William Shakespeare. Hamlet. Tragedias

www.ladeliteratura.com.uy William Shakespeare Hamlet Tragedias LA TRAGEDIA DE MACBETH HAMLET, PRÍNCIPE DE DINAMARCA LA TRAGEDIA DE ROMEO Y JULIETA ...
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William Shakespeare

Hamlet

Tragedias LA TRAGEDIA DE MACBETH HAMLET, PRÍNCIPE DE DINAMARCA LA TRAGEDIA DE ROMEO Y JULIETA

(La presente obra ha sido incorporada a la biblioteca digital de www.ladeliteratura.com.uy con fines exclusivamente didácticos)

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LA TRAGEDIA DE MACBETH PERSONAJES DUNCAN, REY de Escocia MALCOLM Hijo del Rey Duncan DONALBAIN

Hijo del Rey Duncan

MACBETH General del ejército escocés BANQUO General del ejército escocés MACDUFF Barón escocés LENNOX Barón escocés ROSS Barón escocés ANGUS Barón escocés MENTETH CATHNESS FLEANCE Hijo de Banquo SIWARD Conde de Northumberland EL JOVEN SIWARD su hijo Hijo de Macduff SEYTON, ayudante de Macbeth LADY MACBETH LADY MACDUFF Tres BRUJAS las Hermanas Fatídicas HÉCATE Otras tres brujas Apariciones Un CAPITÁN del ejército escocés Un MÉDICO inglés Un MÉDICO escocés Un PORTERO Un ANCIANO Una DAMA de compañía de Lady Macbeth ASESINOS (de Banquo) ASESINOS (de Lady Macduff e hijos) Nobles, caballeros, soldados, criados, mensajeros y acompañamiento.

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ACTO I Escena I Truenos y relámpagos. Entran tres BRUJAS. BRUJA PRIMERA- ¿Cuándo volvemos a vemos? ¿Bajo lluvia, rayo y trueno? BRUJA SEGUNDA-Cuando acaben lucha y enojo y haya derrota y victoria. BRUJA TERCERA-Antes de que el sol se ponga. BRUJA PRIMERA-¿En qué lugar? BRUJA SEGUNDA-En el yermo. BRUJA TERCERA-A Macbeth allí veremos. BRUJA PRIMERA-¡Voy, Graymalkin! BRUJA SEGUNDA-Llama Paddock. BRUJA TERCERA-¡En seguida! TODAS-Bello es feo y feo es bello. Flota en bruma y aire espeso. Salen.

Escena II Fragor de combate. Entran el REY [DUNCAN], MALCOLM, DONALBAIN, LENNOX y acompañamiento, y se encuentran con un CAPITÁN cubierto de sangre. REY-¿Quién es ese ensangrentado? A juzgar por su aspecto podrá darnos las últimas noticias de la sublevación. MALCOLM -Es el oficial que, como digno e intrépido soldado, me salvó del cautiverio. - ¡Salud, valiente! Cuenta al rey cómo estaba la batalla cuando la dejaste. CAPITÁN -Muy dudosa: como dos nadadores extenuados que se agarran e impiden su destreza. El cruel Macdonald

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(que bien merece el nombre de rebelde y para ello acapara sobre sí todo un enjambre de infamias) recibió de las Islas del Oeste soldadesca irlandesa, y la Fortuna, sonriendo a su ruin causa, parecía la puta de un rebelde. Mas todo en vano: el bravo Macbeth (pues es digno de tal nombre), despreciando a la Fortuna y blandiendo un acero que humeaba de muertes sangrientas, cual favorito del Valor se abrió camino hasta afrontar al infame y, sin mediar adiós ni despedida, lo descosió del ombligo a las mandíbulas y plantó su cabeza en las almenas. REY -¡Ah, bravo pariente, noble caballero! CAPITÁN-Mas, así como donde el sol comienza a relucir estallan truenos y tormentas de naufragio, así, de la fuente que podia dar consuelo brota el desconsuelo. Escuchad, rey de Escocia: apenas la justicia, armada de bravura, forzó a los raudos irlandeses a la huida, el rey noruego avistó su ventaja y, con arenas remozadas y refuerzos, renovó la contienda. REY -Asustaría a nuestros jefes, Macbeth y Banquo. CAPITÁN -Sí, como el gorrión al águila o la liebre al león. Si digo la verdad, ambos eran como cañones cebados con doble carga, pues redoblaron doblemente el contraataque. Si no querían bañarse en sangre caliente o hacer memorable un nuevo Gólgota, yo no sé... Estoy débil; mis heridas piden cura. REY-Igual que tus palabras, ellas te enaltecen: ambas alientan honor. - ¡Traedle un médico!

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[Sale el CAPITÁN acompañado.] Entran Ross y ANGUS. ¿Quién llega aquí? MALCOLM-El noble Barón de Ross. LENNOX-¡Qué premura le asoma por los ojos! Su aspecto es el de quien trae noticias insólitas. ROSS -¡Dios salve al rey! REYNoble barón, ¿de dónde vienes? ROSS-De Fife, gran rey, donde las banderas noruegas se mofan del cielo y con su soplo escalofrían a nuestra gente. El rey noruego, con un aluvión de hombres y el apoyo del traidor más desleal, el Barón de Cawdor, emprendió un aciago ataque hasta que el novio de Belona, con recia armadura, le respondió en términos iguales, espada contra espada, brazo contra brazo, frenando su indómito brío y, en conclusión, la victoria fue nuestra. REY -¡Gran dicha! ROSS-Y ahora Sweno, el rey de Noruega, suplica la paz. Mas no accedimos al entierro de sus hombres hasta que en Inchcomb nos pagó diez mil táleros a todos nosotros. REY -Nunca más traicionará el Barón de Cawdor mi íntimo afecto. Su muerte disponed y saludad con su título a Macbeth. ROSS -Mandaré que se haga. REY -Lo que él ahora pierde, el noble Macbeth gana. Salen. Escena III Truenos. Entran las tres BRUJAS.

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BRUJA PRIMERA-¿Dónde has estado, hermana? BRUJA SEGUNDA-Matando cerdos. BRUJA TERCERA- tú, hermana, ¿dónde? BRUJA PRIMERA-Con castañas en la falda, la mujer de un navegante masticaba y masticaba. «Dame», le digo. «¡Atrás, so bruja!», grita la sucia culona. Su marido se fue a Alepo, capitán del Tigre. Navegaré en un cedazo y, como rata sin rabo, yo gozaré y gozaré. BRUJA SEGUNDA-Te doy un viento. BRUJA PRIMERA-Lo agradezco. BRUJA TERCERA-Yo, uno más. BRUJA PRIMERA-Yo ya tengo los demás, y los puertos donde soplan, y los puntos que la rosa de los vientos bien conoce. Cual paja le pondré seco; no podrá entregarse al sueño ni de noche ni de día; su vida será maldita. En pena un mes y otro mes, ha de menguar y caer; y aunque el barco no se pierda, lo batirán las tormentas. Mirad lo que tengo. BRUJA SEGUNDA-¡Enséñame, enséñame! BRUJA PRIMERA-Es el pulgar de un piloto que naufragó a su retorno. Tambor dentro. BRUJA TERCERA-¡Tambor, tambor! Macbeth llegó. TODAS-Las Hermanas, de la mano,

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correos de mar y campo, dan así vueltas y vueltas, tres de éste, tres de ése, y tres de este lado, nueve. ¡Chsss...! El hechizo está presto. Entran MACBETH y BANQUO. MACBETH -Un día tan feo y bello nunca he visto. BANQUO -¿Cuánto falta para Forres? - ¿Quiénes son estas, tan resecas y de atuendo tan extraño que no semejan habitantes de este mundo, estando en él? - ¿Tenéis vida? ¿Sois algo a lo que un hombre pueda hablar? Parecéis entenderme por el modo de poner vuestro dedo calloso sobre los magros labios. Sin duda sois mujeres, mas vuestra barba me impide pensar que lo seáis. MACBETH -Hablad si sabéis. ¿Quiénes sois? BRUJA PRIMERA-¡Salud a ti, Macbeth, Barón de Glamis! BRUJA SEGUNDA-¡Salud a ti, Macbeth, Barón de Cawdor! BRUJA TERCERA-¡Salud a ti, Macbeth, que serás rey! BANQUO-¿Por qué te sobresaltas, como si temieras lo que suena tan grato? – En nombre de la verdad, ¿sois una fantasía o sois realmente lo que parecéis? A mi noble compañero saludáis por su título y auguráis un nuevo honor y esperanzas de realeza, lo que le tiene absorto. A mí no me habláis. Si podéis penetrar las semillas del tiempo y decir cuál crecerá y cuál no, habladme ahora a mí, que ni os suplico favores ni temo vuestro odio. BRUJA PRIMERA-¡Salud! BRUJA SEGUNDA-¡Salud!

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BRUJA TERCERA-¡Salud! BRUJA PRIMERA-Menos que Macbeth, pero más grande. BRUJA SEGUNDA-Menos feliz, y mucho más feliz. BRUJA TERCERA-Engendrarás reyes, mas no lo serás; así que, ¡salud, Macbeth y Banquo! BRUJA PRIMERA-¡Banquo y Macbeth, salud! MACBETH -¡Esperad, imperfectas hablantes, decid más! Por la muerte de Cinel soy Barón de Glamis, mas, ¿cómo de Cawdor? El Barón de Cawdor vive y continúa vigoroso; y ser rey traspasa el umbral de lo creíble, tanto como ser Cawdor. Decid de dónde os ha llegado tan extraña novedad o por qué cortáis nuestro paso en este yermo con proféticos saludos. Hablad, os lo ordeno. Desaparecen las BRUJAS. BANQUO-Como el agua, burbujas tiene la tierra, y ellas lo son. ¿Por dónde se esfumaron? MACBETH-Por el aire: su apariencia corporal se ha perdido como un hálito en el viento. ¡Ojalá se hubieran quedado! BANQUO-¿Estaban aquí los seres de que hablamos? ¿No habremos comido la raíz de la locura, que hace prisionera a la razón? MACBETH-Tus hijos serán reyes. BANQUO-Tú serás rey. MACBETH-Y también Barón de Cawdor. ¿No fue así? BANQUO-Tales fueron el tono y las palabras. - ¿Quién va? Entran ROSS y ANGUS. ROSS-Macbeth, el rey ha recibido jubiloso la noticia de tu éxito y, al saber de tus peligros combatiendo a los rebeldes,

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su asombro y alabanza han porfiado por ver cuál dominaba. Quedando enmudecido y viendo lo que hiciste el mismo día, te ha hallado entre las ásperas filas del noruego sin temer las pasmosas imágenes de muerte que tú mismo creabas. Como bolas de granizo llovía correo tras correo, y cada uno traía elogios por la gran defensa de su reino y ante él los derramaba. ANGUS-Venimos a darte las gracias en nombre del rey y a conducirte a su presencia, no a recompensarte. ROSS-Y, a cuenta de un honor aún más grande, me ha mandado que te llame Barón de Cawdor. ¡Salud, nobilísimo barón, con este título, pues tuyo es! BANQUO-¡Cómo! ¿Dice verdad el diablo? MACBETH-El Barón de Cawdor vive. ¿Por qué me vestís con galas ajenas? ANGUS-Quien fue el barón continúa vivo, pero a esa vida que merece perder se le ha impuesto la pena capital. Si estuvo coligado con las tropas noruegas o reforzó al rebelde con apoyo secreto y beneficio, o labraba con los dos la ruina de su patria, no lo sé: ha caído por alta traición, confesada y probada. MACBETH [aparte]-Glamis y Barón de Cawdor. Lo más grande, después. – Gracias por vuestro servicio [A BANQUO] ¿No esperas que tus hijos sean reyes? Las que me dieron el título de Cawdor no les auguraron menos. BANQUO -Eso, creído ciegamente, podría empujarte a la corona

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después de hacerte Cawdor. Aunque es muy extraño: las fuerzas de las sombras nos dicen verdades, nos tientan con minucias, para luego engañarnos en lo grave y trascendente. – Parientes, permitidme un momento. MACBETH [aparte] -Ya se han dicho dos verdades, felices preludios a la escena gloriosa del fin soberano. - Gracias, señores. -[Aparte] Esta incitación sobrenatural no puede ser mala, no puede ser buena. Si es mala, ¿por qué me ha dado promesa de éxito empezando con una verdad? Soy Barón de Cawdor. Si es buena, ¿por qué cedo a esa tentación cuya hórrida imagen me eriza el cabello y me bate el firme corazón contra los huesos violando las leyes naturales? Es menor un peligro real que un horror imaginario. La idea del crimen, que no es sino quimera, a tal punto sacude mi entera humanidad que la acción se ahoga en conjeturas y sólo es lo que no es. BANQUO-Mirad qué absorto está nuestro amigo MACBETH [aparte]-Si el azar me quiere rey, que me corone sin que yo tenga parte en ello. BANQUO-Los nuevos honores le vienen como ropa nueva, que sólo se ajusta al cuerpo con la ayuda del uso. MACBETH [aparte] -Sea lo que haya de ser, corren tiempo y hora en el día más cruel. BANQUO-Noble Macbeth, cuando gustes. MACBETH-Perdonadme. Me agitaban la mente cosas olvidadas. Señores, vuestro servicio queda escrito en un libro cuyas páginas leo cada día. Vamos con el rey. – [A BANQUO] Piensa en lo ocurrido y, después de algún tiempo, tras haberlo ponderado,

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hablemos con franqueza entre nosotros. BANQUO-De buen grado. MACBETH-Por ahora, basta. - Vamos, amigos. Salen. Escena IV Clarines. Entran el REY [DUNCAN], LENNOX, MALCOM, DONALBAIN y acompañamiento. REY -¿Han ajusticiado a Cawdor? ¿No han vuelto aún los encargados? MALCOLM -Todavía no han regresado, Majestad. Aunque hablé con alguien que le vio morir: me dijo que confesó palmariamente sus traiciones, implorando vuestro augusto perdón y mostrando su hondo pesar. En su vida nada le honró tanto como el modo de dejarla: murió como el que ha ensayado su muerte y está dispuesto a arrojar su bien más preciado cual si fuera una minucia. REY -No hay arte que descubra la condición de la mente en una cara. El era un caballero en quien fundé mi plena confianza. Entran MACBETH, BANQUO, ROSS y ANGUS. ¡Ah, nobilísimo pariente! El pecado de la ingratitud ya pesaba sobre mí. Tanto te has adelantado que las alas más veloces de la recompensa no llegan a alcanzarte. Ojalá fueras digno de menos: te habría dado la juste medida de premio y gratitud. Sabe que jamás tus merecimientos podremos pagar.

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MACBETH -Demostraros mi lealtad y mi servicio ya es bastante recompensa. Os corresponde acoger nuestros deberes, y nuestros deberes, para el trono y la nación, son como hijos y sirvientes, que cumplen su papel protegiendo vuestro honor y vuestro afecto. REY -Sé bienvenido. Te he plantado y te cultivaré para que medres y florezcas. -Noble Banquo, tu mérito no es menos y no ha de proclamarse con menos gratitud. Deja que te abrace y te estreche contra mi corazón. BANQUO -Si crezco en él, vuestra es la cosecha. REY-Mi abundante dicha, tan inmensa, se desborda y va a quedar oculta en lágrimas.Hijos, parientes, barones y vosotros, los más cercanos al trono, sabed que nombro heredero de mi reino a mi primogénito Malcolm, que pasa a llamarse Principe de Cumberland. Este no va a ser el único honor que se confiera: otros signos nobiliarios lucirán como estrellas en cuantos lo hayan merecido. - Vamos a Inverness, y mi deuda contigo sea mayor. MACBETH-Cuando hay que serviros, el ocio fatiga. Seré vuestro heraldo y alegraré a mi esposa con la noticia de vuestra llegada. Humildemente me despido. REY-¡Mi noble Cawdor! MACBETH [aparte] -Príncipe de Cumberland: he aquí un tropiezo que me hará caer si no lo supero, pues me impide el paso. ¡Astros, extinguíos! No vea vuestra luz mis negros designios, ni el ojo lo que haga la mano; mas venga lo que el ojo teme ver cuando suceda.

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Sale. REY-Cierto, noble Banquo. Es muy valeroso, y tanto me han nutrido con sus excelencias que es como un banquete. Sigámosle. En su atención se adelanta para damos acogida. ¡Un pariente sin igual! Clarines. Salen. Escena V Entra LADY MACBETH sola, con una carta. LADY MACBETH-«Me salieron al paso el día del triunfo, y he podido comprobar fehacientemente que su ciencia es más que humana. Cuando ardía en deseos de seguir interrogándolas, se convirtieron en aire y en él se perdieron. Aún estaba sumido en mi asombro, cuando llegaron correos del rey y me proclamaron Barón de Cawdor, el título con que me habían saludado las Hermanas Fatídicas, que también me señalaron el futuro diciendo: "¡Salud a ti, que serás rey!" He juzgado oportuno contártelo, querida compañera en la grandeza, porque no quedes privada del debido regocijo ignorando el esplendor que se te anuncia. Guárdalo en secreto y adiós.» Eres Glamis, y Cawdor, y serás lo que te anuncian. Mas temo tu carácter: está muy empapado de leche de bondad para tomar los atajos. Tú quieres ser grande y no te falta ambición, pero sí la maldad que debe acompañarla. Quieres la gloria, mas por la virtud; no quieres jugar sucio, pero sí ganar mal. Gran Glamis, tú codicias lo que clama «Eso has de hacer si me deseas», y hacer eso te infunde más pavor que deseo de no hacerlo. Ven deprisa, que yo vierta mi espíritu en tu oído y derribe con el brío de mi lengua lo que te frena ante el círculo de oro con que destino y ayuda sobrenatural parecen coronarte.

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Entra un MENSAJERO. ¿Qué nuevas traes? MENSAJERO-El rey viene esta noche. LADY MACBETH-¿Qué locura dices? ¿Tu señor no le acompaña? Me habría avisado para que preparase la acogida. MENSAJERO -Con permiso, es cierto: el barón se acerca. Se le ha adelantado uno de mis compañeros, que, extenuado, apenas tenía aliento para decir su mensaje. LADY MACBETH -Cuídale bien; trae grandes noticias. Sale el MENSAJERO. Hasta el cuervo está ronco de graznar la fatídica entrada de Duncan bajo mis almenas. Venid a mí, espíritus que servís a propósitos de muerte, quitadme la ternura y llenadme de los pies a la cabeza de la más ciega crueldad. Espesadme la sangre, tapad toda entrada y acceso a la piedad para que ni pesar ni incitación al sentimiento quebranten mi fiero designio, ni intercedan entre él y su efecto. Venid a mis pechos de mujer y cambiad mi leche en hiel, espíritus del crimen, dondequiera que sirváis a la maldad en vuestra forma invisible. Ven, noche espesa, y envuélvete en el humo más oscuro del infierno para que mi puñal no vea la herida que hace ni el cielo asome por el manto de las sombras gritando: « ¡Detente, detente!» Entra MACBETH.

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¡Gran Glamis, noble Cawdor y después aún más grande por tu proclamación! Tu carta me ha elevado por encima de un presente de ignorancia, y ya siento el futuro en el instante. MACBETH -Mi querido amor, Duncan viene esta noche. LADY MACBETH-¿Y cuándo se va? MACBETH-Mañana, según su intención. LADY MACBETH-¡Ah, nunca verá el sol ese mañana! Tu cara, mi señor, es un libro en que se pueden leer cosas extrañas. Para engañar al mundo, parécete al mundo, lleva la bienvenida en los ojos, las manos, la lengua. Parécete a la cándida flor, pero sé la serpiente que hay debajo. Del huésped hay que ocuparse; y en mis manos deja el gran asunto de esta noche que a nuestros días y noches ha de dar absoluto poderío y majestad. MACBETH -Hablemos más tarde. LADY MACBETH-Muéstrate sereno: mudar de semblante señal es de miedo. Lo demás déjamelo. Salen. Escena VI Oboes y antorchas. Entran el REY [DUNCAN], MALCOLM, DONALBAIN, BANQUO, LENNOX, MACDUFF, ROSS, ANGUS y acompañamiento. REY-El castillo está en un sitio placentero; en su frescor y dulzura, el aire cautiva mis sentidos. BANQUO-El huésped del verano, el vencejo que ronda las iglesias, nos demuestra con su amada construcción que el hálito del cielo aquí seduce de fragancia: no hay saliente, friso,

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contrafuerte o esquina favorable en que este pájaro no haya hecho su colgante lecho y cuna. He observado que donde más anida y cría el aire es delicado. Entra LADY MACBETH, REY-¡Mirad! ¡Nuestra noble anfitriona! El afecto que recibo es a veces mi molestia, mas siendo amor lo agradezco. Acabo de enseñaros a rogar que Dios me premie por ser una carga y a que me agradezcáis vuestra molestia. LADY MACBETH -Nuestro entero servicio, prestado en todo dos veces y después aún doblado, sería un rival pobre y endeble frente a los altísimos honores de que Vuestra Majestad colma a nuestra casa. Por los anteriores y las nuevas dignidades añadidas rogaremos por vos como eremitas. REY -¿Dónde está el Barón de Cawdor? Galopé tras él con la intención de preparar su llegada, pero es buen jinete y su gran afecto, penetrante cual su espuela, le ha ayudado a adelantarse. Bella y noble dama, esta noche soy vuestro huésped. LADY MACBETH -Vuestros siervos administran a sus siervos y a sí mismos con sus bienes para rendir cuentas cuando así lo dispongáis y devolveros lo que es vuestro. REY-Dadme la mano. Llevadme a mi anfitrión; le quiero bien y he de seguir favoreciéndole. Con permiso, señora. Salen. Escena VII Oboes. Antorchas. Entran, cruzando el escenario, un maestresala y varios criados con

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platos y servicio de mesa. Después entra MACBETH. MACBETH-Si darle fin ya fuera el fin, más valdría darle fin pronto; si el crimen pudiera echar la red a los efectos y atrapar mi suerte con su muerte; si el golpe todo fuese y todo terminase, aquí y sólo aquí, en este escollo y bajío del tiempo, arriesgaríamos la otra vida. Pero en tales casos nos condenan aquí, pues damos lecciones de sangre que regresan atormentando al instructor: la ecuánime justicia ofrece a nuestros labios el veneno de nuestro propio cáliz. Él goza aquí de doble amparo: primero porque yo soy pariente y súbdito suyo, dos fuertes razones contra el acto; después, como anfitrión debo cerrar la puerta al asesino y no empuñar la daga. Además, Duncan ejerce sus poderes con tanta mansedumbre y es tan puro en su alta dignidad que sus virtudes proclamarán el horror infernal de este crimen como ángeles con lengua de clarín, y la piedad, cual un recién nacido que, desnudo, cabalga el vendaval, o como el querubín del cielo montado en los corceles invisibles de los aires, soplará esta horrible acción en cada ojo hasta que el viento se ahogue en lágrimas. No tengo espuela que aguije los costados de mi plan, sino sólo la ambición del salto que, al lanzarse, sube demasiado y cae del otro... Entra LADY MACBETH. ¿Qué hay? ¿Traes noticias? LADY MACBETH-Ya casi ha cenado. ¿Por qué saliste de la sala? MACBETH-¿Ha preguntado por mí? LADY MACBETH-¿No sabes que sí?

