El corzo. Tour de force, 18

El corzo Tour de force, 18 Magda Szabó El corzo Traducción de Adan Kovacsics editorial   minúscula BARCELONA Título original: Az őz © Szabó, M...
26 downloads 0 Views 136KB Size
El corzo

Tour de force, 18

Magda Szabó

El corzo Traducción de Adan Kovacsics

editorial   minúscula BARCELONA

Título original: Az őz © Szabó, Magda, 1969. All rights reserved. © de la traducción: 2018 Adan Kovacsics Revisión: Marta Hernández © 2018 Editorial Minúscula, S. L. Sociedad unipersonal Av. República Argentina, 163 08023 Barcelona [email protected] www.editorialminuscula.com Primera edición: febrero de 2018 Diseño gráfico: Pepe Far Fotografía de la cubierta: derechos reservados.

  La traducción de este libro recibió una ayuda de la Oficina del Libro Húngaro y de la Traducción del Museo Literario Petőfi.

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático.

Preimpresión: Addenda, Pau Claris, 92, 08010 Barcelona Impresión: Romanyà Valls ISBN: 978-84-948348-0-6 Depósito legal: B -3.565-2018 Printed in Spain

1

Quería venir antes, pero he tenido que esperar a Gyurica, y ya sabes que él siempre y a todas partes llega tarde. Dijo que vendría a eso de las nueve, pero habían pasado las once cuando lo he visto entrar por la puerta. Todo el mundo lo toma por un educador popular o por el representante de alguna publicación, a pesar de que lleva su maletín de médico. Se ha detenido en medio del patio, ha entrecerrado los ojos, ha buscado el número 39, adonde lo habíamos llamado; las mujeres que estaban en la galería se han refugiado en sus casas y han cerrado las puertas. Cuando por fin me ha encontrado, estaba jadeando, enjugándose la frente, y le ha pedido un vaso de agua a Gizike. En cuanto a mi pie, ha dicho que procure caminar poco, que le ponga compresas, que no es nada grave. Que de todos modos no se deshincharía antes de veinticuatro horas y que de ninguna manera podría saltar de la rama de un árbol. Arriba y abajo, arriba y abajo, los llevo arriba y abajo. Gyurica, por cierto, no ha pronunciado ni una palabra sobre ti. No por discreción, sino simplemente porque ya no había nada que decir. ¿Qué podía decir? Miraba a Gizike, sentada a la mesa redonda, rígida, con las manos en el regazo, como una auténtica ama de casa; y cuando se ha levantado para marcharse, ella ha vertido agua en la jofaina y ha sacado una toalla limpia. 7

Cuando ha llegado Gyurica, la cama estaba ya hecha, pero mis guantes y mi maleta seguían allí, era imposible no darse cuenta de que yo había pasado la noche allí. El bastón de Józsi y su impermeable de plástico colgaban del perchero, en el estante sobre el lavabo estaban su brocha y su crema de afeitar. Yo llevaba la bata con estampado de flores grandes de Gizike, y ella, con el vestido negro ya puesto, se planchaba el delantal y la cofia. Mientras Gyurica me palpaba el pie, hasta el gato ha entrado desde el pasillo, el gato de Gizike, grande, de tres colores, que se ha frotado contra la pierna de Gyurica y le ha llenado de pelos el pantalón. Después de que él se marchara, ella ha fregado la jofaina como si temiera una infección. En un principio quise pernoctar en la isla Margarita. Por la tarde estaba sola en casa, Juli había ido a las letanías. Le dejé una nota para avisarla de que me alojaría en el Gran Hotel, recogí mis pertenencias y llamé a un taxi. Hice parar el coche ante el teatro al aire libre y lo despaché. Se oía música procedente del hotel, estaba a punto de entrar cuando empezaron a recoger el toldo azul que cubría las mesas; se había puesto el sol. Hacían girar la manivela y el toldo se retiraba poco a poco; los brazos que lo sujetaban y lo tensaban se cerraron. Por un instante vi el parche que había puesto el tapicero en el toldo e incluso sentí de pronto el olor de la tormenta que lo había arrancado y vi también el amplio ventanal del restaurante tras el cual contemplábamos la lluvia torrencial y las descargas eléctricas. De pronto di media vuelta, decidida a regresar a mi casa. Cuando subí, encontré a Gizike sentada en el escalón de arriba, con el vestido bien alisado sobre las rodillas, esperando. Tenía el día libre y había venido para invitarme a pasar la noche en su casa. No hubo muchas explicaciones. El 8

