XVIII Jornada Municipal sobre Drogas. El cambio

XVIII Jornada Municipal sobre Drogas “El cambio” Jueves 19 de abril de 2012 en el Centro Municipal Integrado de Pumarín “Gijón Sur” Eduardo José Pedr...
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XVIII Jornada Municipal sobre Drogas “El cambio” Jueves 19 de abril de 2012 en el Centro Municipal Integrado de Pumarín “Gijón Sur”

Eduardo José Pedrero Pérez, Doctor en Psicología, Enfermero Instituto de Adicciones de Madrid.

Currículum resumido Eduardo José Pedrero Pérez es Doctor en Psicología, Master Universitario en Drogodependencias, Diplomado en Enfermería y Educador de Calle. Trabaja desde hace más de 26 años en el tratamiento de personas con adicciones, primero en una Comunidad Terapéutica Profesional de la Comunidad de Madrid (CT Villaviciosa) y desde 1989 en un Centro Ambulatorio (CAD 4) del Ayuntamiento de Madrid. Desde hace 11 años, se dedica a la investigación científica en adicciones, siendo sus líneas prioritarias de estudio: la personalidad y sus trastornos, el trastorno por déficit de atención e hiperactividad, la neuropsicología, la elaboración de instrumentos de evaluación psicológica, las adicciones comportamentales y los factores de recuperación de las adicciones. Ha publicado numerosos trabajos científicos en revistas nacionales con impacto internacional (Revista de Neurología, Adicciones, Anales de Psicología, Psicothema) y en otras (Trastornos Adictivos, Revista Española de Drogodependencias), así como en revistas internacionales; ha participado en libros colectivos en España y en Estados Unidos. Es miembro del Comité de Redacción de las tres principales revistas especializadas en adicciones de España (Adicciones, Trastornos Adictivos y Revista Española de Drogodependencias) y revisor en éstas y otras publicaciones científicas, nacionales e internacionales. Ha sido ponente en numerosas Jornadas, Simposios y Congresos nacionales e internacionales sobre adicciones.

PONENCIA “Cómo han ido cambiando los programas terapéuticos” Esta ponencia comenzará con un breve, pero necesario, recorrido por la historia de las respuestas asistenciales que han ido produciéndose al problema de las adicciones en España.

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Cuando aparece un nuevo fenómeno en los años 70, asociado a movimientos contraculturales que iban llegando con retraso a una España en proceso de democratización, las respuestas asistenciales se centran en recursos psiquiátricos que, hasta entonces, atendían problemas relacionados con el consumo de alcohol. Paralelamente, y ante la obvia insuficiencia de esta respuesta, empiezan a aparecer respuestas que podemos definir como “anti-institucionales” de diverso signo: de inspiración religiosa, carismática o benéfica. El paradigma asistencial, en esos casos, era la Comunidad Terapéutica o ‘Granja’, entorno protegido y aislado, en el que el adicto era recluido, principalmente para apartarle de un mundo “enfermo” en el que se sentía incitado a consumir sustancias. En general, estos centros partían de considerar al adicto como una “víctima” del sistema social, que debía salir por sus propios medios y sin recurrir a los recursos del propio entorno (fármacos, atención médica-psiquiátrica), siendo su “fortalecimiento moral” (mediante el trabajo, la oración…) la única forma de renunciar a su dependencia. A finales de los años 70 surgen las primeras respuestas asistenciales desde perspectivas

profesionales,

multidisciplinares

y

con

una

orientación

predominantemente psicológica, que procuraba el cambio de conducta. Las primeras Comunidades Terapéuticas Profesionales empiezan a desarrollarse más ampliamente en la primera mitad de los 80, aunque carecen aún de un marco común institucional, y suponen iniciativas aisladas que sobreviven, con mayor o menor fortuna, en un escenario en el que la adicción a la heroína empieza a proliferar en todo el Estado y, con ella, la consecuencias biológicas (difusión de hepatitis, emergencia del sida, tuberculosis, sobredosis, etc.), psicológicas (psicopatología asociada) y sociales (delincuencia, inseguridad ciudadana, encarcelamiento, etc.) de su estatus legal y la ausencia de respuesta social. En estos momentos, “el problema de la droga” ocupa sistemáticamente (junto al paro y el terrorismo) los primeros puestos entre los motivos de preocupación para la ciudadanía, en todas y cada una de las sucesivas encuestas sociológicas que van realizándose. Se llega a alcanzar el nivel de “alarma social” ante un problema para el que aún no se ha formalizado una respuesta institucional.

