EL PANEGÍRICO AL DUQUE DE LERMA (C. 1617), DE DON LUIS DE GÓNGORA: TEXTO Y CONTEXTO

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Antonio Cruz Casado

Antonio Cruz Casado IES Marqués de Comares, Lucena

EL PANEGÍRICO AL DUQUE DE LERMA (C. 1617), DE DON LUIS DE GÓNGORA: TEXTO Y CONTEXTO Fabio, las esperanzas cortesanas prisiones son do el ambicioso muere (Alonso 1974: 661) Estos primeros versos de la Epístola moral a Fabio, del capitán Andrés Fernández de Andrada, expresan una situación y una actitud moral que don Luis de Góngora conocía bastante bien. Al menos desde 1609, año en que hace una visita al Conde de Lemos en su posesión de Monforte, el poeta cordobés se encontraba preso en las redes de las pretensiones cortesanas, situación que explica en líneas generales la composición de su última obra de envergadura, el Panegírico al Duque de Lerma (probablemente interrumpido hacia 1617), así como la obtención, en diciembre del año indicado, del cargo de Capellán de Honor del Rey, tan largamente anhelado. Pretender un puesto palaciego, tanto ante determinados nobles, como ante el valido o el mismo rey, era una forma de medrar en la corte, de tener solucionada la vida, si se conseguía la prebenda apetecida, y esto explica en parte la poesía gongorina de carácter áulico (Cruz Casado 1995), tendencia que ofrece diversos textos cuya intención más visible es el elogio cortesano, hiperbólico por lo general y en ocasiones bellísimo. Claro que, muchas veces, la paga aneja a la alabanza no llega a concretarse, sino que se queda en un simple gesto, en una vaga promesa y en el consiguiente desencanto; de esto da fe, por ejemplo, el conocido soneto “El Conde mi señor se fue a Napóles”. Pero las deudas en la capital madrileña son muchas, sobre todo en un sujeto de la calidad de don Luis, que debe aparentar aunque no tenga, de tal manera que los últimos diez años de su vida, los que van del Panegírico hasta su muerte, son de una extrema dureza, trayectoria que puede apreciarse ampliamente en las cartas conservadas de la época, en las que escribe a su amigo y benefactor don Francisco del Corral: “Nuestro amigo –se refiere a su administrador Cristóbal de Heredia, en carta del 16 de febrero de 1621– hace experiencias costosas de mi naturaleza, averiguando sin duda lo que tengo de angélico, pues me deja ayuno tantos días. Sírvase vuesa merced de suplicalle de mi parte no dilate lo que tanto importa a mi autoridad, que estoy de manera que tengo vergüenza ahora de decir lo que debo y solo tengo de término este mes de febrero con mis acreedores” (Góngora 1999: 103). Alguna vez la desesperación del hombre acosado por las deudas adquiere tintes muy dramáticos: “Ahora, señor, tomo la pluma por no tomar una soga que acabe con todo y deje descansar a vuesa merced de mis pesadumbres” (Góngora 1999: 179) –escribe el 11 de julio de 1623–. Góngora confiaba en que, de esa situación de angustia vital, lo liberase en parte la obtención de un beneficio, y es sin duda en este ámbito en el que hay que situar, como hemos indicado, poemas como el Panegírico al Duque de Lerma. Ahora bien, ¿por qué elogiar (y en el fondo solicitar un cargo) al Duque y no al mismo rey Felipe III? Aunque los poemas dedicados a la familia real, especialmente a la reina Margarita (Toledano Molina 2006), son abundantes y de una gran calidad estética, no hay entre ellos ninguno de tanto aliento, tan extenso y majestuoso, como el Panegírico, y sin duda que su composición, y también su inacabamiento, parecen obvios y comprensibles desde nuestra perspectiva: cualquier concesión pasaba sin duda por la aprobación previa del

