGUNDA EDICIÓN EDITORIAL LOSADA, S.A. BUENOS AIRES Queda hecho el depósito...
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JORGE ASÍS

FLORES ROBADAS EN LOS JARDINES DE QUILMES CANGUROS 1 DECIMASEGUNDA EDICIÓN

EDITORIAL LOSADA, S.A. BUENOS AIRES

Queda hecho el depósito que previene la ley 11.723

Marca y características gráficas registradas en la Oficina de Patentes y Marcas de la Nación.

© Editorial Losada, S.A., Moreno 3362, Buenos Aires, 1980 I.S.B.N. 950-03-4067-4 DECIMA SEGUNDA EDICIÓN-

IMPRESO EN LA ARGENTINA PRINTED IN ARGENTINA

Se terminó de imprimir el día 5 de abril de 1984 en los talleres Offset Tabaré S.A. G. Matorras de S. Martín 2233, Buenos Aires. La edición consta de cinco mil ejemplares.

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a Haroldo Conti ¿in memoriam?

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Naveguemos, el mar es invención de nuestra barca SÉMED IBN EL BARUD

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Abro la puerta de mi casa sigilosamente, como si fuera un ladrón, o tal vez un intruso. Cierro con más sigilo todavía, esta llave siempre me traiciona, me quito los zapatos. Según Silvia, estos mocasines míos hacen mucho ruido, crujen, acaso porque están confeccionados con cuero de mala calidad, si mis pasos retumban tanto como mi voz, como si pertenecieran a un hombre firme. Mis pasos con ecos, mis palabras con pólipos, tendré que vencer viejas perezas y operarme. Dejo los zapatos en el piso, no debo hacer el menor barullo. Porque María Gabriela podría despertarse, y despertar, con su llanto, a José Miguel, y eso sería un desastre cotidiano, que Silvia, hoy, con seguridad, tardaría en perdonarme, como dos minutos, por lo menos. Porque, en todo caso, los chicos demorarían en volver a dormirse, me pedirían, y yo soy débil y le tajearía, a ella, el breve descanso que tiene últimamente. Ahora los pibes rigen mi descanso, y mi euforia, y mis tareas. Ellos son los auténticos dueños de la casa y es perfecto que así sea. Ellos coparon mi vida, aquí ya no puedo ser ni remotamente el de antes, aquí ya no puedo escribir, ni leer, ni pensar. Ellos pisan mis libros, los deshojan, los rompen, los pibes son sabios, me da bronca y risa, juegan con toda la cultura, hacen bien. María Gabriela prefiere, por ejemplo, garabatear o romper una novela de Aragón, a su pelota o su muñeca. Ayer nomás la sorprendí borroneando la cara de Regis Debray en la pulcra edición de Siglo veintiuno, Conversaciones con Allende. Lo mejor que puedo hacer aquí es jugar con ellos, aceptarlos, ubicar en los estantes mas bajos de la biblioteca a los peores libros que tengo, así ayudarlos, a veces, en la destrucción. Cuando ando bien, sintonizado, me divierten, y cuando mal, trato de soportarlos. Que griten, lloren, se caigan, sin que les importe un pepino mi momentánea depresión, mi desajuste, mi falta de sintonía, mis ganas de rajarme a escribir o vagar, como si toda la vida fuera un franco. Pero no, franco es hoy, fue hoy, y como no me quedé, como ni los llevé a la plaza ni los llevé al baño ni me los puse en el cuello, vuelvo con cierta culpa. Porque pienso que tendría que haberme quedado con ellos, gozarlos más, llevarlos en el auto a la Plaza Irlanda, hamacarlos, hacerlos reír, reírme, hacerlos dormir en mi hombro. Sin embargo pienso que, cuando sean grandes, cuando empiece a fallarles la sintonía, lo sabrán entender, y si no lo entienden, que se jodan. Necesito recuperar un poco el ocio, oxigenarme, desenchufarme del periodismo, de la familia, de la literatura, y pensar más allá de las noventa líneas, de mi viejo combate diario, necesito comprenderme, quizá releerme, y preguntarme, a fondo, qué es lo que quiero hacer con mi vida. Si sirve seguir intentando, por ejemplo, una obra, y qué sentido tiene seguir amargándome por esa culpa que me espera, en el cajón del escritorio. Tres carpetas abultadas, la novela de un joven promisorio, de un joven jodido, al que la realidad, con su topadora, le pasó por encima. Pero a no quejarse, muchacho, eso no le importa a nadie, y menos, a la literatura. ¿Y qué hizo la literatura por mí, para que ande respetándola tanto, como si fuera algo egregio? La literatura soy yo, son estas vacilaciones, este montón de intenciones, esta sed. La literatura para subsistir se borra, hace periodismo, se esfuma, no existe, se dispersa, pelea, no tiene derecho, se jode, se desfigura, se desgasta, es híbrida, soy yo, y otros locos sueltos. En medias, el piso frío, en puntas de pie, camino por el corredor como una garza. Paso por la puerta del dormitorio de los chicos, no trato de evitar la tentación de detenerme. María Gabriela duerme despatarrada, destapada, tiene el tubo de pasta dentífrica en la mano, es una loca; entro y la cubro con la frazadita, en un rato volverá a destaparse, es inquieta, da muchas vueltas, como yo. José Miguel, en cambio, duerme quietito, como rendido, de costado, nadie lo parará hasta las siete. Resisto, eso sí, la tentación de besarlos. El próximo franco será todo para ustedes, purretes. Ahora camino por el corredor hasta mi dormitorio. Silvia duerme, su velador encendido, Talleyrand, el mago de la diplomacia napoleónica, abierto entre sus manos, en la página que el sueño no quiso más. Aquí tropiezo con dos lástimas, no sé cuál es más fuerte. La primera de ellas es que no esté despierta, y la segunda es despertarla. Pienso que me hubiera gustado contarle hoy, porque a lo mejor mañana no podré, no tendré tiempo, ni ganas, y yo sólo cuento cuando tengo ganas, por oficio no me gusta narrar. Contarle, por ejemplo, que me encontré con Samantha, por Corrientes, de casualidad, que la realidad terminó haciéndome una gauchada

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literaria, justo lo que mi novela necesitaba, porque... –En el horno tenés asado –abriendo un ojo dice Silvia– Calentátelo –su voz es apenas audible. La miro, me quito la campera, la acomodo en el respaldo de la silla, quisiera decirle que hoy me siento un gran tipo, que me entiendo, y que ésa es la mejor manera de entender al mundo. Y contarle también lo inmediato, que la encontré a Samantha. –Flaca, ¿sabes a quién me encontré por la calle? –y uno aspira a ser un perito del diálogo, por favor, ¿cómo va a saber con quién me encontré? Dormida, con la cabeza, me dice que no. –Con Samantha, aunque te parezca mentira, años que no la veía. Se raja también, como todos, a Italia, estuvimos conversando largo... –Shshshsh, más bajo, bocina, a ver si se despiertan. Me olvido que no sé susurrar, de mis potentes pólipos. –La pío me dio un trabajo bárbaro, no se dormía más –y cierra el ojo. Sé que no puede atenderme, pero igual le cuento, es decir, me cuento. Hace algún movimiento con la cabeza, como si siguiera mi relato; sé que mañana, probablemente, me preguntará ¿vos dijiste algo ayer sobre Samantha o lo soñé? Me pongo cargoso, reflexiono, hablo de Samantha, de mí, de la novela, de mis planes para terminarla, esforzarme y someterme a una disciplina, porque iré todas las mañanas a escribirla, al diario, me voy a pasar el día entero en la redacción, a la mañana seré el escritor, a la tarde el periodista, hasta que aguante, si vale o no la pena no lo... –En la heladera tenés queso y dulce –me dice, sus ojos cerrados. Camino hacia la cocina, enciendo el tubo fluorescente, pestañea, la luz tarda en venir. Abro la puertita del horno, saco la fuente, lo enciendo. Tira de asado, papas, cebolla y ají; sobre la mesa, cubierta por una servilleta roja, tengo ensalada de remolachas, y palta. Por la ventana miro el patio, iluminado por una luna que no puede ser; enciendo un cigarrillo. Y puedo pensar, porque todos duermen, mientras se calienta el horno. Me sirvo vino blanco, en el vaso mas grande: abro la puerta de la heladera, saco el queso fresco, el dulce de batata. Oigo el ladrido de un perro vecino, bebo, esta noche me respeto, estoy de acuerdo con la vida.

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El vampiro, Rodolfo, tropieza por Corrientes con una pareja de desgraciados. –Ay, a vos sí que te va fantástico –dice la desgraciada. Clara, después de saludarlo con un besito en los labios. Tal vez, ella supone que. en cuanto se separe del que está a su lado, subirán a un ring-side–. Me alegra saber que hay alguien que sigue "haciendo cosas", leí tus cuentos en La Opinión... muy muy lindo te va. –¿Te parece? –responde Rodolfo, con tu típica ironía, como en seductora babia, esa que trasunta una falsa superación, y el tácito convencimiento de que, en cuanto la encuentre sola, la tumbará plácidamente, y la hará olvidar de las hechuras de cosas, gracias a las bondades de una piccolina cruenta. Y sin necesidad de esperar ninguna separación. –Loco, ¿querés tomar algo? –impotente al futuro invita el desgraciado, el flaco. Se trata de dos muchachos que, cuando ando bien, les escapo, y cuando ando mal, los uso. Es que están tan despojados que con sus fracasos me ayudan a fortalecerme, a levantarme cuando estoy caído; son dos buenos tipos que saben hablarme de mí, suponen que soy un tipo importante y hasta me admiran. Pero hoy, que estoy diez puntos, no los aguanto, tengo una carga de energía que puede durarme un día o dos, así que trataré, con cancha, de sacármelos de encima, y sin que se den cuenta, porque el tiempo, aliado de la experiencia, me enseñó a ser previsor, así que nada de soberbia para hoy y soledad para mañana. A no quedar entonces como un guarango, si sé que con ellos yo me nutro, me permiten contar guita delante de los pobres. Así que estos tipos valen, por lo menos para mí, hay que hacer entonces buena letra y bancarlos unos segundos, con piedad, hacerles creer que los aprecio, que me interesan sus planes, si total pasado mañana, cuando esté con la luna torcida, ellos me salvarán, me levantarán las ambiciones sin saberlo, me entregarán las capitulaciones de sus sangres. –Tenemos ganas de rajar –dice Clara. Entiéndase que son dos sobrevivientes que no tienen más nada, a uno le queda solamente el otro y apenas si se aguantan. Son de esos que ya no saben qué hacer cuando se encuentran solos, si ni siquiera tienen una queja nueva que entregarse; a gatas permanece la posibilidad del regodeo, en sus historias personales, calcadas, con un sentido chiquitito así. Ya se les acabaron las excusas, las palabras y los silencios, y entonces huyen, por ejemplo, hacia Corrientes, a encontrar algún vestigio que tenga que ver con sus pasados, a cualquiera que los reconozca desde aquellos tiempos irreales, y les certifiquen que sí, que existen, que son ciertos. Algún conocido para tomar un café, para cambiarse muertos como figuritas, para comentar viejos proyectos, compadecer la manera en que los sueños se fueron, derechito, a la mierda, por culpa de una realidad manejada con astucia, que hizo una avalancha y los dejó desguarnecidos, a merced de la providencia, con un capital sólido en frustraciones y miedos, y con, más o menos, treinta años, eso es lo grave. –Y ... viejo, no hay más remedio que irse –dice el flaco, jean y barba, anteojos–. Pero vayamos a tomar un café. Digo que no, quiero llegar a mi casa antes de que se duerman los pibes. Clara lo entiende, y está por preguntarme sobre mis hijos cuando el flaco, para certificar que esto no es joda, que la penicilina militar hizo el mejor efecto, dice: –Quemamos las naves y nos vamos. Hasta aquí aguanté, pero basta –agrega, con nuestro viejo tono de justificación, con una firme solemnidad a la que adhiere, con la cabeza, Clarita. No, no será fácil sacármelos de encima. –En principio nos vamos a Madrid –dice Clara–. Es alta y rubia, tiene el pelo a lo Tarantini, es bonita. Están en la justa, muchachos, aquí ya no tienen un pito que hacer, a esta altura aunque cambien ya nadie les va a creer. Váyanse todos, y déjenme solo en esta ciudad, haciendo una memoria vana, contando historias que apenas me interesarán a mí, y cuestionarán un par de tipos, desde afuera; o algún sobreviviente desde adentro. Rájense, si pueden pero me pregunto qué será de mí cuando necesite chupar el dolor de los demás, y ya no encuentre doloridos disponibles. ¿Tendré que cambiar de temática? Cuando salga a toparme con loquitos entrañables, esos capacitados para entristecerme, fortalecerme, y sólo encuentre a una manga de mortificados que conversan sólo de dinero, de falta de dinero, de Kempes, de carburadores. Váyanse, háganme caso.

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Cuando termina de relatar el proyecto que no escuché, el flaco me pregunta: –¿Vos cómo la ves? –Las preguntas que le hacen a uno –digo, sabiendo que me perdí, que me entretuve pensando más en mi futura soledad que en sus decisiones–. Creo que vale la pena intentarlo, hay que ir para adelante, son perspectivas. Ellos sonríen, mis palabras los estimulan a encarar esa aventura, de la que, en apariencias, no están seguros. Necesitan un impulso, yo soy en el fondo un pan de Dios, como Marinelli, un concesivo que, en este momento, se dispone a escuchar nimiedades de esa esperanza, y hasta referencias a garantías de tíos gauchos, y hasta ventas de lo único que, hasta ahora, supieron conseguir. Una heladera, un secador de pelo, un ventilador, un juego de cubiertos de plata, libros y discos. –Tengo una máquina de escribir, una Lexikon ochenta, está impecable, si sabes de alguien que le interese –me dice el flaco, y esto ya es demasiado, quizás escucho a estos robinsones por última vez–, aunque para vos también la máquina... Los tres parados por Corrientes, entre Rodríguez Peña y Callao, justamente al lado del Museo Social. Y de repente Rodolfo la ve venir, a ella, a Samantha, que viene caminando sola por la misma vereda de Corrientes, y ya lo descubrió. Samantha trae una, cara de esas que dan ganas de cruzar la calle, pero se le dibuja cierta sonrisa de alegría, y corre a abrazarlo, con la totalidad de su banda. Y él también la abraza, con autenticidad, claro, si siempre mantuvo deseos de encontrarla. Samantha trae un cigarrillo en la mano, el pelo inadvertido debajo de un pañuelo blanco, y una mirada de pálido final, que se percibe a la distancia. Una estampa de flaca neurótica, de esas que desconocen qué meterse, con quién meterse y en qué. De nuestras desdichadas treintonas que persisten a montones en Buenos Aires, a las que les permanece un cuerpo fiel, aún entero, del que no se puede ya aguardar secretos. Y les quedan recuerdos, y gigantescas ganas de volver a tener, precisamente, ganas. Samantha trae un rostro de ansiedad constante, de mujer más jugada que el trece, o el cuarenta y ocho. Trae un jean, sandalias, una remerita celeste y sin mangas, una carterita de soga que pende de su hombro desnudo, un sweater que pende de su brazo, con una sonrisa que ahora pende de su boca, sostenida con prepotencia. Cuando se sueltan del abrazo largo, los integrantes de la parejita suponen que salvaguardan sus soledades por otra noche. Intuyen, fuera de foco, que Rodolfo y esa flaca podrán bancarlos, alentarlos, de manera que podrían hasta rememorar las épocas en que acababan gloriosamente juntos, cuando creían creer en una patria socialista. –¿Vamos a tomar algo? –insiste el flaco. Otra vez que no, pido que nos perdonen, cualquier cantidad de años que no veo a este prócer. Entonces le doy un besito en los labios a la desgraciada, un apretón de manos al desgraciado, y les deseo suerte, y los dejo solos. Tal vez ellos ya imaginan que tendrán que soportar otra noche, sentados en cualquier cafetín, quizá sin mirarse de frente, o planificando el socorro del viaje a Europa. Pienso que, probablemente, los salvará una película en el Arte, u otra pareja similar, o un bandeado, si después de todo gratifica saber que, todavía, abundan tantos solitarios en Buenos Aires, destrozados, buena gente.

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Habíamos sido algo así como novios, un filito de barrio, clima que conduce hacia el territorio límpido de la inocencia, aunque, entre nosotros, me parece que nunca fuimos inocentes. Lo que sí, ninguno de los dos estaba gastado, ni aspiraba aún a infiltrarse en esta fosforescente patraña; cuando éramos y nos sabíamos jóvenes, tanto, que nos escudábamos en la certeza de un mundo por delante. Era un destino cubierto de triunfos el que nos esperaba, como frutos, en el árbol de la vida. Tan bonito que era eso, visto ahora a la distancia, manijeado por mi nostalgia, los triunfos o frutos entonces sí que existían, estaban ahí nomás, a nuestro alcance, bastaba pegar un salto o simplemente crecer, para agarrarlos. No es necesario aclarar que pretendo convencerlos de que nosotros éramos, también, hermosos. Pero créanlo. –Creció el balancero –dice la flaca, hoy, después de todo lo que me falta contarles todavía. –Y la maestrita no puede quejarse, creció también. Las cosas que salen del sur –digo yo. –No, amigos, así no va. Pienso que debo alejarme, asumir mi ambigua condición de narrador omnisciente e impedir que los incautos supongan que estoy redactando una autobiografía. Mejor, en todo caso, es ponerme a juguetear, por retomar la recursiva tercera persona, así yo mismo trato, con el lenguaje, de embaucarme y de creer que estoy hablando de otro, de cualquiera de mis tantos personajes de ficción, o, mejor dicho, de ciencia ficción, como somos todos los que persistimos vocacionalmente en esta ciudad carnívora, laburando como locos acaso por un alquiler, por algún churrasco diario y un atuendo indigno, decepcionados como solteronas, por la vuelta o la pendiente, pero con esa nefasta experiencia en la batalla inútil, destrozados por lo inmediato, alienados, jodidos, presenciando lo mal que se nos rajan los días, como los billetes breves y como los sueños. Mejor entonces es decir ellos, decir él. Y ellos, mientras tanto, se intercambian cumplidos, como si fueran capitanes de equipos contrarios. Sin embargo se conocen bastante, son dos vampiros que gentilmente se estudian, pronto alguno morderá al otro y comenzará el combate, la simpática agresión, la burla tan porteña. Ellos, es cierto, se quieren, se estiman y recuerdan a menudo: si dejaron de verse fue –como dicen las tías viejas– por esas cuestiones de la vida, o porque entre ellos los fuegos se habían apagado, quedaba apenas la chispa inerte de la amistad y eso es muy poco. Uno era ya muy testigo de los guiyes del otro, se conocían hasta los últimos secretos y eso no era positivo si tenían que disponerse, cada uno por su lado, a mentir. Y ya estaban estorbándose, se conocían demasiado las cosquillas personales y todas las debilidades, podían ser los máximos compinches pero viéndose ya de casualidad, tal vez cada año, se reían lo suficiente del mundo y de la total imbecilidad latente, del contorno, de sí mismos, y a lo mejor hasta hacían el amor, prometían llamarse, buscarse, pero ninguno se creía. Ahora Rodolfo la invita a un café, en el Ramos. Ella dice que prefiere caminar –siempre fue una romanticona que compró el buzón de la naturaleza–, y tiene, después de todo, su cuota de razón, si la noche es estupenda, como elegida, de esas para tarjetas postales que pueden convencer a los tripulantes que la felicidad puede ser probable, sobre todo con un pulóver de menos, sin nicotinas morales ni culpas, y con una capacidad de respiración que permita el acceso de los buenos aires, esos que equivocaron a los conquistadores que nos comimos con motivos de sobra. –Yo te fui a ver en esa... esa sanata que hicieron en el Payró, que me divirtió mucho, esa que tenía como título un versito de tango, paredón y después, o percanta que me amuraste, o yo no sé si el que te tiene así se lo merece, ¿cómo se llamaba? –"Nuestras marchas sin querellas" –responde la flaca–. Así que fuiste a verla... –Por supuesto, estuve entre la hinchada, no grité. –¿Y por qué no me viniste a saludar, maldito? –Porque te vi muy en ganadora, y no me gusta. –Sos ... sos un ... –pero no lo dice–: ¿y te pareció en serio una sanata? –Mira, tal vez por eso mismo no te fui a saludar. Creo que la obra no fue más mala porque era corta. Pero si el autor la alargaba podía ser mucho más mala todavía. El único mérito es la brevedad. –Vos no querés a nadie –dice Samantha, y sin embargo ríe.

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–Pero vos me sorprendiste, yo fui un sábado. Había bastante gente, invitados y garroneros por doquier, creo que fui el único canguro que pagó entrada. Yo te fui a ver a vos, por curiosidad, y me pareció que podrías ser una gran actriz, que si te dan una oportunidad podes ser una Norma Aleandro, o una Gracielita Borges cualquiera. Claro que si tenés que decir en el escenario boludeces, por más que elabores vas a decir siempre boludeces, nada más que bien dichas. Pero lo que comprendí es que tenés paño, que servís, me certificaste que tenés talento, sin grupos. –¿Y vos creías que yo era un plomazo? –Más o menos. Lo acepto, yo tal vez te subestimaba porque te conocía, como dice ese refrán porteño: qué va a saber cantar tangos ése si vive enfrente de mi casa. Yo critico y me rebelo contra esa forma de ser, pero, porteño al fin, caí en el mismo error, en subestimar, no respetar a nadie. Deben ser conductas defensivas. Complacida, Samantha sonríe, aunque no acepte, de ninguna manera, que "Nuestras marchas sin querellas" era un bodrio entusiasta. –A mí, con tus libros, a lo mejor me pasó algo parecido. Nunca pude tomar distancia, objetivarme. Me hablaban de tus cualidades y no las podía aceptar, me costaba, aunque, en el fondo, me ponían contenta. Me hablaban pestes de vos y me ponía furiosa, aunque, no te enojes, compartiera esos argumentos. –¿Qué decían?, decímelo, yo quiero hacerles entender a todos que no me importa, que estoy más allá, pero me preocupa saber lo que dice cualquiera. –Lo de siempre –dice Samantha–, no me digas que no sabes lo que dicen de vos. Que sos un ególatra, un oportunista, un chanta... y qué sé yo, te digo que me hablaban mal de vos y me ponía furiosa, porque me parecía que eras exclusivo mío, que la única persona que podía decir que vos sos un chanta era yo, y ninguna otra. Es raro, creo que tal vez me costaba aceptar que ya no eras el vendedor de esos retratos, el balancero que conocí yo, ese cínico tan lleno de ternura. Rodolfo se ríe, y le hace muy bien. Samantha es, en el fondo, una culpa vieja, para archivar, de esas que uno se endosa de puro persecuto. Una culpa –por qué mejor no llamarla sencillamente una historia–, que comenzó un sábado de barrio, en El Sieland, la milonga más ambiciosa de Quilmes. Para ser precisos, puntualicemos que fue durante ciertos carnavales, cuando ella era una piba que sonreía porque sí, y su sonrisa era súbitamente creíble. –¿Y ahora en qué andas?, leí una gacetilla en Clarín, creo, que estabas anotada en no sé qué mano de teatro infantil. ¡Qué ganas de joder a los pibes! –No, Rodolfo, eso también se fue al demonio, era un proyecto lindo, pero se quedó ahí. No, ahora tengo un proyecto distinto, el mejor que podía encarar. Claro que esos carnavales eran lejanos, de cuando la vida podía hasta ser algo parecido a un baile, de cuando la cara –el gesto, la pilcha, la mirada– de Rodolfo era un festejo obvio, una invitación a farra que costaba desechar. Porque Rodolfo era sureñamente elegante y militaba en las huestes de la elegancia, era fachero y seductor, se sentía seguro, perpetuo y fuerte, confiaba demasiado en sí mismo –en realidad no jodamos, se sobrevaloraba– y estaba muy intransitado. No como ahora que, como decía e impactaba, se encontraba tan transitado como la ruta dos, pero con atascamientos sin solución, cubierto de accidentes, convertido en un montón de obstáculos. Ahora venía desinflado, sin baterías, funcionaba a un cuarto de máquina, como desgarbado moralmente por el peso de los días, como pagando las culpas de haber crecido. –¿Cuál? –pregunta Rodolfo, preparado impunemente para bancarse alguna historieta teatral, con participación de un público acaso situado en butacas colgantes, cabeza abajo, o una colección de improvisaciones estériles sobre los dramas que los espectadores elijan, y seguidos de debates y otras pérdidas. –Me voy a Europa –responde Samantha. Por supuesto que Rodolfo no pretendía ser el mismo tipo de antes, pero sí extrañaba aquella fuerza que tenía. Aquel tipo repleto de alegría, al que le salían todas, sólo, quizá porque no le importaba, de verdad, ninguna. Por entonces desplegaba vigor, tenía una sed frenética y el mundo, para él, era una terma inagotable, estaba todo hecho de agua, agua pura. Para él: agua para calmar esa sed que creía insaciable. Ahora, no obstante, conservaba el mismo desinterés por la mayoría de las cosas, aunque su indiferencia era ya más elaborada, distinta, pero servía,

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con seguridad, para rescatarlo. Sin embargo había perdido por el camino muchas fuerzas, se le había ido mitigando aquella mitificada sed, y, para colmo, cada día encontraba menos agua. Mano jodida esa, Rodolfo, mano pálida, porque esa disminución de carga suele ser fatal, o típica, sobre todo cuando uno empieza a transitar la temporada de los bifes, esa en que exclusivamente talla la verdad, cuando uno siente la obligación de cumplir y cumplirse todo lo que prometió y se prometió. Edad terrible, Rodolfito, pero vos no podes quejarte por lo que ya hiciste, fue bastante, el problema es de ahora en adelante, porque falta mucho para que te mueras, todavía. –¿Vos también te vas, flaca? –Sí, no es para que te asombres. –Yo el asombro lo aposté hace tiempo, de eso ya no entiendo más. ¿Te vas por unos meses? –Tal vez para siempre, depende ... Y por supuesto que, en aquellos carnavales sepultados, Samantha, que todavía se llamaba Carmen, era una flaca que no tenía ni siquiera intersticios de histeria, ni de escapes, ni de tablas. Aunque en cierto modo me parece que estoy idealizándola, confiando mucho más en el poder de las palabras que en la realidad –gran virtud la mía–, si la pobrecita era una flaca, y en toda flaca persiste inexorablemente una histérica en potencia. –Es que los espacios cada vez se achican más aquí. Tenía pelo negro, largo, era tímida y demasiado blanca; tenía una boca grandota y ostensiblemente sensual, y un juego de ojos avasalladoramente pardos que, de a ratos, despedía cierto candor que conmovía. La historia culposa nació entonces aquella noche del carnaval de mi barrio, donde todo es amor, cascabeles de risa, cuando la flaca era tan pebeta de barrio que hasta iba a milonguear acompañada por su madre, doña Luisa, una tipa que nunca tuvo carácter ni importancia y siempre llevaba un batón mortaja, azul. (–Para, turco, me parece que estás agrandándola, y dándote demasiada manija, que no es un balurdo como para perseguirse tanto. No te hagas más caso, deja de darte máquina porque cualquier boludo de séptima hizo croquetas más pesadas que las tuyas, si no jodiste a nadie todavía –me dijo Marinelli, El Ondeador, una noche en el Alabama de Once, cuando me agarró un síncope de palabras y le tiré alguna de mis tontas culpas–. Entre nosotros, no es para tanto, si por ejemplo esa flaca de base, esa flaca cualunque, ya estaba anotada en la facultad de filosofía y letras, así que mucho tiempo sanita no iba a durar. Si también me dijiste que tenía ganas de estudiar periodismo, que escribía versitos, que quería ser actriz, así que del barrio tranquilo de su ayer en un triste atardecer se iba a rajar. Porque si no empezabas a reventarla módicamente vos, la hubiera reventado otro, y tal vez la metía en manos mucho más pesadas. Cualquier asumidito con un poco de prepotencia podía haberlo hecho mucho mejor que vos. Si después de todo no se trata más que de una flaca, no te sobrestimés. Y no me vengas más con esas vejeces, si te sirve para tu literatura inservible hacete caso, seguila y a lo mejor podes llegar a hacerle el coco a un contador público nacional, a una estudiante de la Pitman, a cualquier vacío que quiera llenarse con un libro. Está bien, véndele buzones a toda esa gente, pero no te engañes vos ni pretendas enroscarme en el engaño a mí, porque perdés. Porque los dos sabemos que esa flaca, como todo, no te importa un carajo.) Además, Carmen estaba recién recibida de maestra, y muy contenta por eso. Y ya, durante aquella primer noche franelera me lo había contado, le habían confirmado una suplencia, en una escuela de Bernal, en el María Auxiliadora. De chica, en esas aulas, soñaba con ser maestra. Por Corrientes, ahora, la flaca me dice: –Los círculos cada vez se me cierran más, me aprietan, cada vez son más concéntricos. Si me descuido, pronto, las paredes me van a aplastar. Me voy, no quiero tener mas la vela.

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Uno era ceremonioso, solemne, uno se sentía como en una vitrina, en un escenario, uno filmaba, en un baile las cosas eran distintas, mejores, estábamos cambiaditos, lindos. Un muchacho, un flaco más, yo, la cabeceaba; mi pucho entre los labios o los dedos, mi gesto de ganador. Nos filmábamos. Aunque ella todavía no había aceptado la invitación, con ese sí mímico, dibujado, casi imperceptible, no quitaba sus ojos del flaco ese que se hacía el galán, o el truhán, el calavera experimentado. Ese que miraba como si el baile –es decir, el mundo– le quedara muy chico. La señora del batón azul se lo había señalado a la nena. Aquel, le había dicho doña Luisa, me lo contó después Samantha, a mi lado, en la cama, en un intervalo confesional. Aquél, el de marrón, mira cómo te mira. Sin embargo, a la nena le daba vergüenza mirar, si se sentía como ridícula, o arrepentida por haberse dejado arrastrar hacia el baile, si eso no tenía nada que ver con ella. Y sucedía que la nena, quizás por ser una estudiante destacada, no tenía habilidad para elegir muchachos en la milonga; podría afirmarse que a Rodolfo, entonces, le salieron a bailar las dos, madre e hija. Cómplice, mamita azul sonreía, como chocha, cuando, de la mano, los flacos caminábamos hacia la pista, hacia el futuro. Claro que, el baile en el que hoy danzamos, es diferente. Tiene otra música, con otras letras, es por Corrientes, y es ahora, en la curva que, todavía, no debiera ser descendente. Mientras caminan, Rodolfo la mira como si fuera nuevita, como si recién la hubiera cabeceado, en el atajo, y ella de inmediato lo hubiera aceptado, ansiosa por ponerse a bailar. Y Rodolfo siente un enigma distinto; aquel, el de la milonga, era más auténtico. Porque ahora Rodolfo no solamente la mira, sino que, también, la entiende, y eso es peor. Mamita azul habrá pensado: linda pareja hacen estos chicos. Y claro que tenía razón. De reojo, en el trayecto hacia el futuro, los flacos nos estudiábamos. Ella por ejemplo se detuvo en la camisa crema, en lo bonita que le quedaba con su traje marrón, con su rostro bronceado probablemente en la pileta de la rambla, con la corbata también marrón, firuletes en amarillo. Y el pelo corto, la cara desnuda. El, por su parte, le sintió el olor, y le gustó, era un perfume intrigante; después le miró, descaradamente, el culo. Y le gustó más aún, merecía ser enmarcado, parecía ser imaginado por Da Vinci, levantadito, perfecto, un pavo real. Ella estaba de blanco, escotada, la espalda bronceadita y probablemente en la terraza, y con mucho sol en el pecho, en la mirada. A la segunda pieza, él ya apretaba demasiado, en realidad porque no había más remedio, si ella era un tronco. Para colmo se disculpaba, y era una graciosa manera de ir al pie, es decir, al pisotón. Nunca ella iba a bailar, lo decía. Eso quería significar, entonces, que porque estudiaba mucho; sin embargo, una muchacha de Quilmes no podía, en carnavales, dejar de ir al baile, era una virtual obligación, como un rito, así dijo, justificándose, tratando de distinguirse de otra manera, con otro tópico, en apariencias mayor, ya que con la danza era, violentamente, un desastre, o una estatua. Ponía –porque tenía, claro– carita de soñadora, permitía que la apretasen, sin el menor esfuerzo. Por meras cuestiones de ética, Rodolfo decidió apurar el trámite, porque intuía, además, que su contrincante era muy dulce. Es decir, muy facilonga. Sin embargo, no vayan a creer, a ella le molestaba tanto apuro, demasiada confianza de repente. ¿Quién se creía que era? Además que era una prisa y una invasión sin palabras, y, por si no bastara, los ojos de su madre estaban alertas, el opaco batón azul se divisaba, más allá de una fila, entre sillas, con otras viejas. De manera que, de puro respetuosa, ella comenzó a resistir; él entonces la soltaba un poco; la miraba fijo, y ella seguía inmutable en su resistencia, se ponía dura. Además de peor, era divertido, porque ella pretendía mirar hacia algún costado, y por lo general cualquier costado desembocaba en el batón azul. Se ponía nerviosa, se tentaba, bailaba aún peor, lo cual ya rozaba la exageración. Y me pisabas, me pedías perdón, miraba hacia el techo, se mordía, me decía quizá que eras la piba ideal para comportarse como un verdugo, y para quererte mucho. Una vuelta, otra vuelta más y desaparecieron, por fin, todos los balones azules. Lo primero que te dije entonces, soltándote un poquito, fue:

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–Vos sos muy romántica. Ella, con la cabeza dijo que sí. –Igual que yo. Y vos, estoy seguro, debes escribir poesías, igual que yo. –¿Cómo adivinaste? –y sonrió, como descubierta. El no respondió, prefirió dejar un margen para el misterio, que siempre inquieta, a favor de la seducción. Sí, en cambio, acaso ambiguamente, deslizó: –Es el destino ... Que era, al final, este depósito de desazón, esta –quién iba a decirlo– simple evocación del pasado, este montón de vacilaciones. Rodolfo insiste con un café, dice que porque los merece, si El Foro está ahí nomás y se impone; sólo tenemos que cruzar la calle, y ni siquiera esperar que el semáforo lo autorice, si Corrientes está desértica, como una pista de bowling, barrida y lustrada, sin ningún bolo con optimismo ni barba, a gatas con alguna decepción esporádica, empecinada. Porque el futuro era Samantha, al final, esto, sentarnos por ejemplo a una mesa de El Foro, percibir claramente que desaparecieron los viejos conocidos, y con más de una década a cuestas, desde aquel bailongo, lamentarnos como dos jubilados prematuros. El futuro era, al fin, el fervor casi forzado de ella, con las posibilidades de un viaje salvador, acompañada por un tipo del que, aún, no pregunté ni sé nada, pero no es necesario, debe ser un desconcertado más. Sin embargo, no se trata de un viaje porque sí, como el de una turista boba que aspira a mostrar diapositivas, cuando retorne, de basílicas y museos admirables, de ruinas rigurosamente comercializadas, de bañistas con senos al aire y con propagandas del destape. Nada de eso, porque se trata, amigos, de un viaje de últimas, de capitulación, de esperanzas difusas, de tipa que está a punto de implorar un tubo de oxígeno, de merecer la respiración artificial. Y entonces es inevitable el desfile, la confidencia de ciertos dolores, quejándose como tías; no obstante, son dos tipos que conservan el envase entero, un cuerpo saludable, los suyos son dolores que proceden de algún reumatismo pero generacional, punzones que dictan una inestabilidad pasmosa, un desasosiego, e incitan a la confección de un balance penosamente desfavorable, por si no bastara un balance apresurado, sin tomar la distancia indispensable. Pero todo fue demasiado rápido, no estamos acostumbrados a tomar distancia, ni a reflejarnos siquiera en el espejo de la prudencia. Y dicen que éramos jóvenes, que eso justificaba cualquier impetuosa improvisación, cualquier error, cualquier locura. –Tengo otra vez un norte –dice Samantha, y yo le tengo que creer. Y ella monologa, el suyo es un discurso repetido, lastimosamente cursi, cansadoramente dramático, Rodolfo sólo atina a mirarla, y quizás a perderse, a recordarla, y a veces, no crean, hasta a escucharla. Los pocillos, mientras, se llenan de cenizas, y en el piso de El Foro se caen a morir unas cuantas palabras indignas, empachadas como ahogos, como carencias, como oportunidad, como desastre. –Escribo para mí, viste –y la piba parpadeó. –Pero ahora eso va a cambiar. –¿Por qué? –Porque de ahora en adelante vas a escribir para mí –le dijo el flaco, con una soberbia casi desaparecida, como si hablara en serio y en broma, vieja constante, riesgosa frontera. (Turco, a ninguna de las mujeres que tuve en mis épocas podes decirle eso, te mandan a perder de movida. Anda y decile esa sanata a la alemana del convento de Esparza, la que vive en el edificio del Ejército de Salvación. Te revienta, te quema por todo el barrio. Tus giros funcionaban bien con algunas guachitas de clase media, las de una década atrás, y para las judías esas que se enamoran de vos. ¡Te quisiera ver con la alemana! Si le decís: "De ahora en adelante vas a escribir para mí" se mata de risa. Pero ojo, no te confundas, mira que cabe la comparación, porque ella también escribe versos, con rima, camperos. Cambiemos de canal, por favor, pidió obstinadamente el ondeador, en su oficina, junto a la ventana.)

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La nena se ruborizó; ah, era mágico, ambos sonreíamos, él apretaba y vos estás blandita. Los ojos de su madre azul, a lo mejor, procurarían encontrarla, pero en vano, si estábamos en la otra pista. Apreté más, le hizo sentir el tesón de su juguete rabioso. –Me llamo Rodolfo. ¿Y vos, poeta? –Carmen. –Estás equivocada. –¿Por? –y se volvió a tentar, claro. Téngase en cuenta que ocurría un bolero demagógico, Lucho Gatica, Toda una vida. Y que, alrededor, las parejas rascaban con tenacidad, había manos investigadoras en colas precarias, en pechos, ocurrían coros de besos, de transpiración sensual. Téngase en cuenta que alrededor era un conjunto de ojeras, que tal vez, simultáneamente, eran muchos los que acababan, los que deseaban, sobre todo, que ese bolero no finalizara nunca. –¿Por? –insistió. Sin embargo, el flaco repitió que estaba equivocada; no podía ni debía llamarse Carmen. O, si de verdad te llamas así, eso fue hasta hoy, hasta esta noche de carnaval, hasta que me conociste, porque la poesía me encomendó bautizarte de nuevo. Para la poesía entonces, y para mí, te llamarás Samantha. –¿Samantha? –y a ella le gustó. Sí, se llamaría Samantha, un nombre lujurioso, que hacía exacto juego con el tamaño de sus ojos orientales, con su estampa cautivante. –Porque ya soy un cautivo de tus ojos, Samantha, y tus ojos no tienen nada que ver con occidente, eso te lo aseguro yo, que soy hijo de árabes. O mejor dicho, fíjate –y puse mis ojos demasiado cerca de los tuyos, las puntas de las narices se rozaban–, es mi mirada la que te dice que soy hijo de árabes. Ahora, los ojos de Samantha eran dos espejos de barrio, que despedían aquella supuesta inocencia. La piba entraba, por la puerta ancha de la poesía, sobre todo porque tenía ganas de entrar, y no por méritos del ajustado verso. –Te voy a confiar un secreto ancestral –dijo el flaco–, con la condición de que no se lo digas a nadie, o a todo el mundo, una de dos ¿me lo prometes? –Sí –dijo ella, casi sin contener la risa. –Es así nomás, Rodolfo, Buenos Aires está insoportable, cada día más imposible –dice Samantha, el codo en la mesa, su mano que le sostiene el rostro, como si se quisiera caer. –Eso no es ningún secreto –dice Rodolfo, quizá con ganas de retrucarle, de decirle que, a lo mejor, no es para tanto, pero esa sería una manera muy cruel de escupirle el proyecto, de quitarle argumentos a su decisión. Prefiere entonces llamar, con algún énfasis, al mozo, pero según parece le correspondió el gallego menos despierto. Toma el ticket, deja un billete de cincuenta mil sobre la mesa salpicada de cenizas, pone el vaso sobre el billete para que no se vuele. La calle los recibe otra vez. Samantha lo toma del brazo, esta como a punto de decirle algo trascendente, una confidencia, un secreto. –¿Seguiré sintiendo este ahogo? Sin embargo la noche, lo dijimos, es ejemplar, capacitada para seducir a los turistas más exigentes, para arrojarles serpentinas ciudadanas a todos los aventureros que pretendan volver a conquistarnos. Ahora, lo que son las travesuras de la historia, los aventureros somos nosotros, los que ni siquiera descendemos de los indios, los que aspiramos a conquistar el territorio de los conquistadores. –Vos probablemente conocerás la historia de Lawrence. Sí, el mismo, de Lawrence de Arabia, el inglesito. Sabes que este quía tenía que cruzar el desierto de noche, y ni te imaginas lo dificultoso que es cruzarlo, no es grupo –dijo él, entre pisotones célebres, empujones de otras parejas porque había cambiado el ritmo, era el turno de la música de carnaval, y los divertidos hacían trencitos, saltaban, pero no importaba–. De día era peligrosísimo, imagínate de noche entonces. Era jodido, al pobre Lawrence se le presentaban obstáculos de toda clase –y la historia

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casi la contaba a los gritos, a Samantha le daba más risa todavía, ellos oían otra música, muy distinta a la de la milonga, "allá en el rancho grande, allá...". –Flaca, a lo mejor estamos exagerando –dice Rodolfo–, todo esto es muy agobiante, sí, muy duro, muy jodido, pero a lo mejor somos nosotros los jodidos que no queremos tener lugar, y tal vez tenemos razón. Cuesta resignarse, saber que no nos queda ningún pito para tocar, que lo que proponemos con lo que se ofrece no concuerda, así no propongamos ni se nos ofrezca un pepino. Lo que pasa es que vos también, como yo, estás empachada, y sabes que nosotros, los empachados, entramos a elaborar unas persecutas de locos, y no podemos ir en bloque a lo de ninguna señora, de esas que puedan tirarnos el cuerito generacional. Hay que resignarse y entender que ya no somos carne que pueda comercializarse en esta carnicería, que fueron muchos buzones juntos los que nos vendieron, que nos entretuvimos con muchos chiches nuevos que se ponían viejos apenitas los empezábamos a usar. Lo que quizá no nos dimos cuenta, flaca, es que los chiches se nos iban a acabar, y que ya estábamos muy grandes para ponernos a jugar, como boludos. Ella no sabía si sonreír, o reír, o tratar de permanecer seria mientras él, con calculada naturalidad, le confiaba ese secreto histórico, ancestral, de Lawrence. Cuando concluyó eso del rancho grande, y aún no la había soltado, le preguntó: –¿Vos te atreverías a cruzar el desierto de noche? La maestrita, risueña, respondió que no, quizás impactada por ese loco lindo, uno así, encontrárselo nada menos que en un baile, en Quilmes y en carnaval. Las cosas que le preguntaban a una. –Sin embargo, pienso que vos podrías cruzarlo perfectamente. Esperé, claro que ella me preguntó por qué. –Porque mira, Samantha, Lawrence descubrió, un rato después de que se lo amara un beduino, la precisa. Descubrió que las arenas movedizas, los camellos salvajes, las víboras venenosas y gigantes de las que se habla en el Corán, atacan sobre todo en la oscuridad. ¿Sabías? –No –tentada, mordiéndose, ojos anhelantes–, no sabía. –Entonces Lawrence, que era un invertido muy hábil... con decirte que seducía a quien se le antojaba... por ejemplo un antepasado mío, Muhammed Zalim Aziz, le hizo ver estrellas debajo de la arena... es así, yo soy el primer fanfarrón atávico, no te rías, poeta. Te decía que, como Lawrence era muy ligero, un marica con agallas, muy guapo, un marica de fierros, agarró y puso a cuatro beduinas adelante, encabezando las columnas que tenían que atravesar el desierto. Y las bautizó, en una ceremonia mahometana, con el nombre de Samanthas, no sé por qué, los poetas no tenemos obligación de andar averiguando tanto. Yo de eso me enteré por las actas históricas de mi familia, que son verbales, pasan de generación en generación, mi abuelo Salvador se lo dijo a mi padre Abdel, y Abdel orgullosamente me lo dijo a mí. Consta con claridad, porque mi antepasado, el bufarrón, el Muhammed, estuvo en la ceremonia. Te cuento que ellas, las Samanthas etéreas, encabezaban las marchas, tendrías que verlo quizá para creerme. Te confío que yo tampoco las vi, a lo mejor pensás que estoy haciéndote poesía de cuarta, pero los ojos de las beduinas esas iluminaban las noches del desierto. Caminaban por las noches, y durante el día, por lógica, ellas dormían en carpas especiales, custodiadas por árabes violentos que les vendaban con ternura los ojos, con un paño negro, para que no se les escapara el mínimo hilito de luz. Ah, pero un pequeño detalle, te aclaro que los ojos de las beduinas aquellas eran bastante más chicos que los tuyos, y mucho menos brillosos, eso se descuenta, y con menos expresividad, por supuesto. Así cruzó Lawrence, con cuatro Samanthas magníficas que despedían una luz fosforescente, magnética, una luz que inutilizaba a las arenas movedizas, a las víboras gigantes y de veneno rojo, a los camellos salvajes de seis jorobas tétricas, a los vientos indomables, esos que arrastran y tragan.

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Turco, te entrego mi renuncia, está bien. Estás esperando que te lo diga, y para que te quedes conforme te lo digo. Sos el campeón de la sanata, el rey del verso, jugás maravillosamente para la tribuna, sos el Beto Alonso de la intelectualidad argentina, ya me conozco todas tus gambetas, de memoria, pero te felicito igual –me dijo el ondeador, en Alabama. –Gracias, Marinelli –le dije–. Gracias. –No hay de qué, vos te lo mereces. Pero ahora para levantarse una mina esos versos no hacen falta. Ya te lo dije, vos te equivocaste de siglo, eso lo tenias que haber dicho en el dieciséis, o diecisiete, hubieras matado, nadie te hubiera hecho sombrita. Claro que para levantarse una flaca ahora hay que utilizar maneras mas irrisorias, tecnificadas. Por ejemplo pones las llaves del auto sobre una barra, haces un poquito de facha, tocas después un poco de bocina y nada más. Vos estás preparado para otro combate, turco, para un combate medio al pedo, no te enojes, sin vencedores ni vencidos. Pero no le desanimes, a lo mejor alguna viejita del Palacio Rivadavia, o del Dopolavoro, se entusiasma con tus mañas, no hay que perder las esperanzas. Te comprendo, querés ser un caballero, macanear con estilo, sos un tipo que sin duda va a ir para adelante, todo hechito de mentiras, no se te puede creer ni el saludo. Y te felicito por anticipado, por todas las croquetas que vas a hacer, a cuantos blanditos que les vas a joder la vida. Seguí, seguí mintiendo, no te va a servir para un pepino pero seguí. Muy pronto, mágicamente calientes, nos besábamos, apenas ella preocupada, de lengüetazo en cuando, por la probable búsqueda visual de su mamita. A veces, subido a su delirio, Rodolfo hablaba, culpaba en medio de los chupones, e inoportunamente, a su finado abuelo, don Salvador Zalim, quien conocía el mundo entero tanto como a su casona de Villa Pobladora. Lo culpaba de inventar cierta teoría referente a los ojos, lo más importante de las mujeres. –Además, Samantha, vos sos una virgen –siguió Rodolfo–. Estás condenada a virginidad perpetua, pero esta es otra historia, mejor dicho es otra teoría de mi abuelo Salvador. Pero lo primordial, lo apostable, es que sos virgen. –¿Cómo adivinaste? –mintió ella. –Por tus ojos –mintió él–. Y porque los ojos de las vírgenes, según las teorías de mi abuelo, son así, como los tuyos. Y claro que a ella le gustaba ese verso. Sin embargo, muy caliente, prefería besarlo y refregarse; en cambio él, cebado, acaso gozando más que ella del verso, en realidad haciéndoselo a sí mismo, continuó: –Esto que te digo podes verificarlo en la Basílica de San Pedro, cuando tengas oportunidad de conocer Italia, me contó mi abuelo que es bellísima, que es lo más parecido a la poesía.

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Quedaron en encontrarse un lunes, carnaval todavía, en la esquina de Rivadavia y Alvear, centro pleno de Quilmes. Una cita insólita, una tarde muy calurosa, las calles vacías que certificaban el feriado comercial. Y más allá del conglomerado de negocios había, seguramente, severos vecinos que prolongaban el ya desaparecido juego del agua, provistos de baldes y pomos, quizás en short, mejor llamados pantaloncitos cortos. Con persecuciones excitantes, con señoras empapadas que, desde las terrazas, emulaban el escolar ejemplo de las heroínas del siglo pasado, que colaboraron con ollas de aceite hirviendo, para oponer resistencia al invasor inglés. Eran como las siete, oscurecería recién a las nueve, de manera que había que pasearla, o conversarla hasta que se pudiera intentar algo tenuemente agudo, como el amor. La opción del amor, entonces, en Quilmes, la representaba el río con su complicidad, con sus tinieblas, su sosiego y su peligro. Había que arrastrar a las damiselas hasta la ribera, convencerlas de las ventajas de su aire impuro, de una sentada romántica en el murallón. A falta de automóvil, recursivas eran las palabras; quizá por este motivo Rodolfo se incorporó a la legión de la poesía, porque no tenía auto. Sin embargo, en cuanto pudiera, se lo iba a comprar, si era un arma indispensable. Un auto sería entonces. Rodolfo, algo discretamente simplificador, sería un facilitador de los propósitos más lógicos, funestos, que otorgaban prestigios, gratificaciones, soledades; con un auto habría que esforzarse mucho menos, o prácticamente nada, para urgir a una flaca de esas, para guiarla repentinamente hacia la situación límite más normal, si en un auto todas "se dejan". Pero no, cuatro ruedas no tenía, así que había que abrirle el paso y el corazón a la poesía, levantar la bandera hidalga del romanticismo de barrio, exaltar el valor sensible de las caminatas –mucho mejor que llevarla en colectivo, eso era una capitulación, la vergüenza de asumirse como pobre–, y, sobre todo, demostrar ser diferente. Seco, pero con principios. Sin auto en el sur, y sin particularidades rescatables, el destino afectivo no podía ser nada halagüeño, había que resignarse a las desfavorecidas o a las estrictamente decentes, o a las negras de tercera calidad, honradas y negras que eran una manga de tristes, que mirarían angustiosamente el desfile opulento de los autos, con una envidia conmovedora, silenciosa, cuyo destinatario sería la afortunada que fuera, repantigada y fumando, adentro. Una envidia que demostraría al amante austero, al seco, más que nunca, esa, su condición de seco, de desgraciado. Así que había que comprarse el auto nomás, y mientras tanto había que apaciguarse con la extrema condición de diferente, de tipo que está más allá de las burdas comodidades materiales. Y ella, en apariencias, también era diferente, no era una milonguerita común, ni una fabriquera, ni una de esas que estudian para ser peluqueras, nada de eso, ella era una marciana, igual que él. Eramos entonces dos ovnis que caminaban, una tarde de carnaval, de la manito, por la casi abandonada Rivadavia, y en dirección del río, porque Rodolfo, distinto, le sanateó que la brisa del río estaba llamándolos, acaso porque obedecía un dictado del mar, ¿no oís?, nos llama con efusividad. Y ella, claro, también la escuchó, sí, esa brisa nacía en el mar, y quien nos llama es él, aunque no escuchó un pepino pero ocurría que éramos diferentes. Dos desubicados y en un temprano Quilmes, dos flacos alejados de sus ámbitos, porque una muchacha como ella tendría que estar maquillándose, para la milonga, o preparándose por definitiva vez el atuendo, o tendría que estar en la cola ya, con el propósito de conseguir la mejor ubicación para su madre. Y él, el truhán de barrio, tendría que estar en el Club de Oyuela, exhibiendo un catarro, producto del cigarrillo exagerado, y exhibiendo la mirada como con pesas, y profundas ojeras, producto de la calavereada inofensiva, y comentando con desdén aspectos de la milonga de ayer, anticipando alguna hazaña de la milonga de hoy. Sin embargo no, y tal vez afortunadamente, éramos dos islas en la tarde del sur, que portábamos una milonga interna, deliberada, propia, sobre todo en los pensamientos. Nos bastaba con tomarnos de la mano para fingir que sentíamos otra música, y fingíamos con tanta perfección que, al final, la sentíamos en serio: era como un clamor desafinado de pájaros, o era –decía yo– como el silbido de un jilguero ebrio, que proclamaba que los dos –ya no decía, claro– éramos víctimas de la misma marginalidad. Era una música que certificaba nuestro cansancio, y un deseo altivo y confuso, de rebelión, no teníamos en claro contra qué, ni quiénes. Y éramos, aparte, dos locos sueltos por separado, pero juntos, Samantha, te decía, éramos como una redención, una indemnización de Dios, y me entendías, éramos distintos, falsos.

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–Me gustaría robarte una flor en ese jardín –decía por ejemplo Rodolfo, quizá creyendo que lo decía de pícaro, para hacerse el poeta y quedar bien–, pero hoy no podré robarte ninguna. Y el poeta se lamentaba, porque los dueños de los jardines estaban en la puerta, al fresco, acaso en pijama y camisetas, o podía distinguírselos detrás de una ventana, compartiendo alguna cerveza festiva. –Esto es culpa de los carnavales, Samantha, esto en un día común no pasa, en un día común un poeta puede cómodamente robar una flor para alguien que quiere, robar una flor en cada uno de los jardines de Quilmes, el mejor sitio para robar flores, rosas o jazmines, claveles o nenúfares. Eramos diferentes, naturalmente ella me entendía, por ejemplo esa sanata de que robar flores de Quilmes era muy distinto a robarlas, por ejemplo, en Berazategui, en Lanús, o Ramos Mejía. Primero porque Quilmes, Samantha Venini, es tu barrio, le decía, pero sobre todo es distinto porque robar una flor, Samantha, es un acto angelical, es un acto de amor, es decir, es un acto poético, y como vos sabes mejor que nadie la poesía no se hace sólo con sentimientos, sino que también hay que utilizar palabras, y todas las palabras encierran enigmas, secretos, ritmos e indescifrables misterios. Y Quilmes, Samantha, la palabra Quilmes tiene otra sonoridad, otro valor, o mejor, una sonoridad y un valor distinto, como nosotros. Es una palabra más personal que, por ejemplo, Villa Elisa, o La Plata, o Ezpeleta, tiene un atractivo más salvaje. Y me entendía, y me embalaba, y claro que esa primera vez no consiguió robarle ninguna flor, ni siquiera una margarita trivial, manejaba con pericia su discurso, y ponía la cara adecuada para transmitirlo; era un divague coherente, ideal para cualquier imaginativo que no tuviera automóvil, y se entregara a la seducción de flacas del Gran Buenos Aires. Sin embargo, ocurría que Samantha, también, era lo suficientemente, lo aterradoramente divagadora, y su discurrir, entonces, tenía mucho menos color que el de Rodolfo, se inclinaba más por lo profundoso, y en consecuencia era muy improbable de soportar, más allá de los diez minutos. Era pronunciadamente abstracta, y su repertorio –el más allá, la razón, el sentido del ser– era casi incomprensible, e incitaba a su interlocutor a extraviarse en cualquier pensamiento profano, y no escucharla. Y ese mismo lunes Rodolfo tuvo que comprender que Samantha era, ante todo, una lástima, que hablaba más de lo conveniente en una mujer, era un defecto madrugador que probaba alguna de sus sospechas futuras, o de sus teorías, porque para un poeta no hay nada mejor que una fabriquera, o una oficinista, o cualquier atorranta de ojos versificables que sirviera específicamente para ser cantada en poesía, pero amada en prosa, con la impunidad de saber que la homenajeada no escribe, que el único loco e intelectual es uno y la otra una laburanta que debe obligatoriamente dedicarse a admirar al genio que le hace la concesión de poseerla. Ese verso, el de los versos, debe ser patrimonio exclusivo de uno solo de los contrincantes, porque dos poetas –hombre y mujer– lo mejor que pueden hacer es dedicarse un librito a la antigua, discutir en alguna mesa redonda, o amarse despreocupadamente pero sólo una vez. Sin embargo Rodolfo, todavía, desconocía estas indiscutibles verdades, apenas sí sentía que su disfraz de poeta era efectivo, sobre todo, con las obreras de la Ite, con las nostálgicas vendedoras de quioscos y boutiques, o con las dactilógrafas opacas que se colmaban de luces los sábados, para incorporarse a la ceremonia eléctrica de la milonga. ¿Cuándo habremos comenzado a reventarnos?, se pregunta Rodolfo, para sí, mientras, con lentitud inusual, caminan por Corrientes. Mientras redescubre que la flaca ya no es aquella escuchadora incauta, aquella piba que buscaba una clave y con ansias, y que hablaba, en general, para las paredes. Esta flaca, de veras, había crecido, y se acostumbró, con firmeza, a los porrazos. Esta flaca, piensa él, ya me sabe retrucar, imponer su posición, y hasta exhibe generosamente sus llagas. Rodolfo no sabe, por su parte, cuándo fue que él se comenzó a reventar –si es que, realmente, está reventado, lo cual, cree, es discutible–, pero sospecha que ella, a lo mejor, inició ese sendero sórdido cuando decidió abandonar su estipulado destino de confección de tallarines, de baldeo de vereda, tardes de radio o costura y bordado. Cuando decidió enfrentar al sabido porvenir, para disponerse con furia a ser psicóloga, o socióloga, o profesora de literatura, o militante, periodista y cantante o, sobre todo, actriz, dramática y de

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nivel, su ambición más corpórea, para hacer papeles con contenido. Y para buscar siempre un contenido, encontrarle de prepo fondo a cosas que, tal vez, no lo tenían, inventárselo en todo caso. Habremos comenzado a reventarnos, quizás, es una hipótesis, cuando comenzamos a adherir y a creer devotamente en la profundidad. Pero no me creas. –¿Y ahora qué vas a hacer en Italia? ¿Teatro? –le pregunta él, con un dejo de ironía que ella capta al vuelo, si lo conoce demasiado. –Quién te dice, voy a ser la compañera de Gasmann, en su próxima película... –Mejor preséntate ante Fellini, él seguro te va a utilizar –dice él, con una ironía más incomprensible aún–. Lo único que, para emular a la Sarracena, vas a tener que engordar un poquito. Reímos, sí, pero, independientemente de mi ironía poco sutil, todavía ella no me respondió qué cosa va a hacer allá. Porque aunque parezca mentira, de ese detalle aún no conversamos, en el café conversamos con detenimiento solamente de su impulso, y de una lastimosa generalidad, pero noto, querida, que el verdadero viaje comenzará allá. De aquí, mal que mal, uno puede irse, todos disponemos de algún conocido con influencias que nos haga sacar el pasaporte, sin tantos filtros ni colas, y algún autito o cualquier otro fetiche de valor que pueda cubrir el costo de un pasaje, y algún pariente que, de últimas, se recibe de bondadoso y distrae unos dólares de su acentuada prosperidad, para regalarlos y hasta sin ostentación. Sin embargo la cosa está afuera, la cosa es quizá la felicidad, la cosa está pobladísima de obstáculos y es una sortija que cientos, ¡qué cientos!, que miles de latinoamericanos pretenden conseguir, mientras dan vueltas y vueltas en el carroussel del exilio. La cosa está afuera, Samantha, y quizás uno se equivoca, y no se pretende tanto capturar la melodramática sortija del éxito, un (auto)exiliado tenso puede conformarse, tan solo, con estar en el carroussel, desear que no se detenga nunca. Rodolfo percibe que, acaso irresponsablemente, Samantha se va al tanteo, a ver qué pasa, y esa, su despreocupación, su inexistente noción de la seguridad, es lo que últimamente extraña. Y quizás extraño sin razón, porque nunca, creo, tuve de eso. Yo fui en el fondo demasiado miedoso en mi vida, y rompí muchas locuras promisorias en el exacto momento de nacer, yo me engañaba y me hacía creer que la reemplazaba por otra locura nueva pero no, si no las llevé adelante fue por cagón, por cierto temor a lo desconocido, por eso pienso que podría haber sido el más sereno de los bancarios. Pero por favor te pido que no me creas, Samantha, aunque este Rodolfo ya no arriesga, si es que alguna vez arriesgó, si no es que todo se le entregó en bandeja y lo que logró fue, apenas, porque tuvo suerte. No me creas, pero este Rodolfo ya tiene argumentos sólidos para no arriesgar, y quizá tiene razón, porque fueron miles los que arriesgaron rigurosamente al pedo, y esto con seguridad pueden testimoniarlo las mejores cabezas de mi generación. Yo ya no arriesgo, y permitime, Samantha, que te envidie, y que te diga que en el fondo sos una guapa, una reencarnación de las niñas de Ayohuma, una Mireya, yo esa valentía ya no la tengo, qué le voy a hacer ya soy un padre de familia, encabezo una familia tipo, tengo un trabajo que me permite hasta pagar los impuestos, tengo un nombre con el que ya sé lavarme los dientes, tengo auto y los vecinos me respetan. Noto que vos te vas a la deriva, y esto no te lo digo, no tengo por qué recriminarte, y que la base de tu fuga está construida con ladrillos de esperanza, de chimentos y contactos. Y a lo mejor, no me falles, vas a triunfar, loca de porquería con tu triunfo tenés que reírte reiteradamente de mis seguridades, anda al frente, ¡vamos todavía! –Mucha joda, pero todavía no me dijiste qué corno vas a hacer en Italia. La piba, pobre, estaba en una búsqueda sincera; era una solitaria desmedida que, acaso por primera vez, suponía encontrar a un flaco similar, que comprendiera y compartiera sus anchas bandas. Y por eso –mientras él aguardaba con frenesí la invasión de la oscuridad– ella proclamaba las verdades que intuía, manifestaba dudas, se extraviaba o quedaba pagando cuotas en medio de un razonamiento prepotentemente profundo, original. Sin exageraciones, había que estar provisto de una hidalguía quijotesca, para soportarla. En realidad, Samantha, debo reconocer que yo aprendí demasiado con vos, y gracias a vos, que te quité algún litrito de sangre precoz. Precisamente, con vos aprendí a hablar, a citar, a divagar espontáneamente y porque sí, te dejaba y me iba embalado, no podía detenerme nada, y nunca te lo agradecí. Sucedía que

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antes Rodolfo deliraba, tan solo, cuando estaba por convencer a alguna pierna, o cuando procuraba vender aquellos retratos por la calle, en su universo de canguros. Gracias a ella, entonces, su vocabulario se convirtió prácticamente en una sorpresa, en un viaje continuo que le vino de perilla, para utilizarlo más adelante en otras circunstancias en las que se disputaba algo presuntuosamente egregio, más alto. Entiéndase que, con ella, Rodolfo aprendió a copar, a contar, pulió su predisposición para ser el centro y aprendió a tratar de luchar por serlo, maravillas estas debidas a su improvisada función de académico, de maestro de ceremonias de la pareja, aunque antes se limitaba apenas a ser–o llamarse– un filo, y, en el mejor de los casos, noviazgo. El agrandado buzón de la pareja vendría después que se instalaran bajo el caudaloso sol de Stanislavsky; ahora su tarea consistía, durante ese filo, en no permitir, ni por las tapas, que ella se lanzara a bucear con el verbo en conjugaciones remanidas. Aclaremos, su propósito era atendible, él debía ponerse a hablar sólo para impedir que ella hablara, no debía dejar margen para ningún silencio chiquito, y si en algún momento debía callar tenía que ser, apenas, para besarla, apretarla, o humedecer alguno de sus pechos o sentir la exuberancia de su lomo, lo cual, por otra parte, justificaba tanto esfuerzo indigno. Y el poeta entonces hinchaba reiteradamente con el balurdo ese de la magia, de las flores de Quilmes, de sus antepasados del desierto, y aquella primera vez la oscuridad, necesaria como el sol, tardaba bastante en caer, como un manto o como una bendición, y Rodolfo entonces, tal vez, se preguntaba si valía o no la pena hacerse el diferente, si no sería mucho más preferible incorporarse a las filas de la normalidad, un tipo del montón más que se preocupe solamente por la formación de Boca Juniors del próximo domingo, por "tratar de comprarse las mejores pilchas, tener las mejores mujeres y dejarse de embromar, ¿a quién le interesa la poesía en este país?, durísimo oficio el de poeta porque tenemos que divagar como marranos –sobre todo porque no tenemos automóvil– para tumbarnos primitivamente, acaso de parado o recostados en el murallón de la ribera, a una flaca que también se jacta de ser peculiar, palabra ésta que –igual que singular, especial, particular– no significa absolutamente nada, de esos adjetivos inútiles que Dios creó para hacer salir del paso a los críticos de cine, de libros, de pintura y de otros ocios. Para tumbarse a esa flaca peculiar –especial, singular, particular– que pretendía utilizar el mismo verso de uno, aunque era, después de todo, muy bonito decirle estupideces, caminando por calles perpendiculares al río, con sombras que anticipaban una agitación nimia, quizá diciéndole mira, Samantha, mira cómo tus ojos iluminan las veredas, el día que Samantha Venini se vaya de Quilmes las vecinas tendrán que salir a hacer los mandados con una linterna, porque el barrio progresista se quedará en tinieblas, sin tu fulgor; o diciéndole, en todo caso, escucha el latido de mi corazón, es tan quejumbroso que, por la tarde, no deja dormir la siesta a los vecinos de Villa Dominico, temo que una tarde el desobediente se me escape, le declare la independencia a mi cuerpo y se me vaya por ahí, a vagar. Y me preocupo, Samantha, qué será de mi corazón sin mí, regalándose vaya uno a saber por qué rincones, amando independientemente de mí, sin consultarme ni siquiera por correspondencia. Lo que sí, los mosquitos de la zona le ponían música a su lírica de barrio, y después de la cuarta picadura casi no perturbaban, si iban tomados de la mano y era todo un coro de deseo, de novedad, de intriga. Aquella manoseada inaugural, habíamos caminado como treinta cuadras cuando recibimos el abrazo inerte de la oscuridad, y la desvié del místico llamado de la brisa ribereña, por una calle de tierra, porque ocultaría, con seguridad, algún refugio propicio, donde desagotar mi lírica incorregible, mientras exaltaba virtudes secretas de las veredas, lenguajes de los zaguanes, historias de rejas y jardines. Tal vez, cuando le empezó a costar tener interlocutores, Rodolfo comprendió que sí, que Samantha poseía la cualidad más improbable que pueda poseer una habladora, que sabía escuchar. Él, por la calle ríspida, habitada por pozos, baldíos promisorios y mosquitos, hablaba sólo para hacer tiempo, para evitar vecinos en las puertas, luces encendidas, faroles que se ofrecían a la oscuridad como un puñal, que tajeaba la sombra y formaba un claro rondado exclusivamente por los mosquitos. Hablaba solo tratando de encontrar un formidable paredón, adecuado para la intención de eso que equivocadamente, quizá, suponía era lo fundamental, mientras ella escuchaba su sanata casi con perplejidad. Y unos metros más adelante, a pesar de cierta débil resistencia, Rodolfo la empujó, con impetuoso romanticismo alemán, adentro de una obra en

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construcción que, por suerte, no tenía sereno, tal vez gracias a los carnavales. En ese histórico proyecto, con ninguna poesía y con la metafísica más ausente, después de abrazarla y besarla durante cinco concentrados minutos de precalentamiento, Rodolfo peló su juguete rabioso sin la menor contemplación, y de parado, en carne despierta, le hizo sentir por primera vez su realidad, ante la cautela asombrosa de ella, de su docilidad. Le bajó la bombacha hasta donde pudo, que fue hasta un poco más aquí de la rodilla, y mientras la besaba y a lo mejor hasta la penetraba, después de algunos movimientos le acabó con cierto desorden, empapándole hasta un poco más allí de la rodilla. Secándose con un inolvidable pañuelito bordado, tan breve como la pasión de él, ella había comenzado a decir algo que, con seguridad, era hondo, e iría en búsqueda de algún por qué, de alguna luz, pero el primer farol, puñal rodeado de mosquitos, estaba como a cien metros. Sin embargo Rodolfo ya había acabado, y entonces no tenía ninguna importancia lo que pudieran decirle, y ya ni siquiera le importaba interrumpirle la conversa. Como había acabado se limitó a preguntarle la hora, y quizás a pensar que, si pronto la devolvía a su cucha de Quilmes, si lograba deshacerse de semejante pesadez, podía hasta llegar señorialmente a la milonga, a la hora de los ganadores. –¿Y qué es lo que se va a hacer a otro país, Rodolfo? Yo voy ... yo voy a ver, tenés razón, a abrir el juego, a remover un poco el avispero, a darme un gusto. Llevo muchísimos contactos, y ganas de quedarme. De lo que estoy segura es de mi predisposición, porque como te imaginas, una en gila no va. Yo voy a sentir el otro país, desde adentro, a sufrirlo, a gozarlo, a vivirlo, cómo decirte ... –¿Intensamente? –Sí, a vivirlo intensamente. Rodolfo no la quería verduguear, pero hay frases que ya no se las soporta ni a la televisión. Se detiene, recién cruzaron Talcahuano. –Flaca, vivirlo intensamente, ese tono ya no. Entre tantas cosas que tenemos que desterrar, porque no nos sirven, figura ese vocabulario de porquería, exprimido, de burgués que quiere desatarse. –Esas son cosas tuyas –dice Samantha–. Lo que pasa es que a vos te preocupan demasiado las palabras, yo sé lo que quiero expresar con ellas. Cuando digo vivir intensamente ... –Parala, no seas mala, respétame, eso me suena a psicoanálisis de empleado público, a terapia de obra social, a lamento de inspector de legislación y digesto, eso de vivir intensamente está baqueteado hasta por la publicidad... –Me parece que vos estás peor que yo, ya todo te molesta. –Cázame la onda justa, por lo menos una vez. En realidad me pasa exactamente lo contrario, ya casi nada me molesta, pero me doy un poquito de manija y te digo que sí, que me molesta, casi todo, tenés razón... –Pero no sé por qué te molesta lo de vivir intensamente. –Porque la palabra vivir ya me suena muy falsa cuando está acompañada de la palabra intensamente, me suena a slogan, a propaganda de champú, a chetitos corriendo con el pelo al viento, por el verde, por la playa. Más aún, te diré que me pudre, porque vivir intensamente fue como una especie de receta, de fórmula, como el ideal de una generación muy buzoneada, eso de sentir, vivir, palpitar, ¿te das cuenta? –No. –Es una frase que, precisamente, mira vos, me suena a muerte, y utilizada por muertos. ¿Te fijaste en la cantidad de muertos que hay por las calles de Buenos Aires?, uno ya los patea sin querer, te topas con ellos en cualquier parte, los pisas. ¡Qué olor, che!, es insoportable –y Rodolfo comienza a viajar, ya es otro viaje, y ella, por otra parte, siempre lo estimuló, escuchándolo–. Pero ya estoy acostumbrándome, ya ni puedo sentir mi olor. Decime la verdad – y se le acerca–, ¿tengo olor a muerte yo también? Ella –siempre fue estupenda, siempre me entendió– me toma la mano, la huele, me huele el cuello. –No sé si es a muerte –dice–. Creo que es a locura... mira el lío que armas por dos palabras

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juntas, por vivir... –sin embargo él ya no la escucha. –Que se lleve todos los cadáveres un camión municipal, que los pongan en una compactadora gigante, que los manden como alimentos balanceados a Bélgica. Flaca, con esta crisis, cayéndonos todos, desde el infierno, en bolas, creo que mejor dicho se muere intensamente. ¿Suena mejor, no?