edificio en que vive es de esos caserones feos y típicos de la capital, donde todas las ventanas dan a la galería; el piso de Gizike es el número 39, pero hay hasta un número 60 junto a la subida al desván. En la galería, al lado de casi todas las puertas, una jaula colgaba de un gancho, los niños chillaban abajo en el patio, el olor a comida salía por las ventanas, y no había manera de que la puerta del retrete comunitario cerrara bien. Cuando entré en casa de Gizike me tropecé con el cubo de la basura, y al cabo de media hora se me hinchó el tobillo. Cené en la cama, Gizike frió unos lángos;1 lángos con crema agria. En la habitación había dos camas, Gizike solo tenía hecha la suya, de manera que allí dormimos las dos, con la fotografía de la boda de Juszti sobre nuestras cabezas, de una novia muy joven que bajaba la mirada y llevaba un ramito de mirto en la mano. No sé adónde mandó Gizike a Józsi, tampoco quise preguntárselo. Anoche apenas dormimos, pues me dolía el pie y Gizike se levantó una y otra vez para cambiarme la compresa. Por la mañana ha bajado a la tienda a telefonear, lo demás ya lo sabes. Después de que Gyurica se marchara, ha llamado a un taxi; me ha acompañado hasta la plaza, desde donde El Cisne está a no más de cien metros, y a continuación yo he seguido el viaje. Había floristas sentadas junto a la puerta, me han gritado encomiando sus flores, pero luego me han dejado en paz. He comprado una docena de horquillas para el pelo en el mercadillo, pues, como tantas veces, había perdido las que tenía. Quería entrar por la puerta principal, 1. Masa parecida a la de la pizza que generalmente se prepara frita y se sirve con crema agria, ajo, queso u otros ingredientes. (Todas las notas son del traductor.)

9

pero en eso he visto un árbol florido apoyado contra la valla, y no lo he hecho. Ayer no me percaté de su presencia o no le presté la debida atención, pero hoy me he dado cuenta de que es una tecomaría, toda llena de campanillas rojas. ¿Sabes lo que es una tecomaría? Mi padre sabría decir su nombre científico, que yo también supe en algún momento y que alguna vez recordaré de nuevo. Si algún día hubieras pasado por la calle Köves, sabrías cómo es; qué arbusto tan sinuoso, fuerte, trepador, con flores como pequeñas campanas. La primera vez que fui a ver a Angéla, ella estaba junto a la verja, agarrando con una mano una barra, mirando hacia fuera por ver si yo llegaba y sujetando entre los labios una flor roja de tecomaría. No he entrado, pues, sino que he seguido rumbo a la capilla. Cojeaba un poco; llevaba los zapatos de Gizike, que gasta un número más que yo; aun así me apretaban, y me latía el pie. Una vez en la capilla, enseguida me los he quitado y he apoyado el pie en el suelo de mosaico, agradablemente frío. Aparte de mí, solo había un anciano. Arrodillado delante de san Antonio, movía los labios y juntaba las manos como Pipi en Santa Juana. Era evidente que estaba rezando. Al acabar, ha echado dinero en el cepillo, una moneda de cobre de veinte céntimos. En cuanto ha salido, me he puesto a llorar. Lo que a Vanya más le gusta en mí es mi llanto melodioso. Debería haberme oído en ese momento, debería haber oído cómo gemía y sollozaba. No sé por qué lloraba; no por ti, creo, sino más bien por la capilla y la oscuridad; ni siquiera recuerdo cuándo estuve por última vez en una iglesia. Ardía la llama eterna, el altar dedicado a la Virgen María estaba cubierto de rosas, rosas amarillas de cáliz blando. Era maravilloso estar en la capilla, indeciblemente bello. Si cre10

