En defensa de los ociosos

              En defensa de los ociosos Robert Louis Stevenson Traducción de Carlos García Simón Tercera edición: octubre 2012 Gadir Madrid ...
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En defensa de los ociosos

Robert Louis Stevenson Traducción de Carlos García Simón

Tercera edición: octubre 2012 Gadir Madrid

Robert Louis Stevenson, 1885.

 

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Boswell: «Estar ocioso resulta aburrido». Johnson: «Esto sucede, señor, porque como los demás están ocupados, nos falta compañía; mas si todos estuviéramos ociosos, no resultaría aburrido; nos entretendríamos los unos a los otros».

 

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En estos tiempos en los que, por un decreto ley que condena los delitos de lesa-respetabilidad*1, todos están forzados a entrar en alguna profesión lucrativa y trabajar en ella con un mínimo de entusiasmo, las quejas de la parte opuesta, la que se contenta con tener lo suficiente y que, entretanto, gusta de mirar y disfrutar, tienen un ligero gusto a bravuconada y

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* N. del T. En el original «lèse-respectability», juego de palabras con la expresión francesa «lèse-majesté». En español existe tanto el término «leso» como la expresión «de lesa majestad». La expresión «de lesa respetabilidad» es, pues, perfectamente construible en español, y mantiene el efecto literario buscado por Stevenson.

 

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gasconada*2. Y, sin embargo, no debería ser así. La así llamada ociosidad, que no consiste en no hacer nada sino en hacer muchas cosas no reconocidas en los dogmáticos formularios de las clases dirigentes, tiene tanto derecho a mantener su lugar como la laboriosidad misma. Es admitido que la presencia de gente que rehúsa entrar en la desventajada carrera por un puñado de peniques, es a la vez un insulto y un desaliento para aquellos que sí lo hacen. Un buen hombre

(de

esos

que

abundan)

toma

una

determinación, vota por lo peniques y, según el enfático americanismo, goes for them [va a por ellos].

Y

no

es

difícil

de

comprender

su

resentimiento si, mientras está arando

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* N. del T. Los gascones (los nativos de Gascoña, región situada al suroeste de Francia, limítrofe con España) son afamados, y así han pasado al imaginario popular, por su impetuosidad y arrogancia. Una gasconada es, pues, una actitud arrogante.

 

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fatigosamente, se percata de la presencia de personas que, tan frescas en las praderas del borde del camino, están tumbadas con un pañuelo en la cabeza y una botella al alcance de la mano. La indiferencia de Diógenes ha tocado en su punto débil a

Alejandro.

¿Dónde

estuvo,

para

aquellos

tumultuosos bárbaros, la gloria de haber tomado Roma si, al irrumpir en el Senado, encontraron a los Padres sentados en silencio, impasibles ante su éxito? Resulta irritante haber trabajado duramente escalando arduas colinas y, una vez alcanzadas, encontrar que a la humanidad le son indiferentes tus logros. De ahí que los físicos condenen lo inmaterial, los financieros apenas toleren a aquellos que saben poco de acciones, los literatos desprecien a los iletrados y la gente con un oficio se una para desacreditar a los que carecen de alguno. Sin embargo, aunque esta sea una de las dificultades del asunto, no es la mayor.  

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No se puede meter a nadie en prisión por hablar contra la laboriosidad, pero sí se le puede mandar a Coventry*3 por hablar como un loco. La principal dificultad de la mayoría de temas es saber tratarlos adecuadamente, luego es preciso no olvidar que esto es una defensa. Es bien cierto que mucho se puede argumentar sensatamente a favor de la diligencia y solo hay algo que se pueda decir en su contra, y es esto último lo que voy a hacer en esta ocasión. Exponer un argumento no implica necesariamente estar sordo a todos los demás, del mismo modo que el que un hombre haya escrito un libro de viajes en Montenegro no significa

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* N. del T. En el original «be sent to Coventry». Es un viejo proverbio ya en desuso, cuyo significado es condenar al ostracismo. Al parecer su origen está en la existencia de una prisión para soldados reales durante la Guerra Civil Inglesa (1641-1651) situada en Coventry, una pequeña localidad de Warwickshire, Inglaterra.