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MACBETH-No vamos a seguir con este asunto. El acaba de honrarme y yo he logrado el respeto inestimable de las gentes, que debe ser llevado nuevo, en su esplendor, y no desecharse tan pronto. LADY MACBETH -¿Estaba ebria la esperanza de que te revestiste? ¿O se durmió? ¿Y ahora se despierta mareada después de sus excesos? Desde ahora ya sé que tu amor es igual. ¿Te asusta ser el mismo en acción y valentía que el que eres en deseo? ¿Quieres lograr lo que estimas ornamento de la vida y en tu propia estimación vivir como un cobarde, poniendo el «no me atrevo» al servicio del «quiero» como el gato del refrán?. MACBETH -¡Ya basta! Me atrevo a todo lo que sea digno de un hombre. Quien a más se atreva, no lo es. LADY MACBETH -Entonces, ¿qué bestia te hizo revelarme este propósito? Cuando te atrevías eras un hombre; y ser más de lo que eras te hacía ser mucho más hombre. Entonces no ajustaban el tiempo y el lugar, mas tú querías concertarlos; ahora se presentan y la ocasión te acobarda. Yo he dado el pecho y sé lo dulce que es amar al niño que amamantas; cuando estaba sonriéndome, habría podido arrancarle mi pezón de sus encías y estrellarle los sesos si lo hubiese jurado como tú has jurado esto. MACBETH -¿Y si fallamos? LADY MACBETH -¿Fallar nosotros? Tú tensa tu valor hasta su límite y no fallaremos. Cuando duerma Duncan

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(y al sueño ha de invitarle el duro viaje de este día) someteré a sus guardianes con vino y regocijo, de tal suerte que la memoria, vigilante del cerebro, sea un vapor, y el sitial de la razón, no mas que un alambique. Cuando duerman su puerca borrachera como muertos, ¿qué no podemos hacer tú y yo con el desprotegido Duncan? ¿Qué no incriminar a esos guardas beodos, que cargarán con la culpa de este inmenso crimen? MACBETH -¡No engendres más que hijos varones, pues tu indómito temple sólo puede crear hombres! Cuando hayamos manchado de sangre a los durmientes de su cámara con sus propios puñales, ¿no se creerá que han sido ellos? LADY MACBETH -¿Quién osará creer lo contrario tras oír nuestros lamentos y clamores por su muerte? MACBETH -Estoy resuelto y para el acto terrible he tensado todas las potencias de mi ser. ¡Vamos! Engañemos con aire risueño. Falso rostro esconda a nuestro falso pecho. Salen. ACTO II Escena I Entran BANQUO y FLEANCE con una antorcha. BANQUO-¿Qué hora es, muchacho? FLEANCE-No he oído el reloj. La luna ha bajado. BANQUO-Baja a media noche. FLEANCE -Entonces es más tarde, señor. BANQUO-Espera, ten mi espada. El cielo economiza:

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apagó sus luces. Toma esto también. La llamada al sueño me pesa como el plomo, mas no quiero dormir. Poderes benignos, refrenad en mí los malos pensamientos que invaden un alma en reposo. Entran MACBETH y un criado con una antorcha. Dame la espada. - ¿Quién va? MACBETH-Un amigo. BANQUO-¿Cómo, señor? ¿Aún en pie? El rey duerme. Mostraba una alegría inusitada y con la servidumbre fue muy dadivoso. A tu esposa la saluda con este diamante por ser tan buena anfitriona. Se retiró con un gozo infinito. MACBETH-No esperando su visita, la torpeza sirvió a nuestro deseo, que, si no, nos habríamos prodigado. BANQUO- Todo fue bien. Anoche soñé con las tres Hermanas Fatídicas. Contigo han demostrado ser veraces. MACBETH-No pienso en ellas. Aunque, si tú me concedes el tiempo, cuando encuentre la hora oportuna quisiera hablar contigo de este asunto. BANQUO-Cuando gustes. MACBETH-Si estás de mi parte cuando ocurra, podrás ganar honor. BANQUO- Con tal que no lo pierda tratando de acrecerlo, sin exponer mi rectitud ni deslucir mi lealtad, te escucharé de buen grado. MACBETH-Entre tanto, buen reposo. BANQUO-Gracias, señor. Igualmente.

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Sale [con FLEANCE]. MACBETH-Dile a mi esposa que toque la campana cuando esté lista mi bebida. Luego, acuéstate. Sale [el criado]. ¿Es un puñal lo que veo ante mí? ¿Con el mango hacia mi mano? Ven, que te agarre. No te tengo y, sin embargo, sigo viéndote. ¿No eres tú, fatídica ilusión, sensible al tacto y a la vista? ¿O no eres más que un puñal imaginario, creación falaz de una mente enfebrecida? Aún te veo, y pareces tan palpable como este que ahora desenvaino. Me marcas el camino que llevaba, y un arma semejante pensaba utilizar. O mis ojos son la burla de los otros sentidos o valen por todos juntos. Sigo viéndote, y en tu hoja y en tu puño hay gotas de sangre que antes no estaban. No, no existe: es la idea sanguinaria que toma cuerpo ante mis ojos. Muerta parece ahora la mitad del mundo, y los sueños malignos seducen al sueño entre cortinas. Las brujas celebran los ritos de la pálida Hécate, y el crimen descarnado, puesto en acción por el lobo, centinela que aullando da la hora, con los pasos sigilosos de Tarquino el violador, camina hacia su fin como un espectro. Tierra sólida y firme, dondequiera que me lleven, no oigas mis pisadas, no sea que hasta las piedras digan dónde voy y priven a esta hora de un espanto que le es propio. Yo amenazo y él, con vida; las palabras el ardor del acto enfrían.

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Suena una campana. Voy y está hecho; me invita la campana. No la oigas, Duncan, pues toca a muerto y al cielo te convoca, o al infierno. Sale. Escena II Entra LADY MACBETH. LADY MACBETH-A ellos los embriaga; a mí me embravece. A ellos los apaga; a mí me da fuego. ¿Eh? ¡Chss...! Era el aullido del búho, vigilante fatídico que da las más graves buenas noches. - Lo está haciendo, las puertas están abiertas y los beodos guardianes denigran su empleo con ronquidos. He drogado su ponche de tal modo que la vida y la muerte se los están disputando. Entra MACBETH. MACBETH-¿Quién va? ¿Quién es? LADY MACBETH-¡Ah! ¡A ver si se han despertado y no lo ha hecho! Nos hunde el intento, que no el acto. ¡Chss...! Le dejé a punto los puñales; ha tenido que verlos. - Si no se pareciera a mi padre dormido, to habría hecho yo. - ¿Esposo? MACBETH-Ya está hecho. ¿No has oído un ruido? LADY MACBETH-El grito del búho y el canto de los grillos. ¿Tú no has hablado? MACBETH-¿Cuándo? LADY MACBETH-Ahora. MACBETH-¿Al bajar? LADY MACBETH-Sí.

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MACBETH-¡Chss...! ¿Quién duerme en la otra cámara? LADY MACBETH-Donalbain. MACBETH-Es un cuadro doloroso. LADY MACBETH-Hablar de cuadro doloroso es tontería. MACBETH-Hay uno que gritó dormido y otro que gritó «¡Asesino!». Se despertaron uno a otro. Me quedé a oírlos, pero ellos dijeron sus plegarias y volvieron a dormirse. LADY MACBETH-Hay dos en el cuarto. MACBETH-Uno gritó «¡Dios nos bendiga! » y el otro «¡Amén!», como si hubieran visto estas manos de verdugo. Oyendo su espanto, no pude decir «Amén» cuando ellos dijeron «Dios nos bendiga». LADY MACBETH-No caviles tanto. MACBETH-Mas, ¿por qué no pude decir «Amén»? Era yo quien más necesitaba bendición, y el amén se me ahogaba en la garganta. LADY MACBETH-No se debe pensar en ello de ese modo; así nos volvemos locos. MACBETH-Me pareció que una voz gritaba: « ¡No durmáis más! Macbeth mata el sueño, el sueño inocente, el sueño que devana una maraña de desvelos, el morir de la vida diaria, baño de fatigas, bálsamo de almas laceradas, plato fuerte de la gran naturaleza, sustento mayor del festín de la vida.» LADY MACBETH -¿Qué quieres decir? MACBETH -Y seguía gritando a toda la casa: «¡No durmáis más! Glamis ha matado el sueño, y por eso Cawdor ya no dormirá, Macbeth ya no dormirá.» LADY MACBETH -¿Quién era el que gritaba? Excelso barón, relajas tu noble vigor con ideas tan morbosas. Ve a buscar un poco de agua y limpia de tus manos tu sucio testimonio. ¿Por qué vienes con esos puñales? Su sitio está allí; llévalos y mancha

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de sangre a los criados dormidos. MACBETH -No voy a volver: me asusta pensar en lo que he hecho. No me atrevo a volver. LADY MACBETH -¡Débil de ánimo! Dame los puñales. Los durmientes y los muertos son como retratos; sólo el ojo de un niño teme ver un diablo en pintura. Si aún sangra, les untaré la cara a los criados para que parezca su crimen. Sale. Llaman a la puerta dentro MACBETH-¿Dónde llaman? ¿Qué me ocurre que todo ruido me espanta? ¿Qué manos son estas? ¡Ah, me arrancan los ojos! ¿Me lavará esta sangre de la mano todo el océano de Neptuno? No, antes esta mano arrebolará el mar innumerable, volviendo rojas las aguas. Entra LADY MACBETH. LADY MACBETH-Mis manos ya tienen tu color, pero me avergonzaría llevar un corazón tan pálido. Llaman. Alguien llama a la puerta sur; retirémonos a nuestra cámara. Un poco de agua nos lava del hecho. ¡Qué fácil será! Tu firmeza te ha abandonado. Llaman.

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¿Oyes? Siguen llamando. Ponte la bata, no sea que nos llamen y nos vean aún en pie. Y no caigas en tan pobres pensamientos. MACBETH -Si he de pensar en mi acción, mejor será no conocerme. Llaman. ¡Despierta a Duncan con tus golpes! ¡Ojalá pudieras! Salen.

Escena III Entra un PORTERO. Llaman dentro. PORTERO-¡Esto sí que es llamar! Si uno fuese portero del infierno, estaría siempre dándole a la llave. Llaman. ¡Pum, pum! ¿Quién es, en nombre de Belcebú? Un agricultor que se ahorcó ante la expectativa de grandes cosechas. Llegas a punto. Que no te falten pañuelos que aquí vas a sudarla. Llaman. ¡Pum, purr! ¿Quién es, en nombre del otro diablo? Seguro que un equivoquista, que juraba a cada lado de la balanza contra el otro, que cometió gran traición por el amor de Dios y cuyos equívocos no le abrieron el cielo. Vamos, pasa, equivoquista. Llaman. ¡Pum, pum! ¿Quién es? Seguro que un sastre inglés, que está aquí por sisar tela de un calzón francés. Pasa, sastre, que aquí puedes asar tu plancha. Llaman.

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¡Pum, pum! No descansa. ¿Quién eres tú? - Esto es demasiado frío para ser el infierno. No voy a hacer más de portero del diablo: pensaba dejar entrar a gente de todos los oficios que va a la hoguera eterna por la senda florida. Llaman. Ya voy, ya voy. Entran MACDUFF y LENNOX. Dad algo al portero, Dios os lo pague. MACDUFF-¿Tan tarde te acostaste, amigo, que tan tarde te levantas? PORTERO-Pues, señor, estuvimos de juerga hasta el segundo canto del gallo y, señor, la bebida provoca tres cosas. MACDUFF-¿Qué tres cosas provoca especialmente la bebida? PORTERO-Pues, señor, nariz roja, sueño y orina. Señor, provoca y desprovoca la lujuria: provoca el deseo, pero impide gozarlo. Por tanto, se puede decir que beber demasiado le crea un equívoco a la lujuria: la hace y la deshace, la excita y la aplaca, la anima y la abate, la pone a su altura y no la pone. Al final, el equívoco se va al sueño y te deja tumbado. MACDUFF-Pues esta noche la bebida te ha tumbado a ti. PORTERO ¡Vaya que sí, señor! Y me atacó por la garganta. Pero yo me desquité y, siendo, creo yo, más fuerte que ella, aunque alguna vez me doblara las piernas, yo me las apañé para arrojarla. MACDUFF-¿Se ha levantado tu amo? Entra MACBETH. Nuestros golpes le han despertado. Aquí viene. [Sale el PORTERO.] LENNOX -Buenos días, noble señor. MACBETH-Buenos días a vosotros. MACDUFF-¿El rey se ha levantado, mi barón? MACBETH-Aún no.

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MACDUFF-Me ordenó que le llamase temprano. Casi se me va la hora. MACBETH-Te llevaré a él. MACDUFF-Sé bien que esta molestia te da gozo, pero es una molestia. MACBETH-Trabajo que gusta no duele. Esta es la puerta. MACDUFF-Me atreveré a llamar: es mi cometido. Sale. LENNOX-¿El rey se va hoy? MACBETH-Sí. Esa es su intención. LENNOX-La noche ha estado agitada. Donde dormíamos el viento derribó las chimeneas, y dicen que se oían lamentos, insólitos gritos de muerte y profecías en tonos horribles de espantosas conmociones y revueltas por nacer en estos tiempos de dolor. El ave de las sombras clamó toda la noche. Algunos dicen que la tierra temblaba enfebrecida. MACBETH -Fue una noche áspera. LENNOX-Mi joven memoria no encuentra nada igual. Entra MACDUFF. MACDUFF -¡Ah, horror, horror, horror! Ni corazón ni lengua pueden concebirte ni nombrarte. MACBETH y LENNOX -¿Qué pasa? MACDUFF-El estrago ya creó su obra maestra. El crimen más sacrílego ha irrumpido en el templo consagrado del Señor y le ha robado la vida al santuario. MACBETH -¿Cómo dices? ¿La vida? LENNOX-¿Hablas de Su Majestad? MACDUFF -Entrad en su aposento y que destruya vuestra vista esa nueva Gorgona. No me pidáis que hable.

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Mirad y luego hablad vosotros mismos. Salen MACBETH y LENNOX. ¡Despertad! ¡Despertad! ¡Dad la alarma! ¡Crimen y traición! ¡Banquo, Donalbain! ¡Malcolm, despertad! ¡Sacudid el grato sueño, imagen de la muerte, y mirad la muerte verdadera! ¡Levantaos y ved representado el Día del Juicio! ¡Malcolm, Banquo! ¡Como espíritus alzaos de las tumbas y prestad consonancia a este horror! ¡Tocad la campana! Suena una campana. Entra LADY MACBETH. LADY MACBETH -¿Qué ocurre para que tan horrísona trompeta convoque a los durmientes de la casa? ¡Hablad, hablad! MACDUFF -Noble señora, no conviene que oigáis lo que puedo decir: oído por mujer, el relato sería su muerte. Entra BANQUO. ¡Ah, Banquo, Banquo! ¡Han matado al rey, nuestro señor! LADY MACBETH -¡Ay de mí! ¿En nuestra casa? BANQUO-Donde sea es brutal. Contradícete, Macduff, te lo ruego; di que es falso.

Entran MACBETH, LENNOX y ROSS.

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MACBETH-Hubiera muerto yo una hora antes y mi vida habría sido una dicha; desde ahora, ya no hay nada serio en la existencia; todo son minucias: honor y renombre han muerto, el vino de la vida se ha agotado y no queda en la bodega más que el poso. Entran MALCOLM y DONALBAIN. DONALBAIN-¿Algún mal? MACBETH-El vuestro, y lo ignoráis: se ha secado el venero y manantial de vuestra sangre, vuestra propia fuente se ha secado. MACDUFF -Han matado a vuestro augusto padre. MALCOLM -¡Ah! ¿Quién? LENNOX -Parece que los de su aposento: llevaban insignias de sangre en la cara y en las manos, y también en sus puñales, que hallamos sin limpiar sobre sus almohadas. Miraban cual dementes y nadie estaba seguro en su presencia. MACBETH-Siento que la furia me llevase a darles muerte. MACDUFF -¿Por qué lo hiciste? MACBETH-¿Quién está a la vez lúcido y suspenso, sereno y furioso, leal a imparcial? Nadie. La presteza de mi afecto impetuoso pudo más que el freno del buen juicio. Aquí yacía Duncan, con su piel de plata bordada en sangre de oro y cuchilladas como brechas en su vida, abiertas a la devastación; ahí, los asesinos, empapados del color de su tarea, y sus dagas, innoblemente enfundadas en sangre. Con un pecho lleno de amor, y en él bravura, ¿quién podía abstenerse de mostrarlo? LADY MACBETH-¡Ah, ayudadme a salir! MACDUFF-¡Atended a la dama!

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MALCOLM [aparte a DONALBAIN] -¿Por qué callamos cuando el caso nos concierne más que a nadie? DONALBAIN [aparte a MALCOLM) -¿Y qué decir aquí, donde nuestro sino, oculto en ínfimo agujero, puede asaltarnos? Vámonos; nuestro llanto aún no ha fermentado. MALCOLM [aparte a DONALBAIN]-Ni el dolor está presto a demostrarse. BANQUO-Atended a la dama. [Sacan a LADY MACBETH.] Y cuando nuestra desnudez, expuesta al frío, esté cubierta, reunámonos y examinemos tan salvaje fechoría para mejor conocerla. Nos turban temores y sospechas. Me pongo en manos de Dios por combatir todo oculto propósito de pérfida maldad. MACDUFF-Y yo. TODOS -Y todos. MACBETH-Pues vistamos nuestro cuerpo y nuestro ánimo y reunámonos al punto en el salón. TODOS -Conformes. Salen [todos menos MALCOLM y DONALBAIN.] MALCOLM-¿Qué piensas hacer? No tratemos con ellos: al hipócrita le es muy fácil simular una pena que no siente. Yo me voy a Inglaterra. DONALBAIN -Y yo, a Irlanda. Nuestra suerte separada nos dará más protección. Donde estamos, en sonrisas hay puñales; más cercano a nuestra sangre, más sangriento. MALCOLM -La flecha asesina aún no ha caído; no seamos el blanco. Así que, ¡a los caballos! No nos demoremos en corteses despedidas y, sin más, partamos. Si es grande el peligro,

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hurtarse a su vista es hurto legítimo. Salen. Escena IV Entra ROSS con un ANCIANO. ANCIANO-Bien puedo recordar setenta años, y en ellos he vivido horas espantosas y hechos asombrosos, pero esta noche horrible se ha burlado de toda mi experiencia. ROSS -¡Ah, anciano! Veis que el cielo, cual airado con la obra de los hombres, amenaza esta escena de sangre. Según la hora, es de día, mas la noche oscurece el avance del sol. ¿Impera la noche o se avergüenza el día, que las sombras sepultan la faz de la tierra cuando la viva luz debía besarla? ANCIANO-Va contra natura, igual que la acción ejecutada. El martes pasado un halcón que giraba en su más alto vuelo fue cazado y muerto por una lechuza. ROSS-Y (pasmoso, mas cierto) los caballos de Duncan, hermosos y raudos, la flor de su raza, se volvieron salvajes y escaparon de las cuadras coceando y negando su obediencia, cual queriendo guerrear contra los hombres. ANCIANO-Dicen que se devoraron entre sí. ROSS- Así fue, para asombro de estos ojos que lo vieron. Entra MACDUFF. Aquí viene el buen Macduff. ¿Cómo va todo, señor? MACDUFF -¿No lo ves?