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Turco, yo no te creo más. Y además yo con vos no aprendo nada, me confundís, nunca puedo agarrarte la onda bien, no te ofendas. Las ondas que me tiras, te lo digo de corazón, ya no me sirven. Mira que probé, que te tomé en serio, te hice caso, leí El corazón es un cazador solitario, y La balada del café triste, de la Carson Mc Cullers. Me hiciste leer El pozo, de Onetti, y también me tuve que tragar el novelón de ese gaucho, como se llamaba, ah, Todas las sangres, de Arguedas. Me hiciste leer Cuento de hadas en Nueva York, de Donleavy, me dijiste que era el caos de esa ciudad vista a través del prisma de un sepulturero, y te creí, pero ya basta. Me hiciste ir a desayunar a la Richmond, trajeado, con La Nación y el Herald en la mano y con cara de oligarca, y conmigo no pasó nada. Me dijiste que vos como escritor sos la profundización de una mentira, que querés que escriban sobre tu tumba mintió y vivió, amó y se equivocó, no existió nunca, y que querés que te pongan arriba una mentira de mármol, como a Stendhal. Me cargaste la croqueta una tarde hablándome de un gran ensayo, una vivisección de la burguesía argentina y esas cosas, que se titularía La selva capitalista: el Club de Leones. Me convenciste de la vuelta indispensable a la poligamia, me hablaste de tus ancestros, y de la vuelta a los matrimonios típicos de nuestros abuelos, con casas grandes y doce hijos, con nietos para que corran por el patio con macetas, y la vida fuera más entretenida. Me hiciste comprar Valores Nacionales Ajustables, y Bonos de Inversión y Desarrollo, y fue en la única que la pegaste, gracias. Me hiciste tomar mate con ñangapirí y tecitos de salvia. Me explicaste la dictadura del proletariado y casi me convences de que el eurocomunismo es una desviación y que Santiago Carrillo es un chanta. Me hiciste dejar la barba, me recomendaste a un iriólogo vidente de Colegiales. Serán todas ondas positivas, pero no para mí, y no te hago caso más, aunque pierda y no me anote en alguna posta, como la de los ajustables. Puede, lo admito, que se trate de una limitación mía, que ya no me sirva ninguna onda más, anda a saber. Por eso yo no puedo culparte, si vos hiciste todo lo posible por encaminarme, por salvarme, si una noche hasta me llevaste a La Paz, después al Ramos, me presentaste como tu coterapeuta, salude como a cien reventados y al petiso Carlino. Pienso que a esta altura yo tendría que ser un hombre dichoso. Si fuera otro, andaría por el centro haciéndome el cheto cultural, me metería en librerías y boliches, iría a presentaciones y debates, a vernissages, diría óiganme, manga de depresivos, yo soy el coterapeuta del turco, diría el turco se inspira en mí. Diría soy un personaje literario del turco, ya no vago más por las calles en busca de un Pirandello cualquiera, tengo un rol protagónico en la novela del cotur. Otro, en mi lugar, ganaría todas las noches, una atorranta o una discusión. Pero yo no, porque no me sirve. No te persigas, hermano, no te esfuerces para tirarme ninguna onda más, repito que no tenés la culpa, para nada. Con decirte que hasta ya se me gastó la onda del sufismo, mira que esa venía muy bien. Acabo de recibir una carta del Gran Maestro. Yo le había escrito pidiéndole consejos e instrucciones, porque con ejercicios respiratorios tenía ganas de llegar al orgasmo interior, el orgasmo espiritual. Pero estaba todo el día meta hacer ejercicios, meta concentrarme y el orgasmo no llegaba, no podía ser que mi mente tardara tanto en acabar, será que mi espíritu no es pajero, me dije. No sabía qué hacer, creí que el Gran Maestro podía salvarme, entonces le escribí unas líneas con frases bien dolientes, exponiéndole mis dificultades para el orgasmo, si era por defecto mío o de mi kharma. Sin embargo el Gran Maestro me respondió que no me complicara con mi kharma, y que yo estaba equivocado. En una palabra quiso decirme que me dejara de joder, que dejara de lado las técnicas del pan-am-rita y ni me preocupara del mantra. ¿Sabes qué me recomienda ese hijo de puta, turco? Un amor malevo, de barrio. Yo con intenciones de hacer eyacular a mi espíritu y el Gran Maestro me aconseja a una mina del abasto, mira si vendré mal. Le pido perfeccionar mis ejercicios respiratorios y mentales y el Gran Maestro me responde: cómase un asadito. Marinelli.

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El segundo encuentro ocurrió en la "capital", y ella le regaló, ritualmente, su primera flor, dijo que robada en un jardín de Quilmes. Para ser precisos, se encontraron en el Once, en La Perla vieja, cuando ese reducto era apenas una aglomeración de estudiantes, de los que ya no quedan. Hacía aún más calor, y se trataba de un jueves sin aire, que incitaba al florecimiento del cansancio, de la calma. Ella había tenido una cuestión de certificados en la facultad de filosofía, la de Independencia; eran las siete de la tarde, y los hastiados porteños, y los porteños nuevos de color café con leche, soportaban todavía la insistencia de ese sol agobiante, quitaganas. Bebimos una coca cola helada, mientras ella, después del acto de la flor–una rosa blanca–, refería pormenores de nuestra nociva burocracia, que él también fingía ponderar. Después, ella condenó a la tarde. –El mejor refugio para esta tarde es el amor –dijo él, cara de bohemio, su mano que jugueteaba con la botella de coca. Salimos. Colas prolongadas para disparar de ahí, como de una cuadra, así que era tan temprano como difícil regresar al sur, sobre todo para los que no teníamos auto, esa idea fija. Olor a maní, a grasa, a frituras que invadían la recova; infinidad de tipos que caminaban, pero que no eran aerobistas, y que acaso corrían pero para alcanzar un tren, y no la dicha. Para colgarse abruptamente hasta Moreno, Paso del Rey, para comer, dormir, volver mañana a repetir esta masacre diaria hasta que mueran, o se jubilen, dos sinónimos. Canguritos oscuros, mucho más café que leche, y transpirados, con la camisa abierta, a montones por la plaza sucia, y uniformados del Ejército de Salvación, que entonaban cánticos imprecisos hacia nadie, tal vez hacia el contagioso nihilismo general, y vendedores de baratijas luminosas, y lustrabotas en desordenada fila e impedidos, y mendigos hoscos y oficiales con sus piernas hinchadas y en tecnicolor, y los obsoletos micros, la avasallante conjunción de ómnibus que aturdía con sus bocinas, con los caños de escape que cedían, a la atmósfera, la toxicidad necesaria. Y claro que el mejor refugio para esa atmósfera sería el amor. Orondos, ellos caminaban de la mano, por Pueyrredón, bajo la recova: en la otra mano, ella portaba carpetas, quizá con originales temibles de su pertenencia. Le comentó, como quien tienta, que le había escrito un poema, el primero, y él, sin arrepentirse, sonrió. También le dijo que había pensado demasiado en él, que estuvo esperándolo tal vez hasta ese sábado, que había tardado muchos años pero que, al final, había llegado, era cierto y no un sueño más. Por su parte. Rodolfo aprovechó para apuntarse una mentira suave; dijo que también había pensado en ella, en el cereal de su piel, que ni por un segundo pudo arrancársela de su mente enamoradiza. –Me deprime la muchedumbre –de pronto dijo él, con propósitos–, me marea tanta gente junta, apurada como si fuera a alguna parte. Me hace sentirme muy solo, desprotegido. –Y la soledad entre la muchedumbre es la peor soledad. Ah, éramos diferentes, pero interpretábamos nuestro marginal idioma. Pucha, qué brava enfermedad era la jactanciosa lucidez, la de sufrir los designios de la inteligencia. Y entonces había que disparar de la multitud, y por eso cruzamos por Cangallo –quiero que me leas el poema. Samantha Venini, con tranquilidad, le dijo–, doblaron por Ecuador, y sin proponérselo siquiera –a ella, se entiende–, la empujó adentro del Hotel Dallas. Más que resistencia, ella ofreció un gajo de asombro, que pareció mitigarse cuando cerraron la antipoética puerta de la habitación, cuando se encontró sola con él, y con una cama, un espejo, un baño, una ventana clausurada que daba a ninguna parte. –Es la primera vez que vengo a un sitio de estos –dijo ella, y no mentía, mientras él, con parsimonia, le quitaba las breves cascaras, y su cuerpo, resbaladizo, se ofrecía como un pan.. Y detenerse, amigos míos, en la descripción de su cuerpo, sería una labor redundante, innecesaria. Samantha era una flaca más, la flaca ideal, la flaca tipo, como todas esas flacas que uno tiene en su cabeza y que deambulan en caravana por las calles de Buenos Aires, por oficinas, colectivos, facultades y fábricas. Una flaca standard, con la peculiaridad, o con el riesgo, de que escribía, y que pugnaba por pensar en honduras que a Rodolfo, en el fondo, no le interesaban, o mejor, hacía lo posible por demostrar que no le interesaban.

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Y ahora, qué pensará de mí, se pregunta Rodolfo. Ahora, porque se intriga por saber qué es lo que piensa de él el último tipo de la tierra, ahora que cambió y es, en apariencias, un hombre grande, un hombre digno, nominado hasta para ser presidente de mesa en las elecciones desaparecidas. Se lo pregunta a ella –cómo me ves– mientras están parados, ella mira una vidriera, una zapatería de plataformas muy caras. Se divisa, desde ese umbral, la imponencia del obelisco, mientras un coro de porteños silenciosos desfilan por la cubierta de la vereda, algunos quizás apurados por un cine, o por una cita inquietante, y otros cabizbajos que parecen hurgar en el piso, en búsqueda de una moneda, o de alguna señal que indique el camino hacia la felicidad. ¿Cómo me verá? ¿habrá notado que estoy caído?, que soy una lamparita sin electricidad, que a veces me siento un fantoche, un desolado, un impostor. ¿Se habrá dado cuenta que aquella mi irreverencia era una burda mentira?, ¿o que ésta, mi irreverencia actual, es una mala versión aumentada y perfeccionada de aquella? ¿Habrá notado que yo ya no ...? –Mira, Rodolfo –empieza, sin mirar sandalias ni precios–, por lo que sentí, por todo tu aspecto, te veo por primera vez en algo lindante con la mala. Este Rodolfo me gusta menos, tendría que acostumbrarme, esto es demasiado para que venga de repente. Te noto, no de vuelta, pero sí por la pendiente, aunque sospecho que estás lleno de subidas y bajadas. Y sabes una cosa, te noto más agrio, más... cómo decirte, más humanizado. Y otra cosa, me parece que estás demasiado encerrado en lo tuyo, y ojo, creo que es fundamental si querés hacer una obra, pero... a ver cómo explicarlo... pienso que tenés que grabarte, no te enojes, que el mundo no es una pelota que gira alrededor tuyo, que tus dramas... con el vocabulario por ejemplo, eso de vivir intensamente, para ponerte un ejemplo vago, es algo que te molesta a vos solo, y porque te molesta a vos tiene que ser una molestia universal, y no es así, creo. ¿Me explico?, y lo de vivir intensamente trasládalo a un plano más general. Pienso que tenés que abrirte un poco más, salir más a la calle pero dispuesto a recibir, nadie te obliga a andar dando todo el día y... –y como Rodolfo la mira con una mezcla de cautela y perplejidad–. Y te dije todo esto nada más que porque me lo preguntaste, así que no te defiendas. Creo que tenés que ensancharte, recibir más.

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Lo destacable, ya a los dos meses –cuando nos habíamos contado hasta la más remota infancia, habíamos asistido con frecuencia a las funciones de Dallas, nos habíamos entregado poemas y flores–, era que Rodolfo no la soportaba más. Y ocurrió como otro mes, en que se encontraban dos veces por semana, se excitaban, la penetraba casi rutinariamente, fantaseaba y no le permitía fantasear, volvía a penetrarla otra vez y chau, el colectivo y a Quilmes, silencio en la parada del noventa y ocho, comunicación. El vampiro, en realidad, ya no le prestaba la menor atención, y eso, con seguridad, fue enamorándola, como saben enamorarse las flacas de los suburbios, hasta la obsesión, hasta el cargoseo. Cuando ella, de puro guapa o paciente, hacía mal uso de la palabra, él se extraviaba, acaso pensando en su abyecto oficio de cazador domiciliario, o en los amigos, o en diversas mujeres o, sobre todo, en él, en su destino. Lo que atendía sin desdén, eso sí, era la producción poética de Samantha, tan amenazante como fecunda, y graciosa. Entre la colección de versos, se destacaba con holgura uno que, de publicarse alguna vez, se ganaría el mote, o la condición, de inmortal. Tal delicia se titulaba "Has despertado a mi bestia enloquecida", era extenso, un canto épico, y citar textualmente alguno de sus versos sería una manera de bromear, con fe de ratas, a la posteridad, así que debemos resistir la tentación, que es mucha, y muy cruel. Entendamos de una vez que, de acuerdo a aquella febril profecía de milonga, Samantha había comenzado a escribir, de veras, para él, que la tomaba en solfa o que, explícitamente, ni la tomaba, porque lo único que le preocupaba a Rodolfo era su persona, por qué negarlo, él mismo. Y tenía, con esa temática exclusiva, demasiadas dudas, cavilaciones, encrucijadas. No obstante, le agradaba leer a los muchachos del club de Oyuela, los versitos que le dedicaba su fabuladora. Tratando de no reír, se los leía en voz alta, impostada, con ademanes, al Tito Milanesa, a Corbata, a Marincovich. Sin embargo nunca se había animado a leerles un poema propio, probablemente más ridículo, o sencillamente más romántico que los de ella. Y quizás, al compartirlos mal, al caricaturizarlos en voz alta y entre carcajadas, sentía como si se faltara el respeto, como si se traicionara, y a lo mejor por ese motivo, cuando se quedaba solo, le sobrevenía una tristeza ingrata, incisiva, muy distinta a la que le otorgaba, por ejemplo, la lluvia, miren si no era maricón, o un cielo pronunciadamente gris. Una tristeza que acentuaba su desconcierto, que agudizaba sus contradicciones, que le deparaba graves conflictos existenciales, dramas de identidad de esos que, sanamente, podía haber compartido con la flaca, esa tomada popularmente como idiota, o, como se dijo, ni siquiera tomada. En especial, le gustaba a Rodolfo, dado hueco, leerles la poesía esa de la bestia enloquecida, y también ese otro que instaba a la humanidad a que fuera a robar flores en los jardines de Quilmes, o ese, enumerativo, machacador, titulado "El mejor refugio es el amor". Pero el best seller era, por varios cuerpos, ese de la bestia, los muchachos daban piedra libre a sus carcajadas, se apoyaban jocosamente en el billar, en las paredes, o en el mostrador del buffet, podían caerse de tanto reír, ahogarse, morirse, mientras los veteranos del club, honrados fundadores, interrumpían sus trucos inacabables, acaso iniciados décadas atrás, para escuchar las glosas de esa reventada. –¡Ah! ¡Me cacho en Dio! –proclamaba Pepino. Y la hilaridad alcanzaba el paroxismo cuando Rodolfo, cara de truhán, contaba con alteraciones divertidas la génesis de aquel engendro disparatado. Resulta que él, durante una de las funciones, quizá en la primera misma, extraviado entre los carriles de una sanata inconducente, le formuló que todos los seres humanos –seamos amplios, incluso las mujeres, dijo en el club– llevan en su interior a un animal, una bestia salvaje, un monstruo dormido entre las tripas al que, con amor, hay que despertar. Un King Kong que apoliya enroscado como un chinchulín en el ventrículo del corazón, que sólo se despierta con una ternura desenfrenada, con sed de posesión, con sexo epónimo. –Ma dedícate a trabacare, eso te hace falta –interrumpía Pepino, el tano implacable, mientras el Cholo Pesado y Juan Ruibal le daban insistente máquina, preguntándole por ejemplo: ¿qué tiene usted en contra de la poesía, Pepino? ¿no le gustaría que alguna de sus hijas también fuera poetisa?–. ¡Ma me cago en la poesía!, vas a ver como yo te despierto esa bestia que tenés en el ventrículo, te la despierto trabucando, a vos sí que quisiera tenerte de peón. Y entonces hasta el Gordo Lupo, el bufetero, reía, y eso que estaba muerto.

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–Así, Samanthita, que vos te abrís, vos salís, y para vivir intensamente –dice Rodolfo, burlón, como siempre que comprende que alguien le roza una tecla justa. –No seas tonto ... no tengo ganas, ninguna, de ponerme a discutir con vos, en serio te lo digo, eh. En primer lugar porque hace mucho que no nos veíamos, varios años. Parece mentira, pero cuando dejé de verte eras un insensible total – dice Samantha, como equivocada–. Pero capacitado al mismo tiempo para convertirte en el tipo más sensible del mundo –agrega, como corrigiéndose–. Estabas encerrado en el cuartito de la balanza, ¿te acordás?, rodeado por perros y escribiendo como un ciego, o un loco. Si lo comento a veces, sobre todo cuando me hablan mal de vos, cuando me dicen la verdad, que sos un chanta, y te tengo que salir a defender. Esta flaca es macanuda, pienso. –¡Cuántas ganas que tenías de que se hablara de vos!, aunque sea que hablaran mal. Esa sola posibilidad, de que no gustes, te llenaba de entusiasmo. Ojo, no te lo critico, era muy lícito, y te envidiaba a veces tu fanatismo, tu seguridad de creerte el caballo del César. Vos me dijiste recién que envidiabas mi irresponsabilidad, mi insolente sentido de la aventura, pero yo te envidié siempre esa mística, esa confianza, esa certeza de creer que todo lo que te pasa a vos es importante, pero no porque sea importante en sí, sino porque te pasa a vos, sos un caso. Y claro que entonces me cuesta acostumbrarme a este nuevo Rodolfo que, en realidad, no te enojes, no me gusta casi nada, porque decepciona, porque está sostenido por el Rodolfo que fue, me parece. Ahora que lo pienso bien, es preferible que esta flaca se me vaya a Italia, o a Uganda, piensa Rodolfo. Esta flaca ya es muy peligrosa, las caídas la hicieron más aguda, casi sabia, siempre va a tener inconvenientes para conseguirse un macho. –Nena, no fondiés tanto, mira que nadie te va a llevar el apunte... –dice Rodolfo, como dispuesto a huir por una tangente, pero acepta: estás en la justa, Samantha, si yo valgo algo es por lo que era, por lo que hice ... y cada vez me cuesta más seguir recreándome, o creándome, como si fuera un insaciable, viste, de esos que, al final, se conformaron con dos vasitos de coca cola. –Ufa che, no te des máquina vos ahora –dice Samantha–. Si vos decís que no vales nada, que estás regalado, qué tengo que decir de mí, de tantos... qué tienen que decir todos los que caminan por la calle, y los que están adentro, y los que duermen, no jodamos. A esta flaca no hay que dejarla ir, pienso, no hay con qué pagarla. –Che, y en segundo lugar no quiero discutirte, ¿sabes por qué? –No. –Porque tenía muchas ganas de verte, y antes de irme te quería ver, como fuera, pensaba llamarte al diario. Así que para qué desperdiciar este encuentro poniéndonos agrios o serios. Yo tenía ganas de saber de vos, y me decía no puede ser, resulta que ahora, para saber en qué anda el pelotudo éste, tengo que ponerme a leer suplementos literarios. –Y se ríe Samantha, esta flaca vale diamantes, petrodólares, continentes, yo la tomé por una estúpida, qué salame. –Donde, por otra parte, mucha pelota no me dan –y nos reímos, eso siempre fortifica, reír, la medicina de los porteños. –Conservas las mismas ganas de que se hable de vos, aunque sea mal, pero que hablen. –Por supuesto, y no tengas ninguna duda que se va a hablar mucho más, yo voy a ser más famoso que la coca cola en este país. Ya lo sé, el secreto consiste en no morirse. Creo que si aguanto hasta los setenta años, y sigo publicando mis porquerías, jodiéndolos, a la larga me van a tener que descubrir, que aceptar, poner como ejemplo. Lo que tengo que hacer es comprarme un par de tubos de oxígeno, para seguir escribiendo, para seguir viviendo. –Pero mira vos, che, no me había dado cuenta, gracias por recordármelo, voy a tener un lugar en la historia –dice Samantha. Se pellizca–, quiere decir que estoy viviendo minutos memorables. Ah. cuando sea viejita y lo cuente, cuando escriba mis memorias y... –Es inútil –dice Rodolfo, ya en vedette–, nadie te va a creer que cojiste conmigo, dirán mira esta viejita cómo se manda la parte, con impunidad, porque Rodolfo Zalim no puede desmentirla, si ya está muerto.

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A pesar de sus tristezas súbitas, de sus búsquedas solitarias, de su afán exterior por ser diferente, por cambiar, Rodolfo era un muchacho que tenía demasiado barrio encima, y que estaba muy compenetrado, entonces, y aunque no se diera cuenta, con la ideología predominante, decididamente machista. El amor se limitaba a ser un combate, en el que, inexorablemente, debía resultar triunfante el varón, que podía o no, según su criterio, vanagloriarse de sus éxitos militares. Que podía o no humillar a su adversario vencido, difundiendo la derrota discutible de la mujer. Así que todas las diferencias que quieran, queridos, pero Rodolfo había conseguido sin esfuerzos arrastrarla hacia una cama, y, por si fuera poco, lograr que ella le hiciera hasta lo último, miren sí la tenía dominada, si había ganado. Lograr que la mujer se baje, eso sí que era un lauro de oro en el sur, a eso se llamaba sumisión; que se bajara, y no por obligación, ni por temor, sino con disciplinada ternura, con gratificantes deseos de conformar a su macho. La tirada era el más alto peldaño, lo que certificaba que uno era un estratega prodigioso, después de conquistar eso sólo faltaba regodearse con el éxito obtenido, prolongando en demasía la batalla, o abandonarla, para qué más. Claro que Rodolfo olvidaría que ella, también, era diferente, se ponía también triste repentinamente, andaba en búsquedas solitarias, y olvidaría también que el viento renovador comenzaba a dejar resabios también en el sur. Sin embargo se trataba de una brisita nomás, pero que prometía. Claro que, aparte de la ideología imperante, Rodolfo, ya lo dijimos, no la soportaba más, y alargaba el instante de abandonarla. Mientras tanto, sin darle nada, hasta decidirse, trataba de pasarla muy bien, lo fortalecía el hecho de saberse un dominador. Y de tanto instarla, había conseguido, al final, que a ella le gustara mucho ese acto que suponía era una prueba vergonzante, ese concierto de pájaro campana que le provocaba demasiado placer, pero tanto placer, tanto tanto, que por esa razón exclusiva postergaba el abandono. Creía regodearse entonces con la batalla ganada, sin comprender que la vencida, insólitamente, saboreaba aquella derrota, y que le importaba un pepino el manto de la ideología reaccionaria. Samantha abría la boca que, como recordaremos, era espaciosa, y con rigor de estilista danesa, conducía su lengua con destreza, con plasticidad, cierto jugoso cariño, concentrado tesón, acaso pensando, Marincovich, en cartapacios, en viejas clepsidras, en fantasmas de humo, en aureolas de incienso. ¿En qué pensaría Samantha durante esos instantes lánguidos?, se preguntaba Rodolfo, mientras ella manejaba con sabiduría sus labios, una autodidacta que utilizaba la puntita de su lengua, la totalidad de su lengua, la lenguita de canto, el paladar, las encías, sin jamás habérmelo rozado siquiera con sus dientes, con sus manos como si acariciaran un arpa, y mi sexo que se lo hacía viajar por su cara, por sus ojos, por su frente, por su cuello, ensimismándose más aún cuando Rodolfo le ponía el dedito en la oreja, le jugueteaba con los deditos la punta de algún pezón, le acariciaba detrás de la oreja, o se desesperaba, mordía una almohada, sobreactuaba, gemía, le tomaba la cabeza. ¿Quién dominaba entonces? Si uno estaba a merced, Marincovich. En realidad, últimamente a Rodolfo lo que menos le agradaba era penetrarla, y ya ni siquiera la besaba en la boca, salvo antes de quitarle las cascaras, al llegar; ocurría que, luego de los conciertos elásticos, le daba asco besarla, le venían arcadas fundamentadas, porque Rodolfo todavía era muy potrillo, un novato al que había que comprender, si – pobre– todavía estaba capacitado para el asco. Ah, pero cuánto que le gustaba contemplar la ceremonia, presenciarla como si la flauta fuese ajena, su psicoanalizador intacto adentro de la boca fresca de Samantha, sobre todo en el bis, en el ballotage, cuando uno no tenía esa desesperada prisa, cuando uno podía fumarse hasta tres cigarrillos, la cabeza apoyada majestuosamente en el respaldo de la cama, la mirada en el espejo, en el espejo el espectáculo, el pensamiento sumergido en la grandeza, en la imponencia del hombre, en la magnificencia de la vida, en la necesidad de un poco de justicia en este mundo pernicioso, mientras, con la mano libre, se jugueteaba con la orejita, con el cuellito, con los dos botones oscuros que adornaban sus pechos, entre cartapacios y clepsidras añejas. Y algunas de aquellas tiradas lo ponían bíblico, y entonces enunciaba sentencias, entraba en trance, ni la marihuana ni el lisérgico provocarían imágenes tan bellas, o barbaridades que ella siempre perdonaba, dócilmente aceptaba, o no le interesaban.

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–Para ustedes las mujeres –le dijo Rodolfo una tarde muy estirada, mientras miraba la escena en el espejo–, la única poesía valedera es ésta. Así que seguí chupando y no escribas más, porque no hace falta. Turco, pero decime, ¿vos me estás hablando en serio? Al final me voy a ir nomás a la novela de otro, de alguien que venga más adelantado, ¿qué cosa estoy haciendo aquí, en la tuya? No, viejo, yo me voy a la de Germán García, o me meto en un cuento de Abelardo Castillo ... por favor indemnízame, de tus páginas me quiero ir. Pst, ¿con qué querés asombrarme ahora?, ¿con que te tiraban de la goma? ¡Qué prócer, Dios mío!... si yo no conozco a ninguna mujer que no la tire, que no la sepa tirar, me extraña, viejo, todas se la degluten. Eso es tema de actualidad para conversaciones de tangueros, para viejitos que una vez salieron con una atorranta que les dijo que era francesa, pero no puedo concebir que vos inviertas un minuto de tu creación para eso ... Claro, ahora lo pienso bien y lo comprendo, sí, ahora que me lo decís sí, vos sos un pibe de barrio, un marginal, claro, sí, basta... te entiendo, no me expliques más, la succión de pene llegó muy atrasada a Villa Dominico, Longchamps, Quilmes, todas esas zonas. Aquí es otra cosa, no se puede comparar. –Y es así, Marinelli, a mí todavía me asombra, eso me preocupa, me cuesta adaptarme al centro, ¿entendés? No, aquí llegó mucho antes, directamente de Francia, creo que durante el gobierno de Uriburu ...pero que se impuso masivamente hará unos diez, doce años, después de la revolución argentina. Puedo coincidir con vos en que es algo que gratifica, pero es muy usual, es un acto cotidiano, como desayunar, como hacer los mandados, ya definitivamente incorporado a nuestras costumbres, asimilado por nuestra cultura sexual. Pienso, y no creo estar en una equivocación, que para alguna mujer que tenga mucho erotismo oral, debe ser mucho más higiénico succionar un pene, y no, por ejemplo, una axila, o el dedo del pie, o la oreja misma ... pero por favor yo no estoy de personaje tuyo para referirme a estas trivialidades, si es éste el papel que tengo que jugar en tu novela me levanto y me voy, alguno me va a tomar. Te pido mejor que hablemos de la magia negra, o de los rosacruces, o decime porqué todavía no leíste a Lacan... ¡y ni siquiera mucho Freud!, no, turco, esto se acabó, no sé si me toman por inútil a mí, ¡mozo!, yo no aguanto ... ¡mozo! Además, los conciertos eran favorables por otro motivo: Samantha hablaba menos, y eso sí que era un punto a favor para la relación. A veces, de puro maldito, pensaba: habla si podes, ya que te gusta tanto, duda con eso en la boca, dale. Y transcurrieron un par de semanas más, y el otoño envejecía. La decisión ya no podía postergarse, sobre todo porque, muy pronto, podría comprarse su primer automóvil. Y ese acontecimiento trascendental tendría que marcar una nueva etapa, otra época, así que había que atender los fuertes argumentos que lo incitaban a abandonarla. El aburrimiento, el cansancio que deparaban sus detallados relatos de amores prohibidos, como aquel de la persecución sabuesa de Nicolás, el esposo de su prima, que estaba furiosamente enamorado de ella, y no podía ser. Y de sus historias de inadaptación a la chatura quilmeña, y también de sus honduras retóricas, de sus poemas, aunque los conservaba para exhibirlos a menudo como trofeos de guerra. De lo que le costaba hastiarse, no obstante, era de los conciertos míticos, lo más rescatable de la comunicación, llegó un momento en que aquellas chupadas entrañables representaban el motor de la pareja, probablemente lo que más extrañaría en caso de poner en práctica su determinación. Abandonarla, pero, en apariencias, la flaca se le había enamorado, sin aspavientos, y acaso la indiferencia de Rodolfo acrecentaba su indeseable metejón. Además ella estaba –y era– demasiado sola, aunque había comenzado la facultad y su vida era un mosaico de novedades, trabajaba devotamente en las aulas con los mocosos del segundo grado, estaba bastante ansiosa y suponía que él, auténticamente, la comprendía, y la escuchaba, sobre todo cuando le decía que, sin él, nada en su vida tendría sentido.

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–Y a mí sabes lo que me cuesta entender, flaca –dice Rodolfo–. Que vos, una tipa inteligente, fuerte, me diga que aquí ya no le encuentra sentido a nada. Mejor dicho, te lo entiendo, pero me cuesta resignarme, no sé si me explico. Me entristece saber que piensa eso una mina como vos, de las mejores, de las que se bancan la mano más pesada que venga, de las que pueden iniciar, en cualquier momento, lo que sea. Sin embargo Samantha decía con una convicción que aterraba; decía que lo amaba con maldad, con egoísmo, que tenía que ser su hombre porque sí, porque el destino, y Rodolfo comenzaba a sentir, aparte, temor, así que debía borrarse lo antes posible. –Entiendan, muchachos –reflexionaba ante carcajadas, en el club, pero con muchas ganas de desaparecer de Quilmes– Sucede que yo le desperté la bestia enloquecida. Entonces decidió, después de una caminata filosófica –para colmo ella estaba con la menstruación–, no verla más, quitársela de encima así, desaparecer sin excusas ni palabras. Es que Samantha, con seguridad viéndose venir el abandono, más ansiosa que nunca le decía que pensaba escaparse de la casa, que quería irse a vivir con él, a cualquier lado, sin casamiento ni papeles. Era, por supuesto, una tentación para él, para escaparse también de Villa Dominico, pero en todo caso tendría que enfrentar algunos problemas que, en realidad, no lo entusiasmaban: Aunque podría, eso sí, iniciar una tortuosa biografía, escaparse misteriosamente, y extrañar, y referirse a sus esquinas con melancolía, y aparecer cada tres meses por el club, con gesto de tipo que está en otras. Sin embargo, estaba muy cercano el primer Citroen, el dinero estaba entrándole dulcemente, y la flaca, desubicada, pretendía absorberlo, verlo a diario. Y una noche, de puro estúpido, Rodolfo cometió el error de contarle parcialmente su participación en el desfalco hormiga, ese que ya venía dando sus frutos, que motivaba su azucarada economía y del que aquí no se hablará, pero que es tema central de la segunda novela de esta trilogía, y que se titulará, acaso definitivamente, Tiradores francos. Mientras comenzaba a contárselo, simultáneamente, comenzaba a arrepentirse, y ella tomó esa confesión como un pedido de ayuda, y actuaba como si tuviera la obligación santa de redimirlo, como fuera, levantando las banderas de la poesía en contra del delito. Sin embargo Rodolfo no quería que nadie lo redimiera un pepino, prefería mejor quedarse tranquilo, sin flacas absorbentes, y entregarse a lo egregio que ocupaba el centro de sus obsesiones, un Citroen verde musgo, feo, sesenta y dos, más utilitario y novedoso que las historias o sentires mesiánicos de Samantha. Entonces ni le dijo que no quería verla más, para qué, mejor borrarse y chau, toco y me voy, concretamente la despidió como una noche cualquiera, en la esquina de su casa de Quilmes, y chau, un carnaval me la trajo y un Citroen me alejó, la vida es así, no me interesa que te hagas la bataclana, chau, creía el tonto, chau, florcitas de Quilmes, basta con los ya no aguanto, los mi casa es un infierno de monotonía, chau, queridas bestias, que las enloquezca otro. Porque probablemente el Citroen renovaría el aire de su vida, le abriría anchos caminos, le depararía múltiples mujeres y circos. Conocería en Saint Tropez a Araceli, con quien viviría un cuento, se broncearía bajo el sol de Stanislavsky, el horizonte se mostraba como una posibilidad generosa. Chau, a otra cosa, se decía, sin pensar que lo único que hacía era acentuar una historia con ribetes de farsa, una historia tan rápida como inconsistente, que tendría una curiosa importancia algunos años después, y sólo para él, es decir, para la literatura, acaso el último oficio que le proporcionaría una existencia de cazador. –Te agradezco tus palabras, Rodolfo, sé que me las decís de corazón. Pero sostengo que, verdaderamente, aquí no me queda ningún camino, como no sea el de la resignación, que es algo muy similar al suicidio. Creo que no tiene sentido que yo empiece a enloquecerme, por ejemplo, para llegar al fin de mes, o a dedicarme a algo que aborrezco para llegar plácidamente. No tiene sentido que haga demasiadas concesiones para alquilar, por ejemplo, una vivienda, o para pagar deudas estúpidas, y creo que ni siquiera vale la pena tratar de hacerse el distinto, ni conflictuarse para hacer con la vida de uno una obra de arte, eso es ser una margarita en un país de chanchos. Entonces es inútil ponerse a proyectar una obra de teatro, o a planificar nada que no sea inmediato, si el país no da. Casi me cuesta comprenderte a vos, que te pones a escribir.

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¿Qué vas a escribir? ¿Para que lo lea quién? No te enojes. –No me enojo, sólo trato de no darte bola. –Y siento que ya nada tiene sentido aquí, que se acabó mi ciclo; creo que ya no tiene sentido ni vivir, ni... ni hacer el amor, ni nada. Te regalo el país, que lo envuelvan y lo vendan, que lo rematen. La Argentina es un país ideal para abandonarlo.

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Me dijo que Araceli, en latín, quiere decir puerta del cielo, y le creí. Bonita, compinche, espontánea, nos levantamos en la playa de Saint Tropez: conversamos, caminamos, apenas si nos mojamos los tobillos. Era flaca y sin embargo no era histérica, era alta y rubia y secretaria bilingüe. Tuve la suerte –supuse– de encontrarla recién enojadita con un novio, un pálido estudiante de ingeniería que se llamaba Luis. Había sido un noviazgo de tres años, y con todo comprado, por eso la amargura de su madre. Entonces yo era un poeta, malo, aunque compadrón y ostensiblemente chanta. Y un vendedor domiciliario de retratos, aparte de otros curros. Me la llevé de la playa en el Citroen simpático, bochinchero, cómplice. –Siempre que subo por primera vez a un coche, pasa algo –me dijo Araceli. –¿Por ejemplo? –Por ejemplo, podríamos chocar. Sonreí, tal vez reí. –Te lo digo en serio. El otro día me pasó con el coche de mi tío, un Peugeot. Chocamos. En realidad me sentí un emir cuando cerré las frágiles puertas del Citroen y la vi adentro. Lo puse en contacto, en marcha, la primera con el embrague automático, a los saltos arranqué mientras ella se miraba en un inolvidable espejito de cuero. Previo embrague, coloqué la segunda: un camión siniestro e interminable me quitó, entero, el guardabarros de adelante, el izquierdo. Ciertos curiosos nos rodearon, el camión siguió con alegría, yo insulté un minuto. Ella me ayudó a acomodar, en el asiento trasero, el guardabarros casi estropeado. Araceli se sentía una mufa, culpable, yo seguía insultando al camionero. En una estación de servicio que tenía más sol que toda la playa junta, tratamos de colocarlo, pero en vano. Di un par de golpes con una maza, hice fuerza con una llave inglesa, me prestaron tornillos indomables. El capo levantado, nuestras dos cabezas debajo del capó. Cuando la miré ella estaba mirándome, quien sabe desde hacía cuanto. Tenía la puntita de la nariz negra, era una débil mancha de aceite, o grasa, o no sé. Doblado hacia el motor, reí. Sin saber que tenía la nariz negra, ella también rió. –Nosotros vamos a queremos mucho–dijo. –Eso descontalo. –Tengo miedo –dijo. –Hará cuestión de un mes el miedo vino a visitarme. Era de noche, me preguntó: ¿me tenés?. Le dije que no, lo saqué rajando. –Sos un fantasioso. –Es preferible. Doblados hacia el motor, uno de cada lado, protegidos por el techo que nos brindaba el capó, nos besamos por primera vez. mientras el pibe muy gaucho de la estación de servicio, con otra llave inglesa en la mano, nos miraba. Cuando concluirnos el beso tan acrobático como largo, volvimos a reír, porque los dos estábamos manchados de aceite, o grasa, o vaya alguien a saber de qué. Entonces fue cuando se me dio por ser fiel. Un hombre que tiene dos mujeres tiene la mitad de una mujer; el que tiene cinco, la quinta parte, argumentaba yo en el Club de Oyuela, al polaco mientras vendíamos retratos, a mí, y me creía. Vivimos un mes memorable, de esos capaces de justificar las existencias más opacas; el amor había dejado de ser un combate, un verso, ya la mujer había dejado de ser una especie de partenaire. de sparring de cierto deporte sexual. Juntos, nos burlábamos del estudiante de ingeniería. Hubo un departamento prestado por una pareja amiga de ella, que había partido para Punta del Este. Entonces a la playa, y fiesta. A dar una vuelta en el Citroen sin guardabarros, y fiesta. Una serie de Fellini en el antiguo Lorraine, y después de cada ocho y medio, y sobre todo, fiesta. Teléfono cinco veces por mañana a su oficina, y por la tarde, por supuesto, fiesta. Pasaba horas besándola, o suavemente rascándole la nuca cuando, con la cabeza apoyada en mi pecho, dormía. La fiesta duró hasta que Araceli, por culpa de un olvido entusiasta, quedó embarazada. –Tenelo –pedí, sin convicción quizá. –Para vos es muy fácil –me dijo–. Si sos un fantasioso, un irresponsable, un veleta. Hablamos muy poco, y mal. Nos encontramos en el Tortoni, fue un lunes de marzo a las siete

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y media de la mañana. La llevé en el Citroen (que ya tenía instalado su guardabarros flamante) a lo de una doctora, por Caseros. La había recomendado la pareja amiga (que ya había regresado de Punta del Este). Después que le hicieron el aborto, a las pocas cuadras del lento retorno, sin lágrimas ni melodramas, me dijo: –No quiero verte más. Titubeé inútil, torpemente. Igual que el Citroen (había un semáforo rojo) yo estaba en punto muerto. Me regalé. –¿Cuál es mi culpa? Decime. Dijo que no era una cuestión de culpas, sencillamente no quería verme más. Dije –muy mal– que la quería. Me dijo –sin reprochar, quizá sin equivocarse– que yo no quería a nadie. Detuve el Citroen en la puerta del edificio amigo: bajé, llamé por el portero eléctrico. Bronceadita. preocupada, apareció la amiga. Se la llevó. Yo me quedé mirándolas con cara –debo ser sincero– de boludo. Me di manija. Me dije que deberían ser nervios lógicos por el aborto, qué gil. La primera vez que la llamé a la oficina, repitió que no quería verme más, ni saber de mí. Ni como amigos, pucha que me había puesto en liquidación. La tercera vez me dijeron que no estaba. Me dediqué, fulltime, a olvidarla; creo que escribí unos cuantos poemas, muy flojos. Supe que al mes, ante la reumática alegría de su madre, Araceli se reconcilió con el estudiante de ingeniería. A los tres meses se casaron. A los siete años, por Salguero, la volví a encontrar: gordita, ansiosa, madre, separada. Ya no era secretaria bilingüe, porque el ingeniero le pasaba una suficiente mensualidad. Yo también me había casado, había vendido el Citroen y no era ya un poeta; escribía novelas picarescas, me las editaban y, de vez en cuando, se hablaba de mí en los diarios. Fuimos, como corresponde, a hacer el amor al departamento que le había dejado el ingeniero. Su nena menor dormía en la otra pieza, la mayor estaba en el jardín de infantes. Pretendimos creer que aún nos queríamos mucho, tuvimos hasta el coraje de decirlo. Cuando le rasqué con suavidad la nuca, se puso a llorar. No durmió en mi pecho. Además, la nenita se había despertado, a gritos la llamaba. Yo estaba apurado porque tenía una entrevista en una editorial. –Llámame –me pidió, con deplorable cortesía, sabiendo que nunca más la llamaría. –Bueno –acepté, en medias, abrochándome la camisa, sabiendo que Araceli prefería no verme más, ni en los diarios.

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Desde pichona, Carmen venía cargadita de complejos. Era que tenía varios puntos flojos, unos inconvenientes naturales, que le impedían ser una codiciada muchacha del sur. Ocurría que era demasiado alta, que madrugó en el crecimiento y, por si no bastara, tenía ciertas inquietudes entonces no muy frecuentes por la zona. Y lo peor, no sabía bailar, ni siquiera le preocupaba aprender a bailar. Ya en el colegio secundario, siempre conflictivo, notaba el peso de sus molestias, los aspectos biológicos que la diferenciaban. Era su altura la culpable de su desdicha, de su permanente angustia, que le provocaba puntuales complejos de inferioridad. Se sentía ridícula, y lo que son las paradojas, por ser tan alta se sentía disminuida. Era la última de la fila, bastante patona, huesuda. En oportunidades, para quitarse centímetros y no ser tan visible, se doblaba, y parecía una voluntaria jorobada. Además, la piba era muy blanca, casi lechosa. Y tenía aparte otro obstáculo que, tal vez, atentaba sobremanera contra su obvio deseo de destacarse, de ser la mejor: a ella le gustaba estudiar, leer, pensar. Y, quienes se destacaban, eran las masivas rateras, las dominantes que fumaban en los baños y con sigilo en los recreos: las que tenían padres despreocupados con coches largos y dos o tres noviecitos franeleadores; las que contaban detalladamente cómo habían intentado poseerlas, o la manera en que, con prepotencia, les habían hecho poner la mano ahí, o les besaron y apretaron los pechitos en flor, o, en el mejor de los casos, cómo módicamente las habían penetrado, o se las habían acomodado, apenas, entre las intransitadas piernas. Las otras, las meras decentes, pasaban por supuesto completamente inadvertidas, eran porciones anónimas de la etcétera, dignas estudiantes que alzaban la bandera, y soñaban. A Carmen también le interesaba preocuparse por algo más trascendente que la pregonada honradez. Por algo que también escapara a las habituales liviandades de la ropa, la limpieza, el novio, o al pensamiento febril concentrado en un porvenir presentido, vulnerable. Es que ella, Angélica, tenía la cabeza llena, acaso entorpecida, de rimas, de tempranas lecturas, de confusiones diversas, entendés. De muy niña, por ejemplo, percibía que sus tías, o sus vecinas mayores, o sus conocidas cualunques, con el matrimonio y la estabilidad hogareña no eran, ni por casualidad, felices. Que ni tampoco las desgraciadas ésas eran felices con sus casas amplias, anticipadas por jardines, enanitos de yeso e inscripciones cursis en la fachada, poseedoras de patios con macetas, y una cocina prisión, donde cumplir la condena de ser mujer. Ni tampoco las veía felices con sus automóviles prolongados, por más que los renovaran todos los años. Y, para colmo. Angélica, es que no las veía felices ni siquiera con los hijos. Ya de niña sospechaba, por ejemplo, que el único capital que tenían sus padres era la bondad, la disposición para el sacrificio, amén de cierta pureza discutible. Muy, muy poco, claro: hum, pésimos pensamientos para muchacha del sur. Percibía que sus padres, tíos, vecinos, rondaban por la vida, por sus casas, igualito que las moscas. Y que eran, en definitiva, unos pobres objetos, que se dedicaban a hacer, simplemente, tiempo, mientras esperaban la muerte. Pensaba que las reglas de la existencia eran achatadamente claras, papito tenía que trabajar y traer la plata, mamita tenía que hacer la comida, los mandados, planchar, encargarse del desayuno muy tempranito porque la hija, Carmen, debía ir a la escuela. Papito tenía que salir disparando hacia la construcción de ciertas casonas que jamás –ni Carmen ni él– entendieron. De lo que tácitamente estaba permitido hablar era de comer, de comida, de qué comieron el sábado y qué cosa comerían el próximo domingo, si invitaban algún tío o no, si irían, o no, a la casa de tal tío. Había que hablar de lo que tenían, de los laureles de utilería que supieron conseguir; había que referirse, con moderación, a los laureles ajenos, a lo que no tenían ni nunca tendrían ni tuvieron. Carmen percibía, de muy chica, Angélica, que sus padres, parientes, vecinos, no tenían nada rescatable, apenas esa entereza, hombría, honor, poquitito. Y trataba entonces de averiguar qué cosa era tener, en qué consistía la verdadera propiedad. Por supuesto que la nena, en el calor del hogar, se hastiaba. Jamás pudo confiarle a su madre ninguno de sus pensamientos disparatados, ni la duda más elemental, ni manifestarle el menor deseo que escapara de los límites de la moda, o de la gastronomía. Y a su padre menos, de eso mejor ni hablar. Angélica. Porque el infeliz nunca tenía tiempo, y era cierto. El tano, pobre, había llegado a la madurísima, casi podrida adultez sin haber tenido, inconcebiblemente,

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tiempo. Don José jamás les llevó el apunte a ninguna de las dos, si siempre estaba esforzándose, trabajando para progresar, llevar adelante la familia, su hogar: para él. el apunte se limitaba a la asumida obligación de mantenerlas, alimentarlas y vestirlas, dándoles techo y decencia, protección económica, muy poco, claro. Su misión concluiría con éxito el día que consiguiera casarla a la nena, ayudarla en lo posible a que se haga su casa propia. Despedirla, sacársela emotivamente de encima, y que comience, por su parte, la monótona carrera hacia la muerte, y quien llegue último, mejor. Pesados pensamientos para una muchacha de Quilmes. Tenía, además, malos hábitos. No le importaba el pepino más irrisorio vestir a la moda. Ni lavar ni planchar ni barrer, ni mucho menos la puerilidad de hacer los mandados, perder tiempo en las colas, preocuparse para que no se le pasen en la panadería, por favor, Angélica. Y tampoco le gustaba pararse, junto a insignes mocositas, vivarachas ingenuas, florecientes, a mirar muchachos, ojitos, risitas, desde la puerta de alguna casa, desde una esquina, o caminando atrevidamente por cualquier parque, vueltitas, piropitos, persecuciones. A la madre, doña Luisa, le molestaba que la nena, que había sido tan bien educada, que sacara notas tan altas, se maleducara sólita, así porque sí, con los libros. Por ejemplo era una maleducada la nena cuando, en voz alta, se cagaba en la cocina. Si doña Luisa le aconsejaba, le enseñaba, era por su bonanza, por su futuro, por eso procuraba iniciarla en tales funciones, específicamente femeninas. La nena se cagaba, además, en el sólido respeto que su padre, en vano, pretendía imponerle. Y tenía ínfulas como para decirle, siempre en voz alta: ¡No me jodan! Carmen no tenía ni una sola amiga, Angélica. Porque consideraba a sus iguales una manga de bobitas, mientras ellas, las bobitas, la consideraban en general una patona mandaparte, una raquítica y plantada que se las daba de poeta. Claro, a ninguna de ellas, entonces se había atrevido a leerles esos poemas melosos, caóticos, que redactaba, sintácticamente trágicos y endebles. A la primera persona que se animó a mostrarle, fue a Rodolfo, durante un verano, carnavales. El muchacho la alentó, le dijo que sus inspiraciones eran ambiciosas, que ella encerraba algo digno de expresar líricamente, que su existencia merecía ser cantada, y que el resultado estético era flor y truco, una obra de envergadura incuestionable. –¿Y militar? –como por joder pregunta Rodolfo, aunque sabe que nunca un porteño habla en broma. Por supuesto entonces la voz es más baja, casi un susurro, apenas más audible que un pensamiento. Porque, ante todo, uno ya es un experto en cuestiones de miniseguridad. Ojito, el temor nos alerta, el terror oculta gendarmes groseros en cualquier rincón, nos espían, hay micrófonos escondidos hasta en los pocillos de café, en los zaguanes, en las paredes, son aparatos modernísimos que detectan con fidelidad hasta el pensamiento. Tal vez por eso mismo nos dejan en libertad, porque somos unos locos sueltos, porque saben lo que, en el fondo, pensamos, que somos unos desechados, ya rezagos inofensivos, alejados totalmente de la militancia, ese buzón. Sabiéndose abandonada, humillada, desairada, Samantha intentó lo que intentaron la mayoría de las mujeres del universo cuando se sintieron desairadas, humilladas, abandonadas. Desde la conquista, a lo mejor desde los legendarios días de Bizancio, las mujeres vienen intentando lo mismo, es decir, tratar de recuperar a los supuestos malditos, traicioneros, insatisfechos. De más está puntualizar que Samantha no fue ninguna excepción a esa antigua regla, y, como suele ocurrir, se encajetó más. La lucha por la justicia, por un mundo menos sórdido, el ideal, el afán de ser útil, inscribir nuestra muesquita en el revólver de la historia, como Billy the Kid. La militancia fue un buril que marcó profundamente a mi generación; una de dos, o se militaba o no, había que estar obligatoriamente en algo y era, después de todo, lindo, decisivo, meterse. La militancia era tan lógica como el amor, o como el sol, o la comida, si se militaba –donde fuera– uno estaba quizás equivocado pero completo, participando activamente de la efervescencia de su tiempo. Y si no se militaba había que explicar por qué causas, pero había penetrado tan hondo el buril que no

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militar era la mejor manera de cinchar por un aspecto, por un platillo, en una atmósfera de confusión, inmadurez y días precipitados. La no militancia, entonces, tenía sabor a descuelgue, olía a individuo escupido de su época, por eso entonces los valores instaban a la actividad, al riesgo y al fuego, para ubicarse, granjearse un ambiente, aunque no tuviéramos mayor conciencia de lo que pregonábamos, y diéramos la vida, los mejores años, dolorosamente, por ellas, aunque tuviéramos poquita educación política pero el impulso bastaba, la mística cierta o inventada, el optimismo, la seguridad de ser útiles a un proyecto, aferramos a una esperanza, a una vaga noción de la justicia. Extrañable temporada aquella, amigos, la época irreal, cuando había que ser diestro e iniciado para captar el conglomerado de siglas, divisiones, agrupaciones que se abrían, de izquierda a derecha, en abanicos infinitos, para elegir fichas, diversos tamaños y colores. Se extraña la visión de un futuro, bonita época ficticia, juego febril pero peligroso, y no hay nada mejor, en este juego, que jugarse, y poner el pensamiento y el cuerpo en el desbarajuste, tratar en lo posible de no caer en poder del jugador enemigo, el que bancaba, aunque podía ser gratificante la factible profesión de héroe, preso político, manifiestos solicitando libertad, declaraciones de hábiles burgueses oportunistas, campañas de ayudas, colectas, solidaridades, y tantas heridas no olvidadas que tardan en cicatrizar. Había que ser entonces un inadvertido, un valiente, un digno, un mártir, o un despistado, o un solapado boludo que no pensaba, que tenía en su bocho una honesta desorganización, y que descargaba sus tensiones en litigios delicados, discusiones acaso guapas sobre si la vía armada, el Che, la insurrección, la alternativa, ni yanquis ni marxistas, la patria socialista, ni golpe ni elección, el General, gobierno popular de amplia coalición democrática, ena, gan, cegeté, burocracia, mientras el tiempo velozmente disparaba, la irrealidad se convertía, de a poco, en terrible realidad, y los propietarios de las dormidas hicieron despertar, de cuajo, a los soñadores. Y para tratar de recuperarlo, Samantha recurrió a improvisadas tácticas ortodoxas, a la manera más fácil y remanida, porque, provista de regular torpeza apeló, con incertidumbre, al despecho. En general, las mujeres abandonadas tratan de acostarse con los amigos entrañables del vil abandonados y aquí tampoco Samantha no fue ninguna excepción, porque se volteó, con furiosa alevosía, a Tito Milanesa. También las mujeres abandonadas tratan de renovarse, de crecer. Como atrapada, Samantha lo mira, si le formularon una pregunta inquietante, ¿y militar? Probablemente ya no podía aguardar una pregunta por el estilo, que se pareció tanto al máximo ejemplo de situación límite, de cuestionamiento, invitación a justificarse, definirse, la sevillana contra la pared. ¿Se habrá hecho cana Rodolfo? ¿O se volvió loco, nada más? Ella podría responderle, con todo su derecho, la verdad: ¿Qué mierda me importa ahora la militancia? Sin embargo, la verdad es una máquina obsoleta, un ingrediente absolutamente prescindible en el vermouth de la vida. –No me respondas si es tan difícil –dice Rodolfo, y como la ve dudar–: está bien que hice concesiones, pero no me hice botón, todavía. Te lo pregunto de puro jodón, por curiosidad. Si yo no soy quién para andar reclamándole militancia a nadie, si yo soy como Razzano, el guitarrista de Gardel. Entonces, con el vapuleado propósito de renovarse y crecer, Samantha inició un curso acelerado de guitarra, en lo del Chopo Alvarez, un virtuoso cordobés que enseñaba algo así como el temple del diablo, flamante método para ejecutar música de América latina, con afinaciones desconocidas y con entregas espirituales, arraigadas en la tierra y el cereal, contaba Samantha, por doquier, hasta a sus perplejos vecinos de Quilmes. Por si no bastara se aclaró el pelo con manzanilla, trató de acostumbrarse a la tos de los cigarrillos negros, de albañiles. Y, siguiendo la usanza femenina desde Bizancio, pretendió reposar sudorosamente con el amigo de Rodolfo que se postulara. Sin embargo solo se postuló, y como si cometiera una gigantesca canallada, el siempre dispuesto Tito Milanesa, boy scout sexual de Villa Dominico.

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–¿Cómo como Razzano? –dubitativa siempre Samantha. En realidad esa aparente incoherencia, Razzano, la resguardó de la respuesta–. No te entiendo. –Por despecho, Angélica, para joderme –le contaba Samantha a Angélica, una morocha fiestera y depresiva y separada, que estudiaba letras y teatro y, para encontrarse, vivía sólita, con su depresión, en un departamento incoloro de Esmeralda, casi Tucumán. –Sí. Carmen, no quiero saber nada con mi familia, ah desde que me separé de Ricardo vivo sola, estoy mejor, soy mi dueña. No quiero saber más nada con la pareja –decía Angélica. Y decía la pareja para mí murió, la pareja está en crisis; decía desde que me separé de Ricardo vivo y gozo del momento, pedía por favor no me hablen de esas vejeces, basta, viva la aventura. –Sí. como Razzano –dice Rodolfo–. Porque se resignó a acompañarlo siempre a Gardel. Bueno, en todo caso yo acompaño a los que todavía piensan hacer la revolución, a ver si todavía la hacen y me quedo afuera. Yo doy un apoyo crítico, es decir, no doy un pepino. Soy un observador, un testigo, a veces pronuncio también la palabra protagonista, ¡queda de linda! Vos hace de cuenta que los desgraciados que tienen coraje y esperanzas, que la clase obrera, es una especie de Aníbal Troilo. Bueno, yo le llevo de vez en cuando el bandoneón, aunque últimamente el fuelle está fundido, empeñado. ¿Y para vos?, decime la verdad, ¿tampoco tiene sentido militar? Pacientemente, además, Samantha se dedicó a la samaritana e inútil tarea de buscarlo, encontrarlo donde fuera. Oh, Samantha, perseguidora infame y despelotada que actuaba así por manijeado amor, despecho, ansiedad, Angelicucha, ay. El buscaba entonces por los sitios más inverosímiles, se daba una manija increíble porque, según Rodolfo su tal amor era un macanazo, si ella tampoco, quizá, quería a nadie. Suponía que él era, para ella, también un mero sparring, una correcta flauta tal vez dulzona, un apetecible pájaro campana, pero como toda argentina necesitaba darse un poco de manija, en su caso era más comprensible aún, porque si no se da máquina qué escribe, se decía el animal; tiene, por lo menos, que suicidarse y puede ser una solución. Lo buscaba por turbias fiestas de gentes más turbias todavía, por campamentos folklóricos y por grupos literarios, por bares frívolos y por originales reuniones, por cuadriláteros de política o diletancia artística o nimia marihuanita religiosa: si salía de su Quilmes natal era con la esperanza de encontrarlo, cuánta máquina. Dios, si mucho más sencillo hubiera sido visitarlo en su casa de Villa Dominico y dejarse, racionalmente, de jorobar. –Es por el orgullo. Angélica, el maldito orgullo. Me pregunto cómo me recibirá. ¿Y si me echa? Preferible es pescarlo por ahí. incentivar a la casualidad, es más bello, poético. Y Angélica comprendía. Lo buscaba también por reas milongas del sur. fue dos sábados seguidos a El Sieland. a Juventud de Bernal, y hasta al recursivo Moreno de Quilmes; sin embargo en El Sieland fue donde sufrió más, por el lírico recuerdo de aquellas beduinas inventadas, por el escape inocente a la vigilancia del batón azul de mamita, por el fresco recuerdo de aquellos besos perentorios, esos que comenzaron a despertar su bestia adormecida, por esos besos sureños que la marcarían, Angelicucha, para toda la vida. Ay, Angélica, estoy marcada, ¿quién lo habrá puesto en mi camino? Y de vez en cuando, con distinta suerte, lo encontraba, tal vez a los años, o meses, o días, si Rodolfo jamás duraba en ningún sitio, cambiaba trabajos y ambientes, era un enemigo declarado de la rutina y esos cambios, paradójicamente, representaban su rutina. Y pasaba entonces fugazmente por ocupaciones, cuerpos, ideologías, ondas y maneras. Sin embargo, por más que le disparara, gracias a su femenina tenacidad, Samantha Marlowe lo encontraba. –¿Militar?... ¿Ahora? ¿Vos me estás cargando? –pregunta Samantha.