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Es en el año 1985 cuando se crea el Plan Nacional sobre Drogas, organismo que queda encargado por los poderes públicos de abordar el problema en todas sus manifestaciones. Por primera vez, se organiza una respuesta a nivel general, que se va traduciendo en la creación de distintos dispositivos y redes en las diferentes autonomías. Se van creando paulatinamente los planes autonómicos y locales para proporcionar una asistencia a las personas afectadas. Aunque la Comunidad Terapéutica sigue siendo el dispositivo paradigmático, y las C.T.s profesionales van ganando el terreno a las no-profesionales (religiosas, de extoxicómanos, etc.), empiezan a crearse otros dispositivos de tipo ambulatorio y hospitalario que diversifican la oferta asistencial. De este modo, se empieza a asumir la idea de que el problema de cada adicto es, en gran medida, diferente del de los demás, que se requiere una individualización de los objetivos y de los recursos de tratamiento que se deben ofrecer. Es en este periodo en el que aparece el artículo clave de Eusebio Megías sobre Indicación Terapéutica en Toxicomanías (Megías, 1987). Predominan, en este nuevo escenario, los Programas Libres de Drogas, es decir, aquellos que priorizaban la consecución de la abstinencia completa y su mantenimiento en el tiempo (programas libres de drogas). La diferenciación entre los modelos no profesionales y las nuevas Comunidades Terapéuticas Profesionales queda definitivamente plasmada en otra obra clave de este periodo: el libro de Domingo Comas (1988). De hecho, son los profesionales de Comunidades Terapéuticas los primeros (y prácticamente los únicos, visto años después) que se asocian, creando la APCTT y llegando a definir los criterios que debe cumplir una C.T. Profesional (Comas Arnau, 1994) y un sistema de evaluación de calidad (Fernández Gómez, Llorente del Pozo y Carrón Sánchez, 1995). Aunque el concepto “biopsicosocial” es asumido y repetido hasta la saciedad por políticos, gestores y técnicos, para referirse tanto a la naturaleza del problema como a la respuesta que se pretende dar, lo cierto es que en pocas ocasiones ésta cumple verdaderamente con ese enfoque. En la segunda mitad de los 80 el enfoque es predominantemente psicologicista, lo que se traducía, en aquel momento, en una exigencia extrema para con los adictos y un mayor o menor rechazo a la medicación como coadyuvante de los tratamientos. El avance de los problemas asociados al sida, 3

a su vez fuertemente vinculado al consumo de heroína y las condiciones en que se realizaba, pronto empieza a hacer tambalear este enfoque, basado principalmente en la modificación de conducta: empieza a resultar urgente incrementar el peso de lo sanitario en los programas de tratamiento. A principios de los años 90, empiezan a cobrar fuerza los denominados Programas de Reducción de Daños: ante la evidencia de que no todos los adictos van a ser capaces de alcanzar y mantener la abstinencia, se hace necesario dar una respuesta, en términos de salud pública, para aquellos sujetos que van a persistir en el consumo. Paralelamente a esta visión más médica del problema, va tomando fuerza una perspectiva psiquiátrica, que había permanecido, hasta entonces, ajena al nuevo fenómeno de los trastornos adictivos: “… cuando a principios de los ochenta muchos heroinómanos necesitan y piden tratamiento, el modelo tradicional de asistencia psiquiátrica, que giraba alrededor de los manicomios, está en crisis (...) La psiquiatría española de vanguardia está volcada en el empeño de organizar un marco asistencial alternativo más respetuoso con los derechos de los pacientes y en reintegrar a las personas olvidadas en los psiquiátricos en su medio socio-familiar (...) En el esfuerzo queda poco tiempo para la reflexión (...) En consecuencia, cuando el problema de las drogas se expresa con virulencia la corriente psiquiátrica preponderante está mirando a otro lugar.” (Marina González, 2001).