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ROSS-¿Se sabe quién cometió la atrocidad? MACDUFF -Los que ha matado Macbeth. ROSS -¡Santo Dios! ¿Qué provecho pretendían? MACDUFF -Los sobornaron. Malcohn y Donalbain, los dos hijos del rey, se escabulleron y han huido. Las sospechas recaen ahora sobre ellos. ROSS-Otra vez contra natura. ¡Pródiga ambición, que así devoras el sustento de tu vida! Entonces es probable que sea Macbeth quien suba al trono. MACDUFF -Ya está proclamado, y partió hacia Scone para la coronación. ROSS-¿Y el cadáver de Duncan? MACDUFF -Fue llevado a Colmekill, sagrado panteón de sus predecesores y custodio de sus restos. ROSS-¿Irás a Scone? MACDUFF-No, pariente. Voy a Fife. ROSS-Bien, yo voy a Scone. MACDUFF-Que todo vaya bien, adiós. Bien pudiera ser mejor la ropa antigua que la nueva. ROSS-Adiós, anciano. ANCIANO-Que Dios te bendiga, y a quienes contigo hagan bien del mal y amigo de enemigo. Salen. ACTO III Escena I Entra BANQUO. BANQUO -Ya lo times todo, rey, Cawdor, Glamis, como te prometieron las Fatídicas y temo que jugaste con vileza por lograrlo; mas dijeron que no pasaría a tu progenie,

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sino que yo sería cabeza y raíz de muchos reyes. Si en ellas hay verdad, como en ti sus profecías han brillado, Macbeth, ¿por qué, por las verdades que contigo se han cumplido, no pueden ser también mi oráculo y alimentar mi esperanza? Mas silencio, ya basta. Clarines. Entran MACBETH como rey LADY MACBETH, LENNOX, ROSS, NOBLES y acompañamiento. MACBETH-Aquí está nuestro huésped principal. LADY MACBETH -Haberle olvidado habría sido un vacío en el banquete y una gran desatención. MACBETH -Esta noche celebramos una cena de gala, y desearía tu presencia. BANQUO -Majestad, dictadme vuestras órdenes, a las cuales mi lealtad está ligada por siempre con un nudo indisoluble. MACBETH-¿Cabalgas esta tarde? BANQUO -Sí, mi señor. MACBETH-Si no, habría solicitado tu buen consejo, siempre ponderado y provechoso, en nuestra junta de hoy. Lo oiré mañana. ¿Vas lejos? BANQUO-Señor, tan lejos que mi tiempo se ocupe hasta la cena. Si mi caballo no es más rápido, le pediré prestadas a la noche una o dos de sus horas oscuras. MACBETH-No faltes al banquete. BANQUO-Señor, no faltaré. MACBETH-Me dicen que mis sangrientos parientes residen en Inglaterra a Irlanda. No confiesan su cruel parricidio y propagan pasmosos infundios. Hablemos mañana de ello, así como de otros asuntos de Estado

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que hemos de tratar conjuntamente. ¡Monta ya! Adiós y hasta la noche. ¿Te acompaña Fleance? BANQUO-Sí, mi señor, y el tiempo nos apremia. MACBETH-Corran los caballos raudos y seguros; a sus lomos os confío. Adiós. Sale BANQUO. Que cada cual disponga de su tiempo hasta las siete de esta noche. Para que vuestra compañía sea más grata, deseo quedarme solo hasta la hora de la cena. Hasta entonces, Dios os guarde: Salen [todos menos MACBETH y un CRIADO]. Tú, un momento. ¿Me esperan esos hombres? CRIADO -Sí, mi señor, a las puertas de palacio. MACBETH-Tráelos ante mí. Sale el CRIADO. Ser rey no es nada sin estar a salvo. Mi temor a Banquo se me clava hondo y en su regio temple reina lo que ha de temerse. Es muy audaz y, además de ese ánimo intrépido, la prudencia le guía su valor para obrar sobre seguro. No hay nadie más que él a quien yo tema, y bajo él mi espíritu se siente coartado, como dicen que lo estaba el de Antonio por César. Increpó a las Fatídicas cuando me dieron el nombre de rey y les mandó que le hablasen. Proféticamente, ellas le saludaron como padre de reyes. Ciñeron mi cabeza con estéril corona

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y me hicieron empuñar un cetro infecundo que habrá de arrebatarme mano extraña, pues no tengo hijo que lo herede. Si es así, he manchado mi alma por la prole de Banquo, por ellos he matado al piadoso Duncan, echando hiel en el cáliz de mi paz sólo por ellos, entregando mi joya sempitema al espíritu infernal para hacerlos reyes, para hacer reyes de la semilla de Banquo. Antes que eso, venga el Destino a la arena y hágame frente hasta el fin. - ¿Quién viene? Entran el CRIADO y dos ASESINOS. Vete a la puerta y quédate allí hasta que te llame. Sale el CRIADO. ¿No fue ayer cuando hablamos? ASESINOS-Con vuestra venia, así fue. MACBETH-Bien. ¿Habéis considerado mis palabras? Sabed que en el pasado era él quien os tenía en la penuria, cuando vosotros lo achacabais a mi inocente persona. Os lo probé en nuestra última entrevista y os probé sobradamente cómo os burló y os estorbó; los medios, quién fue partícipe y todo cuanto a un bobo o a un demente le diría: «Fue Banquo». ASESINO PRIMERO-Nos lo hicisteis saber. MACBETH-En efecto. Y fui más lejos, lo que ahora es el fin de esta reunión. ¿Tanto os domina la paciencia que podéis perdonar esto? ¿Tanto os guía el Evangelio que rezaréis por este hombre bueno y su progenie,

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cuyo rigor os lleva humillados a la tumba y convierte a los vuestros en mendigos? ASESINO PRIMERO-Somos hombres, Majestad. MACBETH-Sí, dentro del repertorio sois hombres, igual que los galgos, podencos, mestizos, chuchos, perros lobos, de aguas y falderos son todos llamados perros. Pero el índice de razas distingue al rápido, al lento, al listo, al guardián, al cazador y a cada uno según las virtudes que le asigna la pródiga naturaleza, de tal modo que recibe un nombre propio en el registro que incluye a todos ellos. Y así, los hombres. Pues bien, si no ocupáis el ínfimo lugar en la lista de los hombres, decídmelo, que yo encomendaré a vuestro pecho una tarea cuya ejecución os librará del enemigo y os unirá a mí en afecto y amistad, pues con su vida se malogra mi salud, que sería perfecta con su muerte. ASESINO SEGUNDO-Majestad, soy un hombre a quien tanto han enconado los azotes y golpes de este mundo que haría lo que fuese por desquitarme del mundo. ASESINO PRIMERO-Yo también; tan harto de infortunios y sacudido por mi sino que arriesgaría la vida en cualquier lance por mejorarla o acabarla. MACBETH -Los dos sabéis que Banquo fue vuestro enemigo. ASESINOS -Cierto, señor. MACBETH -También mío, y en tan mortal divergencia que cada nuevo momento de su vida se me clava en las entrañas. Bien pudiera apartarle de mi vista abiertamente y decir que fue mi voluntad, mas no debo,

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pues los dos tenemos amigos comunes a cuyo afecto no puedo renunciar, y yo mismo lloraría al que maté. Por todo ello solicito vuestra ayuda, hurtando esta empresa a los ojos del común por diversas razones de gran peso. ASESINO SEGUNDO-Mi señor, haremos Lo que nos ordenéis. ASESINO PRIMERO-Aunque nuestra vida... MACBETH -¡Cómo asoma vuestro ánimo! De aquí a una hora os diré dónde apostaros y el mejor plan respecto a tiempo y ocasión, pues hay que hacerlo esta noche y a distancia de palacio. No olvidéis por un instante que yo debo quedar libre de sospechas. Además, y a fin de que el trabajo sea perfecto, su hijo Fleance, que le acompaña, cuya eliminación me importa tanto como la de su padre, habrá de compartir su aciaga suerte. Resolved a solas; ahora vuelvo con vosotros. ASESINOS -Señor, estamos resueltos. MACBETH -En seguida os veo. Quedaos en palacio. [Salen los ASESINOS.] Está decidido. Banquo, si tu alma va a la gloria, esta noche ha de ganarla. Sale. Escena II Entran LADY MACBETH y un CRIADO. LADY MACBETH-¿Ha salido Banquo de palacio? CRIADO-Sí, señora, pero vuelve esta noche. LADY MACBETH-Dile al rey

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que deseo hablar con él un momento. CRIADO-Sí, señora. Sale. LADY MACBETH-No se goza, todo es pérdida si el deseo se logra, pero no contenta. Siempre es más seguro ser lo que se mata que tras esa muerte vivir dicha falsa. Entra MACBETH. ¿Cómo estás, señor? ¿Por qué solitario, sin más compañía que las tristes ideas y los pensamientos que debieron morir con quienes te absorben? Lo que no tiene cura, habría que olvidarlo: lo hecho, hecho está. MACBETH-Le dimos un tajo a la serpiente sin matarla. Sanará y se repondrá, mientras nuestra pobre inquina sigue expuesta a sus colmillos. Que se hunda todo el universo, que perezcan ambos mundos antes que tomar alimento en el temor y dormir en la tortura de los sueños espantosos que me agitan cada noche. Más vale estar con los muertos, a quienes, por ganar mi paz, mandé a la paz, que yacer en este potro del espíritu en insomne frenesí. Duncan está en la tumba: tras la fiebre convulsa de la vida duerme bien; la traición llegó a su máximo; ni acero, veneno, odio interno, tropas extranjeras, nada puede ya alcanzarle más. LADY MACBETH-¡Vamos! Querido esposo, suaviza esa frente arrugada y esta noche muéstrate radiante y jovial ante tus invitados.

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MACBETH-Así lo haré, mi_ amor. Tú también, te lo suplico. Pon tu pensamiento en Banquo, ríndele honores con los ojos y la lengua. Al no estar seguros, lavemos nuestra honra en las aguas del halago. Que nuestra cara sea la máscara del pecho y lo encubra. LADY MACBETH-No sigas así. MACBETH-¡Ah, esposa! Tengo el alma llena de escorpiones. Sabes que Banquo y su Fleance aún viven. LADY MACBETH-Mas en ellos la estampa de la vida no es eterna. MACBETH-Aún hay consuelo, son vulnerables, conque ánimo. Antes que dé fin el enclaustrado vuelo del murciélago y a la llamada de la negra Hécate el zumbido del inmundo escarabajo anuncie la noche soñolienta, se habrá cumplido una acción de horrible cuño. LADY MACBETH -¿Qué acción? MACBETH -No quieras conocerla, mi paloma, hasta aplaudirla. - Ven, noche cegadora, véndale los tiernos ojos al día compasivo y con tu mano sangrienta a invisible anula y destruye el gran vínculo que tanto me horroriza. La noche se espesa y hacia el bosque tenebroso vuela el cuervo. La bondad del día decae y reposa, y acechan los negros seres de las sombras. Oírme te pasma. Mas no estés inquieta: lo que el mal emprende con mal se refuerza. Te lo ruego, ven conmigo. Salen.

Escena III Entran tres ASESINOS.

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ASESINO PRIMERO-¿Quién te dijo que vinieras? ASESINO TERCERO-Macbeth. ASESINO SEGUNDO-No hay por qué dudar de él: conoce nuestro encargo y nos ha dado órdenes precisas. ASESINO PRIMERO-Entonces que se venga. Aún asoman a poniente algunos rayos. Ahora el viajero retrasado hinca espuelas por llegar a tiempo a la posada, y el hombre al que esperarnos ya se acerca. ASESINO TERCERO-Calla. Oigo caballos. BANQUO [dentro] -¡Eh, tráeme luz! ASESINO SEGUNDO-Es él. Los demás convidados de la lista ya están en la corte. ASESINO PRIMERO-Ha dejado los caballos. ASESINO TERCERO-Casi a una milla. Pero él suele, igual que todos, ir a pie desde aquí hasta las puertas de palacio. Entran BANQUO y FIEANCE con una antorcha. ASESINO SEGUNDO-¡Alumbrad, alumbrad! ASESINO TERCERO-Es él. ASESINO PRIMERO-Preparados. BANQUOHabrá lluvia esta noche. ASESINO PRIMERO-¡Pues que caiga! [Atacan a BANQUO.] BANQUO-¡Ah, traición! ¡Huye, mi Fleance! ¡Huye, huye, huye! Podrás vengarme. ¡Ah, canalla! [Muere. FLEANCE escapa.]

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ASESINO TERCERO- ¿Quién apagó la antorcha? ASESINO PRIMERO- ¿No era ese el plan? ASESINO TERCERO- Sólo ha caído uno; el hijo ha huido. ASESINO SEGUNDO- Pues perdimos la mejor mitad de nuestro encargo. ASESINO PRIMERO- Bueno, vámonos a contar lo que hemos hecho. Salen. Escena IV Banquete preparado. Entran MACBETH, LADY MACBETH, ROSS, LENNOX, NOBLES y acompañamiento. MACBETH-Conocéis vuestro rango; sentaos. Sed todos cordialmente bienvenidos. NOBLES-Gracias, Majestad. MACBETH-En cuanto a mí, me mezclaré con los presentes y haré de humilde anfitrión. La reina permanecerá en su sillón, mas oportunamente rogaré su bienvenida. LADY MACBETH -Mi señor, dásela a todos en mi nombre, pues los acojo de todo corazón. Entra el ASESINO PRIMERO MACBETH -Mira, te responden con afable gratitud.Los dos lados, iguales. Me sentaré en el centro. Prodigad alegría. Ahora pasaré la copa por la mesa. [Al ASESINO] Llevas sangre en la cara. ASESINO PRIMERO-Es la de Banquo. MACBETH -Mejor en tu exterior que dentro de él. ¿Está muerto? ASESINO PRIMERO-Degollado, señor Yo lo hice. MACBETH -Eres el mejor degollador, aunque bueno

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es también el que mató a Fleance. Si fuiste tú, no tienes rival. ASESINO PRIMERO-Soberano señor, Fleance ha escapado. MACBETH -Ya vuelve mi angustia. Si no, estaría sereno; entero como el mármol, firme como roca, tan libre como el aire que me envuelve. Ahora estoy encerrado, encarcelado, cautivo, preso de insolentes dudas y temores. - Pero Banquo, ¿está seguro? ASESINO PRIMERO-Sí, mi señor. Seguro en un foso, con veinte tajos que le surcan la cabeza; el menor era de muerte. MACBETH -Gracias. - Ahí yace la serpiente; su cría ha huido y tiene vida que podrá criar veneno, aunque ahora está sin dientes. – Vete ya, mañana nos veremos. Sale el ASESINO PRIMERO LADY MACBETH -Mi regio esposo, no das acogimiento. Un banquete es comida que se cobra si, en su curso, no se brindan atenciones: hay que mostrar complacencia. Por comer, más vale quedar en casa; fuera de ella no hay festín sin cortesías, tan sólo una triste reunión. Entra el espectro de BANQUO y se sienta en el sitio de MACBETH. MACBETH -¡Mi fiel recordadora! – La buena digestión dé servicio al apetito, y salud para los dos. LENNOX-Dignaos tomar asiento, Majestad. MACBETH -Todas las glorias del país se hallarían bajo este techo si no faltara el gentil Banquo, a quien prefiero acusar de negligencia

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que llorarle una desgracia. ROSS-Señor, su ausencia empaña su promesa. Majestad, dignaos favorecemos con vuestra augusta compañía. MACBETH -No hay sitio en la mesa. LENNOX-Aquí hay uno reservado. MACBETH -¿Dónde? LENNOX-Aquí, señor. ¿Qué es lo que os agita, Majestad? MACBETH -¿Quién de vosotros ha hecho esto? NOBLES -¿Qué, señor? MACBETH [al espectro]-Tú no puedes decir que he sido yo. ¡No sacudas contra mí tu melena ensangrentada! ROSS-Levantaos, caballeros. El rey está indispuesto. LADY MACBETH -Sentaos, nobles amigos. Mi esposo ha estado así desde muy joven. Seguid sentados: el acceso es pasajero, en seguida estará bien. Si os fijáis mucho en él le ofenderéis y alargaréis su mal. Comed, no le hagáis caso. - ¿Tú eres hombre? MACBETH -Sí, un valiente que no teme mirar lo que aterraría al diablo. LADY MACBETH -¡Qué estupidez! No es más que la imagen de tu espanto, la daga aérea que decías que te llevó a Duncan. Ah, estos ataques y rachas, impostores del terror, convendrían a un cuento de viejas contado al amor de la lumbre. ¡Ah, deshonra! ¿A qué vienen esas muecas? Al final, no ves más que un asiento. MACBETH ¡Mira ahí! ¡Ve, mira, contempla! ¿Qué dices? – [Al espectro] ¡Qué me importa! Si inclinas la cabeza, habla también. Si osarios y tumbas nos devuelven a los muertos, ya no habrá más panteones que el buche de los milanos.

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[Sale el espectro.] LADY MACBETH-¿Has perdido la hombría en la locura? MACBETH-¡Como estoy vivo, que lo he visto! LADY MACBETH-¡Qué vergüenza! MACBETH-La sangre se derramaba ya de antiguo, antes que las leyes humanas suavizaran las costumbres; sí, y después se han perpetrado crímenes que espantan al oírlos. Hubo un tiempo en que unos sesos estrellados decían muerte y nada más; pero ahora resucitan con veinte tajos por toda la cabeza y nos roban el asiento. Esto es más pasmoso que un crimen semejante. LADY MACBETH -Mi señor, tus nobles amigos te echan de menos. MACBETH-Me olvidé.No os asombre mi conducta, amigos míos. Padezco una extraña dolencia, que no es nada para quien me conoce. ¡Vamos, amistad y salud a todos! Ahora me sentaré. ¡Echadme vino hasta el borde! Entra el espectro. Bebo por el gozo general de nuestra mesa y por nuestro querido Banquo, ahora ausente. ¡Ojalá estuviera aquí! ¡Brindo por todos y por él! ¡Todos por todos! NOBLES -¡Nuestro brindis con lealtad! MACBETH [al espectro] -¡Vete, fuera de mi vista! ¡La tierra te esconda! No hay tuétano en tus huesos, fría es tu sangre. No tienes visión en esos ojos de ira que me clavas. LADY MACBETH -Buenos nobles, tomad esto como algo habitual, no es otra cosa, aunque empaña el agrado del momento.

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MACBETH [al espectro] -A cuanto el hombre se atreva, yo me atrevo: acércate como el feroz oso de Rusia, el rinoceronte acorazado o el tigre de Hircania; adopta cualquier forma menos ésa, y mis firmes fibras nunca temblarán. O resucita y rétame a campo abierto con tu espada: si el temblor me señorea, proclámame una niña. ¡Fuera, sombra horrenda! ¡Vete, ficción! [Sale el espectro.] Bien, se ha ido, y ya vuelvo a ser hombre. - Os to ruego, seguid sentados. LADY MACBETH -Desahucias el contento y enturbias la armonía con tu asombrosa alteración. MACBETH -¿Puede ocurrir algo así y pasar sobre nosotros como nube de verano sin que nos deje suspensos? Me volvéis un extraño a mi propia condición cuando veo que contempláis tales visiones sin que el rojo os abandone las mejillas cuando las mías las blanquea el miedo. ROSS-¿Qué visiones, señor? LADY MACBETH -No habléis, os lo ruego: se pone cada vez peor. Conversar le enfurece. Digamos buenas noches. No os preocupe el orden de salida y salid ya. LENNOX -Buenas noches y mejor salud a Su Majestad. LADY MACBETH -A todos, feliz noche. Salen NOBLES [y acompañamiento]. MACBETH -Quiere sangre, dicen: la sangre quiere sangre. Se sabe que las piedras se han movido y los árboles hablado; agüeros, relaciones explicadas

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valiéndose de urracas, grajos y cornejas, hallaron al criminal más oculto. ¿Qué hora es? LADY MACBETH -La hora en que pugnan noche y día. MACBETH -¿Qué me dices de Macduff, que desatiende mi solemne invitación? LADY MACBETH-¿Le has citado, señor? MACBETH No; me lo han dicho. Pero le citaré: no hay ninguno en cuya casa yo no tenga un informante. Mañana, y bien temprano, iré a ver a las Hermanas Fatídicas. Quiero saber más; estoy decidido a oír lo peor por el peor medio. Nada ha de estorbarme. Estoy tan adentro en un río de sangre que, si ahora me estanco, no será más fácil volver que cruzarlo. Llevo en la cabeza ideas extrañas que han de ejecutarse antes de estudiarlas. LADY MACBETH -Te falta la sal de la vida, el sueño. MACBETH -Vamos a dormir. Sólo es mi quimera temor de novicio: le falta experiencia. En acción aún somos nuevos. Salen.

Escena V Truenos. Entran las tres BRUJAS al encuentro de HÉCATE. BRUJA PRIMERA -Estás airada, Hécate. ¿Qué pasa? HÉCATE -¿Y no hay motivo, viejas harapientas? Pues, ¿cómo habéis tenido la insolencia de tratar con Macbeth para moverle con enigmas y pláticas de muerte y yo, divinidad de vuestros ritos, y secreta urdidora de perjuicios, nunca he sido llamada a tener parte

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ni dar gloria y honor a nuestro arte? Y lo peor es que sólo habéis logrado trabajar al servicio de un reacio, rencoroso y brutal que, como todos, no os ama más que en beneficio propio. Ahora, pues enmienda os corresponde, partid y, junto al pozo de Aqueronte, buscadme de mañana, que allí mismo él irá a preguntaros su destino. Aprestad los calderos, los encantos, los conjuros y todo lo obligado. Asciendo al aire: pienso dedicar esta noche a un propósito fatal. El día grandes cosas nos anuncia. Ahora pende de un cuerno de la luna una gota espumosa de gran magia; me he propuesto cogerla cuando caiga. Destilada por métodos ocultos, invocará a espíritus astutos que, en virtud de su equívoca ilusión, le hundirán en la ruina y perdición. Despreciando la muerte, el propio sino, confiará sin temor, piedad ni juicio: La despreocupación, lo sabéis ya, es la gran enemiga de un mortal. Música y canción. Silencio: me llaman. Mi pequeño trasgo en nube brumosa me aguarda sentado. Cantan dentro «Vente ya, vente ya, etc.». BRUJA PRIMERA-Vámonos, deprisa. Ella volverá pronto. Salen.