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Por ejemplo lo encontró en una dependencia gallardamente gris, pomposamente autotitulada Instituto Panamericano de Artes y Ciencias, suntuosidad donde Rodolfo se desempeñaba como director del departamento de relaciones públicas. Ya tenía tarjeta y todo, era un cargo creado gracias a una monumental gauchada de su gran amigo, el doctor Ismael Caravallo, codirector, junto a doña Paula Aranguren de Stork, del instituto cálido, agrandado, amistoso. Un talentoso profesional patoruzesco, Caravallo era una autoridad en lo que concernía a la enfermedad de Chagas. Rodolfo decía exultantemente que Caravallo era medio dueño de esa enfermedad, uno de los principales accionistas, y se preguntaba –en voz alta, haciéndose el simpático para divertir– por qué motivos tendría que ser de ese Chagas sólo, imperialista, bufarrón a lo mejor. Un científico sensiblero, solemne, loco lindo, que tenía uno de los corazones más generosos del continente, un auténtico reventado que, durante el día, junto a un químico militar y sexópata. Méndez Boyacá, realizaban en la dependencia opaca certeros análisis de sangre, orina, glucosa y papanicolao, y durante las noches, en la misma opacidad artificial, se flirteaba con el arte. y la ciencia, y ¡oh! la cultura. Como ya, entonces, repetidas aracelis lo habían abandonado, habían pasado por su cuerpo sin dejarle siquiera una marquita. Como le gustaba, igual que todo argentino, que cualquier mujer lo persiguiera, que lo buscara, ella sobre todo, hermosa y flaca, rutilante y agresivamente seductora, dejaba hacer, dejaba perseguir, era entretenido. Que lo buscara y me encontrara, figurona y llorosa, ñañosa y prepotente, que lo encontrara y me perdiera, en realidad un juego zonzo, rutinario, juego de chicos que hacía años habíamos dejado de ser chicos para convertirnos en grandotes pavos, inseguros, indisciplinados, miedosos, un juego de sparrings y partenaires que vivíamos a correspondiente manija, funcionaban a rigurosa máquina y se creían, a menudo, inmortales, tratábamos de pensar lo menos posible, de aprender a mentir, éramos dueños y fuertes, efímeros e irresponsables, se equivocaban. –No. ¿Por qué te voy a estar cargando? Te pregunto nomás, no es tan jodido –dice Rodolfo, sin ocultar su sonrisa. Verdes todavía, volvimos a las andadas, a las discusiones que ya no ocurrían en Quilmes porque ya ambos estábamos infiltrados en el centro, y ahora la escuchaba algo más, aunque fueran conversaciones deportivas, silencios ensayados. Volvimos a los conciertos, ya éramos más cultos, y Rodolfo se dispuso a presentarla en sociedad, es decir, entre nosotros, aprovechó para exhibirla en el instituto, para lucirla, mostrarla como antes mostraba esos poemas a Cacho Marincovich, o al traidor Tito Milanesa. Ahora la lucía ante alumnas respetables y neuróticas del instituto panamericano, ante merodeadores psicoanalizados de pulidas maneras, imitables, tonitos que pronto aprendió y aprehendió Rodolfo, mientras la vareaba, exhibía su absoluto culo como si se tratara de un reloj de oro, suizo. Samantha entonces era también cantante, por eso había dejado temporariamente la poesía. Mejor dicho ahora se manijeaba intensamente con el canto, con cuatro chicos y una chica, ensayaban quizás entre polvo y polvo para estructurar un sobrio pero revolucionario conjunto folklórico que, por supuesto, quedaría en la nada, quedaría apenas un breve recuerdo, una fotografía amarillenta frente a un micrófono, una esperanzada sonrisa –¡viva!– para la indiferente posteridad. Sin embargo mi Samantha y sus reventaditos amigos criollos, representaban una señora novedad, un proyecto, muy estimulados por las instrucciones del Chopo Alvarez, el del temple del diablo. –Un grupo humano excelente –decía Samantha, anticipándose a los futbolistas hoy reporteados, y Angélica, que no cantaba, estaba de acuerdo. Los chicos entonces tenían ganas, vanidades anticipadas, hablaban pestes de Hernán Figueroa Reyes, de Horacio Guaraní, tenían montañas de anhelos y desconciertos. Fervorosa, le contaba a Rodolfo, a los cursantes, a Caravallo, a la vasca, de ciertos desarreglos vocales, versiones libertinas de la Felipe Várela, Zamba de mi esperanza, La Sanlorenceña y Palapalapulpero. Y tal vez fue otro mes de conversaciones, caprichitos, conciertos, preparativos, ensayos completos que –junto a Angélica y un par de desdichados amigos de los otros paisanos de La Paternal– Rodolfo debió soportar. El ambicioso conjunto se llamaba Los seis de Sañogasta, en homenaje a un negrito, hijo de riojanos, primera voz, Heredia, el único que tenía algo que ver

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con la tierra adentro, pero qué importaba. Bastó ese mes para que la rutina, el árido cansancio, se apoderara implacablemente de aquella misteriosa relación carente de amor, relación de partenaires maquineados, nacida en una borgeana milonga del sur, cuando él era un versero simple que no tenía todavía tarjeta impactante de director de relaciones públicas, ni ella soñaba con ser una de los próximamente consagrados seis de Sañogasta, ni con golpear rústicamente un bombo, disfrazada de china con un ponchito comprado sin rebajas en el Once, por Pasteur y Lavalle, en lo de un pariente del segunda guitarra, Kaplansky, otro sañogasteño. En el presuntuoso instituto panamericano, de Paraná y Charcas, contrafrente, Rodolfo se encargaba junto a la vasca, una secretaria laboriosamente sacrificada y también enloquecida, de la organización de rimbombantes cursos de literatura mucho más rimbombante aún, cursos denominados La Creación Literaria, Orientación y Perfeccionamiento, dados por escritores de carne y hueso, por prestigiosos maniáticos que ejercían orgullosamente el oficio escueto de la celebridad, ante impávidos y vacíos y esperanzados cursantes que hubieran entregado porciones de sus cuerpos y sus días por llegar a ganarse el derecho a tener esas impersonales mañas, esa solemnidad, por llegar a ser superficialmente célebres como los improvisados profesores, "orientadores", quienes exhibían impiadosamente el fulgor de sus famas, de sus discutibles culturas, sus manías módicas, de la misma forma en que Rodolfo, a veces, exhibía el culo demencial de la flaca. La literatura, señores. Ah qué cosa tan formidable es la literatura, oh la creación, volcarse, dar, ¡ay de mi temor al enfrentarme con el universo en ebullición que representa una página en blanco!, decía Rodolfo, en la inscripción, para que esa flamante clase de canguros comprara, es decir, se inscribieran en los altivos cursos. Cobraban cinco mil pesos mensuales, y diez mil de matrícula, los honorarios de Rodolfo ascendían al quince por ciento del dinero bruto que entraba, una ganga sensacional. Entonces decía a los canguros generalmente blancos, bien vestidos y comidos y con oportunidades para la sensibilidad, les decía ustedes inician un camino tortuoso y ríspido, en donde nadie, ningún duende, puede garantizarles el éxito, y donde, por si no bastara, acaso el éxito no exista, esto se maneja por otros valores; les decía a los canguros de nivel que la literatura es pura, santa vocación, porque la literatura es un vicio, un compromiso, es una manera de vivir, es una opción, una forma del conocimiento y una fórmula para conocerse; decía la literatura es tener fuego en el pecho, un sufrimiento atroz, un dolor despojado, desgarrante, y entonces los canguros se anotaban, pagaban con ganas de desgarrarse un cachito, para no morir. Además cangureaba con la organización de cursos de cine, de técnica cinematográfica y guión y encuadre, ikebana y tapices y física y crítica y taxidermia y estilo periodístico, invitaba a estúpidos de renombre para las mesas redondas con participación de los canguros, vendía también certificados al pedo de cursos irrisorios de publicidad o de historia contemporánea a cargo de un audaz que había leído un libro de José María Rosa. Y organizó un curso muy fugaz de relaciones públicas y humanas, a cargo de su eminencia el notable cangureador don Guillermo Vázquez Torry, un busca insólito que enseñaba a los tartamudos a destacarse y tener amigos, a dominar y a combatir la angustia, que enseñaba a ser caraduras a los tímidos natos, a lucirse a los mediocres irredentos, y enseñaba también, privadamente, a ser un hipócrita gigantesco en treinta días, y a ser un gran boludo alegre pero en positivo, mirando de frente al sol, iniciando todos los días el primer día del resto de nuestra vida, triunfé en la vida, mienta y trepe, curre y pise cabezas de los miserables semejantes, serrúchelos pero con una enorme sonrisa, con la conciencia limpia como la de un bebé. Abundaban, como es de suponer, demasiadas canguras acostumbradas a las pieles, a sentir "a nivel de piel, viste", y atiborradas de tiempo disponible, para psicoanalizarse o leer, o crecer o hacer algo parecido al amor. Participaban ávidamente de los cursos, se hacían amigas y encontraban excusas para agruparse, hacer reuniones amables con muy buen whisky y literatura a paladas. Hubo varias que se encontraban más que salubres, provechosas, algunas eran solitarias divorciadas, madres jubiladas que no sospechaban siquiera en qué casilleros meter tantos aburrimientos capitales. Solas que tenían cuerpos desperdiciados y quizás automóviles y se dedicaban a las herencias, que estaban bien psicoanalizadas y tenían flor de bulo, bien alimentadas y con angustias sutilmente controladas, y eran altaneras, tal vez poetas, sabían

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callar y utilizar la magia del silencio, eran maternales, liberales, reaccionarias, izquierdistas o putas vocacionales, agradables o malhechoras, chismosas y pérfidas, reservadas o trenceras, una manga de ofrendadas que provocaron espantosos, inaguantables celos de Samantha, la sañogasteña ambiciosa que se suponía novia titular y con derechos prioritarios. Tanto estorbó la paciencia del relacionador público, que una tarde agobiante, en el sucio Ibérico, de Córdoba y Uruguay, le dijo, entre otras insolencias, que se tomara el colectivo y se bajara en la esquina del carajo. Sin embargo, lejos de irse a ese sitio tan común, siguió visitándolo en el instituto, y Rodolfo no podía impedirlo, porque la gran trepadora se había hecho amiga de la vasca, de Boyacá, de Caravallo y hasta de doña Paula. –Una tiene que luchar por el hombre que eligió, Angélica. Hasta que Rodolfo, repentinamente, dejó de repartir tarjetas de relacionista público, fue una gran lástima y fue un triste sábado de otoño, nublado y cursi, en que Jorge Luis Borges, en persona, había dado en el panamericano una conferencia memorable, improvisada, y después había ido a orinar. Fue pocos días antes de que Rodolfo iniciara el prescindible episodio con la Guerrico, al pretender convertirse en aprendiz de gigoló, o en pegar, por lo menos, el decisivo braguetazo. –Decime, Rodolfo, ¿por qué no te dejas de jorobar? ¿Hablás en serio? –dice Samantha–. ¿Militar?, con qué me venís, qué comiste, no me cargues más. Y lo toma del brazo, disponiéndose a caminar. –Creo que sólo en broma, o demasiado en serio, se puede hablar de la militancia. Y es muy doloroso el tema como para bromear, es mucho mejor no tocarlo. Tengo ganas de sentarme al lado del obelisco, fumarme unos puchos con vos, en el canterito, si debe correr un aire precioso, de locura. ¿Sí? Sin embargo falta como una cuadra, todavía.

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Angélica, ¿qué diferencia existe entre una piba como aquella Carmen y cualquier poeta de primera calidad, reconocido por su tiempo, por la posteridad, por nosotros? ¿Habrá realmente alguna diferencia de fondo entre lo que sintió un Neruda, o un Rimbaud, y lo que siente un flaco cualquiera, un marginado, un lánguido? Apartando, por supuesto, el producto, el poema, ¿existe el temido lugar común? ¿No es, en definitiva, un enorme creador, cualquier adolescente incauto que suponga estar descubriendo las claves secretas de la vida, la reflexión más esclarecedora, el pensamiento profundo, filosófico? ¿Qué culpa tiene el pobre chico de que antes otros lo hayan descubierto? Es que a veces sostengo que los poetas horrendos son idénticos a los que valen, y que, en el fondo, cuando son auténticos, sienten lo mismo. Si apenas el único detalle diferenciador, te dije, Angélica, es la manera de expresar, en la escritura, ese sentimiento, el poema que a mí, en todo caso, me interesa menos. Tal vez esa carencia –o incapacidad– estética mía sea la causante de mi vieja demagogia asumida, de mi respetuosa –y exterior– entrega hacia lo que redactan en verso los tipos más irrecuperables, los que confunden ardorosamente síntesis con chiquito, magia con ridículo, imagen con exageración, poesía social con politiquerismo de moda, vanguardia con graciosa confección de telegramas. Textos encolumnados y hacia abajo, obvios como el destino –atractivo lugar común– y que no tienen, por lo general, la menor importancia. No importa, Angélica, yo a los poetas los quiero igual, son mejores, aunque sepan causarme gracia. Por ejemplo cuando Carmen –al principio de convertida en Samantha–, pretendía comunicarme, estridentemente, con signos vanos de admiración, que reía llorando o que llorando reía, suponía que, en realidad, había descubierto poco menos que la vacuna contra el cáncer. Creía que en su poema estaba presente la imagen más bella, la síntesis ejemplar, que la dialéctica podía limitarse a ser una extensión de su frase, de su hallazgo. Llorar riendo, reír llorando: Hegel y tantos malandras eran, a su lado, mimosos nenes de pecho, y el hecho que desde el autor del clásico Garrick, lo hayan supuesto miles de adolescentes o grandotes noctámbulos, es otra cuestión. No existe entonces el lugar común, porque habita algo más en lo hondo de ese soñador no necesariamente oculto, que supone ser un conquistador de inmortalidad por comparar las lágrimas con los hilos de la lluvia. O que afirma y grita que quiere volar como los pájaros. O que descubre, de pronto, que la tristeza tiene color gris. O se siente deshojado como un árbol de otoño, o que llora un mar de lágrimas, o que tiene los bolsillos repletos de palomas, de sueños, pájaros, vientos, montañas y otros accidentes naturales. Los poetas son mejores. Siempre estimé más a la gente que alguna vez escribió versos, y en la actualidad, Angélica, a menudo todavía desconfío de quienes los ocultan, y comprendo, de corazón, al resentido que dejó de escribirlos porque, sencillamente, no puede escribirlos más, por fundido. De veras, considero que, ciertamente, es para resentirse. Y por supuesto que Carmen redactaba tonterías sin el mínimo talento, pero con garra, y claro que la poesía no tiene nada que ver con el atletismo. Se trataba, en principio, de coplas fáciles, forzadamente rimadas, en que relataba mal sus vulgares asombros de chiquilina, en las que parcialmente brotaba su ahogo, su búsqueda, su disconformidad. Después, cuando creyó superarse, fue peor, más aún cuando se alejó de la rima, porque la búsqueda de imágenes originales la tenía medio mal, apoyándose más en lo insólito, en la alteración absurda, que en lo que quería expresar. Para darle fuerza a sus composiciones, recuerdo, ponía signos en cantidad, de a tres palitos, divina, era divertido. Sin embargo la piba se creyó una gran poeta, se pilló, se supuso una elegida, una distinta, y, aunque en el fondo eso la rescataba, le daba fuerzas, ahí sonó. Porque una de dos, o era una gran poeta, o una pobre chanta. Ni buena piba de barrio ni eficiente artista, era jodido. Había entonces que quedarse en la costura o consagrarse, sin términos medios. Y todo esto, por supuesto, aún no lo sabía, pero lo que sabía era que venía mal, porque lo que le ofrecían, lo que percibía a su alrededor no le interesaba un pepino. En realidad Carmen no sabía hacia dónde dirigirse, y eso en la Argentina sí es un lugar común. No sabía qué podría hacer, ni hacia dónde enfocar su mira. Sin embargo pretendía algo que fuese diferente a lo conocido, y en eso la poesía la ayudaba. Porque si esa montaña de chaturas era la felicidad, ya estaba convencida de que esa felicidad, ese destino, valía bastante

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menos que una mierda. Muy malo, indecoroso para una muchacha de Quilmes. Desde muy piba, además, había accedido a lecturas raras. Había leído La Bastarda, de Violette Leduc, La Náusea, de Sartre, suavidades de Guy des Cars, y varios libros de escritoras argentinas machonas, que por cortesía, no mencionaré. Y por supuesto, como corresponde, se había, más o menos, enamorado. El amor es un algo simpático, quizá cómico, o dramático, proclamaba una canción de moda, y por moda ya olvidada. Sin embargo es un amor que merece, por lo menos, evocarse, cuando la enamorada tiene trece años, y el objeto amado es, nada menos, que Nicolás, el esposo de su prima Pocha.

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Turco, déjame pasar un aviso, tengo derecho también a contar mi historia de amor, que prueba fehacientemente que soy un licenciado en la derrota, un tango que respira y habla. Vos me ves ahora hecho un chancho, y te cagas de risa. Dirás qué va a tener una historia de amor el gordo Marinelli, ¿nocierto? Sin embargo, a pesar de mis actuales ciento veinte kilos, yo de guacho era un guacho lindo, como todos los guachos lindos que se ven por aquí. ¿Te fijaste?, este es el país de los guachos lindos, hay a patadas, la juventud nuestra puede perfectamente trabajar en esas propagandas de pantalones, que pasan por televisión, o en el cine. Y tal vez, si yo hubiera laburado en esas propagandas, me sentiría mejor, reconfortado. Tendría fotos para mostrar, de la época en que era famoso, cuando mi culo salía por las pantallas. Sería más feliz, sin joda. Mira, yo era algo parecido a Rory Calhoun. Además tenía pinta de romántico, y andaba en la mano romántica. Me preocupaba el suicidio, leía a Cesare Pavese, vestía de oscuro, era todo un caballerito, como vos. Ni comparación con los chetos estos que ni saben mascar chicles, abren la boca, viste. Macanas, yo era un aristócrata, nunca me ibas a encontrar sin corbata, mal peinado, sin afeitar. Entonces sucedió que me levanté una mina. Me enamoré, y como un romántico, la respetaba. Le leía poemas de Pavese, del Oficio de vivir. Voces de Porchia, y cositas de Sigfrido Radaelli. Pero al mes la turrita me largó porque se hizo hippie. No se lavaba, salía de campamentos, la culeaban en la playa y la metieron en cana un par de veces. ¿Te das cuenta, turco?, qué choque. Me dejó muy mal, me rompió todos los libros leídos. Ahí comprendí que todo el dolor de mi Pavese no servía para un corno, que la profundidad del viejo Porchia no tenía el mínimo sorete que ver con el mundo que me rodeaba, en el que yo debía vivir, o tomarme los libros en serio y amasijarme. Comprendí que yo era una margarita, que vivía en un país de chanchos. Que era un romántico refinado, conflictuado por el suicidio, y las mujeres a romantizar preferían a los boxeadores, a los animales con guita, a los camioneros con olor a hombre, como llaman al olor a transpiración. Me cargaron la croqueta y me hice hippie. Me dejé el pelo largo, no me afeité ni me lavé más, me puse a bailar el rock y empecé a leer a Ginsberg. Después fui a buscar a la mina. Cuando la encontré me quise tajear: se había vuelto conservadora, me dijo que eran etapas superadas, y que yo estaba muy sucio, que la asqueaba. Se había metido de novia con un Ezcurra, que estudiaba agronomía. Yo le dije que era una burguesa, y ella, con desprecio, me mandó a bañar. A mí, que por ella me había convertido en un animal, que andaba en fumatas, escribía alaridos a lo Ginsberg, colmados de puteadas y maldiciones, mensajes de esperanza y destrucción, boludeces. A mí, que ya me había culeado un par de mocositos sucios, que pensaba seriamente en hacerme romper el mío. Y sentí que la mujer, la culpable de mi perdición, volvía a la seguridad, al materialismo. Y sentí que todas las mujeres están para cagarnos. Entonces le hice caso a la mina, me fui a bañar. Me corté el pelo, me desinfecté, volví a los tallarines de mi vieja, y me puse a leer a Borges.

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Alborozados, quietitos, casi perpetuos, habíamos escuchado a Borges. Parecía un sueño grato, teníamos al gran escritor ahí, tan cerca, sentado. Ya nos había hablado de Chesterton, de Mastronardi, de Dante, de Las mil y una noches, de Bioy y de Bloy, de Kipling, de un tal Peyrou, de Santiago Davobe, de Carriego. También nos había dicho que no se vanagloriaba por las páginas que había sabido escribir, sino que se vanagloriaba por las páginas que había sabido leer. E hizo chistes, en fin. Sentada a su derecha, doña Elsa Astete, entonces su esposa. A su izquierda, la codirectora del instituto, cordial anfitriona y febril maestra de ceremonias, doña Paula Aranguren de Stork, vestida como para un casamiento. Y en un ambiente familiar, de domingo de ravioles, cálido, doña Elsa había comenzado a entonar prepotentes milongas que pertenecían a su marido. Perecedero director de relaciones públicas, yo la iba de fotógrafo en el acontecimiento. Mi misión específica consistía en gatillar a Borges, a doña Elsa, a doña Paula que ponía una pose espeluznante de orgasmo intelectual, a mi amigo el director don Ismael Caravallo, al bioquímico coronel Méndez Boyacá –muy serio porque estaba cargado con su mujer y tres hijas–, a la vasca y a las hermanas y a la madre y a tías diversas de la vasca, al epidemiólogo don Nicasio Ballarini, al asesor Tello, y, de vez en cuando, de refilón, a los alumnos inquietos de nuestro panamericano. Sin embargo, de pronto, Jorge Luis Borges sintió ganas de hacer pish. Comunicó sus firmes deseos a su esposa, apenas ella terminó de cantar, muy mal, una de sus milongas sentidas. Y se lo comunicó justo, por otra parte, cuando doña Paula, inflamada de gozo, diplomática y sonriente, solicitaba a la floja cantante que entonara la Milonga de Manuel Flores, esa que Villanueva cantó en la película olvidada, tan mala, Invasión. –Es mi milonga preferida –dijo doña Paula. También sonriente, complacida por los aplausos educados, doña Elsa comunicó, enseguida, los firmes deseos del maestro a doña Paula, por detrás de la cabeza del genio, que estaba en medio de las señoras, un poco urgido, claro. Feliz, plena, húmeda, doña Paula Aranguren de Stork tuvo el trascendental honor de ponerse de pie, y tomar el brazo del más talentoso narrador y poeta argentino, al ingenio, a la destreza, a la profundidad, a la belleza del buen decir, al formidable ficcionista de todas las épocas, al ejemplo de los escritores del porvenir, a la llama que ilumina a las letras del continente, como había referido, con voz temblorosa, en el conmovido discurso de bienvenida, redactado por la vasca, por Caravallo, sin mí. Húmeda, feliz, plena, con una sonrisa abierta al máximo, doña Paula acompañó a Borges hasta la puerta del baño. Tanteando, con los ojos hacia el techo, hacia los costados, hacia la posteridad, Borges se dejó llevar. Aclaré ya que mi misión consistía en inmortalizar al talento. Entonces clic con mi voightlandér cangureadora para captar al tanteo, la divagación de sus ojos, la sonrisa vomitiva y regularmente erótica de doña Paula, que sería exhibida, con cierta melancolía, ante la indiferencia segura de sus nietos. –Ven, queridos, aquí está la abuelita Paula, y el que está al lado es Borges, un escritor injustamente olvidado. Por supuesto que la codirectora del panamericano no podía entrar al cuarto de baño con la llama que ilumina las letras del continente. Una desventaja entonces ser mujer, porque se metió en el baño el infame ese de Rodolfo, un individuo despreciable que yo odiaba, queridos. Toqué a Borges, qué rara emoción. Tentado, lo guié hacia el inodoro. El maestro me decía gracias, no se moleste tanto, gracias, todavía puedo. El me decía con cierto pudor, con deseos naturales de quedarse solo y pelar su pajarillo en paz. Lo coloqué, más o menos, al lado del inodoro, y salí. Ni siquiera miré a doña Paula, la cincuentona histérica que aguardaba en el pasillo la finalización de la pishada, que contemplaba, desde el pasillo, a la concurrencia, acaso pensando en sus recuerdos del mañana, en sus nietos, y daba exageradas gracias a Dios porque todo hubiera salido "lindo", y porque Jorge Luis Borges estuviera allí, no tanto en el baño como en el altivo panamericano de artes y ciencias, un instituto embrionario, que se postula como paradigma, como dijo en el discurso. La cultura, ah, qué maravilloso es "hacer cosas en el

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campo de la cultura", si hasta parecía mentira que su esposa, la Astete, la de Millán, estuviera cantando milongas, qué logro, qué satisfacción. Mientras tanto yo me preguntaba en cuanto podría cotizarse, dentro de algunos años, una fotografía de Borges meando. Me motivé, más aún cuando recordé que la puerta del baño no cerraba bien, tenía fallado el picaporte y roto el tambor. Sola, la puerta se abrió unos centímetros, suficientes centímetros para que, corriéndome medio metro, estirando mi cuello, pudiese distinguir con nitidez la figura enigmática, laberíntica, histórica, cautivante, de Jorge Luis Borges pishando. Fueron unos poquitos centímetros que me permitieron contemplar el pajarillo inolvidable de Borges, en realidad un pájaro pálido, rugoso, breve y tal vez muy manoseado, desusado. El pájaro que ficticiamente penetró una primera y última vez la imagen de Ulrica, en la posada de Thorgate, una poronga andariega que supo de pueblos de Texas, de árboles de estancias, de baños de Adrogué, Las Delicias y diversas universidades. Lo apunté: claramente en el visor, de cuerpo entero, el maestro sacudiéndose el pájaro. ¡Apunten!, ¡fuego!, clic. Gatillé nerviosamente la primer fotografía, la pasé y de inmediato clic con la segunda, el flash iluminó la puerta del baño, el pasillo, las paredes del pasillo, el piso, y doña Paula se dio vuelta justo cuando clic gatillé la cuarta, y en la quinta clic la honorable señora comprobó mi inmoralidad, mi irresponsabilidad, sí era un individuo sin escrúpulos, un asqueroso, queridos. –¡Infame! –me dijo doña Paula, de movida, la voz muy baja porque no quería papelones, y por si acaso Borges la escuchara–. Usted no tiene respeto a nadie, es un animal. No le da vergüenza, cochino, hacerle una bajeza semejante a un escritor como Borges. Pedazo de bestia, no ve que es un hombre ciego, usted no merece formar parte de la civilización, habría que matarlo, meterlo preso para siempre, decapitarlo, e intentó quitarme la voigtlandér de las manos, arrancármela del cuello, mientras que, doblando el pasillo, arreciaban los peculiares berridos de doña Elsa Astete, con la Milonga de Manuel Flores, accediendo al "gentil pedido" de la directora. Manuel Flores va a morir eso es moneda corriente morirse es una costumbre que sabe tener la gente. Sin embargo doña Paula debió suspender por el momento las recriminaciones, usté aquí no me pisa más, cochino, vayase o lo denuncio a la comisaría, déme eso. Debió suspenderlas porque Borges, al tanteo, ajeno, tranquilizado, pretendía salir de ese laberinto, es decir, del baño, y si no era ayudado podía, de culo, caerse en la bañadera. Sucedía que el bastón ya estaba adentro de la bañadera; lo sacó, tanteó con el bastón el piso de mosaicos, caminó, se dio vuelta, rozó con el bastón el bidet, la puerta, intentó con el bastón abrir la puerta semiabierta, hasta que volvió a sentir la responsable presión del cuerpo tenso de doña Paula, su amable anfitriona, la oradora, que casi se lo lleva por delante. –Perdón, maestro –y lo tomó del brazo para conducirlo otra vez a su sitial de honor. Primero vendrá la bala y con la bala el olvido. Ya jugado, rebobiné el rollo, abrí la cámara, lo saqué, lo guardé en el bolsillo interior de mi saco jaspeado. Como imaginaba, muy pronto regresó la jerárquica doña Paula, acompañada de mi gran amigo Ismael Caravallo, que se tomaba la cabeza y vivía un instante decisivo. El científico de Chagas, pobre, no podía dejar de echarme, de manera que quedaría vacante el departamento de relaciones públicas. –Dame la cámara, Rodolfo –me dijo Caravallo. Se la di, la abrió y comprobó que había desaparecido la película. Mirándome de frente –pelo blanco, la boquilla en la boca, su cigarrillo sin encender–, se limitó a estirar su mano. Yo no podía sostener su mirada, tal vez porque me

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sabía un traidor a su amistad. Y debía aguantar, por si no bastara, las monótonas recriminaciones de la cincuentona histérica que nunca había sabido bien qué hacer para llamar la atención. Puse mi mano en el bolsillo del saco, la saqué con la película rebobinada, se la entregué a mi amigo traicionado, sin atreverme a mirarle la cara, mientras que, entre susurros indignantes, la histérica repetía degenerado, histérica ansiosa que jamás mostrará a ningún nieto una fotografía del desaparecido Borges, histérica que golpeaba con insistencia las puertas de la atención, pero nadie le respondía. –Ya le anticipé, doctor, este hombre es un inescrupuloso, da asco, lo haría encerrar, le juro – le decía doña Paula, señalándome. Y sin embargo me duele decirle adiós a la vida esa cosa tan de siempre tan dulce y tan conocida. En ese pasillo histórico, por culpa de la histérica, mi gran amigo Caravallo veló criminalmente, impunemente, las que podrían haber sido las fotografías más íntimas y valiosas de Borges. Después, cabizbajo, tentado, viviendo minutos humillantes, me fui.

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La prima Pocha no era más boluda porque paraba para dormir largas siestas. Su marido, el infiel Nicolás, era el objeto deseado por Carmencita. Se trataba de un mecánico vigoroso, morocho y alto que, como la mayoría de los hombres del sur, se encontraba rigurosamente podrido de su mujer. Nicolás Crotto había visto crecer, desarrollarse a su prima política. Y no podía explicarse, de ninguna manera, que la nena no saliese, o saliera tan poquito. Ni que se quedara encerrada en su habitación, leyendo esos libros de literatura machona, de las autoras autóctonas, o esos sensibles poemas de la Storni, o las falsificaciones de Marco Denevi. O lo peor, que se quedara estudiando, si a ella le encantaban los textos de psicología, porque después se ponía a interpretar a toda la familia. Le encantaban, también, los textos de filosofía, para divagar sólita, lo más pancha, y hasta los de geografía, porque la ayudaban a soñar, imaginarse en el mar o isla más lejana, recorriendo postales carreteras, conociendo el mundo intacto. Y el mecánico la miraba con ojos diferentes, sobre todo distintos a los ojos de los opas de su colegio, trabados fanfarrones que la bromeaban a causa de su fantástica altura, y la llamaban, en voz alta. La Patona. A Nicolás, no obstante, le gustaban las flacas y altas, y Carmen lo sabía, y hasta adivinó que corneaba a su prima Pochita, penetrando a dos vecinas exploradoras, de enfrente y de la mitad de cuadra, ambas casadas, de profesión honradas, laboriosas y chismosas, veteranas y comparativamente feas. Una de las turras, la Nélida, la de enfrente, la que hubiera sido capaz de entregarse hasta a don José, era una turbia amiga de doña Luisa azul, de Pocha huevo. Su marido, un hombre recto que se emborrachaba los domingos, don Cosme, era un obrero de Obras Sanitarias, era gentil y no se metía con nadie, pasaba largas horas en la puerta, por la noche, fumando. Según parece, tampoco se metía nunca adentro de su accesible mujer. Carmencita adivinó la trampa porque, a lo mejor, ya se le había desarrollado un sentido utilizable, apenas, para detectar traiciones, manos dobladas, recortes, fulerías y merodeos. Ella jamás había amado, pero probablemente debido a los libros, ya era muy ducha en trampas del amor, y he aquí, entonces, una prueba irrefutable de la utilidad práctica de la literatura. Le hizo saber, a su calentón primo político, que estaba enterada de la falta intrascendente; se lo dijo, apenas, con una mirada. Ocurrió durante un domingo de almuerzo general, en que doña Luisa servía, don José contaba de conflictos con dos peones santiagueños. La mirada delatora obedeció a unos desbordantes pedazos de torta con dulce de leche, que personalmente había alcanzado la atenta vecina, la alzada. Fue una atención, una torta, que provocó afectuosos agradecimientos, hasta de la Pocha. Dentro de todo Carmen lo comprendía a Nicolás, y lo justificaba: difícilmente existiera en todo Quilmes un ser menos despierto que su prima. Dijimos entonces que Carmencita lo miró a Nicolás, en la colectiva mesa dominguera, y, con lentitud, movió levemente su cabeza, se llevó un dedo a la boca, lo lamió. Después, con cualquier excusa, se levantó, siguió mirándolo con complicidad, y, hasta con cierto cinismo inédito, la muchacha agradeció a la señora Nélida esa torta de dulce de leche y chocolate tan, tan riquísima. Además le preguntó, con sobriedad, por su marido, quien estaría ya en camino de la ebriedad; le preguntó también por sus hijos, dijo con razón todos ellos están tan gorditos. Entre nosotros, decir que Carmen estuviese enamorada de Nicolás, es una exageración. Sin embargo era el único que venía fichándola con algo parecido al asombro, o al deseo. Porque cuando Nicolás se puso de novio con la Pocha, Carmen tenía, entonces, nueve años. Se casaron cuando ella tenía doce, y Nicolás empezó a cansarse de la Pocha antes de que la nena cumpliera los catorce. Carmen los estudiaba, la Pocha destartalándose, mientras el sinvergüenza permanecía igual. No era justo. Y el mecánico ligero veía cómo la primita crecía, con qué precipitación. La veía desperdiciarse entre libros, con poemas y otras bobadas, sin ningún noviecito, nadie que la franeleara, ninguna salida al cine. Era un pecado, claro. Por su parte, lo que la nenita notaba, en realidad, era que Nicolás estaba enamorándose de ella, y eso, aunque fortificante, era riesgoso. Lo veía sólo durante los bullangueros almuerzos dominicales, esos con sabor a tuco, a cinzano, y durante pocas noches de semana, cuando iba a buscar a su clavo, la Pocha, la que totalmente llena de horas, solitaria y lúgubre, acudía a calmar su inconciente monotonía en la monótona casa de su tía Luisa, para conversar sobre la

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farándula, coser, planchar, tomar mate, hacer un bizcochuelo, mirar la novela o tejer soledades. Ahora que se mudaron, ¿en qué rincón la pobre Pocha pondrá su soledad? ¿Acaso los tres hijos que ya le hicieron bastarán para ocuparle todo su tiempo? ¿Acaso ignorará, o fingirá ignorar, sus cuernos, en marfiles de vetustas flacas berretas? Que se jorobe, en todo caso, Angélica. Cuando la Pocha estaba en su casa, Carmencita se encerraba en su habitación, con el pretexto de estudiar. Y cuando aparecía Nicolás, con cualquier pretexto, surgía. Con tal de comunicarse con esa extranjera que compartía con la familia apenas la comida y el techo, el mecánico hablaba hasta de libros, pretendía establecer cualquier complicidad. Sin embargo la nena, erudita ya en trampas, no se abría, se hacía la tímida, sabía calentarlo con los ojos pero no le permitía, y únicamente accedía a sonreírle, a dominarlo. Igual que ahora, Nicolás ni le dirigía la palabra a su mujer, si era, apenas, su marido, y nada más. Al tío José le escuchaba sus continuas discusiones con Repetto o con Grondona, sus litigios con los santiagueños. A la tía Luisa le devoraba con unción su mayor cualidad, es decir, los ravioles caseros. Era notorio, para Carmen, que la única persona con quien Nicolás estaba verdaderamente a gusto, era con ella, cuando podía. Con la tímida mocosita que no quería salir a ningún lado, ni había nada, en apariencias, que la conformara. –Ay, esta chica, yo no la entiendo –decía la madre, sepultada, respirando adentro de su batón azul. –Lo que pasa, tía, es que Carmencita tiene mucha vergüenza –decía la Pocha–. Salí, tonta, salí –y Carmen la miraba, sobradora–, ¿no te gustan los muchachos? –le preguntaba, mientras reía, la picarona. Nicolás Crotto era el único contrario que tenía a tiro, para inaugurar su carrera de postas, Angélica. Porque ella se hallaba, ¡ah!, con la calentura de los catorce, y no hay que ser experto para afirmar que tal calentura quema, derrite, exige, y no hay mejor ungüento para mitigarla que el que emana de una verga elemental. Ah, Nicolás estaba cargado de ungüento, se ponía baboso ante esa floreciente papila, ese fruto, ese diamante que los frívolos milongueros de Quilmes no descubrían, y acaso no por culpa de ellos, si la nena, encerrada entre sus complejos y ahogos, no veía a casi nadie, era visitada sólo por fantasmas de los libros. En su pieza, en su cama, con las piernas excesivamente abiertas, se masturbaba con ferocidad. Pensaba en su primo, o en el verdulerito rubio que no le daba bolilla, que tenía pelo largo, moto roja.

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Volví a escaparme de Samantha, volvió a vender retratos con el polaco, duré una semana, convenciéndose que vender retratos era algo estupendo, porque además de ganar buen dinero podía tomar aire, conversar con la gente, ser libre y, quizá por eso, feliz. Sin embargo a la semana se hastió de la venta, recibí una furibunda patada de la maleta; de caído, ni siquiera se animaba a golpear, muy en baja, pobre. Se cansó del barro, de la lluvia, de la rutina libertaria, de manera que decidió, entonces, en un rapto de insegura vanidad, explotar su cuerpo, su pinta, sus condiciones, como nunca antes las había explotado. Oh, Rodolfo, serás un mantenido cruel, un cafishio dulce, la secreta aspiración de todo porteño que se precie, que lo solventen a uno las mujeres, a cambio de amor y sopapos. ¿Y cómo no te van a mantener si tenés pinta de muñeco recio?, si tenés habilidad, cierta elegancia, y, por sobre todas las cosas, sabes coger. ¿Qué esperas?, yo en tu lugar, con tu facilidad de palabra, con tu cinismo agradable, le decía, medio en broma, Cacho Marincovich. Sobre valorado, entonces, inflado, Rodolfo llamó por teléfono a la Guerrico, una hembra oligarcona y de izquierda confusa, que cursaba, en el Instituto Panamericano de Artes y Ciencias, el ciclo sobre técnica del guión cinematográfico, a cargo de Eduardo Oliveros, un mitómano conocido por el apodo de Pirincho, y con disertaciones sabatinas de Ulyses Petit de Murat. Además, la Guerrico hacía ikebana, recibía orientación literaria, hacía cerámica en otro rectángulo similar, pero con horno, y se psicoanalizaba con énfasis. Era una pierna que tomaba pastillas para dormir y para no dormir, para no deprimirse y para excitarse, para comer y para no comer, para ir al baño y para no ir; era esforzadamente rubia y merodeaba con holgura los cuarenta, era casada y vuelta a casar, era separada de su segundo marido y era arreglada con el primero, con el señor Arístides Guerrico, quien, ahora, se encontraba de viaje, en Tanganika, por un safari. ¡Oh!, sería un valiente cazador que danzaría con tribus extrañas, se jugaría por codiciadas pieles de leones, cabezas de jirafas, culos de jabalíes y testículos de elefantes. Para completarla, la Guerrico era autora de poemas lamentables, dolorosos, comprometidos, y trataba de perfeccionar su estilo, también, en los disparatados ciclos de literatura que Rodolfo organizaba con Caravallo y la vasca, hasta que a Borges se le ocurrió hacer pish. La Guerrico era un cachito cineasta, poeta, decoradora, puta vocacional, y por supuesto también desconocía adonde meterse; era buscarroña, sofisticada, exageraba monologando acerca de sus insomnios patéticos, que provocaban paseos calaveras por la Libertador, en compañía de Jacobo, un caniche que es un amor, Rodolfo. –Tenés que conocerlo, a Jacobo te lo tengo que mostrar, prométeme que vas a quererlo –le decía la lancera, antes o después de las clases ejemplares. Cuando los cursos, la Guerrico le otorgaba una pelota muy obvia a Rodolfo, quien, en gran burro, y para no quemarse, la trataba profesionalmente, como un auténtico relacionador público. Es que había mujeres mucho más inteligentes, mucho más putas que la Guerrico, que despedían menos llamaradas y eran, aparte, más jóvenes, y lozanas, y mostrables, sin contar la presencia artística de Samantha, siempre colada, por entonces sañogasteña, celosa, absorbente. Damas igualmente tramposas pero con menor variedad de pastillas, y sin tantos insomnios espectaculares, de película lenta, porque, en apariencias, la vida para la Guerrico era apenas una sucesión irregular de pastillas, de insomnios, y, a menudo, de sparrings voluntarios, partenaires, padrillos heterogéneos y vacíos, acaso inescrupulosos, por supuesto incluyendo al eternamente de paso, al viajero evasivo, a don Arístides. La vida era también, para ella, una alteración de refugios, en los que podía simular que era, aparte, alguien: Una hacedora, una mujer interesante y de cierta edad, una distinguida con enigmas, y no sólo una argollita propietaria de departamentos para perderse, campitos para hacer asados y justicias, pueblos y revoluciones. Y además de los departamentos para extraviarse, la Guerrico tenía un Peugeot ideal para el suicidio; sin embargo, utilizaba el Dodge Polara de su Arístides siempre ausente, el Stewart Granger de Las minas del rey Salomón. Utilizaba el Dodge de puro caprichosa, ¡ay!, porque es más amplio, me puedo estirar, puedo hacer el amor en él. Y cuando hago el amor en el tutu de mi marido gozo más, lo vivo quizá como una venganza, ¿no te parece?, preguntaba. Sin embargo, en sus inconsistentes exaltaciones líricas, inducía a la rebelión de los obreros sudorosos y expoliados, sus panegíricos de compromiso pretendían convertirse en la trinchera

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que el proletariado en armas buscaría para defenderse, y en los tanques blindados para atacar, a fuerza de coraje y claridad. Sus composiciones defendían al proletariado hasta la muerte perentoria, o lo acompañaban hasta la victoria final, siempre sangrienta, para un mundo mejor. Hasta una victoria donde no se perdonaría a los vencidos, a los asquerosos Burgueses que abusaron durante siglos del rigor, de la ignominia, de la humillación, la promiscuidad y tantas cosas parecidas. Para ser exactos, en el Canto a mi América Exprimida (Buenos Aires, 1970, edición de la autora), la Guerrico mencionaba "a los asalariados/ ni siquiera dueños de sus hipotecados brazos/ por una parte/ y a los ilegales dueños de la miseria, los usureros dueños de sus brazos/ en sus sólidas mesas de caoba/ por la otra parte/..." Eran poemas habitados por fusiles justicieros que nadie le creía, y menos entonces se los creyó Rodolfo, aunque, de todas maneras, decidió amarla, conocerle a Jacobo, es decir que decidió intentar explotarla como explotaban a los proletas de sus débiles poemas. No fue difícil, entonces, conseguirla. Porque de inmediato la Guerrico acusó recibo, lo invitó a tomar un café, para mostrarle el perro, hablar del socialismo y leer poemas. Sabido es que. desde tiempos remotos, tales lecturas de poemas concluyen, por lo general, en posición horizontal, en un coito de breve lirismo, memorable, con orgasmos ensayados. Ella se lo devoró con prolijidad, con pausas, en su departamento principal, donde moraba con sus hijas, en la Avenida Libertador y Canning, un departamento que tenía, Marincovich, hasta sol propio, para recorrer con planos semejantes a los que utilizaría el cornupisciente Stewart Arístides Granger, en Tanganika, porque estaba colmado de puertas, pasillos insólitos, almohadones, bibliotecas, cuadros, marfiles, jarrones y pieles de animales, y cabezas probablemente rebanadas por don Stewart, el cazador solitario y decidido. Por Arístides que, quizá, mientras su esposa se devoraba a Rodolfo sobre una piel de cuis gigante, estaría también a punto de ser devorado, y violado, pero por siniestros caníbales brillantes como deseos. La Guerrico se lo chupó una tarde diáfana, primaveral, de quince a dieciocho treinta, en un ambiente como para milonga, gran mural del Che Guevara, ventanas abiertas y contemplando extasiadamente el cielo, que también estaba ahí cerca, como la riqueza o la revolución. Le banqué entonces un par de insomnios, si total podía dormir de día, sin sobresaltos, en casa quizá, gracias a los desfalcos, o en el bulo de ella. Dio una serie de vueltas nocturnas con la poetisa en su brazo, mientras el pelotas de Jacobo meaba con frecuencia y placer, y su lírica patrona pormenorizaba acerca de sus elaboradas desventuras, prescindibles ansiedades, despelotadas revoluciones permanentes. La gran puta, son todas iguales, Dios de algo está vengándose, está entregándolas en ristras, como a los chorizos, me pregunto qué necesidad tienen estas deshumanas de andar días intactos pregonando retórica, el amor existiría en esta ciudad snob si no se dijeran tantas pavadas. Los poemas de la Guerrico tenían marcadas diferencias con los que pergeñaba Samantha, y la diferencia primordial no consistía en el compromiso político, un compromiso estético. No, la diferencia consistía en que la Guerrico tenía propiedades y Samantha era tan seca como él. La Guerrico poseía un Peugeot suicida y un Dodge culposo, mientras Samantha podría alegrarse si conseguía asiento en el Noventa y ocho. La Guerrico tenía sirvientes amanerados, especializados en el arte de la complicidad, mientras Samantha tenía apenas a una sierva silenciosa que de vez en cuando le arreglaba una pollera y además era su madre. Por si no bastara, la Guerrico tenía dos hijas, mellizas, absolutamente distintas, tenían diecisiete años y, por supuesto, por el pensamiento de Rodolfo cruzó la divina probabilidad de un triplete. Una se llamaba Susana, era renga desde un accidente penoso, se había caído de un caballo la desdichada, en los campos de cierto tío homosexual. Como era renga, se dedicó a la tarea plácida de ser inteligente, motivo por el cual vivía siempre un último libro, andaba eructando frases y citas sin asimilarlas y, de vez en cuando, se aparecía con algún machito arltiano, carente de pretensiones, digamos que a dormir. La otra, la Bettina, pasaba la tarde y la noche y la mañana con un novio, en la cama, con un anteojudo blanquito y resistente que conversaba conmigo en los entrepolvos, o cuando nos encontrábamos, de casualidad, a la salida de algún baño, o en alguna habitación, o balcón, o mesa o heladera. Tenía un tonito aristocrático, era mediopelesco Ignacio, hablaba sólo de rugby, de Bettina, era fruncidito y muy celoso, pero lo

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respetaba Rodolfo porque iba al frente, a pesar de que le había anticipado a Marincovich: en esa casa me reventaré hasta el anteojudo, si se salva alguien no me saludes nunca más. Cacho, no pisaré más el club. De manera que Rodolfo era un gran señor abriendo heladeras que no le pertenecían, repletas de latas para él desconocidas, latas que ni siquiera fumando opio podrían imaginarse en el lejano Villa Dominico natal. Lejano, es cierto, porque pretendía instalarse temporariamente en el piso de Libertador, cerca del sol, del cielo y de la revolución. Ah, porque era un supermacho que hasta había conseguido arrancarle un orgasmo a la dueña de casa, que aseguraba ser históricamente frígida, nunca sentía nada. Eso, Marincovich, nunca acababa. Abría entonces Rodolfo heladeras lilas, botellas añejas, quesos misteriosos de franco olor a podrido; le hacía el servicio, a menudo por atrás, sobre pieles de leopardos cazados por Arístides, mirando en tanto el habano de Fidel, el del Che, a un niño vietnamita que lloraba; manejaba de vez en cuando el Dodge, se la hacía chupar reiteradamente en el Dodge, acompañaba como un gran partenaire a la Guerrico, a hacer las compras, iba a buscarla a la peluquería, lo paseaba a Jacobito, el caniche que tenía una lengua larga, rápida, elástica, ideal para los mimos a su dueña; pedía u ordenaba a los dos sirvientes cómplices, se bañaba, dormía. Una noche intentó conquistarse a la renga, pero le salió con una mano ideológica que hubiera dejado pagando hasta a Victorio Codovilla. –Ese bulo, Marincovich, es como mío. Dentro de poco comenzaré a currarla en grande, porque conmigo, entre otras cosas, ella acaba. Una tarde de estas te invito a tomar mate, pero haceme quedar bien. Y se asomaba, a veces desnudo, a un balcón indescriptible, o para que lo describa Manucho, que de eso sabe más. Un balcón desde donde el río parecía un amigo de toda la vida, una especie de Marincovich. Allá el río y un poco más allá el mar. Rodolfo, y más allá del mar existen tierras menos misteriosas que los quesos fermentados, repletas de ciudades, de puertos y playas, donde amarás, Rodolfo, pasearás, recordarás, acaso extrañarás. Porque nosotras, las ciudades, estamos hechas a tu medida, para vos, por eso estamos esperándote, sediento, no tardes, vení, como sea, insatisfecho. Somos ciudades altas y blancas y mágicas que poco valemos sin vos, si las mujeres nuestras aguardan la temperatura de tu piel, de tus versos, tus palabras, tu desesperación, tus máscaras, venite, maldito, que te enseñaremos cuál es tu verdadera cara, las ciudades somos horribles sin vos, sensible, tonto, enloquecido, vení. Una semana después, cuando la Guerrico se enfrió, Rodolfo se sentía muy solo en el departamento, y le quedaba todo muy grande, tal vez hasta el balcón de Manucho, si en oportunidades hacía mucho frío para asomarse, desnudo, y conversar con las ciudades. Además la Guerrico salía por la cerámica, o la gimnasia, o el análisis, y Rodolfo cometía el pecado de no extrañarla, para qué, si la visitaba a propósito cuando presentía que ella no iba a estar, cuando tenía ganas de conversar, a solas, con las ciudades, y a soñar que ese piso le pertenecía. Ninguna hija, aparte, le daba bolilla, con su indiferencia le señalaban, apenas, que era un extraño, otro pitito de mamá, un desgraciado que se contentaba con la fosforescencia del balcón, de las latas. En realidad, Rodolfo no soportaba ya a la Guerrico, creía conservarla echándole de vez en cuando un polvo deportivo, qué gil. Entre nosotros, lo único que me importaba era su departamento, mi balcón, los diálogos con las ciudades enamoradas. Cuánto más bello hubiera sido no tener que depender, ni aguantar las repentinas histerias de la Guerrico, quien, muy pronto, y como era previsible, se apareció de la mano de un negrito, un boxeador. Su nuevo sparring, su chiche, se llamaba Miguel Páez, era santiagueño y todavía amateur, era morocho y también, según parece, medio poeta, y peronista pero de Perón. Y se quedaría unos días a dormir, en el departamento con sol propio, porque le quedaba más cerca del Luna Park, y el nivel no podía compararse con la pensión, oscura, de Ituzaingó. El boxeador era más bajo que Rodolfo, era feo, pintoresco, tenía una cura aindiada pero de indio bonachón, bebedor de Coca Cola, amansado. Se veía que tenía confianza en sus manos, peligrosas cuando se convertían en puños. Y aparte, con esas manos, redactaba versos, por entonces exclusivamente gauchescos, muy largos. Tenía esperanzas de que se los recitara, alguna vez, el Chacho Santa Cruz. Fue muy difícil perder con dignidad, sobre todo porque la dignidad no existía. Admitir una derrota con semejante vejez, parece mentira, me decía fui un otario, el tango existe, no es

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ningún invento para entretener cincuentones, no sirve sólo para alimentar a tantos buscas. Si de veras pretendía quedarme en él –o con él– departamento tendría que haberla atendido más, darle un poco mas de pija, de atención, charlar más con ella que con las ciudades. ¿Acaso se me notaría que me interesaba más la heladera lila que ella? Liberada, inocente, desprejuiciada, me presentó al boxeador. –Miguelito, este es Rodolfo, un poeta amigo. Sí. Marincovich, nada más que eso, un poeta amigo. –Encantado –dijo el poeta gauchesco, boxeador y santiagueño, extendiéndome la mano, sonriente, probablemente ansioso, apresurado por el amor sobre la piel, por el paseo con Jacobo, por los quesos repugnantes y las heladeras prometidas. Tensa la sonrisa de boxeador, así como también la nariz, y la mirada, y, con seguridad, el puño predispuesto, de manera que Rodolfo agarró su machismo y, sin querer, lo arrojó por el balcón. Miró después a la Guerrico con bronca, miró el río y más allá el mar y más allá las ciudades locas, que llorarían. Te agrandaste demasiado, Gardelito, hay que saber perder, te confiaste, te quedaste bien en el molde cuando ella, como si nada, tomó la mano del nuevo hambriento y lo llevó a conocer el piso, tus balcones. Entonces ni dije chau, con la cabeza hacia los zapatos caminó hacia alguna puerta, y le pareció que uno de los siervos, el más amanerado, lo miraba, a lo mejor con cierta ironía, o tal vez alegría, o con ganas, pero, en realidad, para qué perseguirse, si el marica estaba mirándome con indiferencia, con superioridad. Dios, ya pasó por mi vida otra mujer, y ni siquiera me di cuenta de que la tuve, debí haberme dicho, mientras caminaba en blanco, absurdo, buscando quizá Las Heras. Después de caminar varias cuadras, mirando edificios con departamentos en los que nunca entraría un retrato, tomó el 118. De pie, en el colectivo, interpretó que en este episodio abyecto, sin importancia, había perdido hasta su mejor suéter, uno beige, peludo, que me había regalado Araceli, durante los días únicos del verano, para abrigarme en el invierno junto a sus brazos y piernas. Recordó, con bronca, que había olvidado el suéter sobre una silla de estilo, que estaba muy cerca del balcón donde conversaba largamente con las ciudades.

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El desenlace previsible, Angélica, sucedió un domingo de verano, cuando la Pocha estaba embarazada de siete meses, y ya estaba a punto de concretar su sueño máximo. Es decir, mudarse a Don Bosco, irse a morir tranquila, a su casa propia. –Lo único que yo le pido a Dios –decía la Pocha– es tener mi casa. Lo que más aspiro en la vida es dejar de ser inquilina, y ser, eso sí, dueña y señora de mi hogar. Ese domingo épico fue de picnic. Partieron en congregación desde Quilmes hacia Punta Lara, y se anotaron en la caravana los padres italianos y enfermos de Nicolás, y un abuelito agónico que era feliz apenas mirando el río, y cuñados diversos, enérgicos sobrinitos y vecinos amables y extravertidos, que cantaban "la mar estaba serena", con a, con e, con i y esas diversiones. Nicolás conducía su jeep gladiator, don José su Chevrolet cincuenta y uno, y atrás, el camión exagerado, el de los alaridos festivos, guiado por cierto tío solterón, puntilloso, cómodo, padrillo de dos viudas, fletero, bon-vi-vant de barrio. Por su parte Carmencita se repudrió como en sus mejores tardes. Se puso a tomar sol, de puro aburrida, y aunque sabía darle vergüenza mirar muchachos, se puso a mirarlos igual, cuestión de darle bronca y celos a Nicolás, cada día más estúpido de amor. La piba estaba ya demasiado caliente, a punto –escribiría Kordon– de reventar; alejada del bulto, en el murallón, apoyada su espalda en cierta columna tajeada, repantigada, contemplativa, leía la Simulación en la lucha por la vida, de José Ingenieros. Mientras tanto, impetuosamente, la tentación estaba venciéndolo a Nicolás, pobre mecánico que también soportaba los embates del temor, de unos pedazos de culpa intensa, pero que no eran lo suficientemente fuertes como para desperdiciar la manzanita aquella, coloradita y rebosante, aunque correspondieran años de infierno, expulsión del paraíso, si así podemos denominar a los limitados brazos de la Pocha. Además la nena, gambitas, ojitos, sonrisitas, lo miraba de reojo, a veces fijo, una manzana muy cruel. En familia, no había ninguna mala intención, nadie se daba cuenta, Angélica. Después de la comilona exhuberante, tipo Marco Ferreri, suicida, para el campeonato, la tanada, gallegada, y alguna polacada se entregó a dormir la siesta. Porque, después de comer, como aconsejaba don José, el sol y el agua hacen muy mal. El sol y el agua de río, juntos, pueden provocar una indigestión, un temblequeo que arrastra enseguida hacia la muerte. Por supuesto Carmen, que además comía muy poco, no hacía caso a las estrictas recomendaciones paternas, pero la muy obediente Pochita sí, de manera que se agarró a su marido, y se fue a dormir abajo de un árbol escasamente romántico. Las piernas de Carmencita estaban ya rojas, seguía igual quemándose y ya no sólo por culpa del sol. Nicolás lo presentía, pero tenía a la carpa –es decir, a la Pocha– a su lado, con soñadora carita de madre, hinchado hasta su corazón. De manera que esperó que la carpa se durmiera, y entonces se levantó, caminó sin hacer ruido hacia el murallón, donde Carmen tácitamente lo aguardaba. –Vamos al agua –le dijo, con torpes nervios. –Está muy fría –le respondió la nena, mirándolo de arriba abajo, la boquita sensual, insolente. Por qué no, si eran de la familia. Sin embargo se entrometió un sobrinito infatigable, y dos vecinitos de la cuadra, que insistieron para que la muchacha se bañara. Entonces Nicolás, ayudado por los mocosos inocentes, la arrastró vigorosamente hacia el agua, ante las quejas falsas de la nena. Sanos, en otras, los pibitos se quedaron en la playa, a jugar un "cabeza", sorteando los pescados muertos, con ganas inocultas de desobedecer a sus padres, que no los dejaban meterse en el agua hasta tres horas después de comer, por el temblequeo trágico. Solos, Nicolás y Carmen, el agua hasta los sexos, si eran de la misma altura. Ambos temblaban, y no era el temblequeo trágico que pregonaba don José, el que conducía a la muerte. Este temblor conducía exactamente hacia lo opuesto, era hondo, incierto, con sabor a encrucijada, a algo pasará. Y para disimular su carne de gallina, su pronunciada erección, Nicolás se tiraba de cabeza, debajo del agua, y cuando volvía a la superficie se daba vuelta hacia la playa, sobre todo para ver si algún representante de la parentela lo había descubierto, a él y a sus funestas intenciones. Menos mal, apenas un sobrinito, haciéndole señas, distrayéndose del cabeza. De pronto Carmen dijo que se quería ir del agua, se dio vuelta, empezó a regresar.