 

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que nunca haya podido estar en Richmond. Está fuera de toda duda que a la gente le va bien un poco de ociosidad en su juventud. Pues aunque, de vez en cuando, haya un Lord Macaulay*4 que pueda escapar de las condecoraciones escolares con su ingenio intacto, la mayor parte de los chicos pagan tan caras sus medallas que nunca más vuelven ya a tener una sola moneda en los bolsillos «y se lanzan al mundo en bancarrota». Lo mismo sucede durante el tiempo en el que un muchacho se está educando o está soportando que otros lo eduquen. Debía de ser muy necio aquel anciano caballero que se dirigió a Johnson en Oxford con las siguientes palabras: «Joven, ahora

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* N. del T. Thomas Babbington Macaulay (1800-1859), historiador y político inglés. Célebre por su carácter absolutamente retraído y silencioso que contrastaba –sobre todo en su juventud– con su portentosa inteligencia.

 

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conságrese diligentemente a los libros y adquiera un rico acervo de conocimientos; porque cuando se haga usted mayor, se dará cuenta de que andar entre libros se convierte en una molesta tarea». El viejo caballero parece no haber advertido que, además de la lectura, hay muchas otras cosas que resultan molestas, y no pocas que se vuelven imposibles, en el momento en que un hombre ha de usar anteojos y no puede caminar ya sin bastón. Los libros son, a su manera, beneficiosos, pero no dejan de ser un pálido sustituto de la vida. Es una pena quedarse sentado, como Lady Shalott*5, mirando absorto un espejo, dándole la espalda a todo el bullicio y encanto de la realidad. Asimismo, tal y como nos recuerda la

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* N. del T. Personaje artúrico. Fue encerrada en una torre desde la cual toda su visión del mundo le llegaba a través de un espejo. Al ver a Lancelot en él, se enamoró, lo que le trajo la maldición y la muerte.

 

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vieja anécdota, si un hombre se entrega a leer, apenas tendrá tiempo para pensar. Si volvéis la vista a vuestra educación, estoy seguro de que no será de las plenas, intensas e instructivas horas de novillos de las que os arrepintáis; más bien haríais desaparecer algunos de esos mortecinos momentos de clase que pasan entre el sueño y la vigilia. Por mi parte, en mi época asistí a un buen número de clases. Todavía recuerdo que el giro de una peonza es un ejemplo de estabilidad cinética. Todavía, que la enfiteusis no es una enfermedad, ni el estilicidio un crimen. Pero aunque no me separaría voluntariamente de tales migajas de ciencia, no les tengo la misma estima que a ciertas rarezas que aprendí en la calle mientras hacía novillos. No es este el momento de extenderse sobre ese portentoso lugar de educación, la escuela favorita de Dickens y Balzac, y productora anual de montones de infames maestros en la Ciencia de la  

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Vida. Baste decir lo siguiente: si un muchacho no aprende en las calles es porque no tiene capacidad de aprendizaje. Tampoco el que hace novillos está siempre en la calle; si lo prefiere, puede ir desde los ajardinados barrios del suburbio hasta el campo. Puede arrojar algunas lilas al arroyo y fumar innumerables pipas al son del agua contra las piedras. Un pájaro cantará en el matorral. Y puede que,

entonces,

sea

llevado

por

agradables

pensamientos y vea las cosas desde otra perspectiva. Si esto no es educación, entonces ¿qué lo es? Podemos imaginar al señor Worldly Wiseman*6

                                                                                                                6

* N. del T. Mr. Worldly Wiseman es un personaje de la obra de John Bunyan llamada «The Pilgrim’s Progress from This World to That Which Is to Come» (1678). En el texto de Stevenson, la figura de Wiseman alegoriza la posición del moralizador ortodoxo. El nombre, Worldly Wiseman, que Stevenson aprovecha irónicamente, vendría a significar «hombre de mucho mundo».

 

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abordando

a

uno

de

estos

muchachos.

La

conversación que tendrían sería como sigue: «Vamos a ver, joven colega, ¿qué hace usted ahí?». «En verdad, señor, tomando un descanso». «¿No es hora de clase? ¿Y no debería estar usted consagrándose a los libros con diligencia para así poder adquirir conocimientos?». «No; mas, con su permiso, es también mi deseo aprender». «¡Aprender qué! Y ¿de qué modo?, me pregunto yo. ¿Matemáticas?». «No, para ser sinceros». «¿Metafísica?». «Tampoco». «¿Alguna lengua?». «No, no se trata de una lengua». «¿Algún oficio?».