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Escena VI Entran LENNOX y otro NOBLE. LENNOX -Lo que yo decía casa con vuestras ideas; haced vuestras deducciones. Yo sólo digo que todo ha ocurrido de un modo extraño. El augusto Duncan fue llorado por Macbeth (vaya, había muerto) y el valiente Banquo paseaba muy tarde. Digamos que Fleance lo mató, pues Fleance huyó: no se debe pasear tan tarde. ¿Quién podría no pensar que Malcolm y Donalbain, matando a su augusto padre, no cometieron una acción monstruosa? ¡Ese crimen! ¡Cómo apenó a Macbeth! ¿No corrió en piadosa cólera a destrozar a los culpables, esclavos del sueño y la bebida? ¿No fue un acto de nobleza? Sí, y de prudencia, pues cualquier alma se habría enfurecido oyendo a esos hombres negarlo. Así que digo que ha llevado bien las cosas y creo que, de estar bajo su férula los hijos de Duncan (no lo estarán, Dios mediante), ya verían lo que es matar a un padre; Fleance, también. Pero alto, pues por hablar claro y no acudir al festín del tirano, me ham dicho que Macduff ha caído en desgracia. Señor, ¿sabéis dónde reside? NOBLE-El primogénito de Duncan, cuyo derecho detenta el tirano, reside en la corte inglesa. Allí le acogió el piadoso Eduardo con tal benevolencia que su gran infortunio no le resta en nada el alto respeto que merece. Y allí ha ido Macduff a rogar al santo rey que apoye su causa y mueva a Northumberland y al bélico Siward,

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para que, con su ayuda y la sanción del Altísimo, podamos de nuevo dar comida a nuestras mesas, sueño a nuestras noches, liberar los festines de puñales sangrientos, rendir acatamiento y recibir honores, todo lo cual añoramos. Estas nuevas enojaron tanto al rey, que ya prepara alguna acción de guerra. LENNOX-¿Y él no citó a Macduff? NOBLE-Sí, y éste respondió con un rotundo «No, señor». El ceñudo mensajero dio media vuelta y gruñó, como diciendo: «Os pesará cargarme con esa respuesta». LENNOX-Eso debe aconsejarle precaución y guardar cuanta distancia le dicte su buen juicio. ¡Que vuele un santo ángel a la corte de Inglaterra y anuncie su mensaje antes que él llegue, para que una bendición venga pronto a nuestra tierra, que padece bajo una mano infame! NOBLE-Vayan con él mis plegarias. Salen.

ACTO IV Escena I Truenos. Entran las tres BRUJAS. BRUJA PRIMERA-Tres veces maulló el gato atigrado. BRUJA SEGUNDA-Tres veces. Y una gimió el puercoespín. BRUJA TERCERA-Harpier ha gritado: «¡Ya es hora, ya es hora!» BRUJA PRIMERA-En torno al caldero dad vueltas y vueltas y en él arrojad la viscera infecta. Que hierva primero el sapo que cría y suda veneno por treinta y un días

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yaciendo dormido debajo de rocas: que sea cocido en la mágica olla. TODAS -Dobla, dobla la zozobra; arde, fuego; hierve, olla. BRUJA SEGUNDA -Rodaja de bicha que vive en la ciénaga, aquí, en el puchero, que hierva y se cueza, con dedo de rana y ojo de tritón, y lengua de víbora y diente de lución, lana de murciélago y lengua de perro, pata de lagarto y ala de mochuelo. Si hechizo potente habéis de crear, hervid y coceos en bodrio infernal. TODAS -Dobla, dobla la zozobra; arde, fuego; hierve, olla. BRUJA TERCERA-Escama de drago, colmillo de lobo y momia de bruja, con panza y mondongo de voraz marrajo de aguas salinas, raíz de cicuta en sombras cogida, hígado que fue de judío blasfemo, con hiel de cabrío y retoños de tejo que en noche de eclipse lunar arrancaron, narices de turco y labios de tártaro, dedo de criatura que fue estrangulada cuando una buscona la parió en la zanja. Haced esta gacha espesa y pegada; con los ingredientes de nuestro potingue echad al caldero entraña de tigre. TODAS -Dobla, dobla la zozobra; arde, fuego; hierve, olla. BRUJA SEGUNDA -Enfriad el caldo con sangre de mico y firme y seguro será nuestro hechizo. Entra HÉCATE con otras tres brujas. HÉCATE -¡Buen trabajo! Alabo vuestra maña, y todas tendréis parte en la ganancia.

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Ahora cantad en torno del caldero, girad como las hadas y los elfos para hechizo de todo lo que hay dentro. Música y canción: «Espíritus negros, etc.». BRUJA SEGUNDA-Los pulgares me hormiguean: algo malvado se acerca. Abran, llaves, a quien llame. Entra MACBETH. MACBETH-Bien, sombrías y enigmáticas brujas de medianoche. ¿Qué hacéis? TODAS-Una acción sin nombre. MACBETH -Yo os conjuro, en nombre de vuestro arte, cualquiera que sea su fuente, que me respondáis. Aunque desatéis los vientos y los lancéis contra las iglesias; aunque el mar encrespado aniquile y se trague las embarcaciones; aunque se abata el trigo verde y se derriben los árboles; aunque caigan los castillos sobre sus guardianes; aunque se inclinen palacios y pirámides; aunque se derrumbe el granero de gérmenes de la naturaleza hasta saciar a la propia destrucción: responded a mis preguntas. BRUJA PRIMERA-Habla. BRUJA SEGUNDA-Pregunta. BRUJA TERCERA-Responderemos. BRUJA PRIMERA-Dinos si prefieres que hable nuestra boca o la de nuestros amos. MACBETH -Llamadlos, que los vea. BRUJA PRIMERA-Verted sangre de la cerda que engulló a sus nueve crías; grasa que sudó horca de asesino, echadla en seguida

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a las llamas. TODAS-Seas de abajo o de arriba, ven y muéstrate luciendo to maestría. Truenos. Primera aparición: cabeza cubierta con yelmo. MACBETH-Fuerza ignota, dime... BRUJA PRIMERA-Sabe lo que piensas: oye sus palabras; hablarle no quieras. APARICIÓN -¡Macbeth, Macbeth, Macbeth! ¡Atento a Macduff, atento al Barón de Fife! Dejadme ya. Desciende. MACBETH -Quienquiera que seas, gracias por tu aviso. Acertaste mi temor. Pero escucha... BRUJA PRIMERA-No admite órdenes. Otro aún más poderoso viene ahora. Truenos. Segunda aparición: niño ensangrentado. APARICIÓN-¡Macbeth, Macbeth, Macbeth! MACBETH ¡Quién tuviera tres oídos para oírte! APARICIÓN-Sé cruel, resuelto, audaz. Ríete del poder del hombre: nadie nacido de mujer a Macbeth podrá dañar. Desciende. MACBETH -Entonces vive, Macduff. ¿Qué puedo temer de ti? Con todo, daré doble certeza a lo ya cierto tomando al destino por garante: morirás y yo diré embustero al miedo cobarde y dormiré a pesar del trueno. Truenos. Tercera aparición: niño coronado, con un árbol en la mano.

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¿Quién es este que, semejante al hijo de un rey, se eleva ciñendo a sus sienes de niño la corona de la majestad? TODAS -Escucha y no le hables. APARICIÓN -Ten brío de león, sé altivo y no atiendas a quien incomoda, conspira o se inquieta: Macbeth no caerá vencido hasta el día en que contra él el bosque de Birnam suba a Dunsinane. Desciende. MACBETH-Nunca ocurrirá. ¿Quién puede alistar al bosque, mandar al árbol «¡Arráncate!» ? Buena profecía. Muertos rebeldes, no os alcéis mientras Birnam no se alce; el encumbrado Macbeth va a vivir su trecho de vida y ceder su aliento al tiempo y la muerte. Mas anhela mi alma saber algo. Si vuestra ciencia hasta ahí alcanza, decidme: ¿Reinará algún día la progenie de Banquo en nuestro reino? TODAS-No intentes saber más. MACBETH-Tenéis que complacerme. Si me lo negáis, ¡así os caiga la eterna maldición! ¡Decídmelo! [Desciende el caldero.] Oboes. ¿Por qué baja el caldero? ¿Y estos sones? BRUJA PRIMERA-¡Mostraos! BRUJA SEGUNDA-¡Mostraos! BRUJA TERCERA-¡Mostraos! TODAS-Al ojo mostraos, su alma afligid. Venid como sombras, como ellas partid.

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Aparición de ocho reyes, el último con un espejo en la mano, seguidos de BANQUO. MACBETH-¡Cuánto te pareces al espectro de Banquo! ¡Fuera! Tu corona me abrasa los ojos. - Tu cabello, ceñido también por el oro, se asemeja al del primero. - Y así, el tercero. - Sucias viejas, ¿por qué me mostráis esto? - ¿Un cuarto? ¡Saltad, ojos! ¡Cómo! ¿Llegará su linaje hasta el fin del mundo? ¿Otro? ¿El séptimo? Ya no miro más. Pero llega el octavo portando un espejo que muestra a muchos más; y algunos de ellos llevan dos orbes y tres cetros. ¡Horrible visión! Ahora veo que es verdad: Banquo, con el pelo emplastado de sangre, me sonríe y los señala como descendientes. - ¿Es cierto? [Salen los reyes y BARQUO.] HÉCATE -Pues sí, todo es muy cierto. Mas, ¿por qué se queda tan atónito Macbeth? Hermanas, renovemos su alegría y mostrémosle ya nuestras delicias. Daré sonido al aire con mi magia mientras giráis en vuestra rara danza, pues así este gran rey dirá, benigno, que pagan su acogida sí supimos. Música. Bailan las BRUJAS y desaparecen [con HÉCATE]. MACBETH-¿Dónde están? ¿Se fueron? ¡Que esta hora infame sea por siempre maldita en el calendario! – ¡Que entre el de ahí fuera! Entra LENNOX.

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LENNOX-¿Qué deseáis, Majestad? MACBETH-¿Has visto a las Hermanas Fatídicas? LENNOX-No, mi señor. MACBETH -¿No pasaron por tu puesto? LENNOX -De verdad que no, señor. MACBETH-Infecto quede el aire en que cabalgan y malditos cuantos de ellas se fíen. He oído un galopar de caballos. ¿Quién venía? LENNOX -Señor, dos o tres que os traen la noticia de que Macduff ha huido a Inglaterra. MACBETH-¿Huido a Inglaterra? LENNOX-Sí, mi señor. MACBETH -Tiempo, me impides los actos horrendos. A la fugaz intención no se le da alcance si no le sigue una acción rápida. Desde ahora, las primicias de mi pecho serán las primicias de mi mano. Y ahora mismo, por coronar el pensamiento, sea dicho y hecho: tomaré por sorpresa el castillo de Macduff, ocuparé Fife; pasaré a cuchillo a su mujer, sus criaturas y su triste descendencia. No es la bravata de un tonto: antes que se enfríe, cumpliré el propósito. Basta de visiones. - ¿Dónde están los mensajeros? Ven, llévame donde estén. Salen. Escena II Entran LADY MACDUFF, su Hijo y ROSS. LADY MACDUFF-¿Qué es lo que ha hecho que le obligue a huir? ROSS-Tienes que dominarte. LADY MACDUFF -Él no lo hizo. Huir fue una locura. Cuando no nuestros actos, nuestro miedo nos vuelve traidores.

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ROSS -Si fue miedo o prudencia no lo sabes. LADY MACDUFF -¿Prudencia? ¿Abandonar a su mujer, sus criaturas, su hogar, su hacienda en un sitio del que él mismo huye? No nos quiere. No tiene sentimientos de padre. Hasta el pobre reyezuelo, el más menudo pajarillo, defiende a las crías de su nido contra el búho. Todo es miedo, no hay cariño; y apenas hay prudencia cuando huir está tan fuera de razón. ROSS-Cálmate, querida prima, te lo ruego. Tu marido es noble, prudente, ponderado y entiende bien las convulsiones del momento. No me atrevo a seguir, mas crueles son los tiempos en que somos traidores y no nos conocemos; en que se juzga el rumor según lo que se teme sin saber lo que se teme; en que nos lleva cada impulso y movimiento de un mar agitado. Debo despedirme; no tardaré mucho en volver a verte. Cesarán los grandes males o retrocederán adonde estaban antes. - Jovencito, que Dios te bendiga. LADY MACDUFF -Tiene padre y está huérfano. ROSS-Me emociono tanto que, si me quedara, sería mi sonrojo y tu desconcierto. Me despido ya. Sale. LADY MACDUFF-Niño, tu padre ha muerto. ¿Qué harás tú ahora? ¿Cómo vivirás? HIJO-Como los pájaros, madre. LADY MACDUFF-¿Cómo? ¿De gusanos y moscas? HIJO- De lo que encuentre, como hacen ellos. LADY MACDUFF-¡Pobre pajarillo! ¿No tendrás miedo

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de la red, la liga, el lazo o la trampa? HIJO- ¿Por qué, madre? No las ponen para los pájaros pobres. Y, digas lo que digas, mi padre no ha muerto. LADY MACDUFF-Sí que ha muerto. ¿Qué harás sin un padre? HIJO- ¿Y tú qué harás sin un marido? LADY MACDUFF-Yo puedo comprarme veinte donde quiera. HIJO-Pues los comprarás para venderlos. LADY MACDUFF-Hablas como un niño, aunque, la verdad, como un niño muy listo. HIJO-Madre, ¿mi padre fue un traidor? LADY MACDUFF-Sí lo fue. HIJO-¿Qué es un traidor? LADY MACDUFF-Pues uno que jura y miente. HIJO-¿Y todos los que lo hacen son traidores? LADY MACDUFF-Todo el que lo hace es un traidor y hay que ahorcarlo. HIJO-¿Y hay que ahorcar a todos los que juran y mienten? LADY MACDUFF-A todos. HIJO-¿Y quién va a ahorcarlos? LADY MACDUFF-Pues los hombres de bien. HIJO- Entonces los que juran y mienten son tontos, pues hay de sobra para ganar a los hombres de bien y ahorcarlos. LADY MACDUFF-Dios te valga, diablillo. Pero, ¿qué vas a hacer sin un padre? HIJO-Si hubiera muerto, tú le llorarías. Si no le llorases, sería señal de que pronto tendría otro padre. LADY MACDUFF-¡Ay, mi parlanchín! ¡Cuánto hablas! Entra un MENSAJERO. MENSAJERO-Dios os bendiga, señora. No me conocéis, pero yo sí conozco vuestro rango. Temo que algún peligro se os acerca. Si queréis tomar consejo de un hombre sencillo, no sigáis aquí, marchaos con vuestros hijos. Tal vez sea brutal asustaros así,

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pero más atroz sería el ataque que ya tenéis muy cerca. El cielo os asista; más no puedo quedarme. Sale. LADY MACDUFF-¿Adónde huir? Yo no he hecho ningún daño. Aunque bien recuerdo que estoy en el mundo, donde suele alabarse el hacer daño y hacer bien se juzga locura temeraria. Entonces, ¿a qué acogerse a la defensa mujeril diciendo que no he hecho ningún daño? Entran ASESINOS. ¿Qué caras son estas? ASESINO-¿Dónde está vuestro esposo? LADY MACDUFF-Espero que en ningún lugar tan impío donde alguien como tú pueda encontrarle. ASESINO-Es un traidor. HIJO-¡Mentira, canalla peludo! ASESINO-¡Cómo, renacuajo! ¡Cachorro de traición! [Le mata.] HIJO-Me ha matado, madre. ¡Huye, te lo ruego! Sale [LADY MACDUFF] gritando «Criminal!» (perseguida por los ASESINOS]. Escena III Entran MALCOLM y MACDUFF. MALCOLM-Busquemos una sombra solitaria donde vaciar de nuestro pecho la tristeza. MACDUFF -Mejor empuñemos la espada mortal y, como hombres dignos, defendamos

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nuestra patria derribada. Cada nuevo día gimen más viudas, lloran más huérfanos, hieren más pesares la bóveda del cielo, que resuena cual sufriendo con Escocia y lanzando iguales sílabas de pena. MALCOLM -Lloraré lo que crea, creeré lo que sepa y, lo que pueda, hallaré ocasión de corregirlo. Lo que me has dicho tal vez sea verdad. A ese tirano, cuyo solo nombre nos llaga la lengua, se le tenía por hombre de bien. Tú le has querido, él no te ha tocado. Soy joven, y conmigo bien podrías ganarte su favor. Sería muy juicioso ofrendar un corderillo débil a inocente y aplacar a un dios airado. MACDUFF -Yo no soy un traidor. MALCOLM -Pero Macbeth sí. Hasta un alma buena y virtuosa puede flaquear ante una orden regia. Mas perdóname: mis ideas no pueden cambiar to que tú eres. Los ángeles aún brillan, aunque cayera el más brillante. La maldad puede disfrazarse de virtud, mas la virtud no lleva máscara. MACDUFF -He perdido mi esperanza. MALCOLM -Quizá donde nace mi recelo. ¿Por qué sin despedirte, de improviso, dejaste esposa a hijos, valiosos alicientes, fuertes nudos de amor? Te lo ruego, que no te deshonren mis sospechas: es por mi seguridad. Tal vez seas muy leal, piense yo lo que piense. MACDUFF -¡Desángrate, pobre patria! Gran tiranía, pon sólidos cimientos: la bondad no se atreve a contenerte. Cíñete tu agravio: lo confirmó tu derecho. Adiós, señor. Yo no sería el canalla que pensáis

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por todo el territorio del tirano con el Oriente y sus riquezas. MALCOLM -No te ofendas. No hablo así porque sienta total desconfianza. Creo que nuestra patria se hunde bajo el yugo, sangra, llora, y que cada día se añade a sus heridas otra cuchillada. También creo que por mi causa se alzarían muchas manos y aquí el rey inglés me ha ofrecido generoso varios miles. Y, sin embargo, cuando pise la cabeza del tirano o la clave en la punta de mi espada, la pobre Escocia sufrirá males peores, más padecimientos y de más maneras que nunca con el que le suceda. MACDUFF -¿Quién será? MALCOLM -Me refiero a mí mismo, en quien está tan injertado todo género de vicios que, cuando se destapen, el negro Macbeth parecerá más blanco que la nieve y el pobre país le tendrá por un cordero, comparado con mis vicios infinitos. MACDUFF -De las legiones del horrible infierno jamás saldrá un diablo más maldito en sus maldades que Macbeth. MALCOLM -Es cierto que es sanguinario, lascivo, codicioso, pérfido, falsario, violento, malicioso, con tintes de todo pecado que tenga nombre. Pero mi lujuria no tiene fondo, ninguno. Vuestras esposas, hijas, madres y doncellas no podrían llenar mi pozo, y mi pasión derribaría cualquier barrera de pudor que se opusiera a mi deseo. Antes que uno así, mejor que reine Macbeth. MACDUFF -La intemperancia sin freno

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es tirana de la vida: ha causado la prematura pérdida de tronos y la caída de muchos reyes. Mas no temáis tomar lo que es vuestro: en secreto podéis dar campo libre a los placeres pareciendo casto y así engañando al mundo. Damas complacientes no escasean y en vos no puede haber tal buitre que devore a cuantas se ofrezcan a la soberanía al verla en tal disposición. MALCOLM -Además, crece en mi carácter mal compuesto codicia tan insaciable que, si yo fuera rey, acabaría con los nobles por tener sus tierras, desearía las joyas de éste, la casa de aquél, y tener más sería como una salsa que más hambre me diera, haciéndome emprender injustos pleitos contra fieles y leales para hundirlos por sus bienes. MACDUFF -La codicia arraiga hondo y crece con raíces más perversas que la lujuria, flor de verano; fue la espada que dio muerte a muchos reyes nuestros. Mas no temáis: Escocia es pródiga en recursos que colmarán vuestro deseo, y sólo en vuestras propias tierras. Todo eso lo equilibran las virtudes. MALCOLM -Que yo no tengo. Las que convienen a un rey, como justicia, verdad, templanza, constancia, largueza, perseverancia, clemencia, humildad, entrega, paciencia, valor, fortaleza, en mí ni asoman. En cambio, soy fecundo en variaciones sobre cada delito, que practico de muchas maneras. Si tuviese yo el poder, echaría la miel de la concordia a los infiernos, turbaría la paz del mundo, destruiría la unidad de la tierra. MACDUFF -¡Ah, Escocia, Escocia!