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– Tan pronto te vas ... –le dijo el mecánico, como en un ruego. –Tengo mucho frío, y esta agua es un asco –dijo ella, y siguió caminando, con lentitud, hacia la playa. Y aprovechando que irrumpió una ola, y la complicidad de un pozo, o mejor, de un declive, ella se dejó arrastrar, y se cayó, y caída lanzó un gritito. Claro que Nicolás se apuró para levantarla, ella debió sostenerse de su hombro, y, cuando él la alzó, de su cuello. Al incorporarse rozó con su muslo la rocosa tercera pierna de él, y se fue soltando despacito, mirándolo fijo y muy de cerca. Y siguió caminando, le dijo que se iba a caminar, por allá, que quería dar una vuelta, para distraerse, porque estaba muy, muy aburrida. Nicolás, mudo, no podía aceptar que ese sueño, que esa piel, se le fuera... –¿Para adonde vas? –atinó a preguntarle. –Para allá –le respondió ella, enseñándole una lejanía. –¿Querés que te vaya a buscar con la camioneta? Ella hacía así, con el hombro, como quieras. –Loco, tenemos tantas cosas de qué hablar, así que mejor cambiemos de tema, para qué andar tocando aquellas pajerías –dice Samantha. Están por llegar a Cerrito, y ya se palpita un viento, una perceptible renovación, otro oxígeno. Presintiéndose de nuevo abandonada, desairada, humillada, mi Samantha dejó de estudiar guitarra con el desopilante Chopo Álvarez, quien con una guitarra de concierto, o con la mano abierta, castigaba con vehemencia a sus canguros, cuando tardaban en agarrar el tono, en hacerse diestros en el temple del diablo, aunque varios de sus aprendices eran mayores, y más fornidos, que él. A Samantha jamás le puso ni la guitarra ni la mano encima, en ningún sentido. Lástima, sería bueno sentir esos dedos, esa presión de artista encima, decía Angélica, siempre fatal. Abandonó también el conjunto folklórico Los seis de Sañogasta, porque se disolvió, fue una gran frustración, Angélica. Ocurrió que el negrito riojano entró en cuentacorriente del Banco de Intercambio Regional, y ya no tenía tiempo para ensayar, más aún porque se había puesto de novio con una enfermera absorbente, de Liniers, conquistada en una de las pocas peñas en que, gratuitamente, cantaron el Palapalapulpero. Entonces Samantha optó por el estudio del teatro, y no sabía si mejor D'Alezzo, o Raimondi, o Heddy Grilla; volvió su pelo al color natural, se sintió otra vez, con cierto furor revisionista, aquella Carmen, volvió a tratar de recuperarme, reposó activamente con un íntimo amigo de Rodolfo. –Por despecho, Angélica. O de puro calentona, no lo sé. Esta vez, la víctima de su fogoso despechamiento fue el doctor Ismael Caravallo, el científico de la enfermedad de Chagas, coleccionista de bichos insólitos, inventor de vinchucas radioactivas, amaestradas, prestigioso congresista. –Sabias palabras –dice Rodolfo–. Tenés razón, a mí últimamente tampoco me interesa esa temática, ya nos jodió bastante, aunque dentro de una década a lo mejor vuelvo a especializarme, pero con experiencia paternal. Cuando vengan a reprocharme mis hijos, cuando cuestionen mi comportamiento, la visión del mundo que tengo, mi obra, todo. Y así, entre reincidencias, despechos y escapadas, seguimos algún tiempo. Samantha se teñía, se cortaba, hacía títeres o ensayaba teatro para niños indefensos, nos reencontrábamos y, de nuevo, la manoseada poesía, entrega de flores robadas, jugosos conciertos sin el menor indicio de amor, los exagerados extrañamientos, los nuevos ambientes que iban alejándonos, de a poco, del sur. Y en los paréntesis era bienvenido el yoga, o la defensa personal, la filosofía oriental, la expresión corporal, el aprendizaje de baile griego, la política de entrecasa o el ocultismo, Lin Yu Tang y la importancia de no morir, el entregarse sin respiros ni claudicaciones al profundo estudio de las letras, junto a la entrañable Angélica. Oh mi Catulo, ven aquí, acérquese mi gigante don Miguel de Cervantes Saavedra, García Márquez viejo y peludo haciendo punta con Macondo nomás, y usted, Rulfo, monstruo y maestro Rulfo ¡ay me fascina!, machazo don

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Sartre, bendita ensalada, el Diario del Che en Bolivia, el boom, narrativa latinoamericana, Vargas Llosa y el glíglico magistral de Cortázar, ma qué me venís con Armando Tejada Gómez, ése ¿a quién le ganó?, no jodamos, a mí dame narrativa del sur de los Estados Unidos, a mi dame Faulkner, dame Caldwell, a mí dame Joyce, dame Marcuse, dame goma. La presunción del cambio es una certeza. Más allá de Cerrito, para el lado del bajo, Buenos Aires, sobre todo Corrientes, sabe volverse más atractiva, más occidental, menos desordenada, y eso que está lleno de cines, teatros de revistas, calaveras inofensivos y muertos. Corrientes, entonces, dicen que se torna más respirable, afirman algunos superficiales que es por la proximidad del río, yo no lo creo. –Fumemos un cigarrillo, ¿sí? Allá –dice Samantha, y señala los tentadores canteros que rodean el obelisco. –A ver cómo pasa el corso –dice Rodolfo, virtual aceptación–. A lo sumo tres cigarrillos –y mira el reloj del Trust–, pero me queda uno solo, vas a tener que convidarme, voy a tener que fumar esos cigarrillos de hombre que tenés vos. Como no consiguió que la admitiera D'Alezzo, ni Raimondi, ni Grilla, la flaca empezó a estudiar teatro con José Mana Agüero Rivarola, un hombre de tablas, como se autodefinía. En realidad era un abnegado charlatán, un visitador médico, tucumano, homosexual, que tenía a muchos desorientados que le hacían caso, destructores de convenciones teatrales que no entendían, críticos de técnicas y maneras que desconocían, tipos desechables sin talento pero sanos, deliciosos para corromper. Samantha se reunía entonces con muchos estudiantes de teatro perpetuos, hablaban el mismo idioma, discutían, proyectaban, soñaban. El sol de Stanislavsky viene asomando, William Shakespeare por los palos, seguido a una cabeza por los pingos Bertold Brecht e Ibsen, y, más allá, se divisan los cuerpos macizos de O'Neill, lonesco, Miller, Pirandello, Cuzzani y Cossa. Encantados, dramaturgos míos, bienvenidos a esta farsa, yo soy Samantha, de Quilmes, personaje literario de la realidad, bautizada y expoliada así por un canalla del sur, un indiferente gardelito que me cegó de amor, y me cagó, me abandonó, y como soy una quilmeña inquieta y culta entiendo la situación, el abandono, el desprecio, las humillaciones, pero no las puedo aceptar, a ver si me entienden. Soy irracional, chicos. Y los canguritos de teatro entonces analizaban, se compenetraban, Angélica siempre cerca de un machito decía pobre, está jodida, hay que comprenderla. Agüero Rivarola, el hombre de tablas, también cerca siempre de algún machito, decía ese mancebo le hizo un daño enorme, es una mala persona. Paulatinamente, Samantha había enriquecido su vocabulario. Ya hablaba de jugar una escena, de si esa escena te la creo o no te la creo, decía el escaso poder de convicción de Luis Brandoni, a menudo mencionaba las palabras propuestas, clave, respuesta, contenido, desarrollo; decía la pieza se cae, asistimos inexorablemente a un desmoronamiento; decía inconsistencia argumental; decía carencia de contenido lo cual otorga a la pieza un contenido inconcebiblemente reaccionario; decía Federico Luppi trabaja siempre de Federico Luppi, o decía Alfredo Alcón tiene que olvidarse, de una vez por todas, al subir a un escenario, de que es Alfredo Alcón. –Son mejores, te tenés que acostumbrar, los probas y ya no querés cambiarlos más –dice Samantha–. Ellos esperan que aparezca el hombrecito blanco del semáforo, son hombres correctos, generacionales, que ya respetan hasta las leyes del tránsito. Cualquiera que los vea de lejos, puede creer que son normales, que ninguno de los dos está reventado. –No, déjame, nunca pude pasar los negros, a mí déjame con mis jockey club –dice Rodolfo. Decía cuestionarse profundamente la actividad teatral, se preguntaba ¿el teatro para qué?, ¿para quiénes?; decía en este momento para América Latina es prioritario un teatro de emergencia, coyuntural; decía a veces me pregunto ¿qué respuestas pretendo encontrar en el teatro? En cambio Angélica, acaso más esclarecida, más pragmática, decía no debe interesamos,

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Carmen, que el teatro no nos dé ninguna respuesta, debemos darle nosotros respuestas al teatro, vivirlo en plenitud, gozar internamente con la entrega a esta profesión, a este vicio, este arte tan sui generis. Sin embargo Carmen afirmaba que la prioridad número uno de los actores, en esta etapa crucial para América Latina, era la de llevar el teatro hacia los postergados, los innombrables, la pobre gente pobre que siente más que nadie el peso injusto de esta sociedad; decía el teatro ¿como medio o como fin?, afirmaba que la fama es un superado valor burgués. Mientras tanto las muchachas hacían pequeños bolos, para producciones burguesas. Por ejemplo Samantha interpretó el rol de una sirvienta, apareció de espaldas llevando una bandeja, retirando platos de una mesa, en un teleteatro de Albertito Migré. Juntas, también, se responsabilizaron del rol de antorchas, una al lado de la otra, al lado de cientos de esclarecidos, para la película Argentinísima, Samantha y Angélica eran dos de las setecientas antorchas que debían levantarse, desafiantes, al cielo, mientras, en la noche del campo, cantaba Horacio Guaraní, Cuando ya nadie te nombre, a los alaridos limpios. –Es que los comienzos, Carmen, son muy ripiosos, sobre todo en esta sociedad burguesa. Los productores optan por Soledad Silveyra, Thelma Biral, Leonor Benedetto, ellos no quieren riesgos, entendés, decía Angélica, que siempre sabía encontrar palabras de aliento. Las contradicciones del sistema y de nuestra actividad específica, Carmen, los intereses en juego que predominan son los comerciales, y de ahí la carencia de oportunidades, castrarte antes de probarte... en fin, el reinado de una publicidad alienante que induce al éxito individual, una ideología machacadora, brutal, que por conveniencia exalta la puerilidad, ¿te das cuenta? –Es que una se petrifica, Angélica, permanece impotente ante la imposible capacidad de opción, no sé si me explico. Ay, estar jodidas, caídas. Samantha ya no trabajaba de maestra, estaba hastiada de suplencias, y de que, en tantos años, no la condecoraran con un nombramiento. Ahora era empleada de La Casa del Fotógrafo, pero tampoco soportaba esa grisitud, esa medianía le ocupaba el tiempo, y la cabeza, si ni podía concentrarse en el estudio de las letras, y llegaba molida a las reuniones con Agüero Rivarola, hombre de tablas. –No doy más, Angélica, el trabajo es aniquilador, de por sí. Tampoco residía ya en Quilmes, era muy cansador el viaje, iba entonces sólo los fines de semana, a comer de todo. Ahora compartía el departamento de un ambiente con Angélica, cargadora siempre de baterías, sedienta y dulce, compinche en las depresiones habituales. Además, iniciaron un curso gratuito de periodismo, a cargo de Tonito Rodríguez Villar, en la Asociación Parapsicológica Argentina. Salían lo más posible de campamentos, a guitarrear y desintoxicarse. Para cruzar la 9 de Julio, Samantha intenta tomarlo del brazo. Sin embargo él no trata de zafarse; prefiere, eso sí, con una gentileza inédita, tomarla de la mano. El hombrecito blanco está por aparecer. Y Samantha hizo por las suyas terapia grupal, durante un lapso breve, debió abandonar porque no tenía guita pero le pareció una experiencia apasionante. Quemó algún pucho irrisorio, siempre y cuando estuviera, eso sí, muy bien acompañada, junto a gente linda. Tuvo una desastrosa, olvidable experiencia en un proyecto de vida comunitaria; mantuvo ciertos contactos con un grupo denominado el Poder Joven, y junto a Angélica y un sparring, un tal William, viajaron a Mendoza, conversaron con un tal Silo, un profeta vendedor de aceitunas que sabía monologar desde la cima de cierta montaña. Claro que se acostó de vez en cuando, pero ¡ay qué masocas somos las mujeres, Angélica! Dio una serie de conciertos, relató su gran dolor a quien se pusiera a su alcance, y tuviera tiempo, y paciencia, para aguantarla. Contó su decepción, diseminó su tristeza por montañas, cuestas, bulines sórdidos; justificó sus, después de todo, comprensibles deseos de voltearse y chuparse a la totalidad del sexo masculino, sin distinción de credos, razas ni ideologías, mintiendo y mintiéndose que adoraba a un solo hombre, un pérfido, su John Rodolfo Zalim. Ningún otro, entonces, representaba un pequeño suspiro en su existencia lírica, y por eso lo buscaba por bares, raras reuniones, preguntaba policialmente adonde paraba, preguntaba a sus conocidos, amigos, los utilizaba de sparrings. Adonde, decime,

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con quién, preguntaba también si se había casado, o juntado, si la recordaría, si todavía la quería (como si alguna vez la hubiera querido, mitómana de porquería, histérica del demonio que arruinó gran parte de mi juventud, jorobándome durante varios años. Una tarde, me acuerdo, yo caminaba con una adolescente por la Plaza Constitución, y me la vengo a encontrar a la loca ésta. Se me largó a llorar diciéndome que me quería, insultó a la niña, la catalogó de puta, y yo soy un flojo del sur que nunca tuvo agallas para pegarle a una flaca, como merecía. Entonces la adolescente, recientemente convencida, indignada, rebajada, se me fue. Cuando estaba a unos metros, la flaca reventada me abrazó, siguió llorando, pidiéndome perdón por adorarme, diciéndome soy tu esclava, mientras algunos negros miraban y mi papelón fue cinematográfico, y mi pérdida, la adolescente, irreparable). Samantha fue una mujer imposible de admitir, enviaba cartas desgarradoras a mi casa de Villa Dominico, comunicándome por ejemplo que se suicidaría. Maldije reiteradamente el haberla conocido, maldije los carnavales, al sur, la sensualidad de los conciertos, mi manía de mentir con tanta idoneidad, como si dijese las más grandes verdades de hierro. De caradura, en mi ausencia, se presentó en mi casa como mi novia, se conquistó con besos, sonrisas y llantos, a mi madre y a mi abuela, les llevaba regalitos, flores robadas en los jardines de Quilmes, bombones, poemas de su repertorio, carita de santa. Además de las cartas desgarradoras, a mí también me enviaba poemas deplorables, o acrósticos; o dibujaba besos con sus labios pintados en un papel blanco, y me los enviaba con la única inscripción: te quiero. Yo me quería cortar con un serrucho, con cualquier cosa oxidada. Una tarde nublada, cuando mi madre me dijo con tristeza que esa chica Samantha era muy dulce, pensé seriamente en la posibilidad de matarla, de denunciarla a la policía aunque sea. –¿Por qué, Angélica? ¿Por qué nosotras las mujeres queremos tanto?, decime. –Para masoquearnos, Carmen, le respondía Angélica. Es que históricamente está demostrado, siempre las mujeres fuimos así, masocas. A vos te obsesiona tanto Rodolfo porque te hace sufrir, porque sentís que jamás lo tendrás al alcance de tu mano. De manera que ahora cruzan tomados de la mano, igual que aquella primera vez, cuando querían robar flores de los jardines quilmeños, y cuando la prometedora brisa del río los llamaba, ¿oís?, hacía años (y etapas, claro). Ah, era un oasis conversar con Angélica, escucharla, siempre tan amiga, miel para sus labios y caricias, un pecho fiel donde apoyarse sinceramente, una amiga dispuesta a ayudarla, a jugarse. Porque se le ofreció a hacerle un gran favor, hablarle a Rodolfo claramente y sin ningún tapujo. –Decirle cuánto lo querés, pedirle que no juegue con vos. Ubicarlo, Carmen, decirle realmente cuanto se pierde, y que nunca nadie lo querrá como vos –afirmó la coqueluche, conmovida, decidida. La tarde en que Rodolfo y Angélica se citaron para conversar largo concluyó, como era previsible, con una latente encamada. Una cuestión de calentura y de piel. –Se dio, y cuando las cosas naturalmente se dan, se dan. Sentí, al verte, que debía amarte, Rudolf... pero decime... ¿de veras no te jode que tenga orgasmo clitoriano? –No, tontita, qué me va a joder. –Seguro, ¿no? –Pero sí, quédate tranquila, es lo mismo. Un par de polvos sin la menor importancia, con ostensible dediclit, en un hotel opaco y frío, el Fantasio, cerca del Mercado Spinetto. –Fui a cualquier cantidad de ginecólogos, sabes. No sé qué hacer, es una cruz, yo sé que a los tipos no les gusta, que huyen cuando una tiene un problema de estos ... –Eso le pasa a los tontos, a mí no, si lo importante es que goce yo, y no vos. –Animal, sos divino... pero por favor, nunca se lo digas a Carmen, Rudolf–le decía Angélica, mientras apoyaba su pie de bolsillo en el pecho muy peludo de él–. Carmen no tiene que saberlo nunca, eh, prométeme.

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–Nunca, coqueluche –le decía Rodolfo, empujándole suavemente la cabeza con la punta de su índice, para que se instalara en el exacto centro de su cuerpo, donde impera, despóticamente, el psicoanalizador–. Nunca –y seguía instándola, suponiendo que era una especialista, como toda enferma del clitoriano–, nunca, te lo prometo... Entonces, señoras y señores, llegamos al obelisco. Rodeado por canteros, aire fresco, jubilados, mamitas que respiran e hijitos que corren, con parejitas que se besuquean y, probablemente, son felices. He aquí el inacabable desfile de porteños en banda, solemnes o compadrones, discepolianos. En principio se sientan, miran hacia el palo absurdo, hacia las propagandas luminosas que amenazan desde los edificios. He aquí el Buenos Aires de tarjeta postal. De inmediato, Rodolfo opta por acostarse en el césped; sin embargo ella no lo imita, apenas se sienta, se estira, arranca un pastito, se lo pone en la boca, sonríe. –¿Cómo es? –¿Quién? –El tipo, háblame de él.

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Dice Samantha: –Es un tipo formidable, no existe otro igual. Sin embargo, supuse que podía sacármela de encima, cuando se agarró una calentura increíble con cierto dirigente estudiantil, que tenía barba, impecable destreza para las asambleas, un aspecto viril y vital, y un coraje certificado. Ya lo mataron, claro. –¿También anda en banda?, ¿viene mal? Se llamaba Esteban, y venía muy bien. Copaba, armaba, rompía y levantaba cursos, había estado preso tres veces y el estudiantado femenino intacto le andaba atrás, aunque era muy dificultoso conquistarlo, quitarlo de un tema que escapara de los márgenes de la revolución. Un tipo de oratoria destellante, que hablaba como si dijera la verdad, con una envidiable claridad política, y expositiva, con una estampa que hacía suspirar a muchas envaqueradas que perseguían raudamente sus destinos. Carisma innegable, erudición transformadora, Samantha pensaba, por suerte, nada más que en él. –No seas verdugo, ¿cómo te parece que pueda venir bien?, viene como todos –dice Samantha. Y sobre todo el machazo Esteban era alto, figura esbelta, un estilizado, era rubio y de ojos azules. Ese mino está un kilo, decía Angélica, yo con ese me dejo llevar hasta a la Legión Extranjera. –Ay, Angélica, sos terrible –decía Carmen. –Te equivocas, no soy terrible, soy puta –decía Angélica, y Carmen reía. –¿A qué se dedica? –pregunta Rodolfo. –Es abogado. A instancias de Esteban fue entonces cuando Samantha comenzó a activar en el Frente de Agrupaciones Universitarias de Izquierda, conocido en la facultad como el faudi. –Ah, entonces tiene que estar tan reventado como nosotros. Por fortuna, en aquellos días politizados, Samantha pensaba muy poco y nada en mi amor pequeño burgués. Cierta noche de viernes insistió en encontrarme, nada más que para agredirme y comunicarme que estaba espantosamente enamorada del heroico dirigente estudiantil. Y para pedirme que la aconsejara porque, a pesar de mi hijoputismo, yo era una parte fundamental de su vida. Es que claro, entiéndanlo, el sol de Stanislavsky ya había asomado para mí también, se me había quedado y lo llevaba entonces en la piel, en las palabras. Por eso quizá le aconsejé que sí. que obedeciera los dictados de sus obsesiones, que nunca renunciara a las apetencias de su corazón, y estupideces por el estilo. Si total, si se me antojaba, yo podía ponerme en serio y hablar a lo Stanislavsky; le dije querida, no temas equivocarte, en la vida estamos para equivocarnos, cuando un tipo no teme a las equivocaciones recién es poderoso, la experiencia es la suma de los errores cometidos, viví cada momento –supongo que habré dicho esa gastada palabra– intensamente, porque nada vale más en la vida que jugarse por un amor, signo absoluto de vitalidad, por eso no temas las preocupaciones, las vigilias, los terribles miedos, ni a las cárceles más sórdidas. Recuerdo que se había hecho muy tarde, hablábamos como grandes amigos, me escuchaba y por eso entonces yo estaba lleno de máquina, puedo asegurar que hasta la apreciaba, que como mujer ajena me caía muy bien, podría ser mi mejor amiga. Comimos pizza en Banchero, reímos, evocamos nuestra historia como si fuera interesante, me habló pestes del partido comunista prosoviético y revisionista, y hasta me dijo que tenía ganas de presentarme a Esteban, traidor a la clase.

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–Sí, no te lo niego, está reventado, pero así y todo vale la pena toparse con él, me gustaría que lo conocieras –dice Samantha. Y aquella noche revisionista tomamos bastante vino de la casa. Después nos fuimos a dormir al Dallas, y habrá ocurrido algún polvo con amistad y ternura, con seguridad indigno de entrar en ninguna estadística. Rodolfo se toma la cabeza, jodón, para decir: –¡Un abogado!, conocer a un abogado, qué mal habré hecho para que, a esta altura de mi vida, me digan que me quieren presentar a un abogado. Ocurre –y Samantha lo sabe– que Rodolfo siempre mantuvo litigios con la abogacía, y tal vez hasta odia esa circunspecta profesión. Es que su padre, don Abdel Zalim, se hacía llamar doctor, todo Avellaneda lo creía un auténtico abogado. Y el pibe, zalimchico, creció en esa agobiante atmósfera de expedientes, viajes rutinarios a La Plata, escritorios y portafolios de abogados. Y porque su destino tendría que haber sido ese, una oficina y la chapa dorada en la puerta, doctor Rodolfo Zalim, abogado, el gran sueño de su padre, pero por suerte no terminó así. Y cuando sus padres se separaron, lo primero que hizo el pibe fue cambiar de carrera, es decir, abandonar la facultad de derecho para ponerse a vender retratos, a cambiar entonces la frialdad de las leyes por la locura de la calle, los exámenes por los secretos de las puertas. Y ridiculizar esa profesión fue, después, ya una costumbre, tal vez porque era la mejor manera de vengarse, de ridiculizar tiernamente a su novelístico padre, de quien mejor no hablar porque ya se le dedicó una novela, Don Abdel Zalim, editada por Corregidor, en 1972 y obstaculizada con puntualidad por la Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires, en 1978. –Pero no te persigas mucho, mira que no parece un abogado –dice Samantha–. Su profesión lo jodió bastante, pero eso ya lo superó, porque... Sin embargo Rodolfo no la deja hablar, dice que de la abogacía un abogado no podrá librarse nunca, es como yerba mala el derecho, fíjate, si un abogado en bluyin parece un disfrazado. ¿Y los abogados poetas? Dios mío, son inaguantables, hacen una poesía correcta, legal. Te aseguro que si yo no quiero ir al mar en enero es porque está la playa repleta de abogados paleteando, implorando mansamente vivir, desagotando once meses de exhortos, corbatas, saludos falsos. –Adrián no tiene nada que ver con esos abogados, no digas boludeces –dice Samantha, furiosa, pero Rodolfo no la escucha. –Los veo por la playa en shorts y me parece verlos con trajes oscuros, los veo arrojarse al mar desde las escolleras y me parece que se tiran con expedientes y corbatas, me parece que se les caen los portafolios al agua, veo hojas selladas sobre las olas, veo pelos de bigotes, sillones oscuros de oficinas, pisapapeles, legalidades que nada tienen que ver con el mar. Entonces, una rememoración revisionista era preferible a bancármela sin respiro, de manera que me alegré por su flamante metejón con el pobre víctima de Esteban, ya violentamente acribillado, arrojado desde un auto en movimiento por el Tigre, una mañana con mucho sol. Creí que en el futuro seríamos con Samantha apenas grandes amigos, o, por lo menos, simples conocidos que pueden, o no, subir a una cama a ensayar amor, sin mayores compromisos, libres, jodidos. Tenía derecho a creerlo, si ya no me perseguía, ni pensaba en mí. –Entonces, ¿por qué no te vas al mar en febrero? –dice Samantha, siguiéndole ya la corriente. –Porque es peor, si están los psicoanalistas, que son peores, pero más entretenidos. Y las psicoanalistas, no se puede negar, son mucho más interesantes que las abogadas, que pobrecitas son deprimentes. Pero las psicoanalistas son hermosas, bien putas, con ellas hay que mostrarse salvaje, gozan como perras, están más reventadas, entendés. –Qué velocidad que tenés, Rodolfo. Estás bien mal, bien rayado –dice Samantha, los ojos muy grandes, brillosos como las propagandas. –Decime ahora que no. Los abogados y los psicoanalistas deberían dejarse de joder y ponerse de acuerdo, cosa de veranear el mismo mes, que tendría que ser marzo. No puede ser que se

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repartan el verano con tanta impunidad, que dejen tranquila a la gente de trabajo, a los plomeros, comerciantes, novelistas. Y seguro que mucho menos pensó en mí cuando, a instancias de Esteban, Samantha comenzó a participar de manifestaciones, volanteadas, asambleas. Ya no cursaba de verdad ninguna materia, la política universitaria era el centro de su vida, pero al tiempo, eso, no le importaba un pepino, él seguía pasando igual, rápidamente. –Che, Rodolfo, ¿cómo haces? –pregunta Samantha, pastito en la boca. –¿Para qué? –suspendiendo su loco razonamiento del verano Rodolfo, su delirio con los abogados y psicoanalistas. Sabe, eso sí, que ella le dirá: para tomarte la vida así, a la chacota, para joder siempre. Y estoy absolutamente convencido que se olvidó de mí cuando Esteban, en un café semiclandestino, universitario y apartado de Urquiza, cerca de Independencia, le propuso que ingresara al verdadero partido de la clase obrera, al Partido Comunista Revolucionario. –Para tomarte la vida así –dice ella–. ¿Todo es motivo de joda para vos?, ¿tan mal venís?, ¿tan fuerte te pateó la realidad? Ahora sí que te creo que estás destrozado. Y nos reímos, los dos, como locos.

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Debido al ingreso de Samantha al Partido Comunista Revolucionario de la Argentina, llegó la hora de tributarle una bienvenida al irreparable Carlos Marx. Permita, entonces, don Carlos, una recepción nada protocolar, semejante, apenas, a las ofrecidas en su oportunidad, por ejemplo, al hombre dueño del más grande sol, don Stanislavsky, o a Federico Luppi, al Che, a Silo, Borges, Paula Aranguren, Eduardo Oliveros o José María Agüero Rivarola, hombre de tablas. Entonces, como Samantha se dio aguda máquina de marxista y masoísta, debe tributársele también una bienvenida a don Mao Tse Tung, el conductor y poeta de masas, como lo definía. Maoísta, amarilla, abnegada, Samantha desconocía la táctica adecuada a emplear para conquistarse al motivo de su repentina militancia, Esteban, el dirigente estudiantil ya, por supuesto, olvidado. Por su grave afán de seducción, ella se convirtió en una de las puntales enemigas teóricas de un tal Confucio, y en una crítica obsecuente de lo que, lineamientos de su congregación, denominaban el socialfascismo soviético, consecuencia de una política desviacionista, socialimperialista y esas cosas. Reivindicaba, sobre todo, a José Stalin, a quien también es hora de recibirlo, y rescatarlo, aprovechando, ya que estamos, para condenar severamente al campesino bruto, Nikita Kruschev. En una palabra que sean bienvenidos todos sobre todo los que pudiesen alejarme del obsesivo pensamiento de la flaca, pero, por qué negarlo, yo he sido un individuo que jamás ha tenido suerte políticamente hablando, y no insinúo esto sólo porque, a esta altura de mi obra, no haya podido aún ligar ningún viajecito. Lo digo mejor, porque Esteban, el inclaudicable, tal vez viéndosela venir, con activa inteligencia no accedía a los requerimientos vaginales –y de pareja– de la quilmeña concientizada, que pretendía seducirlo como fuera. Maldecía a menudo el reaccionarismo de Confucio, se cagaba en Breznev, veía a un menche, es decir a un efímero o eterno militante de la Federación Juvenil Comunista (revisionistas y prosoviéticos), y escupía en el piso, con el loable propósito de hacer méritos frente a su escurridizo Esteban. Vehemente, luchaba por la conquista del camino hacia la revolución cultural que la llevara a quedarse sola con él, y excitarlo, arrastrarlo, antes que a la cama, a una situación límite. O violarlo, decía Angélica, siempre verbalmente puta. O aunque sea agarrarlo entre las dos. Carmen, lo atamos, lo desabrochamos, y le tiramos de la goma, lo exprimimos hasta la última gotita. Loca, sos simpática pero una negrita loca, le decía Samantha, mientras reía. En una palabra, una negrita refatal. Liberada, decía Angélica. Liberada desde el punto de vista que entiendas, les decía, también, a los conflictuados estudiantes, a los taxistas, a cualquier conocido, y alguno, tal vez, se la bancaba. Sin embargo, como portaba exclusivamente orgasmos clitorianos, los hombres, según ella, disparaban pronto. Ay, Angélica, Esteban me tiene mal. Debe tener problemas para relacionarse, es que está íntegramente absorbido por la militancia, no le preocupa mi amor, ni el amor de nadie, está entregado, a lo mejor ni se da cuenta que estoy tan metida, que lo adoro ... pero te juro que si llegamos a formar una pareja, lo aceptaré como sea, viviremos juntos para y por la revolución. Y Angélica fingía comprenderla, se esforzaba, un macerado Stanislavsky y se comunicaban, compartían "cosas", y lo que es trascendental, transcurría el tiempo. Se deprimían, contaban sus dolores, hablaban de optar, de opciones, de la probable absorción de la militancia, en pos de un mundo más equitativo, mejor, a pesar de la segura anulación personal, de cierto peligroso vacío, la pulverización frecuente de la vida privada. Ah, menos mal que el mundo del futuro, el mundo proletario, será nuestro, porque el podrido mundo burgués se cae. Inexorablemente se cae, de eso, Carmen, no tengamos dudas. Se entendían, es cieno, culpaban de cualquier dolencia estomacal al sistema, mencionaban con énfasis a la clase obrera, se embelesaban al pronunciar las palabras pueblo, masa, insurrección. Como el precavido maoísta no acusó recibo de sus intenciones amatorias, no tuve otra alternativa que bancármela yo. Porque la reventada se me apareció a las ocho de la mañana, en mi casa de Dominico, a contarme sus desventuras y complicaciones. Yo estaba desayunando, aunque por entonces decía "tomar la leche". Pronto tenía que salir disparando a cazar canguros, si andaba mal, era un jueves de una semana renga, porque me había llovido el lunes y el martes,

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y por el barro, el miércoles, no había podido entrar en la zona. La bonachona de Francia, mi madre, le sirvió café, y, provista de su amabilidad barrial, mientras pasaba un punto flojo, le sonreía o preguntaba. Y Samantha podía, entonces, batir cualquier récord internacional de conversación. Cuando mi madre salió a atender un timbrazo, la flaca me dijo que tenía muchas ganas de verme, que no podía dejar pasar un día más, tenía extrema necesidad de escuchar mi voz, y porque verme, en definitiva, daba alegría. –Te agradezco, es un honor, flaca, pero tengo que irme a laburar. –Déjame acompañarte, ¿sí? Entonces me acompañó a golpear ranchos de una villa inmensa que aún se llama Villa Lapi. Fuimos con el Citroen, tomé por Agüero, Cadorna, el abominable Camino General Belgrano, mientras ella se cargaba de alegría, vomitándome sus análisis que yo, por supuesto, no escuchaba, despertándome a veces con sus preguntas directas, como por ejemplo: ¿Y cómo te parece que haga? O si no: Decime, dale, ¿qué hago? Amparado en mi escepticismo proverbial, a lo mejor le respondía: No te hagas problemas, eso, en el fondo, no tiene la menor importancia. Me hablaba por ejemplo de la incomunicación, y yo quizá le decía: Che, ¿y si lo solucionas poniéndote un teléfono? Ella entonces me decía que yo era un animal incurable, un monstruo; no obstante, vaya a saberse por qué misterios, yo le daba alegría, cargaba su voltaje, le inyectaba optimismo –dialécticamente hablando, Angélica, entendeme–, si mi conducta, entonces, era el climax de la indiferencia, si total estaba cubierto, tenía el olor de Lita impregnado en todo mi cuerpo, y los prioritarios deseos que mantenía tenían que ver, ante todo, con su remolonería, con su recuerdo. La mirada de Lita después del amor, las bellas peleas, los combates cómicos después del amor, provocados por nuestra pereza monumental que nos impedía salir de la cama, a preparar, aunque sea, un café. Ambos pretendíamos que se levantara el otro, pero, al mismo tiempo, permanecer abrazados; mi pie merodeando por su colita, los cuerpos tibios, mimos, olor a amor. Sin embargo, mientras le decía a Samantha que no se hiciera ningún problema porque, en definitiva, todo importa un pepino, la recordaba igual, a Lita perezosa y con eternos pucheritos, ese culito de utilería, esos pechos para jugar al ping pong. Por su parte, Samantha, que me contó enterita su pasión por el militante ya muerto, se había puesto una máscara de amiga. –Te quiero, Rodolfo, como a un hermano. Medio Stanislavsky, seguí su juego escénico, si total ya había llegado a la zona de caza menor. Entré por Los Andes, dejé el Citroen debajo de un árbol desperdiciado, le di dos monedas a un negrito para que me lo cuidara. Como sobraban los negritos que pretendían cuidármelo, entregué cuatro o cinco moneditas más. –Hace tiempo que quería saber cómo era tu trabajo. Y por supuesto que a mí me pareció formidable, si en realidad decidí utilizarla como argumento, sobre todo porque, con su sweater rojo, estaba espectacular, y con un jean descolorido qué manifestaba la existencia de un culo de primera, circular, levantadito. Para entrar en calor, controlándome, golpeé un par de ranchos. Cuando mi copiloto, amiga y revolucionaria, sintió el olor que salía de los ranchos, comprobé que comenzaba a retroceder, a achicarse. –Dale, socialismo. Pueblo y clase obrera, postergados y esperanzas –le dije–. Sentí bien hondo el olor de tu pueblo, aspira. Se trataba de un sorprendente olor a mierda, espesa y estacionada, que no provenía, empero, del interior de los ranchos. El olor era permanente, era un desafío, acaso debido a los improvisados y rústicos pozos ciegos que desbordaban, y a la combinación con desechos legendarios, basuras, zanjas verdes y grumosas. –El aroma del pueblo se siente, viste. A desalambrar, a desalambrar–canté, a lo Viglietti. Tocada, tal vez, en lo más profundo de su firmeza militante, la flaca siguió. Yo ocultaba ciertas secretas ganas de cansarla, hacerla transpirar de puro verdugo, pero, no sé por qué, el trabajo le pareció "fascinante". –Es una experiencia sociológica que me apasiona –dijo. Me detuve. En medio del rancherío, protegidos por un manto de olor, le advertí:

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–Flaquita querida, aquí por favor no te me pongas inteligente. Si te querés quedar, mirame, callate la boca, y, si querés, agárrame del brazo. Cuando yo vengo a cazar canguros la injusticia no existe, la cultura tampoco, ¿entendiste? La copiloto, lo noté, se desconcertó. En voz más baja, seguí. –Los libros aquí no sirven para nada. El mundo aquí es, para mí, nada más que ese negro boludo que voy a saludar ahora, ves. Y alzando su tono de voz, dirigiéndose a un morocho que lo miraba, descalzo, en cueros, mientras tomaba mate, Rodolfo le preguntó: –¿Qué es de su flor de vida, amigazo? –Aquí andamos –dijo el morocho. –Ahora pasaré especialmente a saludarlo –casi gritó–. Después que arregle una cuestión de pautas existenciales con esta señorita, sabe. Muy seria, como furiosa, Samantha lo miraba al verdugo. El, bajando otra vez el tono, le anticipó: –Estás a tiempo de irte. Pero si te quedas, después, a la vuelta, en el coche, con el día ganado, lo discutimos con las pautas y los parámetros que se te antojen. Pero ahora ojito, ninguna reflexión porque tengo que cazar. Y, si no te gusta, ahí en el camino tenés colectivos, el Halcón te devuelve a la civilización. Sin embargo se quedó, y fue, para Rodolfo, una ladera eficaz. Acariciaba a los negritos, besaba esporádicos matambres limpios, daba y recibía manos, mientras seguía el juego del vendedor. Ponía rostro de enamorada ingenua, cuando él contaba a cierta cangura que trabajaban juntos porque no podían estar el uno sin el otro, ni un momento, el amor existe, y porque juntaban platita para casarse. A los canguros siempre le gustó ese tipo de confidencias, por eso Radiolandia, Teveguía, Gente, se venden tanto. Samantha era intuitivamente entradora, las mujeres se maravillaban ante el desfile de su ternura, exclamaba ¡Ay qué muñeco!, cuando le mostraban fotografías rígidas de los matambritos. Entonces, el repentino argumento – Samantha– me era rendidor, de manera que, apenas me recibían en un rancho, empezaba: –Patrona, vengo a molestarla un cachito, a decirle en primer lugar que estoy enamorado, le presento a mi futura esposa. Sabe, esta desconfiada me vigila, porque no me cree que vengo a trabajar, se piensa que yo me voy a vagar, por ahí. Míreme, ¿tengo cara de vago? Pavadas frescas, que cumplían el propósito de hacer reír a los dóciles canguros, que se creían mi futuro matrimonio. ¿Y por qué no habrían de creerlo? ¿Qué razones tendrían ellos para pensar que, cada tipo que se acerca, es para mentir, para jodernos? Aquella mañana vendí gloriosamente, utilizaba la presencia de la flaca, su inexplotada pericia, su autenticidad para besar matambritos, limpios, eso sí. Utilizaba su culo helénico, que incentivaba a algún canguro con veleidades de Don Juan, la usaba. Si toda la gente está para usarla, y cuando no funciona más, cambiarla, igual que los preservativos, o los vasos y agujas descartables, a la gente hay que usarla y tirarla, porque aquí en la jungla los individuos son meros objetos. Mi insistente argumento matrimonial despertó, en apariencia, algún cable dormido de Samantha. Ocurrió que, de pronto, ella se embaló demasiado con el verso ese del matrimonio. La culpa fue de mi falsa convicción, de mi facilidad para emitir disparates como si fueran verdades absolutas. Siete ventas me bajé esa mañana, cubrí los gastos de una semana entera, y casi estuve a punto de implorarle a Samantha que me acompañara siempre, porque, si yo le daba alegría, ella, aparte, me traía suerte. En la última venta se hizo amiga de dos cálidos mocosos, que aguardaban la irrupción del tercer matambre. Él era vagamente parecido a Palito Ortega, y ella estaba, en realidad, para arrojarla a la zanja grumosa, y ahogarla. Conservaba aún cierto aspecto de mocosa, pero ya tenía un cuerpo como de suegra, y eso no era sólo debido a su desprolijo embarazo. Les encajé un retrato de matrimonio, mientras Samantha conversaba con la arruinadita, que con espontaneidad santiagueña le contaba cuánto hacía que estaban juntos, y que se habían conocido, poéticamente, en la canilla pública. Sin mencionar las elevadas palabras pautas, ni parámetros, ni esquemas, Samantha atendía la atractiva historia mientras yo llenaba el talonario. –Ay, ¿oíste mi amor? –me preguntaba la flaca–. Ella hacía la cola de la canilla, y él se le

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ponía atrás, con un tacho agujereado, de dulce de batata. Y su marido, el Palito Escobar, sonreía, y la mocosita anciana se ponía colorada, mientras yo les decía: –Los felicito, mis amigos, ojalá siempre se lleven así, porque lo más sagrado en la vida es el amor, el afecto, y la vida de un matrimonio debe vivirse así, ustedes tendrán una eterna luna de miel, créanme que los envidio. –Es verdad, yo también los envidio –dijo la flaca, toda compungida, emocionada también por mi sanata. Les di la mano a los mocosos, me agarré a la flaca, y los dejé con la hojita del talonario en la mano, bajo el manto despreciable de olor.

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–Ojalá pudiera tomarme la vida así, como vos, que hasta lo más trágico te lo tomas en joda – dice Samantha, cuando detienen la risa; ella tiene un granito de tabaco en la boca, lo escupe–. Es como si no te rozara nada, Rodolfo, podes engañar a cualquiera, esa capacidad te la envidio. Son pocos los que comprenderán que estás hecho moco, nadie va a creerte que estás destrozado. Rodolfo no quiere escucharla, para qué. Prefiere cerrar los ojos, aspirar el aire indigno, tónico, grato menjunje de smog y de pasto. Acostado, en el césped, abre los ojos y contempla un cielo turístico, estrellado. Y también contempla los carteles luminosas, incitantes, que recuerdan que no somos apacibles, que certifican que esto, sin grupos, es una ciudad, una tragona insaciable, una máquina de picar carne, de picar generaciones. Prefiere, también, el sendero de la ironía. –Un abogado, por favor. Me lo imagino al reventado, no los veo muy bien. –Mira quién habla –dice Samantha. –Lo mío es secundario, mi única misión es inmortalizar la existencia del abogado. Escribir una novela río, de setecientas páginas, de aliento largo como las de Verbitsky, Vida, pasión y raje de un hombre de leyes, un Perry Masón de por aquí nomás. –No seas tan podrido, no tenés ningún derecho, por qué regodearse así... Sin embargo, y la flaca lo sabe, las recriminaciones son inútiles, si él no escucha, él con los ojos cerrados y acaso en voz alta imagina al abogado aventurero, hastiado, que disparará con Samantha, hacia la salvación, a "buscar su destino". A empezar de nuevo con media vida ya gastada, con un capital invalorable en decepciones, fracasos, falsedades. Dentro de todo, el abogado debe ser un héroe, piensa Rodolfo. De veras, hay que tener coraje, en el fondo, para resignarse, para bajar los brazos, enredarse con cualquier flaca y disparar. No, cualquiera no puede hacerlo, hay que tener un coraje extremo para asumir la propia mediocridad, decir estoy vencido, ya no aguanto, rajo. –Probablemente el opaco debe odiar a las corbatas. Debe tener ganas, muchísimas, por ejemplo debe tener ganas de sentirse pleno, eso es, a gusto, ubicarse. ¿O no? –No tiene nada de particular eso –dice Samantha–, todos queremos sentirnos a gusto, plenos, yo, vos... –Y ocurre que el pobre angelito de Dios ve la vida color de escritorio. Y debe tener unas ganas locas de dejarse crecer una barba larga, por lo menos hasta aquí. –Y se toca su bulto Rodolfo al repetir: hasta aquí. Y ríe, sin convicción mayor, claro. –Che, no tenés ningún derecho para andar burlándote así... –Shshshsh –y le pone la mano en la boca Rodolfo, tapándosela, metiéndole un pastito fresco adentro. Ella trata de mordérsela, pero no puede; sí puede, en cambio, escupir el pastito–. Shshshsh, Adriancito el abogado debe decir a cada rato las palabras vivir intensamente. Debe tener, a lo sumo, treinta y tres años, la edad de Cristo. Debe tener muchas ganas de escribir, o pintar, o hacer cine. Adriancito pobre debe estar separado, eso seguro, debe tener dos hijos, o por lo menos uno, se trató de un polvito descuidado, autónomo, travesuras de espermatozoides que no quisieron ahogarse en el bidet, que esquivaron cálculos y diafragmas. Ahora le saca la mano. –Sos un boludo –está muy seria Samantha–, no entiendo por... –Adriancito debe haber quedado muy jodido después de la separación, y su mujer, es claro, también, pobre. Es que no había nada que hacerle, la relación iba desgastándose, y ellos, impotentes, miraban cómo se derrumbaba. Fueron entonces al pedo las terapias de pareja –y hace una pausa, para pitar, gozar aunque sea del cigarrillo, de su mordacidad–. Es que se había abierto una grieta profunda entre los dos, no eran compatibles las propuestas. Y desconcertados, descontrolados, se agredían, el polvito descuidado los hacía sentir culpables, los enloquecía, sobrellevaban una relación muy histérica, ya no sabían cómo fingir delante del pobre desgraciadito, que crecía triste, pálido. Hasta que decidieron separarse, no había otro remedio. Y ahora, el polvo descuidado está durante la semana con la madre, que quiere renovarse de prepo, se hace la mocosa, se pone de novia. Y los fines de semana, sábados a la tarde y domingos, el polvito descuidado va a pasear con el padre, se banca la calesita, unos dulces muy amargos, lo quieren conformar con golosinas. Y tiene, todavía, que comprenderlos, no es nada fácil ser un

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polvo descuidado, no, menos mal que hay muchos, serán los que dirijan el país dentro de algunas décadas.

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–Pobre gente, como viven, ellos sí que tienen problemas, si comparamos, los nuestros no existen –dijo Samantha, en el Citroen, por la vuelta. Se me puso reflexiva, inteligente; como ya se había terminado la venta, la dejaba. Si total, con mi semana cubierta, me había convertido en un hombre firme, aplomado, qué me importaba entonces que ella hablara de la total promiscuidad, y proclamara que nunca podría trabajar como yo, entre la miseria, conviviendo con la atroz desigualdad, y lucrando con ella. La escuchaba de a frases, me regodeaba en mi pericia de cazador, me felicitaba, me mareaba con las perspectivas favorables de las mañanas siguientes. Porque, mientras ella analizaba los extremos de la explotación, yo había decidido trabajar la mañana del viernes, y la del sábado, cubrirlo de órdenes de venta a Lazzatti, mi patrón. –Pero el día en que esa gente se rebele, Rodolfo, otro será el rumbo de la historia. Los cabecitas argentinos, los rotos chilenos, los cantegrileros del Uruguay, los faveleros del Brasil... Y ya iniciaba un tormentoso discurso social. Francamente, yo no debía dejarla hablar, pero, en todo caso, tenía que hablar yo, y a veces no tenía ganas de decir pavadas, porque, por razones profesionales, el día entero pasaba diciéndolas. Por Cadorna, entonces, opté por pensar que viajaba solo, que sus palabras podían emanar, por ejemplo, de la radio. Y procuré pensar, apenas, en la virtual remolonería de mi judía ardiente, en su comunicativa pereza después de un lento amor. Sin embargo, antes de llegar a mi casa, al no encontrar eco en la problemática social, Samantha cambió de tema. Abandonó la injusticia momentánea para referirse a prescindibles aspectos de nuestra historia. –¿Te acordás?, éramos dos chiquitines. Sí, me acuerdo, y tu pie, mi judía mimosa, cabía perfectamente en mi mano, y tal vez te lo besaba, mientras vos estabas por ahí abajo, en tareas similares, aunque sin la maestría de la historiadora que tenía a mi lado, en el Citroen; pero, eso sí, con el mismo ímpetu. –Es como si fuera ayer –dijo Samantha, y me acarició el cuello. Ella, y no yo, debía tomar la iniciativa racional, acordarse que era una revolucionaria, y que estaba enamorada de un valeroso cuadro estudiantil. Y yo, después, en todo caso, debía acordarme de mi última decisión, de que Lita Richter fuera mi compañera, durante una proyectada eternidad, de serle moderadamente fiel, cubrirla de hijos por Europa, o África, o América Latina, pero lejos de aquí, disparemos, Lita. Porque con mi escepticismo y mi vitalidad, con la venta de su lencería y sus parientes, concretaríamos anhelos sensacionales. Dispararíamos de esta absurda ciudad de disfrazados, y la vida sería, entonces, una posibilidad, un constante paseo, una aventura divertida, como tiene que ser. Qué ingenuos que éramos, compinche Lita, si pronto, muy pronto, nos casaríamos, si tus poderosos parientes te conminarían a abandonar a ese goie, para colmo hijo de árabe, o desheredarte. No obstante todavía permanece, en mis manos, la escueta medida de tu pie, y en mi recuerdo, tu remolonería, actual señora honorable, con departamento en el country Hacoaj, gran piso en Villa Crespo, gran casa en Miramar, para desparramar tu pereza en la playa un sólo mes al año, porque los otros nueve, mi laboriosa Lita, te los traga, lo sé, la lencería. Y pocas cuadras antes de llegar a mi casa, Samantha dijo que, en realidad, pensándolo a fondo, pero a fondo, lo de Esteban era, tan sólo, un deslumbramiento. Lo admiraba, lo impactaba su figura, su visión combativa del mundo, esa que lo llevó en 1975, a recibir catorce balazos en la cabeza. Pero que, entre nosotros, a quien de veras adoraba era a mí, que no era ningún revolucionario ni mucho menos, que era un chanta algo rescatable y, eso sí, muy insensible, un turco cretino que no le daba bolilla. Y, si yo no era su hombre, no lo sería nadie, me dijo, y se me tiró encima para zamparme un besito en la mejilla. Cuando para contratacar le dije que estaba por irme a vivir con Lita Richter, que estaba metido hasta acá, se apoderó de ella un antisemitismo feroz, que dejaba a Goebels a la altura de un pan de Dios. En mi casa, después, calmó su máquina racista. Mi madre –maldigo su bondad de barrio, quién demonios le manda ser tan servicial y atenta– la invitó a almorzar, como correspondía. Para colmo mi abuela había asado kebbe, y la vieja árabe estaba bastante compungida, porque se había enterado de que su querido nieto estaba por irse a vivir con una judía. –Es un bobo éste –decía, por mí, claro, y a Samantha–: usté es más vreciosa que la judía esa. Y la flaca, quizá la más competente alumna de Agüero Rivarola, hombre de tablas, se

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encargó de alentar los argumentos antisemitas de mi abuela, naturales y predominantes en la gente de barrio, inevitables. –Callate, mamá –le decía a menudo mi madre. Sin embargo Samantha –con los alfajores de Mar del Plata, los poemas de su repertorio, las flores robadas en los jardines de Quilmes– ya se las había conquistado. Esa trepadora les había llevado, sobre todo, palabras de afecto, se mostraba como de la familia, les había dicho que me quería con locura pero que yo era un bicho muy raro. Por la tarde, juntos, nos fuimos al pecaminoso centro. Mi Citroen tenía tierra, barro, polvo de la Villa Lapi, pero en el fondo era una gran ventaja, porque la pequeñoburguesada en alza notaba, no sin culpas, un breve aroma a pueblo. Samantha me invitó a tomar un café al departamento que compartía con Angélica, en Esmeralda y Tucumán. Cuando la coqueluche me vio, corrió hacia mí, fueron muy pocos pasitos porque el bulo era apenas de un ambiente, con Kitchenet. Me dio un abrazo amistoso, y un beso amistoso de esos que provocan erecciones hasta a los muertos, pero, de todas maneras, viva Stanislavsky, viva la enloquecida amistad, aunque, por la cara con que me miró Samantha, comprendí que ya se habría enterado de la vieja trampa, cuando Angélica me había citado para analizar mi comportamiento y conversar largo, y terminamos –a pesar de su dramático clítoris– echándonos tres análisis más o menos ponderables, dos por adelante y un, tal vez, ceñido análisis por atrás. Samantha me miraba con su carita de socarrona, de perdonavidas, con gesto de nena que hace una adivinanza, pero, como después de todo no tenía la menor importancia mi falta, no le llevé el apunte. Me limité con extraña educación a pedir el teléfono, para llamar a mi hebrea remolona y manifestarle, entre otras mentiras, que la quería mucho, en voz muy baja, mientras Samantha, la ratona, a los gritos interfería: –¡Hacele caso a tu abuela! Predispuesta, Angélica reía. Es que yo había quedado con Lita en ir al Lorraine, a ver una película de marca. –Y yo tenía una reunión, con Esteban, todos perdemos algo –proclamaba Samantha. Le entregué una excusa standard, un cansancio de negros, y era verdad, si después de todo había ido a cazar. Volví a mentirle que la extrañaba mucho, un besito a través de entel y colgué. Entonces me quedé analizando con las chicas, en el pequeño departamento que olía a pautas, a parámetros. Obedeciendo las leyes tácitas de Stanislavsky, acepté que fijaran una serie de esquemas, premisas y parámetros, y diversos factores de coyuntura, mientras vaciábamos una botella de pisco que había obsequiado a Angélica un fugaz amante peruano muy ego, muy ego. Una música atroz, progresiva según la coqueluche, me aturdía desde el combinado; no obstante, el pisco ególatra impedía que me molestara cualquier aturdimiento, de manera que, en principio, elogié el progresivismo barullero de esa música, condené implacablemente el ego refractario del peruano, un tal Nicolás Yerovi, un mulato de barbas que le dejó un escándalo mental y un aliento a maconia que no olvidaría jamás, además de dos cachetadas medianamente célebres, motivadas por la tardanza irremediable de Angélica para acabar. En apariencias, el Yerovi no entendía esa cuestión del orgasmo clitoriano, ese conflicto tan borrascoso, sutil. Los tres, después, quemamos un cigarrillito. Angélica y Samantha le daban una manija inexistente a la marihuana, con una ceremonia cirquera de silencio, interrumpida, al ratito, por mí, al manifestar que estaba cagado de hambre. Decidimos entonces preparar un guiso hidalgo, libres gritábamos los tres, ante la kitchenet, mientras yo abría una lata de tomate, Angélica cortaba unos trozos de carnaza, Samantha tarareaba la música progresiva, en tanto fijaba parámetros con porotos oscuros, con grandes papas, laureles y ajos. Bebimos después dos botellas de vino Crespi, que Angélica había bajado a comprar, mientras Samantha, con el cuchillo en la mano y en un alto de su enaltecedora labor culinaria –que tanto hubiera conmovido a su padre–, se hincó para ejecutar el pájaro campana, pero sin permitirme llegar al sinfónico final. Nos comimos todo, bebimos hasta cierto licor de guindas envasado en Catamarca, fumamos muchísimos cigarrillos ortodoxos, bailamos –Samantha siempre muy mal– sensualidades centroamericanas, y, por supuesto, algo mareado, pero muy inspirado, y seguro,

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yo pensé en cualquier momento aquí se arma la trifulca. El departamento apestaba a guiso, a humo y a pautas. Samantha puso canciones de protesta, vamos a desalambrar, hermano americano, estamos prisioneros carcelero y esas cosas. La repentina partida de Nicolás Yerovi hacia Lima, le otorgó a Angélica una resplandeciente oportunidad para deprimirse, de manera que, sin creer en absoluto su interpretada pálida, se la atendimos igual. Angélica contaba que tenía mala suerte, lagrimeaba, nos preguntaba qué nos parecía. –¿Me voy a Lima? ¿O no me voy a Lima? –No, vos no tenés que irte un carajo –dije yo, y aceptó mi fraternal consejo, a pesar de que Samantha interfería: –No la presiones, si a ella le sale de adentro y se quiere ir, que se vaya, yo comprendo muy bien lo que es sentir. Hácele caso a tu voluntad. Interpreté, lo acepto, un irregular papel de cuidaconchas. Repetí que no correspondía que viajara, si el ególatra ese que con seguridad no la hizo acabar, que no hincó ni su diente, ni su labio, ni su dedo, en el clítoris decisivo de la coqueluche– la quería, que se jugara por ella, que abandonara a su mujer y se viniera a Buenos Aires, a buscarla. Se me cayó el vaso con guindado de Catamarca, lo derramé sobre el parquet, Samantha corrió a buscar un trapo de piso mientras yo, en el sofacama, mitigaba el falso dolor, la externa incertidumbre de Angélica. Hasta que, de repente, mientras Samantha, agachada, maniobraba con el trapo de piso, la coqueluche se largó a reír. –Qué bobona soy –dijo–, perdonen el mal momento que les hice pasar. Si además no tengo ni un mango, ni para irme a Santa Teresita, qué Perú. –Ningún mal momento, coqueluche –dije–. Lo que pasa es que te queremos mucho. Y Angélica me dio entonces un besito en la mejilla, muy lindo, y yo, con el psicoanalizador ya parado, me puse de pie. Samantha estaba, aún, agachada, concluyendo con el trapo roto y el balde, y me le tiré encima. –¡Ay! –exclamó, y sonreía, mientras yo, apasionado, la abrazaba desde atrás. Dejó de sonreír, apenas, para besarme, y ocurrió un chupón relativamente largo, en que preponderaba el estofado, el tabaco, el vino, el guindado, el pisco ego. Cuando lo terminamos, ella se paró y se fue al lavadero, a llevar el trapo roto, el balde sin manija. Volví, heroico, a enderezarme, concretamente hice algo que no fue ninguna hazaña, y no demandaba gran esfuerzo. Tomé las manos de Angélica, y la hice parar, la atraje hasta mi pecho, después la tomé por la cintura, la levanté, la puse de pie en el sofacama, cuestión de acomodármela a mi misma altura. Cuando Samantha regresó del lavadero, encontró que Angélica y yo estábamos abrazados, besándonos, y que, cuando concluimos el beso, la miramos. Caminamos juntos y abrazados hacia Samantha que, petrificada, nos miraba con un dejo de indignación, e intentaba algún razonamiento cuando nosotros pretendíamos incorporarla a la terapia de grupo. La abrazamos, la besamos, y ella se quedaba quieta, mientras Angélica decía es que la situación se da, Carmen. –Y cuando se da, se da –dije yo. Porque la situación se dio, la arrastramos, con ciertos argumentos de facto, hacia el sofacama. Sin embargo ella aseguraba que no intervendría, ponía de manifiesto su oposición total al amor compartido, aunque Angélica le reprochaba sus prejuicios pequeñoburgueses y, más que nada, su contradictoria concepción pequeñoburguesa de la propiedad, mientras yo, ya en precipitadas pelotas, de pie en el sofacama, con mis dos manos entre mi analizador vigorosamente erecto, decía: –Compañeras, aquí, entre mis manos, tengo la tierra, vengan y hagan la reforma agraria. Esto es la tierra, y como proponen ustedes, la tierra debe ser para quien la trabaja. ¡Vamos, a laburarla! Mientras tanto, Angélica no dejaba de reír. Y reprochaba las debilidades pequeñoburguesas de Samantha, quien, con su entereza quizás ensayada en lo de Agüero Rivarola, hombre de tablas, exponía sus definitivos desacuerdos. La expositora, entonces, se sirvió un vaso de agua de la canilla, lo único bebible que quedaba, en tanto yo me disponía entregarle un brebaje

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predilecto a Angélica. Un poco de jugo de mi tierra, que se la había trabajado y, por eso, la merecía. –Porque mi coqueluche –dije mientras Angélica tenía todo mi analizador en su boca– no tiene trabas ni prejuicios. Porque ella está totalmente liberada pero de verdad, no como una que yo sé, que no me explico, todavía, por qué causas salió de Quilmes. Y trataba de incorporar a la flaca, quería que me la chuparan a dúo y que, de paso, se besaran, pero se me había rebelado. Sus argumentos eran sólidos, invencibles; decía que sí, racionalmente la situación le molestaba, pero que, como era una irracional, la soportaba. –Y si sos de veras irracional, ¿por qué no te prendes? –le decía, furioso, pero no quería saber nada–. Te hubieras quedado en Quilmes, nenita de barrio. Decidite de una vez. ¿Querés ser una buena vecina? ¿Una normal señora del puloil? ¿O liberarte en serio de todas las opresiones? Burguesita, moralina, anda a planchar, haceme el favor. Angélica proseguía, sin oír mis recriminaciones. Y en un leve paréntesis, con la tierra en la mano y muy cerca de la boca, me miró, miró a Samantha, volvió a mirar con convicción y deseo a mi tierra, y, completamente olvidada del peruano ególatra, regresó a su tarea, acaso presintiendo que, en pocos minutos, recibiría de premio el tibio secreto de la vida.

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El regodeo suele ser siempre cansador, pero Rodolfo es un especialista, sabe regodearse, sobre todo en el dolor de los demás. Por algo es un buen vampiro, y el dolor del abogado desconocido, lo apetece. Samantha lo banca, pero hasta por ahí nomás, ocurre que lo conoce, y que ya no es ninguna incauta. En fin, paga quizás el impuesto a la amistad, soportándolo. –Aquí entra a tallar el psicoanalista, que, como todo mecánico, trata de limpiarle primero el carburador a Adriancito. Pero sucede que está muy sucio, usado, no carbura con eficiencia, y no basta con cambiarle el filtro, no son sólo las basuritas las que lo hacen parar, son otros obstáculos más serios. Al pobre Adrián hay que darle arranque a cada rato, y así se le arruina la batería, hay que empujarlo. O hay que tenerlo muy acelerado, o cebado, con el riesgo de que se ahogue. Es complicado ponerlo a punto, está muy desinflado, qué hacer, entonces. El mecánico le dice que, de esa situación conflictiva, tiene que salir él solo, por sus propios medios, se lava las manos. Por eso, quizá, le alienta la idea de un viaje salvador, a lo mejor con otro clima, con otro aire, empieza a funcionar. Porque un viaje puede ser la solución, borrarse de todo, y a lo mejor se puede tirar unos cuantos años, entre novedades. Samantha lo mira, mientras tanto, con cierta perplejidad, tal vez con rabiosa indignación. Ella, se ve, quisiera tener la virtud de él, de no escuchar lo que no conviene, ni interesa. –No te esmeres, Rodolfo –dice Samantha–. Es en vano, por más que te lo propongas nunca llegarás a ser un hijo de puta –sentencia, con la actitud de quien dice algo para impactar al otro, como metiéndole la tapa, eso. –¿Te parece? –Lo que sucede es que vos quisieras ser un tipo malo, pero no podes, aunque te confieso que tenés pasta, algunas condiciones, unos chispazos, sos... Sin embargo él vuelve a interrumpirla, sin suavidades; le tapa la boca, con la palma de su mano, a pesar de que ella intenta unos mordiscos casi sensuales. –Lo que te molesta, flaca, es que fuera de joda acerté, o le pasé raspando. Porque con seguridad tu abogado se encuadra perfectamente en lo que dije. A ver, contéstame, decime cuántos años tiene tu Adriancito –y le deja la boca en libertad. –Treinta y dos –como vencida Samantha. –¡Correcto! Ahora Odol te pregunta por un cachito hueco de felicidad: ¿Cuánto hace que Adriancito se separó? –Hace un año que se separó, Odol. –¡Correcto! Ahora Odol te pregunta por un rincón gratis en el cielo: ¿Adriancito está hecho mierda? –Ya te dije que sí, pero no por eso... –¡Correcto! ¡Con seguridad! ¿Y con la mujer? ¿Anda a las patadas? –Por supuesto, si es una esquizo de... –¡Correcto! Y ahora Odol te pregunta, a ver... por una huella indeleble, por algo que señale en el futuro que existimos, que fuimos ciertos, y no objetos inadvertidos, de paso: ¿Cuántos polvos descuidados se echó ese animal? ¿Cuántos pibes tiene? –Una nena, de tres años, cretino. –¡Correcto! Y ahora la última pregunta, por dos porciones de sosiego espiritual, de vocación perseguida, de realización grata: ¿Pinta Adriancito? ¿Hace teatro? ¿Es poeta? –Canta –a punto de estallar responde Samantha, y más bronca le da aún cuando percibe que Rodolfo ríe insoportablemente, que su carcajada dura algún instante, que es contagiosa y no puede, en apariencias, detenerla. –Te felicito, flaca, te ganaste todos los premios, sos una mujer muy valiente –prosigue Rodolfo, muy tentado, mientras ella lo mira algo resignada, pero con ganas de imitarlo. En sus ojos, se perfilan las ganas de reír. –No sé por qué te reís –dice ella, ya casi riendo. –Porque todo esto es una risa, flaca, cosa de risa, este quilombo es muy divertido. Tenemos que reírnos mucho, pero que no confunda nadie nuestra risa con la alegría –dice Rodolfo–. Porque nuestras carcajadas no tienen un carajo que ver con la alegría, porque yo no me río de tu Adrián, me río de todos los adrianes de mi generación, que puede vérselos en cualquier café, en

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cualquier calle de la ciudad. Me río de mí, de vos, de toda esta porquería que nos rodea, ja ja ja. La flaca, acaso sin quererlo, se ríe también a carcajadas. –Así que tu Adriancito es un abogado cantor, ja, ja, me parece muy bien. Confío en que regresará de Europa consagrado, yo voy a hacer todo lo que pueda para darle manija, decile que me mande recortes, a lo mejor le sacamos algún chimento en el diario. También le voy a pedir a mi amigo Roly que cuando vuelva triunfante le organice un recital insólito, espléndido, en Tribunales. Adriancito cantará sus crepitantes canciones comprometidas, desde la escalinata que da a Talcahuano, ¿qué te parece? Ja ja. La plaza Lavalle estará colmada de abogados de base, que tirarán portafolios y expedientes al aire. Y el pueblo, más atrás, estará aplaudiéndolo, vivándolo, como si Adriancito fuera Perón.

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De pronto, en el transcurrir de una tarde insólitamente lenta, una tarde habitual y sin llovizna, una tarde comunarda en que pobre no tenía ningún pantalón ni camisa para planchar, ni lavar, ni acomodar, una tarde débilmente otoñal y opaca en que, para colmo, el televisor no funcionaba, y pobrecita no tenía qué barrer, ni remendar, ni el mínimo mandado para hacer, ningún plato especial que preparar, una tarde en que no recordaba nada interesante de recordar, la madre de Samantha, doña Luisa, murió. Sólita, inadvertida, tal vez inoportuna, murió sentada en la mecedora que había heredado de una tía italiana, lejana; debajo del pulover gris, tejido a mano por ella misma, doña Luisa tenía, también muerto, el batón azul. Murió sin que nadie escuchara sus últimas palabras, si probablemente dijo muero contenta y tranquila, si rezó, si pidió a Dios cuiden a, ni si dijo me parece que sueno, o, siquiera, estoy frita. Murió sin que nadie preguntara, en el velatorio formal, cuáles podrían haber sido sus últimas palabras, o deseos, o sensaciones, o pensamientos. ¿Acaso doña Luisa se habrá ido con culpas al cielo, porque abandonaba este mundo terrenal sin haber preparado la correspondiente cena a su marido? Por compromiso, atentos vecinos de la cuadra preguntaron, como si les interesara, si doña Luisa estaba enferma desde hacía tiempo, si estaba mal, si se la veía venir. A lo mejor, también, se preguntaban si se murió sin querer, o queriendo, o, precisamente, para llamar la atención, por lo menos una vez en su vida. Que su muerte fue inoportuna es muy cierto. Porque don José abrió la puerta de su casa, hecha con sus propias manos, bastante cansado, con un hambre desesperada, y, en vez de encontrar la mesa colmada de alimentos, debió encontrar a su esposa muerta, y encima sentada. Al comprobar el real sentido de la haraganería, don José se puso a gritar, en el medio del patio, debajo de la parra de uva chinche, tal vez más por sórdido dolor que por hambre, hasta que acudieron, prestos, algunos vecinos solidarios, quienes, con la cena interrumpida, se dispusieron a organizar el velorio. A las dos horas llegó Samantha. Angélica, que fue una especie de encargada de prensa, se ocupó de hacernos participar de la indiferente pérdida. Acaso para hacer número, fue convocado el insobornable cuadro estudiantil, Esteban, y el lúcido profesor de teatro, y homosexual, y visitador médico de Roche, Agüero Rivarola, hombre de tablas. Y el negrito de Sañogasta, ya con pinta de bancario, y algunos compañeros de La Casa del Fotógrafo, de teatro, de expresión corporal, danza griega, y un par de guachas y guachos de la facultad. Y yo, que fui con cierto placer, porque confieso que los velorios de barrio siempre me intrigaron, me agradaron. Sobre todo al mirar las caras de los familiares cercanos, mientras sueldan el ataúd, las despedidas, los últimos besitos al gélido finado. Aproveché, de paso, para conocerlo al cuadro, el de las ideas diáfanas, justicieras, de existencia jugada, al que matarían en unos pocos años, cuando el juego se pusiera serio, real. Charlamos durante algún minuto, muy próximos a cierta corona que decía "sus vecinos". Era, por supuesto, un buen tipo, muy puro, demasiado sincero, un santo del difuso socialismo, algo –aunque esté muerto hay que decirlo– boludo, monotemático, paisano, canguro. Su prepotente claridad, su jactanciosa firmeza, su fanatismo que vislumbraba, en el fondo, cierta inseguridad. En realidad, su académica lucidez, sus conceptos de batalla, me aburrieron muy pronto. Con ninguna excusa lo dejé pagando, para ir a reírme un rato con Angélica, en la vereda. Sólito, después, se agregó, y entonces con la coqueluche nos pusimos serios, si estábamos delante de un revolucionario. Con el respeto debido, los tres fuimos a acompañarle el sentimiento a don José, en momentos en que reingresaba, satisfecho, al velorio, porque había ido a masticar algo a la casa de una prima gentil, de Ezpeleta. Era indudable que Samantha tenía antecedentes sólidos, su papito también era muy conversador; era, mejor dicho, un monologador irrisorio. Sentado en la cocina, condenaba categóricamente a los malditos peones argentinos, unos cabecitas negras que no querían trabajar. –No hay caso, no les gusta, nunca van a llegar a nada, porque pasan la vida quejándose, nada les viene bien, son vagos. Ante tamañas lumpenadas, Esteban se ponía muy mal. Angélica lo notó de inmediato, a mí no me importaba. Don José contaba pormenores de la mezcla, de cierto santiagueño muy imbécil

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porque se le caían los baldes; decía que mañana, después del entierro de la Luisa, tendría que estar en la obra porque le llegaba un camión del corralón de Repetto. Que si no le llegaba, tendría que ir pasado mañana, bien tempranito, al corralón, porque, a usted le parecerá mentira, pero estos sinvergüenzas del corralón pretenden llevarlo a uno por delante, y lo llevan nomás, porque tenemos que depender de ellos, de los materiales. ¿Le parece que tenga que ser así?, le preguntaba el viudo flamante a Esteban, a Angélica, a mí, o a cualquier vecino somnoliento. Le coloqué un besito cordial a Samantha, que estaba algo resentida conmigo, desde la noche memorable del guiso hidalgo, de la tierra promiscua. Y me fui nomás del velorio, acompañado por Esteban y dos guachos, uno universitario, y otro, uno que se las daba de actor. Los guachos, en mi Citroen, hablaban de cierta movilización, de su sentido, la comparaban con una anterior, mientras yo bostezaba y mi sueño era cierto. Al llegar por la avenida Mitre hasta Dominico, les pedí que me disculparan; les mentí que, de no levantarme muy temprano, los hubiera arrimado hasta el centro. –Es que mañana tengo que trabajar, saben. El primero en creerlo fue el fervoroso militante muerto. Se despidieron y me quedé solo, pensando que, en realidad, era una lástima ir a acostarme, porque, al otro día, no saldría a cazar, si tenía canguros de sobra para Lazzatti, y era viernes. Además era un desperdicio acostarme solo, porque andaba caliente, con turbias ganas de desagotar mi arábiga sed. Era tarde, hacía frío, me pregunté adonde podría encontrar una mujer, que no fuera parda, a quien pudiera mentirle con calidad, hacerle una croqueta, entristecerla. De manera que regresé al velorio, con el propósito de sacarme, por lo menos, a Angélica, o a cualquier guachita esclarecida, universitaria, actriz, psicoanalizada. Para justificar mi regreso encontré un pretexto contundente, que había perdido los documentos. A quien más deseaba tener abajo, o arriba, o inclinada en el coche sobre mi analizador, era a la coqueluche, por motivos de pereza, de facilidad. A mi Angélica que, al llegar, sorprendí de la sospechosa manito de un pecoso. Perdí, me dije, se me puso de novia. Desconcertante el pecoso, cara de judío pero resultó italiano, un sparring perentorio que había llegado hacía unos minutos, con cara de velorio, muy forzada. Muy solícito, el pecoso comenzó, de inmediato, a hurgar por el zaguán, por la vereda, por el pasillo, tratando de encontrar mis documentos. –Tiene que habérseme caído por acá, es una cédula de la provincia –dije, mientras señalaba el habitado patio de mosaicos, colocados con devoción por don José. Los concurrentes, por su parte, colaboraban o, por lo menos, nos miraban curiosamente hurgar, con el pecoso audaz, detrás de las coronas, en infructuosa búsqueda de una cédula que, por supuesto, estaba despreocupada en el bolsillo interior de mi gabán. Al rato, la única persona que no buscaba mi documento era la muerta. Sin embargo, me tenté en demasía cuando el pecoso, por las dudas, por las suyas, se fijó debajo del ataúd, que contenía un cuerpo que ya nadie velaba. Y solo, sin guacha, muy triste, sin cédula, me fui. Samantha me acompañó hasta el Citroen, y, mientras me metía en el ruidoso laterío, muy amigada, me dijo: –Mañana me fijo bien. –No importa, tengo la libreta, el registro de conductor. Samantha tenía una palidez excitante, estaba sin pintura, me vinieron ganas de arrastrarla hacia el balneario, la brisa nos llamaba y los jardines de Quilmes también. Sin embargo, no me atreví a invitarla, aunque me pareció que ella, también, tenía ganas de pasear y que, aunque no tenía la menor importancia, no me creyó el balurdo de los documentos. (Una semana después del obvio entierro, en una visita fugaz a su enflaquecido padre, Samantha convirtió en patines el inolvidable batón azul, en primer lugar porque la tela era ideal para hacer patines. Ocurrió que había encerado los pisos del living y del dormitorio, y, como le advirtió a don José, no estaba dispuesta a descender, hacia Quilmes, para encerarlo a menudo. Antes de ascender hacia la capital, luego de colocarle en la plancha un precipitado –grasiento y duro– churrasco, le recalcó como cinco veces que no caminara sin patines, ni por el dormitorio ni por el living. Encontrándose con el ánimo a la miseria, mal alimentado, hecho moco, con amargura estomacal y, para colmo, sin hembra, gracias a la intermediación de la prima de Ezpeleta, ama-

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ble y con alma de celestina, don José se juntó, a los tres meses, con una chica ingenua, modesta, pero limpita, que vivía en el barrio Centenario, de Berazategui. Ella era una carga evidente para su hermano mayor, era una hembrita trabajadora, obediente, que reunía cualidades invalorables. Sabía cocinar muy bien, era de su casa, y, lo mejor, no era negrita. Humilde, eso sí, pero blanca. También era tartamuda; tampoco tenía la menor importancia, pero tenía nombre, era Rosa, aunque los escasos familiares la apodaban Perica. Era sanita, muy fuerte, vivirían en Quilmes, la casa era amplia, el aire estaba poblado por recuerdos. –La casa, Periquita, la levanté yo, con mis propias manos.)