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El Panegírico al Duque de Lerma (c. 1617), de Don Luis de Góngora

omnipotente valido real. El contexto histórico nos aclara esta situación, y nos habla de un rey de débil carácter que deja en manos de su favorito la capacidad de hacer y deshacer en cualquier ámbito del Estado y de su Gobierno, algo que se mantiene precisamente hasta 1617, fecha asignada a este poema en el Manuscrito Chacón (Góngora 1991: 99), y que marca al mismo tiempo la conclusión de la privanza de Lerma, por lo que se puede pensar que Góngora consideró inútil acabar un poema de enorme complejidad, que le habría llevado sin duda mucho tiempo y esfuerzo, y que a partir de entonces no le podría reportar nada efectivamente beneficioso, es más, podría incluso perjudicarle ante la nueva situación cortesana, marcada por una nueva privanza, la del Conde Duque de Olivares, y por la recepción del capelo cardenalicio por parte del Duque de Lerma, que con ello se hurtaba a las probables represalias de sus sucesores en el Gobierno. De los personajes fundamentales de este fragmento de nuestra historia tenemos abundantes datos y documentos que los investigadores se han encargado de analizar. De esta forma, del joven rey, que tenía 20 años cuando accede al trono, por fallecimiento de su padre, el gran Felipe II, en 1598, se nos dice que “era poco activo, débil de carácter, desinteresado de los negocios, glotón, trasnochador, falto de espíritu de iniciativa, aficionado al juego y a los pasatiempos, y con escasa personalidad” (Pérez Bustamante 1950: 29). Pero también se señalaban en él cualidades positivas, sobre todo de índole moral; así se nos informa de que “era bondadoso, obediente, honesto, virtuoso, liberal, discreto y reservado; odiaba el vino y toda clase de bebidas, y la maledicencia no pudo señalarle jamás infidelidades conyugales ni aventuras amorosas antes de su matrimonio o después de su viudez” (Pérez Bustamante 1950: 29-30). El acercamiento del Marqués de Denia, luego Duque de Lerma, don Francisco Gómez de Sandoval y Rojas, al futuro rey se había iniciado mucho tiempo antes, con el resultado de que lo había tenido sometido y controlado, desde su adolescencia, debido a una intensa y continuada acción de favores personales, préstamos y regalos, y al mismo tiempo de aislamiento, por lo que se refiere a cualquier otra persona de la corte que pudiera hacerle sombra. Cuando empieza el reinado de Felipe III, el valido tenía unos 45 años; estaba dotado de una gran astucia y de una ambición sin límites, “sabía seguirle muy bien el genio y las conversaciones” (Pérez Bustamante 1950: 39) al futuro monarca, se nos informa, pero además le atendía en sus necesidades de dinero, que eran grandes, como de persona habitualmente aficionada al juego, en tanto que su padre, el rey prudente, lo sometía a una tremenda estrechez. Y no pudo evitarse que la amistad entre el joven príncipe y el experto cortesano creciera y se intensificara, aunque el rey Felipe II nombrara a don Francisco virrey de Valencia, en 1595, desoyendo los consejos de otros ministros que pedían lo mandase mucho más lejos, nada menos que al Perú, con el mismo cometido político. Pero la familia del Marqués de Denia había realizado grandes servicios a la corona, y entre ellos no era el menor el haberse encargado el padre del futuro valido de la custodia del desgraciado príncipe don Carlos. Tampoco sirvió de nada que el rey aconsejase a su hijo que “un Príncipe como vos –le escribe– se ha de servir de todos y de cada uno en su oficio, sin sujetarse a nadie ni dejarse gobernar conocidamente de ninguno, sino oyendo a muchos y reservando el secreto necesario a cada uno, por hacer elección de lo mejor en libertad, como dueño y cabeza de todos” (Pérez Bustamante 1950: 41). “Temo que me lo han de gobernar”, se nos contaba en los libros de historia que estudiamos hace ya mucho tiempo, una frase de padre preocupado por el futuro del joven e inexperto hijo. El hecho es que, para 1599, el Marqués de Denia había conseguido, en la práctica, que el rey se deshiciese de la junta de notables del reino que lo rodeaban al comienzo del reinado, de acuerdo con las indicaciones textuales de Felipe II, y que tenían la intención de asesorarlo

