Anexo III Entrevistas

Entrevista a Ian Gibson P.M.C. Censores: Se sabe mucho acerca de cómo funcionaba la censura, pero apenas sobre la figura del censor. Algunos autores convienen en que se guiaban por unos criterios determinados, mientras otros aseguran que sus tijeretazos eran absolutamente aleatorios y obedecían a criterios subjetivos. ¿Qué puede decirme al respecto? ¿Actuaban según su criterio o existían normas? ¿Trataban todos los textos por igual? ¿Y a todos los autores? I.G. Apenas te puedo decir nada al respecto, es algo que no he estudiado. Forzosamente habría unos ―criterios determinados‖ , que variaran algo a lo largo de los cuarenta años del régimen. No todo podía depender de criterios subjetivos, pienso yo.

P.M.C. Un ejemplo de arbitrariedad: Durante el Franquismo, llegaron a filtrarse novelas escritas por autores que se consideraban «malditos»: George Orwell, Aldous Huxley o Ernest Hemingway, entre otros. Muchas de estas obras suponían una clara amenaza a la ideología que tan fieramente trataba de defender el régimen pero, en lugar de descartar su publicación, la censura decidió realizar unos cuantos retoques oportunos y permitir su puesta en circulación. ¿A qué cree que pueda deberse esto? ¿Una muestra aperturista por parte de la censura? ¿Un intento desesperado de llenar el vacío que habían dejado los intelectuales tras su huída del país? ¿O acaso se escondía tras este aparente ejemplo de tolerancia alguna intención malévola? I.G. Un poco de todo, sin duda, con mucha improvisación de en medio. Con el paso de los años, en un mundo cambiante, era evidente que el régimen no podía aislarse totalmente del resto del mundo y prohibir de manera tajante y para siempre a autores como los mencionados. Si lo hacían quedaban en el ridículo, por ejemplo ante sus aliados norteamericanos, con sus bases aéreas en España, con Rota y Torrejón. ¡Tener a Hemingway prohibido! Quizás el caso más interesante es el de Lorca y el permiso otorgado por Franco para que pudiera salir, en 1954, o 1955, la primera edición de las sedicentes Obras completas con Aguilar. Edición cara no apta para pobres estudiantes. Impresiones y paisajes (1918), el primer libro del poeta, se mutiló considerablemente, sin avisar al lector, suprimiéndose los pasajes más anticlericales. Y hasta el final del régimen (el libro tuvo más de veinte ediciones, cada vez con más material) se mantuvo, en la ―Cronología‖, la indicación, para 1936: ―19 de agosto. –Muere‖. Como si hubiera muerto en su cama. Cuarenta años es mucho tiempo y creo que habría que ver el asunto siempre en relación con cada momento, cada etapa, con los intereses del Estado en tal o cual circunstancia.

Entrevista a Douglas Edward Laprade P.M.C. Arbitrariedad censoria: no hay consenso entre los especialistas en censura sobre si existían unos criterios definidos a la hora de estudiar y censurar los textos. Se ha puesto de manifiesto que podía entrar en juego cierta arbitrariedad de los censores cuando juzgaban las obras presentadas a consulta. La supuesta distensión que debía notarse tras la aprobación de la Segunda Ley de Prensa en 1966 no era tan evidente y, unas veces, se mostraban inflexibles mientras otras dejaban pasar textos eminentemente «disidentes». Así sucedió con Por quién doblan las campanas, de Ernest Hemingway, que logró publicar Planeta burlando así a la censura. ¿Cómo es posible que sucediera tal cosa? ¿Acaso la editorial gozaba de un trato de favor? ¿Por qué arriesgarse a que una novela con diálogos tan corrosivos para el Franquismo se infiltrara?

D.E.L. Los criterios de los censores se ponen de manifiesto de forma más sucinta en el formulario que rellenaban para cada libro. Antes de escribir un informe, los censores tenían que contestar a seis preguntas:

¿Ataca al Dogma? ¿A la moral? ¿A la Iglesia o a sus ministros? ¿Al Régimen y a sus instituciones? ¿A las personas que colaboran o han colaborado con el Régimen? Los pasajes censurables ¿califican el contenido total de la obra?