yera en Dios, si, en general, creyera en alguien, no me habría sentido tan bien. Porque entonces enseguida me habría dirigido al cielo con alguna petición, habría plañido y me habría quejado y habría rogado, es más, incluso habría prometido algo a cambio. Así, empero, he podido llorar a placer, sabiendo que no recibiría una ayuda que ni siquiera pedía; por tanto, no he tenido que prometer ser buena, no he tenido que mentir y salir luego aliviada habiendo dejado a los seres celestiales todo el peso de mis culpas. Me he quedado con el peso de mis culpas, pero por fin he podido desahogarme y, en consecuencia, todo se ha vuelto más pesado para mí. No sabría explicar por qué, aun así, me he sentido tan a gusto. Me disponía a marcharme, pero me ha costado volver a ponerme el zapato de Gizike; ya no podía atarme el cordón; sin embargo, mi pie hinchado lo llenaba tanto que no había de temer que se me cayera. He evitado la entrada principal, no quería pasar junto a la tecomaría, y he salido por una puerta lateral. Confiaba en no toparme con nadie conocido. Después he vuelto a quitarme el zapato y me he quedado descalza, sentada en el suelo. Soplaba un poco de viento, lo bastante para mover ligeramente las hojas en las ramas. Un insecto avanzaba junto a mí, en ese preciso momento daba un rodeo para eludir los dedos de mis pies, un escarabajo bonito, esbelto, de alas azules. Mi padre diría: Calosoma sycophanta, apartaría de su camino el hueso de melocotón que había escupido y añadiría en tono serio: «Ve en paz, viajero.» Seguro que habrías querido a mi padre. Nunca te he hablado de él, porque si podía evitarlo yo jamás hablaba de nada, ni contigo ni con nadie. En mi infancia callé durante tantos años que después nunca aprendí a hablar; solo sé mentir o callar. Cuanto hay en mi biografía es mentira. Lo que la gente dice de mí es mentira. Sé mentir tan bien 11

que hasta podría vivir de ello. Tomé conciencia de que no tenía salida cuando me percaté de que ni siquiera a ti podía decirte la verdad. Es verdad, por ejemplo, que mi padre se habría dirigido en ese momento al escarabajo y le habría dicho: «Ve en paz, viajero.» Y se habría agachado junto a él. Curiosamente, cada vez que pienso en él, lo veo agachado, el pelo rubio y ralo sobre su frente de bellísima forma convexa, los ojos tras las gafas clavados en algún insecto o alguna flor. Veo también su frente húmeda, porque mi padre siempre tenía una película de sudor en la frente, que no estaba desagradablemente sudada, sino con algo así como una capa de vaho, como si alguien hubiera manchado un cristal con su aliento y ese aliento se hubiera quedado allí para siempre. Cuando murió, ese vaho seguía posado en su piel, la limpié con la palma de la mano, porque había lavado los pañuelos la noche anterior y aún no se habían secado, era invierno, la ropa recién lavada crujía aún en el desván donde estaba puesta a secar. Los pañuelos de mi tía Irma eran los más finos; los sequé con la plancha de carbón para que mi madre tuviera donde derramar las lágrimas. Tampoco te he hablado nunca de mi tía Irma, y eso que anduve durante dos años en sus zapatos. ¿No has observado que cuando salgo del agua en la playa siempre me pongo enseguida las sandalias? Apoyo el pie izquierdo en el muelle y enseguida meto el derecho en el calzado. En Szolnok, cuando subimos a nuestras habitaciones y tú pasaste luego a la mía, yo no estaba sentada con las piernas estiradas sobre la cama, sino acurrucada. Cuando saliste al amanecer, te reías, decías que era vergonzosa, pues tan pronto como habías encendido la luz y recogido tu reloj y tu cartera, yo me había tapado con la manta y la había doblado incluso bajo los pies. 12