 

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«Tampoco de un oficio». «¿Pues entonces, de qué?». «Pues verá, señor, como me puede llegar pronto el momento de salir al mundo, deseo observar qué es lo que comúnmente hacen personas de mi situación y dónde se encuentran los abismos y espesuras más terribles del camino; así como también, qué modo de subsistencia es el que ofrece mejores condiciones. Más aún, estoy aquí, tumbado junto al agua para grabarme a fuego eso que mis maestros me enseñaron a llamar paz y satisfacción». En ese preciso instante, el señor Worldly Wiseman, invadido por la pasión, blandiendo su bastón con intención amenazante le espetaría a este sabio: «¡Aprender qué!», dijo, «Mandaría al verdugo a que azotara a todos esos canallas!». Y reanudaría así su camino, frunciendo su corbata con crujidos de almidón, como un pavo que abre las alas.  

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Ahora bien, la del señor Wiseman es la opinión más común. Un hecho no es un hecho, sino una habladuría, cuando no encaja dentro de una de nuestras escolásticas categorías. Una investigación debe tener una orientación reconocida y un nombre concreto que la acompañe; de otro modo no estaréis realizando

investigación

alguna,

sino

solo

holgazaneando; tanto, que hasta una casa de acogida para pobres sería demasiado buena para vosotros. Se supone que todo el conocimiento se encuentra en el fondo de un pozo o en el extremo más alejado de un telescopio. Sainte-Beuve*7, a medida que envejeció, llegó a considerar toda la experiencia como un único gran libro en el que estudiar unos pocos años antes de abandonar

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* N. del T. Charles Augustin Sainte-Beuve (1804-1869). Crítico literario e importante escritor francés, cuya teoría literaria resaltó la incidencia de la propia vida en las obras de los escritores.

 

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este mundo; y parecía darle igual que leyéramos el Capítulo XX, que es el cálculo diferencial, o el Capítulo XXXIX, que es oír a la banda tocar en los jardines. De hecho, una persona inteligente que sepa mirar y escuchar con atención y mantenga siempre una sonrisa en sus labios, obtendrá una educación más verdadera que la de muchos otros en una vida de heroicas vigilias. Es verdad que sobre las cumbres de la laboriosa ciencia formal se encuentra u conocimiento árido y frío; pero es tan solo mirando alrededor de vosotros como aprehenderéis los cálidos y palpitantes hechos de la vida. Mientras otros llenan su memoria con un montón de palabras, la mitad de las cuales habrán olvidado antes de que acabe la semana, vuestro novillero puede aprender algún arte realmente útil: tocar el violín, distinguir un buen puro o hablar con facilidad y tino a cualquier tipo de persona. Muchos de los que se «consagran diligentemente

 

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a los libros» y lo saben todo sobre una u otra rama del conocimiento establecido salen de sus estudios con comportamiento de viejo, como de búho, y resultan secos, rancios y dispépticos en las mejores y más brillantes etapas de la vida. Muchos de ellos amasan una gran fortuna, mas continúan siendo groseros y patéticamente estúpidos hasta el final. Y mientras tanto, ahí está el ocioso, que comenzó a vivir a la vez que ellos… El panorama es aquí, si me permiten decirlo así, diferente. Ha tenido tiempo de cuidar de su salud y espíritu, ha pasado grandes ratos al aire libre, lo cual es de lo más saludable tanto para el cuerpo como para la mente; y si bien nunca ha leído el Gran Libro en todos sus recónditos pasajes, se ha bañado en él y lo ha ojeado de cabo a rabo con excelentes resultados. ¿No cedería el estudiante algunas raíces hebreas y el hombre de negocios algunas de sus medias coronas, a

 