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–Flaca, me apena decírtelo, pero tu abogado cantor no es ninguna novedad –dice Rodolfo, ya serio–. Es que ninguno de nuestros problemas son ya novedosos, somos demasiado obvios, no asombramos a nadie, lo mejor que podemos hacer es callar, y pasar inadvertidos. –Pero es un gran tipo Adrián, vale oro, no hay con qué pagarlo –dice Samantha, siempre defensora. –¿Y quién te dice lo contrario?, estoy seguro de que es un gran tipo, un muchacho con polenta, con condiciones, por algo está fundido, los boludos no se destruyen nunca. Es un tipo que quiso encarar cualquier cantidad de proyectos, que se entusiasmó, se dio la manija indispensable. Tal vez hasta militó con todo, se entregó de cuerpo entero en pos de una esperanza, luchó por lo que suponía era la causa justa, se sintió anónimo, importante, fue al frente a pesar del profundo temor, de los frenos que le imponía su media clase. Y se entregó con sinceridad, con, por qué no decirlo, patriotismo. –Hablas como si lo conocieras, Rodolfo, no te equivocas –dice Samantha–. Él luchó, creyó, y todavía cree. –Mmmm –gesto de duda en Rodolfo–, pero también pienso que es un muchacho que se pone triste, y ahí pierde. Que se deprime a menudo, que a veces hasta tiene ganas de entender qué pasa, que echa culpas a roletes, maldice su clase, su circunstancia. Y se le armó un desbarajuste mental, se le complicó el mecano, no sabe qué pieza mover. Y seguro debe pensar, pobrecito, que en algún lugar del mundo, quizá no muy lejos, acompañado por una flaca, lo espera una difusa felicidad. Una estabilidad, unos gajos de aventura, un jardín de invierno. Y pongo las manos en el fuego por su entereza, y porque debe sufrir en serio, debe sentir un ahogo, una falta de oxígeno que es muy común. Y no está capacitado, a esta altura de su partido, para conformarse con los campeonatos que no gana Boca, él quiere más, se formó para otras batallas, aquí sobra, desentona. Ni tampoco está en condiciones de empezar de nuevo, concentrándose en los beneficios que depara el dinero, en conversar apenas sobre automóviles, boliches y comidas. Es muy poderoso el lastre que trae, muy alcahueta es su conciencia, su biografía. –¿Seguro que no lo conoces? –Y ocurre que entonces el chico se cae, es así, la realidad les otorgó a los deprimidos la mejor excusa para justificar la depresión. Hasta hace algunos años, acordate, la depresión era más entretenida, eso no era grupo, aquellas sí que eran depresiones, había que averiguar hasta las causas, no era tan fácil como ahora, que cualquier boludo se da el lujo de andar deprimido, de decir que anda mal. No digo que ese sea el caso de Adriancito... –No le digas más Adriancito que me revienta –interrumpe casi enojada Samantha. –Está bien, si te sentís agredida la paro –dice Rodolfo–, trataré de agredirte lo menos posible, pero sabes qué pasa, los porteños llevamos adentro a la burla, a la agresión, más que al tango. Quizá porque somos expertos en eso, muy burlados, agredidos. Además, perdóname el tono académico, si parezco un teórico del derrumbe, pero no hay nada más agresivo que la realidad. –No, lo que decís no me molesta, tal vez hasta lo comparto –dice Samantha–. Lo que me molesta es que lo llames Adriancito. –Ah, habérmelo dicho antes, ¿cómo te gusta más que lo llame? ¿El abogado cantor?...

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Aquella, la de la balanza Bianchetti, sí que era una soledad de perros. Se encontraba a la entrada de un baldío inmenso, a unos cinco metros de un portón de hierro, de dos hojas. Atrás había, también, un galpón abandonado, vacío, era una nave como de trescientos metros de largo, en la que apenas entraban, aparte de Rodolfo, los perros. Perros por el medio, por los rincones, perros que surcaban el baldío desprolijo, agreste, colmado de yuyos y de pozos, perros que corrían a lo largo o ancho o en diagonal, persiguiendo por lo general a otros perros invasores, persiguiéndose entre ellos de puro juguetones, reventándose a mordiscos de tan amigos. Espectáculo de luchas permanentes, entre perros locales e intrusos, con persecuciones trágicas a los forasteros que se metían por los costados del alambre roto, o desaparecido, con el firme propósito de encontrar la gloria de algún hueso. O la preferible gloria de una perra alzada, de la casa. ¿Pero qué hacía Rodolfo en medio de tantos perros? En un galpón derruido que antes, aparte, había sido también una fábrica, una metalúrgica con humo y quincenas, con obreros y accidentes, con asados solidarios de fin de año, donde, en exaltados discursos, se acentuaba la relación cordial de los trabajadores con la empresa. Y cuando la empresa, impiadosamente, por obra y gracia de una legal quiebra sospechosa, se fue derechito hacia la ruina, los trabajadores, aquellos que comían carne y aplaudían discursos en Navidad, siguieron un camino idéntico. Sin embargo, como se sabe, ni siquiera las ruinas son similares, porque los laburantes fueron recibidos por el brazo grosero de la desocupación, y los ejecutivos decadentes, en cambio, debieron forjar sudorosamente otras empresas, en principio promisorias y ambiciosas, para renovar los chinchulines de fin de año y las convocatorias futuras, protegidos por el convincente rigor de una renga legalidad. Claro, macanudo para una novela social, con mensaje, pero todavía no alcanzamos a explicar en ésta qué cosa estoy haciendo yo aquí, en este cadáver habitado por ladridos, a menudo caminando por un galpón donde flotan miles de pulgas, donde desapareció hasta el olor del humo, donde yo hablo absolutamente solo, donde grito y tengo ecos y donde, por primera vez, me escucho. Qué hago aquí, rascándome hasta por reflejo, mirando de aburrido, a través de las paredes agujereadas, esa vergonzante villa miseria de enfrente, aquí desde donde puedo ver gajos de cielo que, antipoéticamente, se cuelan gracias a los buracos del tinglado. Aquí, donde camino por un terreno más salvaje que si fuera virgen, cuidándome de tropezar entre la escoria adherida al suelo, y de no patear las ratas que se reproducen con una potencia envidiable, y deben alimentarse también, como estas paredes, de recuerdos. Aquí, acompañado por perros casi telúricos, que quizá nacieron en este sitio olvidado durante las mismas jornadas en que, por ejemplo desde ese pozo, un tren de laminación arrojaba cintas rojizas de hierro fundido, que se convertirían más tarde en alambres, en clavos, ángulos y varillas. Ocurre que todo este cadáver industrial fue favorablemente adquirido por una pichincha, una más de sus inversiones ventajosas, por Crisóstomo Karamanlis: un terreno enquilombado jurídicamente hablando pero salvable. de cuatro cuadras por dos con la totalidad de lo que estuviera adentro. Es decir, con el galpón descuajeringado pero demolióle, los yuyos y los perros y las ratas y las pulgas, y adelante, entre tanta inmundicia, acaso significado de algún misterio comercial, permaneció decorosamente instalada una báscula, una Bianchetti, la única imparcial en varios kilómetros a la redonda, en el exacto corazón metalúrgico del sur, por Bernal, para pesar monstruosos camiones hasta de setenta toneladas. De manera que Rodolfo, ahora, estaba en la pesada. Porque durante doce horas, de ocho a ocho, aguardaba la llegada de los vehículos, los pesaba, entregaba un ticket, cobraba, coimeaba lo mejor posible cuando se podía y señores se acabó. Y lo acompañaban en un principio –hasta que se incorporara el multifacético Mingo– los desconsolados perros, y una vez por día mandaba a comprar cien de huesos y recortes, y entonces los animales se convertían, literalmente, en sus súbditos, en los bichos más fieles. Y el Dios de los perros, entonces, los alentaba, por joder, a la expulsión definitiva, a muerte, de los perros intrusos: sabía alegrarse cuando brotaba sangre de entre las orejas invasoras, ante el espectáculo de colas destrozadas, quizá por motivo de un miserable huesito sin carne y sin siquiera indicios de carne. Y también colaboraba, a cascotazo limpio, para desalojarlos o matarlos. O se enclaustraba en el cuartito de la báscula, custodiado su encierro como por veinte perros fantasmales recostados al pie de su

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puerta, con el propósito de redactar sus irrisorias páginas iniciales, llenas de ideas y puteadas, cebado por su soledad, por su egolatría y su incomprensible sed. O leía libros de autores imprescindibles, como Arlt, Poe, Dostoievsky, o sencillamente, en silencio, sin leer ni escribir ni manijearse, se entregaba a las bondades o maldades del pensamiento, a extraviarse entre los múltiples carriles de la vida, de su historia. O, en todo caso, de últimas, sólo esperaba la irrupción de los camiones, para pesarlos, de ser posible coimearlos y chau. Esporádicos camiones que se detenían, apenas, unos minutos rutinarios, sobre los tablones flojos de la báscula, que se hinchaban pronunciadamente cuando llovía, y repercutía, es claro, en la pesada, pero eso lo sabían los especialistas y, por supuesto, los coimeros. Camiones que se detenían a verificar su tara o su bruto, tara es el camión vacío, y bruto es el camión cargado. La vida entonces era, para mí, una combinación de tara o bruto, bruto menos tara es igual a la carga, el contenido. Yo me sentía, entonces, siempre dominado por la tara, siempre como vacío, insatisfecho, y la tara todavía me domina. Yo me sentía con muchas ganas de cargarme, de tener un contenido, de poder encontrar la manera de lanzar lo que traía, un puñado de obviedades y tonterías varias que eran importantes porque, precisamente, me importaban a mí. La vida, ahora, era una administración de justicia, yo daba el peso de la ley, es decir que mi labor estaba supeditada a quien me arreglara mejor. Y ser coimeado provoca una sensación recomendable, aunque acostumbrarse a los vaivenes de la coima es, quizá, peligroso, pero en cierto modo lindo, es una sutil manera de aprehender el ser nacional, de ubicarse de una vez por todas con la realidad. Ser coimeado por el que compra o por el que vende, a favor o en contra del camión que se pesa. Especializarse en la utilización de los imanes, a derecha o izquierda del brazo de bronce, imanes pegaditos atrás con variadas formas y tamaños, para agregar doscientos kilos de mula, quinientos o mil. Agregar o quitar peso en camiones desbordantes de cueros de olor penetrante y desagradable, en camiones cargados con papel, con seguridad previamente mojado para que pese más, o cargados con aserrín, o combustible, o fosforescente metal, o con la legendaria y eternamente valiosa chatarra. Camioneros gitanos y ligeros, italianos cerrados o humoristas, polacos hoscos o bonachones. Todos humildes o solidarios o espantosamente mandapartes, cirujas criollos intolerables y vivillos, rateritos agrandados, audaces e ingenuos, independizados con sus camioncitos tristes, en donde cargaban lo que pudieran ratonear en los domicilios de quienes desconocían valores, o lo que pudieran cirujear en tantas quemas. Los peores eran, por supuesto, los camioneros nuevos ricos, los que acaso gracias a Karamanlis o a cualquier otra casualidad habían hecho una diferencia considerable, y consideraban por eso al semejante como si fuera una hormiga, y al mundo lo miraban con el sobrador aire del resentido, del tipo inferior que sabe que, en definitiva, por más dinero que logre acumular, en ciertos círculos nunca será aceptado. Los nuevos ricos, entonces, tenían una lozanía refractaria, que improbablemente alguien que no fuera estúpido pudiera soportar; vestían mal o bien, era lo mismo, eran mal o bien hablados pero tampoco eso importaba, si lo fundamental era que rebosaban de oro, manifestando porque sí la existencia de sus coches largos, y sus aparatosas jactancias de baños turcos o finlandeses, manifestando porque sí la cantidad de polvos y de gastos, y eran obviamente grasas porque pretendían ocultar, sobre todo, sus condiciones indelebles de grasas, de piojos resucitados pero con prepotencia. Aquellos nuevos ricos que proclamaban a los cuatro vientos los laureles conseguidos, tenían únicamente dinero, y nada más, y un pasado pobre que los marcó para siempre, un pasado que les servía, equivocadamente, para resentirse, para provocar admiración a los nefastos iguales que se quedaron en el umbral de la pobreza, y no recibieron el beneplácito de Karamanlis ni de cualquier otra casualidad. Y tenían un presente confuso, que les servía para causar bronca en quienes antes tenían más que ellos, y que ahora, por culpa de sus progresos, habían sido ampliamente superados. Un presente irritante que les permitía mirar ostensiblemente la longitud de sus camiones, vigilar desdeñosamente el desempeño de sus peones, la agresividad de sus cargamentos. Y esa mirada a sus poderes terrenales les echaba leños en las hogueras de sus ínfulas, les certificaba que estaban capacitados para ascender escalones extraordinarios, llevarse el mundo por delante como si fuera un cuis de ruta nocturna. Tenían el ansiado respaldo, una base, y colmados de confianza se anotarían, después, en los

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negocios más inimaginables, serían gerentes de inmobiliarias, productores de espectáculos, dueños de hoteles, de agencias y destinos. Sin embargo, ese conglomerado de adelantos resultaría vano, en ciertos círculos seguirían sin aceptarlos. O tal vez los aceptarían, pero sólo como socios capitalistas, compartirían hasta algún almuerzo y todo. Sin embargo los tratarían como a inferiores, y esa condición, seguiría irritándolos a negocio perpetuo, fomentándoles un resentimiento agrio, invulnerable, que los llevaría a refugiarse, apenas, en la admiración de los miserables de antaño, en sus iguales, en los desgraciados, en los que no alcanzaron la estatura de nuevos ricos y se debieron resignar, en cambio, a ser viejos pobres.

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¡Qué derecho que ando, turco! Esta noche otra vez se hablará de mí, al final voy a hacerme más famoso que vos, te voy a reventar. Hoy se tocará otra vez el tema del macho, en una terapia de grupo. Pagaría por saber qué cosas van a decir de mí, de mi declinación, de mi desgaste, de mi agresiva autoverdugueada, ja ja. Es así, turco, los psicoanalistas son unos seres mezquinos, ellos comen pero no dejan comer. Ellos tendrían que pagarme, que becarme, por lo menos tendrían que atenderme gratis ad eternum. Si nadie les mandó a los psicoanalistas más clientes que yo, ni siquiera la realidad, mira si habré emputecido gente. A mí tendrían que entregarme el Sigmund de oro, una especie de Oscar del psicoanálisis, no te das una idea en cuántos tratamientos que se habla de mí, yo hice más cocos que Perón. Pero los psicoanalistas no me tiran ni un mango, yo jodo gente porque sí, ad honorem, soy un chabón, tendría que comercializar más con mi reviente. Mira, pondría todo lo que tengo por escuchar las gansadas que se dirán de mí. ¡Ay me los imagino!, ¡pucha no ser un hombre invisible!, me metería en esa habitación, ¡ay cómo gozaría! Resulta que ella hoy va a contar, que me vio ayer. Y esta noche, en la sesión, seguramente me van a analizar, esto es muy divertido, turco, no me digas que no, ja ja. Ella es la que era mi novia, la oficial, sí, aquella que le cagué la vida, anduvimos como seis años, nos estropeamos el uno al otro, fue fenomenal. Pasó de todo, una noche por poco le pego un balazo al padre, porque... "era castrador, viste", y otra noche decidimos matarnos los dos en un hotel, pero no nos animamos, otro día la agarré del gañote, después me envenené, estuve dos días internado en el Ramos Mejía, fue sensacional, ja ja ja. Terapeutas y psicoanalistas pasaron por metro en esta relación, hubo una choricera de científicos para arreglar los despelotes que hice en esa familia, la madre se volvió loca, el padre vendió la fábrica y se quería ir al campo, a pintar paisajes, ja ja ja. Y resulta que ayer, después de cuatro años sin vernos, me llamó. Y la atendí yo, cuando oí su voz no lo podía creer. Volvió a romper las pelotas, me dije, todavía no está conforme. Y tanto que me había obsesionado ese llamado, sobre todo el primer año de ausencia, de separación, cuando yo todavía creía en la poesía, en los libros, en el amor. Hija de puta, me hizo vivir pendiente del teléfono, pero se puso de novia con uno que estudiaba veterinaria ... pero la historia es larga. Y me llamó ayer, yo no entendía nada, es el pasado que vuelve, no sé a qué. Horacio, tengo extrema necesidad de verte, me dijo. Jajá. Mira que estoy un poco gordito, le dije, ja ja, a lo mejor te llevas una sorpresa. Y quedamos en encontrarnos en Las Violetas, a la noche, donde nos encontrábamos cuando éramos novios, antes de que me hiciera entrar a la casa, cuando todo era lindo. Me acuerdo, ella se pedía una leche merengada... ja ja ... y yo le leía a Rilke, ja ja. Joda joda, pero me armé una croqueta. Me preguntaba por qué razón me habría llamado, me daba máquina. Ahora lo sé, me llamó por curiosidad, seguro, para tener algo nuevo que contar en la terapia, se le habrían acabado los dramas, pobrecita, es una fija. Para mí que ella estaba en banda, turco, si se separó del veterinario, y habrá querido volver a sus fuentes, cazó el teléfono y, quizá sin pensarlo, lo llamó a Horacio, anda a saber con qué perspectivas. A lo mejor supondría que esto era una película argentina, que yo seguía siendo aquel intelectual romántico, torturado, que leía a Pavese, a Dylan Thomas, el que se preocupaba por el suicidio y vestía siempre de oscuro. Ja ja ja, cuando me vio aparecer en Las Violetas hecho una bolsa de zapallos, con mis ciento treinta kilos, no lo pudo creer. Se había pedido leche merengada, jajá. Sabes, yo palpé de entrada su rechazo físico, y que su necesidad de verme se había ido al carajo. Me senté, me pedí un café, y ella hoy va a contar, que mi autodestrucción "la bloqueó", no sabía qué decirme, turco, estaba blanca. Aproveché y otra vez la cagué a pedos, le dije te doy asco, seguro, te asombras, ¿no?, ja ja ja, entre una flaca como vos y un plato de ravioles prefiero un plato de ravioles. ¿Qué te creíste? Que seguía siendo el mismo imbécil que conociste, ese que se preocupaba por tus ñañas, ese se murió. Yo veía que estaba haciéndola moco, y entonces me embalaba, cosa de darle tema de conversación y pensamiento por varios meses, después de todo soy un tipo benévolo, compasivo. Vos estás peor que yo, le dije, aunque tengas todavía un lindo cuerpecito, a vos acá no te queda nada, tenés el mate vacío, ja ja ja, y qué se yo cuántas cosas más, que le dije ... y a vos te puedo confesar, me levanté en seguida por temor a que me falle el

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de la zurda, ja ja ja. Turco, por estar ahí, escuchando a los salames, daría todo lo que pude conseguir hasta la edad de Cristo. Daría mis doscientos dólares, la biblioteca, el rolex, cierro los ojos y pongo también los dos trajes, el saco sport, los zapatos que me compré en Delgado, pongo los cinco mil valores nacionales ajustables de la segunda serie, los nueve mil de la tercera, pongo la parker, el encendedor, el sobretodo...

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Claro que existían, también, los camioneros gauchos, los que valían la pena, criollazos que, por lo general, provenían del sur sin grupos, desde Río Gallegos o Trelew, predispuestos a hacer favores, siempre con la mano extendida, con la sonrisa más cordial. O camioneros cansados pero serenos, inmutables que podrían viajar hasta donde fuera, pensando vaya un profano a saber qué cosas, con la mirada perdida en una ruta siempre igual, salpicada de pueblos módicos, que parecían perdurar en esos costados sólo para distraerlos, para que vieran algo un poco más entretenido mientras manejaban, para que se detuvieran a comer, a estirar las piernas aunque sea. Camioneros de la provincia de Buenos Aires, de ciudades calcadas, calificadas inexorablemente como "pujantes", con luces de mercurio y silencio, placitas recortadas y sabor a espera. Camiones que se instalaban sobre los flojos tablones de la báscula, chorreando cereales por alguna indefectible bolsa rota; camiones que traían, aparte de alguna bolsa rota, alguna ruterita, gatita apoltronada en la cabina, acompañando a un chofer con rostro de decidido tránsfuga, de sabelotodo, de sensible putañero que se supondría el emperador de la aventura por varear en su cabina-dormitorio a esa rutera atorranta, levantada, quizás, en una parrilla de Ramallo o San Pedro, o en cualquier mercadito o banquina del camino, o en cualquier surtidor de nafta situado a la entrada o salida de esos pueblos que les ponían para distraerlos. Eran putitas cursis, de liquidación, premeditadamente malhabladas, escupidoras y rústicas, putitas incomprensibles de aliento espeso y catarro pronunciado, que tosían con mayor desafinación que los varones, que fumaban lo que fuera, se emborrachaban incesantemente y bromeaban, reían y Rodolfo, entonces quería saber de qué. Putitas tristes que yo miraba desfilar, haciéndome el otario, con diferentes camioneros, en sus arraigadas funciones de turistas sexuales, turistas sin cámaras fotográficas y sin consumos inútiles, quienes apenas abriéndose reiteradamente de piernas cruzaban el territorio intacto de la república, para las que la vida era, concretamente, un viaje, sin pasaje de retorno, un viaje caracterizado por un insulso amor practicado en cualquier banquina o paradero, en la estrecha camita de la cabina. Y era, además de un amor, un asadito pérfido, ocurrido debajo de cualquier árbol, y era también el sorteo de ciertos riesgos policiales, con sus noches sórdidas en calabozos más sórdidos todavía, de pueblos perdidos y olvidados, donde debían disponerse a recibir los ímpetus ardorosos de una tropilla vulgar, donde debían marcar, sin siquiera ver las caras, el agresivo debut erótico de cualquier adolescente apaisanado, temblador y trascendente. Putitas prepotentes que cambiaban tanto de choferes como de caminos, que cargaban a quien pudieran y contestaban sin preocuparse por la vigencia del respeto, que se peleaban y, sobre todo, reían, escabrosamente siempre reían, de todo y de todos los amores practicados, de los asados comidos y los caminos recorridos. Vaya uno a saber el porqué de esas risas, y Rodolfo, de afuera, intrigado, quena averiguar los motivos. –Tenés que ser camionero para saber de qué se ríen las chicas –le dijo una tarde Gastón, un camionero del cereal, medio amigo. Un ambiguo sorprendente, un capo de la sugerencia, lo que desconocía lo callaba, pero metía púas tan raras que a uno le hacía sospechar que callaba porque... "mejor así, me callo". Gastón. Entonces Rodolfo estaba provisto de curiosidad, de ganas de conocerlas, pero el tiempo en que se detenían en la balanza era demasiado fugaz. Ellas siempre estaban ocupadas, con sus machos transitorios; debía conformarse apenas con mirarlas. Uno de la química, Villazán, antipático, comprendió, cierta tarde, que estaba mirándole con detenimiento a la gatita. –Flaquito, si la querés te la dejo –le dijo. Sorprendido in fraganti, con seguridad impostada, Rodolfo le respondió: –No, viejo, por favor. –No te enojes, como la miras tanto creí que la querías. Cualquier cosa le digo a ella, y si quiere quedarse, te la dejo. La verdad que la rutera estaba más que pasable, era flaca y alta, pelo largo y negro, como Samantha, pero morocha, y con unos ojos verdes que desconcertaban, claros, que le otorgaban más misterio y acaso hasta compasión a sus diecisiete años. Pero ojo: tenía pinta de tener diecisiete años, era una muñequita. Cuando Villazán se la llevó, Rodolfo comprendió que había

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sentido una mezcla fea, de vergüenza y temor, aunque los ojos de esa mocosa perdida estuvieron persiguiéndolo hasta que volvió, aquellos ojos verdes lo miraban desde el pozo del tren de laminación, aquella mirada enigmática irradiaba su claridad desde un cielo opaco y plomizo que despedía la llovizna más lenta de su historia, que dificultaba visiones y molestaba hasta los perros. La gata volvió, sin embargo, y por coincidencia fue una mañana lluviosa, y en el camión de Gastón, el ambiguo. Su gigante con acoplado debía descargar sus bolsas de porotos en cierto depósito de Remedios de Escalada. Gastón lo llamó aparte, se lo llevó a un costado donde dormían tres perros. –Máceme una gauchada, tenémela hasta que descargue. –Pero vas a tardar unas cuantas horas –instintivo Rodolfo, presintiendo que volvía ese estúpido temor, que no tardaría–. Y yo tengo que salir, cierro al mediodía y ... –Y pínchatela –sonriente Gastón–, si me parece que le gustas. Cerras, le echas un filote, y de paso me haces la gauchada. Hermano, lo que pasa es que tengo un asunto enfrente del depósito y ¿dónde la voy a dejar? Pobrecita, y entre que se la pinche cualquiera y que te la pinches vos, pínchatela vos que sos amigo. Angelicalmente, la pobrecita, sin oír, se dio vuelta y miró, con su desperdiciada claridad, al vacilante balancero. –Por las dudas, flaco –y bajó más la voz Gastón–, ponete un forro. No es que la piba esté... pero viste, nunca se sabe. –No es que no quiera hacerte el favor, Gastón, pero me jodés –y el temor ya se había instalado en la mente del Dios de los perros. –O endósasela a cualquier amigo tuyo, que la trate bien, que se la lleve. La llamaban Julieta, y se bajó. Se sentó en el cuartito de la balanza, hojeó un ejemplar de Gente mientras el balancero pesaba otras bestias. En principio él sintió una vergüenza tan intensa como su temor, sobre todo por los camioneros porque, probablemente, la conocían. A menudo Rodolfo la miraba, ella con sus ojos en la revista, pelito limpio, largo y acariciable, vestida al descuido pero de rojo, sus zapatos marrones muy berretas, embarrados. Tosía, no tenía medias, barro endurecido hasta en el tobillo. Cuando no quedó ningún camión, con rostro forzadamente canchero, totalmente desfachatado preguntaba de donde venía, de que pueblo era, si... Pero su tono era vacilante. Julieta no respondía, Rodolfo pensó: ya se dio cuenta de que soy un boludo, seguro. Menos mal que entraron dos camiones juntos. Se sentía como impotente, comprendía que si no lo dejaban versear era un inútil, y que, justo él, con ella no tenía argumento. Pensó que, con esas minas, perdía, porque ese tipo de mujer no le pertenecía, de manera que se dispuso, también, a callar, pero sentía en sus espaldas los aguijones de esa mirada, como si ella estuviera esperando algo, una decisión, una violación aunque sea. Sin embargo Rodolfo suponía que, aunque se la pinchara, no la iba a poseer, ni a entender, le era muy lejana. La cintura como repujada, pechos sobrios, piernas estupendas, y una mirada para inmortalizar. Mientras pesaba, Rodolfo la miraba de reojo, y pensaba: si la lavo, la empilcho, la educo, le enseño moditos, podría convertirse hasta en modelo publicitaria, en una muchacha para lucir. Pero es una puta, lástima, y yo no estoy en sacar mujeres del arroyo. ¿Cómo seria su historia?, se preguntaba, ¿cuánto hará que cayó en los brazos asquerosos de la prostitución?, esa humillación que idealizan incautamente algunos poetas e intelectuales snob, en libros snob, como si quisieran librarse de la culpa que esa plaga representa, como si quisieran reivindicar humanamente esa terrible degradación. Lo confieso: me asquearon siempre las putas, me apiado de los infames que deben recurrir a sus cuerpos mercenarios y pagan, aborrezco decididamente a quienes las explotan, a esos cafishitos turbios que algunos inteligentudos de la literatura se empecinan en exhibir como seres simpáticos, como representantes rescatables de una "picaresca", una fauna, una manga de pelafustanes. Rodolfo, es cierto, le temía a Julieta, y pensaba que no se atrevería a tocarla, que en todo caso podría reaccionarle mal, que le hiciera un escándalo, lo humillara. Después de todo era una suerte que esa mañana, aunque lluviosa, hubiera tanto trabajo, que los camiones abundaran y sus

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choferes saludaran a la piba. Ella los miraba con énfasis, los ojos muy abiertos y con una tácita ansiedad: Rodolfo percibía que ella buscaba algún chofer igual a ella, de su idioma, para disparar de ese cuartucho habitado por un distinto que se preocupaba, todavía, por una moral. Cuando pasaron después como diez minutos sin que apareciera un nuevo camión, Rodolfo pensó que, por lo menos, tenía que salvar su machista honor, no podía pasar por tan salame y debía entonces, aunque sea, manosearla un poco, o ponérsela hábilmente en la boca, para demostrarle que él, aunque no era camionero, era un experto de la prepotencia, un duro, un despreocupado. La Julieta tosía mucho, y ni se inmutó cuando Rodolfo, con firmeza falsa, se dispuso a toquetearle los pechos y, burocráticamente, se iba animando. Ya estaba hasta por besarla, levantarle bruscamente la pollera, peto recordó que no tenía forro, y acaso no valía la pena hacerse acreedor a una purgación flamante, otra más y van ... Hasta que entró, marcialmente, un camión de la química, la Julieta abrió desmesuradamente sus ojos y grito. –¡Moncho! Era Quartucchi, del sur, quien ya sonreía antes de acomodar su bestialidad en la báscula. –¿Qué haces, princesita? ¿Te viniste a pesar? –y lo acomodó bien, se bajó, ella salió del cuartito para saludarlo, volvió a entrar con él. Rodolfo se dispuso a pesar. –¿Pa dónde enfilas, Monchito? –Pa Casilda. –¿Me llevas? –Si te querés venir. Levanto al Elíseo en San Nicolás. –Fenómeno. Rodolfo pesaba, estaba por apretar la palanquita para marcar el ticket. Se lo entregó a Quartucchi, le cobró. Rodolfo le guiñó un ojo, cómplice después de todo. Y siempre sorprendido, casi aliviado, miraba a la Julieta que ni le dio bolilla, que se subía a la cabina. Apoyó los codos en la puerta o ventanilla, ya apoltronada, y recién entonces lo miró: –Flaquito, haceme la gauchada. Decile al Gastón que me fui pa Casilda con el Moncho, y decile que no se aflija. Partieron. Rodolfo se quedó solo con sus perros, y con su pensamiento. Cuando por la tarde volvió Gastón a pesar su tara, le preguntó: –¿Te la volaron? Rodolfo iba a dar una excusa, pero fue lo suficiente macho como para responderle que sí, con la cabeza. Gastón entró en el cuartito. –¿Te la volteaste? –No pude, y creo que no quise, y además tuve un camión tras otro. Y antes de cerrar se la llevaron –mintió, si no había cerrado. Le tiré algunos kilos de más. –Se la llevó Quartucchi. –¡Se la iba a perder el Moncho! –Ah, y me dijo que te diga que no te afligieras. Gastón tomó su ticket, no se afligió en absoluto. –Una cosa que no entendí, Gastón, ¿de qué no quería que te afligieras? Gastón tomó su tiempo para responder. –Tendrías que ser camionero para saberlo.

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–Sí, la verdad que Adrián es muy depresivo, sucede que es un tipo demasiado sensible –dice Samantha, en un tono más lindo, sincero, tal vez olvidada ya de Stanislavsky. –Mira, entonces el pobre quía está jodido. Porque si todavía le queda un resto de débil sensibilidad, está perdido, hace muy bien en rajarse. Pero pienso igualmente que tendrías que tratar de bestializado un cacho, porque si no le van a ganar siempre, por goleada. Porque no creo que en el mundo quede espacio ya para esos sensibles, para esos deprimidos, porque te pisan. Porque si no tenés que juntarte nada más que con tristes, con iguales, y eso es nocivo, regodea en la derrota, en la mediocridad, eso es la muerte. A esta altura del proceso, valores como la tristeza y la depresión se tiran como basura, aunque nadie los recoja, ¿no ves que las calles de Buenos Aires están llenas de tristezas? Mira el aire, el cielo, aspira, hasta la risa nos puso triste. –Lo que vos no tomas en cuenta es que esa depresión y esa tristeza son consecuencias de nuestra sociedad. –No, flaca, no me juegues sucio, basta de tangentes, no echemos culpas con tanta facilidad, no arrojemos los fardos a cualquier parte, y menos ahora, que estamos reventados y sin saber para donde agarrar. Porque nosotros nos pasamos la vida breve echando culpas. Ahora, en cueros, solo y sin espejos a la vista, me permito la licencia de dudar, de tratar de desmenuzar un poco las palabras que venimos pronunciando desde hace una ponchada de años. Si te parece nos conformamos con la tangente, y le echamos la culpa de todo a este sistema, y nosotros, entonces, justificados, nos disponemos a reventamos más, a joder que se acaba el mundo, a rajar, a hacer guita. Sin embargo fíjate, en cueros, con treinta y dos años, ya padre de familia, pienso que realmente tenemos que empezar de nuevo, que lo anterior fue un sueño, y que muy poco tenía que ver con la realidad, que es cruel, y, como el mar, no perdona. Es así, la realidad no perdona, nos hace crecer, es guacha, empecemos entonces de nuevo, vos sos una Eva, yo soy un Adán, este desastre es el paraíso, lástima que estamos podridos ya de comer tantas manzanas de utilería, manzanas falsas. Hasta los pecados que cometimos fueron falsos, no eran pecado, no eran un carajo. –Cuando te pones serio sos terrible –dice Samantha–, no te hago caso, vos no estás hablando en serio, mejor jodé. –Una confabulación de mitómanos, flaca, vivimos alimentados del más trágico delirio, dándonos cualquier cuerda de fantasía, construyendo con la realidad castillitos de arena. Pero nos tomamos tan en serio el juego que nos metimos adentro del castillito, y perdimos. La ola, o ponele los militares, nos tiraron el castillito a la mierda y quedamos a merced, con el culo hacia el infierno y con las piernas hacia cualquier parte. Está bien, vos llévatelas a Italia. Samantha está por interrumpirlo, aunque sabe que es inútil, que no le va a permitir, le dice: –No vale la pena que me contestes, si yo sé que lo que digo es cierto, es mi verdad. Por lo menos es la verdad de hoy. Me reservo perfectamente el derecho de dudar, y decir mañana todo lo contrario. ¿Te acordás cuando yo andaba copado con aquél delirio de las imágenes? ¿aquel balurdo de crearse una imagen para después depender de ella? –Sí, jodiste mucho con eso. –Bueno, ahora estoy en la contraria, lo cual, alegrémonos, es la nueva imagen que me creé. Ahora estoy en el verso de la verdad, con ese reviento a todos los mentirosos que andan por ahí. Entonces, flaca, perdóname, a lo mejor te defraudo, pero ya no te miento más. Bancame entonces mis ataques de sinceridad, te prometo que es momentáneo, y que, por intenso, es breve. Si yo estoy ubicado, sé que estoy viviendo en Buenos Aires, pasado mañana a más tardar me pongo también una mascarita y me agrego al corso, y si no pienso puedo llegar hasta a ser feliz.

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La báscula era explotada por Crisóstomo Karamanlis, el benefactor del sur, que vivía en un palacio de Wilde y tenía desparramados negocios inverosímiles por el intacto Gran Buenos Aires; era un poderoso que tenía gran corazón, y predisposición para suministrar trabajo a sus favoritos o a quienes les cayeran bien, como Rodolfo, a quien estimaba simplemente por ser el hijo de don Abdel Zalim, amigo de viejos tiempos. Durante aquél invierno incisivo, entonces, le ofreció a Rodolfo la atención de la balanza, y el muchacho aceptó de inmediato, en principio porque, en la región, se toma dificultoso rechazar alguna sugerencia de Karamanlis. Sin embargo, Rodolfo aceptó porque era invierno, y no le quedaban casi energías para disponerse a luchar contra los canguros, ni para congelarse en algún barrio abierto de Pasco, con la maleta pateada, ni para sortear los charcos ni el barro, ni para soportar la ferocidad del viento y ni para mirar, siquiera, al cielo como un chabón, como rogándole que no lloviera. Además la báscula ofrecía la probabilidad de estar, sin grupos, solo. ¿Y cómo resistir a las tentaciones de una auténtica soledad? Más aún cuando lo rodeaba la obsesión predominante de borrarse –¿de dónde?, eso no importaba–, de empezar de una vez por todas a ser otra persona, recordarse y crearse. La idea de desaparecer, de alejarse, siempre latente en los argentinos, ir sólo una vez por semana al centro, incorporarse plenamente en universos íntimos y, de paso, fortalecerse y abandonar la venta, oficio que pesaba, cada madrugada, unos kilos más. Sucedía que en el cuartito de la báscula, aislado entre tanta inmensidad, Rodolfo podría desatar, quizás, un montón de cuestiones que venían acechándolo, quemándolo: la literatura, lo primordial. Y el hecho de tener tiempo, el suficiente como para escucharse, lo capacitó para comprender que él, como decía el polaco, era su mejor personaje. Y cuando descubrió esa precisa elemental, cuando comprobó que era un personaje de ficción, se puso a saltar y a gritar como un loco, en la burda majestuosidad del galpón con escorias, y recibía sus ecos torrenciales ante la perplejidad de los perros. Por entonces, también, empezó a darse manija con la militancia, y sin mayor conciencia, pero con cierta intuición, merodeaba, para pasar el rato, por algunos grupitos de izquierda breve y festiva, para terminar incorporándose, emotivamente, a la solemnidad del partido comunista, de donde se escaparía un par de años después pero esa es otra historia, acaso para forjar otro libro publicable en épocas oportunas, que roce lateralmente el trascendental período de la balanza y los perros, la que le sirvió, sobre todo, para escucharse, y para apropiarse de una fuente realimentadora de mentiras. Porque, quizá producto de la idealización revolucionaria, Rodolfo se dedicó a exaltar, a su manera, a los proletarios. Y entonces, aparte de ser, en cierto modo, un justo, un impartidor de justicia –es decir, un coimero– podía lucirse hasta la admiración en tiempos pasados e irreales, e impactar a alguna estudiante de filosofía, trotzquista o chinófila, que perfilaba sus sapiencias teóricas y sus conflictos sexuales en los cálidos boliches de la "capital". Yo decía, en parte, la verdad, que trabajaba en una industria metalúrgica, pero no decía que era en su cadáver, que era el único asalariado al cohete en una fábrica deviscerada, si total los impactados jamás habían contemplado, de cerca, una llave inglesa, y no distinguían siquiera la tenaza de la sanata. Muchos de ellos, no obstante, profundizaron la manija y siguieron creyéndose, y son una ponchada los que tal vez murieron, los que todavía siguen encarcelados, y los que, con seguridad, me recriminarán con razones este planteo, acomodados o hambrientos desde París, Barcelona, Caracas, con una melancolía imbancable y sumergidos en otra realidad irreal, que difiere ostensiblemente de ésta, la de aquí nomás, la del desengaño y del total devisceramiento similar al de la fábrica. Me proletaricé –así decía entonces Rodolfo a ciertos camaradas del coqueteo revolucionario de la metrópoli, a ciertos militantes más o menos auténticos de un irregular pecé, o de sus respectivas derivaciones. Claro que la imagen de la proletarización era, como cualquier imagen que se precie, for expor; en realidad era una imagen for canguros, porque su función en la fábrica muerta consistía meramente en atender la balanza para pesar camiones conducidos, en general, por linces finamente educados en el exquisito rigor del cohecho, manifestación cultural imprescindible para sobrevivir y entender parcialmente los mecanismos típicos de nuestro estilo de vida. De manera que, for canguros, Rodolfo era un obrero explotado por el griego Karamanlis, firmemente ansioso por conquistar sus reivindicaciones históricas; sin embargo,

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entre nosotros, era un coimero de base, instalado en lo más apasionante de la soledad, acompañado por perros guachos y homosexuales que deambulaban a la deriva, sin nada que cuidar ni destrozar, a través del baldío o del galpón igualmente ultrajado, colmado de arañas pollito, gatas peludas, pulgas flotantes y hasta yuyos, y con alguna maleza salvaje en cierto hundimiento donde, una vez, existió un tren de laminación, una caldera, un horno, ciento cincuenta proletas de carne, sudor y hueso. Y ahí, aunque parezca poesía, en esa soledad hospitalaria, interrumpida por camioneros, se me apareció, una tarde ventosa, Samantha. Y Rodolfo se alegró. Yo, desde la ventana, la miraba entrar con quietud, como una detective astuta, sus pasos hacían ruido sobre los tablones curtidos de la báscula, mis perros maricas la olían, le husmeaban sus pantalones anchos, y no había ningún camión pero sí había un viento frío y abyecto. que endurecía aún más las montañas de yuyos y los bordes de las huellas que dejaban los acoplados y, sobre todo, endurecían la nariz de la flaca, hilitos de agua, naricita roja.

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–Che, estás loco pero bien, eh –dice Samantha–. Por lo menos estás interesante, tenés un verso muy brillante, en todo caso es más fuerte que los anteriores. –Podría discutirte y ganarte, decirte que no, que el mío no es ningún verso. Pero para ganarte te tendría que versear, porque vos sabes que para mí, en el fondo, la vida es un gran verso. Claro que tengo una ventaja muy grande sobre los demás. –¿Cuál? –siempre entra Samantha. –Que no me lo creo. Ese es el único riesgo del verso, que uno puede terminar creyéndoselo. Ahora están mejor, como más unidos, serios, de acuerdo. Es más gratificante no discutir, y Rodolfo entonces se embala. Porque él no es apto para las discusiones, es demasiado calentón, por eso prefiere, a veces, las conversaciones en las que manda, o los monólogos delirantes donde impera cierta asociación libre, cierto viaje. Monologar es, entonces, una manera de viajar, se puede llegar a encontrar alguna respuesta. O pregunta, o reflexión, o absolutamente nada. O puede pasarse apenas un rato agradable, por ejemplo en esta noche, casi última de septiembre, al lado de la flaca, un prócer en la historia de su vida, que también, como tantos amigos, se va. Con ella, se ve, hasta se puede hablar, porque, desde hace un tiempo largo, Rodolfo viene escapándole a las conversaciones casi cultas, donde saltan montañas de obviedades que ni valen la pena ser mencionadas. Y entonces el flaco ya no quiere hablar, y menos de temas que no lo merezcan, si no es con tipos como Marinelli, porque también está loco, demasiado lúcido. Entonces, últimamente, se dedica a decir lo indispensable, que es muy poco. Toco y me voy, así vive, es decir, habla un poco, o actúa, o miente, y se va, antes de que irrumpa la tontería, la chatarra, la retórica. Toco y me voy, y no es ningún animal, quizá sí un destrozado, un filósofo despreciable, un insaciable, un chanta, un contradictorio. –Y sabes lo peor, Samantha, creo que yo soy un tipo normal, y que todos los humanos son como yo, que tenemos mil caras, que somos todos Lon Chaneys en potencia. Creo que somos todas personas con ecos, que tenemos un eco fuerte, de tan vacíos. Que nos importan muy pocas cosas pero de pronto nos damos máquina, y nos convencemos de que sí, que somos vitales, llenos de interés, de coraje. –Estás hecho un cerdo, no te creo, vos no podes pensar eso –dice Samantha. –Es factible, veo que ya, por fin, me estás comenzando a entender. Mañana a lo mejor me doy manija y puedo decirte exactamente lo contrario. Y si me dejas hablar, puedo convencerte de que la vida tiene sentido. Soy un demagogo, flaca, tendría que largar la literatura y el periodismo para dedicarme de lleno a la política, pero ojo, en el ala izquierda de la Democracia Progresista, o en el ala izquierda del radicalismo, y, si me apuran, a lo mejor, me meto de nuevo hasta en el pece. Si me aceptan, claro. ¿Engancharé algún viajecito a Moscú alguna vez? Que se dejen de joder y me tengan en cuenta, pst. ¿Me elegirán como jurado en el concurso Casa de las Américas de La Habana? Se matan de risa, les hace muy bien. –¿Podré aspirar a la Guggenheim? –y siguen las carcajadas. –Que nadie confunda esta risa con la alegría –dice Samantha, y se ríe más. Una señora, sentada cerca, los mira, mientras su niño corre, va y viene. –Es lo mejor que nos puede pasar –dice Rodolfo, sin poder dejar de reír–. que algún boludo piense que estamos contentos. La señora y el nene, sin saber por qué, los miran y ríen.

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Y me alegré porque, probablemente, la necesitaba. A veces era demasiada soledad, si pasaban largas horas en que no aparecía un solo camión, y desde el cuartito de la báscula, lo único humano que podía contemplarse era a dos perros machos amándose, entregándose a un hedonismo miserable, o mordiéndose hasta la degradación, la piedad o la muerte. Una tarde nublada. Samantha, vi muy de cerca, a dos perros grandes míos matar a uno pequeño y ajeno, blanquito y atrevido que se quiso comer a la Reina, esa mi perrita marrón, alzada. Si había tardes, Samantha, en que no tenía ganas de gritar, ni de escuchar mi eco fantasmal entre los tinglados del galpón, ni una gota para escribir, ni pensar, y me dedicaba a caminar por ese terreno bruto, o desparramaba algunos puñados de aserrín en las huellas motivadas por los acoplados, o me ponía, de puro aburrido, a acariciar a los perros, arrancarles garrapatas, matárselas. o mandaba, quizá a llamar a la María, la hija mayor del Verdugo. Para ordenarle que fuera a comprarme fiambre, pan, una botella de vino Cattorini y acariciarle, cuando volviera, desinteresadamente, las tetas. La María, pobre, era medio boba: era mansa, ignorante, jamás había salido de Lanus y le habían dicho que el centro quedaba por Constitución. Se la pasaba quien lo decidiera. Tenía como diecisiete años, y cargaba con un hijo de dos cuyo padre sería algún casado o abuelo o debutante de la zona. A su padre, el Verdugo, lo llamaban todos así en la fábrica, por la manera en que castigaba, tirando fierros, a los obreros que trabajaban en el horno. Es un mursupial que levantaba doscientos kilos en cada mano como si fueran bolsitas de pan y a quien lo vea ahora seguro le dará pena. Esta herniado, envejecido, desocupado, vive de la servidumbre de su mujer, de las servidumbres de sus dos hijas, dos bestias muy fáciles que lo humillan desde que cerró la fábrica. Y otros días, Samantha, son arduos, cortos. Demasiados camiones, no puedo agarrar una birome, ni un libro, ni comer tranquilo. En ese marco, entonces, la presencia de Samantha, que. proseguía con sus locuras generacionales. Justo a Rodolfo, que maquineaba por entenderse con alguna seriedad –y pugnaba por interpretar a todos sus amigos como personajes de ficción, a todos los humanos como personajes de ficción–, Samantha fue a comunicarle, eufórica, que se había desvinculado del partido comunista revolucionario, porque dejó de ser partido, Rodolfo, dejó de ser comunista y también de ser revolucionario. Y, por supuesto, fue a contarle que se desvinculó de Esteban, quien, al final no le llevó el erótico apunte, y, ya más al final todavía, murió, mejor dicho lo asesinaron; lo levantaron, algunos años después de la persecución ardiente de Samantha, unos ciudadanos de pelo corto, en el café de Las Artes, enfrente de la facultad de derecho, lo metieron impulsivamente en un automóvil color verde coordinación, lo tiraron por el Tigre, cerca de un arroyo perdido, con ocho balazos en el cuerpo y catorce en la cabeza. Sin embargo, estas son otras historias, para contar en un libro –como dije– más oportuno, aquí hay que continuar con Samantha, que ubicó la báscula y lo visitó porque, ante todo, le daba alegría el hecho de verlo, y para contarle que, también, se había abierto del curso de periodismo, de medios de comunicación, del yoga, de la expresión corporal con Agüero Rivarola, de las guitarras sañogasteñas, del siloísmo, de las letras, de la danza griega, de Angélica aunque momentáneamente, ya no la veía tan seguido. –Pero igual sigue siendo una de las personas que más quiero –dijo, mientras Rodolfo pesaba un camión de leña. Se había separado de lo que, con enfática convicción, denominaba la masturbación pequeñoburguesa. No sé si me alegré de verla a pesar de todas sus locuras, o, sobre todo, por sus divinas locuras, pronunciadas en voz desafiante, delante de un camionero escéptico y profano. Había venido a decirme, en tanto me disponía a pesar un camión desbordante de cartones, que estaba hastiada de la falsa intelectualidad. –Entendeme, Rodolfo –y el papelero, un yugoeslavo, la miraba–. De las absurdas intelectualizaciones que no conducen a ningún sitio positivo o concreto. Es un sendero plagado de abstracciones, ¿no cierto? El papelero lo miraba a Rodolfo, como con desconfianza. –Ya no quiero saber más nada con esquizofrénicos ni con desubicados, por favor. Así me gusta verte, me satisface verte a vos también en un retiro voluntario –seguía, mientras el alto

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yugoeslavo, con su ticket en la mano, miraba a Rodolfo con gesto inquisitivo, acaso preguntándole: ¿Pero de donde demonios sacaste a la rayada esta? Y se fue, desconcertado, y de inmediato acomodó su mole otro más, un camión de chatarra dulce, con fierros que sobresalían amenazantes. Tiré la bronca porque, además, podría romperme la única lamparita. –La culture c'est la merde, los franceses la saben bien –siguió la flaca, mientras el chatarrero, un italiano cáustico, los miraba con una atención irónica. Con insistencia, el Larreta, mi perro predilecto, la olía. Y yo, escuchándola, casi contentó, pesaba. Samantha me confesó que había entrado en contactos de diversa índole con gente vinculada al peronismo: que había tenido una experiencia, de la que prefiero olvidarme, con un poeta peronista, místico y ultraintelectual, de apellido Santuna: que había hecho excelentes, en todo caso sospechosas migas con una flaca separada, muy pata, de regreso, peronista como pocas, que nunca quiso, después, presentarme ni darme mayores detalles. –Por cuestiones de seguridad, entendés –dijo, y uno que pesaba cueros podridos y goteantes que enchastraban los tablones, se tentaba, suponía que hablábamos en broma, para joderlo, y casi me miró mal–. Es una flaca bárbara que trabaja en la base, e hizo también, Rodolfo, una experiencia que tiene puntos en común con las nuestras. La flaca se formó en un barrio, en Villa Castellino, se infiltró, se politizó, se casó con un burguesacho, se separó, hizo teatro, títeres, terapia de grupo, pasó por el pecé y salió disparando para el peceerre, y después se metió en el Poder Joven, viste, para largar el siloísmo a la mierda y sufrir una crisis que ella llama crisis de crecimiento, todo un hallazgo la conceptuación, no lo niegues. Rodolfo, por supuesto, no lo negaba; le hubiera pedido, eso sí, que hablara un poco más bajito, sobre todo porque en la cola estaba el camión de Gastón, el ambiguo, el Studebaker de Florencio, el busca de los remates, y uno que ni sabía hablar, peón de Distéfano, ladrillos refractarios. –Te decía que la crisis de crecimiento la hizo reflexionar – imperturbable la flaca–, hasta, escúchame bien, subir hacia la comprensión de su pueblo, metiéndose entonces a trabajar en el peronismo, pero desde adentro. Y agarró y largó un bulín de un ambiente que alquilaba por Palermo, y se fue a Valentín Alsina, a su barrio viejo, a retomar las fuentes y comenzar de nuevo, para volcar sus conocimientos en la concientización de las bases, y aprender de ellas, y las bases son peronistas, ¿para qué vamos a engañarnos?, y al peronismo hay que formarlo desde su raíz, ¿no te parece?, alentarlo a su realización y ofrecerle después una alternativa más radicalizada. ¡Qué flaca loca!, acaso ni se daba cuenta que a Gastón, lo único que le interesaba de su peronismo, era su culo. Se lo miraba con fervor, ella seguía su discurso mientras yo lo pateaba a Larreta, para que se fuera. –Yo, no creas, discrepo en parte con ella, Rodolfo. Pero creo que, en general, sus apreciaciones son acertadas, por ejemplo en que hay que regresar a las bases, al pueblo, esa multitud de animalitos pequeños y afectivos que somos los argentinos. Debemos nosotros sentir el mismo dolor que el pueblo, tenemos que compartir sus aspiraciones y alegrías, volver a las cosas simples e inmediatas que, en definitiva, son las más importantes de la vida. Date cuenta, los pueblos nunca se equivocan, y si el pueblo quiere a Perón es por algo. Y si el pueblo se equivoca hay que equivocarse, en todo caso, junto al pueblo, la alternativa es clara, el único camino es el peronismo, desbolchificate, pensalo, revisa tus conceptos. Ay, Samantha era divina. Ya se había ido Gastón tomándose la cabeza, y había entrado Florencio, el que subsistía gracias a las ligas de los remates, y siempre me arreglaba con propinas; sin embargo Samantha se empecinaba en que yo, a esa altura de mi vida, asumiera un compromiso histórico y no fuera más cómplice de contubernios, que me pusiera a revisar mis conceptos justo cuando estaban coimeándome. –La única poesía valedera hay que extraerla del alma de la gente, y la obra artística debe ayudar a las causas populares, y no hay causa ni pasión popular más importante que el peronismo –la seguía, mientras mis perros ladraban a coro y el camioncito de Florencio, Studebaker de museo, pesaba de tara 3.450 kilos, pero como iba a cargar le marqué 3.900. Quinientos kilos de regalo y Florencio me tiró un tomate de diez lucas, dobladito que parecía un cigarrillo, me guiñó

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un ojo y se fue, no sin detenerse, algún instante, en la poética retaguardia de la flaca que pugnaba por concientizarme. ¿Y si la meto en la fosa de la báscula?, me pregunté, cuando entraba el parco peón de Distéfano con los refractarios. –Y yo también voy a retomar mis fuentes, Rodolfo. Con qué manos me había caído. En un respiro sociopolítico, me contó que su padre se había juntado con una chica de pueblo, y que, de un tiempo a esta parte, al viejo lo comprendía y quería más. –Vuelvo para saber quién soy. Porque necesito asumirme, sabes. Su populismo afectivo, entonces, se dio paralelamente a su toma de posiciones terceristas, con su definitoria condición de peronista. –Una manera de asumir a mi pueblo, a mi historia. –¿Y Angélica no se prendió todavía en esa? –pregunté siguiéndole la corriente, cuando se fue el mudo de Distéfano. –Aún no, tiene algunas dudas, pero pronto la negrita comprenderá al Viejo, y se agregará al movimiento nacional – dijo, mientras mis súbditos afuera ladraban, se chuponeaban, y entraba uno de la química, y otro de chatarra, y también me pareció ver el Falcon Futura de Karamanlis–. Siento necesidad de entender, Rodolfo, a un tipo como mi viejo, vamos a ir juntos a la cancha, a ver a Quilmes y Nueva Chicago, el sábado. Cómo decirte, unas ganas de entender a mis vecinos, a toda la gente de Avellaneda, Bernal, Burzaco, que tienen que tomar partido por la revolución nacional, profunda y peronista.

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–A ver, Rodolfo, ya que estamos sinceros, decime: ¿Qué pongo yo en juego? ¿Qué arriesgo si me voy? ¿Qué pierdo? Vaya pregunta, y de tan fácil respuesta, quizá cruel. Un pito, flaca, tendría que decirle, ni arriesgas ni perdés un pito. Sin embargo ella entiende ese silencio, esa fue la respuesta. –¿Y qué defiendo yo si me quedo? –pregunta sorpresivamente Rodolfo, y no sólo para conformarla. –Es distinto, vos tenés más cosas que yo, tu obra, tu familia, tus hijos... –Pero me llevo todo si quiero, y rajo... –Hagámosla simple, sin comparar–dice Samantha–, yo no pierdo nada si me voy. Los recuerdos me los llevo puestos, el presente no es pregonable, y el futuro una incertidumbre. Aquí es muy negro, o muy gris; afuera, a lo mejor, consigue otros colores. No veo la hora de subir al barco, y gritar métanse el país en el culo. Ojalá pasen pronto estos días, los peores. –¿Y la familia? –Como siempre, no entiende nada. Mi viejo anda medio caído, me quiere conseguir un empleo en la municipalidad, cree que si me lo consigue voy a quedarme. Es otra dimensión, otro mundo, nada que ver. Al que sin joda tenés que conocer es a Adrián, un ser de antología, casi te diría que no existe. Es un tipo muy golpeado, lleno de amigos muertos, lo quiero mucho, de verdad. –Linda tu nueva manija, viene bien. –Lo acepto, en todo caso que lo sea, pero hoy lo quiero. Como dijiste vos, me reservo perfectamente el derecho de agarrarme otra manija mañana. Quizá con un italiano, quién te dice. Fantasías, no te niego, sigo fabricando. –Flaca, te enganchas un conde con un castillo, y nos salvamos. Ella sonríe, también es una loca. –Dale, me escribís una carta al diario, que diga sencillamente "triunfamos, Rodolfo, misión cumplida, me levanté al conde, venite". –Y vos largas a tu mujer, a tus hijos, a la literatura, y te venís a Sicilia conmigo. –Y pasas a ser Samantha de Quilmes, casada con el conde de Píndola. Él es también homosexual, bufarrón. –Por eso también el conde de Píndola te quiere a vos. Los tres entonces bailamos, bebemos champagne, como en Cabaret, yo soy Liza Minelli. –El conde de Píndola te coge a vos, después yo me lo cojo a él, y a vos, el conde me coge a mí, la felicidad todavía es posible. –El conde de Píndola te hace traducir todas tus pavadas, y manda construir un teatro para mí, como Orson Welles en El Ciudadano. –Lo curramos bien, lo envenenamos, él crepa y después somos felices, yo hago ñaca en el castillo lleno de sirvientes, vos haces expresión corporal en los jardines... –Pierrot el rayado, Belmondo árabe... –Mariangela Melato, el problema de nuestra generación es que vio demasiado cine...

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Y fue entonces cuando la fiebre revisionista la devolvió a Quilmes. A la casa natal, cubierta de recuerdos para revivir, habitada ahora también por la Perica. La decisión de regresar fue minuciosamente analizada con Angélica, quien, algo compungida por no tener un barrio popular donde retomar las fuentes, se sentía desarraigada. –Como si me faltara la raíz. Carmen, viste. Como si no tuviera historia. Ah, no soporto ser una mujer sin historia, sin antes. Ocurre que mis viejos son profesionales, unos pequeños burgueses de Palermo, criados en departamentos sórdidos. Sin embargo, a pesar de lapidar su desarraigo, Angélica le aconsejó, a lo Stanislavsky, que sí, que volviera a Quilmes, y no con la frente marchita, porque sería una experiencia digna, valía la pena. Además en el departamento de Esmeralda, muy pronto, las grandes amigas se hubieran recagado de hambre, ocurría que a Carmen la habían echado de La Casa del Fotógrafo, por reiteradas ausencias, irresponsabilidades, errores y contestaciones petulantes. Ah, ni siquiera la habían indemnizado, prepotencias del capital soez, explotador. Y Angélica tampoco laburaba, no cobraban por la entrega de sus cuerpos y entonces ni alcanzaba para pagar las expensas del consorcio, gasto que también sufragaban los papis pequeños burgueses de la coqueluche. Pero lo que la perversa Samantha no me contó fueron ciertos detalles sombríos de su relación con la Perica, la flamante esposa del constructor de residencias sureñas. Algunas anécdotas me fueron contadas, más adelante, poco antes de suicidarse, por Angélica, durante los prolongados instantes del cigarillo que mediaban entre love y love. Samantha convivía entonces con su papá y con la Perica, y esa convivencia provocó, de movida, una situación particularmente conflictiva. Sucedía que don José, por supuesto, pasaba la mayor parte del día afuera, apropiándose del pan y despotricando contra los incurables peones argentinos, una manga de holgazanes, en especial los santiagueños, porque jamás aprenderían a guiar, con sabiduría, ni los baldes, así que mejor no hablar entonces del manejo de la cuchara, la zaranda, o la pala. La pasaba despotricando, además, contra la virtual informalidad de Repetto, el propietario del corralón de materiales más poderoso del sur, porque demoraba semanas en entregar las tejas, los mosaicos, el portland. Y la Perica y mi Samantha se pasaban el día sólitas, entre las paredes levantadas por don José con sacrificios y abnegación. Y en apariencias, la repentina sed de simpleza y revisionismo, la realimentación política y la resurrección de las fuentes no ocultaban, en ningún momento, la trampa alienante de convertirse en ama de casa. –Es decir, Angélica, toda la sed de cotidianeidad que quieras, pero hasta aquí llegó mi amor, de pronto yo no te agarro una escoba ni fumada, en principio porque no me gusta, estoy de acuerdo en que el trabajo hay que dividirlo, pero sí pueden hacerlo todo otros es mejor, son manías pequeñoburguesas, ya lo sé. Lo que mi peronizada Samantha precisaba era "sentirse ella" entendés. Por este enaltecedor motivo debía pensar lo más posible, y el pensamiento que atraviesa zonas profundas requiere cierta ceremonia, cierto ambiente propicio, porque, de ninguna manera, ella podría pensar en paz, con la concentración indispensable, si en la mano tenía una rasqueta en lugar de un cigarrillo, o un trapo de piso en lugar de un cognac, o una despreciable esponja para limpiar un bidet, en lugar de un sillón, una flor y una ventana, ¿te das cuenta? Y menos todavía podría pensar cocinando, cortando cebollas o pelando papas o fritando berenjenas. Y menos, aún, si tuviera que lavar platos grasientos y entucados, o hacer colas plomizas en la carnicería, por favor. Ella hacía lo posible (te juro, Angélica) por mantener una relación cordial con la Perica: aunque es un animal de trabajo la desdichada, pero no tiene la culpa, si soporta toda la agresividad de un edificio socioeconómico en sus espaldas, ella no tiene la culpa de asumirse como esclava, Angélica, le contaba por teléfono, en voz baja, desde una casa vecina. Mientras tanto don José era algo feliz, sobre todo porque comía bien y, también, porque su Carmencita del alma estaba cambiada, en realidad hecha una preciosura, cariñosa como nunca antes lo había sido, ojalá recapacite de una vez por todas. Pegada a él de una manera inédita, juguetona, amable, le hablaba a su viejo maravillas del movimiento nacional justicialista, le preguntaba por ejemplo qué había hecho el 17 de octubre de 1945. –Trabajar –respondía don José.