Las preguntas revelan la preocupación de los censores con respeto a la moral y a la política. El estudio detenido de las obras censuradas revela que se preocupaban más por la moral que por la política. Esta tendencia moralista de los censores se nota en su trato de la novela Adiós a las armas de Ernest Hemingway. A pesar de sus supuestos criterios, los censores los aplicaban de forma arbitraria. A veces los censores se dejaban influir por la fama del autor bajo escrutinio, o por la relación entre el editor y los altos funcionarios del Ministerio de Información y Turismo. La meta de los censores era evitar un escándalo público al rechazar para su publicación el libro de un autor de renombre. Para protegerse contra la condena pública a la hora de pasar juicio sobre un libro, los censores se escondían tras la decisión de ―Silencio Administrativo‖, una de las provisiones de la nueva Ley Fraga del año 1966. En vez de aprobar o denegar la publicación de un libro, los censores podrían optar por la decisión de ―Silencio

Administrativo‖. El ―Silencio Administrativo‖ representaba una concesión a la opinión pública. Era una expresión derrotista de parte de los censores porque quería decir que el libro no tenía su visto bueno, pero que tampoco se atrevían a denegarlo por temor a la reacción del público. La novela Por quién doblan las campanas de Ernest Hemingway mereció la etiqueta de ―Silencio Administrativo‖ de parte de los censores. Uno de los expedientes de los censores sobre Por quién doblan las campanas revela que la publicación de esta novela se debió a la capacidad de José Manuel Lara, Director de la Editorial Planeta, de regatear con los censores. Este expediente incluye una carta fechada el día 10 de mayo del año 1968, escrita por Lara que va dirigida a Carlos Robles Piquer, el Director General de Cultura Popular y Espectáculos. La carta de Lara empieza con el saludo, ―Querido amigo‖, y dentro del texto de la carta se refiere a una cena celebrada en un restaurante entre Lara y el destinatario, durante la cual hablaban de la publicación de las obras de Hemingway. Esta carta es muy reveladora porque delata una amistad entre el editor Lara y el Director General. El Ministerio de Información y Turismo tenía dos Directores Generales, uno para la prensa (Director General de Información), y otro para libros (Director General de Cultura Popular y Espectáculos). Los dos Directores Generales eran algo como los subdirectores del Ministerio de Información y Turismo, que fue presidido por el ministro Manuel Fraga Iribarne. La carta de Lara también se refiere a una conversación anterior con un Director de Información, Florentino Pérez Embid. En fin, se puede concluir que el Director de la Editorial Planeta, José Manuel Lara, trataba con los más altos funcionarios del Ministerio de Información y Turismo, como si tratara de amigos, algo que sin duda resultó en la aprobación—o el ―Silencio Administrativo‖—de los censores a la hora de pasar juicio sobre Por quién doblan las campanas.

P.M.C. ¿Más allá de la censura? Durante el Franquismo, llegaron a filtrarse novelas escritas por autores que se consideraban «malditos»: George Orwell, Aldous Huxley, Ernest Hemingway… En mi estudio, dedico un apartado a obras de temática política publicadas con numerosas alteraciones. ¿Cree posible que, para algunas de las obras de estos autores, la censura ya no se limitara a suprimir pasajes comprometedores (tachar) sino que dara un paso más allá, llegando a transformar aspectos delicados para el Régimen y a añadir información oportuna (reescribir)? ¿Piensa que la censura, de manera global, además de asegurar el control del pensamiento, también tenía cierto poder para remodelar a su favor dicho pensamiento?

D.E.L. Además de censurar libros y tachar pasajes, los censores eran capaces de controlar el pensamiento de los lectores a la hora de seleccionar los libros permitidos para su traducción en España. Si autores de simpatías republicanas como Hemingway eran vetados, hubo otros autores extranjeros predilectos cuya obra era promocionada por el régimen. Uno de los autores británicos preferidos de los censores era Somerset Maugham. Veintiocho libros de Somerset Maugham fueron publicados en España