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MALCOLM -Si alguien así es digno de reinar, dilo. Yo soy el que he dicho. MACDUFF -¿Digno de reinar? No, ni de vivir. ¡Ah, mísero país! Con un tirano usurpador, de cetro ensangrentado, ¿cuándo volverán tus días de salud si el legítimo heredero de tu trono se acusa y excluye a sí mismo, renegando de su sangre? Vuestro augusto padre era un rey sacrosanto, y vuestra madre, la reina, más veces de rodillas que de pie, moría cada día de su vida. Adiós. Los males que os habéis imputado me desterraron de Escocia. Pecho mío, aquí acaba tu esperanza. MALCOLM -Macduff, toda esa noble emoción, hija de la integridad, borra de mi alma mis negras sospechas y reconcilia mi ánimo con tu honor y verdad. Con tretas semejantes el diabólico Macbeth ha intentado ganarme para sí, mas la prudente mesura frena mi credulidad. Desde ahora, poniendo por testigo al Dios del cielo, me entrego a tu guía y me retracto de las acusaciones que me hacía: me desdigo de los vicios y defectos que me he imputado por extraños a mi ser. Todavía no conozco mujer, nunca he perjurado, apenas codicié lo que era mío, nunca he sido desleal, jamás traicionaría al diablo con los suyos y amo tanto la verdad como la vida. Mi primera falsedad ha sido ésta, conmigo. El que soy realmente tuyo es, y al servicio de mi patria. A ella, antes de que tú llegases, se disponía a partir el viejo Siward

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con diez mil hombres aguerridos y dispuestos Vayamos todos juntos y sea feliz el resultado como justa es nuestra causa. ¿Por qué callas? MACDUFF -No es fácil conciliar a la vez lo agradable con lo desagradable. Entra un MÉDICO. MALCOLM -Ahora seguimos. – ¿Podéis decirme si va a salir el rey? MÉDICO -Sí, señor. Hay una pobre multitud esperando a que les cure: su dolencia desafía nuestro arte, pero él los toca (tal santidad el cielo dio a su mano) y en seguida están curados. MALCOLM -Gracias, doctor. [Sale el MÉDICO.] MACDUFF-¿A qué dolencia se refiere? MALCOLM -La llaman el mal del rey. Es un acto milagroso de este soberano que a menudo le he visto realizar desde que estoy en Inglaterra. Cómo le inspira el cielo sólo él lo sabe: a enfermos con males pasmosos, hinchados, llagados, de angustioso aspecto, desesperanza de la medicina, los cura colgándoles del cuello una medalla de oro que les pone rezando. Se dice que al linaje real que le suceda legará su virtud curativa. A su insólito poder se une el don celestial de la profecía, y las diversas bendiciones que rodean su trono que confirman su gracia divina. Entra Ross.

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MACDUFF-Mira quién viene. MALCOLM-Un compatriota, mas no le reconozco. MACDUFF -Mi muy noble pariente, bienvenido. MALCOLM -Ahora le conozco. Que Dios quite pronto las causas que nos cambian en extraños. ROSS-Así sea. MACDUFF -¿Está Escocia donde estaba? ROSS-¡Ah, pobre patria! Apenas se conoce. Ya no puede llamarse nuestra madre, sino nuestra tumba, donde, salvo al ignorante, a nadie se ve sonreír; donde no se oyen los suspiros, ayes y gemidos que rasgan el aire; donde el dolor más violento parece un vulgar trastorno. Ya nadie pregunta por quién tocan a muerto, y los hombres de bien caen antes que la flor de su sombrero, muriendo sin enfermar. MACDUFF -Un relato muy elaborado, aunque muy cierto. MALCOLM -¿Cuál es el último dolor? ROSS-El de hace una hora ya lo silban; cada minuto engendra uno nuevo. MACDUFF -¿Cómo está mi esposa? ROSS-Pues bien. MACDUFF -¿Y mis hijos? ROSS-Bien también. MACDUFF-¿No ha turbado su paz ese tirano? ROSS-No, estaban en paz cuando los dejé. MACDUFF-No escatimes las palabras. ¿Cómo va todo? ROSS-Cuando venía para traer las nuevas que llevo con pesar, corrió el rumor de que se alzaban muchos hombres dignos, lo que pude comprobar personalmente al ver movilizadas las tropas del tirano. Es la hora de ayudar. Vuestra presencia en Escocia crearía soldados y aun las mujeres lucharían

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por atajar sus desventuras. MALCOLM -Que les conforte saber que ya vamos. El augusto rey inglés nos presta diez mil hombres y al buen Siward. No hay soldado mejor ni más curtido en toda la cristiandad. ROSS-Ojalá pudiera yo corresponder a ese consuelo. Mis palabras sólo son para gritar en el vacío, donde nadie pueda oírlas. MACDUFF -¿De qué se trata? ¿Es de interés general o es dolor que concierne a una persona? ROSS-Ningún alma honrada podrá sustraerse a esta angustia, aunque la parte principal te pertenece a ti. MACDUFF-Si es mía, no te la guardes. Vamos, dámela. ROSS-Que tus oídos no desprecien mi lengua de por vida: el sonido que va a darles será el más triste que jamás oyeron. MACDUFF -¡Mmm! Creo que lo adivino. ROSS-Asaltaron tu castillo. Mataron salvajemente a tu mujer y tus criaturas. Contarte cómo, sería añadir tu muerte al montón de pobres víctimas. MALCOLM -¡Cielos clementes! – Vamos, no tires del sombrero hacia los ojos. Expresa tus penas: dolor que te guardes musita a tu pecho y le pide que estalle. MACDUFF-¿Mis hijos también? ROSS- Esposa, hijos, servidumbre, todos los que hallaron. MACDUFF-¡Y yo tan lejos! - ¿Mataron a mi esposa? ROSS- Ya lo he dicho. MALCOLM-Consuélate. Nuestra gran venganza será la medicina que cure este dolor.

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MACDUFF-Él no tiene hijos. ¿Todos mis pequeños? ¿Has dicho todos? ¡Buitre del infierno! ¿Todos? ¿Todos mis polluelos con su madre de un cruel zarpazo? MALCOLM -Afróntalo como un hombre. MACDUFF -Así lo haré, mas también debo sentirlo como un hombre. No puedo olvidar que existían unos seres que me eran tan queridos. ¿El cielo fue testigo y no los defendió? Macduff pecador, murieron por tu culpa. Malvado de mí, no por sus ofensas, sino por las mías, la muerte cayó sobre sus almas. El cielo les dé paz. MALCOLM -Afila tu espada en tu dolor. Tu pena se convierta en rabia y no te embote el ánimo: que te lo irrite. MACDUFF -¡Ah, podría llorar como mujer y bramar con esta lengua! Mas, cielos benignos, atajad todo intervalo: ponedme a mí y al verdugo de Escocia frente a frente, que esté al alcance de mi acero. Si se me escapa, que Dios le perdone a él también. MALCOLM -Ese tono ya es de hombres. Vamos con el rey. La tropa está lista; sólo resta despedirnos. Macbeth está maduro para la caída y los poderes del cielo ya toman sus armas. Tu aliento reanima: muy larga es la noche que no encuentra el día.

SALEN

ACTO V

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Escena I Entran un MÉDICO y una DAMA de compañía. MÉDICO-He velado dos noches con vos, mas no he visto que sea cierta vuestra historia. ¿Cuándo fue la última vez que paseó dormida? DAMA-Desde que Su Majestad salió con el ejército la he visto levantarse, ponerse la bata, abrir su escritorio, sacar papel, doblarlo, escribir en él, leerlo, sellarlo y después acostarse. Y todo en el más profundo sueño. MÉDICO-Gran alteración de la naturaleza, gozar el beneficio del sueño a la vez que conducirse igual que en la vigilia. En tal trastorno soñoliento, además de caminar y otras acciones, ¿la habéis oído decir algo alguna vez? DAMA-Sí, señor. Cosas que no repetiré. MÉDICO-Conmigo podéis y conviene que lo hagáis. DAMA-Ni con vos ni con nadie, no teniendo testigos que me apoyen. Entra LADY MACBETH con una vela. Mirad, ahí llega. Así es como sale, y os juro que está bien dormida. Escondeos y observadla. MÉDICO -¿De dónde ha sacado esa luz? DAMA -La tenía a su lado. Siempre tiene una luz a su lado. Fue orden suya. MÉDICO-¿Véis? Tiene los ojos abiertos. DAMA-Sí, pero la vista cerrada. MÉDICO-¿Qué hace ahora? Mirad cómo se frota las manos. DAMA-Acostumbra a hacerlo como si se lavara las manos. La he visto seguir así un cuarto de hora. LADY MACBETH-Aún queda una mancha. MÉDICO-¡Chsss..! Está hablando. Anotaré lo que diga para asegurar mi memoria. LADY MACBETH-¡Fuera, maldita mancha! ¡Fuera digo! - La una, las dos; es el momento de hacerlo. - El infierno es sombrío. ¡Cómo, mi señor! ¿Un soldado y con miedo? ¿Por qué temer que se conozca si nadie nos puede pedir cuentas? - Mas, ¿quién iba a pensar que el viejo tendría tanta sangre? MÉDICO-¿Os fijáis? LADY MACBETH-El Barón de Fife tenía esposa. ¿Dónde está ahora? -¡Ah! ¿Nunca tendré limpias estas manos? - Ya basta, mi señor; ya basta. Lo estropeas todo con tu pánico. MÉDICO-¡Vaya! Sabéis lo que no debíais. DAMA-Ha dicho lo que no debía, estoy segura. Lo que sabe, sólo Dios lo sabe. LADY MACBETH-Aún queda olor a sangre. Todos los perfumes de Arabia no darán fragancia a esta mano mía. ¡Ah, ah, ah!

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MÉDICO-¡Qué suspiro! Grave carga la de su corazón. DAMA-Ni por toda la realeza de su cuerpo llevaría yo en el pecho un corazón así. MÉDICO-Bien, bien, bien. DAMA-Dios quiera que así sea, señor. MÉDICO-A este mal no llega mi ciencia. Con todo, he conocido sonámbulos que murieron en su lecho santamente. LADY MACBETH-Lávate las manos, ponte la bata, no estés tan pálido: te repito que Banquo está enterrado; no puede salir de la tumba. MÉDICO-¿Es posible? LADY MACBETH-Acuéstate, acuéstate. Están llamando a la puerta. Ven, ven, ven, ven, dame la mano. Lo hecho no se puede deshacer. Acuéstate, acuéstate, acuéstate. Sale. MÉDICO-¿Va a acostarse? DAMA- Ahora mismo. MÉDICO-Corren temibles rumores; actos monstruosos engendran males monstruosos; almas viciadas descargan sus secretos a una almohada sorda: más que un médico, necesita un sacerdote. Dios, Dios nos perdone a todos. Cuidad de ella, apartad de su lado cuanto pueda dañarla y vigiladla de cerca. Buen descanso: lo que he visto me aturde y deja asombrado. Pienso, mas no me atrevo a hablar. DAMA -Buenas noches, doctor. Salen. Escena II Entran, con tambores y bandera, MENTETH, CATHNESS, ANGUS, LENNOX y soldados. MENTETH-El ejército inglés ya está cerca; lo mandan Malcolm, su tío Siward y el buen Macduff. La venganza arde en ellos: su justa causa movería al hombre más insensible a fiero y sangriento combate.

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ANGUS -Los encontraremos junto al bosque de Birnam: es por donde vienen. CATHNESS -¿Sabe alguien si Donalbain va con su hermano? LENNOX -No, seguro que no. Tengo una lista de toda la nobleza: está el hijo de Siward y muchos imberbes que por vez primera ostentan su hombría. MENTETH-¿Qué hace el tirano? CATHNESS-Fortifica reciamente el gran Dunsinane. Unos dicen que está loco; otros, que le odian menos, lo llaman intrépida furia. Lo cierto es que no puede abrochar su mórbida causa en la correa del orden. ANGUS-Ahora siente sus crímenes secretos pegados a las manos. Ahora, a cada instante, las revueltas condenan su perfidia; cuando manda, le obedecen porque manda, nunca por afecto. Ahora ve que la realeza le viene muy ancha, como ropa de gigante sobre un ladrón enano. MENTETH -¿A quién puede extrañarle que sus nervios torturados se encojan de pavor, cuando todo lo que lleva en ese cuerpo se avergüenza de ocuparlo? CATHNESS -Bien, en marcha, a rendir acatamiento a quien le corresponde. Vayamos al encuentro del médico que ha de sanar esta nación y derramemos con él cuantas gotas de sangre purguen nuestra patria. LENNOX -Todas cuantas puedan regar la flor regia y anegar la mala hierba. ¡En marcha hacia Birnam! Salen marchando. Escena III Entran MACBETH, el MÉDICO y acompañamiento.

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MACBETH -¡No me traigáis más noticias! ¡Que huyan todos! Mientras el bosque de Birnam no venga a Dunsinane, no cederé al miedo. ¿Quién es el niño Malcolm? ¿No nació de mujer? Los espíritus que saben todo humano acontecer me aseguraron: «No temas, Macbeth. Nadie nacido de mujer tendrá poder sobre ti.» Conque huid, falsos barones, y mezclaos con esos epicúreos de ingleses: ni la mente que me guía ni mi pecho flaqueará en la duda o cejará por miedo. Entra un CRIADO. ¡El diablo lo ponga negro, pálido imbécil! ¿De dónde sacaste esa cara de ganso? CRIADO-Señor, hay diez mil... MACBETH-¿Gansos, miserable? CRIADO-Soldados, señor. MACBETH-¡Aráñate la cara y colora ese miedo, hígados blandos! ¿Qué soldados, bobo? ¡Muerte a tu alma! Esas mejillas de lino mueven al espanto. ¿Qué soldados, cara de leche? CRIADO-Con permiso, el ejército inglés. MACBETH-¡Llévate esa cara! [Sale el CRIADO.] ¡Seyton! - Se me encoge el alma cuando veo... - ¡Eh, Seyton! - Este ataque asentará mi suerte o me destronará. He vivido bastante; la senda de mi vida ha llegado al otoño, a la hoja amarilla, y lo que debe acompañar a la vejez, como honra, afecto, obediencia, amigos sin fin, no puedo pretenderlo. En su lugar, maldiciones,

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calladas, mas profundas; palabras insinceras que mi pobre alma rehusaría, mas no se atreve. – ¿Seyton? Entra SEYTON. SEYTON-¿Qué deseáis, Majestad? MACBETH-¿Qué más noticias? SEYTON-Todas las que había se han confirmado. MACBETH-Lucharé hasta que arranquen la carne de mis huesos. Tráeme la anmadura. SEYTON-Aún no hace falta. MACBETH-Quiero ponérmela. Mandad más jinetes, batid el territorio, ahorcad al que hable de miedo. ¡La armadura! ¿Cómo está la enferma, doctor? MÉDICO-Más que una dolencia, señor, la atormenta una lluvia de visiones que la tiene sin dormir. MACBETH -Pues cúrala. ¿No puedes tratar un alma enferma, arrancar de la memoria un dolor arraigado, borrar una angustia grabada en la mente y, con un dulce antídoto que haga olvidar, extraer lo que ahoga su pecho y le oprime el corazón? MÉDICO -En eso el paciente debe ser su propio médico. MACBETH-¡La medicina, a los perros! A mí no me sirve. – Vamos, ponme la armadura. ¡Mi bastón de mando! Seyton, que salgan. - Doctor, los barones huyen de mí. – Vamos, rápido. - Si puedes, doctor, examinar la orina de mi tierra, señalar su mal y devolverle su robusta y prístina salud te aplaudiría hasta que el eco a su vez lo aplaudiera. - Tira fuerte. – ¿Qué ruibarbo, poción, medicamento

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nos purgaría de estos ingleses? ¿Sabes de ellos? MÉDICO-Sí, Majestad. Vuestras medidas de guerra nos llevan a oír algo. MACBETH -[a SEYTON] Eso tráetelo.– Sólo temeré la muerte o la ruina si viene a Dunsinane el bosque de Bimam. MÉDICO [aparte] -Si me hubiera ido ya de Dunsinane, nunca por dinero habría de volver. Salen. Escena IV Entran, con tambores y bandera, MALCOLM, SIWARD, MACDUFF, el JOVEN SIWARD, MENTETH, CATHNESS, ANGUS y soldados en marcha. MALCOLM -Parientes, espero que esté cerca el día en que nuestra alcoba sea un lugar seguro. MENTETH -No nos cabe duda. SIWARD -¿Qué bosque es el de ahí enfrente? MENTETH-El bosque de Birnam. MALCOLM -Que cada soldado corte una rama y la lleve delante. Así encubriremos nuestro número, y quienes nos observen errarán su cálculo. SOLDADO -A vuestras órdenes. SIWARD -Según nuestras noticias, el tirano aguarda confiado en Dunsinane y dejará que le pongamos cerco. MALCOLM-Esa es su esperanza, pues, cuando ha habido ocasión de escapar, nobles y humildes le han abandonado y sólo están con él unos míseros forzados que le siguen sin ánimo. MACDUFF -Que el justo dictamen venga tras los hechos; ahora entremos en acción marcial. SIWARD -Se acerca la hora

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en que se podrá distinguir de cierto lo que nuestro llamamos y lo que es nuestro. Nutren esperanzas las suposiciones, mas la certidumbre la darán los golpes. ¡Hacia ella avance la guerra! Salen en marcha. Escena V Entran MACBETH, SEYTON y soldados, con tambores y bandera. MACBETH-¡Izad los estandartes sobre las murallas! Siguen gritando: «¡Ya vienen! » La robustez del castillo se reirá del asedio. Ahí queden hasta que se los coma la peste y el hambre. De no estar reforzados por los nuestros, los habríamos combatido cara a cara hasta echarlos a su tierra. Gritos de mujeres, dentro. ¿Qué ruido es ese? SEYTON-Gritos de mujeres, mi señor. [Sale.] MACBETH-Ya casi he olvidado el sabor del miedo. Hubo un tiempo en que el sentido se me helaba al oír un chillido en la noche, y mi melena se erizaba ante un cuento aterrador cual si en ella hubiera vida. Me he saciado de espantos, y el horror, compañero de mi mente homicida, no me asusta. [Entra SEYTON.] ¿Por qué esos gritos? SEYTON -Mi señor, la reina ha muerto.

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MACBETH-Había de morir tarde o temprano; alguna vez vendría tal noticia. Mañana, y mañana, y mañana se arrastra con paso mezquino día tras día hasta la sílaba final del tiempo escrito, y la luz de todo nuestro ayer guió a los bobos hacia el polvo de la muerte. ¡Apágate, breve llama! La vida es una sombra que camina, un pobre actor que en escena se arrebata y contonea y nunca más se le oye. Es un cuento que cuenta un idiota, lleno de ruido y de furia, que no significa nada. Entra un MENSAJERO. Tú vienes a usar la lengua. ¡Venga la noticia! MENSAJERO -Augusto señor, debo informar de lo que he visto, aunque no sé cómo hacerlo. MACBETH -Pues dilo ya. MENSAJERO-Estando de vigía ahí en lo alto, he mirado hacia Birnam y me ha parecido que el bosque empezaba a moverse. MACBETH-¡Infame embustero! MENSAJERO-Sufra yo vuestra cólera si miento: podéis ver que se acerca a menos de tres millas. Repito que el bosque se mueve. MACBETH-Si no es cierto, te colgaré vivo del primer árbol hasta que el hambre te seque. Si es verdad, no me importa que lo hagas tú conmigo. - Refreno mi determinación; ya recelo de equívocos del diablo, que miente bajo capa de verdad. «Nada temas hasta que el bosque de Birnam venga a Dunsinane», y ahora un bosque viene a Dunsinane. ¡A las armas, fuera!

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Si se confirma lo que dice el mensaje, tan inútil es huir como quedarse. Empiezo a estar cansado del sol, y ojalá que el orden del mundo fuese a reventar. ¡Toca al arma, sople el viento, venga el fin, pues llevando la armadura he de morir! Salen. Escena VI Entran, con tambores y bandera, MALCOLM, SIWARD, MACDUFF y el ejército, con ramas. MALCOLM-Ahora estamos cerca: tirad la verde cortina y mostraos como sois. - Vos, mi digno tío, con mi primo y noble hijo vuestro, mandaréis el primer batallón. El buen Macduff y yo nos ocuparemos de todo to restante conforme a nuestro plan. SIWARD-Id con Dios. Si encontrásemos la hueste del tirano, que nos venza si en la lucha flaqueamos. MACDUFF -¡Dad a las trompetas aliento vibrante, esas mensajeras de muerte y de sangre! Salen. Toque de trompetas prolongado. Escena VII Entra MACBETH. MACBETH-Me han atado al palo y no puedo huir: como el oso, haré frente a la embestida. ¿Quién no ha nacido de mujer? Sólo a éste he de temer, a nadie más. Entra el JOVEN SIWARD.