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Le preguntaba también con insistencia sobre la Unión Democrática, Braden o Perón, Tamborini y el pecé. –Ma yo que sé, soy italiano. Estaba más mimosa que cuando era chiquitita así, y la llevaba los domingos a la placita o al balneario, decía don José, con orgullo de constructor, a sus vecinos entrañables, y sin percatarse que su segunda esclava es, estaba sintiéndose des, desplazada, envidiaba y ce, celaba a su hija. Ajeno, en las nubes albañiles o en lo inmediato, don José era el mismo tipo gaucho, bonachón, que hablaba de la humedad y era afable, trataba de hacer vana memoria sobre el 45, Perón o Braden, y tenía preocupaciones mayormente gastronómicas o de albañilería, un vivo hombre muerto y de trabajo y, acaso por eso, era algo feliz. Durante las noches miraban la tele, mientras la Pe, la Perica servía la cena, el café, y papito pleno relataba pausados pormenores de los santiagueños de porquería, en tanto Carmen asumía sus defensas, diciéndole papito es un problema de raíz, ellos son víctimas y no victimarios, vas a ver que con el Viejo las cosas cambiarán, ellos trabajarán con un norte, con alegría y responsabilidad... –Ma quienes, ¿los santiagueños? –Sí, papá, será distinto cuando se sepan representados, cuando sepan que no son don nadies sino que pertenecen a un pueblo que se busca a sí mismo, y que se encuentra, se identifica con el General. –Ma estás loca, estos lo que no quieren es trabajar –don José era inclaudicable, se llenaba la boca y la panza de comida mientras la es, esclava, silenciosamente en, enfurecía, y lavaba. Ay, es tan inculta la pobre bestia, Angélica, siento piedad por ella, a lo que llega la sumisión de la mujer. Porque la coqueluche, muy curiosa por el desenvolvimiento de la esclava, a menudo le preguntaba, siempre por teléfono. Era que Angélica había sugerido a Carmen, de entrada, que no se opusiera al matrimonio nuevo de su padre; más aún le había aconsejado que alentara esa unión, aunque en aquel cercano entonces Samantha estaba tan reventada con sus cuestiones político-artístico-vaginales que le dio escasa importancia a la unión, y hasta llegó a pensar, a afirmar, que ese concubinato le arrancaba una preocupación torpe de su cabeza. Cuando por primera vez conversó con la tartamuda, Carmen sintió inaguantables deseos de reír; sin embargo, muy pronto se acostumbró a la galopante carburación de su parla, si después de todo la Perica era agradable, obediente, cocinaba como una diosa y esa sola virtud bastaba para conmover a su padre. Para qué pedir más, entonces. No obstante, a menudo, Carmen intentaba iluminarla, concientizarla, entenderla, conversarla y compartir, pero para semejante bestia el monólogo de la flaca era infernal, chino antiguo. Sin embargo alcanzó a pasarle un libro de Regis Debray. Revolución en la Revolución, uno de John William Cooke, Peronismo y Revolución, El medio pelo, de Jauretche, el Diario del Che en Bolivia y algo distinto de un tal Saint John Pierce. Y, por supuesto, libros del general Perón. –Me parece que la tartufa vive esos préstamos como agresiones, Angélica. Le conté partes de La Bastarda, de libros de Medina y de Asís y tenés que ver cómo se espanta. Es que está compenetrada con la caduca moral burguesa, opresora. Hay que entenderla. Además que no entendía; por si fuera poco, no conseguía hacerse entender, y era peor porque optaba por el socorrido silencio. Era perjudicial porque se notaba a la distancia que la esclava pretendía despojarse del silencio y hablar, y, entonces cuando hablaba, se po, ponía nerviosa al tomar conciencia de su tar, tartamudeo, y a medida que comprendía su tartamudeo tar, tartamudeaba más y era lamentable, si hasta parecía que recitaba poemas de Leo, Leónidas Lamborghini. –Es para escucharla, Angélica –le contaba en un tono casi subterráneo, para que la vecina, una gorda chismosa condenada a ruleros perpetuos, no se enterara. De manera que el único len, lenguaje que entendía a la perfección la Perica era el len, lenguaje de la escoba, el vocabulario tácito de las rejillas y el de las mi, milanesas, en eso sí que era la mejor oradora, tenía la facilidad de Marthineitz. Y Carmen no se movía de Quilmes. Una crisis de inactividad, que la sospechosa flaca populista que jamás quiso presentarme denominaría crisis de crecimiento, la inmovilizaba,

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accediendo al avance inescrupuloso de las fuentes que avasallantes, volvían, con breves recuerdos frescos aunque forzados, por ejemplo de cuando se recibió de maestra en el normal de Quilmes. Ah, cuánto que soñaba con ser maestra, de veras, contemplar sanas travesuras, sonrisas picaras, guardapolvos y ruido de tizas, sentirse una auténtica madre de cuarenta niños (dar, Angélica). Dar todo lo mejor de mí que pueda dar, le decía por teléfono, maquineada por el balurdo de las fuentes, a Angélica, pero también se lo decía a su padre, sed de ser útil, papá, sed de dar, mientras la Pe, Perica servía, acomodaba y la, lavaba platos, azulejos, sus manos goteaban espuma y no de mar, precisamente. –Me encantaría, papito, volver a ser maestra, empezar de nuevo, es una ilusión. Entonces durante el día Carmen la pasaba ilusionándose, analizándose, creciendo, estudiando libros del General y hablando por teléfono con la coqueluche, mientras la Perica tra, trabajaba, hasta que sin em, embargo una tarde es, estalló, la Perica estalló con toda razón y cu, cuando se dio cu, cuenta que estaba por es, estallar agarró y tra, tragó saliva, pu, puteó en voz muy baja y se fu, fue al baño, y no a ca, a cagar, más bien a ca, a calmarse. Fue una tarde de esas muy largas, en que, de puro repodrida nomás, Carmen la miraba pasar el secador, el trapo, estrujar el trapo sobre el balde. La niña fumaba, la miraba y tiraba la ceniza en el piso recién lavado, como para no es, estallar, cómo para estrujar el tra, trapo tranquila. Acaso la Perica pensaba que ese trapo, algún día no lejano, podría suplantarse por el cuello de su odiada hijastra.

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–Por ahora, Adrián es lo único que tengo, lo del conde de Píndola es una posibilidad, para tener en cuenta, claro –dice Samantha: Adrián está convencido de que en Italia estaremos mejor, y yo le creo, si total no creo que en ninguna ciudad del mundo estemos peor que en Buenos Aires. Sabes, pienso que ya perdí demasiados años en la Argentina, que tendría que haberme ido antes, que tendría que estar perdiendo el tiempo en cualquier otro sitio. –Y sí, te entiendo –dice Rodolfo–. Estás jugada, no tenés nada que perder, como la clase obrera –y vuelve, sin querer, a la ironía, si total ella lo conoce, con sus maneras siempre le dio alegría–. Y decime, ¿Adrián arriesga algo?, digamos, ¿como la clase media? –La hija por ejemplo, ¿te parece poco? El sí que arriesga cosas en serio, y realmente está de vuelta, y castigado. Sin embargo me ayuda, me alienta aunque esté caído, cuando se pone a hacer planes es un encanto, ni te imaginas cómo le brillan los ojos. Por ejemplo, tiene ganas de que tengamos un chico, un italianito quizás, a lo mejor, quién te dice, un trances. Y yo le digo que no, que no sé, pero la verdad que, en el fondo, me ilusiono. –Debe ser un tipo sano. –Puff, sí. Como todos los abogados está podrido de su profesión, y además, en cualquier momento puede tener un disgusto aquí, le está pasando muy cerca ... aunque la verdad, si hasta ahora no le pasó nada, puede pasarse aquí hasta que se muera. Pero nunca se sabe. –¿Defendía políticos? –No, ya lo hubieran limpiado ... lo que pasa es que cantó algunas veces en actos de la jotapé, durante aquella temporada ... efervescente, ¿te acordás? –Canciones con contenido –con un dejo de burla Rodolfo–. ¡A desalambrar, a desalambrar! – entona, muy mal–, que la tierra es nuestra de Juan y José... Muy bien. Flaca, te rajas con un abogado cantor, y encima revolucionario. ¿Y qué te parece? ¿Enroscará a alguien allá con sus canciones? –Déjate de decir pavadas que no te cuento más. –No seas mala persona, seguí, que me apasionan las historias de abogados. –Te pusiste de nuevo en boludo. Decime por qué tengo que aguantarte, por qué me seguís tomando siempre en joda, como cuando éramos chiquilines. Primero te aguanté las agresiones, después el jueguito de preguntas y respuestas, como si fuera tan difícil que acertaras, y ahora me cargas con... –Perdóname, no te pongas mal –dice Rodolfo, y sin ironía, absolutamente en serio–. ¿Quién soy yo para cargar a tu abogado? Cázame la onda, a lo mejor me burlo pero sin maldad, créeme que ya lo aprecio, que lo conozco como si fuera un gran amigo, que... –No sé si me estás vendiendo, Rodolfo, yo te acompañé a vender retratos, ya no te puedo creer, me parece que estás haciéndome un argumento. No sé si me estás hablando en serio o me estás cargando, nunca lo sabré, lo real y lo falso es en vos un permanente sandwich. –Emparedado de realidad y ficción, ¿cómo no voy a dedicarme a la literatura?, seguí contándome los problemas del abogado, que lo voy a inmortalizar, dale. Samantha se resigna. –Treinta y dos años, separado, una hija. Pero que no fue producto de un polvo descuidado, como dijiste antes y te la dejé pasar. Adrián es un tipo que vivió media vida, y está dispuesto, como propones vos, a empezar de nuevo. Deja una casa levantada, su profesión, sus amigos, su hija, pero para tratar de levantar otra casa alguna vez, para tener otro hijo, y quererlo, y quizá para vivir de algo que le guste más que la abogacía. –¿Por ejemplo el canto? –Sí, por ejemplo el canto, aunque te rías. El comienzo allá será difícil, pero no más difícil que seguir acá. Vamos a ver, allá tenemos contactos. Y también parientes, unos primos de mi viejo, a los que recurriré sólo en caso de extrema urgencia. Ahora Rodolfo la escucha, hasta con atención, no dice nada nuevo, pero le brillan demasiado los ojos a la flaca. Tanto, que podrían ayudarlo a Lawrence de Arabia, a cruzar el desierto. Son ojos que nunca se apagan, y menos cuando hablan de fantasías, proyectos. –También tengo una amiga, Analía, no sé si la conoces, que se fue hace un año y medio, y ya hizo una buena base. Y Adrián está lleno de contactos, de cartas, para todas partes. Y si nos va

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mal en Italia arrancamos para Barcelona, donde tenemos más facilidades, por el idioma, es más seguro conseguirse un rebusque, si está lleno de conocidos. O a lo mejor recalamos en Francia, quién te dice, ahí tenemos a un amigo que hace artesanía, a otro que pinta y expone y que le va muy bien. Todos los que se fueron andan más o menos bien, por lo menos se ubicaron. Ah, y me olvidaba de otro contacto, en Roma, que a lo mejor podría hacerlo cantar a Adrián en un boliche, eso sería lindo. De veras, Adrián tiene una voz cautivante, puede gustar. –Ojalá –dice Rodolfo, sinceramente–. ¿Y compone? –Sí, pero... más o menos ... mejor musicaliza, le puso música a Vallejo, a Neruda, a Gelman ... Además, volviendo al viaje, olvídate de lo que te voy a decir, nos llevamos un audiovisual muy bien montado, sobre el proceso peronista. Desde el cuarenta y cinco hasta la muerte del viejo. Tal vez podremos proyectarlo, porque sacaremos algunos mangos y podremos viajar más, proyectándolo en varios países, si irse de un país a otro en Europa es como irse de acá a Córdoba. Yo creo que el audiovisual debe ayudarnos. –Claro que sí, va a ser muy interesante ilustrar a los europeos, que aprendan, hay que latinoamericanizarlos, ayudémoslos a que tengan pronto sus flores de Pinochets, de Stroessners, de... –Muy poco tiempo se puede hablar en serio con vos. –El suficiente –dice Rodolfo, y mira otra vez el reloj del Trust. –¿Qué te iba a decir?, ah, si tenés algunas direcciones para darme te las voy a agradecer, ¿sí? –Por supuesto, tengo muchos amigos, patas, como nosotros. Los deprimidos del tercer mundo, con su verso gastado, a cuestas.

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Más que llamarle demasiado la atención, la Perica se le había convertido en una obsesión, acrecentada por el ocio. Había tardes de crecimiento en que no quitaba sus ojos de los movimientos de la tartufa, si barría, o si caminaba o si se sentaba. Y con los ojos la perseguía a través de la cocina, por la ventana cuando la esclava salía a hacer mandados. Carmen se preguntaba, por ejemplo, cómo habría sido la vida anterior de la Perica, si alguna vez se habría enamorado, si sería conocedora de los secretos de la cama, de los secretos de los hombres, si alguna vez habría tenido cadenas de orgasmos o habría marcado cuellos. Se preguntaba, además, si gozaría con su padre. Difícil. En primer lugar difícil porque es muy raro que una mujer del Gran Buenos Aires pretenda la reivindicación de gozar en la catrera, si eso es, todavía, cosa de hombres. Es cierto que son muchas, acaso la gran mayoría, las mujeres argentinas que desconocen la enloquecedora alegría de acabar. Igualmente Carmen se preguntaba, también, si su padre estaría en condiciones de hacer gozar a semejante bestia, y cuál sería el comportamiento de ambos en la concreta cama. La conducta sexual de su padre era previsible: el viejo estaba arruinado, era improbable que conformara, o, lo que es más normal, que usara a alguna mujer. Pero en cambio la Perica, ¿cómo sería? ¿Le gustaría comérsela? Enigmas. Acostada en su cama, despierta y lúcida, Samantha era una lluvia de preguntas. Trataba de captar, por ejemplo, algún gemido que proviniera de la pieza contigua, de ser posible alguna placentera exclamación, por lo menos un dame, o un ¡ah! o un ¿cuánto falta? Sin embargo no captaba ni siquiera un ¡ah!, tal vez se excitaba y pensaba en cualquier sparring, tal vez en mí. El misterio de la Perica era indescifrable; se preguntaba por qué motivos insólitos se habría juntado con su padre, en realidad convertido en una pasa de uva que hablaba de la humedad, de los santiagueños y comía. No alcanzaba a admitir que se hubiera juntado sólo por resignación, por temor a la soledad, o sencillamente porque sí. Carmen pensaba que, a pesar de su tartamudeo refractario y gracioso, la Perica hubiera podido conseguir otro candidato. Más joven, claro, pero sin casa. Apenas terminaba con la cena generosa, don José se entregaba con énfasis a la ceremonia de los eructos. Después, con el diario se acostaba, y, al minuto, a lo mejor maldiciéndolo a Repetto o a los changarines santiagueños, se dormía. Y a la hora no se oían las exclamaciones de placer, ni las respiraciones agitadas. Se oía apenas, en la casa levantada con amor, sus terribles ronquidos, algún esporádico pedo independiente. De vez en cuando, en medio de la noche. Carmen se levantaba, encendía un cigarrillo y caminaba hacia el baño, pero sólo para echar una ojeada desde la puerta del dormitorio matrimonial, para verlos dormidos, cola con cola, ni siquiera soñando se comunicaban.

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Turco, creo que un día de estos voy a tener que cojerme a mi vieja. Ya le cacé la onda, creo que si no se la cojen pronto va a agarrar un cuchillo y nos va a matar a los tres. Primero va a matar a mi viejo, eso seguro. Después a la Gracielita, mi hermana. Y si no me la cojo me va a matar también a mí. Ocurre que mi vieja no da más, turco, a la pobre la están torturando todos los días, de a poquito, de una manera implacable, pero hormiga. Ni los chinos imaginaron una tortura semejante. La están reventando con el televisor, con la nostalgia. Imagínate, le están pasando todos los días películas argentinas, de las que vio en 1940. Y la pobre tiene muy buena memoria, se acuerda con quién fue a verla, qué tenía puesto, si le había gustado, si había llorado o comido maní con chocolate. Y lo peor es que se recuerda joven, y como si nada hubiera pasado ella ve las películas esas, con Enrique Muiño, El viejo hucha, Sebastián Chiola, Y mañana serán hombres, Santiago Gómez Cou y la Mecha Ortiz, Una mujer sin importancia. Y llora igual, como en 1940. Pero yo no creo que llore por las películas. Creo que llora porque piensa. Para mí, que mi vieja piensa que, cuando ella era jovencita, era muy temprano para la fiesta. Y que ahora, que está arruinada, es muy tarde. Y debe pensar entonces que vivió al pedo, entendés. Y con esas películas agresivas se debe acordar del tiempo en que era temprano, cuando tenía que salir a cualquier lado acompañada de la madre, del padre. Mis abuelos eran dos italianos cerrados, que la criaron en el respeto, en el temor, dos valores que antes eran sinónimos, viste. Y no la dejaron salir sola con mi viejo hasta el casamiento. La cagaron, no le dieron oportunidad para elegir, se casó sin saber lo que era una verga. Lo que no puede bancarse son las actitudes de la Gracielita, eso es lo peor, mi hermana es una turra. La perjudica, porque se le ríe de esas películas, le dice que son tonterías superadas, le dice tonta a mi vieja porque todavía se emociona. Es que la Gracielita, para colmo, ya le llevó como cinco novios a casa, sin contar los amiguitos, y la llaman por teléfono como veinte machos por día. Y hace unos días mi vieja le descubrió el diafragma, la cartera de mi hermana estaba abierta, y se cayó. Cuando mi vieja fue a levantarlo dijo ¿qué es esto? ¿Y qué le costaba a la Gracielita mentirle?, decirle que era cualquier cosa, si mi vieja nunca había visto un diafragma. Pero no, la turra no, de puro atorranta le dijo la verdad, que eso servía para hacer uso sin complicaciones, sin quedar embarazada. ¡Ay, la rabia que le agarró a mi vieja, turco! Le quiso pegar a la piba y todo, y me dije aquí la mata, pero la Gracielita no se quedó atrás y la mandó, de movida, a la mierda. Le dijo equivocada, si seguís jodiendo yo me voy de casa y no me ves más. Y yo la compadezco a mi vieja, se debe imaginar las festicholas que se manda mi hermana, con los novios. Sé que, en el fondo, la envidia. Si ella, pobre, tiene que conformarse con la panza de mi viejo, con sus ronquidos, ¿cómo no se va a resentir? Por eso tengo miedo, una noche con el cuchillo nos va a destripar a todos, hay que comprenderla. Pero ojo, no es mi madre sola. Mira con detenimiento a las viejitas que oscilan los cincuenta y cinco, sesenta años. Mírales la cara, vas a ver si no te dan pena. Es que en el fondo todas sospechan que vivieron al pedo, aunque lo nieguen, y se quieran conformar jugando con los nietitos. Yo expongo el caso de mi vieja, que es el que mejor conozco, para que debatamos. Tiene sesenta años, está arruinada, pero seguro que todavía aspira a que se la cojan, y bien, como en las películas de ahora, ¿o no tiene derecho? Discutamos, si querés. La recagaron. Antes se iba con mis abuelos a llorar con las películas de Amelia Bence, y creía que mirar el brazo de un tipo era pecado. Ahora se va con mi viejo al cine y lo ve a Juanjo Camero en pelotas, a Thelma Biral también en pelotas, relinchando como una alazana, acordate, en El muerto, sobre el cuento de Borges. Y sabe –porque se lo contó la Gracielita, que fue a verla antes de que la prohibieran– que a Marlón Brando, en el Ultimo tango en París, le meten el dedito en el culo, y que le gusta. Y que Marlón Brando embadurna a una mina con manteca, antes de metérsela. Sí, anda y convéncela de que ella es honrada. Que son honradas. Anda y que se convenzan de la pureza del hogar. Anda y deciles que por habernos criado sanos y fuertes, tienen que estar satisfechas. Que nosotros los hijos somos la causa de la felicidad, anda y vas a ver cómo te sacan cagando. Las viejas están podridas de la decencia, eso se acabó, ahora quieren pijazos, y yo las comprendo. Polemicemos, si querés.

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El desgarrador revisionismo de Samantha, acentuado por motivos económicos, se vio repentinamente fortalecido, entonces, cuando por intermedio de un cliente ególatra pero generoso, un tal Mingo Cichello, que se dedicaba al negocio inmobiliario, y que tenía ciertas palancas sólidas en municipalidades del sur, papito José consiguió que le otorgaran, a la nena, una suplencia en el Colegio María Auxiliadora, de Bernal. Por eso, Angélica, cada vez fue "sintiéndose más ella", entendés. Porque ahí sí que podría activar desde la base, con sus compañeras maestras, que se incorporarían al movimiento nacional. Cuando se enteró del nombramiento inesperado, se emocionó, como en sus mejores jornadas iniciales, porque volver al magisterio era una de las dichas que, en realidad, más deseaba, y esas aulas eran causales de sueños, Angélica. Le costaba suponer que la breve experiencia docente había sido en su vida, apenas, una etapa superada. Y no, negrita, ella no la consideraba agotada, este nombramiento es un premio a mi obsesión, porque vos no sabes cuánto venía necesitando, coque, escuchar el ruidito de la tiza en el pizarrón, la música inconfundible de los chiquilines cuando murmuran, la travesura espontánea de algún mocoso flequilludo, que te mira como un rufián y tiene todo el futuro en sus manos. Y ayudar, dar, Angélica. Sentirse necesaria, tener capacidad para deleitarse con la permanente ingenuidad, para asombrarse con la magia intensa de la inocencia, quizás el más ajustado paradigma de pureza, y de la verdad, coque, de una verdad que nosotros debemos modelar, darle forma, orientar, ¿te das cuenta? Apenas se enteró fue a transmitírselo a la coqueluche, al bulo tenebroso de Esmeralda. Le abrió la puerta un rubio macabro, de barba, vestido con un popular pantalón pijama, el pecho peludo en cueros, era un pedante desconocido, algo sobrador y pérfido. Estaba a medio lavar, con pinta de ganador que acaba de echarse un polvo, aún mantenía en las axilas manchas de jabón. Despeinado, descalzo, el confianzudo miró a Samantha desde las sandalias hasta sus ojos asiáticos, para luego darse vuelta y decirle a Angélica: –Te buscan, che. –¿Quién es? –Una flaca. Pasa, nena. Coqueluche estaba deprimida, en cama, por un cambio irritante de palabras que había tenido con el barbudo, a quien llamaba Bebe. Al ver a su amiga del alma, a su hermana, por supuesto que la hizo pasar, juntó del piso el poco de ánimo que le quedaba y hasta se levantó, y los presentó: –Carmen, el Bebe Barroso, un pésimo "man". Angélica se alegró con la novedad del nombramiento, le pareció "genial" que volviera a ser maestra, y analizaron tenuemente mientras el Bebe se peinaba, se cambiaba, se iba sin siquiera saludar. –Ah, qué tipo repelente, odioso, cínico –dijo Angélica. –Se ve a la legua que sí –Carmen–. Me transmitió odio, no me llegó. Cuando por primera vez. después de un baqueteado par de años, mi Samantha se puso el guardapolvo blanco, hubiera deseado, de corazón, tener a su lado a Angélica, para compartirlo. Parecía mentira, su euforia conmovió hasta a la Perica, y hasta a la vecina cubierta de ruleros, melodramática y gorda, que había abandonado la gestación de un estofado sólo para admirarla. Cuando se vio frente al espejo, Samantha lloró; en su amplio repaso alcanzó a evocar aquel primer día de clase, sus seis años, había sido una mañana fresca de marzo, un lunes, 1953, peronismo. La había acompañado su madre, ella la nenita no quería entrar porque tenía temor a lo desconocido, su madre le decía anda, anda, la acompañó hasta adentro porque lloraba. Recordaba con nitidez, su madre estaba vestida con un batón azul, similar al que ahora pisaba mirándose, porque, como el espejo alto se hallaba en el living, caminaba con patines. Parada entonces sobre el tibio recuerdo de su madre, Samantha contó a la vecina con delantal, a la Perica con de, delantal, que aquella mañana imborrable, su padre le había comprado gofio. –Ahora no fabrican más gofio –dijo la vecina, extasiada. Perica pre, preguntaba qu, qué era el g, gofio. –Un polvito amarillo que venía en bolsitas de papel, sabes.

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–Era maíz, creo –agregó la vecina, Amalia, nostálgica. Con la gentileza que la ca, caracterizaba, la Perica se había ofrecido a p, a plan, a plancharle el guardapolvo, o aunque sea a darle una repasadita. Sin embargo Samantha no le permitió, porque con ternura, con devoción, lo había planchado tres veces ella misma, la noche anterior, mientras su padre decía a cada rato voy a mandarle una botella de whisky a Cichello. –Se fue loca de contenta –le contó doña Amalia a su esposo, un obrero de Segba que la trataba con indiferencia, mientras comían. –Volvió lo, loca de contenta –le contó la Perica a doña Amalia, ya tranquila porque su marido comió todo el estofado. Y tam, también la Perica se lo con, contó a don José, quien había ido a tomar unos mates apurado, porque tenía que disparar para el corralón de Repetto, informal de porquería. Samantha estaba hecha un amor.

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–Samantha, quédate en Buenos Aires a mirar televisión. Dan películas a la tarde, hay entretenimientos, telenovelas, partidos de fútbol todos los días. Vos y el abogado, polvo va, polvo viene, la podrían mirar felices desde la cama, por lo menos los domingos. Estás empachada, cómprate un televisor y te vas a curar, mira las sonrisas de Percivale, los almuerzos de Mirtha Legrand, las propagandas. Y vas a comprender que, después de todo, la vida tiene sentido. A lo mejor, el secreto de la felicidad puede ser ése, y la ubicación, ese don preciado, puede señalarlo el televisor. Hay que seguir la corriente, para pasarla bien, sin pensar. Y comprar todo lo que nos sugiere, leer Gente, y tratar de hacer dinero, mucho, para comprar todo y ser fuertes, cambiar un coche por año y tener muchos, muchos hijos. Cualquier cosa, si pueden, que arreglen el mundo ellos. –Jamás voy a saber cuándo me estás hablando en broma o en serio. –Entonces, era hora, al final de la novela estás empezando a comprenderme, te lo dije. Cierto, a veces, cuando vengo torcido, pienso que el camino correcto es el que eligieron los muchachos de mi barrio, los que iban a la milonga y a la cancha conmigo. Tal vez los dueños de la verdad son los fierreros del Camino General Belgrano, tienen plata, se culean sus negritas, se levantaron casas en Santa Teresita, en Las Toninas. Pienso que tienen razón los camioneros aquellos que pesaban en la balanza, que tienen para el fin de semana su torino gran routier, que vale cincuenta ediciones de una novela, y piensan nada más que en él, en cuánto le pondrían para llegar al cielo, picando. Pienso que tienen razón tantos amigos míos que se independizaron con un tallercito, con una boutique. O aquellos que alcanzaron un título edificante, y se dedican a él más que a la vida, y envejecen tranquilos, morirán con dignidad, rodeados de parientes y propiedades. Por ejemplo tiene razón el polaco, que se dedicó furiosamente a hacer guita, aunque sigue más o menos loco. O ese verdulero que estaba por casoriarse con vos, a lo mejor hubieras ganado si lo enganchabas. –Vos estás hablando en serio, a mí no me engañas. –Deja de preocuparte por eso, ¿si hablo en serio o no?, tibio tibio. Decido que no tengo alternativa, que seguiré siendo un eterno zigzag, porque a veces, cuando ando fuerte, derecho, esos resultados de vida me parecen renunciamientos. Y que crecer es una manera de capitular. A veces los veo hechos unos muertos, a veces los envidio, quiero ubicarme y convertirme, también, en un cadavercito, uno más de esta vida puerca, y no pensar más que de aquí a dos metros, o noventa líneas. Y entregarme mansamente a la puerilidad, a engordar tranquilo, seguir la ola. Y no quiero andar buscando más culpables, quiero dejar de ser un tonto sherif, o mejor, un aguafiestas. Además, creo que se nos acabaron los culpables. ¡Aleluya!, ¡por fin se nos acabaron los culpables!. Pronto empezarán a echarnos culpas. A preparar los hombros, entonces.

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Y siguió un par de días hecha un amor, una monada de chica. Trabajaba con ahínco, con responsabilidad, pasaba horas detallando a su padre cualidades de los alumnos, unos chicos despiertos, divinos, mientras Perica servía, lavaba platos, azulejos. Samantha se tomó tan en serio su "volver a las fuentes" que hasta trató de enamorarse, porque permitió pasivamente que la sedujera, la cortejara, precisamente permitió que se la levantara Antonio Dinápoli, Tony, un feriante apuesto, peleador, desfachatado y propietario de músculos incandescentes, patoviquenses, músculos que Angélica ya había admirado, detenidamente estudiado con poca objetividad durante la noche del velorio, a pesar de su pecoso accidental. Carmen conocía a Tony desde que eran mocositos; a ella siempre le había gustado, sin embargo él, esquivo, entonces algo mayor, no le llevaba el menor apunte. –Tal vez, Angélica, no se trate más que de una venganza. Cuando yo tenía catorce, quince, o dieciséis, no me acuerdo, soñaba con él, que me abrazaba, que yo le acariciaba su pelo. A las dos semanas ya se encontraban afilando. Tony era un muchacho lógicamente inculto para ella, que era maestra y había estudiado más allá de la secundaria. El no, tenía hasta un esforzado sexto grado, pero era, en cambio, muy trabajador, enérgico y tenaz y todo músculo y excelentes intenciones. –Fíjate que a lo mejor por inculto, Carmen, es bueno, sano. Ocurre que la cultura, de pronto, puede extirpar las bondades naturales de las personas, puede ser. Tony era alto, sonriente, castaño tirando a rubio, hacía favores aunque no se los pidieran, quería peninsularmente a sus padres y a su hermana muy fea, decente por obligación, por formación y fealdad. Apreciaba a sus familiares, amigos y vecinos, aunque pretendía superarlos, se peinaba por la calle y era cachador, violento y fuerte, bello, usaba camisas de colores y una cruz de plata en el pecho. –La culture c'est la merde, Carmen –le reafirmó Angélica, en el departamento opaco que olía a ajo y sexo, la tarde en que mi Samantha fue a confiarle que había formalizado el filo. –Quizá sea una locura, negrita. Porque comprobaba que Tony era limitado, un burrito, pero la divertía, porque tiene, Angélica, otras virtudes que pueden suplir a la cultura, como ser la vitalidad, el hecho de andar siempre bien, igual, sin conflictos graves. –Me divierte estar a su lado, me gusta tenerlo cerca mío, de verdad, es una explosión de candor, hablamos por suerte idiomas distintos, siento que él puede darme cosas, para qué más. Te juro, negrita, que deseo, necesito quererlo. Por su parte Angélica continuaba deslizándose por su tobogán eterno, en picada, caída siempre como sus medias, tirada como sus zapatos por cualquier rincón del gélido bulín. No acertaba ninguna y por esa pendiente no tendría ninguna posibilidad de acertar, sobre todo porque ya no apostaba más, se sentía y sabía sola, usada, despojada, hueca, sin ninguna "cosa" para dar y sin disposición para recibir, se sentía en realidad desarraigada de nacimiento, con una existencia inútil, mientras veía que Carmen, su gran amiga, su hermana, se encontraba plena, a gusto, "sintiéndose vivir", "haciendo cosas", con espíritu de superación, enrolada ideológicamente en el peronismo, con creencias hasta en el noviazgo, qué lindo es creer. Sin embargo Angélica ya no podía creer en nadie, había sufrido una última decepción atroz con el enigmático Bebe Barroso, quien, cuando consiguió un crédito ventajoso y a muy bajo interés, la mandó repentinamente al carajo, después de pegarle, gritándole entre los sopapos frígida de mierda. Pobrecita ya no tenía amigas, ni amantes, ni empleos, ni sueño, ni ningún resquicio donde poner su tiempo, apenas conservaba intacta su depresión despreciable, sus pálidos bajones típicos que podían arrastrarla hacia cualquier parte a esta pedazo de pelotuda que se suicidó sólo para joderme la vida, que se mató de la misma forma en que vivió. Al pedo. Coqueluche, negrita mimosa, compradora, desprotegida cangura que en veintiséis años no supo encontrar un sólo rincón cierto donde meterse, querendona y fácil, vuelta y vuelta, debilucha que lo único que hiciste fue perder, decime una cosa sola, ¿por qué te suicidaste la puta que te parió?, si yo venía diciéndote que te dejaras de hinchar las pelotas con esa escena stanislavskyana de andar cortándote las venas a las siete menos cinco porque sabías que yo llegaba a las siete. Oíme, chabona, si se puede oír a los mortales en el cielo de los boludos, ¿por

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qué no te fuiste a París?, o por lo menos a Casablanca, a Estambul, a Australia, o a cualquier prostíbulo de Puerto Rico para trabajar en lo único que sabías. Decime, ¿por qué aunque sea no le metiste el dedo en el culo a un Almirante?, ¿por qué no te dedicaste aunque sea a robar? Decime una cosa, pánfila, ¿por qué demonios me reservaste a mí el espectáculo ese?, encontrarte en pelotas y en el suelo, muerta y con un olor a gas espeluznante que provocó que ahora, apenas perciba un mechero, dispare. Decime, ¿porqué no te tiraste aunque sea desde la terraza del edificio Olivetti?, por lo menos hubieras interrumpido el tráfico durante diez minutos, o ¿por qué no te tiraste entre las vías del subte, a las siete menos cuarto?, si le estropeabas aunque sea el horario a media ciudad, así jodias a alguien con tu muerte. Decime, perdida, ¿por qué no te fuiste a dedo a Mar del Plata? Era tan fácil, ni hacía falta mucha imaginación, te ibas a cualquier playa y te hacías la Alfonsina Storni, caminabas hasta el fondo del mar, o te tirabas entre las rocas. En definitiva, guanaca, decime por qué me diste la llave de tu departamento, con tantos solitarios que en Buenos Aires no tienen donde ponerse ni desquesarse, ¿acaso no imaginabas que alguna tarde podría retrasarme? Decime, desgraciada, ¿qué derecho tengo yo de andar soñando con vos todavía?, persiguiéndome al despertarme, martillándome con la probabilidad de que hubiera llegado más temprano. Porque pienso que, si yo hubiera llegado quince o veinte minutos antes, tal vez ahora no estarías muerta, aunque en el fondo, en tu caso, puede ser lo mismo. Podrías estar viva y con máquinas nuevas, colmada de pálidas y conversando sobre las pavadas que hablaste desde que creciste, y ya te habrías bajado unas cuantas decenas más de hombres o mujeres, te estrenarías bolitas nuevas, una bufanda, mirarías una verga y pensarías que, después de todo, la vida tiene sentido. Te maldigo, que bien muerta estés, por puro pelotuda, que por favor no sueñe más con tu cuerpo standard desnudo, tu pelo largo y desordenado, las manos entre tu sexo, las marcas de esa bikini –verde, era– que tanto me excitaba. Angélica mía, fuiste apenas una de las tantas mujeres al pedo que tuve, y a pesar de la teatral ceremonia de tu muerte, no puedo dejar de confesarte que te amaba sencillamente porque me eras cómoda, tenías bulín y tenías teléfono, no exigías, y escuchabas concentrada todos mis proyectos falsos. Y me hacías bien: si no te daba nada, cómo no te iba a querer. Ay, negrita, te vendieron una infancia equivocada, te vendieron la ruptura con tus padres, te vendieron el matrimonio o la pareja y te vendieron después las paralelas, y paralelamente te vendieron la separación, te vendieron la realización y la liberación y el "hacer cosas", te vendieron la angustia y la depresión, te vendieron la revolución y te vendieron la soledad, te vendieron la incomunicación y el hastío y por último te vendieron, cangura mayor, hasta el suicidio. Sueño todavía, coqueluche, que llego lo más tranquilo a tu departamento, dispuesto a vaciar mi mercancía y a comer algo, a contarte algún proyecto y a hacer un par de llamadas telefónicas. Sueño que, antes de abrir tu puerta, ya siento el penetrante olor del gas, de la kitchenet, del calefón. Sueño que pienso: la boluda ésta está jodiendo de nuevo. Sueño que me pongo un pañuelo en la nariz y abro la puerta, entro y cierro la llave del gas, abro la única ventana que daba al precipicio y miro hacia el sofacama –donde te vendí que nos comunicábamos con Dios– y no estás, y miro hacia el piso, y en un rincón, te encuentro, muerta, hermosa, en bolas. Sueño entonces, Angélica, que me saco con lentitud los pantalones, la camisa, los mocasines, y me tiro encima tuyo, pero no a morir –cualquier día–, sino que a echarte un polvo, el último, el único de importancia. Sin embargo hablábamos de Antonio Dinápoli, alias Tony, un tipo ovomaltina, que, además de músculos, pelo tirando a rubio y largo, tenía un camión pintado de verde, un Chevrolé, en que lo más trascendente era la bocina. Tenía también una moto güera con escape libre, la que atormentaba algunas siestas del sur, tenía una familia "unita", italiana y laboriosa, que entusiasmaba a las madres de varias muchachas casaderas de Quilmes y Bernal. Tenía un puesto de verdulería en la feria, y una verdulería adelante de su casa, atendida por don Gino Dinápoli, su padre, orgulloso, gritón, sentimental y cubierto de taquicardia. Cuando el noviazgo comenzó a propagarse, se entusiasmó también don José. –Parece mentira –le decía a su esclava, la Perica– ojalá, pido a Dios que mi hija asiente

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cabeza, tiene que recapacitar porque en el fondo es buena, es algo rebelde, aunque la educamos lo mejor que pudimos, con la Luisa, y creo que bien, si en la escuela traía siempre notas altas y felicitados. –O, ojalá cam, cambie –decía Perica, mientras laburaba, so, soportaba. Tony Dinápoli creía además en la inocencia, quien sabe creía hasta en la virginidad de Carmen, porque, de otra manera, no la hubiera escogido como novia, como se acostumbra en la región. Mi Samantha le comentó a Angélica ese asunto de la virginidad, y rieron por esa nimiedad provinciana. Juntas, llegaron a la conclusión de que, en último caso, se pasara piedra de alumbre por el territorio vaginal, cosa de clausurar la patética abertura y volver a ser – retomando las fuentes– técnicamente un virgo. Se rieron con la probabilidad del alumbre, fue una tarde en que Angélica, por casualidad, no estaba deprimida, se había olvidado del Bebe Barroso, estaba animada porque trabajaba de recepcionista por agencia, y a menudo era convocada. Todavía andaba sola, eso sí, "sin encontrarse", pero ya se había acostumbrado, según una nueva máquina porque había aprendido a llevarse bien con su soledad, si ya había madurado. Además, en madura, ya ni quería oír hablar de la pareja. –Entendeme, Carmen, de las parejas porque sí, por el hecho de decir tengo una pareja, ¿viste? Es decir, concheteaba de vez en cuando pero ninguna "relación fija", así estaba mejor, sola, no la visitaba casi nadie. –Te digo casi porque el único que está viniendo, de vez en cuando, es Rodolfo. Es cierto, yo. Que cuando tenía deseos de descargarme, o andaba muy solo, o no sabía qué hacer, o porque andaba de paso por Esmeralda, concretamente porque quería usarle el teléfono, tocaba su portero eléctrico porque aún no tenía llave, y apenas decía soy Rodolfo, ella decía con socorrida euforia subí, o qué sorpresa, y entonces yo subía, tomaba mate, no la escuchaba, le echaba un par de polvos que nunca tuvieron importancia.

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Justo, cosa de Mandinga, entre tantos porteños que desfilan en banda, viene caminando Marinelli. Rodolfo ya lo vio, el ondeador camina con su acostumbrada lentitud, con la mirada y la atención perdida entre el cielo y las croquetas, un poco por aquí y otro poco vaya a saberse por donde. –Ves ese tipo que viene ahí –le dice Rodolfo a Samantha–. Haceme una gauchada, paralo y pregúntale si se siente realizado. –Sos loco, a ver si me saca corriendo. –Pero anda... –¿Es amigo tuyo? –Sí, es un gran amigo mío, un personaje literario. Dale, paralo, y pregúntale por ejemplo si es capaz de resumirte su vida en cinco minutos. –Pero cómo te parece, no me atrevo. –No seas chabona, te va a contestar, es... un profeta, es Sócrates, es... es alguien que no hay que explicarlo, nena, hay que aceptarlo y se acabó. Pregúntale hacia dónde marchamos, cuál es el destino de la humanidad. Sin embargo Samantha insiste en que no se atreve, y eso a Rodolfo no le gusta. Saco azul, pantalón gris, muy gordo, Marinelli está aproximándose; mira el horizonte, las estrellas, a nadie, al obelisco, a su pasado, al piso y, sobre todo, a las croquetas. La seriedad habitual, dos o tres diarios bajo el brazo, alguno con seguridad de ayer, revistas y libros, el bigotazo desgarrador, y crepitante. Los ojos desmesuradamente abiertos, los zapatos negros, brillosos como lagos. –Quisiera estar aunque sea diez minutos adentro de la mente de ese tipo –dice Rodolfo. Y como el ondeador no lo ve, decide llamarlo, si ya está por pasar de largo, a ver si todavía se le escapa. Y grita: –¡Marinelli! El ondeador mira los alrededores, súbitamente interrumpido en vaya alguien a saber qué introspectivo divague. –¡Marinelli! –repite Rodolfo, y además se para, levanta la mano, el brazo, ambos brazos, salta. Cuando lo descubre, el ondeador abre aún más sus ojos. Lo ve al turco saltando, llamándolo efusivamente el loco de mierda, al lado de una concheta, con seguridad una cirquera, alguna de esas atorrantas que le hacen caso, pensará. Se acerca, ve que la concheta está casi recostada en el cantero, despatarrada, por lo menos relajada. –Sentate –le dice Rodolfo. El ondeador despliega un ejemplar de La Nación sobre el cantero, mira de arriba a abajo a la flaca esa, se sienta. No dice nada. –Casualmente estábamos conversando con la señorita sobre la realización de un hombre en este país. –Qué antigüedad. Todavía andan en esa –dice Marinelli. –Yo más o menos, vos lo sabes –dice Rodolfo–. Pero la señorita está levemente preocupada por el asunto. ¿Qué podemos hacer para ayudarla? Es una gran amiga, de verdad, hay que hacer todo lo posible. Marinelli la vuelve a mirar de arriba a abajo, para decir: –¿Y qué puedo hacer yo para ayudarla? Si bien sabes que me retiré, que ya no cojo más. –No se trata de cogerla, Marinelli. La señorita anda muy bien por esos costados –dice Rodolfo–. A ella le interesa algo más profundo, por eso necesita hacerte alguna consulta. Dale, pregúntale –le dice a Samantha, desconcertada–, pregúntale lo que quenas saber, no seas tímida. –Señorita–interfiere Marinelli– si puedo serle útil, si me quiere preguntar, pregúnteme porque estoy apurado. –Yo quería saber si... si la realización de un hombre en este país puede ... es decir, por ejemplo usted, ¿está conforme con la vida que llevó? Le gustaría que ahora otras respuestas... –Hágala corta –interrumpe Marinelli–, usted desea saber si yo me siento satisfecho, realizado. –Eso mismo –dice Samantha. –El porongo de Gardel, señorita. ¿Qué carajo me voy a sentir realizado? Si soy una bolsa de

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frustraciones. Si yo cargo en el lomo frustraciones de la marca que quiera. Personales, sentimentales, racionales, económicas, filosóficas... –¿Quién tendrá la precisa? –pregunta Rodolfo, para empuarlo. El ondeador está por pararse, pero se arrepiente. –No me jodas hoy con estas tonterías, turco, haceme la gauchada. Vos sos siempre el mismo, te abusas porque sos mi creador, tenés que ser un poco más tolerante con tus personajes, porque al final me voy a ir a la novela de otro, que a lo mejor me pagará y todo. Pero yo te aprecio a vos, entonces compréndeme. Vos me incitas, me empuás, me dejas solo con las preocupaciones. Vos sos un toco y me voy, yo soy el estúpido que toco y me quedo, profundizo y ahí cago, no hay derecho. Así que hoy no me cargues la croqueta porque quiero irme lo más tranquilo a ver una película de Pierre Richard, una boludez. Después me quiero comer unas cuantas porciones de pizza en Guerrín, irme a tomar un café al Alabama, ponerme a escuchar gansadas de Menotti o Lorenzo, de Reuteman o Vilas, conversar de cualquier chetería hasta que ojalá me venga el sueño, que venga pronto. ¿Qué te propones?, ¿hacerme hablar en serio a esta altura de tu novela?, no jodás. Ya de cosas serias no quiero hablar más, turco, ni de la ética, ni de la verdad, ni del sentido de la existencia. Me interesa mucho más una salsa para servir con los alcauciles fritos; es, si supieras, muy parecida a la salsa blanca, pero viene también con un poco de palta. Y antes de fritar las hojas cortaditas de los alcauciles, tenés que dorar la cebollita. Te voy a invitar, la vamos a hacer en el bulo de Sergio, un viernes, después de mirar el partido por televisión. Impactada, Samantha lo mira, lo escucha. Ahora sí, el ondeador se para; unos segundos de silencio, en los que aprovecha para sacudirse vanamente el pantalón. Gordo pituco. De pronto le dice a Rodolfo: –Parala, turco, vos te estás persiguiendo demasiado con el balurdo de la felicidad, cambia de tono porque tu novela no va a leerla nadie. Te comprendo, son cosas de iniciados, de pichones. En el fondo vos sos un romántico, o mejor dicho, sos un moralista, no entiendo por qué la municipalidad te limita. Yo te ayudaría, pero pienso que es mejor que te caigas solo. Además, yo no tengo por qué andar regalando mi amargura y mi decepción, si es lo único que tengo. Y menos a cualquiera, y por la calle, y porque sí nomás. Discúlpeme, señorita, no vaya a tomarlo a mal, pero yo en adelante cobraré para contar mi decepción, mi curva descendente, pienso que pronto daré decepciones de grupo, y si tengo suerte, en poco tiempo, daré conferencias de dolor, en la facultad de medicina. Cualquier cosa, turco, si ves que la piba merece escucharme, llévala al café. Ahí podrá escucharme gratis. Ahora mira fijamente a la flaca. –Estoy todo el día, señorita. Es en el Alabama, de Rivadavia y Urquiza, si va y yo no estoy, espere que llegaré. A lo mejor estoy durmiendo, o cenando, o en el cine, pero seguro que vuelvo, tenga paciencia –le dice, con su máscara de sobriedad, de educación, de cierto refinamiento. El ondeador levanta La Nación, vuelve a sacudirse el pantalón, por si acaso. Samantha prosigue mirándolo con asombro. –Marinelli –dice Rodolfo–, estoy despidiéndola. Ocurre que mi gran amiga se raja a Europa. –A Italia –interfiere Samantha, ya muy interesada. La vuelve a mirar, desde las sandalias –se detiene en sus deditos pintados– hasta el pañuelo blanco. Le dice: –Lástima que se lleva, señorita. Italia es muy, cómo decirle, misteriosa. Lástima que uno no puede dejarse aquí, entiendo. Y ahí es donde se arruina el viaje, no sirve. Le ruego sepa disculpar mi contagioso escepticismo, pero es el mismo escepticismo el que me habilita a decirle que es usted muy hermosa, que le va a perjudicar la vida a más de uno todavía, y que es una pena que tenga que llevarse. Buen viaje. Adiós. Y sin siquiera darle la mano, Marinelli empieza a caminar. Y ya había dado como cinco pasos cuando siente que Rodolfo lo llama otra vez. Se da vuelta, se queda parado. –La última pregunta gratis, ¿puede ser? –Dale, una sola –y mira su rolex. –¿Qué harías si te ofrecieran la reencarnación? Vuelve a mirar a la flaca, después a su creador, hasta que pausadamente se digna responder.

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–Mira con qué ondas me venís, es complicado ser personaje tuyo. Pero te tengo que contestar... mira, turco, yo siempre le digo a mi viejo: "tano, ¿por qué razón me trajiste al mundo?, ¿porque andabas caliente acaso? Decime si fui un polvo equivocado o un polvo conciente. Si fui un polvo conciente tengo que pensar muy mal de vos, porque bien sabías que me traías para sufrir. Si fui un polvo equivocado me la banco. Aunque podías haberme hecho la gauchada de colocarte un preservativo". Y el tano se ríe, que le voy a hacer. Es preferible que crea que yo le hablo en broma, no tengo ningún derecho de hacerlo pensar, ahora que tiene 65 años, es jubilado, está satisfecho porque tiene dos casas. Bueno, para finalizar porque me voy a perder el comienzo de la película, y me hace bien el ridículo de Pierre Richard. Si yo no me casé, si yo no me caso, si yo no quiero formar un hogar, ni una familia, si yo rechazo la posibilidad de ser padre, no es porque no se me pare. Es una opción. Es para no traer tipos al mundo. Porque yo no tengo ningún derecho para andar sometiendo a otros humanos a los momentos que debí vivir yo, vos, la señora que está allá, la señorita viajera, y todo el imbecilaje que nos rodea. ¿Para qué entonces echarse más polvos equivocados? Y vos todavía me preguntas sobre la reencarnación... mira, si cuando muero llega a venir algún cretino a ofrecerme la reencarnación, le digo que se la meta en el culo.

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Es claro, mi Samantha intentó darse la manija indispensable con Tony Dinápoli, si pretendía convencer y, sobre todo, convencerse de que su relación con el feriante era un encanto inesperado, una especie de regreso a la frescura de la adolescencia, ese viejo tren. Porque era algo tan dulce como sano, y era un pecado entonces su desperdicio, e imperdonable una equivocación, Angélica. La manija era completa, estaba sólidamente elaborada, meditada, acaso era más eficaz que la manivela que se había dado, por ejemplo, conmigo, o tal vez con ese alucinante poeta Santana, teórico de barbas con quien tuvo una experiencia que, ojalá, nunca recuerde. Y era diferente también a las manijas puntualmente elaboradas con el teatro, el peceerre, el canto sañogasteño, el balurdo ese de los medios de comunicación. Es que habrá que aceptar, en definitiva, que igual que la mayoría ella nunca quiso, de verdad, a nadie, ni le gustó en el fondo nada, o le gustó tal vez mucho menos de lo que aparentaba. Lo retorcido es aceptar que acaso no estemos capacitados para querer, que para los porteños el amor –o la vida– es una sucesión irreparable de manijas. Porque estamos capacitados, eso sí, aquí somos maestros, para darnos las manijas más fantasiosas, efectivas para autoconvercernos de que sí, de que hacemos algo que nos interesa, amamos y progresamos, hacemos la revolución y nos envidian, y así, tratando de creernos, puerilmente engañados, podemos hasta morir. Sin embargo no hay que desalentarse, muchachos, aunque parezca sólo una expresión de deseos, la vida todavía puede ser algo mejor que una mierda. El joven verdulero. Tony Dinápoli, venía precedido por cierto prestigio de mujeriego, y, por si no bastara, de violento, de irascible. Laborioso, de palabra, honesto, pero se le conocían una considerable ristra de novias barriales, tanas o gallegas o polacas pardas de los alrededores. Se jactaba de poseer un gran récord, el de no haber salido nunca con negras, si en el Moreno de Quilmes, o en Juventud de Bernal o en la Ducilo mismo, ni siquiera las miraba. Tal vez por consecuencia sociológica de la fundamental inmigración, las polacas o gallegas o italianas – hijas, se entiende– eran, por lo general, eruditas franeleras, tetonas resplandescientes que, en ningún momento, preocuparon de verdad a mi Samantha, aunque, por supuesto, se castigó con la manija correspondiente al celo. La fama de violento, era, eso sí, la que más predominaba. Guapo, pegador, Tony Dinápoli había estropeado caras en ferias, en mercados, a la salida de los bailes para defender a sus amigos, y en especial sus puños destrozaron caras en los antiguos potreros del sur, donde, todavía, panzones melancólicos persiguen una pelota de fútbol. Había estropeado, además, a un cuñado picaresco, un cabecita que cometió la inexplicable falta de abandonar al estropajo de su hermana Sofía, después de seis meses de terrible rasca en el zaguán. Había estropeado a un colectivero del Halcón, porque lo había encerrado en la Calchaquí y la Johnson, y además, porque lo insultó. Y un macho de Quilmes no podía permitir que insultaran a su madre, ni a su hermana, y debía poner la cara y los dos acentos colgando cuando correspondían. Las pardas barriales que tenían esperanzas no eran tomadas en cuenta por Samantha. Porque, según le contó a Angélica, lo único que tenían para competir con ella era un par de tetas exagerado, y una milonguita de cuarta. –Muy poco, si son incultas, burritas, Angélica, pibas de clase media, la peor, que si no enganchan un noviecito en un baile quedarán solteronas. Son inferiores, no les da la cabeza para más, si las sacas del baile no sirven para nada. Bah, para algo, mamita les habrá enseñado a hacer una torta de chocolate, ja ja. Tony también comprendía la superioridad de Carmen, sobre todo por la conversación, no podían compararse sus maneras; si Carmen había leído mucho, estudiado de todo, y era maestra por si no bastara. Un gran punto a su favor, porque las maestras siempre fueron codiciadas en el Gran Buenos Aires. Y entonces, él mismo, se sentía demasiado interior a su prometida, y en cada caminata ella se empecinaba en demostrárselo, hablándole por ejemplo del Tribunal Russell, de Hegel, de esoterismo, del movimiento sufi y los gurús, de la crepitante poesía de Nicolás Guillen, y, sobre todo, del movimiento nacional peronista, fenómeno de una magnitud inimaginable, mientras el Tony, con sus sweters rojos e inexorable chicle, atendía algo impactado, sintiéndose menos, sintiéndose poco. A veces salían a pasear en la motocicleta, iban por la ribera, a Carmen le agradaba la brisa prometedora del balneario, iban hasta más allá de La

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Rambla, pasaban por el Rancho Grande y por cienos recreos donde se perfilaba el pecado. Tony Dinápoli estaba, pobrecito, algo trabado, estaba quedado, Angélica, reprimido. Por teléfono Angélica la urgía a que se encamara, e insistía con el grosero recurso de la piedra de alumbre. – Se te cerrará, y tendrá que desvirgarte de nuevo. Lo harás feliz. Carmen, dale ese gusto: y datelo vos también. La flaca se encontraba ganadora, dominante. Había noches en que no permitía que Tony la besara en la boca, y noches en que ella misma desabrochaba los botones de su bragueta, le metía la mano adentro, le manoseaba el stradivarius haciéndole empapar de precipitada música los pantalones, el piso de mosaicos. Aunque después, es claro, ella se enojaba, y con gran interpretación – si fue una de las mejores alumnas de Agüero Rivarola – se hacía pedir una aturdida disculpa. Había noches en que se sentía una ingenua, radiante por haberse convertido, tal vez, en una mera parda, y por haber dejado de ser aquella reventada que se conocía todos los catecismos y poses de memoria. Y había noches en que estaba reprodrida, en primer lugar de Quilmes, de su padre y de la tartufa, del feriante y hasta de la escuela, e iba entonces al otro día a visitar a Angélica. Porque, con su permanente depresión, coqueluche la alentaba, si peor que ella no podía estar, y, entre nosotros, a Samantha le hacía muy bien el verla hecha moco a la coqueluche lánguida, siempre en vísperas de su suicidio. O tal vez venía a visitarme a mí, a transpirar en la balanza, en la oficina del directorio desaparecido. Con Tony Dinápoli paseaban a menudo en el camión verde, que tenía una inscripción típica: Gracias a los viejos. –Hubiera sido una remake, Angélica, amar en el camión. Como aquella primera vez, ah ... es apasionante, cómo decirte, a nivel popular, lo sentís mucho. Entregársele entonces al verdulero, abrírsele de patas en el camión. Sin embargo Tony, por supuesto, ni intentaba precipitar tal apertura, porque la quería bien, con futuro, porque no quería marcarla ni hacerle daño. Porque sus propósitos eran serios, con fines matrimoniales, y entonces había que buscar la aventura, eso. afuera del noviazgo. Si a las novias había que respetarlas devotamente, y una mujer marcada era poquito menos que una prostituta, y jamás se elegía una putaña para madre de nuestros hijos. Después de que ella corrigiera los deberes, por la tarde. Tony Dinápoli pasaba a buscarla. Y, si el clima lo admitía, paseaban en motocicleta, el pelo hacia el viento como en las propagandas del cine, e iban a tomar una cerveza a Maxim, frente a la estación, donde Carmen, pelando maní, se mandaba sus espiches intolerables, que eran atendidos febrilmente por Tony, mirándolo con sus rutilantes ojos de encajetado, sabiéndose inferior pero tratando de hacer méritos, es decir, de superarse. –Y me parece que está dejando de "ser él", Angélica. Por semejantes motivos había comprado un complejo volumen del profundo Porchia, las Voces. Y trataba de entenderlo, ella lo ayudaba, era un desastre pero pasaba el tiempo. Y se había pegado, en la cabina del camión, una calcomanía grande del General Perón, y deslumbrado, y quedo, e ínfimo, y trabado, y anulado el feriante atendía las hondas incoherencias que formulaba Carmen, acaso suponiendo que se trataban de pensamientos dignos de ser enmarcados, o venderlos como posters. Y desfilaba en el espiche Mahatma Ghandi, Fidel, Torres, Allende y hasta Torrijos, hablaba de Heráclito y las circunstancias, de Freud, mientras Tony quedaba reducido a ignorancias, por tanta erudición de su media naranjita. No obstante, el muchacho se desquitaba (se "sentía él", Angélica), cuando regresaban de Maxim, y guiaba realizando piruetas con la Gilera, desafiando, al pedo, auténticos peligros que provocaban cierta admiración a mi Samantha, quien, con miedo, se apretaba con fuerzas a su cuerpo fornido. El ruido del escape libre, el viento, los colectivos gigantes de humos podridos, los camiones tan cerca. ¡Qué contento se ponía Tony! cuando mi reventada le decía: –Manejas muy bien, vida. No creo que haya nadie que maneje mejor que vos. Sin grupos, que en Quilmes le reconozcan a uno que es un excelente volante, sigue siendo motivo de orgullo. Y más que lo aceptara una maestra, una actriz, cantante, sabia, bella. Y también Tony se desquitaba cuando irrumpía el ceremonioso tiempo de la franela. Sin embargo no olvidemos que él la quería con futuro, con dignidad, nada de polvo para hoy y vergüenza

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para mañana. La respetaba, es cierto, a pesar de la abnegada intensidad de los chupones, de los abrazos que ella, en principio, resistía como una novia, parda de ley, aunque también lo apretaba después de la resistencia permitida, lo lengüeteaba si era toda una maestra, le chupaba los dedos y el verdulero se volvía loco. Hubo noches en que verificaba cómo se le enchastraban de amor sus pantalones, al avergonzado, al arrepentido. Quizás, al día siguiente, iba a contárselo a Angélica, por teléfono desde la vecina o en una escapada personal. O venía a contármelo a mí, a la báscula. Largas las horas de la báscula, en que yo dejaba atendiendo a Mingo, un mañero peón de Karamanlis. Y nos metíamos en las oficinas despojadas, llenas de polvo y expedientes, fichas y carpetas, biblioratos y restos. Con la flaca nos recostábamos sobre la mesa del directorio muerto, en lo que había sido la oficina primordial en tiempos de asados, coladas y sudores, en la gerencia. Arriba de la mesa pusimos un colchón que trajo Mingo, yo compré dos sábanas y una frazada, un almohadón. Ahí he jugado a la humanidad con Samantha, con la gordita de la fábrica de caramelos, que fiscalizaba las cargas de glucosa, pesadas por mí. Y con la Juana, que en mi adolescencia me había tenido mal, y abandonado sin habérseme dejado, una Juana que, apenas se casó con un fletero de Banfield, le agarró un ataque de rodolfismo arrepentido, y se escapaba de su casa y sus niños para visitarme. Y también jugué a la humanidad con esa polaca de Condarco, que nunca me dijo su nombre, tan alta y tan puta que confesaba sus deseos de tener un harem de hombres, maniáticos y pijudos. Sobre la mesa del directorio, con mi consentimiento, también el Mingo vaciaba su puntual mercadería, por lo general con la polaca de Condarco, o con las dos hijas del Verdugo, y cierta tarde, me pareció, hasta con la esposa del Verdugo. En cualquier momento, pensaba, perdería también el hijito del Verdugo, que tenía doce años y era amaneradito, y le hacía mucho más caso a Mingo que al agónico padre.

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Marinelli es tragado por la banda de Corrientes, y Rodolfo se dedica a esperar, por supuesto, la pregunta comprometedora de Samantha. Que no tarda, claro. –Por Dios, ¿Quién es ese tipo? –Ya te dije, es Marinelli, un amigo, un personaje –y trata de buscar la cómoda tangente–, es un tipo al que no hay que explicar, hay que aceptarlo, así... Sin embargo la flaca es de Quilmes, no hay nada que hacerle. –¿Pero por qué no hay qué explicarlo?, no te me pongas en difícil, no me dejes en babia. Rodolfo vacila, pero es muy débil, intuye que no va a resistir. –Porque me lo tiene prohibido. Vos sabes que los personajes de la novela moderna no son tan manejables como los de antaño. Estos se rebelaron, ahora le imponen condiciones a sus creadores, sin grupo. –No me jodas. –No te jodo, es la única condición que me impuso para trabajar en la novela mía. Que contara todo lo que dice, lo que hace, no hay inconvenientes para eso, pero no quiere que se sepa... te das cuenta que lo estoy traicionando, que lo voy a perder, se me va a ir a la novela de cualquier otro chanta. –¿Qué es lo que no quiere que se sepa?, dale. –Que es jubilado –responde Rodolfo, vencido, ya arrepentido. –Anda a embromar a otro, nene, ¿me estás cargando de nuevo? –No, lamentablemente. –Pero cómo va a ser jubilado, si ese gordo no tiene más de treinta y cinco años. –Tiene treinta y tres –aclara Rodolfo–, pero está jubilado, de verdad, pero no me hagas sentir mal, me siento un botón, un ... –Si yo me voy, total. –A vos puedo decírtelo, está bien, porque te vas, pero es la primera vez que traiciono así a un personaje. A Marinelli lo jubilaron por insania mental, hace como cinco años ya. Aunque te parezca mentira, era empleado público, no sé en qué dependencia. Parece ser que no era el oficinista perfecto. –Más bien, ¿y ahora qué hace? –Y Marinelli ahora lee, habla, toma café, va al cine, piensa, tiene muchos discípulos, les tira ondas. A veces es un suicida, un pálido, a veces es el tipo más divertido de la ciudad. A veces se hace un problema bárbaro por cualquier estupidez, a veces no le da importancia a absolutamente nada. A veces es medio nazi, a veces hasta parece ser de izquierda, o un radical del pueblo, o un anarquista. A veces empilcha como un caballero inglés, hecho un dandy, lo ves a la mañana en el café muy serio, leyendo el Herald, con una pinta que voltea. A veces no se saca un jean por tres meses, se deja la barba muy larga, se la afeita, se deja bigote. O lee durante un mes entero a Macedonio Fernández, y quizá después se compra una moto, se mete en la mano del rock. A veces pasa seis meses sin salir con ninguna mujer, tiene una teoría al respecto, ustedes le roban la energía a los varones, y con su energía él hace lo que dispone, no es ningún semental. Y suspende su teoría para voltearse a una alemana increíble, veterana, malhablada, muy puta, que vive en el convento de Esparza, el del Ejército de Salvación. A veces Marinelli se deja estar, como ahora, se abandona, se achancha, y llega a pesar ciento treinta kilos, pero estoy seguro que, en cuatro meses, adelgazará unos cuarenta, si se lo propone. Es agresivo, burlón, comprensivo, gaucho, loco y muy cuerdo, Marinelli es todo a la vez, es el tipo indicado para ser amigo mío.