durante los años cuarenta y cincuenta del siglo veinte, mientras ningún otro autor extranjero publicó más de doce libros en España durante el mismo período. Somerset Maugham tenía la fama de haber visitado a España y de haber escrito favorablemente sobre el país. Además, la red de paradores nacionales utilizaron una cita de Somerset Maugham en sus anuncios publicitarios. La cita es una descripción del parador de Oropesa que lleva el título, ―España es deliciosa‖. Hay que recordar que los paradores nacionales eran hoteles que dependían del mismo Ministerio de Información y Turismo que empleaba a los censores. Si los censores denegaban ciertos libros que hablaban mal de España, por otro lado promocionaban aquellos libros que representaban buena propaganda para el sector turístico. Este vínculo entre la censura literaria y el turismo representa uno de los fenómenos más curiosos de la censura franquista, un fenómeno hecho patente por el mismo nombre del ministerio: Ministerio de Información y Turismo. Otra manera de controlar el pensamiento de los lectores españoles era la práctica de reseñar un libro cuya publicación no estaba permitida en España. Estas reseñas de libros censurados representan un tipo de ―critica preventiva‖, o sea, una justificación de la censura del libro reseñado. Dos novelas de Hemingway —Fiesta y Por quién doblan las campanas— fueron reseñadas en publicaciones españolas antes de que las novelas fueran publicadas en España. En el año 1946, Ángel María Pascual publicó una reseña negativa de la novela Fiesta en el diario Arriba España. La áspera crítica fue publicada en dos números de este periódico. La novela Fiesta no fue publicada en España hasta el año 1948, así que la reseña de Pascual adelantó la publicación de la novela por dos años. La reseña anticipada de Pascual representa un ejemplo de la ―crítica preventiva‖ franquista diseñada para manipular la recepción del libro antes de que llegara a manos de los lectores. En el caso de Por quién doblan las campanas, el gobierno de Franco publicó un libro en el año 1952 que incluye una crítica de la novela de Hemingway, que no fue publicada en España hasta el año 1968. En el año 1966, Por quién doblan las campanas mereció otra reseña anticipada en otro libro publicado por el gobierno de Franco. Ambos libros fueron publicados por el mismo ministerio que empleaba a los censores, así que la reseña anticipada —o la ―crítica preventiva‖ de un libro prohibido— representa un tipo de censura.

P.M.C. Censores: Se sabe mucho acerca de cómo funcionaba la censura, pero muy poco sobre la figura del censor. Algunos autores coinciden en que se guiaban por unos criterios determinados, mientras otros aseguran que sus tijeretazos eran absolutamente aleatorios y obedecían a criterios subjetivos. ¿Qué puede decirme al respecto? ¿Actuaban según su criterio o existían normas? ¿Trataban todos los textos por igual? ¿Y a todos los autores? En el estudio de la censura franquista, lo más difícil es entrar en la mente del funcionario contratado para la tarea. Las personas que contestaban las seis preguntas en el formulario y que escribían los informes sobre los libros eran seres humanos, y sus juicios no eran siempre objetivos. Hay que examinar la conciencia del censor individual para determinar si simpatía con el régimen que le empleaba, o si simpatía con el autor cuyo libro se estaba revisando. A veces los informes de los

censores sugieren que algunos censores se consideraban los apoderados de los autores, y que estaban protegiendo a los autores ante el régimen. Los casos de José Luis Castillo Puche y de Camilo José Cela invitan la examinación de la conciencia de quienes trabajaban como funcionarios del gobierno de Franco. En el caso de Cela, su participación en la censura oficial durante el régimen ya ha sido documentado. Pero hay que tomar en cuenta que Cela mencionó el título de la novela Fiesta de Hemingway en su propio libro, Viaje a la Alcarria, cuatro meses antes de que la novela de Hemingway fuera publicada en España. O sea, si Cela participaba en la censura, también vio la necesidad de reconocer el valor de la literatura norteamericana en el año 1948 cuando España vivía su época más insular. Viaje a la Alcarria fue publicado en el mes de marzo del año 1948; Fiesta fue publicado en España por primera vez en el mes de julio del mismo año. De igual manera, José Luis Castillo Puche era funcionario del Ministerio de Información y Turismo, pero aprovechó su puesto para propagar la obra de Hemingway, y de esta manera combatió contra la insularidad del régimen respeto a las ideas extranjeras. En la historia de la censura franquista, eran tres las novelas que fueron censuradas completamente: La colmena de Cela, Sin camino de Castillo Puche, y Fiestas de Goytisolo. Es decir, dos de estos autores—Cela y Castillo Puche— colaboraban con los censores o trabajaban como funcionarios del Ministerio de Información y Turismo. Castillo Puche sirvió de Director de la Editora Nacional duranto un breve período. Sin embargo, los libros de Cela y de Castillo Puche fueron censurados por sus amigos y colegas con quienes trabajaban en el ministerio. Las historias de Cela y de Castillo Puche ilustran cómo los censores podían tener la conciencia dividida. Algunos de estos censores también habían sido víctimas de la censura, y aprovechaban sus puestos para librar a España a las nuevas ideas.