Pipi te habría podido explicar hasta qué punto no soy vergonzosa. Lo que más me gustaría sería andar desvestida en los días de calor. Pipi sabe, sin embargo, que tengo dos juanetes en el pie derecho y que no se me van nunca, por mucho que use zapatos especiales. Cómo te enfadaste cuando no te dejé acompañarme a probarme unos zapatos rojos con una tira en la zapatería Szurdusz. No quería que me vieras el pie derecho. Tampoco quise nunca hablarte de mi tía Irma. Ayer se me hinchó el pie derecho, que estaba embutido en una zapatilla esta mañana cuando se lo he mostrado a Gyurica. Ahora, con los zapatos de Gizike puestos, el pie me duele con la misma intensidad que en aquellos zapatos de mi infancia que me diera mi tía Irma. Ella tenía unos piececillos de niña y como una niña se mostraba orgullosa de sus maravillosos pies. Cursaba yo entonces primero de secundaria; durante el verano había destalonado mis sandalias, de manera que fui a ver a Ambrus, el zapatero, para pedirle hilo para remendarlas. Me lo dio, pero no me dejó hacerlo, sino que él mismo cosió la suela al cambrillón. «¿Qué le debo?», le pregunté, y Ambrus dijo que diera de comer a los cerdos, de manera que les llevé la puchada a las dos gordas bestias, casi me derrumbé mientras la echaba por encima de la valla, porque si hubiera entrado y me hubiera puesto al lado del pesebre me habrían derribado. Después tuve que coserle un parche a su pantalón azul, el que usaba para ir los domingos al huerto. Así quedamos en paz. Sea como fuere, a mi juicio me había hecho trabajar demasiado a cambio de ese miserable hilo. Cuando llegué, descalza, con las sandalias en la mano, mi padre estaba sentado en el jardín. «Necesitaría unos zapatos nuevos», dijo, y mi madre lo corroboró con un suspiro: «Pues sí, desde luego.» Entré en la cocina, a ver qué íbamos a comer. Necesitaría unos zapatos nuevos. Los nece13

sitaba, por supuesto. Después terminaría de alguna manera el curso escolar. Sin los zapatos nuevos. Esa noche vino mi tía Irma. Mi padre ya se había acostado; mi madre cogió el vino de cerezas que él tenía prohibido; ella tampoco bebía nunca, solo fingía hacerlo, y cuando se marchaba el invitado volvía a verter con cautela, gota a gota, el contenido de su copa intacta en la botella con revestimiento de plata. Mi tía Irma me quería mucho, me sentaba en el regazo, me acariciaba, me traía dulces, y yo toleraba los abrazos como si fuera una pequeña fulana, la miraba ilusionada, tratando de averiguar si me daría dinero. Sin embargo, pocas veces me daba dinero, es más, casi nunca; pero casi siempre me traía algún regalo. En esa ocasión, un collar de coral, porque yo ya era una niña mayor que iba al instituto; enseguida me lo puso en el cuello y me comió a besos. La miré asombrada. Si vendíamos el collar al joyero y este lo ponía en el escaparate, mi tía Irma lo reconocería. ¡Coral! ¡Cuando ni siquiera tenía una falda decente que ponerme! Me bajé de su regazo con la sensación de que esa tarde ya no podría soportar sus caricias. Me quedé junto a la mesa —la puchada me había dejado manchas en los bajos del delantal—, descalza y con el collar de coral rojo. Mi tía Irma me miró de arriba abajo y me preguntó qué me pondría para la inauguración del curso. Mi madre soltó un suspiro: el instituto prescribía tres tipos de uniforme, y yo por el momento no tenía ninguno. Dio una vaga respuesta. La alegría iluminó los ojitos tontos de mi tía Irma. Estiró una pierna, comparó su pie con el mío descalzo, se quitó el zapato bajo el mantel con flecos y se probó mi sandalia. Se alegró y se enorgulleció de que incluso le quedara un poco grande. Le dijo a mi madre que no se ofendiera, pues eran parientes, primas de primer grado, a mí me quería como 14

si fuera su hija, y ya que daba la casualidad de que ambas calzábamos el mismo número, rogaba que la dejásemos enviarme unos zapatos suyos para la inauguración, porque ella de todos modos se hartaba de su calzado, siempre mandaba hacer zapatos nuevos y los viejos se quedaban como trastos inútiles en el armario. Le miré los pies: llevaba unos zapatos de piel marrones, elegantes, de medio tacón. Pequeñitos y vistosos, parecían de juguete. Mi madre bajó la mirada. Al día siguiente recibí unos zapatos negros, con botones al costado y plantilla gris de piel de antílope. Fui a la inauguración vestida de blanco, y eso que era una mañana de septiembre ventosa y amenazaba lluvia; las chicas de la clase llevaban el uniforme reglamentario color azul oscuro y aun así tenían frío y se abotonaban el abrigo. Yo, más curtida, acostumbrada a la intemperie como un osezno, iba malhumorada en la procesión rumbo a la iglesia, tambaleándome por esos malditos zapatos de botones. La tutora de la clase me llamó aparte y me pidió que avisara a mi madre: debía ponerme zapatos de niña, no esos tan llamativos, propios de una adulta. Quise saber si la escuela me daría otros a cambio, a lo cual me preguntó mi nombre y cuando se enteró se puso roja y nunca más me molestó por el calzado. El instituto había sido fundado por mi bisabuelo y llevaba su nombre; se llamaba Instituto Mózes Encsy. Yo iba becada, de manera que continué asistiendo a las clases con los zapatos de botones. Al cabo de un año quedó claro que el zapato derecho de mi tía Irma era un número más pequeño que el izquierdo. Al principio el pie me dolía al andar, luego ya solo me desplazaba cojeando y al final ni eso. Mi madre lloraba cuando por las noches, al lavarme los pies, veía mis dedos hinchados y magullados. Por entonces poseía ya cuatro pares de zapa15