Es en este periodo en el que surge un nuevo concepto: el de Diagnóstico Dual, haciendo referencia a la coexistencia de problemas de salud mental y abuso de sustancias en un individuo (Stowell, 1991). En España, el concepto de “diagnóstico dual” pronto se pervierte, convirtiéndose en el inadecuado y científicamente inaceptable término de “patología dual” (Casas Brugué, 1992), que se extiende como una mecha y empieza a resultar ubicuo en todos los foros especializados, siendo asumido no sólo por los psiquiatras, sino por todos los profesionales de forma generalmente acrítica. Este enfoque en España se sustenta principalmente en la hipótesis de la automedicación (Khantzian, 1985) que propone que los trastornos por dependencia de drogas son el resultado de la existencia de una alteración biológica, de origen genético o adquirido, que forzaría al adicto a consumir estas sustancias como un proceso de autotratamiento de la enfermedad que padece. De este modo, la 4

adicción pasa a ser considerada una enfermedad que, además, se sustenta en otra enfermedad previa. Y los adictos en enfermos mentales… dobles, muchas veces. Esta hipótesis, que lo sigue siendo más de un cuarto de siglo después, y que ha sido tantas veces ratificada como refutada, fue, no obstante, recibida con entusiasmo por la industria farmacéutica. En efecto, un problema como el de la adicción a sustancias, para el que existía una muy limitada farmacopea (interdictores del alcohol, metadona, naltrexona… y muy poco más), se convertía en un campo abonado para el uso de cualquier psicofármaco: antidepresivos, neurolépticos, estimulantes, ansiolíticos e incluso antiepilépticos. Los defensores del modelo de enfermedad, la mal llamada “patología dual”, argumentan que la consideración de enfermo favorece la aceptación social del adicto y la provisión de recursos para su tratamiento. Sin embargo, el tiempo ha evidenciado la falsedad de este argumento. Por una parte, el “doble diagnóstico” dificulta la aceptación de estos pacientes en los servicios de Salud Mental, provocando rechazo y exclusión (Guest y Holland, 2011). Tampoco parece que la sociedad, en su conjunto, encuentre beneficios netos del hecho de considerar “enfermos mentales” o “enfermos cerebrales” a los adictos: “En la mente de la gente la línea entre un cerebro enfermo, un cerebro desquiciado y un cerebro peligroso puede ser muy delgada. La gente puede tener una mayor simpatía por una persona con un cerebro enfermo, pero puede no ser más propensa a tener a esa persona como amigo, vecino o empleado” (Erickson y White, 2009).

Ni siquiera hay datos que avalen el hecho de que la población general crea realmente que la adicción es una enfermedad: “la gente dice que lo es, pero no lo cree; dicen que es una enfermedad porque lo ven en los periódicos y lo oyen en los programas de televisión; la mayoría dice que la adicción es una enfermedad, pero si se da en el seno de la propia familia, entonces es un problema de falta de voluntad o de estrés” (Gallup, 2006). Finalmente, desde perspectivas científicas persiste un cuestionamiento del concepto medicalista de enfermedad aplicado a la adicción, considerado una falacia (Peele, 2010) y necesitado de una permanente y profunda

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reformulación para intentar adaptarse a las nuevas evidencias científicas, por más que éstas lo cuestionen seriamente y su utilidad se limite a objetivos políticos y comerciales (Reinarman, 2005). En cuanto a la hipótesis de la automedicación, y a pesar de los denodados esfuerzos de sus defensores por dar explicación a lo inexplicable, incluyendo la renuncia al principio nuclear de la existencia de psicopatología previa como justificación de la adicción (Casas, 2007), todo lo más que se ha podido demostrar es que cuenta con “un apoyo modesto para algunos pacientes, algunas sustancias y algunos síntomas” (Goswami et al., 2004). La consecuencia es que este enfoque ha predominado en los últimos 20 años hasta hacerse ubicuo y aparentemente incuestionable. La adicción como enfermedad mental, el adicto como enfermo mental y el uso indiscriminado de fármacos ha invadido el campo de los programas de tratamiento y ha transformado los dispositivos. Muchas Comunidades Terapéuticas, originalmente concebidas como espacio de entrenamiento y ensayo de conducta, y con fuerte carácter educativo, se han transformado en dirección al viejo modelo manicomial, en el que los sujetos reciben cócteles medicamentosos que imposibilitan cualquier aprendizaje y cualquier experiencia de socialización. Como señalan Aguilar y Olivar (2008): “… sería conveniente establecer una reflexión seria sobre la influencia que el doble diagnóstico está teniendo en las CCTT a día de hoy, y cómo eso, a su vez, influye en la coordinación con los servicios de Salud Mental. Parece indudable que esta coordinación se ha intensificado, que la medicación de carácter psicoactivo se ha generalizado en las CCTT, pero es necesario evaluar si esta expansión psiquiátrica obedece únicamente a criterios profesionales o a otros más difusos y menos justificables (...) ¿están las CCTT cubriendo una necesidad social como son los espacios residenciales para personas con trastornos graves de carácter psiquiátrico como esquizofrenias?”.