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JOVEN SIWARD-¿Cómo to llamas? MACBETH-Te aterraría saberlo. JOVEN SIWARD-No, aunque tu nombre abrase más que cualquiera del infierno. MACBETH-Me llamo Macbeth. JOVEN SIWARD-Ni el diablo podría pronunciar un nombre más odioso a mis oídos. MACBETH-No, ni más temible. JOVEN SIWARD-Mientes, tirano execrable. Probaré tu mentira con mi espada. Pelean y cae muerto el JOVEN SIWARD. MACBETH-Tú naciste de mujer. De todas las armas y espadas me río si el que las empuña es de mujer nacido. Sale. Fragor de batalla. Entra MACDUFF. MACDUFF-De ahí viene el ruido. ¡Enseña la cara, tirano! Si te matan y el golpe no es mío, las sombras de mi esposa y de mis hijos siempre han de acosarme. No puedo herir a los pobres mercenarios, pagados por blandir varas: o contigo, Macbeth, o envaino mi espada, indemne y ociosa. Ahí estás, sin duda: ese choque de armas parece anunciar a un hombre de rango. Fortuna, deja que lo encuentre, que más no te pido. Sale. Fragor de batalla. Entran MALCOLM y SIWARD. SIWARD-Por aquí. El castillo se rinde de grado. Los hombres del tirano dividen sus lealtades, los nobles barones pelean con ardor, la victoria se anuncia casi nuestra

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y poco resta por hacer. MALCOLM-Algunos del bando enemigo combaten de nuestro lado. SIWARD -Y ahora, entra en el castillo. Salen. Fragor de batalla. Entra MACBETH. MACBETH-¿Por qué voy a hacer el bobo romano y morir por mi espada? Mientras vea hombres vivos, en ellos lucen más las cuchilladas. Entra MACDUFF. MACDUFF-¡Vuélvete, perro infernal, vuélvete! MACBETH-De todos los hombres sólo a ti he rehuido. Vete de aquí: mi alma ya está demasiado cargada de tu sangre. MACDUFF-No tengo palabras; hablará mi espada, tú, ruin, el más sanguinario que pueda proclamarse. Luchan. Fragor de batalla. MACBETH-Tu esfuerzo es en vano. Antes que hacerme sangrar, tu afilado acero podrá dejar marca en el aire incorpóreo. Caiga tu espada sobre débiles penachos. Vivo bajo encantamiento, y no he de rendirme a nadie nacido de mujer. MACDUFF-Desconfía de encantamientos: que el espíritu al que siempre has servido te diga que del vientre de su madre Macduff fue sacado antes de tiempo. MACBETH -Maldita sea la lengua que lo dice y amedrenta lo mejor de mi hombría. No creamos ya más en demonios que embaucan y nos confunden con esos equívocos,

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que nos guardan la promesa en la palabra y nos roban la esperanza. - Contigo no lucho. MACDUFF -Entonces, ríndete, cobarde, y vive para ser espectáculo del mundo. Te llevaremos, como a un raro monstruo, pintado sobre un poste con este letrero: «Ved aquí al tirano». MACBETH -No pienso rendirme para morder el polvo a los pies del joven Malcolm y ser escarnio de la chusma injuriosa. Aunque el bosque de Birnam venga a Dunsinane y tú, mi adversario, no nacieras de mujer, lucharé hasta el final. Empuño mi escudo delante del cuerpo: pega bien, Macduff; maldito el que grite: «¡Basta, basta ya!» Salen luchando. Fragor de batalla. Entran luchando y MACBETH cae muerto. Sale MACDUFF con el cuerpo de MACBETH. Toque de retreta. Trompetas. Entran, con tambores y bandera, MALCOLM, SIWARD, ROSS, barones y soldados.

MALCOLM-Ojalá los amigos que faltan estén a salvo. SIWARD-Habrán muerto algunos, aunque, viendo los presentes, tan grande victoria no ha sido costosa. MALCOLM -Faltan Macduff y vuestro noble hijo. ROSS-Señor, vuestro hijo pagó la deuda del soldado. Vivió para llegar a ser un hombre, mas, no bien hubo confirmado su valor en el puesto en que luchó inconmovible, murió como un hombre. SIWARD -¿Así que ha muerto? ROSS-Sí, y ya le han retirado del campo. No midáis vuestro dolor por su valía, pues entonces sería infinito. SIWARD -¿Fue herido por delante? ROSS-Sí, de frente. SIWARD -Sea entonces soldado de Dios. Si tuviera tantos hijos como tengo cabellos,

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no podría desearles mejor muerte. Su campana ya ha doblado. MALCOLM-Él merece más duelo; yo se lo daré. SIWARD-Ya más no merece: su cuenta ha pagado con su hermosa muerte. Dios sea con él. Aquí viene más consuelo. Entra MACDUFF con la cabeza de MACBETH. MACDUFF-¡Salud, rey, puesto sois! Ved aquí clavada la cabeza del vil usurpador El mundo es libre. Os rodea la flor de vuestro reino, que en su pecho ya repite mi saludo. Que sus voces digan alto con la mía: ¡Salud, rey de Escocia! TODOS -¡Salud, rey de Escocia! Toque de trompetas.

MALCOLM-No dejaré que pase mucho tiempo sin tasar el afecto que ha mostrado cada uno y pagaros mis deudas. Mis barones y parientes, desde ahora sois condes, los primeros que en Escocia alcanzan este honor. Cuanto quede por hacer y deba repararse en esta hora, como repatriar a los amigos desterrados que huyeron de las trampas de un tirano vigilante, denunciar a los bárbaros agentes de este carnicero y su diabólica reina, que, según dicen, se quitó la vida por su propia mano cruel; todo esto y cuanto sea justo, con favor divino, en modo, tiempo y lugar he de cumplirlo. Gracias, pues, a todos. Quedáis invitados a venir a Scone y verme coronado. Toque de trompetas. Salen todos

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HAMLET, PRÍNCIPE DE DINAMARCA

PERSONAJES CLAUDIO, Rey de Dinamarca. GERTRUDIS, Reina de Dinamarca. HAMLET, Príncipe de Dinamarca. FORTIMBRÁS, Príncipe de Noruega. LA SOMBRA DEL REY HAMLET. POLONIO, Sumiller de Corps. OFELIA, hija de Polonio. LAERTES, hijo. HORACIO, amigo de Hamlet. VOLTIMAN, cortesano. CORNELIO, cortesano. RICARDO, cortesano. GUILLERMO, cortesano. ENRIQUE, cortesano. MARCELO, soldado. BERNARDO, soldado. FRANCISCO, soldado. REYNALDO, criado de Polonio. DOS EMBAJADORES de Inglaterra. UN CURA. UN CABALLERO. UN CAPITÁN. UN GUARDIA. UN CRIADO. DOS MARINEROS. DOS SEPULTUREROS. CUATRO CÓMICOS. Acompañamiento de Grandes, Caballeros, Damas, Soldados, Curas, Cómicos, Criados.

La escena se representa en el Palacio y Ciudad de Elsinor, en sus cercanías y en las fronteras de Dinamarca.

ACTO I Escena I Explanada delante del Palacio Real de Elsinor. Noche oscura. FRANCISCO, BERNARDO BERNARDO.- ¿Quién está ahí? FRANCISCO.- No, respóndame él a mí. Deténgase y diga quién es. BERNARDO.- Viva el Rey.

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FRANCISCO.- ¿Es Bernardo? BERNARDO.- El mismo. FRANCISCO.- Tú eres el más puntual en venir a la hora. BERNARDO.- Las doce han dado ya; bien puedes ir a recogerte FRANCISCO.- Te doy mil gracias por la mudanza. Hace un frío que penetra y yo estoy delicado del pecho. BERNARDO.- ¿Has hecho tu guardia tranquilamente? FRANCISCO.- Ni un ratón se ha movido. BERNARDO.- Muy bien. Buenas noches. Si encuentras a Horacio y Marcelo, mis compañeros de guardia, diles que vengan presto. FRANCISCO.- Me parece que los oigo. Alto ahí. ¡Eh! ¿Quién va?

Escena II HORACIO, MARCELO y dichos. HORACIO.- Amigos de este país. MARCELO.- Y fieles vasallos del Rey de Dinamarca. FRANCISCO.- Buenas noches. MARCELO.- ¡Oh! ¡Honrado soldado! Pásalo bien. ¿Quién te relevó de la centinela? FRANCISCO.- Bernardo, que queda en mi lugar. Buenas noches. MARCELO.- ¡Hola! ¡Bernardo! BERNARDO.- ¿Quién está ahí? ¿Es Horacio? HORACIO.- Un pedazo de él. BERNARDO.- Bienvenido, Horacio; Marcelo, bienvenido. MARCELO.- ¿Y qué? ¿Se ha vuelto a aparecer aquella cosa esta noche? BERNARDO.- Yo nada he visto MARCELO.- Horacio dice que es aprehensión nuestra, y nada quiere creer de cuanto le he dicho acerca de ese espantoso fantasma que hemos visto ya en dos ocasiones. Por eso le he rogado que se venga a la guardia con nosotros, para que si esta noche

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vuelve el aparecido, pueda dar crédito a nuestros ojos, y le hable si quiere. HORACIO.- ¡Qué! No, no vendrá. BERNARDO.- Sentémonos un rato, y deja que asaltemos de nuevo tus oídos con el suceso que tanto repugnan oír y que en dos noches seguidas hemos ya presenciado nosotros. HORACIO.- Muy bien, sentémonos y oigamos lo que Bernardo nos cuente. BERNARDO.- La noche pasada, cuando esa misma estrella que está al occidente del polo había hecho ya su carrera, para iluminar aquel espacio del cielo donde ahora resplandece, Marcelo y yo, a tiempo que el reloj daba la una... MARCELO.- Chit. Calla, mírale por donde viene otra vez. BERNARDO.- Con la misma figura que tenía el difunto Rey. MARCELO.- Horacio, tú que eres hombre de estudios, háblale. BERNARDO.- ¿No se parece todo al Rey? Mírale, Horacio. HORACIO.- Muy parecido es... Su vista me conturba con miedo y asombro. BERNARDO.- Querrá que le hablen. MARCELO.- Háblale, Horacio. HORACIO.- ¿Quién eres tú, que así usurpas este tiempo a la noche, y esa presencia noble y guerrera que tuvo un día la majestad del Soberano Danés, que yace en el sepulcro? Habla, por el Cielo te lo pido. MARCELO.- Parece que está irritado. BERNARDO.- ¿Ves? Se va, como despreciándonos. HORACIO.- Detente, habla. Yo te lo mando. Habla. MARCELO.- Ya se fue. No quiere respondernos. BERNARDO.- ¿Qué tal, Horacio? Tú tiemblas y has perdido el color. ¿No es esto algo más que aprensión? ¿Qué te parece? HORACIO.- Por Dios que nunca lo hubiera creído, sin la sensible y cierta demostración de mis propios ojos. MARCELO.- ¿No es enteramente parecido al Rey? HORACIO.- Como tú a ti mismo. Y tal era el arnés de que iba ceñido cuando peleó con el ambicioso Rey de Noruega, y así le vi arrugar ceñudo la frente cuando en una altercación colérica hizo caer al de Polonia sobre el hielo, de un solo golpe... ¡Extraña

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aparición es ésta! MARCELO.- Pues de esa manera, y a esta misma hora de la noche, se ha paseado dos veces con ademán guerrero delante de nuestra guardia. HORACIO.- Yo no comprendo el fin particular con que esto sucede; pero en mi ruda manera de pensar, pronostica alguna extraordinaria mudanza a nuestra nación. MARCELO.- Ahora bien, sentémonos y decidme, cualquiera de vosotros que lo sepa; ¿por qué fatigan todas las noches a los vasallos con estas guardias tan penosas y vigilantes? ¿Para qué es esta fundición de cañones de bronce y este acopio extranjero de máquinas de guerra? ¿A qué fin esa multitud de carpinteros de marina, precisados a un afán molesto, que no distingue el domingo de lo restante de la semana? ¿Qué causas puede haber para que sudando el trabajador apresurado junte las noches a los días? ¿Quién de vosotros podrá decírmelo? HORACIO.- Yo te lo diré, o a lo menos, los rumores que sobre esto corren. Nuestro último Rey (cuya imagen acaba de aparecérsenos) fue provocado a combate, como ya sabéis, por Fortimbrás de Noruega estimulado éste de la más orgullosa emulación. En aquel desafío, nuestro valeroso Hamlet (que tal renombre alcanzó en la parte del mundo que nos es conocida) mató a Fortimbrás, el cual por un contrato sellado y ratificado según el fuero de las armas, cedía al vencedor (dado caso que muriese en la pelea) todos aquellos países que estaban bajo su dominio. Nuestro Rey se obligó también a cederle una porción equivalente, que hubiera pasado a manos de Fortimbrás, como herencia suya, si hubiese vencido; así como, en virtud de aquel convenio y de los artículos estipulados, recayó todo en Hamlet. Ahora el joven Fortimbrás, de un carácter fogoso, falto de experiencia y lleno de presunción, ha ido recogiendo de aquí y de allí por las fronteras de Noruega, una turba de gente resuelta y perdida, a quien la necesidad de comer determina a intentar empresas que piden valor; y según claramente vemos, su fin no es otro que el de recobrar con violencia y a fuerza de armas los mencionados países que perdió su padre. Este es, en mi dictamen, el motivo principal de nuestras prevenciones, el de esta guardia que hacemos, y la verdadera causa de la agitación y movimiento en que toda la nación está. BERNARDO.- Si no es esa, yo no alcanzo cuál puede ser..., y en parte lo confirma la visión espantosa que se ha presentado armada en nuestro puesto, con la figura misma del Rey, que fue y es todavía el autor de estas guerras. HORACIO.- Es por cierto una mota que turba los ojos del entendimiento. En la época más gloriosa y feliz de Roma, poco antes que el poderoso César cayese quedaron vacíos los sepulcros y los amortajados cadáveres vagaron por las calles de la ciudad, gimiendo en voz confusa; las estrellas resplandecieron con encendidas colas, cayó lluvia de sangre, se ocultó el sol entre celajes funestos y el húmedo planeta, cuya influencia gobierna el imperio de Neptuno, padeció eclipse como si el fin del mundo hubiese llegado. Hemos visto ya iguales anuncios de sucesos terribles, precursores que avisan los futuros destinos, el cielo y la tierra juntos los han manifestado a nuestro país y a nuestra gente... Pero. Silencio... ¿Veis?..., allí... Otra vez vuelve... Aunque el terror me hiela, yo le quiero salir al encuentro. Detente, fantasma. Si puedes articular sonidos, si tienes voz háblame. Si allá donde estás puedes recibir algún beneficio para tu descanso y mi perdón, háblame. Si sabes los hados que amenazan a tu país, los cuales felizmente previstos puedan evitarse, ¡ay!, habla... O si acaso, durante tu vida, acumulaste en las entrañas de la tierra mal habidos tesoros, por lo que se dice que

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vosotros, infelices espíritus, después de la muerte vagáis inquietos; decláralo... Detente y habla... Marcelo, detenle. MARCELO.- ¿Le daré con mi lanza? HORACIO.- Sí, hiérele, si no quiere detenerse. BERNARDO.- Aquí está. HORACIO.- Aquí. MARCELO.- Se ha ido. Nosotros le ofendemos, siendo él un Soberano, en hacer demostraciones de violencia. Bien que, según parece, es invulnerable como el aire, y nuestros esfuerzos vanos y cosa de burla. BERNARDO.- Él iba ya a hablar cuando el gallo cantó. HORACIO.- Es verdad, y al punto se estremeció como el delincuente apremiado con terrible precepto. Yo he oído decir que el gallo, trompeta de la mañana, hace despertar al Dios del día con la alta y aguda voz de su garganta sonora, y que a este anuncio, todo extraño espíritu errante por la tierra o el mar, el fuego o el aire, huye a su centro; y la fantasma que hemos visto acaba de confirmar la certeza de esta opinión. MARCELO.- En efecto, desapareció al cantar el gallo. Algunos dicen que cuando se acerca el tiempo en que se celebra el nacimiento de nuestro Redentor, este pájaro matutino canta toda la noche y que entonces ningún espíritu se atreve a salir de su morada, las noches son saludables, ningún planeta influye siniestramente, ningún maleficio produce efecto, ni las hechiceras tienen poder para sus encantos. ¡Tan sagrados son y tan felices aquellos días! HORACIO.- Yo también lo tengo entendido así y en parte lo creo. Pero ved como ya la mañana, cubierta con la rosada túnica, viene pisando el rocío de aquel alto monte oriental. Demos fin a la guardia, y soy de opinión que digamos al joven Hamlet lo que hemos visto esta noche, porque yo os prometo que este espíritu hablará con él, aunque ha sido para nosotros mudo. ¿No os parece que dé esta noticia, indispensable en nuestro celo y tan propia de nuestra obligación? MARCELO.- Sí, sí, hagámoslo. Yo sé en donde le hallaremos esta mañana, con más seguridad. Escena III CLAUDIO, GERTRUDIS, HAMLET, POLONIO, Caballeros, Damas y acompañamiento.

LAERTES,

VOLTIMAN,

CORNELIO,

Salón de Palacio. CLAUDIO.- Aunque la muerte de mi querido hermano Hamlet está todavía tan reciente en nuestra memoria, que obliga a mantener en tristeza los corazones y a que en todo el Reino sólo se observe la imagen del dolor; con todo eso, tanto ha combatido en mí la razón a la naturaleza, que he conservado un prudente sentimiento de su pérdida,

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junto con la memoria de lo que a nosotros nos debemos. A este fin he recibido por esposa, a la que un tiempo fue mi hermana y hoy reina conmigo, compañera en el trono de esta belicosa nación; si bien estas alegrías son imperfectas, pues en ellas se han unido a la felicidad las lágrimas, las fiestas a pompa fúnebre, los cánticos de muerte a los epitalamios de Himeneo, pesados en igual balanza el placer y la aflicción. Ni hemos dejado de seguir los dictámenes de vuestra prudencia, que en esta ocasión ha procedido con absoluta libertad de lo cual os quedo muy agradecido. Ahora falta deciros, que el joven Fortimbrás, estimándome en poco, o presumiendo que la reciente muerte de mi querido hermano habrá producido en el Reino trastorno y desunión; fiado en esta soñada superioridad, no ha cesado de importunarme con mensajes, pidiéndome le restituya aquellas tierras que perdió su padre y adquirió mi valeroso hermano, con todas las formalidades de la ley. Basta ya lo que de él he dicho. Por lo que a mí toca y en cuanto al objeto que hoy nos reúne; veisle aquí. Escribo al Rey de Noruega, tío del joven Fortimbrás, que doliente y postrado en el lecho apenas tiene noticia de los proyectos de su sobrino, a fin de que le impida llevarlos adelante, pues tengo ya exactos informes de la gente que levanta contra mí, su calidad, su número y fuerzas. Prudente Cornelio, y tú Voltiman, vosotros saludareis en mi nombre al anciano Rey; aunque no os doy facultad personal para celebrar con él tratado alguno, que exceda los límites expresados en estos artículos. Id con Dios, y espero que manifestaréis en vuestra diligencia el celo de servirme. VOLTIMAN.- En esta y cualquiera otra comisión os daremos pruebas de nuestro respeto. CLAUDIO.- No lo dudaré. El Cielo os guarde. Escena IV CLAUDIO, GERTRUDIS, acompañamiento.

HAMLET,

POLONIO,

LAERTES,

Damas,

Caballeros

y

CLAUDIO.- Y tú, Laertes, ¿qué solicitas? Me has hablado de una pretensión, ¿no me dirás cuál sea? En cualquiera cosa justa que pidas al Rey de Dinamarca, no será vano el ruego. ¿Ni qué podrás pedirme que no sea más ofrecimiento mío, que demanda tuya? No es más adicto a la cabeza el corazón ni más pronta la mano en servir a la boca, que lo es el trono de Dinamarca para con tu padre. En fin, ¿qué pretendes? LAERTES.- Respetable Soberano, solicito la gracia de vuestro permiso para volver a Francia. De allí he venido voluntariamente a Dinamarca a manifestaros mi leal afecto, con motivo de vuestra coronación; pero ya cumplida esta deuda, fuerza es confesaros que mis ideas y mi inclinación me llaman de nuevo a aquel país, y espero de vuestra mucha bondad esta licencia. CLAUDIO.- ¿Has obtenido ya la de tu padre? ¿Qué dices Polonio? POLONIO.- A fuerza de importunaciones ha logrado arrancar mi tardío consentimiento. Al verle tan inclinado, firmé últimamente la licencia de que se vaya, aunque a pesar mío; y os ruego, señor, que se la concedáis. CLAUDIO.- Elige el tiempo que te parezca más oportuno para salir, y haz cuanto gustes y sea más conducente a tu felicidad. Y tú, Hamlet, ¡mi deudo, mi hijo!