Entrevista a Beatriz de Moura P.M.C Autocensura: algunos de los últimos estudios sobre traducción y censura señalan al traductor cuando detectan algún ejemplo de censura interna, es decir, cuando los expedientes del Ministerio no dejan constancia de intervención de censura institucional. En mi caso, he comprobado que lo que se designa como autocensura no solo se corresponde con modificaciones hechas por el traductor, sino también con una iniciativa del editor. ¿Podía en determinados casos el editor llegar a modificar o a pedir que se modificara un texto antes de enviarlo a consulta? En este caso, ¿qué tipo de criterios cree que utilizaría un editor para suavizar un texto que difícilmente podría ser aprobado por la administración pero que desearía publicar a toda costa? ¿Cree que frente a la presión de la administración, un editor podía llegar a descartar unos determinados proyectos editoriales por temor a los censores o a las mutilaciones que se exigirían efectuar sobre dichas obras? B.M. En el caso de Tusquets, jamás modificamos ni pedimos que se modificara un texto antes de enviarlo a consulta. En este caso, lo que hacía yo en Tusquets era a) enviarlo a Censura y esperar; b) Censura solía devolver el texto original (en castellano u otras lenguas) con sus tachaduras (a veces páginas enteras, otras párrafos enteros y a veces tan sólo palabras aisladas); y c) entonces, y sólo entonces, decidía, según la importancia de las tachaduras, si publicar, o no, el libro, o bien si consultar primero al autor y conocer su propia posición ante el mayor o menor recorte o intervención (siempre que fuera posible) y, según la opinión del autor, tomar la decisión final. Todo este proceso podía durar de 6 a 12 meses… y, muchas idas y venidas a Madrid para sostener largas y kafkianas conversaciones con el censor de turno. En muchísimos casos, de inmediato o durante ese largo proceso, abandonamos proyectos (no recuerdo cuántos) ante la dimensión del estropicio y/o la impaciencia del autor. P.M.C Arbitrariedad censoria: no hay consenso entre los especialistas en censura sobre si existían unos criterios definidos a la hora de estudiar y censurar los textos. Se ha puesto de manifiesto que podía entrar en juego cierta arbitrariedad de los censores cuando juzgaban las obras presentadas a consulta. La supuesta distensión que debía notarse tras la aprobación de la Segunda Ley de Prensa en 1966 no era tan evidente y, unas veces, se mostraban inflexibles mientras otras dejaban pasar textos eminentemente «disidentes». ¿A qué cree que pueda deberse este fenómeno? Esta supuesta arbitrariedad se deja notar en lo que parece tratos de favor hacia editoriales determinadas. ¿Existían esos tratos de favor? ¿Es posible que los censores se mostraran menos inflexibles según los editores que enviaban sus ejemplares a consulta? B.M. En el caso de Tusquets, por lo visto vivimos este asunto desde otra perspectiva. Fraga fue uno de los pocos ministros cultos del franquismo, pero también uno de los más perversos. Esa ley no representó, al menos para mí, más que un maquiavélico desplazamiento de la responsabilidad de la Censura oficial a la Autocensura del editor, que, si se atrevía por libre a publicar un libro, podía ocurrir –como de hecho ocurrió en enésimas ocasiones– cargar con las consecuencias tanto morales como materiales (en el