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cambio del co-nocimiento que tiene el ocioso sobre la vida y el Arte de Vivir? Y aún más, el ocioso posee una cualidad más importante que todas estas. Me refiero a su sabiduría. Él, que tanta atención ha prestado a la infantil satisfacción de otra gente con sus aficiones, verá las propias, cuando menos, con irónica indulgencia. No se le encontrará entre los dogmáticos. Demostrará una tolerancia enorme y sosegada ante toda persona y opinión. Si no encuentra verdades fuera de toda duda, tampoco se identificará con falsedades evidentes. Su camino le llevará por una senda poco frecuentada, pero muy llana y placentera, llamada el Camino del Lugar Común, y le guiará hasta el Belvedere*8del Sentido Común. Desde allí dominará un panorama agradable aunque no muy noble; y mientras otros contemplan

                                                                                                               

*8 N del T. Palabra italiana que significa «mirador».

 

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el este y el oeste, el demonio y el amanecer, él se contentará con ver una especie de mañana sobre todas las cosas sublunares, con un ejército de sombras que, raudas, se extienden por todas las dimensiones hacia la luz diurna de la Eternidad. Sombras

y

generaciones,

agudos

doctores

y

azotadoras guerras, todo se disolverá en un silencio y vacío últimos; pero, por debajo de todo esto, un hombre puede ver, desde las ventanas del Belvedere, un paisaje verde y apacible, muchos salones con fuego encendido, gente buena riendo, bebiendo y amando tal y como lo hacían antes del Diluvio o la revolución Francesa, y a los viejos pastores contando su rebaño bajo el espino*9.

                                                                                                               

*9 N del T. La expresión inglesa «telling his tale» tiene un doble significado, actualmente perdido. En el inglés actual significaría sencillamente «contar su historia», pero, según un viejo uso que tiene como referente The Lost Paradise de Milton («And every Shepherd tells his tale / Under the hawthorn in the dale».), «to tell his tale», significa, también «contar sus ovejas» o «contar su rebaño».  

 

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Estar extremadamente ocupado, ya sea en la escuela o en la universidad, ya en la iglesia o en el mercado, es un síntoma de deficiencia de vitalidad; una facilidad para mantenerse ocioso implica un variado apetito*10 y un fuerte sentido de la identidad personal. Existe una suerte de muertos en vida, de gentes grises, apenas conscientes de estar viviendo de no ser por el ejercicio de alguna ocupación convencional. Dejad a estos hombres en medio del campo o subidlos a bordo de un barco y veréis cómo añoran su escritorio y su despacho. Carecen de curiosidad.

No

saben

abandonarse

a

las

provocaciones del azar; no obtienen placer en el mero ejercicio de sus facultades y, a menos que la Necesidad les muela a palos, permanecerán donde ya estén.

                                                                                                               

*10 N del T. En inglés «catholic appetite».  

 

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Es inútil hablar con gente así: jamás podrán estar ociosos, su naturaleza no es lo suficientemente generosa; y así, cuando no se dedican a moler grano furiosamente en el molino dorado, pasan sus horas es una especie de coma. Cuando no han de ir a la oficina, cuando no están ni furiosos ni pensando en la bebida, todo este palpitante mundo está para ellos vacío. Si han de esperar un tren durante una hora o más, caen en un estúpido trance con los ojos en blanco. Al mirarlos, podríais suponer que no hay nada que ver y nadie con quien hablar, podríais imaginar que están paralizados o alienados; y es muy posible que sean, a su manera, buenos trabajadores y que tengan buen ojo para detectar un fallo de escritura o una fluctuación del mercado. Han estado en el colegio y la universidad, pero constantemente tienen la cabeza en el premio, han viajado por medio mundo y se han mezclado con personas

 

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inteligentes, pero no paran de pensar todo el tiempo en sus propios asuntos. Como si el alma de un hombre no fuera ya suficientemente pequeña, empequeñecen y estrechan las suyas todavía más con una vida de trabajo y sin diversión. Hasta que, helos aquí, a los cuarenta, con una ausencia de interés, una mente vacía de todo elemento de diversión y ni la más mínima intención de rozarse con nadie mientras esperan el tren. Antes de comenzar a usar pantalones, hubieran escalado por los vagones; a los veinte, hubieran mirado a las chicas; pero ahora la pipa está consumida, la caja de rapé vacía, y mi caballero está sentado, hierático, en un banco, con una mirada penosa. No me parece a mí que a eso se le pueda considerar un Éxito en la Vida. Pero no es la propia persona la única que sufre por su propio afán de trabajo, también su mujer e hijos, sus amigos y relaciones, y hasta las personas  