tos, unos más pequeños y maravillosos que otros. Cuando mi tía murió, mi primera sensación fue de alivio: ya no me regalaría calzado. Mi madre siempre imaginó que yo lo heredaría todo —ese todo eran la casa, los muebles y la ro­ pa—, pero como falleció sin dejar testamento, su hermano menor se lo quedó. Fui a ver a Ambrus y le pedí que les quitara la punta a los zapatos. Por aquel entonces no estaba de moda aún el calzado sin puntera. Mi padre empalideció cuando regresé con los zapatos desmochados y los dedos emergiendo dentro de los calcetines zurcidos. Durante un tiempo fui así a la escuela, pero luego la tutora de la clase me consiguió un par de zapatos en una fundación religiosa y me los dio después de misa. Le di las gracias y le pregunté qué debía hacer a cambio. A partir de entonces pude ir al internado y ensayar con las de tercero. Ayer, por cierto, se suspendió el ensayo en la fábrica de vajilla. No me habría importado que se celebrara, en el fondo me daba igual. Lo de aquí no duró mucho, de manera que regresé a casa a pie, Pipi me acompañó hasta el teatro y allí se despidió de mí. Me sentía muy tranquila, fui mirando los escaparates, y en la avenida me comí un helado. Juli ya no estaba en casa cuando llegué; en un principio yo no quería salir, de modo que cogí un libro. Me acosté incluso, pero después me levanté de nuevo para prepararme un café. Comencé a molerlo y de pronto olí su aroma y se me fueron las ganas; de repente estabas ante mí, sentado en la silla de la cocina, moliendo café, riendo, y recordé el invierno en que tuve que actuar dos días seguidos en Pécs, y como llegué tar­ de fui corriendo por la nieve hasta la parada de taxis. No te había visto desde el amanecer y odiaba actuar si no estabas cerca. Al llegar a la parada, te vi ante el taxista, comiendo 16

un cruasán, te sentaste junto a mí en el coche y dijiste que era el momento de tomar un café. Pasé de la cocina a la habitación y me senté al escritorio para escribir mi currículum. Es la novena vez que me lo piden desde que estoy en el teatro. Escribí mi nombre y me quedé emborronando el papel, dibujando peces y gansos. Fui al armario de la ropa, porque me tenía que sonar la nariz. Cogí tres pañuelos y abrí luego el cajón de los medicamentos porque la puerta, que abría mal, había vuelto a rasparme el dedo. Así encontré, detrás de los medicamentos y de la gasa esterilizada, una caja de bombones de cerezas al licor que no sé cuándo habrás puesto allí y en la que habías escrito: Aspirina. Entonces me vestí rápidamente y me dirigí a la isla. Hoy debería haber entregado el currículum, porque el nuevo jefe de personal me convocó precisamente para hoy. Desde que ha llegado no ha parado de interrogar a todo el mundo sobre mí. Y me preguntará a mí también. «Dezső Encsy —dirá—, vale, así que su padre era abogado.» ¿Qué ocurriría si le dijese que en el fondo, en el sentido estricto de la palabra, ni siquiera era abogado? ¡Me tomaría por una mentirosa! Porque claro, mi padre era abogado y mi madre se pasaba el día ante el piano, hojeando partituras. En casa se oía música de la mañana a la noche y entre las ventanas dobles del despacho medraban las plantas exóticas, mi padre contemplaba hechizado el cáliz púrpura del Cactus epiphyllum… Mi madre tenía tres partículas nobiliarias añadidas a su apellido; se llamaba Katalin Marton de Ércsík, de Táp y de Szentmarton. En medio del atril del piano centelleaba un medallón de porcelana que representaba a Mozart de niño, con su peluquita y su traje de color celeste. Una vez le robé unos huevos a una campesina. 17