mejor de los casos, contemplar, tragando bilis, cómo la policía destruía de madrugada en la imprenta toda la edición y, además, correr con todos los gastos consiguientes). A mi juicio, y después de mucho ir y venir con distintos censores, no puedo decir que registrara grandes diferencias entre textos «disidentes» (disidencia era un concepto aún absolutamente desconocido de los censores de base o en el Poder) o no; la diferencia radicaba en la línea que trazaron, a partir de mayo 68, las propias editoriales que publicaban los clásicos del pensamiento marxista leninista y las que empezaron a publicar textos menos obedientes al Orden, ya fuera marxista ya fuera franquista. Los editores más jóvenes –y menos disciplinados a todo Orden– lo tuvieron mucho más difícil hasta la muerte del dictador. No lo sé a ciencia cierta, pero ciertos editores fuimos muy incómodos, no dejábamos pasar ni una, éramos entonces recalcitrantes e incansables, a ver quién resistía más y con mayor terquedad en su propia Razón o Verdad. Una lucha sorda tan estúpida como estúpido era el propio concepto de censura directa o encubierta, de derecha o de izquierda. P.M.C ¿Más allá de la censura? Durante el Franquismo, temprano o tardío, llegaron a filtrarse novelas escritas por autores que se consideraban «malditos»: George Orwell, Aldous Huxley, Ernest Hemingway… 1) ¿Cree posible que, para algunas de las obras de estos autores, la censura ya no se limitara a suprimir pasajes comprometedores (tachar) sino que fuera un paso más allá, llegando a transformar aspectos delicados para el Régimen y a añadir información oportuna (reescribir)?¿Piensa que la censura, de manera global, además de asegurar el control del pensamiento, también tenía cierto poder para remodelar a su favor dicho pensamiento? B.M. No entiendo muy bien la pregunta. Tal vez esta pregunta esté implícita en la anterior. En todo caso, más que controlar el pensamiento, lo que controlaba mayoritariamente era la conducta de los ciudadanos de este país. Pocos fueron los que se atrevieron a pensar y a formular alguna línea de pensamiento ajena al Régimen. A los que sí cruzaron esa línea, el Régimen los maltrató hasta el final, sin piedad. En cuanto a la conducta social de los españoles, ésta empezó a evolucionar en los años sesenta gracias al turismo, al seiscientos que permitió a los españoles a viajar dentro y fuera del país, al regreso de los emigrantes y al fútbol convertido en bandera e himno del Régimen, pero todo esto sin ceder un ápice de su ridículo y primario «pensamiento». El Régimen no necesitó siquiera tener la intención de remodelarlo y aún menos «reescribirlo». Así como la inmensa mayoría de los españoles fue –a sabiendas o no– franquista hasta mucho después de la muerte de Franco, es la escasa, pero fuertemente blindada minoría de marxistas, estalinistas (o no), la que empezó a «remodelarse» y a «reescribir» su pensamiento, iniciando, antes de que cantara un gallo, su carrera hacia el Poder… ¿democrático?

Entrevista a Manuel Serrat Crespo

P.M.C. Situación profesional del traductor de libros: Existen muy pocos datos acerca de la situación profesional del traductor de libros durante el Franquismo y, especialmente, durante la fase previa a la Ley de Imprenta y Prensa de 1966. Se desconoce por ejemplo, si a efectos contractuales, hubo algún cambio con respecto a la Ley de 1938. ¿Recuerda usted que la situación profesional del traductor cambiara tras la Ley de Prensa de 1966? ¿Tiene constancia de que el modelo de contrato, por ejemplo, cambiara tras la aprobación de esta Ley?

M.S.C. Nacido en 1942, mi actividad como traductor literario anterior a 1966 fue, claro está, escasa. No obstante, y tras haber hurgado un buen rato en mi memoria, creo poder afirmar que el ―contrato de traducción‖ era en aquellos tiempos inexistente (al menos por lo que a mí se refiere). Todo se resolvía verbalmente, el editor me hacía el encargo, pactábamos el precio y la fecha de entrega, cedía todos los derechos y –naturalmenteno se hablaba de porcentaje alguno. Es cierto que yo era, por aquel entonces, un mozalbete y, por lo tanto, es posible que traductores más experimentados y mejor introducidos (por una razón u otra) en el mundo editorial firmaran algún tipo de documento, aunque se me hace muy difícil imaginarlo en las editoriales que yo frecuentaba (principalmente Bruguera). Sin embargo, con contrato o sin él, no creo que la malhadada ―ley Fraga‖ cambiara nada en lo que se refiere a las relaciones – contractuales o no- entre el editor y el traductor literario… Pero, ya lo he dicho, eso es pura suposición que se apoya, sólo, en mis recuerdos y carece de apoyo documental alguno.