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HAMLET.- Algo más que deudo, y menos que amigo. CLAUDIO.- ¿Qué sombras de tristeza te cubren siempre? HAMLET.- Al contrario, señor, estoy demasiado a la luz. GERTRUDIS.- Mi buen Hamlet, no así tu semblante manifieste aflicción; véase en él que eres amigo de Dinamarca; ni siempre con abatidos párpados busques entre el polvo a tu generoso padre. Tú lo sabes, común es a todos, el que vive debe morir, pasando de la naturaleza a la eternidad. HAMLET.- Sí señora, a todos es común. GERTRUDIS.- Pues si lo es, ¿por qué aparentas tan particular sentimiento? HAMLET.- ¿Aparentar? No señora, yo no sé aparentar. Ni el color negro de este manto, ni el traje acostumbrado en solemnes lutos, ni los interrumpidos sollozos, ni en los ojos un abundante río, ni la dolorida expresión del semblante, junto con las fórmulas, los ademanes, las exterioridades de sentimiento; bastarán por sí solos, mi querida madre, a manifestar el verdadero afecto que me ocupa el ánimo. Estos signos aparentan, es verdad; pero son acciones que un hombre puede fingir... Aquí, aquí dentro tengo lo que es más que apariencia, lo restante no es otra cosa que atavíos y adornos del dolor. CLAUDIO.- Bueno y laudable es que tu corazón pague a un padre esa lúgubre deuda, Hamlet; pero, no debes ignorarlo, tu padre perdió un padre también y aquel perdió el suyo. El que sobrevive, limita la filial obligación de su obsequiosa tristeza a un cierto término; pero continuar en interminable desconsuelo, es una conducta de obstinación impía. Ni es natural en el hombre tan permanente afecto; que anuncia una voluntad rebelde a los decretos de la Providencia, un corazón débil, un alma indócil, un talento limitado y falto de luces. ¿Será bien que el corazón padezca, queriendo neciamente resistir a lo que es y debe ser inevitable, a lo que es tan común como cualquiera de las cosas que más a menudo hieren nuestros sentidos? Este es un delito contra el Cielo, contra la muerte, contra la naturaleza misma; es hacer una injuria absurda a la razón, que nos da en la muerte de nuestros padres la más frecuente de sus lecciones, y que nos está diciendo, desde el primero de los hombres hasta el último que hoy expira: Mortales, ved aquí vuestra irrevocable suerte. Modera, pues, yo te lo ruego, esa inútil tristeza, considera que tienes un padre en mi puesto, que debe ser notorio al mundo que tú eres la persona más inmediata a mi trono y que te amo con el afecto más puro que puede tener a su hijo un padre. Tu resolución de volver a los estudios de Witemberga es la más opuesta a nuestro deseo, y antes bien te pedimos que desistas de ella; permaneciendo aquí, estimado y querido a vista nuestra, como el primero de mis Cortesanos, mi pariente y mi hijo. GERTRUDIS.- Yo te ruego Hamlet, que no vayas a Witemberga; quédate con nosotros. No sean vanas las súplicas de tu madre. HAMLET.- Obedeceros en todo será siempre mi primer conato. CLAUDIO.- Por esa afectuosa y plausible respuesta quiero que seas otro yo en el imperio danés. Venid, señora. La sincera y fiel condescendencia de Hamlet ha llenado de alegría mi corazón. En aplauso de este acontecimiento, no celebrará hoy Dinamarca festivos brindis sin que lo anuncie a las nubes el cañón robusto, y el cielo retumbe

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muchas veces a las aclamaciones del Rey repitiendo el trueno de la tierra. Venid. Escena V HAMLET solo HAMLET.- ¡Oh! ¡Si esta demasiado sólida masa de carne pudiera ablandarse y liquidarse, disuelta en lluvia de lágrimas! ¡O el Todopoderoso no asestara el cañón contra el homicida de sí mismo! ¡Oh! ¡Dios! ¡Oh! ¡Dios mío! ¡Cuán fatigado ya de todo, juzgo molestos, insípidos y vanos los placeres del mundo! Nada, nada quiero de él, es un campo inculto y rudo, que sólo abunda en frutos groseros y amargos. ¡Que esto haya llegado a suceder a los dos meses que él ha muerto! No, ni tanto, aún no ha dos meses. Aquel excelente Rey, que fue comparado con este, como con un Sátiro, Hiperión; tan amante de mi madre, que ni a los aires celestes permitía llegar atrevidos a su rostro. ¡Oh! ¡Cielo y tierra! ¿Para qué conservo la memoria? Ella, que se le mostraba tan amorosa como si en la posesión hubieran crecido sus deseos. Y no obstante, en un mes... ¡Ah! no quisiera pensar en esto. ¡Fragilidad! ¡Tú tienes nombre de mujer! En el corto espacio de un mes y aún antes de romper los zapatos con que, semejante a Niobe, bañada en lágrimas, acompañó el cuerpo de mi triste padre... Sí, ella, ella misma. ¡Cielos! Una fiera, incapaz de razón y discurso, hubiera mostrado aflicción más durable. Se ha casado, en fin, con mi tío, hermano de mi padre; pero no más parecido a él que yo lo soy a Hércules. En un mes... enrojecidos aún los ojos con el pérfido llanto, se casó. ¡Ah! ¡Delincuente precipitación! ¡Ir a ocupar con tal diligencia un lecho incestuoso! Ni esto es bueno, ni puede producir bien. Pero, hazte pedazos corazón mío, que mi lengua debe reprimirse. Escena VI HAMLET, HORACIO, BERNARDO y MARCELO HORACIO.- Buenos días, señor. HAMLET.- Me alegro de verte bueno... ¿Es Horacio? O me he olvidado de mí propio. HORACIO.- El mismo soy, y siempre vuestro humilde criado. HAMLET.- Mi buen amigo, yo quiero trocar contigo ese título que te das. ¿A qué has venido de Witemberga? ¡Ah! ¡Marcelo! MARCELO.- Señor. HAMLET.- Mucho me alegro de verte con salud también. Pero, la verdad, ¿a qué has venido de Witemberga? HORACIO.- Señor..., deseos de holgarme. HAMLET.- No quisiera oír de boca de tu enemigo otro tanto, ni podrás forzar mis oídos a que admitan una disculpa que te ofende. Yo sé que no eres desaplicado. Pero, dime, ¿qué asuntos tienes en Elsingor? Aquí te enseñaremos a ser gran bebedor antes que te vuelvas.

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HORACIO.- He venido a ver los funerales de vuestro padre. HAMLET.- No se burle de mí, por Dios, señor condiscípulo. Yo creo que habrás venido a las bodas de mi madre. HORACIO.- Es verdad, como se han celebrado inmediatamente. HAMLET.- Economía, Horacio, economía. Aún no se habían enfriado los manjares cocidos para el convite del duelo, cuando se sirvieron en las mesas de la boda... ¡Oh! yo quisiera haberme hallado en el cielo con mi mayor enemigo, antes que haber visto aquel día. ¡Mi padre!... Me parece que veo a mi padre. HORACIO.- ¿En dónde, señor? HAMLET.- Con los ojos del alma, Horacio. HORACIO.- Alguna vez le vi. Era un buen Rey. HAMLET.- Era un hombre tan cabal en todo que no espero hallar otro semejante. HORACIO.- Señor, yo creo que le vi anoche. HAMLET.- ¿Le viste? ¿A quién? HORACIO.- Al Rey vuestro padre. HAMLET.- ¿Al Rey mi padre? HORACIO.- Prestadme oído atento, suspendiendo un rato vuestra admiración, mientras os refiero este caso maravilloso apoyado con el testimonio de estos caballeros. HAMLET.- Sí, por Dios, dímelo. HORACIO.- Estos dos señores, Marcelo y Bernardo, le habían visto dos veces hallándose de guardia, como a la mitad de la profunda noche. Una figura, semejante a vuestro padre, armada según él solía de pies a cabeza, se les puso delante, caminando grave, tardo y majestuoso por donde ellos estaban. Tres veces pasó de esta manera ante sus ojos, que oprimía el pavor, acercándose hasta donde ellos podían alcanzar con sus lanzas; pero débiles y casi helados con el miedo, permanecieron mudos sin osar hablarle. Diéronme parte de este secreto horrible; voyme a la guardia con ellos la tercera noche, y allí encontré ser cierto cuanto me habían dicho, así en la hora, como en la forma y circunstancias de aquella aparición. La Sombra volvió en efecto. Yo conocí a vuestro padre, y es tan parecido a él, como lo son entre sí estas dos manos mías. HAMLET.- ¿Y en dónde fue eso? MARCELO.- En la muralla de palacio, donde estábamos de centinela. HAMLET.- ¿Y no le hablasteis?

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HORACIO.- Sí señor, yo le hablé; pero no me dio respuesta alguna. No obstante, una vez me parece que alzó la cabeza haciendo con ella un movimiento, como si fuese a hablarme; pero al mismo tiempo se oyó la aguda voz del gallo matutino y al sonido huyó con presta fuga, desapareciendo de nuestra vista. HAMLET.- ¡Es cosa bien admirable! HORACIO.- Y tan cierta como mi propia existencia. Nosotros hemos creído que era obligación nuestra avisaros de ello, mi venerado Príncipe. HAMLET.- Sí, amigos, sí... pero esto me llena de turbación. ¿Estáis de centinela esta noche? TODOS.- Sí, señor. HAMLET.- ¿Decís que iba armado? TODOS.- Sí, señor, armado. HAMLET.- ¿De la frente al pie? TODOS.- Sí, señor, de pies a cabeza. HAMLET.- Luego no le visteis el rostro. HORACIO.- Le vimos, porque traía la visera alzada. HAMLET.- ¿Y qué? ¿Parecía que estaba irritado? HORACIO.- Más anunciaba su semblante el dolor que la ira. HAMLET.- ¿Pálido o encendido? HORACIO.- No, muy pálido. HAMLET.- ¿Y fijaba la vista en vosotros? HORACIO.- Constantemente. HAMLET.- Yo hubiera querido hallarme allí. HORACIO.- Mucho pavor os hubiera causado. HAMLET.- Sí, es verdad, sí... ¿Y permaneció mucho tiempo? HORACIO.- El que puede emplearse en contar desde uno hasta ciento, con moderada diligencia. MARCELO.- Más, más estuvo. HORACIO.- Cuando yo le vi, no.

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HAMLET.- La barba blanca, ¿eh? HORACIO.- Sí, señor, como yo se la había visto cuando vivía; de un color ceniciento. HAMLET.- Quiero ir esta noche con vosotros al puesto, por si acaso vuelve. HORACIO.- ¡Oh! Sí volverá, yo os lo aseguro. HAMLET.- Si él se me presenta en la figura de mi noble padre yo le hablaré aunque el infierno mismo abriendo sus entrañas me impusiera silencio. Yo os pido a todos que así como hasta ahora habéis callado a los demás, lo que visteis, de hoy en adelante lo ocultéis con el mayor sigilo; y sea cual fuere el suceso de esta noche, fiadlo al pensamiento, pero no a la lengua; y yo sabré remunerar vuestro celo. Dios os guarde, amigos. Entre once y doce iré a buscaros a la muralla. TODOS.- Nuestra obligación es serviros. HAMLET.- Sí, conservadme vuestro amor y estad seguros del mío. Adiós. El espíritu de mi padre... Con armas... No es esto bueno. Recelo alguna maldad. ¡Oh! ¡Si la noche hubiese ya llegado! Esperémosla tranquilamente, alma mía. Las malas acciones, aunque toda la tierra las oculte, se descubren al fin a la vista humana.

Escena VII LAERTES, OFELIA Sala de la casa de Polonio. LAERTES.- Ya tengo todo mi equipaje a bordo. Adiós hermana, y cuando los vientos sean favorables y seguro el paso del mar, no te descuides en darme nuevas de ti. OFELIA.- ¿Puedes dudarlo? LAERTES.- Por lo que hace al frívolo obsequio de Hamlet, debes considerarle como una mera cortesanía, un hervor de la sangre, una violeta que en la primavera juvenil de la naturaleza se adelanta a vivir y no permanece hermosa, no durable: perfume de un momento y nada más. OFELIA.- Nada más. LAERTES.- Pienso que no, porque no sólo en nuestra juventud se aumentan las fuerzas y tamaño del cuerpo, sino que las facultades interiores del talento y del alma crecen también con el templo en que ella reside. Puede ser que él te ame ahora con sinceridad, sin que manche borrón alguno la pureza de su intención; pero debes temer, al considerar su grandeza, que no tiene voluntad propia y que vive sujeto a obrar según a su nacimiento corresponde. Él no puede como una persona vulgar, elegir por sí mismo; puesto que de su elección depende la salud y prosperidad de todo un Reino y ve aquí por qué esta elección debe arreglarse a la condescendencia unánime de aquel cuerpo de quien es cabeza. Así, pues, cuando él diga que te ama, será prudencia

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en ti no darle crédito; reflexionando que en el alto lugar que ocupa nada puede cumplir de lo que promete, sino aquello que obtenga el consentimiento de la parte más principal de Dinamarca. Considera cuál pérdida padecería tu honor, si con demasiada credulidad dieras oídos a su voz lisonjera, perdiendo la libertad del corazón o facilitando a sus instancias impetuosas el tesoro de tu honestidad. Teme, Ofelia, teme querida hermana, no sigas inconsiderada tu inclinación; huye del peligro colocándote fuera del tiro de los amorosos deseos. La doncella más honesta, es libre en exceso, si descubre su belleza al rayo de la luna. La virtud misma no puede librarse de los golpes de la calumnia. Muchas veces el insecto roe las flores hijas del verano, aun antes que su botón se rompa, y al tiempo que la aurora matutina de la juventud esparce su blando rocío, los vientos mortíferos son más frecuentes. Conviene, pues, no omitir precaución alguna, pues la mayor seguridad estriba en el temor prudente. La juventud, aun cuando nadie la combate, halla en sí misma su propio enemigo. OFELIA.- Yo conservaré para defensa de mi corazón tus saludables máximas. Pero, mi buen hermano, mira no hagas tú lo que algunos rígidos Pastores hacen mostrando áspero y espinoso el camino del Cielo, mientras como impíos y abandonados disolutos pisan ellos la senda florida de los placeres; sin cuidarse de practicar su propia doctrina. LAERTES.- ¡Oh! No lo receles. Yo me detengo demasiado; pero allí viene mi padre, pues la ocasión es favorable me despediré de él otra vez. Su bendición repetida será un nuevo consuelo para mí.

Escena VIII POLONIO, LAERTES, OFELIA POLONIO.- ¿Aún estás aquí? ¡Qué mala vergüenza! A bordo, a bordo, el viento impele ya por la popa tus velas, y a ti sólo aguardan. Recibe mi bendición y procura imprimir en la memoria estos pocos preceptos. No publiques con facilidad lo que pienses, ni ejecutes cosa no bien premeditada primero. Debes ser afable, pero no vulgar en el trato. Une a tu alma con vínculos de acero aquellos amigos que adoptaste después de examinada su conducta; pero no acaricies con mano pródiga a los que acaban de salir del cascarón y aún están sin plumas. Huye siempre de mezclarte en disputas; pero una vez metido en ellas, obra de manera que tu contrario huya de ti. Presta el oído a todos y a pocos la voz. Oye las censuras de los demás; pero reserva tu propia opinión. Sea tu vestido tan costoso cuanto tus facultades lo permitan; pero no afectado en su hechura, rico, no extravagante, porque el traje dice por lo común quién es el sujeto, y los caballeros y principales señores franceses tienen el gusto muy delicado en esta materia. Procura no dar ni pedir prestado a nadie, porque el que presta suele perder a un tiempo el dinero y el amigo, y el que se acostumbra a pedir prestado falta al espíritu de economía y buen orden, que nos es tan útil. Pero, sobre todo, usa de ingenuidad contigo mismo, y no podrás ser falso con los demás, consecuencia tan necesaria como que la noche suceda al día. Adiós y Él permita que mi bendición haga fructificar en ti estos consejos. LAERTES.- Humildemente os pido vuestra licencia. POLONIO.- Sí, el tiempo te está convidando y tus criados esperan; vete.

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LAERTES.- Adiós, Ofelia, y acuérdate bien de lo que te he dicho. OFELIA.- En mi memoria queda guardado y tú mismo tendrás la llave. LAERTES.- Adiós. Escena IX POLONIO, OFELIA POLONIO.- ¿Y qué es lo que te ha dicho, Ofelia? OFELIA.- Si gustáis de saberlo, cosas eran relativas al Príncipe Hamlet. POLONIO.- Bien pensado, en verdad. Me han dicho que de poco tiempo a esta parte te ha visitado varias veces privadamente, y que tú le has admitido con mucha complacencia y libertad. Si esto es así (como me lo han asegurado, a fin de que prevenga el riesgo) debo advertirte que no te has portado con aquella delicadeza que corresponde a una hija mía y a tu propio honor. ¿Qué es lo que ha pasado entre los dos? Dime la verdad. OFELIA.- Últimamente me ha declarado con mucha ternura su amor. POLONIO.- ¡Amor! ¡Ah! Tú hablas como una muchacha loquilla y sin experiencia, en circunstancias tan peligrosas. ¡Ternura la llamas! ¿Y tú das crédito a esa ternura? OFELIA.- Yo, señor, ignoro lo que debo creer. POLONIO.- En efecto es así, y yo quiero enseñártelo. Piensa bien que eres una niña, que has recibido por verdadera paga esas ternuras que no son moneda corriente. Estímate en más a ti propia; pues si te aprecias en menos de lo que vales (por seguir la comenzada alusión) harás que pierda el entendimiento. OFELIA.- Él me ha requerido de amores, es verdad; pero siempre con una apariencia honesta, que... POLONIO.- Sí, por cierto, apariencia puedes llamarla. ¿Y bien? Prosigue. OFELIA.- Y autorizó cuanto me decía con los más sagrados juramentos. POLONIO.- Sí, esas son redes para coger codornices. Yo sé muy bien, cuando la sangre hierve, con cuanta prodigalidad presta el alma juramentos a la lengua; pero son relámpagos, hija mía, que dan más luz que calor; estos y aquellos se apagan pronto y no debes tomarlos por fuego verdadero, ni aun en el instante mismo en que parece que sus promesas van a efectuarse. De hoy en adelante cuida de ser más avara de tu presencia virginal; pon tu conversación a precio más alto, y no a la primera insinuación admitas coloquios. Por lo que toca al Príncipe, debes creer de él solamente que es un joven, y que si una vez afloja las riendas pasará más allá de lo que tú le puedes permitir. En suma, Ofelia, no creas sus palabras que son fementidas, ni es verdadero el color que aparentan; son intercesoras de profanos deseos, y si parecen sagrados y piadosos votos, es sólo para engañar mejor. Por último, te digo claramente,

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que desde hoy no quiero que pierdas los momentos ociosos en hablar, ni mantener conversación con el Príncipe. Cuidado con hacerlo así: yo te lo mando. Vete a tu aposento. OFELIA.- Así lo haré, señor. Escena X HAMLET, HORACIO, MARCELO Explanada delante del Palacio. Noche oscura. HAMLET.- El aire es frío y sutil en demasía. HORACIO.- En efecto, es agudo y penetrante. HAMLET.- ¿Qué hora es ya? HORACIO.- Me parece que aún no son las doce. MARCELO.- No, ya han dado. HORACIO.- No las he oído. Pues en tal caso ya está cerca el tiempo en que el muerto suele pasearse. Pero, ¿qué significa este ruido, señor? HAMLET.- Esta noche se huelga el Rey, pasándola desvelado en un banquete, con gran vocería y traspieses de embriaguez y a cada copa del Rhin que bebe, los timbales y trompetas anuncian con estrépito sus victoriosos brindis. HORACIO.- ¿Se acostumbra eso aquí? HAMLET.- Sí, se acostumbra; pero aunque he nacido en este país y estoy hecho a sus estilos, me parece que sería más decoroso quebrantar esta costumbre que seguirla. Un exceso tal que embrutece el entendimiento nos infama a los ojos de las otras naciones, desde oriente a occidente. Nos llaman ebrios; manchan nuestro nombre con este dictado afrentoso y en verdad que él solo, por más que poseamos en alto grado otras buenas cualidades, basta a empañar el lustre de nuestra reputación. Así acontece frecuentemente a los hombres. Cualquier defecto natural en ellos, sea el de su nacimiento, del cual no son culpables (puesto que nadie puede escoger su origen), sea cualquier desorden ocurrido en su temperamento, que muchas veces rompe los límites y reparos de la razón, o sea cualquier hábito que se aparte demasiado de las costumbres recibidas llevando estos hombres consigo el signo de un solo defecto que imprimió en ellos la naturaleza o el acaso, aunque sus virtudes fuesen tantas cuantas es concedido a un mortal, y tan puras como la bondad celeste; serán no obstante amancilladas en el concepto público, por aquel único vicio que las acompaña. Un solo adarme de mezcla quita el valor al más precioso metal y le envilece. HORACIO.- ¿Veis? Señor, ya viene. HAMLET.- ¡Ángeles y ministros de piedad, defendednos! Ya seas alma dichosa o condenada visión, traigas contigo aura celestial o ardores del infierno, sea malvada o

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benéfica intención la tuya en tal forma te me presentas, que es necesario que yo te hable. Sí, te he de hablar... Hamlet, mi Rey, mi Padre, Soberano de Dinamarca... ¡Oh, respóndeme, no me atormentes con la duda! Dime, ¿por qué tus venerables huesos, ya sepultados, han roto su vestidura fúnebre? ¿Por qué el sepulcro donde te dimos urna pacífica te ha echado de sí, abriendo sus senos que cerraban pesados mármoles? ¿Cuál puede ser la causa de que tu difunto cuerpo, del todo armado, vuelva otra vez a ver los rayos pálidos de la luna, añadiendo a la noche horror? ¿Y que nosotros, ignorantes y débiles por naturaleza, padezcamos agitación espantosa con ideas que exceden a los alcances de nuestra razón? Di, ¿por qué es esto? ¿Por qué?, o ¿qué debemos hacer nosotros? HORACIO.- Os hace señas de que le sigáis, como si deseara comunicaros algo a solas. MARCELO.- Ved con qué expresivo ademán os indica que le acompañéis a lugar más remoto; pero no hay que ir con él. HORACIO.- No, por ningún motivo. HAMLET.- Si no quiere hablar, habré de seguirle. HORACIO.- No hagáis tal, señor. HAMLET.- ¿Y por qué no? ¿Qué temores debo tener? Yo no estimo nada la vida, en nada, y a mi alma, ¿qué puede él hacerle, siendo como él mismo cosa inmortal?... Otra vez me llama... Voyle a seguir. HORACIO.- Pero, señor, si os arrebata al mar o a la espantosa cima de ese monte, levantado sobre los que baten las ondas, y allí tomase alguna otra forma horrible, capaz de impediros el uso de la razón, y enajenarla con frenesí... ¡Ay! ved lo que hacéis. El lugar sólo inspira ideas melancólicas a cualquiera que mire la enorme distancia desde aquella cumbre al mar, y sienta en la profundidad su bramido ronco. HAMLET.- Todavía me llama... Camina. Ya te sigo. MARCELO.- No señor, no iréis. HAMLET.- Dejadme. HORACIO.- Creedme, no le sigáis. HAMLET.- Mis hados me conducen y prestan a la menor fibra de mi cuerpo la nerviosa robustez del león de Nemea. Aún me llama... Señores, apartad esas manos... Por Dios..., o quedará muerto a las mías el que me detenga. Otra vez te digo que andes, que voy a seguirte. Escena XI HORACIO, MARCELO HORACIO.- Su exaltada imaginación le arrebata.

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MARCELO.- Sigámosle, que en esto no debemos obedecerle. HORACIO.- Sí, vamos detrás de él... ¿Cuál será el fin de este suceso? MARCELO.- Algún grave mal se oculta en Dinamarca. HORACIO.- Los Cielos dirigirán el éxito. MARCELO.- Vamos, sigámosle.

