derek bailey: una militancia musical

derek bailey: una militancia musical En un encuentro con cierto pedagogo español de la improvisación académica, y ante la pregunta obligada ¿qué es pa...
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derek bailey: una militancia musical En un encuentro con cierto pedagogo español de la improvisación académica, y ante la pregunta obligada ¿qué es para vosotros improvisar?, uno de los participantes respondió algo así: «Reaccionar como músico ante un estímulo musical». El pedagogo cortó por lo sano: «No hemos venido aquí a hacer filosofías». Pues bien, este libro es, entre otras muchas cosas, un despliegue incesante de pensamiento: todas las consideradas cuestiones básicas de la música son traídas y llevadas a un punto crítico, inesperado, repensadas y vueltas a pensar. Es decir, parecería que estamos, de primeras, ante un rico tratado de filosofía musical. Ahora bien, al afirmarse aquí, de un modo irrebatible, que es la improvisación la base natural de toda actividad musical, previa a cualquier sistema, (es «lo irreprimible», «la fuente fundamental de la creatividad»), de inmediato se nos viene a decir: de la improvisación solo se puede hablar improvisando, como si se tratara de un antiguo principio pitagórico. Son los improvisadores y sus historias quienes pueblan el libro (reunidos desde sus distancias: un guitarrista flamenco, un jazzman londinense, un sitarista indio, un organista de iglesia, un rockero…) y parecería que su autor se hubiese limitado a sentarse junto a ellos en múltiples lecturas y charlas para entrar juntos en una improvisación abierta y colectiva. Una vieja leyenda presenta mudos a quienes conocen en profundidad su oficio, su silencio parecería aureola de mayor prestigio: Esto se toca así, y se largan a tocar (o pintar o escribir) sin más explicaciones, como aquellas máscaras del pueblo dogon que, concentrando el mayor poder, tienen la boca más pequeña.

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Por fortuna, no siempre se cumple la leyenda. Maestros absolutos, Schoenberg, Kandinsky, por ejemplo, dedicaron energía y esfuerzo a explicarse y explicarnos sus artes. No rehuyeron hablar, a fondo, sobre las cuestiones del oficio. Es lo que hace Derek Bailey, no de un modo inferior al de los dos maestros citados: escribe un libro sobre la naturaleza y la práctica de su oficio, la improvisación. Y lo hace reuniendo un material muy complejo, un pensamiento, una poética. Un material desplegado por hombres y mujeres a quienes se ha estimulado para que corran el riesgo de que se les pueda aplicar el dicho malicioso (por la boca muere el pez), abandonen el silencio prestigioso, filosofen, se pongan a hablar de lo suyo. Esto hace que el libro de Bailey sea, para empezar, de una honradez básica. Historias, tonos diversos y humores muy distintos se multiplican: cada cual habla de lo suyo como lo ve, sin mayores acuerdos. Pero nada más lejos del libro que pudiera escribir un reportero: la implicación del autor en la materia es de índole vital, no solo por el hecho de que él mismo sea un maestro fundador en su arte, sino por la vida, inteligencia, pasión que pone en la recogida, orden y montaje de su material. En su trato directo con el duende, el autor va desplegando sus motivos: intimidad y comunicación, la obra abierta, el poder de las descripciones intuitivas frente a los tecnicismos, la fecundidad de un habla libre, «abstracta», frente a los tratados (Bailey no es un Tractatus, podría decirnos Cortázar: aquí no hay recetas, aunque se hable con franqueza de los «trucos de oficio»), la estructura ausente, el deseo y la expectativa, la razón y la oreja, la crítica del canon y del formalismo académico en cualquier campo, el énfasis continuo en la práctica, su modo apasionado de vindicar esa palabra denigrada, improvisación; en fin, el elogio de la fugacidad vital frente a la letra y lo fijado de una vez por todas. Son muchas las voces que hablan en este libro. Pero siempre se oye, velada, casi anónima, la del autor. El pen-