P.M.C. Presiones de la editorial: al parecer, el editor podía suavizar o encargar que se suavizara un determinado contenido con el fin de facilitar su paso por consulta administrativa. ¿Tiene constancia de que el editor pudiera llegar a dar determinadas instrucciones al traductor para que anduviera con cuidado según qué temas tratara la obra a traducir o las palabras que empleara? De existir este tipo de presiones, ¿cree que se dio cierta distensión tras la aprobación de la Ley de Fraga?

M.S.C. La práctica profesional más heterodoxa (es un eufemismo, claro) era, a mi entender, la frecuente ―retraducción‖ de los libros para evitar las lenguas menos conocidas, una práctica que hoy sería condenada sin paliativos y que choca con los criterios deontológicos de cualquier asociación profesional de traductores literarios que se precie. Para los textos orientales (del japonés, del chino, del urdu…) solía recurrirse a

las (por lo demás excelentes) versiones francesas que brotaban de su escuela orientalista… En mi conciencia llevo la pesada carga de una conocidísima obra alemana (¡alemana!) traducida de sus traducciones al francés (no recuerdo, claro, el nombre de su autor) y al catalán, un estupendo texto ―de antes de la guerra‖ –como todo lo bueno, por aquel entonces- firmado por Andreu Nin. Por otro lado es cierto que se ―suavizaban‖ algunas obras para facilitar su paso por la ―consulta‖ voluntaria que la ley de Prensa e Imprenta de 1966 preveía. Pero eso no supuso ninguna novedad porque era una práctica común también en los tiempos de la censura pura y dura. Mi primer trabajo ―profesional‖ encargado por un editor fue la traducción de Le juif errant, de Eugène Sue, convirtiendo a los malvados (¡muy malvados!) jesuitas en una sociedad secreta de tipo más o menos masónica para que el inmenso folletón pudiera pasar sin problemas el filtro de la censura. Y lo hice, y lo cobré, y –afortunadamente- el fruto de mi trabajo (aquel inmenso bodrio) nunca vio la luz, ignoro por qué motivo. Era frecuente, también, que se eliminaran palabras, párrafos enteros incluso, que pudieran herir la imprevisible sensibilidad del censor o, a partir de 1966, del ―aconsejador‖ ministerial a quien se hacía la ―consulta previa‖. Por aquel entonces, engañar al censor era una tarea que hermanaba a autores (o traductores) y editores por lo que, a decir verdad, no existían que yo recuerde ―presiones‖ sino una especie de mutuo acuerdo frente a la estupidez que en nada varió con la ley Fraga.

P.M.C. Autocensura: algunos de los últimos estudios sobre traducción y censura en la España franquista se empeñan en señalar al traductor cuando no pueden atribuir a la administración las modificaciones que ha sufrido un texto. En su opinión, ¿cree que era común que el traductor suprimiera, modificara o añadiera contenido según su propio criterio e iniciativa? ¿No estaba obligado por contrato a reproducir una traducción completa y fiel al original, como sucede hoy en día? Para que nos hagamos una idea de las condiciones de trabajo del traductor literario en el desempeño de su oficio bajo el Franquismo, ¿se sintió usted alguna vez bajo la espada de Damocles debido a la institucionalización de la censura?

M.S.C. Ignoro por completo los estudios sobre traducción y censura en la España franquista. Sé, eso sí, y por haberlo sufrido en mis propia carnes, que los efectos de la ley que puso en marcha el bañista de Palomares fueron nefastos; a partir de 1966 los autores y los editores tuvimos que convertirnos en censores de los textos que escribíamos (o traducíamos) y editábamos porque si –prescindiendo de la ―consulta previa‖, de la censura pues- se ponía a la venta una obra que disgustaba al poder, las consecuencias (económicas o penales) podían ser muy graves. Recuerdo la obscena ley ―de Prensa e Imprenta‖ como una auténtica pesadilla que, hipócritamente, fue saludada como una ―liberalización‖ del régimen de don Claudio cuando, muy al contrario, sus efectos fueron terribles porque, desaparecida la seguridad de la tachadura en rojo o de la completa prohibición (castradoras pero claras), tuvimos que lanzarnos a especular con