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y ayudarle en sus tareas de gobierno. Ordena, además, que todos los eclesiásticos que estaban en la corte, consumiendo allí su vida y su hacienda, en busca de prebendas (y pensamos en la futura actitud de un Góngora) se volviesen a su lugar de origen, especialmente los obispos, con lo que los consejos o la influencia del clero ante el piadoso monarca se encuentra perfectamente neutralizada. De esta forma, el séquito del rey está formado de hombres de la mayor confianza del Duque de Lerma, que ostenta este título desde 1599 y que conlleva la condición de Grande de España; allí figuran, por ejemplo, su hijo, el Conde de Lerma, su yerno, el Marqués de Sarria o su primo, el Comendador Mayor de Montesa. Su hermana, la Condesa de Altamira, era calificada como “esponja de la Iglesia de Dios” (Pérez Bustamante 1950: 53) y estaba empeñada en acaparar todos los cargos eclesiásticos de España para sus hijos. El tío del Duque, don Bernardo de Rojas y Sandoval, protector de Cervantes y de otros ingenios del momento, obtiene la mitra del Arzobispado de Toledo; el nepotismo en otros muchos casos era visible y escandaloso. El dominio que Lerma tenía sobre el monarca era absoluto; ninguna cosa podía hacerse sin su consentimiento. Del Duque se nos dice que era “grande de cuerpo, robusto, de fuerte complexión y gran presencia, sin canas, “porque no las sufría”, [...] afable, de trato excelente y agradables maneras, espléndido, cortés, agasajador y fastuoso, inclinado a la paz, poco versado en letras, astuto en artes cortesanas, de inteligencia clara, aunque poco profunda, y variable de carácter” (Pérez Bustamante 1950: 58-59). El espléndido retrato ecuestre que de él nos dejó el gran Rubens, en 1603, refleja algunas de estas características personales. Parece que el traslado de la Corte a Valladolid, en 1601, se debe a la iniciativa del propio Lerma, porque de esa manera el rey estaba más apartado del trato y comunicación con determinadas personas, como su tía abuela, la emperatriz Margarita, recluida en el convento de las Descalzas Reales, y cuya influencia sobre Felipe podía haber sido peligrosa e incontrolable desde la perspectiva del valido. La razón oficial que se indicó para el traslado de la corte fue la excesiva cantidad de pobres y de gentes sin oficio que pululaban por Madrid y los muchos pecados que allí se cometían. Algunos comentaron además que, de esta forma, el Duque de Lerma estaba más cerca de sus posesiones personales. Estas someras pinceladas nos sirven para contextualizar en líneas generales el enorme poder que alcanza el destinatario del Panegírico gongorino. Don Luis se encontraba entonces en un momento de espléndida madurez creativa; ya se habían divulgado, alabado, criticado y comentado sus grandes poemas, la Fábula de Polifemo y Galatea (1612) y las incompletas Soledades (1613); con ellos había roto moldes retóricos y estilísticos vigentes en su momento. También el Panegírico de Góngora supone cierta transgresión formal, si tenemos en cuenta que el panegírico en el mundo clásico solía estar con mucha frecuencia escrito en prosa, como el muy conocido Panegyricus de Trajano, de Plinio el Joven; de forma parecida, las líricas Soledades habían incorporado rasgos de la antigua novela griega y bizantina (Cruz Casado 1990), también escrita en prosa. El Pinciano, en su Philosophia Antigua Poética (1596), habla escuetamente del género: “Panegíricos se dijeron los poemas que en alabanza de otro y concurso de gentes eran cantados” (López Pinciano 1973: 292), y los incluye en un apartado de poesía laudatoria del que también forman parte los loores, el poema encomiástico, el peán, el scolio, el epinicio y los pedeuterios. Pellicer, en sus Lecciones solemnes a las obras de don Luis de Góngora y Argote (1630), habla de la etimología del término (“lo que significa propiamente esta voz es feria o mercado solene [sic] y general, que cada cinco años se celebraba en Atenas” –Pellicer de

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El Panegírico al Duque de Lerma (c. 1617), de Don Luis de Góngora