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que se sientan a su lado en el ferrocarril o en el ómnibus. Una devoción inquebrantable a eso que un hombre llama su trabajo solo es sostenible mediante un abandono continuo de muchas otras cosas. Y no es, ni mucho menos, cierto que el trabajo de un hombre sea lo más importante. Haciendo una estimación imparcial, se vería claramente que muchos de los papeles más sabios, virtuosos y beneficiosos que se representan en el Teatro de la Vida son interpretados por actores gratuitos y pasan ante los ojos de todo el mundo como estadios de ociosidad. Porque, en este Teatro, no solo los caballeros danzantes, las doncellas cantarinas y los diligentes violinistas de la orquesta, sino también aquellos que miran y aplauden desde las butacas desempeñan realmente un papel y cumplen tareas importantes respecto al resultado final. No dudáis de que sois muy dependientes de los cuidados de vuestros abogados y de vuestros agentes

 

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de bolsa, de los guardias y guardagujas que os llevan rápidamente de un lugar a otro y de los policías que caminan por las calles para protegeros; pero, ¿es que no hay ni un solo pensamiento de gratitud en vuestro corazón para esos otros benefactores que os hacen reír cuando se cruzan en vuestro camino o amenizan vuestra comida con buena compañía? El Coronel Newcome ayudó a derrochar el dinero de sus amigos; Fred Bayham tenía la fea costumbre de coger prestadas camisas, y, sin embargo, era mejor estar con ellos que con el señor Barnes*11. Y aunque Falstaff**12

                                                                                                               

*11 N. del T. El Coronel Newcome, Fred Bayham y Mr. Barnes son los tres protagonistas de la novela de William Makepeace Thackeray, «The Newcomes» (1885). *12  N. del T. John Falstaff es uno de los personajes más celebrados de Shakespeare. Aparece en las dos piezas intermedias de la Tetralogía Lancanter («Henry IV, part 1» y «Henry IV, part 2») y en «The Merry Wives of Windsor».

   

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no era ni comedido ni muy honesto, creo que podría decir el nombre de uno o dos «Barrabases» caraduras sin los que el mundo estaría mucho mejor. Hazlitt menciona que se sentía más en deuda con Northcote* 13 , que jamás hizo por él nada que pudiera llamarse un servicio, que con todo su círculo de ostentosos amigos, ya que pensaba que un buen compañero era, tajantemente, el mayor benefactor. Sé que hay gente en el mundo incapaz de sentirse agradecida si el favor que se les hace no es a costa de dolor y dificultades. Pero esa es una actitud mezquina. Un hombre os puede enviar seis cuartillas de papel de carta llenas de los chismes más divertidos, os podéis pasar media hora placentera, e incluso provechosamente,

                                                                                                               

*13 William Hazlitt (1778-1830), crítico y ensayista inglés, publicó en 1830 un libro titulado «Conversations of James Northcote». Northcote (1746-1831) fue un pintor y escritor también inglés.  

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leyendo un artículo suyo. ¿Creéis que habría sido mejor si hubiera hecho el manuscrito con la sangre de su corazón, como si se tratara de un pacto con el diablo? ¿Os parece que deberíais estar más en deuda con

vuestro

blasfemando

corresponsal, todo

el

si

tiempo

hubiera

estado

por

haberlo

importunado? 14 Los placeres son más beneficiosos que las obligaciones porque, como la misericordia, no son forzosos, y así, están doblemente bendecidos. Para un beso se necesitan dos personas –o un grupito, si se trata de una broma–, pero, siempre que está presente un elemento de sacrificio, el favor se otorga con pesadumbre, y eso, entre personas generosas, se recibe con turbación. No hay deber que infravaloremos más que el deber de ser felices. Siendo felices, vamos sembrando por el mundo anónimos beneficios, que nos son desconocidos incluso a nosotros mismos y que, cuando eclosionan,                                                                                                                

 