los límites de lo ―permisible‖. Y en esta batalla, los editores solían mostrarse siempre – en mi recuerdo- más timoratos porque no sólo se jugaban el dinero de la posible ―sanción administrativa‖ sino también todo lo invertido en la publicación ―secuestrada‖ (que ésta era la palabra que utilizábamos). La ―espada de Damocles‖, bajo la que trabajé durante muchos años, se hizo pues mucho más presente, mucho más ―efectiva‖ también, a partir de 1966.

Entrevista a Francisco Torres Oliver P.M.C. Autocensura: algunos de los últimos estudios sobre traducción y censura en la España Franquista se empeñan en señalar al traductor cuando no pueden atribuir a la administración las modificaciones que ha sufrido un texto. ¿Crees que era común que el traductor suprimiera, modificara o añadiera contenido según su propio criterio e iniciativa? ¿No estaba obligado por contrato a reproducir una traducción completa y fiel al original, como sucede hoy en día?

F.T.O. No parece lógico que un traductor cometiera una arbitrariedad así por su cuenta. No conozco a ninguno que lo haya hecho. Por otra parte, he estado hojeando los contratos más antiguos que conservo, y en ellos figura una cláusula en la que se advierte al traductor que su trabajo será revisado por una tercera persona encargada de evaluarlo; esta advertencia parece ya suficientemente disuasoria, dado que el coste de la corrección, en caso necesario, se deduciría de la cantidad estipulada en el contrato. En uno de ellos (no de esa época, pero ligeramente posterior) se dice textualmente: 4) ―El traductor se compromete a respetar fielmente el contenido y tónica del texto original…‖ etc.

P.M.C. Presiones de la editorial: al parecer, el editor podía suavizar o encargar que se suavizara un determinado contenido con el fin de facilitar su paso por consulta administrativa. ¿No crees que el concepto en boga de autocensura —según el cual el traductor puede tender a modificar un determinado texto bajo criterios ideológicos propios— encierra situaciones en las que el editor presionaba o daba instrucciones al traductor para que anduviera con cuidado según qué temas tratara o palabras empleara? ¿Puedes imaginar qué tipo de pautas le mandaba seguir?

F.T.O. Por fortuna, nunca me vi en esa situación. Pero es verdad que la censura existía en casi todos terrenos; y la autocensura me ha parecido siempre la más indigna de sus variantes: todo para mayor complacencia de la Superioridad. La traducción tenía que ver con los libros, claro está; y un libro era siempre materia sospechosa para el régimen, cosa que sabía de sobra cualquier editor. Y si provenía de fuera, y en otra lengua, no digamos: en la aduana, cuando te registraban la maleta, miraban con lupa cualquier libro que encontraban. Imposible pasar El extranjero de Camus, por ejemplo. Sí puedo decir, como lector, que andando el tiempo he encontrado traducciones publicadas en esa época bastante aligeradas de texto. No sé si esas amputaciones las perpetró en su día el propio traductor, o había en la editorial alguien encargado de ese trabajo.

P.M.C. Más allá de la censura: una de las novelas que conforma el corpus de mi tesis es El fraile, de Matthew Lewis. El estudio que he llevado a cabo demuestra que la versión que se publicó bajo el Franquismo es una versión manipulada. Una vez hallados los ejemplos tachados por el censor oficial, se encontraron también numerosos ejemplos de censura interna: abundan las omisiones, modificaciones y ampliaciones. Pero el dato más sorprendente es que, y que hay algunos pasajes que han sido reescritos, transformando completamente la historia: la violación de Antonia, por ejemplo, no tiene lugar. ¿Conocías este hecho? ¿Crees que este ejercicio de reescritura compete al traductor o es el editor el único que tiene la potestad para hacerlo? ¿Podía el traductor recibir carta blanca para reescribir un pasaje comprometedor de tal manera que el resultado final favoreciera los intereses del régimen?

F.T.O. No he seguido de cerca las vicisitudes del texto de Lewis. Sé que la edición de Taber de 1970, que llevaba el título de El fraile, contiene esa amputación. Tremenda.