Salas y Tovar 1630: col. 613–1) y lo define, diciendo que los panegíricos no son más que un “género de oraciones laudatorias, que admiten para su exornación la elocuencia, para su constar la oratoria, para su verdad la historia, para su cultura la poética” (Pellicer de Salas y Tovar 1630: col. 615), al mismo tiempo que menciona muchos ejemplos del mundo clásico y entre los recientes, “no inferior a ninguno de los antiguos, escribe, el panegírico funeral que dijo en nuestro castellano idioma fray Hortensio Félix Paravicino al Rey nuestro señor don Felipe III, el Piadoso, y el panegírico que oró [el mismo] a los manes de la Reina nuestra señora doña Margarita” (Pellicer de Salas y Tovar 1630: col. 616), tema éste último que también ocuparía el estro poético del poeta cordobés. Para Pellicer, el Panegírico a Lerma es, entre las composiciones de Góngora, la más estimable, “la que yo más estimo de cuantas he leído suyas” (Pellicer de Salas y Tovar 1630: col. 617), dice. La razón de esta predilección hay que buscarla en la gran cantidad de datos históricos y genealógicos que incluye el poema, muchos ya oscurecidos y casi indescifrables para nosotros, pero interesantes sin duda para un cronista real como era el sesudo y ampuloso don José Pellicer de Salas y Tovar. Aquí podría encontrar, como de hecho lo hizo, materia adecuada para dar libre curso a sus anotaciones extensísimas y en muchos casos impertinentes, rasgo que muchos de sus enemigos le echaron en cara2. Escrito en sonoras octavas reales, estrofa considerada muy lucida por el propio Lope de Vega (“en octavas lucen por extremo” –Rozas 1976: 191– las relaciones, había dicho en el Arte Nuevo), el poema se desarrolla a lo largo de 78 estrofas o estancias (632 versos), iniciándose con una invocación a la musa Euterpe y una especie de proposición, rasgos básicos de la composición épica, según los tratados poéticos de la época. La proposición es la intención que tiene de cantar las hazañas de don Francisco Gómez de Sandoval, cuyo eco se extenderá por toda la faz de la tierra. No nos parece ahora el momento idóneo para seguir el hilo argumental del farragoso y en muchas ocasiones oscurísimo poema; el receptor ideal de la obra sería un cortesano culto de comienzos del siglo XVII muy al tanto de las trayectorias genealógicas e historiales de las casas nobles españolas, no un lector más o menos interesado, medianamente experto, en la producción gongorina de comienzos de este segundo milenio. En ocasiones, nos sentimos tentados de confesar lo mismo que Unamuno, tras su lectura de las Soledades, que él había intentado descifrar en la edición de Rivadeneira, de letra tan infame: “La edición –escribe, en 1903, a los directivos de la revista modernista Helios– es, como usted sabe, tipográficamente detestable; apenas se ven los puntos finales. Y no traigo esto a despropósito. Sino que como yo lo leí en voz alta, con la entonación y énfasis que pide, y apenas distinguía con la vista los puntos tipográficos, me resultó que tampoco podía atinar por el contexto dónde acababa una oración y empezaba otra, y me hacía una madeja. A los cinco minutos estaba mareado. Aquellas violentas trasposiciones, aquel hipérbaton, con el cual no hay rima que resista, aquellas alusiones mitológicas, todo aquello me impacientaba, y acabé por cerrar el libro y renunciar a la empresa” (Helios 1903: 476). Finalmente la dificultad gongorina hace que la lectura y aproximación de Unamuno se trueque en desdén manifiesto por nuestro poeta: “Y en cuanto a molestarme en acercarme a Góngora por el deleite que de él haya de sacar, la vida es breve y el arte largo; hay mucho y bueno que leer y muy poco tiempo para leerlo. Poetas hay, ya en nuestra lengua, ya en otras, que creo me darán más contento que Góngora y me costará menos leerlos. Me quedo, pues, sin Góngora” (Helios 1903: 476-477).

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Sobre este libro, vid. Antonio Cruz Casado 2004. Entre la bibliografía al respecto, hay que citar a Reyes1927; Alonso 1978; Orozco Díaz 1973; Rozas 1984; Cañas Murillo 2001. Con respecto a la bibliografía reciente sobre el Panegírico de Góngora, no he conseguido ver el estudio de Martos1997: 23. 2