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a nadie sorprenden más que al benefactor. El otro día, un muchacho descalzo y andrajoso corría calle abajo tras una canica con tal aire de alegría que todo el mundo que pasaba a su lado se ponía de buen humor; una de esas personas, al que le había librado de pensar en algo más que en sus negros pensamientos habituales, paró al pequeño y le dio algo de dinero con el siguiente comentario: «Ya ves lo que se saca, a veces, cuando uno se muestra alegre». Si antes se había mostrado alegre, ahora tenía que mostrarse alegre y desconcertado. Yo, por mi parte, comparto el que se anime a los niños a reír antes que a llorar; no quiero pagar por lágrimas más que en los escenarios, sin embargo, estoy dispuesto a tratar ampliamente con la materia contraria. Es mejor encontrar un hombre o una mujer felices que un billete de cinco libras. Él o ella son un foco radiante de buena voluntad y su entrada en una

 

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habitación es como si se hubiera encendido una vela. No nos ha de preocupar si son capaces de demostrar el teorema cuarenta y siete, hacen cosas mejores que eso, demuestran en la práctica el gran Teorema de la Vivibilidad de la Vida. En consecuencia, si una persona no puede ser feliz más que estando ociosa, ociosa ha de permanecer. Esto es un precepto revolucionario; pero gracias al hambre y las casas de acogida, no es fácil abusar de él, y, dentro de unos límites prácticos, es una de las verdades más incontestables de todo el Corpus Moral. Observad a alguno de vuestros laboriosos colegas durante un momento, os lo ruego. Siembra prisa y recoge indigestión; invierte una gran cantidad de actividad y recibe a cambio, en intereses, unos nervios desquiciados. O bien se abstiene de toda compañía y vive recluido en una buhardilla, con zapatillas de felpa y un tintero de plomo; o aparece rápida y

 

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brutalmente entre la gente, por una disfunción de todo su sistema nervioso, para descargar su mal humor antes de volver a su trabajo. No me importa lo mucho o lo bien que trabaje, este colega es un elemento maligno para las vidas del resto de gentes. Ellos serían más felices si él estuviera muerto. En la Oficina de los Circunloquios les sería más fácil prescindir de sus servicios que seguir tolerando su espíritu irritante. Emponzoña la vida desde la raíz. Es mejor ser arruinado de repente por un sobrino díscolo que diariamente martirizado por un tío malhumorado. ¿Y a qué viene, por el amor de Dios, tanta agitación? ¿Cuál es la causa de que se amarguen la vida a sí mismos y a los demás? Que un hombre publique al año tres o treinta artículos, que acabe o no acabe su gran pintura alegórica, son cuestiones de muy poco interés para el mundo. Las filas de la vida están apretadas; y aunque caigan mil, siempre habrá  

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algunos que tapen la brecha. Cuando le dijeron a Juana de Arco que debía quedarse en casa ocupándose de las tareas propias de su sexo, ella respondió que ya habría otras para coser y lavar. Así ocurre

incluso

con

nuestros

dones

más

extraordinarios. Cuando la naturaleza es «tan descuidada con la vida individual», ¿por qué nos engañamos pensando que la nuestra será de excepcional

importancia?

Supongamos

que

Shakespeare hubiese sido golpeado en la cabeza una oscura noche en las propiedades de Sir Thomas Lucy*15; el mundo habría continuado, mejor o peor, su curso, el cántaro habría seguido yendo a la fuente, la hoz al grano y el estudiante a su libros; y nadie habría notado la pérdida. Si lo miráis bien, no existen muchas obras que valgan más que una libra de tabaco para un hombre de

                                                                                                               

*15 N. del T. Según parece, Shakespeare trabajó de niño en las propiedades de su vecino aristócrata Sir Thomas Lucy.

 

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posibles escasos. Es esta una reflexión que serena nuestra orgullosa vanidad mundana. Bien pensado, ni siquiera un estanquero puede hallar mucho de qué vanagloriarse en esa frase, ya que, aunque el tabaco es un admirable sedante, las cualidades que se requieren para venderlo no son en sí mismas ni raras ni valiosas. Y, ¡ay! Podéis pensar lo que queráis, pero no son indispensables los servicios de ningún individuo. ¡Atlas no era más que un caballero con una prolongada pesadilla! No obstante, vemos comerciantes que trabajan hasta labrarse una gran fortuna y continúan trabajando hasta verse ante el tribunal de cuentas, plumillas que no cesan de garabatear artículos hasta que su mal humor es una cruz para todos los que se juntan con ellos, como si el Faraón hubiese mandado a los israelitas hacer un simple alfiler en lugar de una pirámide; y a hermosos jóvenes que trabajan hasta

 

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desfallecer para ser, finalmente, llevados en un coche

fúnebre

con

plumas

blancas.