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sador, pero también el personaje Derek Bailey mostrándose sin reservas: un británico paradójico, severo, reticente, de un humor retorcido, que supo reunir en su música (el sonido de su guitarra, único, el rasgueo de sus alambres, sus impulsos pellizcados) la mayor energía y la mayor delicadeza. Dos historias bastarían para presentar a semejante persona. Habiendo grabado a lo largo de su vida (nació en enero de 1930 en Sheffield; murió en Londres, un 25 de diciembre del 2005) más de cien discos, elaboró la utopía de la grabación única: «El disco ideal para un improvisador sería un disco que no pudiera copiarse, ni ponerlo/escucharlo más de una vez». Y cuando, pocos años antes de su muerte, le fue diagnosticado un síndrome del túnel carpiano en la mano derecha, decidió no someterse a operación alguna; si ya no podía tocar con la púa, se dispuso a sacar partido de la dificultad: sentir el impedimento como una innovación, como si estuviera cansado de tocar lo mismo («Cuanto más tocas, peor resulta. Tienes más habilidades, más evidentes, y, de algún modo, se vuelven más ofensivas», había declarado alguna vez) y se le diera la oportunidad de volver a los inicios, las primeras técnicas innovadoras, los primeros descubrimientos. Olvidándose de la precisión técnica y contando solo, de partida, con su implicación afectiva, el resultado es el disco Carpal Tunnel (2005), donde, en un documento que emociona, va registrando los resultados semana tras semana. Bailey, como aquel personaje de la película Urga, territorio del amor, que llevaba tatuada en la espalda la partitura de su canción preferida para que cualquier músico en cualquier lugar pudiera tocarla, levantándose él la camisa y mostrando la partitura, lleva consigo la improvisación, el índice musical de la especie humana (por no hablar de otras especies). Su militancia es completa: una creencia arraigada, intuitiva y construida paso a paso, hasta proclamar la ilusión de un porvenir: «Hay numerosas señales que muestran que nuestra época se presta cada vez más a la improvisación libre y al

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descubrimiento de posibilidades hasta ahora inexploradas». (La misma confianza que le oímos expresar a Peter Kowald antes de irse.) Enfrentado de por vida con la parcelación y exclusión de los géneros (su crítica más amarga le lleva a hablar de la muerte del jazz por causa del academicismo, aunque no oculte la nostalgia por esa música que le alimentó y él abandonó: «Cuando a los 23 años supe que nunca sería Charlie Christian…»), su apuesta es por una libertad no idiomática, que, más allá de la catarsis emocional, permita «tocar libremente con otros», «en no importa qué situación», versátil y anticonvencional, capaz de reunirse con los más diferentes y alejados, sin dejar de tocar lo propio, lo de cada uno. Si Eric Clapton ha declarado que sintió el blues como una misión que debía cumplir en su vida, Derek Bailey ha practicado una ética, una militancia que le llevó desde casi los orígenes a la práctica de lo colectivo, dando todo el poder a los músicos, más allá del sistema de estrellatos, en una política de encuentros, pactos y acuerdos que él no duda en llamar con el simple nombre de amistad. Desde el trío pionero Joseph Holbrook, con Bryars y Oxley, en 1963, hasta la fundación en 1970 de Incus Records, primer sello estable independiente dirigido por músicos en el Reino Unido, aún hoy en activo. O la empresa Company, en 1970, unos talleres de libre improvisación con músicos europeos, africanos, americanos, japoneses…, cumpliendo el sueño de un aldea global creativa. Improvisation: its nature and practice in music se publicó en 1980 y fue reeditado en 1992, con la ganancia de las experiencias reportadas por una serie de documentales para la televisión realizados por Jeremy Marre a partir del libro. Traducido a varios idiomas, faltaba su presencia en castellano, donde solo un libro, que conozcamos, trata por extenso el tema: Improvisación libre, la composición en movimiento, de Chefa Alonso. Aquí está ahora, gracias a la apuesta arriesga-



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da de la editorial Trea y en la traducción precisa de Mariano Peyrou, músico de jazz y poeta. Una invitación al viaje, hacia un lugar más libre y deseoso donde (ya que no lo podemos decir con música) sea posible la imaginación que dicta palabras como las escritas por Tristan Tzara: «La vida es un antílope malva por un campo de atunes». Algo así. Ildefonso Rodríguez