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De cualquier manera, pensamos nosotros, es preferible la insistencia, puesto que las notas de Pellicer, que nos parece el primer editor y comentarista del Panegírico, ayudan a su comprensión y resuelven la mayor parte de las dificultades, cuando no crean otras añadidas. Estos escolios se pueden confrontar con los que puso algún tiempo después al mismo poema don García de Salcedo Coronel, en el volumen gongorino editado en 1648, anotaciones que resultan por lo general más breves3 y comedidas que las amplísimas (y en ocasiones tangenciales e innecesarias) aclaraciones de Pellicer; pero era preciso dejar bien claro entonces que el más erudito de todos los comentaristas era el cronista aragonés, al cual se le podría aplicar bien aquel lema de Lope, situado al comienzo de El Peregrino en su patria, aut unicus, aut peregrinus (o único o muy raro) (Lope de Vega 1973: 18). Y sin duda que deja muy claro que comprende perfectamente a don Luis, que está al tanto de todos sus recovecos mitológicos y alusiones históricas y genealógicas, y en este poema tenía una ocasión excepcional para mostrarlo. Desde los antepasados y progenitores de don Francisco de Sandoval, su infancia y juventud, sus familiares colaterales, su abuelo por parte de madre, que sería canonizado con el nombre de San Francisco de Borja, el rey Felipe y la reina Margarita, el enlace de ambos en Valencia, la muerte de la Duquesa de Lerma, el nacimiento del príncipe heredero, futuro Felipe IV, hasta los hechos de armas más importantes en los que se ve involucrada la nación española, encuentran aquí su reflejo y comentario lírico, interrumpido todo ello en las referencias a la tregua que se firma con Holanda en 1609. Desde entonces hasta 1617, año en que la privanza del Duque comienza a declinar y caer, quedaban todavía unos ocho años de sucesos más o menos prósperos, que quizás Góngora hubiera incluido en la parte que le quedaba por componer, algo que Pellicer añade en sus comentarios en prosa. Posiblemente a don Luis le hubiera resultado improcedente y políticamente incorrecto ocuparse de los hechos siguientes que jalonan la biografía del un tiempo poderoso valido: la adquisición del título de cardenal para eludir la acción de la justicia (“el mayor ladrón de España se vistió de colorado”, se dice que se comentaba en los corrillos ciudadanos) y su destierro a sus posesiones de Tordesillas, tras ser obligado a devolver algunas de las muchas riquezas de que se apropió, así como su fallecimiento en 1625, en un estado de suma depresión mental, enfermedad a la que sabemos era proclive este ambicioso cortesano (Feros 2002). Entre las curiosidades que incluye el poema, se nos habla de una etapa de formación juvenil, que tiene lugar en Córdoba, a la sombra del entonces obispo de nuestra ciudad, don Bernardo de Sandoval y Rojas. De esto se ocupan las estancias 7, 8 y 9, que nos narran que sus entretenimientos predilectos eran los caballos, a los que hay que añadir quizás también los toros, las cañas, el juego de pelota, con la pala y el puño de hierro, y la caza (más adelante hablará también de la pesca en el río Guadalquivir). Con este fragmento cordobés queremos concluir en esta ocasión el acercamiento al Panegírico, un poema inacabado que se encuentra entre lo más representativo, tanto vital como estilísticamente, de la producción poética de don Luis. Dice así el fragmento: 50

Joven después el nido ilustró mío, redil ya numeroso del ganado, que el silvo oyó de su glorioso tío, pastor de pueblos bien aventurado;

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He aquí, por ejemplo, como define el panegírico: “Este poema que nosotros, imitando a los antiguos, llamamos panegírico, propiamente era una oración laudatoria en género demostrativo, que se hacía en lugar público delante de mucha gente en las fiestas célebres, o juegos de toda Grecia, como eran los Olímpicos, Istmios, Pitios o Nemeos, y otros semejantes. Esta parte en que concurrían (que debía ser como plaza o mercado, donde con ocasión de la fiesta se compraban y vendían varias mercadurías) se llamó Panegyris en griego, que en nuestra lengua vale ayuntamiento, convento público o pública celebridad”, (Salcedo Coronel 1648: 277; grafía actualizada, a esto sigue una amplia serie de autoridades antiguas que han tratado la cuestión.

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con labio alterno, aún hoy, el sacro río besa el nombre en sus árboles grabado. ¡Tanta le mereció Córdoba, tanta veneración a su memoria santa!

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Dulce bebía en la prudente escuela ya la doctrina del varón glorioso, ya centellas de sangre con la espuela solicitaba al trueno generoso, al caballo veloz, que envuelto vuela en polvo ardiente, en fuego polvoroso. De Quirón no biforme aprende luego cuantas ya fulminó armas el griego. Tal vez la fiera que mintió al amante de Europa, con rejón luciente agita; tal, escondiendo en plumas el turbante, escaramuzas bárbaras imita; dura pala, si puño no pujante, viento dando a los vientos, ejercita, la vez que el monte no fatiga vasto, Hipólito galán, Adonis casto4