¿No

supondríamos que a estas personas les ha susurrado un Maestro de Ceremonias la promesa de un destino memorable y que ese insignificante escenario en el que se representan sus farsas era el blanco y centro del universo? Y, sin embargo, no es así. Las metas por las que han entregado su impagable juventud, como todos ellos saben, pueden ser quiméricas o dañinas; la gloria y la riqueza que esperan pueden no llegar jamás o encontrarlos indiferentes; y ellos y el mundo en que habitan son tan insignificantes que la mente se hiela al pensarlo.

 

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BIOGRAFÍA

 

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1850. El 13 de noviembre nace en Edimburgo Robert Louis Stevenson, hijo de un acaudalado ingeniero y diseñador de faros, y de Margaret Balfour, descendiente de una conocida familia escocesa.

1858. Enferma de tuberculosis. Su salud será siempre débil. Durante su niñez no cursó estudios. Aprendió a leer después de los 8 años y viajó mucho con su padre antes de entrar a la Universidad. En estos años pasó también mucho tiempo con pescadores y fareros, absorbiendo historias que volcaría en sus obras.

1867. Comienza los estudios de Ingeniería Náutica en la Universidad de Edimburgo.

1871. Abandona la carrera de Ingeniería para estudiar Derecho.

 

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1873. Sidney Colvin, profesor de Historia del Arte en Cambridge y conservador del British Museum, lo introduce en el ambiente literario londinense.

1875. Termina la carrera de Derecho. Se inscribe como abogado en el foro de Edimburgo.

1876. Viajes y estancias e Bélgica y Francia. Su salud empeora. Conoce en Grez, Francia, a la norteamericana Fanny Osbourne, de la que se enamora.

1878. Viaja por Francia, Alemania y Escocia. Realiza estancias terapéuticas en varias ciudades. Se publica Un viaje al Continente.

1878. Viajes con un burro por las Cevennes. Embarca hacia América (viaje narrado en El emigrante amateur). Viaja a San Francisco desde Nueva York, para encontrarse con Fanny Osbourne (recién divorciada y con dos hijos). Las anécdotas de este viaje quedarán en su libro La historia de una mentira.

 

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1880. Se casa con Fanny Osbourne. Stevenson se encuentra gravemente enfermo; se trasladan a Davos.

1881. Publica Virginibus Puerisque. Regresa a Escocia. Comienza a escribir La isla del tesoro.

1882. Publica Las nuevas noches árabes; Estudios familiares de hombres y libros.

1885. Publica El club de los suicidas y La isla del tesoro, que le granjea el reconocimiento literario.

1886. El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde.

1887. Los Stevenson se mudan a Estados Unidos. Se publica Los hombres alegres y otros cuentos y fábulas.

1888. La flecha negra. Viajan por las islas del Pacífico.

 

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The Casco, uno de los barcos en los que Stevenson viajó por los mares del Sur.

1889.

El señor de Ballantrae;

La caja

equivocada. Se establecen en Samoa, donde empiezan a construirse una casa llamada Vailima («cinco ríos»). Las relaciones con los aborígenes son muy estrechas; le apodan Tusitala («el que cuenta historias»).

 

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R. L. Stevenson y su mujer, Fanny, en Islas Marquesas, con dos nativos (1889-1890).

1892. El náufrago, escrita en colaboración con su hijastro Lloyd Osbourne.

1893. Noches en la isla.

1894. Muere inesperadamente de un infarto cerebral.

Deja

inacabado

El

embarcamiento

inmaduro. Fue enterrado en el lugar que eligió en Samoa, en el monte Vaea. Los nativos escribieron en su tumba en samoano: «Esta es la tumba de Tusitala».

 

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1896. Se publica póstumamente El duque de Hermiston.

1900. Se publica, inconcluso, El embarcamiento inmaduro.

 

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