Lo mismo ha sucedido en dispositivos ambulatorios y hospitalarios, en los que el multidiagnóstico y la multimedicación han oscurecido, e incluso imposibilitado, cualquier otro tipo de intervención, por más que sea de “buen tono” mencionarlas (ej., psicoterapia).

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Otra consecuencia de la preeminencia de este enfoque ha sido que la formación en adicciones y problemas asociados ha ido siendo acaparada por los defensores de este modelo de enfermedad mental. Por una parte, son los psiquiatras los responsables de los contenidos de los grandes congresos sobre adicciones; por otro, los altos costes de acudir a este tipo de certámenes han limitado la asistencia a quienes eran capaces de pagarlo (pocos) o a quienes la industria farmacéutica financiaba los gastos: siempre médicos. Una buena prueba de este sesgo en la transmisión de la información científica lo aporta la composición del Comité Científico del principal congreso sobre adicciones en España, en el que queda claro como los aspectos socioeducativos de la adicción simplemente han sido excluidos:

Sin embargo, en la última década se han acumulado hallazgos y propuestas científicas que permiten, por fin, discutir este enfoque, cuyos defensores imponen como “incuestionable”, anatematizando a los críticos o asimilándolos con movimientos sectarios. Los estudios neurológicos y neuropsicológicos han aportado una nueva visión por completo diferente a la propuesta psiquiátrica precedente, y esta vez no basados en conceptos como “mente” o “enfermedad mental”, sino en la observación directa o indirecta del funcionamiento del cerebro. Se empieza a acumular evidencia sobre el hecho de que muchas condiciones que se tenían como “comórbidas” no son sino manifestaciones diversas de los mismos sustratos neuronales que subyacen a la 7

adicción. Por otra parte, los dualismos anteriores mente-cuerpo, cerebro-mente, genético-ambiental, biológico-psicológico deben ser necesariamente abandonados ante la evidencia de que los genes se expresan o no en función de condiciones ambientales (epigenética), que el cerebro es un órgano en permanente interacción con el medio y en permanente cambio morfológico y funcional (neuroplasticidad), que los estados emocionales no son propiedad de un concepto (mente), sino que son recuerdos de las configuraciones corporales asociadas a eventos pasados, etc. Por ello, cabe plantearse, en el momento actual si hemos de admitir un cambio de paradigma. El núcleo de la ponencia a presentar se centrará en intentar buscar respuestas a preguntas como las siguientes: -

¿Es la adicción una enfermedad?

-

¿Es crónica y recidivante, o puede revertir o recuperarse?

-

¿La adicción requiere necesariamente de un tratamiento médico y/o psicológico para revertir?

-

¿Puede alguien que fue adicto mantener un consumo controlado o está condenado a la recaída si vuelve a entrar en contacto con la sustancia, como propone el modelo médico-psiquiátrico?

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¿La adicción está condicionada por determinadas condiciones genéticas previas o por ciertas manifestaciones psicopatológicas, o es el producto de la interacción entre la configuración genética y el ambiente en el que se desarrolla el individuo?

-

¿Conocemos los mecanismos biológicos que subyacen a la adicción? ¿son éstos independientes de los mecanismos psicológicos?

-

¿Son los mismos mecanismos neurológicos y neuropsicológicos los que subyacen a la adicción a sustancias y a las adicciones sin sustancias? De serlo ¿cómo puede ello explicarse a partir de hipótesis como la de la automedicación?

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-

¿Contamos con psicofármacos que hayan mostrado eficacia y efectividad en el tratamiento de personas con adicciones?

-

¿Contamos con terapias psicológicas que hayan mostrado eficacia y efectividad en el tratamiento de personas con adicciones?

Una vez revisada la evidencia científica que dé respuesta a estas y otras preguntas estaremos en condiciones de hacernos la pregunta clave: - ¿Cómo deberían cambiar los tratamientos para personas con adicciones en los próximos años, basándonos en la evidencia científica y no en cuestiones económicas, políticas, ideológicas o comerciales?

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