4 He aquí la aclaración general de cada una de estas estancias, según Pellicer: “Estancia VII [...]. Comienza a escribir don Luis los ejercicios del Duque, siendo aún joven. Desta edad, dice, se crió en Córdoba, con su tío, Obispo de aquella ciudad, en cuya iglesia da a entender don Luis era prebendado, y de cuyo rebaño fue Pastor su tío del Duque, tan justo que aun su nombre duraba grabado en los árboles, que alternadamente llega a besar el río Guadarquivir el nombre de D. Bernardo de Sandoval, su Obispo. La metáfora de llamar Pastores a los obispos, y ganados a los fieles es vulgar; Agustín Barbosa en su Pastoral lo trata. Córdoba es ciudad del Andalucía, obra de Marcelo, de cuyas grandezas escribieron Ambrosio de Morales y el Padre Martín de Roa. Estancia VIII [...]. Cuenta ahora los ejercicios del Duque. El primero era estudiar en la escuela de su tío liciones de prudencia, de política y cordura. El segundo, enseñarle a andar a caballo, llamándole trueno, y que por los hijares con la espuela le sacaba centellas de sangre. El tercero, aprender a jugar en diestra esgrima todas las armas, por maestro grande, por Quirón docto noviforme, no centauro, como el ayo de Aquiles, a quien le entregaron para que le instruyese en los ejercicios militares [...]. Estancia IX [...]. Continúa las ocupaciones del Duque don Luis: unas veces lidiaba con el rejón toros, en cuya piel se disfrazó Júpiter para robar a Europa. Otras veces a usanza de los moros y en su traje jugaba cañas. Y el tiempo que dejaba de salir como Hipólito hijo de Teseo y Adonis lascivo amante de Venus, más galán y más casto que ambos, le ocupaba en jugar a la pelota, con la pala y el puño de hierro” [sigue disertación documentada sobre el espectáculo de los toros], José Pellicer de Salas y Tovar, Lecciones solemnes a las obras de don Luis de Góngora y Argote, op. cit., cols. 622-624. Por su parte, García Coronel, las comenta en la forma siguiente: “7. [...]. Joven después el nido ilustró mío: Vuelve a hablar del Duque y dice que siendo ya mancebo ilustró con su presencia a Córdoba, patria de don Luis, a quien por esta causa llama nido suyo. Redil ya numeroso del ganado, que el silvo oyó de su glorioso tío, pastor de pueblos bien aventurado. Que fue otro tiempo numeroso redil del ganado, que oyó el silbo de su glorioso tío, pastor bienaventurado de pueblos. En esta metáfora refiere don Luis como fue Obispo de Córdoba don Cristóbal de Rojas y Sandoval, su tío, en cuya casa estuvo siendo mozo, juntamente con su padre el marqués don Luis [sigue fragmento genealógico]. Con labio alterno, aún hoy, el sacro río besa el nombre en sus árboles grabado. Aún hoy besa reverente el sagrado Betis con alternativas ondas el nombre deste insigne pastor, que grabó en los árboles de su ribera el afecto común de sus agradecidos súbditos. Alterno labio llamó a las ondas, que sucediéndose unas a otras bañan el margen del río, imitando a los latinos, que llaman labio a los extremos de los fosos o márgenes de los ríos [sigue ejemplo en latín de César, que omitimos]. ¡Tanta le mereció Córdoba, tanta veneración a su memoria santa! Tanta veneración del Betis a la santa memoria deste ilustre prelado mereció la ciudad de Córdoba. También se puede entender esto del mismo Duque, a cuya memoria debía iguales demonstranciones esta ciudad. 8. [...]. Describe ahora el poeta los ejercicios deste gran señor estando en Córdoba, y dice que unas veces bebía en la prudente escuela de su glorioso tío dulce doctrina, esto es saludables y santos consejos, con que procuraba encaminar la virtud su tierna edad, y otras se ejercitaba en hacer mal a un caballo, y otras veces se ocupaba en el ejercicio de las armas, dotrinado de sabio y diestro maestro [omitimos la explicación más pormenorizada de cada verso]. 9. [...]. Va continuando el poeta los ejercicios del Duque, y dice que tal vez acosaba con el luciente rejón los toros, y tal vez jugaba las cañas disfrazado en el traje morisco, ocupándose otras veces en la caza y en el juego de la pelota”,

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El Panegírico al Duque de Lerma (c. 1617), de Don Luis de Góngora

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