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Antonino, mi dulce, Tony mío, por favor no me hagas sentir mal, no me castigues, yo te quiero mucho pero te pido que de la cintura para abajo no, de la cintura para arriba todo lo que quieras. Así le indicaba mi Samantha las líneas fronterizas al fogoso verdulero que entonces, enardecido, se disponía rascarla con frenesí, con un vigor avasallante y sin técnica. Le levantaba el sweter, sacaba sus amapolas con pezones puntiagudos que emergían radiantes, ofrecidas como una oración a su lengua y a la noche quilmeña, plena de sombras y culpas. Tales lenguetazos rítmicos ocurrían después de haber tomado el café –y un boussac– con don José y la Perica, los cuatro polemizando acerca de climas, programas de la tele, deplorables peones santiagueños. Y Tony, pobre, no dejaba de suponerse un feriante incapacitado para comprenderla, estar a su altura, si creía que no la merecía, y que le quedaba grande, una mujer tan estupenda, culta y de nivel, como Carmen. Bobo de cariño, ciego, perdido, los días para Tony Dinápoli, habían tomado cierto color, se apropiaron de cierta intensidad que, hasta hacía pocas semanas, había sido suplantada por un afecto primario, por la frívola cocina del camión verde, por el escape liberado y atormentador de su güera, por efímeras fabriqueras que se daban al amor como si fuera un delito, o una humillación, o por tramposas amas de casa que concurrían a las ferias, en bloque, dispuestas a entregar la mercadería desaprovechada de sus cuerpos, a entregárselas a puesteros joviales, pesados y brutos, con la esperanza triste de recibir besos de lengua que sus maridos trabados ya no les daban, sobre todo porque los tenían reservados para otras pardas, tal vez peores, más gastadas y baratas, más jóvenes. Minutos trascendentales los que entonces vivía Tony Dinápoli, con seguridad aún no olvidados, aunque ya se casorio con una afable, hacendosa, de su casa, honesta pardita de Bernal, hija precaria de italianos que sabe amasar y criar a sus hijos, y se acostumbró a admitir que es feliz con su fairlane, su casa blanca con garaje, sus dos hijos y su panza matrimonial y domingos de fútbol y sus pregonadas infidelidades clandestinas, con las entrañables clientas cubiertas por una lechada de decencia, postergadas que únicamente pueden conseguirse un padrillo en las ferias, mercados y afines, y van como en excursión cada quince días al centro, a hacerse echar un buen polvo y comprar, a la salida del mueble, una camisa para su marido, una bufanda u orejones al natural. Momentos trascendentales aquellos del Tony, porque estaba a punto de conseguir algo glorioso, que le otorgaría un prestigio avasallador entre su familia: se casaría con una maestra, con una mujer de cultura, y superior. –Pero no te traumes, mi dulce, yo no soy superior a vos, vos sos, al contrario, demasiado para mí. Yo debo ascender hacia vos, todo lo que yo hice no basta para merecerte. Vos sos la verdad, vos sos la realidad, yo soy la búsqueda, soy un caos que busca quietud. Tony entendía de a pedacitos, pero no importaba. Mamá, tía, primos, cuñados, sépanlo, me estoy por casar con una mujer muy inteligente y hermosa, muy leída y que sube hacia mí, que se preparó tanto nada más que para quererme. Una muchacha que tenía un candor magnífico en la mirada, facilidad y limpieza de palabra, no decía pa ni se tragaba las eses, una preciosura que tenía unas maneras refinadas que probablemente imitarían las abultadas tías de Tony. Se casaría con una muchacha que era dueña de un cuerpo como repujado, que haría enloquecer de envidia a sus tíos achanchados, también feriantes o mecánicos, sepultureros o camioneros, regulares infieles casoriados con mujeres achanchadas, con armarios descuajeringados que, ni siquiera de nombre, conocían las circunstancias de Heráclito, ni tuvieron posibilidades de hablar de táctica, estrategia, la clase, infraestructura, alternativa independiente o contubernios cipayos. Por eso, cuando consiguió entrar a la casa de ella en carácter de novio oficial, una imponderable alegría invadió su existencia, que provocó que las ferias fueran un paseo, el trabajo, sólo la víspera de un encuentro, la siesta sólo una antesala de la sucesión de besos, abrazos, de la cintura para arriba. Tony Dinápoli habló con franca firmeza con don José, y la situación, Angélica, no fue complicada ni solemne, porque ya se conocían, si además los futuros consuegros eran viejos amigos, paisanos. –Suegro con suegro y el hombre dónde estuvo –le decía Carmen a Angélica, parodiando Alturas de Machu Picchu, de Neruda. Por teléfono, en un paréntesis de la noche en que, además del embalado Tony, había asistido para tomar café su futuro suegro, don Gino. Cubierto de

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taquicardia don Gino, de cuidados de su esposa, doña Assunta, una tana cruel que no permitió a su marido beber el cognac boussac que ser, que servía Perica. Redundante es aclarar que los sanos propósitos de Tony fueron, por supuesto, súbitamente interpretados por don José, comunicándose en ese tácito idioma que maneja cierta típica gente de barrio, cuando se encuentra capacitada para participar de diversos conflictos como, por ejemplo, el de los lamentables peones santiagueños. O la exacta hora de acostarse o levantarse, o cuánto cuesta un cajón de manzanas deliciosas, el estricto cuidado de una parra de uva chinche, si preferible el mate amargo o dulce, el mate frito o al horno, si Boca o Independiente, dominantes temas nimios que serán eternos en vidas de múltiples canguros como Tony Dinápoli, predestinados queselevacer a las facilidades de la vida puerca, al elogio de una nueva serie televisiva, a inquirirnos hamletianamente en un qué comeremos mañana, o dormiré bien hoy, dormí bien ayer, a River le hace falta un fulbá centro, Boca comprará otro centroforward, o una ama de casa insatisfecha en una cama oculta, con culpas entre las sábanas y los abrazos, haraganes peones santiagueños, repollos rojos para ensalada, dolores de estómago y pastillas de carbón, qué humedad insoportable, vida puerca inevitable y cotidiana que muy pronto aburriría a mi Samantha. Entrando, copando la casa, haciendo nudos familiares, comprándose con su atención al padre, a la im, imprescindible Perica, Tony creyó que legalizaría de una vez y para siempre su despelotado amor. Mostraría entonces a Carmen como si fuera un camión nuevo, la exhibiría llevándola de la mano, saludaría a los vecinos, le pondría una casa blanca, con jardín y garaje, la embarazaría y la haría olvidar del peronismo, votalo cuando puedas y chau, la política es para los varones, dedícate sólo al hogar y si querés seguí siendo maestra, trata de subir siempre hacia mi altura. Y parientes, los domingos de verano la llevaría de picnics con los parientes, la llevaría en invierno a la casa de tías desganadas y fregonas, siempre con reumas e hígados adversos, de vez en cuando hasta la haría hablar para que comprobaran con quien se había casado, que supo elegir lo mejor, siempre fue así, nada de negras resucitadas; exaltaría sus modales como a las manzanas deliciosas, contemplaría su boca al pronunciar saintyonpirs, o cuc; visitarían primos, las mujeres harían tortas mientras los varones jugarían al tresiete, al truco. Ah, seguro que sus tías achanchadas, sus primas tenazmente envidiosas le consultarían a la maestra los inconvenientes de algún primito atolondrado, que mantuviera litigios con las multiplicaciones, la tabla del nueve, los logaritmos. La quería bien. Sin embargo, durante un par de zaguanes, no lograba contener su furia amatoria, su calabresa sed de posesión. Porque ciegamente pretendía manosearla de más, apretarla más allá de lo permitido, en una palabra pretendía propasarse, y eso estaba muy mal si la mujer era querida como se debe, como a una novia, compañera para siempre. Por eso Carmen, lo suficientemente cogida por mí en la balanza o por cualquier otro sparring vespertino, acaso peronista, sin un dejo de vergüenza –con compartimentos estancos, Angélica, entendés– le decía: –Tony mío, por favor, yo te quiero mucho, mi dulce, pero te pido que de la cintura para arriba, yo también tengo ganas, soy de carne y hueso como vos, pero si me forzás después te vas a arrepentir, y no te lo vas a perdonar nunca. –Tenés razón, perdóname–decía Tony, y, absolutamente al palo, se tiraba hacia atrás y era un espectáculo verlo, Angélica, a un metro, con el pantalón como una carpa. La ladina, entonces, lo atraía, lo abrazaba, lo besaba y le chupaba los dedos, se le refregaba y lo hacía empapar de amor. Al otro día, al salir de la escuela, se venía a la balanza, a cazar a su otro compartimento estanco, tan caliente como mi perra, para contarme la pueril acabada de la víspera y para subir a deliberar en la mesa del directorio. Por supuesto que yo alentaba ese noviazgo, si también sabía quererla muy bien; le decía, de corazón. –Engánchalo, flaca, lo soportas un año y después te separas. Eso sí, trata de que te deje una casa o un departamento, que después te pase una mensualidad como para no quejarte. Vos tenés que cuidarte de dos cosas: una, antes de casarte, es la tentación de darle la cachuchita. No se la

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tenés que dar, porque el tano es un gardelito que, si te monta, te querrá menos. Yo tengo ganas de hacer un trabajo, un ensayo, sobre esa negación –le decía, más intelectual, y la flaca escuchaba–. Y de lo que tenés que cuidarte, ya casada, es que no te preñe. Porque después, si te separas, vas a tener un desgraciadito, y eso mejor evitarlo. Toma pastillas sin que se dé cuenta, y decile que querés quedar embarazada. Y el chabón, cuando ve que te viene la menstruación, va a empezar a perseguirse, a creer que no sirve, que es anormal. Decile todas las noches que lo que más querés es ser madre, y toma anticonceptivas, lo torturas en siete meses, se va a poner muy nervioso y ahí tendrás excusas para pelear, para separarte, y hasta le podes decir que un hombre que no te hace hijos no sirve. Ahora sí, flaca, esconde bien las pastillas, porque si te las encuentra, te mata. Ella me decía animal, pero se reía, la dejaba pensando, me decía loco y, también, que a su manera lo quería al verdulero. Sí, compartimentos estancos, por qué no me dejas de joder, le decía yo, incitándola siempre para que se instalara en mi atril, para que diera el gran concierto. Sin embargo, vaya a saberse por qué, a pesar de mis terribles cargadas, también decía que yo, entre otras cosas intangibles, le daba alegría. Aceptaba todas mis burlas, pero se lamentaba, eso sí, de que fuera irreverente con el movimiento nacional justicialista, y que me riera de su alternativa independiente, radicalizada. Por su parte, Tony Dinápoli no pasaba noche sin franelearla, ni chupar sus circulares amapolas. Claro que, en algún instante del manoseo intuitivo, mi Samantha tenía que repetirle de la cintura para arriba sí, de la cintura para abajo no. Era ahí cuando, precisamente, el libidinoso verdulero la emprendía, a lengua batiente, con las recursivas amapolas, chupándolas de una manera irrisoria, una a la vez, chupándole también el caminito lindo que las separa, y apretándose con la potencia de su stradivarius contra la fragilidad tersa de la damisela, hasta acabar, claro. Sin embargo Tony comenzaba a notarla como ausente, como en otra, si ella hablaba ahora lo necesario, es decir, casi nada. Ya no lo castigaba con los espiches memorables, ni le contaba de la época en que ella rechazó a Luis Brandoni, a Federico Luppi y a Norman Brisky, que la perseguían por el Payró, la sala Planeta y el IFT. Cierto, mi Samantha empezó, de pronto, a darle muy poca bolilla al verdulero, acaso porque se le estaba acabando la manija. Y cuando Tony comprobó el cambio, fortaleció tácticamente sus lazos con don José, el café y la tartamuda, para armarse de la infraestructura adecuada. En especial trató de tener como aliado de fierro a don José, de manera que, por las noches, comenzó a solidarizarse en el repudio de los holgazanes argentinos, santiagueños en primer lugar. –Los cabecitas negras no quieren trabajar, don José, se lo aseguro yo, en la feria, los peones... La táctica fue perjudicial, porque Carmen los trataba, a ambos, de equivocados y brutos, de reaccionarios, casi fascistas. –Me indigna, Antonino, me indigna. Parece que todo lo que hablamos no te sirvió de nada. Entonces, para calmar la situación, intervenía la Pe, la Perica, con su sabiduría, con sus virtudes. –Qu, quieren otro pe, pedazo de torta de m, manzana, otro ca, café, está c, caliente eh.

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–Bueno, flaca, me las pico –dice Rodolfo, después de mirar el reloj del Trust–. Ya pasaron como diez cigarrillos. –Tengo otro paquete todavía, si es por eso. –A vos siempre te queda un resto, sos siempre la misma –dice él, y se para, se sacude el jean acaso con influencias de Marinelli, pero no tiene ni tierra, ni polvo, nada. Con la mirada, Samantha intenta retenerlo, aunque él también, se ve, quiere quedarse. –Sabes qué pasa, le prometí a Silvia que cenaría con ella – en inútil tono de disculpa lo dice–. Me espera, aunque ya debe estar por dormirse, siempre está cansada la flaca. Samantha sólo lo mira. El sigue disculpándose. –A esta hora ya debe estar reventada. Ya le habrá dado la comida a los pibes, los habrá acostado, tal vez María Gabriela todavía estará haciendo lío, es una zorra. Sabes qué hace la loca, pide la cama, y cuando la acuestan, se levanta y pide upa, y cuando está en upa pide otra vez la cama. El jueguito puede durarle un rato largo, y la otra, Silvia, no da más, se cae, pero igual me espera. Porque a la noche, de últimas, es la única oportunidad que tenemos de conversar, y eso me jode, me obliga a llegar temprano, a borrarme cuando la noche me empieza a gustar. A veces estoy contándole algo y se le cierran los ojos, si hasta me parece que es porque no sé narrar. Samantha sonríe, sensible. –Sabes que cuando hablas de tu familia sos mejor tipo –dice. Y claro que sí, cómo no lo voy a saber, si a todas las flacas les gusta que uno les cuente cosas de sus hijos, de su mujer. La familia, después de todo, es el verso perfecto; por eso me cuesta entender a los imbéciles que, todavía, les ocultan a las minas que son casados, que tienen hijos. –Los pibes, flaca, son unos tiranos de, del carajo. Copan todo. Ellos te ocupan la casa, la cabeza, el tiempo. Ellos empujan, te arrastran con su vigor, no permiten que, en sus presencias, exista algo que pueda ser más importante, como para quitarles la atención. Y sabes una cosa, tienen razón, son muy turros. A mí me reventaron. Para escribir una línea, o para leer, me tengo que ir de casa, porque sobro. Estorbo, y es lógico, ellos necesitan correr y gritar tranquilos, caerse, llorar, y no tienen que andar cuidándose porque el señor –dice señalándose– necesita concentrarse. Y a veces cuando estoy en casa ando neurótico, tengo ganas de matarlos a todos. –No te imagino en padre. –Mira, yo tampoco me imaginaba. Pero creo que, mal que mal, me las rebusco. Creo que no soy de los peores padres que hay –dice, como para finalizar. Sin embargo cuesta arrancar, siempre costó con la flaca–. Y vos, ¿hoy no lo ves a Adrián? –Lo vi a la tarde. Es que hoy también cena con la mujer, por el asunto de la nena. –¿Tienen que hablar de guita? –Y ... sí, tienen que arreglar cuestiones de guita. –Plata para la mantención de la nena, claro. Hay que pasar víveres –dice Rodolfo, y adivina lo obvio–. El jardín de infantes, el micro, la ropa, la terapia infantil, el sustento... –Todo eso –acepta Samantha–. Pero también tienen que arreglar la venta de un dodge 1500, una cupé 75, eso es un toco para repartir. Pero cómo es el merengue no lo sé, porque todavía no está del todo pago, no sé si puede venderse, transferirse. Sé que Adrián quiere dejarle todo el auto a ella, al menos era lo que iba a proponerle hoy. Y si ella quiere, que lo venda, y. con la parte de Adrián que pague los víveres de la nena durante un tiempo largo, después él le girará, o pondrá plata el padre de Adrián, viste. Ahora hay que ver si esa esquizo quiere venderlo, aunque otra solución sería, por ejemplo, que vendiera el Dodge, y se comprará un Fiat 600 o un Citroen, modelo más viejo, y con la diferencia... Esta vida es muy idiota, es muy cruel, y la nena no tiene la culpa, claro, piensa Rodolfo. Y no se decide a dar el primer paso, un beso y chau, la mira y supone que, a lo mejor, ya no la verá más. Y a esta altura, todavía, una despedida lo pone medio triste, porque siente que, cada día, se va ramificando más, repartido entre infinidad de amigos que deambulan por el mundo, que ya no están. Demasiado jóvenes para tanto dolor, para tener amigos desaparecidos o muertos, o exiliados por la profundización de viejas máquinas, o simplemente por estar cansados de golpear las puertas de la indiferencia, de tocar el timbre de la oportunidad, que nunca atiende,

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amigos cansados de ser insistentes relegados, o débiles, o vencidos. Y cuando un amigo se va, no sé si se detienen los caminos; sé que se me vienen en pandilla los recuerdos, de otros amigos más que transitaron conmigo estas calles, que compartieron la intimidad de mi mesa, me creyeron, me quisieron, bebimos y jodimos. Cuando un amigo se va ... ya eso es una costumbre; hay que hacer caso a las propias teorías, Rodolfo, a vivir como se pregona, si quien persista en Buenos Aires debe desterrar ese tipo de melancolía, que hasta puede resultar peligrosa, en este momento de reorganización nacional. Ja ja, basta de tristeza, porque al otro día, inexorablemente, hay que salir a reventar. Y caído, uno es plácidamente triturable, así que mejor endurecerse, a bestializarse, decirse que sí, que se vayan todos a la mierda, habrá más espacio y oportunidades para mí, por lo menos hasta que, también, decida irme. Mejor entonces es, por ahora, conformarse, decirse que el noventa por ciento de los que emigraron representan la resaca, aunque sean amigos, aunque duela, y son resaca aquí, en el Paraguay, en España. Y hasta la flaca, este prócer, también se va, ya es rutina, es cierto, pero sigue siendo doloroso, aunque quizá no tanto como esta historia del Dodge 1500, cupé, que servirá para comprar tarros de leche en polvo, pagar sesiones de terapia. –No quiero dejarte sola, flaca. ¿Te vas a quedar aquí? –Y sí, me fumaré otro pucho, a lo mejor me voy a tomar un café. Es una de mis últimas noches de Buenos Aires, a lo mejor me voy a dormir a lo de Renata, una amiga que tiene el departamento por aquí. Porque mañana tengo una diligencia temprano, y no quiero viajar hasta Quilmes. Rodolfo acerca su cara a la de ella, que sigue sentada; le da un beso en la frente, le dice: –Loca, que tengas mucha suerte en Italia con Adrián. Y perdóname todas las jodas. Sonríen, se acarician mutuamente la cara. –Me da lástima –dice. –Sabes que a mí también –en serio lo digo. Le doy otro beso, ahora en la mejilla. Se para, nos abrazamos muy fuerte. La señora que está con el pibe, mira. –Pero esta es la anteúltima vez, ¿sí? –¿Por? –Porque quiero que lo conozcas a Adrián. Vení aunque sea a despedirnos, dale, te podes imaginar cuánto que le hablé de vos. Sabes, también me llama Samantha... Reímos, claro. –Además, me prometiste las recomendaciones para tus amigos, no te eches atrás, ahora. –Por supuesto, voy a ir –no muy entusiasmado digo–, ¿cuándo parten? –El ocho de octubre, en el Cristoforo Colombo, sale de la dársena C. El barco zarpa a las seis de la tarde, pero nosotros vamos a estar desde las tres, por los trámites, viste. Faltan diez días. Si venís, te voy a llevar un regalo. –¿Qué? –Algo que te va a gustar, shsh, basta. Bueno, ándate. Otro abrazo, otro beso, y empiezo a caminar para el lado de Rivadavia. –¡Rodolfo! –grita ella. Por supuesto que me doy vuelta, ella sigue de pie, sonríe, debe lagrimear– ¡Por fin tendré oportunidad de comprobar si los ojos de las vírgenes de la Basílica de San Pedro son iguales a los míos! –¿Qué?, no te entiendo, loca. Y ella repite, a los gritos limpios, y por fin me acuerdo de aquellas teorías recursivas, adjudicadas a mi abuelo Salvador. –¡Le conté a Adrián lo que me dijiste! –grita todavía–, ¡vamos a ir juntos!, ¡espero que no me hayas mentido! Estas flacas son feroces, son bichos terribles que registran siempre las pavadas que uno les dice. –¡Los tuyos son mejores, loca de mierda! –le grito–. ¡Porque las vírgenes no existen! ¡Porque vos sos una realidad! Los muertos nos miran y no entienden. –¡Sos hermoso! –¡Sos una santa! Y sigo alejándome.

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Casémonos, casémonos, te pido por favor que nos casemos. Carmen, seremos felices, no te faltará nada, viviré sólo para vos, le dijo Tony durante un zaguán pródigo en lenguetazos. Extasiado, desesperado, con su stradivarius afuera tomando aire, a punto de destrozarle criminalmente la bombacha le propuso matrimonio. Al zaguán siguiente se repitió el resfrío del stradivarius y la categórica propuesta, y al otro y a varios otros, hasta que también, sobre todo, se lo propuso durante un zaguán pacífico, en instantes de monólogo, palabras lentas, separadas por espacios que ayudaban a la reflexión. Y un par de zaguanes más adelante, la proposición surgió después de algún minuto de maquineada comunicación silenciosa, y fue, más bien, una exigencia que sorprendió a Samantha. –Te exijo matrimonio, o nos casamos o me voy, me mudo, esto ya no tiene sentido, estoy atormentado. Ocurría que mi Samantha se hallaba indecisa, lo comentábamos con Angélica. Por una parte deseaba casarse porque – –siguiendo su manija– Tony en el fondo le gustaba, y le daba una cuota de tranquilidad, de seguridad. Además el matrimonio le solucionaría, eso sí, y para siempre, ciertas cuestiones económicas, y le ayudaría también a declarar la independencia definitiva a su padre. Cosa de que no me joda más. Angélica. –Porque con su silencio me abruma, me jode pensar que él sufre y no me dice nada, el simple hecho de saber que está desconforme conmigo me jode, comprendes. El casamiento con Tony provocaría un alborozo peninsular a su padre; se sentiría realizado, que con la vida ya cumplió, es decir, casó a su hija, cumplió con los deberes del destino, ahora resta entonces esperar a la muerte. Y en especial Samantha deseaba casarse también por ciertas urgencias inherentes a una muchacha de Quilmes, porque a los veinticinco años una tiene que estar casada, no hay nada que hacerle, o, por lo menos, tiene que estar separada; soltera nunca. Como eficiente analizadora de la realidad nacional, Samantha pensaba en ciertos beneficios que le acarrearía el probable matrimonio, por ejemplo el beneficio de la separación, claro que después de un tiempo prudencial de convivencia, cuestión de disponerse a conchetear, más adelante, lo más pancha, sin culpas, ya justificada. O sea que, entre nosotros, el matrimonio sería algo así como una suerte de legalización de las futuras catreras post matrimoniales, porque una entonces estaría salvada, impune, justificada. Porque los canguros de base, la tonta sociedad, dirían: Es que tuvo una relación muy jorobada, sabes. Ay, Carmen se separó, está muy mal, es comprensible. La pareja, qué difícil es la pareja. Y boludeces varias. Hasta las depresiones ficticias se justificarían, y se bajaría entonces a medio universo masculino, acaso junto a Angélica, que la aventajaba porque se había casado y separado de un idiota que nunca la hizo gozar, cuando era casi una adolescente y tenía algunos secretos que conocer, secretos que no conoció y por eso se amasijo la boba. Entonces se casaría con Tony, desaparecería momentáneamente del merodeo teatral, del universitario, de la vapuleada revolución peronista. Y después sí que chau, se separaría y viva de nuevo la pepa, a recuperar el tiempo perdido, ¡vamos todavía!, a hacer la revolución, a activar, a lo que sea. Diría junto a Angélica: A mi no me vengan más con ese asunto de la pareja, eso es una cárcel, yo soy libre. Sería medio escéptica, partidaria de gozar el segundo, diría yo no tengo ningún derecho de no ser feliz, ni ninguna obligación de amar como me impone el sistema, esta sociedad. Sus siniestros pensamientos tenían, por otra parte, una contrapartida algo más auténtica; temía sobre todo de hastiarse, de perjudicarse con la invasión de la chatura, achancharse con la vida puerca. Confiaba sus temores a Angélica, que la comprendía, a mí, cuando venía a contarme y terminaba tocando un concierto, yo parado y ella sentada, yo vigilando la báscula, mirando por la ventana. Cada día Samantha estaba más arisca conmigo, yo la exhibía delante de los camioneros sedientos, y, en especial, delante del poderoso Karamanlis, quien, dicho sea de paso, no sacaba sus ojos de las carpetas de Samantha, de los dedos de sus pies, de su ajustado jean, y me parecía que estaba metejoneándose. Yo le aconsejaba a Samantha que concretara el matrimonio, por supuesto. Porque era, ante

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todo, una conveniente transacción comercial. Por el contrario, no le aconsejaba sólo para sacármela de encima; ocurría que yo también empezaba a quererla bien. Y uno siempre desea lo mejor para los que quiere de verdad, de ahí la consistencia turbia de mis argumentos. Le aconsejé sanamente que se casara y chau, así su viejo la dejaba de romperle los ovarios con la batalla del silencio esa con que te manijeás. Le sugería que aguantara al verdulero un tiempito, un año o menos, cosa que después, de separada, comenzara a estabilizarse. –Eso sí, flaca, trata de que el hombre del apio no te llene la cocinita de humo, tortúralo, toma anticonceptivos como te dije, y cuando lo tenés arriba haciéndote el amor, decile antes de que acabe: haceme un machito, Antonino, mi macho haceme un machito. Si en cinco meses un verdulero de Quilmes no se vuelve loco con este método yo me hago peronista. Ella se agarraba la cabeza, como diciéndome loco. Cualquier día, ja. –Porque fíjate, Samantha, es la única posibilidad que tenés para hacer una diferencia rápida, y pasar al frente, para que no labures más. Porque si conseguís separarte del hombre del apio después vas a tener una mensualidad segura, y además que te haces dueña de la mitad de todo lo que el salame tenga. Estudialo con detenimiento, para mí que te conviene y haces un excelente negocio. De separada, después, no vas a tener ningún problema, vas a tener machitos a patadas, siempre y cuando te deje un departamento. Fíjate que, aunque no estén bien que digamos, del marote ni del cuerpo, cualquier separada que vive sola y tiene bulo consigue machos hasta por metro, y hasta mocosos gardelitos que quieren quedarse a vivir con ellas y todo. No sólo tipos como yo, que se dedican a coger separadas a domicilio, y que, para darte una idea, entre una mina hermosa y sin bulín, y una separada mediocre y con bulín opta por la separada, entendés. Quisiera escribir alguna vez un artículo sobre esto. Vos, lo que sí, tenés que sacarlo de Quilmes a ese chabón, trasládalo al verdulero por lo menos hasta Avellaneda, si es posible hasta Barracas, vas a estar más cerca del centro. Te podrás dedicar después lo más panchita al teatro, al peronismo, sin andar alienándote en otro trabajo subalterno. –¡Animal, animal!, no entendés que a Tony lo quiero, de verdad lo quiero. Por favor llámalo Tony, no le digas despectivamente el verdulero, ni el hombre del apio, ni el salame. En mi delirio consejero llegué a insistirle que se casara lo más pronto posible, pero que, eso sí, hasta la noche de bodas no le entregara la cornetita, a ver si se nos va todo el verso abajo. –Hácela bien, si además es muy divertido. También le dije que la idea de Angélica era viable, aunque un poco grosera, pero si no había otra fórmula que se pasara alumbre por la cachuchita, cualquier cosa con tal de contentarlo al verdulero, que pudiera su machismo ver sangre y todo. En realidad nos divertíamos mucho en la balanza conversando sobre el violento verdulero, cuyas historias me eran contadas a la hora de la siesta, acostados sobre la mesa del directorio extinguido, mientras cogíamos como hermanos y Mingo atendía a los pocos camioneros, en tanto nuestro Tony Dinápoli dormía, reponiendo energías en su casa de Quilmes, tal vez soñando con su despelotado amor. –Cásate, cásate, te va a ir muy bien, Samantha –le decía, mientras enterraba mis manos en su pelo y ella, acaso para conformarme, tocaba mi pájaro campana, pero como si fuera un chicle, una profesión mecánica, ya sin la menor pasión. A mí, entonces, no me importaba ese asunto de la pasión, y creo que ahora, si me apuran, tampoco. En el próximo zaguán, después de hacerle enchastrar de amor sus pantalones, mi Samantha le dijo, sin mayor convicción, de que sí, se casaría. E imaginó –puras manijas–, a partir de esa noche, su dichosa vida de casada, un sueño hermoso, total, el epílogo obligatorio de las muchachas buenas y traviesas del sur, motivo de envidia, de alegría solidaria de sus colegas maestras, quienes al enterarse de la próxima boda, la abrazaron en el patio central del María Auxiliadora. Si ya se le habían acabado las novedades, el magisterio ya era una rutina, la retomada de fuentes no traía sorpresas, los compartimentos estancos tampoco, y entonces había que hacerse de algo nuevo, una meta, una esperanza. La manija no tuvo desperdicios, fue completa; decidió que realmente lo amaba al verdulero, que era su hombre, el elegido. –Somos animalitos pequeños y afectivos –le comentó a Angélica, después de darle la noticia– Sí, me caso. Coqueluche se dio también la manija repentina como para creerle, cuando ella le decía que

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amaba con locura a Tony, el ser ideal para compartir una vida, para formar una familia. –Basta para mí, Angélica, las mujeres nacimos para ser madres y esposas. Es nuestro destino. Por su parte, Angélica discrepaba con ciertas apreciaciones, pero las juzgaba explicables, para discutir con mesura. Ah, era maravilloso, todo falso. Hasta fue a buscarme a mí para entregarme la noticia. Yo andaba medio engripado, así que no me encontró en la báscula. Mingo le dijo, circunspecto, que yo estaba muy enfermo, casi por morir. Se lo dijo el atorrante, con su seriedad habitual, y por eso Samantha se vino corriendo hacia mi lecho de muerte. Mi madre y mi abuela habían ido a visitar al tío Abdo, yo dormía la siesta, tenía más fiaca que gripe. Recibí a la flaca y sus novedades con una asombrosa erección que ella, no obstante, despreció drásticamente. Porque había venido a contarme su sorpresiva decisión, su enamoramiento, a acompañarme en una mentirosa agonía, y, de ninguna manera, a fornicar. Porque el motivo de su visita era el de contarme su próxima boda, a mí, porque era un raro amigo. Y no, Rodolfo, no pensaba en las bondades de la separación, sino que en el futuro, en la profundidad de lo cotidiano, en los hijos. –Te felicito, me parece muy bien –le dije, pretendiendo abrazarla, aunque se me zafaba. Estaba muy mareado a causa de la gripe, pero muy excitado, con ganas de vaciarme. Transpiraba. –No entendés, animal, pero qué tipo –me dijo–. Turco, vengo a decirte algo que para mí es muy importante, que lo quiero a Tony como no lo quise nunca a nadie, y vos sos incorregible, un machista, para lo único que te sirvo es para sacarte el gusto, yo no te intereso nada a vos... quiero compartir con un amigo una decisión, un momento de felicidad, algo que puede ser fundamental para mi vida, y vos pretendes... –Y estoy muy contento de que estés tan esclarecida –le dije– te felicito otra vez, vos te mereces lo mejor –y le tiré algún poco agónico manotón a su teta izquierda. Sin embargo se resistía, a pesar de que, más que desnudo en pelotas, la corrí hasta el patio de baldosas frías mientras mi perro ladraba. Le pedí por favor: –Hagámoslo por última vez, por lo menos besamela. Agregué espantosas tonterías propias de un turco calentón, mientras ella, indignada, se iba, y jurando que nunca más me volvería a ver, que la había defraudado. Y hasta pegó un portazo. Y yo me volví a acostar, a refugiarme en alguna novela de Arlt. Mientras tanto. Tony Dinápoli irradiaba optimismo y derrochaba colores, su contagiosa euforia seducía en la feria más que nunca, con la sonrisa siempre puesta y dispuesta vendía zanahorias, repollos, mandarinas y cantaba. Los pícaros feriantes compañeros lo bromeaban, le aconsejaban, por ejemplo, que comiera mucho apio ahora que estaba por casarse, y hasta las clientas se reían. De vez en cuando, con culpas, el hombre del apio accedía a las prepotencias de alguna ama de casa insastifecha, guerrera de batallas menores. Sin embargo comunicaba a los gritos, para que la feria intacta lo supiese, ¡me caso!, lo gritaba ante la envidia de las madres con hijas casaderas, ¡sepan que me caso!, mi novia es maestra. Y ya sucedían tramitaciones en el registro civil, elecciones de testigos y si iglesia o si no, análisis prematrimoniales y la fiesta, ropita, y vivirían, al principio, en la casa de Tony, con don Gino y doña Asunta y la hermana espantosa, hasta que don José terminara los arreglos de una casa regalada por don Gino, en Don Bosco, porque a Tony no le gustaban los departamentos ni alejarse mucho de Quilmes. Y a la novia quilmeña, como era previsible, iba acabándosele la manija, de a poco. Primero sintió cierta sensación de duda, después como de inseguridad, un cachito más de manija y apareció la sensación de temor, más manija todavía y enseguida llegó la sensación de arrepentimiento. En medio de los zaguanes crepitantes, entre forcejeos, en una atmósfera de certificados y planes y fechas, ella fingía unos nervios creíbles, apenas, para el pobre verdulero. Por las noches, después que se fuera el Tony, dándose vuelta en la cama y sin dormir diez minutos (y sin siquiera escuchar un dame que proviniera de la pieza contigua, ningún gemido ni ruido de colchones, tan sólo los macabros ronquidos de su padre, los pedos independientes), ella se imaginaba casada, convenida en una señora de Dinápoli. Se imaginaba en la agobiante casa de su suegra, fiscalizándole la vieja la construcción de sus pucheros, o visitándola a diario en la casita de Don Bosco, apareciendo con churros, fideos caseros, cortinas

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y lanas, consejos y reproches; se imaginaba con su esposo progresista, muy trabajador que se dedicaría, ante todo, a engordar, cornearla ligeramente, mediocrizarla y quererla; se imaginaba de blanco, vestido de cola, en la solemnidad de la iglesia, el cura mandándose su espiche, Angélica y Rodolfo felicitándola después de la ceremonia, en la puerta, pensando vaya una a saber qué cosas; se imaginaba un desprolijo embarazo, sus dedos hinchados, una aguja de tejido y la lluvia sobre el ventanal de Don Bosco, ella sola esperando que Tonino regrese del mercado, o de la feria, o vaya uno a saber; se imaginaba limpiando caquitas de Tonitos lloriqueantes, yendo al cine una vez al mes pero sólo para ver películas cómicas, de Marrone o de Porcel, o de Olmedo o Sandrini, porque a Tony no le gustaban las películas para pensar, él iba al cine a distraerse, a olvidarse; se imaginaba las mesas domingueras, en Don Bosco o en la casa de Don Gino, o ahí, en la amarilla de su padre y la Perica, mesas colmadas de italianos que masticaban con la boca abierta, y eructaban con énfasis, mientras Tony festejaba los eructos, ya muy gordo, ya achanchado; se imaginaba la conquista, un logro total, ansiado, la adquisición de un automóvil, un peugeot o torino o un renaúlt 12, que sería pulcramente lavado durante los domingos a la mañana, por su amante latino, con una manguera, un balde y mucha ternura, mientras ella se encargaba de la institucional raviolada, del tuco y del estofado, de la mayonesa, achanchada y repodrida, resentida y sin ninguna escapatoria, en tanto sus tonitos (matambres, los llamaría Rodolfo), gritarían en la cuna o en el patio, se cagarían, tendría que lavarlos, cambiarlos, quererlos. –Hasta aquí llegó mi amor, Angélica. –Pensá con detenimiento, mira que una equivocación puede ser perjudicial a niveles muy profundos. –Sí, negrita, te entiendo, pero me parece que voy a cortar... –y cortó, porque la vecina de los ruleros, la que nunca recibió atención de su marido, se le acercaba con una sonrisa ancha, con emoción y un repasador en la mano.

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Probablemente, para la literatura hubiera convenido una tarde con mucha lluvia, o, por lo menos, muy nublada, opaca, sin el menor indicio de sol. Entonces éste, el capítulo final – quizá diseminado a lo largo del libro, eso está en veremos todavía– hubiera sido algo patético, sorprendente, con ribetes aprovechables para la imaginación de algún director de cine, para los intereses de algún productor osado. Entonces pienso que son bromas de gusto pésimo, confeccionadas por la realidad, la que tal vez, con astucia injusta, no se toma mi vocación narrativa con el rigor que, creo, merezco. Esta tarde primaveral es casi veraniega, y eso me perjudica, pero no importa; tiene un sol desorientador, muy potente para octubre, inepto para la dramaticidad que debiera imperar en esta despedida. Cada vez que vengo al puerto, a decirle chau a alguien, imagino que me vienen a despedir a mí. Y no es, eso seguro, ningún hallazgo, porque es indudable que todos los que estamos aquí pensamos en irnos, que envidiamos saludablemente a los que se van. E insisto, entonces, en preguntarme hasta cuando me quedaré en Buenos Aires; sé que tengo, aún, mis sobrias excusas para persistir. Mis hijos por ejemplo, que aún son chicos, demasiado. Mi obra, que también es muy chica, pero siento, intuyo, que puedo hacerla grande nada más que aquí, desde aquí, a pesar de todo. Y por último, puedo resistir, no me va tan mal que digamos, cuento guita delante de los pobres. Aunque la verdad, me gustaría picármelas, lo confieso. Entonces Rodolfo mira, camina, busca, no la encuentra, se mezcla entre tanta hinchada itálica que prácticamente copa la dársena C. Transpira, mira sacos en manos, sacos puestos, tipos confiados u optimistas, lo más campantes en sus remeritas, en camisas de manga corta; mira cuerpos de mujeres que anticipan un verano conmovedor, tresquilas y escotadas. Caprichos climáticos de la ciudad, ayer llovió, hizo frío, tiempo loco, comentarán. Igual que yo, se reserva el derecho humano de cambiar enseguida de carácter, renovar sus posiciones. ¿Qué hago aquí?, no pensaba venir, pero al final no aguanté. A Silvia, a Marinelli, les dije que venía exclusivamente por razones literarias, para transcribirlo después. Y hasta es posible que sea cierto, pero también los motivos mantienen su cuota de afecto, de emotividad, después de todo no soy tan animal, guardo mi corazoncito del sur. Ocurre que uno, por lo menos yo, es igual a lo que escribe, tiene la cara, el cuerpo, la mirada que denuncia su obra, y conste que esto no lo digo para jactarme, para aportar otro gajo a tantos esquemáticos contemporáneos que reprochan y detestan –o no entienden– mi simpática egolatría. Se trata de una vieja teoría personal, de las pocas que no adjudico a mi abuelo Salvador; sostengo que todos los hombres tienen la cara que se merecen, pero que en los escritores es donde más se percibe esta coincidencia. Contemplen, con detenimiento, la fotografía de Hemingway por ejemplo, y remítanse a su obra. Verán que existe una firme comunicación, una identificación total entre la cara y la obra. Y certificarán conmigo que, para escribir esa obra, el viejo Ernie tenía que llevar esa cara, esa mirada. O contemplen, en todo caso, la cara de Henry James, y repitan la experiencia, así como también con Aristóbulo Etchegaray, Sábato, Sebrelli, Manuchito, Verbitsky, o el propio Borges. Y, más cerquita de mí, ¿ por qué no comparan el rostro y la obra de Medina, Lastra, Asís, Gusmán, Rabanal, Briante? Para bien o para mal, aquí abandono el riesgo de adjetivar, las caras denuncian lo que escriben. La obra –mía– es trasparente, como el lago Curruhué, y menos mal que no está Marinelli para rebatirme. Por eso llegué a entender mi presente, asumir esta manía mía de andar intentando el arte a través de los recuerdos, desfigurando ostensiblemente la realidad, suplantándola o no por lo verosímil, o por lo que, en definitiva, se me cante, o me parezca quede mejor. El tiempo y la vida, lo real y lo fantástico, pertenecen al mismo mazo de naipes. Yo vivo, en la actualidad, la novela que más o menos sinceramente escribiré dentro de algunos años, cuatro o cinco, y no creo que pueda ser muy apasionante. Digo, ¿por qué no me ajusto nada más que al relato? ¿Acaso para hacerme el creador pituco?, ¿para echar un poco de colorante al agua de esta novela cosa de que parezca más profunda?, ¿tan jodido es lo que tengo ganas de decir, que doy tantas vueltas? ¿O no tengo más nada ya para decir? Será que, directamente, me cuesta contar que estoy aquí, en la dársena, parado como un gil, buscándola, fantaseando con mi despedida, soy yo quien se va, guárdense el país, un paquetito, átenlo.

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La busco, tal vez con ganas de recuperarla, de suplantar al abogado, irme con ella y empezar, también, de nuevo. Dejo entonces la novela a un costado, y digo la verdad, de este momento, quisiera irme con ella, fui un boludo, sigo cobarde. Si tuviera coraje auténtico, tiraría al abogado hacia el agua sucia, y la rescataría, como Dustin Hoffman, en El Graduado. Mi inconveniente es el de ella, también vi mucho cine, fue exagerada tanta ficción. Sonrío, ¿será posible que nunca deje de escribir una novela?, que todo lo que me pase deba ser registrado, debidamente tergiversado, ¿será por eso que estoy siempre –en el fondo– triste, insatisfecho, vacío?

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–Estoy desorientada, Rodolfo, no sé qué hacer. –Nunca lo supiste, eso no es ninguna novedad. –No seas cruel, decime, ¿qué hago? Siento que ya no lo soporto. Que es un muchacho ideal pero es muy cursi, tiene gusto a poco, a nada, cómo decirte. Es muy bueno, lo acepto, pero la bondad no es suficiente, ¿no te parece? –Ya te dije lo que me parece, y no querés hacerme caso. –Ay, Angelicucha, qué complicada es la simpleza. Tenemos que resignarnos, no somos simples, no hay nada qué hacerle, debemos renunciar a la simpleza. Ah, parece mentira que no podamos ser felices, adaptamos a una generalidad, ah. –Para la manija, flaca, ya te dije lo que tenés que hacer. Ma aguántalo un par de meses y sepárate –aconsejaba yo, de corazón, claro. Aunque la notaba enfriada, el Tony proseguía enchastrando de amor sus pantalones. Y no sólo la notaba enfriada, también la notaba callada, demasiado seria, esquiva, pero probablemente se trataría –pensó– de los trillados nervios. Sin embargo don José no se daba cuenta de nada, las sutilezas poco tenían que ver con su naturalidad, él estaba algo feliz, la Perica son, sonreía, y la vecina gorda, Amalia, la del teléfono, cubierta por sus ruleros eternos mencionaba profusamente los confites. –Yo que vos, Carmen, me lo encamo –le dijo Angélica– Le tiro bien de la goma y después veo que hago. –No, que no se lo encame –aconsejé yo, viejo guardabosque–. Sería un error, vos no emendes las reglas de los barrios, coqueluche, es otra mentalidad, tengo pensado escribir algo sobre el particular. –Ay, no sé qué hacer, ya ni soporto su respiración, ni su presencia. Su pureza me abruma, su candor y su inocencia me rebelan, su familia me pone frenética, me pone mal. –Y bueno, querida, entonces bórrate –aconsejó Angélica, inconcebiblemente práctica, expeditiva. –¡No!, eso nunca, que no se borre –intervine yo. Tomábamos mate tirados en el sofá vencido, en el departamentito que olía a ajo y sexo. Éramos como tres hermanos, tres aparceros. –Mi viejo se muere si no me caso. –En estas circunstancias, Carmen, pienso que tenés que preocuparte por vos, y no por tu padre. –Además que no se muere un carajo –con firmeza sentencié yo, muy divertido, mientras les acariciaba el pelo y el cuello con afecto y desinterés–. Estos viejos no se mueren nunca, están hecho de otra tela. O mejor dicho, como dice Gelman, tienen otra entretela, negrita, son inmigrantes acostumbrados al sufrimiento, curtidos en la necesidad, ¿entendés? Nos quedamos analizando un par de horas, y le bebimos a Angélica todo el cointreau también. Y yo la llevé a Samantha hasta Quilmes, con la pickup gladiator de Karamanlis, porque mi citroen, debido a cierto choque muy chambón, estaba en el chapista. Sin embargo no quiso que la dejara en la puerta de su casa, prefirió que la tirara a dos cuadras antes, para ahorrarse un probable disgusto con el verdulero. Cuando llegó, comprendió que, muy nerviosos, estaban esperándola, el Tony, don José y la Perica, los tres en la puerta, y doña Amalia detrás de su ventana. Cenaron en silencio, desacostumbradamente tarde; don José, para fingir cordialidad, se puso a hablar del metro de arena, y receloso, como palpitándosela, el Tony escuchaba calladito, mien, mientras la Perica servía, levantaba pla, platos y volv, volvía a servir. Carmen tenía un apetito sorprendente, se comió tres milanesas, y la última en un sandwich, bebió vino en abundancia, tomó dos tazas de café, fumó como tres fazos mientras su padre, cayéndose de sueño, hablaba de un frente. En el zaguán, después, ni permitió que la besara, le dijo que tratara de no ser cargoso porque, sencillamente, no tenía ninguna gana de besar, ni de manosearse. Iba a decirle, en un rapto de coraje, que estaba arrepentida del casamiento, pero no se atrevió. Lo que sí, le dijo que tenía mucho sueño, y resentido, erecto, el Tony se fue, apenas recompensado con un beso sobrio en la mejilla. Pero pobre, no logró dormir ni un instante. A las tres de la mañana se fue al mercado e

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insultó al Gitano Anzorena, porque le tiraba cajones con manzanas vestidas. Es decir, las de arriba del cajón muy rojas pero las de abajo podridas. El Gitano se le fue al humo pero, por suerte, el Mauro los separó. Cabrero, Tony se fue a armar su puesto en la feria, en Posadas, Villa Dominico, y se agarró a trompadas con un verdulero de Wilde porque gritaba, muy de cerca, las bananas más baratas que las de él, y el zapallo y la ciruela. Le hinchó un ojo, le rompió dos dientes, lo detuvieron y se lo llevaron a la comisaría quinta, de Las Flores, durante cinco horas en un banco y con declaraciones. Apenitas salió en libertad se fue disparando en el camión hacia lo de Carmen, que no estaba. Don José maldecía, la Perica ce, cebaba mate, decía ya tenía que es, estar aq, aquí. Tony se quedó esperándola como hasta la una y media de la noche, y Carmen no apareció. Y tenía que irse a cargar, irremediablemente, al mercado. Sin embargo, por primera vez en cuatro años, no hizo la feria. Discutió con su padre, razón por la cual le sobrevino la taquicardia. Se lo echó en cara su madre. Con cierta violencia, envió a la mierda a su madre: de inmediato partió con su camión hacia el María Auxiliadora con el propósito de preguntar si... pero le dio vergüenza. No se arrimaba a hablar con la directora, ni con la secretaria, ni con ninguna maestra. Se quedó entonces en la esquina, en la cabina del camión, esperando la salida. Primero vio que salieron los grados inferiores, niños que, en abanico, invadían la calle del brazo de sus madres, hermanas, padres o abuelas. Ansioso, tenso, el Tony vigilaba. Por el espejito que Carmen salió apurada, acompañada por otras maestras, y que besaba a las niñas que se le acercaban. Cuando distinguió la presencia del camión verde, se hizo, con femenina cancha, la otaria; caminó hasta la esquina, cruzó la calle, y junto a otras blancas maestras subió al 98. Aunque tenía su camión de contramano, el Tony hizo un par de maniobras insólitas –si manejaba como Fangio– y espectaculares, y encaró la persecución. Ciego, turbado, se llevó por delante –y eso que nadie manejaba mejor que él, nunca había chocado– un fíat 600, que manejaba una monja. Debió frenar, un patrullero le había cerrado el paso, mientras el 98 se alejaba. Muy enojada, con la puerta abollada, la monja salió del fíat como pudo, y se puso a protestar. Desorbitado, entonces el Tony mandó a cagar a la monja. –¡Callese! –le gritó un policía, mientras le acomodaba algún gomazo en el hombro, en la cintura, en la cabeza. Lo tomó después del brazo, Tony le iba a poner una mano pero prefirió rogarle que no se lo llevara.. Porque estaba apurado, porque tenía que casarse. Y fueron inútiles los ruegos, porque, ante los aplausos aprobatorios de algunos curiosos de la Calchaquí, y la firmeza acusadora de la monja, se lo llevaron en cana. A la seccional de Bernal, donde tenía un conocido que era sargento, pero no estaba. De franco, de servicio, estaba. Tomaría el servicio al otro día, como a las once. Al otro día, como a las once y diez, el sargento Faitarone, bajo su responsabilidad, lo dejó en libertad. Sin agradecerle siquiera, el Tony salió disparando de la comisaría, casi no distinguió la figura de su padre, quien pálido, taquicárdico, junto a su madre, ingeridos de frío, lo esperaban sentados en un banco largo, de madera rústica. El aspecto de Tony era deplorable, estaba sucio, tenía barba de tres días. Sus padres no alcanzaban a admitir que el chico no les llevara el apunte, que se fuera, sin lavarse ni afeitarse, directamente a la casa de Carmen, que no estaba. Sola en su casa, la Perica di, dijo que desde ayer al mediodía qu, que no aparecía, no sab, no sabría decirle nada, An, Antonio. Más enfurecido aún, se fue con el camión hacia la obra que, en Villa Gonnet, construía don José, que no estaba. Se había ido hasta el corralón de Repetto, le dijo un peón muy lento, santiagueño. Cabrero, volvió a su casa. Con taquicardia, con lágrimas, don Gino le reprochó sus faltas. Sin embargo el Tony, su querido Tony, lo envió, también, incomprensiblemente, a la mierda, nuevo envío que provocó la reacción de su madre. Porque, fortalecida, tomando las riendas del hogar, doña Asunta le pegó al Tony dos cachetadas de las de antes, tres, cuatro. Cacheteado, bañado, afeitado –se cortó pobrecito con la guilete; triste, el Tony volvió por la noche a la casa de Carmen, que no estaba. Rojo de vergüenza, indignado, hecho moco, don José le dijo: –Parece que se terminó todo nomás. Qué quiere que le diga, a mi hija no la entiendo. Mire la vergüenza que me hace pasar. –¿Pero adonde estará? Usted, como padre, tiene que saber adonde pasará las noches –le dijo el Tony con furia, recriminándole.

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–Debe estar en el centro... con la negrita esa... la amiga, la que le debe llenar la cabeza. Ella y ese flaco del citroen, el engrupido, ¡a ese le tengo unas ganas! A los tres días, después de la escuela, Carmen regresó a su casa. Don José no estaba, había tenido que salir disparando para la municipalidad, por unos planos. Mientras mi Samantha preparaba una valija, la Perica, temerosa, le con, contaba: –Po, pobre muchacho, vino a bus, buscarte muchas veces. No obstante, Carmen no le respondía. Apenas si la miraba con desidia, o tal vez con superioridad, que es peor. Empecinada, la Perica continuaba con sus mó, módicos reproches. –Hay qu, que tener con, conducta. –A vos no te importa un comino, mediocre –a la tartamuda le dijo–. Se puso en difícil, se sentó a fumar contemplando la ventana, disponiéndose a esperarme. A mí, sí. Porque me había pedido que fuera a buscarla, así la llevaba hacia el centro, con la pickup de Karamanlis. Había ido a la báscula, especialmente, para pedirme ese favor, porque, según su manija, yo era uno de los pocos seres que la podría comprender, y ayudar. –Te juro, Rodolfo, que si tuviera guita para taxis no te molestaría. Es que son dos valijas, y dos bolsos, por lo menos. –Ta bien, flaca –le dije–, no me cuesta nada. Claro que ni siquiera sospechaba que, en la puerta de su casa, me encontraría con el verdulero.

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La busco yo, quién iba a decirlo. Miro a los italianos, mientras comprendo que la flaca ya no me busca más, que eso es pasado, que ahora soy yo el que la procura, como dirían los brasileños. Por lo menos, en esta despelotada dársena, entre llantos y abrazos peninsulares. La encuentro, por fin. Aunque, en realidad, no la encuentro a ella, pero sí al elenco estable de su familia. Ellos, se ve, son portadores de una emoción que estalla; contemplan el Cristoforo Colombo como si fuera una aparición, cuidan a los niños traviesos, están excitados, presencian un acontecimiento que será comentado durante varias semanas, multiplicado por la incertidumbre de las cartas, hasta que irrumpa el olvido. Hasta que Samantha no aparezca, yo no me acercaré. Mientras, fumo; contemplo, desde aquí, a unos treinta metros, a don José. ¡La bronca que me tenía ese viejo! La piel curtida, rugosa, castigada por los avalares de la vida puerca, por la falta de idoneidad de los peones santiagueños. También descubro a la Perica, pobre esclava, está casi irreconocible. Afeada, gorda, para tirarla, limpita pero desaliñada, los pómulos salientes y rojos, los pechos enormes y caídos, las patas arrugadas. Si no recuerdo mal, aquella señora que grita con frenesí, llamando la atención a su racimo de hijos desobedientes, haciéndose eterna malasangre, es la vecina, Amalia, la del teléfono generoso. Lo que son los ruleros, sin ellos no la reconocería ni su madre, ahora la recuerdo con claridad, y con detalles. El marido de esta perdularia es un obrero, de segba, creo, que no le lleva el apunte desde que noviaban, y sus hijos, en apariencias, no le llevan el apunte desde que crecieron. Pero también veo a mucha paisanada que no conozco, amigos nuevos, familiares del zorzal, mientras ella no aparece. Estará demorada, con Adrián, perdida entre pasaportes, valijas, papeletas varias. Me quito el saco, me aflojo la corbata, pareceré un yanqui. Miro al montón, me acerco unos metros más, enciendo otro fazo, estoy cansándome. Veo a don José al lado de un hombre similar, y por el hilo invisible que percibo, pienso que debe ser el padre de Adrián. Es un hilo tácito el que se extiende entre la mirada de ambos viejos, como una hamaca paraguaya. Los dos ocasionalmente vestidos, como desubicados, apostaría lo que no tengo a que ese viejo es el padre del abogado cantor. Ellos se miran, yo miro el hilo o la hamaca, mi delirio me autoriza a distinguirlo, a hablar de él. En ese hilo de miradas percibo un sentimiento de frustración, de desconcierto. Y también veo que los dos viejos, sin pronunciar palabras, se comunican, porque tienen en común la incomunicación con sus hijos. Porque manejan a la perfección el sereno lenguaje del dolor, en la mirada cualquier agudo podría notar la desolación, el presentimiento de que, tal vez, nunca más volverán a ver a sus hijos locos. Que se morirán seguramente sin entenderlos, en Quilmes o en Villa Urquiza, mientras ellos padecen hambre o triunfan, en Florencia, en Barcelona, en Finlandia. Ese hilo no entiende, los hijos no entienden el hilo. O acaso lo entiendan, pero no es, ni aproximadamente, un hilo prioritario. Yo sigo jugando, me gusta. El padre del abogado no debe ser constructor, pienso. Debe ser repartidor de quesos, o chacinados. O debe ser hacedor de pastas frescas, o carpintero, o fundidor de estuches para guardar jeringas, o sepulturero. Me importa un carajo lo que el pobre viejo sea. Quiero pensar en otra cosa, por ejemplo en mí, que aquí yo también entro, por prepotencia. En mi futuro, que me interesa más. Me pregunto si no será preferible para mí, para mis hijos, tomarme también un barco de esos y disparar, porque sí, por lo sabido. ¿Por qué mejor no me dejo de embromar y me incorporo también al éxodo? En homenaje a la relación con mi mujer, a la formación de mis hijos, y dejo de humillar aquí mi tiempo, má qué obra grande ni qué ocho cuartos. Y comienzo de nuevo no sé qué, lo que sea. Empiezo, entonces, a fantasear con mi regreso a Buenos Aires, diez años después, vengo de visita, voy a Dominico a visitar a mi madre, al club de Oyuela, mis hijos son grandes, les muestro Corrientes, para ellos algo muy ajeno. Y me da bronca. Tal vez uno quiere irse nada más que para darse el gustazo de volver, mis peleas con la ciudad son como las peleas entre matrimonios, el objetivo es reconciliarse. Uno quiere irse para comprobar, por la vuelta, si alguien lo extrañó, para contar experiencias a los infelices que no viajaron, referirles historias fosforescentes. Ah, y para crecer. Después de todo, ¿qué importancia tiene irse o quedarse?, la menor. Con Samantha nos pusimos de acuerdo. Yo, por lo menos, tengo la suerte de contarla, y esto no es un consuelo, ni siquiera es una metáfora. Yo tengo la suerte de registrar este impecable desmoronamiento, instalado dentro del edificio que se desmorona. Gracias a Dios

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que me hice novelista, el oficio tiene sus ventajas, la gilada supone hasta que uno es importante; la gilada nos envidia hasta la capacidad de sufrimiento, y eso no es poco, claro.

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Contemplar el llanto de un verdulero de Quilmes es una experiencia inolvidable. En realidad yo no creía en ciertos rincones melodramáticos que Samantha contaba, pero su historia los tenía. Es que al ver, en la puerta de su casa amarilla, un camión, me inquieté. Filetes azules y blancos; tenía pintado, en el travesaño, una leyenda de esas que los populistas, aún, exaltan. Gracias a los viejos, decía. Y otra sabia leyenda en el paragolpe posterior: cuando yo diga carnaval anda apretando el pomo. Mi Samantha discutía con el verdulero irascible. Mejor dicho le pedía comprensión, delante de la tartamuda, familiares y vecinos. Le pedía que la interpretara, que hiciera un esfuerzo. Argumentaba que no estaba dispuesta a cometer una seria equivocación, reparable pero molesta. Le pedía, además, que la perdonará, pero estaba confundida. –Es tan fácil, Antonino. Vos me pedís explicaciones que es inútil darte, y yo te pido, solamente, perdón. Hace un esfuerzo. Así que era preferible cortar, a seguir y desembocar en un fracaso. Corto mano y corto fierro, entonces. –Una ruptura brusca, lo sé –decía Samantha. Mientras tanto, el verdulero lloraba. –Es doloroso, Antonino, lo comprendo –agregaba la flaca. Desde la pickup, yo miraba. Detrás de la musculatura de Tony se encontraba la taquicardia de su padre, una taquicardia que se esforzaba en llevarse al vástago de allí. Decía el viejo mejor no veas más a esta pituca. Y detrás de la taquicardia enojosa, se encontraban las lágrimas impotentes de doña Assunta, que pretendía calmar, además de a su hijo, a su marido. El cuadro sublime lo completaban los interesados vecinos de la cuadra, y de la vuelta, representados por señoras sensibles y chusmeadoras, jubilados, y niños flequilludos que trataban de no perderse el menor detalle. Yo fumaba, sin salir de la gladiator. También hay que mencionar las nobles intenciones de la tartamuda, que trataba de ap, apaciguar los ánimos. Y para sintetizar anotemos, sin reservas, que la escena era un verdadero asco, que ya era tarde para mi factible arrepentimiento, si había detenido el motor, estacionado justito detrás del camión verde. Leía, en el paragolpe, y me causaba gracia, cuando yo digo carnaval... Sin embargo no me había decidido, aún, a bajar, ni siquiera había abierto la puerta. Apenas, para escuchar con claridad, había bajado un poquito el vidrio de la ventanilla. Lo que sí, miraba hacia la casa amarilla, no perdía ni uno sólo de los burdos gritos que partían de esa casa que yo no visitaba desde la noche del velorio. Desde que la antigua inadvertida desapareció, la mamita del batón azul que yo también había conquistado, durante una noche caliente de carnaval, en El Sieland, hacía años y, sobre todo, etapas, utilizando palabras de Samantha, claro. –Hace un esfuerzo, Antonino, y entendeme. Como gran irresponsable, bajé de la pickup. Pensándolo bien, fui demasiado audaz para decidir presenciar discusiones tan íntimas. Para pedirle, por ejemplo, permiso al propietario de la taquicardia, y disponerme a levantar, como un changarín de estación, esas dos valijas significativas, que descansaban sobre las baldosas rojas del zaguán limpio, y pesaban poco menos que años. –Ha sido todo un gran error. Pensalo, y en el futuro me lo vas a agradecer, aunque hoy no lo creas. Acomodar las valijas con lentitud, en la caja de la pickup. Volver a cargar un bolsón bastante pesadito, ante la incertidumbre de los paisanos, del verdulero y público presente. Acomodé el bolsón, volví al zaguán, pedí a la tartamuda que, si era amable, corriera su piecito, porque me obstaculizaba, sin querer, el traslado de una caja descuajeringada, de cartón prensado, colmada con seguridad de libros cómplices y acaso de carpetas sombrías, que contenían sus flojos versos, y cartas de amor, entre intelectuales y de inspiración sureña. Mientras ellos gritaban, yo me acomodé sólito la totalidad de los bultos, los cambié de rincón, les puse un plástico arriba por si acaso se largara a llover, pero antes até bien la caja de los libros, con un cable misterioso que encontré en el cordón, cerquita nomás de la zanja. Bajé, me apoyé en la caja del gladiator, miré. El Tony me miró. Pensé que a lo mejor el verdulero trataría de guapearme, de manera que puse mi apropiada cara de vendedor, decidido a actuar como si estuviera en un rancho del San Eduardo o del lapi, es decir, como actuaba en las situaciones más límites de mi vida. Lo miré

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otra vez, nuestros ojos taimados chocaron; lo miré después de refilón pero ya no me miraba, así que quise creer que el primero en desviar la vista fue él, aunque quien sabe fui yo pero eso no tiene la menor importancia. Por las dudas, yo no volví a toparme con el resentimiento de sus ojos. Claro que tenía mucho miedo, pero tenía mucha curiosidad, que suele ser más poderosa, si en los clásicos la curiosidad siempre venció al miedo, por amplios guarismos de diferencia. Por eso, por mi curiosidad, decidí no desperdiciar, igual que los pibes flequilludos, el mínimo detalle del saínete, porque también miré a la tartamuda. La miré de frente, recuerdo, era polentosa, pechos avasallantes aunque algo caídos. Sin embargo la tartufa nunca miraba a los ojos, tal vez porque tenía ese defecto; po, ponía su mano, probablemente olorosa a detergente, sobre el hombro de la suegra frustrada de Samantha. –A los Dinápoli nadie les hace una cosa así –decía don Gino. De refilón, en seguida, el novio verdulero volvió a mirarme. Yo, en personaje de Borges, retuve su mirada, de frente, como en desafío quizá, pero como si más que un retador el tanito fuera un canguro, como si eso, en vez de ser un probable duelo, fuera una venta común. Ahí creció, claro, mi temor, que él no notó porque, con seguridad, también lo tenía. Y así nacen los valientes, si el miedo va de la mano del coraje; de puro miedoso, cualquiera puede tener el coraje de enfrentar a un batallón. El dueño de la taquicardia era, eso sí, quien más hacía escuchar sus lamentos. ¿Por qué se humilló tanto el verdulero?, me pregunté después, acaso años después. ¿Por qué ese adonis tan imbécil no le pegó un flor de sopapo a nuestra flaca? Y otro a mí, si no lo iba a enfrentar, creo; aunque era, en apariencias, un amigo de ella que no tenía la culpa. Entonces minga de sopapos; soportó, en cambio, la monótona taquicardia de su papi, las miradas perversas e irónicas y casi solidarias de los vecinos, en general una manga de deleitados que permanecían atentos, fieles y pasivos. Creo, sin exagerar, que el verdulero me miró con envidia, porque me la llevaba. Sin embargo pienso que también me envidió porque yo era Rodolfo, una institución en la vida de su enamorada turbia, la que, casi seguro, habría hablado magnificencias de mí, exaltado hasta mis defectos, yo su gran amigo a quien tanto admiraba, y quería. Querer es una manera de admirar, decía la flaca. ¿Envidiaría acaso mi mentirosa cultura el verdulero? Mi utilitaria cultura que me capacitaba a entenderla, a llevarme a esa flaca desconcertante que estaba maquillándose adentro, lo más pancha, ajena a los gritos y lamentos. El protagonista que se robó el recuerdo fue, en realidad, el italiano de la taquicardia, quien de repente, agitado, sostenido por la pared y por la Perica, le dijo a mi Samantha: –Usté es una pituca de porquería, es una pu ... –y se contuvo. No obstante la flaca, más allá y más acá de esas reacciones instintivas, Angélica, desde la ventana me sonreía, me guiñaba alguno de sus magistrales ojos pardos, mientras estaba por concluir su ceremonia de arreglo facial. Y el Tony, que había renunciado a la discusión sentimental, hecho bosta, interiorizado, ya trataba, junto a la tartamuda, doña Assunta, y doña Amalia Rulero, la del teléfono, de calmar al viejo, aplastado por la vergüenza, por el primer desaire a los Dinápoli. Por si acaso, yo me subí a la caja de la pickup, corrí las valijas hacia algún costado, simulé acomodarlas, tal vez pensando que, después de todo, había sido una suerte que no estuviera el padre de Samantha, el constructor latoso, porque la mano podría haberse complicado, por lo menos conmigo. Aunque el taquicárdico, pude comprobarlo desde la caja del gladiator, me miraba mal; su hijo tampoco sacaba ahora los ojos de las valijas, o de mis ojos, convertía sus manos en terribles puños, y yo, por qué no, comencé a perseguirme. Me pareció, en un rapto de delirio, que entre todos los vecinos intentarían ahorcarme, que me colgarían desde el palo de la luz, o desde ese paraíso colmado de bolillitas y gorriones, concretamente pensé que me lincharían por mi condición de villano, de gavilán que hizo dar el mal paso a la maestrita. ¿Habré sido el gavilán? ¿Existen los malos pasos? ¿Hubiera sido mi Samantha una gran mujer –sobre todo una buena mujer, feliz– si se casoriaba con ese verdulero regionalista, tal vez uno de los prototipos más obvios del sur? No hay que jorobar con la simpleza, digo yo, bah, el narrador omnisciente. En todo caso,

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como medida profiláctica, dejémonos de embromar con la simpleza, porque es una bruja a la que no hay que forzar, sobre todo cuando ya nos iniciaron, o nos iniciamos, en el más borrascoso camino de la complicación, y más entretenido, créanlo. Seremos jodidos, es cierto, pero asumámoslo. Puede que no sepamos nunca qué es lo que realmente preferimos; puede que, cuando tengamos la edad de don José o de la taquicardia, nos arrepintamos de la mayoría de los actos cometidos, y puede también, esto en definitiva es lo más probable, que seamos una manga de inadaptados, o meros tontos, prescindibles, material descartable. Después de todo no son graves defectos, hay peores, por ejemplo el de ser un irreparable aceptador, y todo eso. Debemos ser profesionalmente reventados, pero con convicción, sin culpas, con ganas, porque no es tampoco tan grave que no nos conformemos con un torino, ni con un hogar, ni con la revolución, ni con la madurez. Mátennos. Yo logré entenderte, por fin, mi reventada. Mi flaca sorpresa, mi flaca manija que, tal vez en una bolsita de polietileno, introducía crema hinds, leche de pepinos, un cepillo de dientes, lápiz labial, sombras y esmalte para uñas. Risueña y pizpireta, con breves nervios, como si afuera estuviese esperándola yo para irnos de campamento a Valeria del Mar, o a Punta Lara. Y no para arrastrarla de ahí, aún no sabía hacia dónde. Por las dudas, yo estaba sentado, ya, en la camioneta, vi que doña Amalia se metió en su casa, que lloraba. La llave en su sitio, lista para el contacto, el pie pegadito al acelerador, el otro que rozaba el embrague. Porque la hora de los bifes había llegado, y conste que no fue sólo una mala metáfora, si el taquicárdico indignado le tiró un bife, aunque no llegó a destino, es decir, a la cara de la flaca. Mientras tanto el Tony, resignado, la mirada perdida en las baldosas, caminaba hacia la esquina, como un canguro. No pude comprobar si seguía llorando. Puse en marcha la pickup, yo estaba con miedo todavía, pero tentado. Los vecinos me miraban con odio, eso creí, ¡oh persecuto! Y el paraíso de enfrente, con sus bolillitas y gorriones, se quedó con las ganas de tener mi cuerpo colgado, como un fruto. De pronto salió mi reventada de la casa amarilla, sonriente, como si nada. Traía un bolso de mano, una cartera de soga, un jean descolorido y una polera gris, muy gruesa. Abrió la puerta de la pickup, y se metió sin despedirse de nadie. Sin embargo, bajó la ventanilla para decirle a la única que permanecía en la puerta, la tartufa: –Un beso muy grandote para mi papá. Desde la ventana, secándose el pómulo con un pañuelo, doña Amalia, la mujer que sólo servía para prestar el teléfono, olvidada por su marido y por la historia, decía chau, con la mano libre. Y cuando la pickup se alejara, se metería adentro, a preparar la comida. Estaba muy nublado, demasiado.

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Siento que alguien me toca de atrás, claro que es Samantha. Me abraza, la abrazo, pongo una sonrisa en mi cara de vendedor, le pongo un beso en la mejilla, me pone otro. A su lado, al separamos, miro al abogado, alto como yo, como ella. No me equivoqué, Adrián tiene barba, aún corta pero con posibilidades de desarrollo. Nos extendemos la mano, por supuesto que ocurre un apretón fuerte, de esos que, según los libros de relaciones humanas, denotan firmeza, seguridad. Me mira a los ojos, lo miro, sonreímos. Se ve que el muchacho es algo nervioso, desconoce qué hacer con sus enormes manos, dos fantasmas, como las de Rivera, que viajan desde los bolsillos al pómulo, al cuello, al cinturón, atrás, otra vez a los bolsillos. En seguida saca cigarros, cuestión de ocupar una mano, se descuenta que parisiens fuertes. A pesar de la barba y del jean, persiste la estampa del abogado, como si su cuerpo extrañara al portafolios, la circunspección obligada. Y, lo que son las paradojas de la antimoda, tiene puesta una camperita militar, verde oliva. Y calza zapatos deportivos, adidas. Decimos boludeces. Para nosotros es peor, porque tomamos críticamente conciencia de que las decimos, y entonces el aire puede tajearse, la situación se torna demasiado molesta. Debemos siempre decir, o callar, con brillantez, y es imposible conservar esa hidalguía, como si uno pretendiera impactar al otro, superarlo, como si debiéramos mentirnos con rigor y calidad. No, no es gratuito, por algo estamos reventados. Ahora le digo a Samantha una gran verdad. Se la digo despacito, pero para que el abogado también la escuche. Que está preciosa, que es una muñeca. Ruborizada me sonríe, como si fuera una mocosa de quince. Le digo también que el conjunto de jean –azul clásico, desgastado y desteñido– le queda un kilo con la camisa a cuadros rojos, azules y blancos. Ella me cuenta dificultades de trámites, y stanislavskianamente condena a la burocracia. Cuando se da vuelta, porque la llama una muchacha que me merece, le miro, casi sin querer, el culo. Qué vigor, Samantha tiene un lomo sensacional. De flaca histérica, es cierto, de esas que perpetuamente almorzarán una traviata de jamón y queso, con un yogur o un pomelo exprimido. Comprendo que la atorrante se conserva muy fuerte, que hasta puede parecer una vedette. Me atrevo a afirmar que está más apetecible que en su confusa adolescencia, o, sin ir más lejos, que cuando me perseguía. Siento que este abogado del diablo se me la lleva ablandadita, en condiciones óptimas, entrenada para cualquier campeonato. Se me la lleva reventadita, separadita, fracasadita, íntegra en una palabra, de fierro. Una mujer blindada, garantida, una mujer ya recibida, con notas altas y felicitados, en la facultad de la decepción, expulsada por irreverente de la academia del asombro. Y siento que yo, en realidad, no la transité un pepino. Pienso que soy, concretamente, un salame, un vareador superficial que ni siquiera amó a esta hembra, carnalmente hablando, como merecía. Basta de máquinas, turco, me digo. Mitómano, ¿para qué cambiar el rumbo de la novela?, ¿acaso pretendes escribir otra que contradiga todo lo que proclamas en esta? Puede ser, me digo, mientras le digo a Samantha que, lamentablemente, no podré quedarme hasta que zarpe el barco, ni siquiera hasta que ellos suban. Porque tengo que ir a trabajar, al diario, como cualquier gil.

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–Nena, para vos es todo fiesta, ¿qué te crees?, ¿que la gente es una servilleta de papel? Que hay que usarla y tirarla y se acabó. Parala, no hay que ser tan cabeza fresca, no hay que juguetear tanto con los normales, ellos no tienen la culpa. En la veloz pickup de Karamanlis, a las pocas cuadras de la abandonada casa amarilla, Rodolfo ya recriminaba. Con su adecuada cara de joven serio, emitía sus reproches. Con una seriedad que, por lógica, duró lo que una cuadra en camioneta, porque de inmediato se tomó la cabeza, sonrió. –A lo mejor tenés razón, son servilletas de papel, úsalas. Iban por la avenida La Plata, a la altura de Bernal. Se dirigían al centro pecaminoso, atractivo y cómplice; de a poco, el sur iba quedando atrás. –¿Adonde querés que te lleve? –No sé. Peor, le dijo que no tenía la menor idea de donde ir, que eso, en todo caso, era secundario, Angélica. Porque lo importante era que, de ese infierno, había salido. –Qué infierno, flaca, acabala. El infierno somos nosotros. ¿Y qué hago ahora con este paquete?, se preguntó Rodolfo. No obstante, a pesar de no haberlo demostrado, sintió un dejo de alegría. Comprendía que era un cariño muy raro el que le había tomado a esa reventada que, repantigándose, estirándose en la gladiator, ya casi gritaba ¡me importa un pito adonde voy!, lo importante es que me fui. –Entendeme, ya estaba harta de aquella chatura, no es para mí. ¡Vivan mis amigos locos! –de pronto gritó, y se me tiró encima, y faltó muy poco para que me hiciera chocar contra un colectivo. Sin embargo no chocamos. Cuando ella calmó sus emociones, atento al volante, insistió él: –¿De veras no tenés adonde ir? –No. ¿Y si me la llevo yo?, se preguntaba. Total, por un par de días, y de paso le hago un favor. Era que Rodolfo venía muy torcido, y desde el romance trunco con Lita, Lita, se había aplacado. Ya no andaba tan a la pesca, de safari, ya hasta podía bancarse solo, sin citas porque sí. En el trabajo hacía una letra decorosa, si Karamanlis estaba muy contento con él. Y era un trabajo que le convenía, y no quería, además, regresar a sus canguros, a golpear ranchos, ya no, la maleta lo había pateado con violencia, y aunque el polaco insistiera en reanudar la sociedad, ya no quería más, basta para mí. La pasaba, últimamente, casi solo en el terreno inmenso, colmado de yuyos gigantes, fierros demenciales, montecitos, cascotes, pulgas y perros maricones. La pasaba encerrado en el cuartucho de la báscula, leyendo o escribiendo, o en la oficina del directorio, penetrando a menudo a la caramelera, a la polaca sin nombre, a la arrepentida Juana. O compartiendo asados orgiásticos con Mingo, y junto a los peones trigueños que, en el fondo del galpón, desde un pozo donde en tiempos remotos existió un horno, sacaban ladrillos refractarios que Karamanlis vendía, por unidad, a Distefano, otro magnate del sur. Los negros entonces se me emborrachaban en el pozo, hacían pasar las botellas de vino, por atrás. Rodolfo lo sabía, pero se hacía el desentendido, a pesar de que era el responsable. Y, chupados, los negros eran bruscos, se peleaban, violaban, agredían. Cuando a las siete de la tarde Rodolfo les pagaba el jornal – mil pesos y el asado, Samantha, ellos apenas si podían sostenerse, se reían hasta de sus tragedias. –¿Pero no tenés ninguna amiga con bulín? –No. Y para ser sinceros, de un tiempo a esta parte, a Rodolfo le gustaba la flaca. Ya la aguantaba, la notaba distinta, quizá más mujer, aunque igualmente loca, por suerte. Tal vez le gustaba porque él, también, estaba distinto, por eso la valoraba más. Si por el desparejo y sucio Camino General Belgrano no había muchas como ella. Alta, bonita, compinche, ejemplar en la cama, sorprendente, con un cuerpo ponderable para exhibir ante los camioneros, siniestros o cordiales, coimeros profesionales que se mareaban al mirarla. En la báscula, eso sí, la flaca le daba un prestigio invalorable, entre los camioneros y los peones, entre Karamanlis y su infinidad de socios menores, habilitados, a porcentaje. Además los flacos hacían una pareja llamativa, para

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admirar, altos, estilizados (el narrador omnisciente evitará utilizar el vocablo bellos, apenas tratará de sugerirlo). ¿Me la llevo?, se preguntaba, todavía, atento al camino, vacilante, mientras Samantha hablaba de la terca felicidad, de la realización y esas utopías. No, mejor no, porque, quizás, al tercer día la mato. La entierro en el pozo de los ladrillos refractarios. O me arranca el sexo con sus dientes, como le pasó al que vende prefabricadas, la muerte peor, su sexo triturado. Debieran decir los viejos bardos que lo mejor que se puede hacer con una flaca es deshacerse, si total la ciudad está repleta de roedores con hambre. Sin embargo, entre nosotros, era una lástima que se la comiera otro roedor, para qué, si además él tenía mucha hambre. –¿Y por qué no te vas de Angélica? Se lo preguntó cuando terminaron de cruzar la frontera, es decir, el puente Avellaneda. Estaba aliviado porque los zorros grises no lo habían detenido, en realidad ahora podría hablar y razonar mejor, podía pensar, placeres improbables cuando se guía un vehículo, y sobre todo ajeno. Sucedía que, desde que habían salido de Quilmes, él no podía olvidarse de algo más significativo que la felicidad, por ejemplo de que no tenía ningún documento de la camioneta, ni el permiso de Karamanlis. Y, tan coimeros como Rodolfo, los zorros grises de la provincia, apostados en las esquinas, paraban a cualquiera. Menos mal que los zorros eran generosos, enseguida llegaban al arreglo grosero, eran hombres de paz, maestros del diálogo, ejemplos, siempre encontraban algo para hacer la boleta, o, en todo caso, lo inventaban. –No quiero ir de Angélica porque tira muchas pálidas, Rodolfo. Y no estoy en condiciones de consolarla, que me perdone. –Te entiendo. –Vos sabes, más que nadie, cuánto la estimo. Pero no tengo ganas de convivir con ella, está superhistérica. Creo que, un día de estos, se va a matar. –Ya hace rato que está muerta –dijo él, ya sin temor a que lo pararan, le pidieran registro, patente, balizas, análisis de orina. ¿Qué hacer?, volvió a preguntarse, por la Montes de Oca, cerca de la Casacuna. ¿Llevársela acaso? Podría ser peor ese remedio. Sin embargo tampoco podía dejarla a la deriva. Cierto, le daba pena, se sentía en parte responsable, comprendía además que ella había aprendido a no cargosear, si ya no hablaba tanto, la veía fuerte. Es decir, trataba de darse máquina, de encontrarle cualidades para justificar la decisión que presentía. Afuera hacía un frío de órdago; en cualquier instante, también, llovería. Rodolfo se quedó callado, como dubitativo, durante varias cuadras. Por fin, ya sin dominio, volvió a preguntarle adonde prefería que la dejara. –Si estás apurado déjame en la Ópera, en Corrientes y Callao. Pero haceme un favor, llévate las valijas, y me quedo con este bolso, por hoy y mañana me arreglo. Cuando pueda te las paso a buscar por la balanza, ¿sí? –No hay inconveniente, pero ¿qué vas a hacer en la Ópera? –Qué se yo –respondió ella, como si la cargoseara–. Veré a alguna chica o chico del Museo Social, o iré a La Paz, a La Giralda. O llamaré a una compañera de la juventud, alguien me va a ayudar, no te preocupes. Hay amigos muy macanudos, gente muy solidaria. –Es cierto, con tres amigos de ley cualquiera sobrevive en Buenos Aires. ¿Tenés guita? –Ni un mango de más. Pero no te preocupes, cobro la semana que viene, puedo tirar. Esa seguridad le envidiaba. –¿Y como vas a hacer con la escuela? –La escuela no la dejo, eso nunca. Voy, aunque tenga que viajar mucho. El guardapolvos lo tengo doblado en el bolsón, como no se plancha no se arruga. Divina la flaca lunática, siempre inmadura, una nena. ¿Adonde iba a ir? Era muy optimista con eso de los amigos, cuando se los busca suelen no estar, me decía. Tal vez dejarla hubiera sido una lección, una experiencia, con frío, en la calle, a punto de llover, sin plata, pero con transitoria fe. Con la confianza, eso sí, que a él estaba faltándole. Quizá por toda esa energía positiva, él estaba, ahora, admirándola. Y siguiendo siempre los razonamientos de la flaca, admirar es la mejor manera de querer.

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–A los chicos, Rodolfo, no los dejo por nada. Mañana les voy a tomar un examen. Loca. Ya estaban por llegar a la Ópera, pero Rodolfo estaba seguro que no tendría valor para dejarla en la calle, o en la confitería. Lo importante, entonces, era averiguar si tendría valor para llevársela, aún no sabía tampoco adonde. Una encrucijada, es cierto, porque también sostenía que era preferible su desaparición, que la ciudad la tragara a Samantha en un segundo. Porque las flacas, si lejos, mejor. Al llegar a Callao y Corrientes, ella le dio un beso, en la mejilla. –Gracias por todo, Rodolfo –después del beso le dijo–. En esta semana a lo mejor paso a buscarte las valijas. Y abrió la puerta de la pickup, bajó. Como en la mayoría de las despedidas que se jacten, estaba por largarse a llover. Él la miró irse, pero no arrancó. Ella estaba parada en la esquina, con su bolsito, en la puerta de la Ópera, lo miraba. Atrás, choferes impacientes tocaban sus bocinas hasta aturdir, si ya era como las siete de la tarde, los colectivos y los particulares parecían querer huir de la lluvia, y del centro. Una mujer policía, con un talonario en la mano, se le acercaba a Rodolfo. –¡Flaca! –gritó. Con su lentitud habitual, se acercó a la camioneta. –¡Subite! –imperativo Rodolfo. –¡Qué! –¡La puta madre que te parió subite que me van a hacer la boleta! Con una sonrisa ancha, ella subió, otra vez. Le dio un beso prolongado, de ardiente amiga fiel, emocionada, pero la botona estaba con pose glacial, ordenándole que se retirara. Entonces la primera, pronto la segunda, mientras la puteaba, a Samantha y no a la policía. La flaca deslizaba un pañuelo por uno de sus magistrales ojos pardos, y en el semáforo de Lavalle, mientras las primeras gotas golpeaban el cristal de la pickup, ella le dijo: –Que te recontra, turco boludo. Se rieron, como dos cuadras de risa. En el próximo semáforo rojo, le dijo él. –Sabes una cosa, flaca, me parece que te estoy empezando a querer. Era el comienzo del final, pero ellos, por supuesto, no lo sabían. En el cielo se dibujaban mapas de luz, la lluvia era temible.

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Toma del brazo al abogado, también a mí, ella en el medio. Para mí que le encantaría irse con los dos, a lo doña Flor, o como la mina de Butch Cassiddy, Katherrine Ross, creo. Yo, Robert Redford; el cantor, Paul Newman, o viceversa, claro, cuánto que influyó el cine, cierto. Caminamos hacia la hinchada, los tres, hacia los afectivos vecinos de Quilmes, de Villa Urquiza, y pienso que soy un caso para analizar con rigor y seriedad: la presión del brazo de Samantha, me calienta. Tal vez porque ella lo aprieta, o por el calor, o porque soy un calentón de mierda, no sé. Sé que esto es de inmaduro, pero no lo puedo evitar, tan grandote y al palo, menos mal que con el saco –que llevo en mi mano, mi dedo es una percha– logro más o menos disimular mi estado poco distinguido. Me tengo bronca, me compadezco, me doy máquina, y acaso para enfriarme, me zafo. O nos zafamos, mejor dicho, porque ella debe saludar a una tía, elegante pero fea, que tiene ya la nariz colorada, no sé si por el sol o por la euforia. Me pongo la mano en el bolsillo, sonrío, disimulo, me la acomodo, se tranquiliza. Para detener mi máquina sexual, quizá, me digo que flacas como Samantha hay a montones en Buenos Aires; en cualquier facultad, o colectivo, o calle, o peluquería, o mercado, o academia de taquidactilografía pueden encontrárselas. Flacas locas, impulsivas, concertistas, bancadoras irremediables, consumidoras de traviatas y yogures, flacas que utilizan conjuntos de jeans descoloridos y hasta suelen tomarnos en serio, nos obsequian sus orgasmos gratificantes con regularidad, nos cansan, alegran, entretienen, no saben adonde meterse. A no ponernos maldititos, turco, deschavá sin pudor tus sentimientos, aunque Marinelli no esté para rebatirte estás vos, que no quiere mentir más, y utiliza la única arma que le queda. La sinceridad, el más alto escalón de la mentira, la verdad como lujo máximo del verso. A no ponernos retorcidos porque no hace falta, basta de cangurear que ya está promediando la novela, que el final está tan cerca como ese barco, que se va, los finales también siempre se me van. A mí, por lo menos, no puedo detenerlos, se prolongan, no sé qué será de mí cuando quiera dedicarme al cuento. Viniste, no te olvides, para darle un gustazo a la flaca, conocer al abogado inquieto, y a recibir un regalo intrigante. Y, sobre todo, a alcanzarles una lista de direcciones de espiantados amigos que están pedaleando y perdurando en las europas. A los que, tal vez, ellos no visitarán, salvo que se sientan muy solos, desarraigados, hambrientos. Aunque no vayan, vos quedarás como un noble ruso, cumplís, sos amigo. En Roma que lo visiten a Prelwitz, el que se hizo agente literario, el alemán, un periodista lunático, criado en Buenos Aires, que se fue imantado tras las piernas de una húngara y no volvió. A Mariela Segovia, la poeta escueta, sintética, inentendible, que aquí se sentía ahogada, porque no tenía laburo ni conseguía macho, y allá, en Florencia, trabaja de sirvienta, aunque proclama ser baby sitter. Creo que macho, aunque sea, consiguió, por eso quizá no hace más poesía. A Cacho Benítez, que se metió muy en serio con la jotapé, disparó y ahora vende baratijas en el Vaticano. A Basile, que se exiló aprovechando la bolada, aunque solamente una vez habrá ido a la Plaza de Mayo, arrastrado, a aplaudir al tío Cámpora, y porque había sol, y minas. Allá, si aún no pegó su anhelado braguetazo, Basile cuidará automóviles cerca de las canchas, o venderá encendedores por las trattorías, o pedirá limosna, o disertará sobre su inexistente pasado político, para que le tiren un plato de fideos. Y que visiten a Gabriel, el gran buzonero, que está creando y exponiendo sus horripilancias en colores, con fusiles y panes, con picanas y puños, muestras que propone a sindicatos de izquierda, o a galeristas napolitanos, o florentinos, o romanos, si es posible maricones, que crean en sus caricias y en la protesta de su arte latinoamericano. Chanta, bufarrón, carismático, impactar en un segundo a la flaca, la invitará sin prudencia a su cama, tratará de humillar al abogado, antes, también, de intentar desflorárselo. Yo soy un angelito, doy las mejores direcciones que tengo, hablo de ellas, digo que es preferible un contacto de busca, de un igual, a un posible contacto poderoso, muy difíciles de encontrar, a los que no vale la pena preguntarles donde sirven más ravioles, dónde son más baratos, y otras ondas. Digo que mañana, a más tardar, les escribiré a los amigos, comunicándoles que tal vez los visitarán ustedes. Sin embargo me interrumpen los turbios cables que tiro, para presentarme a la hinchada. Un pedazo ya conozco, los saludo. Ahora me presentan al padre de Adrián, don Manuel, un hombre digno, de palabra, un gallego de roble, de Villa Urquiza, el mismo que suponía. Ese que mantenía el hilo tendido, la hamaca invisible, con don José, ojos a ojos, dolor a dolor. Un hilo

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de desconocimiento mutuo, de desconcierto, un hilo que yo levanto casi suavemente, porque me impide pasar, y sin pretender averiguar si el desdichado es repartidor de quesos, o de matambres. Quizá hasta de garrafas. Justamente cuando levanté el hilo, interrumpí una conversación trascendental, don José le contaba a su consuegro sobre lo mal que vienen los ladrillos de Repetto, porque se rompen de nada, y eso que los paga al contado, bah, a treinta días. Saludo a la Perica, y hasta a la vecina del teléfono, la que jamás recibirá atención de su marido. Y también, por suerte, a dos amigas de la pareja aventurera, y la mayor me recuerda, no sé por qué, a la coqueluche. A mi Angélica, la tarada, que descansa y no precisamente en Europa, ni siquiera en La Salada o en su agrio departamentito de Esmeralda. Porque está en un ataúd abominable la boluda, en la Chacarita, mientras le fijan pautas los gusanos.

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Y con la flaca de retorno, otra vez, en la pickup, bajo una lluvia gruesa que empapaba los bultos de la caja, castigaba furiosamente el parabrisas, incitaba instintivamente a la ternura, fue, repito, que comenzó el final. Porque ya no fingíamos amor, pero nos apreciábamos; lo nuestro, esa complicación, era, ya, una amistad casi pregonable, con brotes gratos de sexualismo, era algo así como la fraternidad del amor, amigos que, de vez en cuando, nos acostábamos, acaso sobre la mesa del directorio, o hasta en una cama. Era lo ideal, lo plácido, nos brindábamos sólo lo más bonito de nosotros, carecíamos de ligaduras torpes, nos comprendíamos, si total persistía la máscara de un verdulero, la caricatura de una judía. Sin embargo, esta inestimable instancia, esta recomendable sociedad, funciona casi armónicamente cuando existen esas excusas, tales máscaras, porque cuando desaparecen y nos quedamos solos, emerge un algo misterioso, no se qué estupidez que nos insta a atamos. Y ahí es donde se pierde, es decir, cuando aspiramos a compartir con quien no se ama no solamente lo más bonito, y uno se obstina en trepar otro peldaño más, para convertir una sociedad sexual en algo semejante a la pareja, y ese es un negocio más complicado. Como pareja, entonces, el negocio se cerraría pronto, era mejor no inaugurarlo. Porque antes de acceder a esa tentación tan rudimentaria, palpitábamos una quiebra, un abandono amargo; en principio porque el fuego, por más que lo incentiváramos, ya despedía llamaradas cortas, en realidad eran chispitas tipo magiclick, y no bastaban, el amor era otro incendio, otra cosa, vaya uno a saber qué, pero probablemente era algo más denso que lo nuestro. Por eso, a pesar de su impulso bienintencionado, el de traérsela, de tenerla y de quererla, Rodolfo sentía que el negocio no le convenía. Y que a Samantha, a pesar de su perentoria banda, de que no tuviese siquiera un sitio donde dormir, tampoco le convenía. Ni nos convencía. Por ejemplo porque a él, dato sabido, le gustaban todas las mujeres, era un esclavo de su sed, un débil, en el fondo un incapaz para seleccionar, y no consideraba tal característica como acto de inmadurez, ni tampoco un defecto. Por su parte ella era un poco más selectiva, pero, en realidad, muy poquito más; era también una flaca demasiado amplia, y una generosidad por el estilo era muy mal mirada en el sur, sobre todo en una mujer, claro. Compartiéndose, entonces, ellos podrían haber seguido igual como hasta los sesenta años, con intervalos y altibajos, pero sin nudos; sin embargo, la mitificación de la pareja, impetuosamente, atacaba, el buzón sólido de la pareja comenzaba a ser muy consumido también en el sur, a ser asimilado y exaltado por la ideología, ese duende que penetra por paredes y conciencias. Estar juntos, eso ya era una costumbre; los dos éramos demasiado testigos de nuestros procesos, y nos necesitábamos, era entonces una lástima perjudicarnos, porque de los violines de nuestros cuerpos ya no emanaba ninguna música de amor, si nos limitábamos a dar, y recibir, un agradable afecto, como de hermanos, y nada más. Rodolfo le contaba su frustración reciente con Lita Richter, por supuesto que tergiversándola, porque la verdad el fracaso le importó muy poco; si, mientras se frustraba, iba olvidándola. No obstante algo había que decir, algún golpe bajo había que acusar, aunque fuera falso; había que anotarse en los quebrantos de la pareja, en la lucha por conseguirla, los otros no debían darse cuenta que uno era peor que un animal, un insensible, entiendan. Por eso entonces se regodeaba en el presunto fracaso, en el sueño del proyectado escape, al África o a las Antillas; aunque también, y sobre todo, le contaba sus ideas para desarrollar en literatura, su sospecha de que la poesía estaba abandonándolo, y que pensaba, en el futuro, dedicarse a un género más, cómo decirte, de hombre, algo viril que mordiera y ambicionara más, como la prosa, la novela, esa montaña entonces inescalable. Y ella, que ya por suerte no escribía más, solidariamente atendía, me apoyaba; sin embargo, yo percibía que ella se esforzaba en ocultar su enfriamiento, como si pugnara por quererme, por tenerme de una vez. Yo notaba que ella, atendiéndome, se alejaba; sospechaba que, igual que la poesía, Samantha me quería abandonar. Los dos palpábamos entonces el distanciamiento de la sed, la presunción de que pronto, muy pronto, dejarían de bancarse. Y les daba pena, es cierto, el ángel se iba resquebrajando, como cayéndose, aunque nunca, en realidad, había estado erguido; ellos percibían que se moría algo que nunca había existido, que estaban desvaneciéndose con lentitud las propias máscaras, y acaso les daba bronca al imaginar que eso que agonizaba pudo, alguna vez, haber sido real.

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Entonces, desde aquella noche de lluvia, cuando durmieron en la oscura habitación donde antes se reunían empresarios, comenzó el declive Hacía frío, no había gas, durmieron abrazados en la cama de una plaza, fue uno de los reposos más bellos, y eso que no hicieron el amor, si no hacía falta. Sin palabras, al otro día, inteligentemente ella se borró, se fue primero al María Auxiliadora, pasó por la balanza a la tarde pero para llevarse alguna ropa. Me dijo que una amiga del Museo Social, le había ofrecido compartir el departamento. Y se fue. Yo no le creí lo de la amiga, después me confesaría que estuvo alojada en una pensión de Avellaneda. Y no me sorprendí, a los quince días, cuando me enteré que, de nuevo, con las mismas ínfulas, había vuelto a instalarse en la casa amarilla.

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Renata, la que me recuerda a Angélica, también tiene un conjunto de jean, una remerita blanca abajo, muy pegada al cuerpo. Está ruidosa de collares, de mostacillas multicolores, de plata, de fierros, está provista de un lomo irresistible y tiene las llaves de su tutu en la mano, un llavero metálico con el que hace, también, bochinche. Ella luce el llavero como si se tratara de otra teta más, sugestiva como las reales, erectas y deseables. Tiene un rostro de muy bien cogida, que transmite cierta serenidad, es una parda motorizada que se apoya frecuentemente en muletillas burdas, pero no le queda mal. Ahora, a menudo, pronuncia las eventuales palabras "regio", "fantástico", y sobre todo la frase "es una maravillosa experiencia", o la exclamativa "¡ay cómo los envidio!" Es, se percibe a la distancia, una separada feliz. Una hembra avasallante, en ablande, a la que ya le hicieron muchos servicios y rectificaciones, y está preparada, como Samantha, para atravesar la ripiosidad de cualquier camino. Me gusta. Por lo que se puede palpar, por lo que trasuntan sus palabras, sus silencios, su mirada, este potro atractivo ya superó el rectángulo de la angustia; se la ve de vuelta, alejada de los territorios de la realización y otras molestias. Se ve que, después de todo, Renata tuvo suerte. Es decir, que le habrá quedado un departamento, el tutu, el cuerpo destructivo y ambicioso, una mensualidad como para no preocuparse, algún hijo. Tal vez la guacha tuvo más suerte todavía, pienso, quizá hasta logró desligarse del hijo, y no porque se lo haya quedado su marido trunco, o alguna socorrida abuela, sino porque pudo hasta no haber nacido. Hablo con ella, mientras tanto pienso, le escucho lo que no me interesa, la pienso y, en apariencias, hasta la atiendo, por si no bastara puedo hacerle creer que me atraen sus exclamaciones primarias. Pero sabe que lo que me atrae es otra cosa, ella también me piensa. De pronto Renata cuenta al abogado algo referente a su hijo, Benjamín, no se salvó, no. Le pregunto, cinco años tiene Benjamín, por la cara debe estar separada desde hace cuatro, y tendrá unos veintiocho, a lo sumo treinta. Al final voy a pensar que vine inútilmente. Porque aquí no encuentro nada para transcribir, aquí no hay desgarramiento, ni situaciones más o menos límites, hay sólo dos recortes generacionales, regalos de carniceros para el gato, dos muchachos que pretenden salvarse todavía, hacerle alguna muesquita al destino. Aquí hay sólo padres mortificados, una hinchada vecinal, ni siquiera hay una madre que llore, si ambas están muertas. Lo único que queda son las potrancas, una separada de mi especialidad –¿será también judía, Marinelli?–, y la otra una mocosita incandescente, que no dice una palabra y está hipersensibilizada. Para colmo, por otras papeletas, Samantha y el abogado volvieron a irse, excitados y tensos, apurados como si, detrás de alguna ventanilla, estuviera esperándolos un futuro venturoso. ¿Qué estoy haciendo aquí, entre la barra brava de esta hinchada quilombera, aguantando interjecciones de cuarta, ruido de llaveros y collares? –Viajar me fascina, me enloquece conocer, ¿y a vos? –Sí, me enloquece –le digo, mirándola fijo y con trampitas a los ojos, utilizando con insistencia mi ludismo calentón, como diciéndole lo que me enloquece es tu lomo, te besaría hasta el llavero, las mostacillas, te pondría algo que te apasionará más, en el exacto medio de tus pechos pronunciados, y... –Sería la locura, cierto, me muero de ganas por subir e irme –dice, contemplando pasmosamente el barco, como los tanos de Amarcord. Supongo, Renata, que es muy factible que mañana, o dentro de un año, si nos encontramos por la calle, o reunión, o boliche, nos arrastraremos con sabiduría, sin apuro, a un ring-side. Entonces, cuando maduren las brevas de la casualidad, uniremos nuestras bandas por un rato, o por una semana, si es que antes, si estás sin macho, no intentas suicidarte, o irte también, para siempre, con tu edípico Benjamín. O tal vez reincidirás, Renata, con un padrillo comprensivo, similar, con algún dentista lector de Gudiño, con un ejecutivo que haga gimnasia, y hasta tendrás otro hijito, envejecerás llena de recuerdos, batallas ganadas o empatadas, feliz. Pero lo seguro, mi difusa Renata, lo que en el fondo te rescata y te da, a mi criterio, un contenido, como dicen los comprometidos del pecé, lo que te da un friso de humanidad, querida, es la certeza de que vivirás a pijazo batiente, hasta que puedas. Cierto, mi gran amiga, en esta selva abrirás tu destino a los vaginazos limpios, sin culpas, creo que te admiro.

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Ella me mira, se hace la burra pero me estudia, con seguridad. Con la seguridad de quien sabe que la espera una existencia llena de porongas por delante. Ahora, que las brevas de la casualidad hacen que nos quedemos solos, consigo otros datos para su ficha. Vive en Córdoba y Paraná con su Benjamín, tiene oficina en Tribunales porque es, por si no bastara, abogada. A pesar de su profesión, mi entusiasmo sigue firme, me gusta igual. Por cualquier cosa, le pido una tarjeta, abre la carterita de soga y me la da. Los dos sabemos por qué cosa específica se la pido, me dice que está después de las tres de la tarde en la oficina, me anota a mano el tubo particular. Se llama Renata Randazzo, no es judía pero me clava un cachito de zozobra, Marinelli.

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¿Y cómo no la iba a perdonar don José Venini?, si no tenía ningún ser al que perdonar, nadie le debía un comino, no le rozaba el menor arrepentimiento ajeno, la culpa más insignificante, todo era recto en sus días y así la vida no sirve, es todavía más accidental, mecánica. Con su Carmen, sus instantes recuperarían, por lo menos, migajas de ritmo, tendrían oportunidad de alterarse, la zozobra lo sorprendería en cualquier cena, caería con mansedumbre para acompañar su postre. Y su indignación podría desatarse; su honor se sacudiría como una bandera sucia, si después de todo era placentero vibrar, limitar con el disparate, la novedad. Así que debió resignarse, aceptarla, comprender que su hija era una indomable, una rara, una actriz medio peronista que, a lo mejor, tendría suerte, y con el tiempo saldría hasta en la tapa de Radiolandia. Lo que llegó a sorprenderla, Rodolfo, fue la reacción del vecindario, sobre todo de las mujeres de esa cuadra de Amoedo, y las de la vuelta, que habían comenzado a envidiarla con fervor, la mayoría sin resquicios de maldad. La admiraban, Rodolfo, y ya reiteradamente se dijo aquí lo que representaba para Samantha ese sentimiento esquivo, a ella la querían mucho; repentinamente se conquistó el afecto de tantas buenas señoras, de jóvenes, de solteronas, de las pudorosas, reprimidas, serviciales. Si esa flaca loca, la Carmen, había tenido el tupé de hacerse caso, de tener el coraje de elegir, de equivocarse, de dañar, si no es ningún pecado hacer daño, si después de todo, en vez de cadenas, lo que nos sujeta puede ser hilo sisal. Había tenido el tupé de actuar como una irresponsable, si después de todo no es perniciosa la irresponsabilidad; había tenido el coraje de intentar algo distinto con su vida, y esa confusa búsqueda, doña Amalia, no era necesariamente una consecuencia impura de los libros, aquellos libros madrugadores, objetos temibles que podrían, de por sí, instalar ratoncitos turbios en cabecitas desprevenidas, pertenecientes a flacas jocundas que tienen muchas puertas por abrir, y vaya alguien a saber qué mundos son los que aguardan detrás de esas –puertas. Y no, doña Amalia, Pochita, tía, no prejuzguen, no se trata de una cuestión de libros, si cualquiera podía decir basta, hasta aquí y no más, e intentar algo distinto con la vida, y elegir, o dañar, o equivocarse, si el error no es, exclusivamente, un delito, si los demás son siempre un invento de uno, una proyección, una mordaza nociva, un freno. Y Carmen también notaba, Rodolfo, y esto menos lo esperaba aún, que sus vecinos varones, trabajadores, de moral, hechos todos unos circunspectos, intachables, ahora la respetaban más, o, mejor dicho, comenzaban a respetarla, tanto los tuerquitas, seductores de entrecasa, como los tipos semejantes a su padre. La tenían concebida, Rodolfo, como un bicho raro, que tenía su carácter, su personalidad, sería irascible pero, eso sí, muy culta, téngase en cuenta que era una maestra, y que, dos o tres veces, había salido por televisión. Y también notaba, Rodolfo, que las nenitas del barrio –las que superarían prodigiosamente a Samantha, que se desatarían con una trasparencia más insolente, sin esfuerzos– la tenían como a una especie de ídolo, aunque los padres contradictorios, los mismos que la respetaban, se obstinaran en sindicarla como mal ejemplo, de conducta despreciable, para vituperar y no imitar. A Quilmes, como era previsible, Samantha iba nada más que a dormir, a veces hasta a almorzar, servida por la paciente Perica; no... no tenía tiempo, doña Amalia, le juro, tengo muchas ganas de charlar con usted, de contarle, pero créame que corro todo el día, no me queda un minuto, le decía a su cariñosa vecina, aferrada siempre a las milanesas, de las que se sostenía para no morir. Porque ante el estupor de don José, de los vecinos de Amoedo, ella había vuelto a recargarse de "cosas", había retomado el estudio del teatro, ensayaba algo de Brecht y ya no con Agüero Rivarola, hombre de tablas –quien, dicho sea de paso, se había bucolizado, se exilió, enamorado, con un plomero, y reside en la actualidad en La Cumbre, Córdoba–, se formaba actoralmente en un sótano infame, donde se transpiraba casi en serio, orientada por el maestro Ariel Gramajo. Aparte, había profundizado su peronismo envolvente, y con entusiastas similares –la mayoría decepcionados, algunos presos, otros exiliados y no como el hombre de tablas, y otros muertos– hacían un teatro desopilante en cierta villa del Tigre, o por Isidro Casanova, y, una tarde de sábado, hasta en La Cañada, de Quilmes. Se trataba de un sketch estirado con consignas, titulado "El amor nacional y popular", el que, después de ofrecido con devoción, era objeto de un debate arduo, en el que se tocaban tópicos tan populares que la gente común no los entendía.

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Y día por medio, a más tardar, me visitaba. Yo era entonces una escala intermedia, una parada de su micro inquieto, en su diario viaje a una capital, cada día, más efervescente. Ella corregía los deberes de sus chicos, mientras yo, ideológicamente, coimeaba con mis camioneros.

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Entonces no vine en vano. Me gané, por lo menos, una abogada, más que nada es. Dirijo ahora mi enfermedad hacia la otra, la mocosa incandescente, calladita, (hiper) sensibilizada. Diecisiete, quizá dieciocho, es sobrina de Adrián, el trovador que anda por ahí, tramitando. Es, me entero, hija de la hermana mayor, una tal Delia, que no vino porque –me cuenta la nena– no podría soportar la situación de la despedida. Y me dice, también, que lo quiere mucho a su tío, como a un hermano, si es el mejor amigo, a quien le cuenta todo. –Adrián me entiende, sabe, señor. Me trata de usted, me dice señor, me causa gracia. –El tío es fenomenal, y canta tan lindo, ojalá tenga mucha suerte–dice la piba, Alejandra, como a punto de llorar, mientras estruja un pañuelito rojo–. Lo voy a extrañar muchísimo...– y en cualquier segundo se le deslizarán las lágrimas. –Vamos ... qué es eso –le digo–. Le va a ir magníficamente, quédate tranquila, convéncete. Si tu tío se va es por su bien, y si lo querés en serio trata de que te vea con otra cara, ¿qué imagen se va a llevar de su mejor amiga? Oíme, no de su sobrina, de su amiga. Hay que ser más fuerte, vieja... –Rodolfo tiene razón –dice Renata. –Gracias por lo que me dice, señor –es muy dulce Alejandra. Pobrecita, le digo por lo bajo a la abogada, aparte, la piba tiene que atravesar todavía todos los períodos de la sensibilidad. Claro, me dice Renata, y entonces creo que mejor es pensar. Comprendo que hoy es un día clave en la vida de Alejandra, se le va el tío Adrián, piedra fundamental de su vida tan cortita, y entiende, de oídas, los motivos. Impulsada por mis consejos, ella trata de sonreír, le cuesta pero triunfa, no tiene nada de pintura y mira sólo el barco, o si vuelve el tío. Pero se me acerca Renata, y me dice, bajito: –Aunque te parezca mentira tiene catorce años. La prodigiosa Alejandra tiene un noviecito, eso seguro, quizá hasta está enamorada, y debe creer más o menos saber qué es lo que está estudiando, y para qué sirve. Sé que vive los momentos que melancólicamente evocará dentro de varios años, cuando comprenda, del todo, el significado de esta ciudad atroz. Atenti, pebeta, que el tiempo pasa. Cuando esté –Dios quiera que no, pero...– completamente despojada, vaciada, como su tío, como la flaca que dispara con él, como la abogada de las mostacillas, como quien la piensa, mientras banca y consuela sus emotivas imprecaciones. Todita de blanco la nena, una muñeca demasiado clara, pantalón y camisa y zapatos blancos, una cruz de plata, el pelo corto, rubia, los ojos azules y llamativamente húmedos, casi tan alta como el tío o como yo. Te pienso, Alejandra, y extrañamente sin perversidad, se me acerca Renata y le comento, por lo bajo, que debe ser complicado transitar ahora la etapa del fervor, esa que implica tener por delante un futuro, como si el mundo se limitara a ser una puerta abierta, para que entres. – No debe ser fácil tener catorce años ahora, no... –le digo a Renata, pero ella no me agarra la onda, cree que me refiero a los peligros por las drogas y esas cosas. No importa. Dentro de diez años, ¿Alejandra entenderá mi verso? Pienso que sí; sin embargo no tengo derecho a anticiparle un porvenir podrido, con lluvias de dudas, vacilaciones, huecos. –Si mi verso es efectivo en una década –le digo a la abogada–, no sé si quedará país. Renata sonríe, no sólo no me entiende sino que, por fortuna, no le interesa. Me acerco otra vez a Alejandra, a ella le voy a mentir, la voy a alentar, le digo tu tío Adrián va a hacer capote en Italia, en poco tiempo seguramente te va a mandar llamar, con pasaje y todo, sólo para verte. –Qué bueno es usted, señor... gracias por sus palabras – me dice, y yo le pellizco la cara, me doy vuelta, busco a la abogada, pero desapareció.

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A la polaca de Condarco, Samantha no le cayó en gracia; más aún, le resultó antipática, una bolsa de huesos muy engrupida. Por eso, la segunda vez que se toparon, ella la miró como desafiándola, con rabia, porque la polaca se ufanaba de ser la emperatriz de la balanza, la única turra –creía, Mingo con su seriedad glacial le hacía creer lo más insólito– que entraba y salía como por su casa, satisfacía a Mingo, le tiraba de la goma al flaco ese de los libros, el tiernito. Por su parte, ante mi curiosa vergüenza, Samantha se reía de la inadmisible brutalidad de la polaca, la que, burdamente, le daba vuelta la cara, la campaneaba con primario gesto de soberbia, o de asco, o se reía escandalosamente con Mingo, pero como despechada. También, para mi descolocada sensibilidad, como si me encontrara en off-side, alcanzó a conocer a la petisa, la caramelera rellenita, y a la hija del Verdugo agonizante, la María. Yo temía que, en cualquier momento, conociera a la Juana, y me sentía como un ídolo de barro, palpaba cómo iba derritiéndome, si cada mujer que me conocía era como expresarle un punto vulnerable. Y me perseguía, sentía que, ante ella, se desvanecía mi imagen, me sentía como descubierto en mi contradictoria intimidad. Sin embargo era mera persecución, porque Samantha parecía divertirse con ese otro margen mío; el problema me lo hacía yo solo, porque nunca fui partidario de juntar mis ambientes, si puedo, mal que mal, utilizar la máscara adecuada y conducirme en todos ellos con correctitud, y hasta –andando óptimamente– podía animarme a intercambiar piezas de un ajedrez a otro, pero dominándolas. Ahora, cuando son las piezas las traviesas que saltan y se acomodan por su cuenta, no me gusta; era entonces, sentía, como si se me rebelaran los trebejos, como si ellos pretendieran dominarme. No obstante, debo admitir que muy pocas veces, ahora, Samantha llegaba a cansarme, para ser sincero, casi nunca. Y debo admitir que, cuando ella tardaba en llegar, extrañamente, sabía extrañarla. Una tarde no vino, y me recuerdo triste, y que, como un otario, cuando llegó en la tarde siguiente, me hice el interesante, le di poca bolilla, miren si me sentía ofendido, si no di un traspié al manifestarle mi herida. Yo quería que Samantha me visitara siempre, aunque podía ser factible que, a la media hora, deseaba que se fuera, que terminara de una vez de corregir esos exámenes rebosantes de oraciones primitivas, de cuentas. Ahora, eso sí, cuando deseaba que se fuera, era durante las tardes en que presentía la visita de la Juana, por la que sentía, más que amor, temor. La enferma dejaba a sus hijos solos para visitarme, ni sospechaba la manera de sacármela de encima, era tan cargosa como Samantha en su primera época, pero con una diferencia terrible: la Juana me avergonzaba. Además, ya era, definitivamente, una señora; olía a puloil, a mandados, y es muy perjudicial cuando saben donde encontrarlo a uno. Había que irse de la báscula; volver, aunque sea, a cazar canguros. Entonces, a pesar de la Juana, las tardes que pasamos con Samantha en el cuartito eran de las mejores de nuestra historia, sin necesidad de recurrir, fundamentalmente, al sexo, por compromiso u obligación. Aunque hubo tardes, claro que sí, en que calientes como los perros, nos servíamos con ferocidad de nuestros cuerpos, como amigos, convertidos en los mejores amantes, sin permitir que ninguno de los dos interpretara un papel, ni que divagara, que aplastara o vendiera, aquellos sí que eran coitos memorables, casi amor. Y después, es decir, después del sexo honesto, o de cualquier comentario, o de una confesión, o de una idea compartida a medias, yo le leía cuentos, o esquemas de mis cuentos iniciales, con finales impacto, con ganchos tipo Dalmiro Sáenz, con ebriedad de adjetivos y enfática creencia en la sonoridad de cualquier altiva palabra, o de una puteada, o de una obcenidad irrisoria donde suponía jugarme el destino literario, en pos de exclamaciones de admiración, de loas, en pequeñeces donde apostaba con un cambio de verbo, o con un adverbio terminado en mente, acompañado por un inmediato adjetivo, procurando desconcertar con una ruptura, un claroscuro. Ah, viejos textos míos, sostenidos por una anécdota siempre límite, textos extraordinariamente demagógicos en los que me esforzaba por ocultar una obviedad al lector que no existía, para que no se diera cuenta, rigurosamente en vano, en la quinta línea, que mi personaje era un asesino, o un maricón, o un suicida. Viejos cuentos míos tan graciosamente débiles, redactados en aquellos días de inocencia literaria, cuando escribía algún cuento revolucionario para justificarme, y no me había percatado, aún, que mi personaje más rescatable era yo, y que a ese tirador franco tenía que explorar, para expulsarlo y liberarme. Pero no, Rodolfo, es hora de renunciar a la

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inocencia, no sueñes con arrancarte de encima, serás tu personaje durante toda tu obra, tal vez recién en el ocaso valdrá la pena leerte, atravesarte como con un puñal, desde la adolescencia hasta la vejez. No, Rodolfo, no sueñes con abandonarte y ser un escritor como los demás, desaparecerás quizá de vacaciones durante una novela o dos, pero reaparecerás, es una fija, con cuarenta años, con cincuenta, o ya abuelo, o próximo a la muerte real, estarás con medio cuerpo en la falsa eternidad y escribirás, acaso recrearás aquella esquina en que esperabas a la Corina Mujica, o habrás aprendido a entender a tu padre, don Abdel Zalim, entonces sí que valdrá la pena tomarte en serio, y algún lúcido comprenderá que tu proyecto narrativo se limitó, sencillamente, a contar una vida, con sus tropiezos y escaladas, su desolación y, sobre todo, su inaudita tontería, el proyecto sos vos, ánimo, pibe. Sin embargo no tenemos que saltar, repito, aunque este engendro se titule Canguros, si estábamos en que los esquemas de aquellos textos esquemáticos se los leía a Samantha, con fondo de imanes, mujeres promiscuas y quejidos de perro, con interrupciones de changarines borrachos que nunca terminarían de sacar ladrillos refractarios de aquel pozo donde ocurrían violaciones y peleas a navajazos. Y esas tramas absurdas, a ella, a la divina, le parecían formidables, supergeniales, y hasta me las discutía y analizaba, y eso que no resistían la critica. Samantha, te quiero mucho, por cualquier adjetivo fortuito me comparabas con Borges, por un giro con Cortázar, y si transcurría algún párrafo sin puntuación –porque no sabia puntuar, lo confieso– me comparabas con Joyce. Y se los llevaba como si fueran esmeraldas, me los pasaba a máquina en la dirección de la escuela, se levantaba una hora más temprano para hacerme ese favor, hacía una copia para ella, y se los leía y proponía, para elaborar, a los compañeros de teatro, al propio Gramajo, me hacía sentirme ya un escritor, ¿cómo no la iba a querer? Si para ser un escritor es muy importante confirmarse, es decir, que los demás se convenzan de que uno lo es, otorga respaldo el hecho de que se nos tome en serio, nos embala, aunque crea en nosotros sólo una persona en el mundo, será siempre la más bella. Gracias a esa condición flamante, sabía leer aquellas primeras equivocaciones narrativas en un café, a la salida del taller de teatro, caras pálidas que venían del sótano infamante, y me criticaban, y polemizaban, qué bueno hasta que me negaran, pero que me tomaran en serio. Los leía con convicción, los interpretaba, a cualquier desprevenido o inculto lo podía convencer de que era un genio, con esas atenciones precoces me fortalecía, crecía, ya era todo un vampirito promisorio.

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Joviales, de la manito, vuelven los aventureros. Aprovecho para entregarles las cartas, con los sobres respectivos, abiertos, destinadas a mis enloquecidos amigos de la bella Italia. También les doy un papelito, una lista de direcciones, con decenas de amigos instalados en España, en Francia, por si acaso vayan. Descuento que ellos, los aventureros, sacarán prolijamente los papeles de los sobres, y los leerán. Yo redacté esas cartas, por supuesto, pensando en que ellos las iban a leer; entonces busqué un efecto cordial, demagógico. Sucede que no puedo evitarlo, sin literatura no me sale ni una postal. Redacté superficialidades cálidas, con algún juego verbal, una alteración de adjetivos ajustados, casi de Borges. Una recomendación circular, contundente, un texto para que sea leído en voz alta, acaso para ser publicado en un librito de memorias, o en una recopilación de cartas, o en esos buzoneros collages, para que se vendan, cuando sea famoso, durante las fiestas de fin de año. Mis cartitas parecen contratapas firmadas por Cortázar, sabias y paternales, con ironía y calor, con ritmo. Es mi resistente confianza en el poder de las palabras, un par de oraciones hábilmente construidas y chau. Un conjunto de palabras que persiguen cualquier objetivo, o ninguno, con las que puede edificarse un sentimiento, una decepción, una comunicación, o un carajo. Con las que se conquistan cómplices, adhesiones, odios, nada. Ahora Samantha, para darse corte con los parientes, habla de un libro mío, un montón de palabras artesanalmente juntadas, una novela que a Renata "le suena mucho", le dijeron que era sensacional. Tal conglomerado de vocablos impresos goza, también, de la adhesión abnegada del abogado cantor. –Me gusta tu facilidad para contar lo inmediato –dice–. Al leerte, a veces, me parece que estuviera escribiendo yo. Estoy cómodo, se habla de mí, es una lástima que estos se vayan. Como disculpándose, Alejandra, enternecida, dice que va a comprar un libro mío. –No vas a ganar nada –le digo, y quizás es la verdad. Pero es una frase que cae correctamente en el centro de esta improvisada reunión, presenciada, de oídas, por algún italiano cargado de desconfianza, que me mira con la sobradora estampa del inculto, como a un bicho planetario, o maricón. Es que hay que hablar, hay que decir algo, no jodamos porque a lo mejor en serio no nos veremos más. Sin embargo ocurre que no hay ya más nada para decir, hay que limitarse a que pase el tiempo, y faltan todavía como dos horas para que estos desechados trepen al barco. Y aquí no hay nadie que tenga algo para decir, si estoy yo, qué mierda, entonces hago la mía, me preguntan, seduzco, pongo cara de cazador, vendo nuevos retratos, hoy más intelectuales, con demanda de prestigio aunque, con ellos, me muera de hambre. Si, a esta hora, soy el único que tiene algo rescatable para contar, un resto, y saben por qué, porque me dedico a contarlos a ellos, soy figura entre los mediocres porque les hablo de su mediocridad. ¡Ésta es egolatría!, las demás son macanas. Samantha se abraza al abogado, y me mira. A dos metros, don José cuenta a su consuegro que una vez, en el cincuenta y siete, subió a un barco alemán. –¿Y ahora qué estás escribiendo? –pregunta Renata. –"Canguros" –digo–, una novela muy larga, un despelote, llena de afluentes, de brazos. –¿Ya la terminas? –insiste, y los que me conocen saben que no me cuesta hablar de mí. –No, hay que trabajarla mucho, es como... como interminable... Creo que la sacaré en tres partes, es decir, será una trilogía, pero cada parte, al mismo tiempo, una novela independiente, entienden. Y las tres, a su vez, forman una sola gran novela, por lo menos en tamaño, unidas por el hilo conductor del personaje, el mismo en las tres, mi álter ego. –¿Y no te conviene sacarla toda junta? –y yo no sé si a Renata le interesa tanto. Muy curiosa esta chica, me gusta. Digo que no sé, digo la verdad. Que temo no me alcance el aire para hacer una sola, que temo sea cansadora. Y que, por acumulación, pueda llegar a la monotonía. Además, cada libro mío es el testimonio de una capitulación –es una suerte que no esté Marinelli, pienso–, es decir, la capitulación de mis aspiraciones de escribir la gran novela, mi Rayuela, mi Gran Serton, Veredas, ojo que hablo de tamaño, eh. Recuerdo, en mis comienzos, me di manija y quise escribir mi Comedia Humana. Hice como seiscientas carillas, historias que se entrecruzaban, hasta que no pude más, me quedé sin oxígeno. Y debí capitular, Rodolfo Zalim liquida, me dije.

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Del mamotreto salieron, al final, dos novelas, un libro de cuentos, y páginas para el canasto. Pero esta vez, si tengo que liquidar "Canguros", voy a ser más especulador, es decir, me voy a anotar con el verso de la trilogía, eso suena mejor, más ambicioso, totalizador. Aparte, en serio, tienen un contacto. –Yo que vos la saco en tres partes –proclama el abogado–. Ganas más plata, derechos por tres libros. –¡Pero Adrián!, la plata no es importante en esto –dice equivocadamente la abogada. No sé por qué, pero esta me parece muy buena gente, de la mejor. –Vos trabajas muchísimo, te admiro esa capacidad –dice él. Y sí, trabajo mucho. Digo que escribo tanto para jorobar a los perspicaces que aún creen en mí, y para sacarles la lengua, hacerles pito catalán, a tantos atinados que no me creen, que suponen que soy un mero chanta, y deben tener razón. Y mis palabras caen petulantemente justas, y vanidosamente seducen o repelen; sin embargo lo importante es la cara con que uno las dice, cómo las dice: entonces seducen. Todo es igual a la venta, señores. Compruebo con alegría que sigo, ante todo, siendo un gran vendedor, que me muestro rebosante de recursos, y que tal vez ninguno de estos desgraciados sospecha que, en el fondo, soy muy vulnerable, que estoy lleno de miedo, como un cazador, por ejemplo de que el abogado o un tano cualquiera me interrumpa con lucidez, sea un perito en el manejo de las contradicciones,, me cuestione, desmorone, sea más hábil que yo para este juego absurdo que es la vida. Pero todavía no encontré ninguno de esos, ya va a llegar. Ahora trataré de cambiar de conversación, voy a hacer hablar un poco al abogado, a ver si se piensa que vine a coparle la despedida, aquí la figura tiene que ser él, la flaca, el barco.

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Sin motivo aparente, en un principio, Samantha dejó de visitarme tan seguido. Apareció una tarde, le dijo que por un curso, una especie de seminario o algo así, y que se había conseguido otro trabajo, en una oficina, y por eso la balanza, la escala, le quedaba a trasmano, entendés. Si ya no hacían falta las explicaciones, si total Rodolfo, en alguna historia más, conocería a Silvia, se enamoraría, se transformaría, abandonaría pronto la balanza, exactamente cuando publicó su primer libro, con dinero obtenido de las coimas e imanes. Se trataba de una recopilación de poemas olvidables –para que me conozcan, Silvia, así después ofrezco mis cuentos en alguna editorial–, cálidos y sinceros, con influencias de todos los poetas de Buenos Aires, en los que se exaltaba al Cordobazo, al amor, la naturaleza y esas cosas. Se dedicó otra vez a la caza de canguros, y se casó, se mudó a la capital, escribió en prosa y se metió, por la claraboya, en la literatura argentina. Y en pocos años entonces se convertiría en ese extraño francotirador que es hoy, un escritor difícilmente encasillable, un periodista de vidriera, un padre de familia, un inteligente ególatra que sabe reírse de sí mismo, un tipo al que le cuesta entender su intempestiva realidad, y por eso, para entenderse, o porque no encuentra otra manera para invertir su tiempo y su cuerpo, recurre a la escritura. Sin embargo estábamos en otra, una anterior a su condición de escritor más o menos célebre, incluso anterior a la edición de sus poemas póstumos, y cuando ni siquiera conocía a Silvia. Estábamos en que Rodolfo y Samantha se iban alejando, y no inexplicablemente, si era demasiado grande Buenos Aires como para preocuparse por una persona más; si, por si no bastara, en aquellos días rápidos se ofrecían innumerables tentaciones para invertir, precisamente, esos días. Estaba más erguida que nunca la tentación del arte, y la difusa tentación de incorporarnos, acaso por las dudas, a las huestes de una idílica revolución, de entregarnos a una militancia imperfecta que suponíamos debía ser el eje de nuestra vida, una militancia y una apuesta que, quizás equivocadamente, nos ponía serios, y era inevitable porque el dolor, entonces, lo conocíamos de cerca, el terror era un compañero fiel, un abrojo. Y yo, después de cazar canguros, la pasaba con Silvia entre manifestaciones y cafés, entre reuniones y solicitadas, entre recitales y campañas financieras, entre amigos increíbles que ya no veo más, una manga de locos que profundizarían sus convicciones hasta la consecuencia que fuera, unos desorbitados, unos afectivos que, con sus confianzas y cariños, me exigían, convirtiéndome en un tipo no epidérmico, en un vendedor de necesarias revoluciones, hijos de puta cómo me jodieron, con sus muertes, sus decepciones o sus cárceles. Y Samantha, por su parte, se entusiasmó con un actor muy teórico, con el que conviviría algunos años, Federico, muy conciente, preparado para discutir con Grombowicz, un mordaz, un gesticulante, el que dictaba aquel seminario y el que, finalmente, se consagraría con la publicidad, haciendo el corto de una crema de afeitar. Entonces, prácticamente, Rodolfo y Samantha no se vieron más, aunque sabíamos uno del otro, por cualquier rama. Sabía él que la flaca hacía teatro para chicos, o que le habían encanado al de la crema de afeitar y que lo soltaron pronto, y también que trabajaba, por ejemplo, en una obra del Payró, "Nuestras marchas sin querellas". Una noche de viernes, por esas cosas, Rodolfo la fue a ver, se supo el único incauto que pagó la entrada, se sentó por atrás, y comprobó, casi emocionado, que Samantha tenía talento, que no era de lo peor que había, y que se esforzaba vanamente, con otros desdichados, para sacar adelante un texto que era una causa perdida. Cuando terminó esa sanata, Rodolfo tuvo ganas de pararse en la butaca, y, mientras los pobres muchachos agradecían el aplauso de los amigos, gritar: ¡Bravo, flaca, te pasaste! Sin embargo, cabizbajo, sin siquiera saludarla se fue despacito por San Martín, hasta Córdoba, hacía frío. Claro que decir que no se vieron más es faltar a la verdad, lo fortuito a veces los juntaba, siempre de paso, y sucedía un fuerte abrazo, un beso, y promesas jamás cumplidas de llamarse, de mostrarse las llagas y triunfos, y las terribles picaduras de la carne, y acaso evocar, recrearse. La encontré también alguna noche acompañada por el actor de la crema de afeitar, que sé me tenía mucha bronca, igual –por qué negarlo– que Silvia a ella. Y nos encontramos también en la Plaza de Mayo, cuando asumió Cámpora, ella estaba con un grupo, Federico a su lado, yo ya me había transformado en el francotirador solitario que contemplaba, sin capacidad para agregarse, el espectáculo de la euforia. Otra noche la encontré sólita en el Bárbaro, con cara de ansia, de crisis sentimental, con un daiquiri y mucha mufa, pero Rodolfo no pudo consolarla ni alegrarla,

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porque tenía a su lado a una trampa, una pintora ingenua, frenética, ponedora como una gallina y mucho más bonita que sus creaciones. Y otra vez, un mediodía, se encontraron en la puerta del sanatorio, Cangallo y Pasteur, cuando estaba por nacer María Gabriela, la primera hija de Rodolfo; ella caminaba con un escenógrafo, ya se había separado de Federico, y al verlo tan nervioso, le dio un beso en la frente, me dijo: –Te envidio mucho –y se emocionó, claro, y yo también–. Salúdala a Silvia, aunque no la conozca. Otra vez nos encontramos por Florida, ya estaba por nacer mi segundo hijo; ambos trabajaban, Rodolfo estaba haciendo entrevistas para una nota incoherente –con color y mordacidad, fue muy elogiada, la leyeron hasta por la radio– sobre la invasión de los artículos importados, y ella llevaba unos papeles incoherentes de una empresa, para una escribanía insulsa. Recién podrían conversar largo durante una noche inverosímil, en una primavera radiante, por Corrientes, cuando se encontraron, también de casualidad, al lado del Museo Social. Él conversaba con dos desgraciados, en el epílogo de su día franco; ella venía caminando sola, fue muy pocos días antes de que se fuera, acaso definitivamente, para Italia, y acompañada por un abogado de protesta.

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Y adivinen, en las últimas páginas, a quién me presentan. ¡A la Pocha!, la prima, que se vino con el mecánico pionero. Esto es para Fellini, no para mí. –Tanto gusto –me dice la Pocha. –El gusto es mío –le digo, mientras siento su manito blanda, y miro su gesto ceremonioso. Después, se pone a hablar del puente Brown, de horarios, atascamientos, con la Perica y la vecina erudita en indiferencias. Me parece ver que el mecánico la mira a Samantha todavía con hambre, ella no exageraba. El tipo, se ve, sigue medio metido, y cada vez que se sumerge en el pueril aparato de su mujer, debe recordar aquellas piernas intransitadas, graciosas, enrojecidas por el sol de Punta Lara, por las que navegó, resucitando, o quizá comenzando a vivir. Nicolás Crotto está muy serio, como enojado, y su permanente enojo es comprensible, sobre todo cuando tiene que estar al lado de la Pocha, que habla muy alto no sé si de una torta o de un impuesto, de la maestra de su hijo o del calor. Esta farsa, en media hora, se acaba. Porque los aventureros crédulos tienen que subir al barco, y según proclama un pariente de esos que averiguan, no dejarán subir a las visitas, a la hinchada, claro. Yo me voy a borrar, ya hice la mía, me hablaron de mí y me retuvieron. Aunque sería fabuloso verla a la flaca desde el barco, lagrimeando, diciendo chau con la mano, el abogado consolándola y consolándose. Ahora sí, como final sería sorprendente que el abogado entonara, desde el barco, una sanata de protesta, en la que se pregonara el inexorable triunfo del socialismo, la tierra para los campesinos, los pobres coman pan y los ricos coman mierda, canta con un grito en la piel hermano latinoamericano, cuando tenga la tierra. Y aquí, en el llano, la Pocha, don José, don Manuel, el mecánico, doña Amalia, la abogada y hasta yo con el puño en alto, un pañuelo en la mano libre, haciéndole el coro. Sin embargo pienso que sería un final forzado, pero con contenido, exaltando una esperanza, y con mensaje, con salida. Lástima que ésta sea una novela real. Adrián, de veras, es un muchacho excelente, está entero. En voz muy baja, aparte, me repite las probabilidades de hacer artesanía, de cantar, y, compinche, me confía que logró hacer pasar el audiovisual peronista, los slides y cintas que compaginará allá, con el que, tal vez, podrá ganarse el mango, pucherear. –Me parece muy interesante –le miento–. Él me dice que recién estará tranquilo cuando se encuentren en el medio del mar, con tiempo para pensar, en todo. –Va a ir todo muy bien, hay que jugarse –le digo, como si fuera su sobrina, con ganas de que no se me ponga a hablar de todo lo que deja, ni de su hija, ni de su familia, pero es inevitable. Irrumpe el maquineado instante de la pena honda, la confesión de la tristeza, las justificaciones. –Es dejar todo, Rodolfo –me dice–. Mi historia, mis calles, mi familia. –Son opciones –le digo, tomándolo en serio–. Muy pocas oportunidades tiene un hombre de jugarse en la vida, de adoptar una decisión drástica, total, que provoque un giro de ciento ochenta grados, pero cuando se toma, hay que bancarla hasta las últimas consecuencias. Además, Adrián, vos te vas con una compañera estupenda. –Cierto, la flaca es bárbara... Samantha no puede ser – me dice, y siento como una profanación, para los otros ella era Carmen, la florcita que arranqué de Quilmes y convertí en Samantha. –A Samantha hay que canonizarla, viejo... –le digo. Y aunque se encuentra respondiéndole tonterías a la Pocha, la flaca sabe que hablamos de ella. Sonríe. –Muchachos, es hora de tomarme mi buque –digo–, perderme en la ciudad, ir al laburo. Le doy, en principio, un abrazo al abogado. –Mucha suerte, viejo. A no aflojar, va a salir todo bien. –Gracias, hermano. Ahora, con sobriedad, educadito, saludo a la hinchada, les doy la mano, de a uno, hasta al mecánico. A Renata, por supuesto, le doy un besito cortés, promisorio, a lo mejor pasado mañana la llamo y todo. Otro besito a Alejandra. –Adiós, señor. Le voy a decir a mi mamá que me compre un libro suyo... Ahora tomo a Samantha, de la mano, la alejo unos pasos, nos miramos. Tantas veces que la

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despedí, pero hoy es en serio. –Che, Adrián es un tipo del carajo –le digo. –Te dije, viste. Ella lagrimea, la tomo del hombro, caminamos. –Cuídalo, no hagas locuras, te lo pido yo. Y me siento ridículo, un guardabosque, un cuidador. –Mira que de abogados entiendo mucho, se ve que es un tipo sincero, que no es ningún otario. Ahora sí –le digo cambiando completamente el tono–, si llegas a encontrar al conde de Píndola no dejes de avisarme. La flaca llora, y ríe. –Gracias por todo, Rodolfo, te quiero mucho. –Yo también, pero decímelo en una carta. –Bueno, pero también te voy a contar cómo son los ojos de las vírgenes, porque sospecho que me engañaste. Nos abrazamos. Me dice: –No creas que me olvidé del regalo. Y saca, de su bolso, una flor. –La robé de un jardín de Quilmes –dice, con pucheros, romántica, definitiva. Otro beso, y me voy, con la flor, tan grandote. Es blanca, es una rosa, dentro de todo fue una despedida muy grata, pienso. Como a los veinte metros me doy vuelta: veo que ella está mirándome, el abogado al lado, los dos me saludan con la mano. Pienso que si yo fuera un novelista como la gente, debería poner que Samantha corre hacia mí, y que se pierde en la ciudad tragona, conmigo. Que la Perica y el abogado se asombran, don José Venini se alegra porque, después de todo, la hija se le queda, la familia unida. Sin embargo la mía, ya lo dije, es una novela real, entonces ella subirá al barco, no nos veremos quién sabe nunca más, yo me iré al diario, después a mi casa, jugaré con mis pibes hasta que se duerman. Me doy vuelta otra vez, ella está emocionada. Yo quisiera anotar que también estoy emocionado, pero no puedo porque me emociono de verdad, y ojalá entonces no exagere con esta penúltima máquina, a ver si a lo mejor vuelvo y hago lo que, en mi lugar, haría un novelista con coraje, lástima que aquí esas espectacularidades no tienen la menor importancia. Me doy vuelta de nuevo, todavía su figura se distingue; cuando desaparezca, sin disimulo, arrojaré la flor.

¿continuará? Buenos Aires, octubre de 1975 -diciembre de 1978.

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