Escena XII HAMLET, LA SOMBRA DEL REY HAMLET Parte remota cercana al mar. Vista a lo lejos del Palacio de Elsingor. HAMLET.- ¿Adónde me quieres llevar? Habla, yo no paso de aquí. LA SOMBRA.- Mírame. HAMLET.- Ya te miro. LA SOMBRA.- Casi es ya llegada la hora en que debo restituirme a las sulfúreas y atormentadoras llamas. HAMLET.- ¡Oh! ¡Alma infeliz! LA SOMBRA.- No me compadezcas: presta sólo atentos oídos a lo que voy a revelarte. HAMLET.- Habla, yo te prometo atención. LA SOMBRA.- Luego que me oigas, prometerás venganza. HAMLET.- ¿Por qué? LA SOMBRA.- Yo soy el alma de tu padre: destinada por cierto tiempo a vagar de noche y aprisionada en fuego durante el día; hasta que sus llamas purifiquen las culpas que cometí en el mundo. ¡Oh! Si no me fuera vedado manifestar los secretos de la prisión que habito, pudiera decirte cosas que la menor de ellas bastaría a despedazar tu corazón, helar tu sangre juvenil, tus ojos, inflamados como estrellas, saltar de sus órbitas; tus anudados cabellos, separarse, erizándose como las púas del colérico espín. Pero estos eternos misterios no son para los oídos humanos. Atiende, atiende, ¡ay! Atiende. Si tuviste amor a tu tierno padre... HAMLET.- ¡Oh, Dios! LA SOMBRA.- Venga su muerte: venga un homicidio cruel y atroz. HAMLET.- ¿Homicidio?

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LA SOMBRA.- Sí, homicidio cruel, como todos lo son; pero el más cruel y el más injusto y el más aleve. HAMLET.- Refiéremelo presto, para que con alas veloces, como la fantasía, o con la prontitud de los pensamientos amorosos, me precipite a la venganza. LA SOMBRA.- Ya veo cuán dispuesto te hallas, y aunque tan insensible fueras como las malezas que se pudren incultas en las orillas del Letheo, no dejaría de conmoverte lo que voy a decir. Escúchame ahora, Hamlet. Esparciose la voz de que estando en mi jardín dormido me mordió una serpiente. Todos los oídos de Dinamarca fueron groseramente engañados con esta fabulosa invención; pero tú debes saber, mancebo generoso, que la serpiente que mordió a tu padre, hoy ciñe su corona. HAMLET.- ¡Oh! Presago me lo decía el corazón, ¿mi tío? LA SOMBRA.- Sí, aquel incestuoso, aquel monstruo adúltero, valiéndose de su talento diabólico, valiéndose de traidoras dádivas... ¡Oh! ¡Talento y dádivas malditas que tal poder tenéis para seducir!... Supo inclinar a su deshonesto apetito la voluntad de la Reina mi esposa, que yo creía tan llena de virtud. ¡Oh! ¡Hamlet! ¡Cuán grande fue su caída! Yo, cuyo amor para con ella fue tan puro... Yo, siempre tan fiel a los solemnes juramentos que en nuestro desposorio la hice, yo fui aborrecido y se rindió a aquel miserable, cuyas prendas eran en verdad harto inferiores a las mías. Pero, así como la virtud será incorruptible aunque la disolución procure excitarla bajo divina forma, así la incontinencia aunque viviese unida a un Ángel radiante, profanará con oprobio su tálamo celeste... Pero ya me parece que percibo el ambiente de la mañana. Debo ser breve. Dormía yo una tarde en mi jardín según lo acostumbraba siempre. Tu tío me sorprende en aquella hora de quietud, y trayendo consigo una ampolla de licor venenoso, derrama en mi oído su ponzoñosa destilación, la cual, de tal manera es contraria a la sangre del hombre, que semejante en la sutileza al mercurio, se dilata por todas las entradas y conductos del cuerpo, y con súbita fuerza le ocupa, cuajando la más pura y robusta sangre, como la leche con las gotas ácidas. Este efecto produjo inmediatamente en mí, y el cutis hinchado comenzó a despegarse a trechos con una especie de lepra en áspera y asquerosas costras. Así fue que estando durmiendo, perdí a manos de mi hermano mismo, mi corona, mi esposa y mi vida a un tiempo. Perdí la vida, cuando mi pecado estaba en todo su vigor, sin hallarme dispuesto para aquel trance, sin haber recibido el pan eucarístico, sin haber sonado el clamor de agonía, sin lugar al reconocimiento de tanta culpa: presentado al tribunal eterno con todas mis imperfecciones sobre mi cabeza. ¡Oh! ¡Maldad horrible, horrible!... Si oyes la voz de la naturaleza, no sufras, no, que el tálamo real de Dinamarca sea el lecho de la lujuria y abominable incesto. Pero, de cualquier modo que dirijas la acción, no manches con delito el alma, previniendo ofensas a tu madre. Abandona este cuidado al Cielo: deja que aquellas agudas puntas que tiene fijas en su pecho, la hieran y atormenten. Adiós. Ya la luciérnaga amortiguando su aparente fuego nos anuncia la proximidad del día. Adiós. Adiós. Acuérdate de mí.

Escena XIII HAMLET, y después HORACIO y MARCELO HAMLET.- ¡Oh! ¡Vosotros ejércitos celestiales! ¡Oh! ¡Tierra!... ¿Y quién más? ¿Invocaré

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al infierno también? ¡Eh! No... Detente corazón mío, detente, y vos mis nervios no así os debilitéis en un momento: sostenedme robustos... ¡Acordarme de ti! Sí, alma infeliz, mientras haya memoria en este agitado mundo. ¡Acordarme de ti! Sí, yo me acordaré, y yo borraré de mi fantasía todos los recuerdos frívolos, las sentencias de los libros, las ideas e impresiones de lo pasado que la juventud y la observación estamparon en ella. Tu precepto solo, sin mezcla de otra cosa menos digna, vivirá escrito en el volumen de mi entendimiento. Sí, por los cielos te lo juro... ¡Oh, mujer, la más delincuente! ¡Oh! ¡Malvado! ¡Halagüeño y execrable malvado! Conviene que yo apunte en este libro... Sí... Que un hombre puede halagar y sonreírse y ser un malvado; a lo menos, estoy seguro de que en Dinamarca hay un hombre así, y éste es mi tío... Sí, tú eres... ¡Ah! Pero la expresión que debo conservar, es esta. Adiós, adiós, acuérdate de mí. Yo he jurado acordarme. HORACIO.- Señor, señor. MARCELO.- Hamlet. HORACIO.- Los Cielos le asistan. HAMLET.- ¡Oh! Háganlo así. MARCELO.- ¡Hola! ¡Eh, señor! HAMLET.- ¿Hola? amigos, ¡eh! Venid, venid acá. MARCELO.- ¿Qué ha sucedido? HORACIO.- ¿Qué noticias nos dais? HAMLET.- ¡Oh! Maravillosas. HORACIO.- Mi amado señor, decidlas. HAMLET.- No, que lo revelaréis. HORACIO.- No, yo os prometo que no haré tal. MARCELO.- Ni yo tampoco. HAMLET.- Creéis vosotros que pudiese haber cabido en el corazón humano... Pero ¿guardaréis secreto? LOS DOS.- Sí señor, yo os lo juro. HAMLET.- No existe en toda Dinamarca un infame..., que no sea un gran malvado. HORACIO.- Pero, no era necesario, señor, que un muerto saliera del sepulcro a persuadirnos esa verdad. HAMLET.- Sí, cierto, tenéis razón, y por eso mismo, sin tratar más del asunto, será bien despedirnos y separarnos; vosotros a donde vuestros negocios o vuestra

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inclinación os lleven..., que todos tienen su inclinaciones, y negocios, sean los que sean; y yo, ya lo sabéis, a mi triste ejercicio. A rezar. HORACIO.- Todas esas palabras, señor, carecen de sentido y orden. HAMLET.- Mucho me pesa de haberos ofendido con ellas, sí por cierto, me pesa en el alma. HORACIO.- ¡Oh! Señor, no hay ofensa ninguna. HAMLET.- Sí, por San Patricio, que sí la hay y muy grande, Horacio... En cuanto a la aparición... Es un difunto venerable... Sí, yo os lo aseguro... Pero, reprimid cuanto os fuese posible el deseo de saber lo que ha pasado entre él y yo. ¡Ah! ¡Mis buenos amigos! Yo os pido, pues sois mis amigos y mis compañeros en el estudio y en las armas, que me concedáis una corta merced. HORACIO.- Con mucho gusto, señor, decid cual sea. HAMLET.- Que nunca revelaréis a nadie lo que habéis visto esta noche. LOS DOS.- A nadie lo diremos. HAMLET.- Pero es menester que lo juréis. HORACIO.- Os doy mi palabra de no decirlo. MARCELO.- Yo os prometo lo mismo. HAMLET.- Sobre mi espada. MARCELO.- Ved que ya lo hemos prometido. HAMLET.- Sí, sí, sobre mi espada. LA SOMBRA.- Juradlo. HAMLET.- ¡Ah! ¿Eso dices?.. ¿Estás ahí hombre de bien?.. Vamos: ya le oís hablar en lo profundo ¿Queréis jurar? HORACIO.- Proponed la fórmula. HAMLET.- Que nunca diréis lo que habéis visto. Juradlo por mi espada. LA SOMBRA.- Juradlo. HAMLET.- ¿Hic et ubique? Mudaremos de lugar. Señores, acercaos aquí: poned otra vez las manos en mi espada, y jurad por ella, que nunca diréis nada de esto que habéis oído y visto. LA SOMBRA.- Juradlo por su espada.

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HAMLET.- Bien has dicho, topo viejo, bien has dicho... Pero ¿cómo puedes taladrar con tal prontitud los senos de la tierra, diestro minador? Mudemos otra vez de puesto, amigos. HORACIO.- ¡Oh! Dios de la luz y de las tinieblas, ¡qué extraño prodigio es éste! HAMLET.- Por eso como a un extraño debéis hospedarle y tenerle oculto. Ello es, Horacio, que en el cielo y en la tierra hay más de lo que puede soñar tu filosofía. Pero venid acá y, como antes dije, prometedme (así el Cielo os haga felices) que por más singular y extraordinaria que sea de hoy más mi conducta (puesto que acaso juzgaré a propósito afectar un proceder del todo extravagante) nunca vosotros al verme así daréis nada a entender, cruzando los brazos de esta manera, o haciendo con la cabeza este movimiento, o con frases equívocas como: sí, sí, nosotros sabemos; nosotros pudiéramos, si quisiéramos... si gustáramos de hablar, hay tanto que decir en eso; pudiera ser que... o en fin, cualquiera otra expresión ambigua, semejante a éstas, por donde se infiera que vosotros sabéis algo de mí. Juradlo; así en vuestras necesidades os asista el favor de Dios. Juradlo. LA SOMBRA.- Jurad. HAMLET.- Descansa, descansa agitado espíritu. Señores, yo me recomiendo a vosotros con la mayor instancia, y creed que por más infeliz que Hamlet se halle, Dios querrá que no le falten medios para manifestaros la estimación y amistad que os profesa. Vámonos. Poned el dedo en la boca, yo os lo ruego... La naturaleza está en desorden... ¡Iniquidad execrable! ¡Oh! ¡Nunca yo hubiera nacido para castigarla! Venid, vámonos juntos.

ACTO II Escena I POLONIO, REYNALDO Sala en casa de Polonio. POLONIO.- Reynaldo, entrégale este dinero y estas cartas. REYNALDO.- Así lo haré, señor. POLONIO.- Será un admirable golpe de prudencia, que antes de verle te informaras de su conducta. REYNALDO.- En eso mismo estaba yo. POLONIO.- Sí, es muy buena idea, muy buena. Mira, lo primero has de averiguar qué dinamarqueses hay en París, y cómo, en qué términos, con quién, y en dónde están, a quién tratan, qué gastos tienen; y sabiendo por estos rodeos y preguntas indirectas, que conocen a mi hijo, entonces ve en derechura a tu objeto, encaminando a él en particular tus indagaciones. Haz como si le conocieras de lejos, diciendo: sí, conozco a

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su padre, y a algunos amigos suyos, y aun a él un poco... ¿Lo has entendido? REYNALDO.- Sí, señor, muy bien. POLONIO.- Sí, le conozco un poco; pero... (has de añadir entonces), pero no le he tratado. Si es el que yo creo a fe que es bien calavera; inclinado a tal o tal vicio... y luego dirás de él cuanto quieras fingir; digo, pero que no sean cosas tan fuertes que puedan deshonrarle. Cuidado con eso. Habla sólo de aquellas travesuras, aquellas locuras y extravíos comunes a todos, que ya se reconocen por compañeros inseparables de la juventud y la libertad. REYNALDO.- Como el jugar, ¿eh? POLONIO.- Sí, el jugar, beber, esgrimir, jurar, disputar, putear... Hasta esto bien puedes alargarte. REYNALDO.- Y aun con eso hay harto para quitarle el honor. POLONIO.- No por cierto, además que todo depende del modo con que le acuses. No debes achacarle delitos escandalosos, ni pintarle como un joven abandonado enteramente a la disolución; no, no es esa mi idea. Has de insinuar sus defectos con tal arte que parezcan nulidades producidas de falta de sujeción y no otra cosa: extravíos de una imaginación ardiente, ímpetus nacidos de la efervescencia general de la sangre. REYNALDO.- Pero, señor... POLONIO.- ¡Ah! Tú querrás saber con qué fin debes hacer esto, ¿eh? REYNALDO.- Gustaría de saberlo. POLONIO.- Pues, señor, mi fin es éste; y creo que es proceder con mucha cordura. Cargando esas pequeñas faltas sobre mi hijo (como ligeras manchas de una obra preciosa) ganarás por medio de la conversación la confianza de aquel a quien pretendas examinar. Si él está persuadido de que el muchacho tiene los mencionados vicios que tú le imputas, no dudes que él convenga con tu opinión, diciendo: señor mío, o amigo, o caballero... En fin, según el título o dictado de la persona o del país. REYNALDO.- Sí, ya estoy. POLONIO.- Pues entonces él dice... Dice... ¿Qué iba yo a decir ahora?... Algo iba yo a decir. ¿En qué estábamos? REYNALDO.- En que él concluirá diciendo al amigo o al caballero. POLONIO.- Sí, concluirá diciendo. Es verdad... (así te dirá precisamente) algo iba yo a decir. Es verdad, yo conozco a ese mozo; ayer le vi o cualquier otro día, o en tal y tal ocasión, con este o con aquel sujeto, y allí como habéis dicho, le vi que jugaba, allá le encontré en una comilona, acullá en una quimera sobre el juego de pelota y..., (puede ser que añada) le he visto entrar en una casa pública, videlicet en un burdel, o cosa tal. ¿Lo entiendes ahora? Con el anzuelo de la mentira pescarás la verdad; que así es

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como nosotros los que tenemos talento y prudencia, solemos conseguir por indirectas el fin directo, usando de artificios y disimulación. Así lo harás con mi hijo, según la instrucción y advertencia que acabo de darte. ¿Me has entendido? REYNALDO.- Sí, señor, quedo enterado. POLONIO.- Pues, adiós; buen viaje. REYNALDO.- Señor... POLONIO.- Examina por ti mismo sus inclinaciones. REYNALDO.- Así lo haré. POLONIO.- Dejándole que obre libremente. REYNALDO.- Está bien, señor. POLONIO.- Adiós. Escena II POLONIO, OFELIA POLONIO.- Y bien, Ofelia, ¿qué hay de nuevo? OFELIA.- ¡Ay! ¡Señor, que he tenido un susto muy grande! POLONIO.- ¿Con qué motivo? Por Dios que me lo digas. OFELIA.- Yo estaba haciendo labor en mi cuarto, cuando el Príncipe Hamlet, la ropa desceñida, sin sombrero en la cabeza, sucias las medias, sin atar, caídas hasta los pies, pálido como su camisa, las piernas trémulas, el semblante triste como si hubiera salido del infierno para anunciar horror... Se presenta delante de mí. POLONIO.- Loco, sin duda, por tus amores, ¿eh? OFELIA.- Yo, señor, no lo sé; pero en verdad lo temo. POLONIO.- ¿Y qué te dijo? OFELIA.- Me asió una mano, y me la apretó fuertemente. Apartose después a la distancia de su brazo, y poniendo, así, la otra mano sobre su frente, fijó la vista en mi rostro recorriéndolo con atención como si hubiese de retratarle. De este modo permaneció largo rato; hasta que por último, sacudiéndome ligeramente el brazo, y moviendo tres veces la cabeza abajo y arriba, exhaló un suspiro tan profundo y triste, que pareció deshacérsele en pedazos el cuerpo, y dar fin a su vida. Hecho esto, me dejó, y levantada la cabeza comenzó a andar, sin valerse de los ojos para hallar el camino; salió de la puerta sin verla, y al pasar por ella, fijó la vista en mí. POLONIO.- Ven conmigo, quiero ver al Rey. Ese es un verdadero éxtasis de amor que

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siempre fatal a sí mismo, en su exceso violento, inclina la voluntad a empresas temerarias, más que ninguna otra pasión de cuantas debajo del cielo combaten nuestra naturaleza. Mucho siento este accidente. Pero, dime, ¿le has tratado con dureza en estos últimos días? OFELIA.- No señor; sólo en cumplimiento de lo que mandasteis, le he devuelto sus cartas y me he negado a sus visitas. POLONIO.- Y eso basta para haberle trastornado así. Me pesa no haber juzgado con más acierto su pasión. Yo temí que era sólo un artificio suyo para perderte... ¡Sospecha indigna! ¡Eh! Tan propio parece de la edad anciana pasar más allá de lo justo en sus conjeturas, como lo es de la juventud la falta de previsión. Vamos, vamos a ver al Rey. Conviene que lo sepa. Si le callo este amor, sería más grande el sentimiento que pudiera causarle teniéndole oculto, que el disgusto que recibirá al saberlo. Vamos. Escena III CLAUDIO, GERTRUDIS, RICARDO, GUILLERMO, acompañamiento. Salón de palacio. CLAUDIO.- Bienvenido, Guillermo, y tú también querido Ricardo. Además de lo mucho que se me dilataba el veros, la necesidad que tengo de vosotros me ha determinado a solicitar vuestra venida. Algo habéis oído ya de la transformación de Hamlet. Así puedo llamarla, puesto que ni en lo interior, ni en lo exterior se parece nada al que antes era; ni llego a imaginar que otra causa haya podido privarle así de la razón, si ya no es la muerte de su padre. Yo os ruego a entrambos, pues desde la primera infancia os habéis criado con él, y existe entre vosotros aquella intimidad nacida de la igualdad en los años y en el genio, que tengáis a bien deteneros en mi corte algunos días. Acaso el trato vuestro restablecerá su alegría, y aprovechando las ocasiones que se presenten, ved cuál sea la ignorada aflicción que así le consume para que descubriéndola, procuremos su alivio. GERTRUDIS.- Él ha hablado mucho de vosotros, mis buenos señores, y estoy segura de que no se hallaran otros dos sujetos a quienes él profese mayor cariño. Si tanta fuese vuestra bondad que gustéis de pasar con nosotros algún tiempo, para contribuir al logro de mi esperanza; vuestra asistencia será remunerada, como corresponde al agradecimiento de un Rey. RICARDO.- Vuestras Majestades tienen soberana autoridad en nosotros, y en vez de rogar deben mandarnos. GUILLERMO.- Uno y otro obedeceremos, y postramos a vuestros pies con el más puro afecto el celo de serviros que nos anima. CLAUDIO.- Muchas gracias, cortés Guillermo. Gracias, Ricardo. GERTRUDIS.- Os quedo muy agradecida, señores, y os pido que veáis cuanto antes a mi doliente hijo. Conduzca alguno de vosotros a estos caballeros, a donde Hamlet se halle.

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GUILLERMO.- Haga el Cielo que nuestra compañía y nuestros conatos puedan serle agradables y útiles. GERTRUDIS.- Sí, amén. Escena IV CLAUDIO, GERTRUDIS, POLONIO, acompañamiento. POLONIO.- Señor, los Embajadores enviados a Noruega han vuelto ya en extremo contentos. CLAUDIO.- Siempre has sido tú padre de buenas nuevas. POLONIO.- ¡Oh! Sí ¿No es verdad? Y os puedo asegurar, venerado señor, que mis acciones y mi corazón no tienen otro objeto que el servicio de Dios, y el de mi Rey; y si este talento mío no ha perdido enteramente aquel seguro olfato con que supo siempre rastrear asuntos políticos, pienso haber descubierto ya la verdadera causa de la locura del Príncipe. CLAUDIO.- Pues dínosla, que estoy impaciente de saberla. POLONIO.- Será bien que deis primero audiencia a los Embajadores; mi informe servirá de postres a este gran festín. CLAUDIO.- Tú mismo puedes ir a cumplimentarlos e introducirlos. Dice que ha descubierto, amada Gertrudis, la causa verdadera de la indisposición de tu hijo. GERTRUDIS.- ¡Ah! Yo dudo que él tenga otra mayor que la muerte de su padre y nuestro acelerado casamiento. CLAUDIO.- Yo sabré examinarle. Escena V CLAUDIO, GERTRUDIS, POLONIO, VOLTIMAN, CORNELIO, acompañamiento. CLAUDIO.- Bienvenidos, amigos. Dí, Voltiman, ¿qué respondió nuestro hermano, el Rey de Noruega? VOLTIMAN.- Corresponde con la más sincera amistad a vuestras atenciones y a vuestro ruego. Así que llegamos, mandó suspender los armamentos que hacía su sobrino, fingiendo ser preparativos contra el polaco; pero mejor informado después, halló ser cierto que se dirigían en ofensa vuestra. Indignado de que abusaran así de la impotencia a que le han reducido su edad y sus males, envió estrechas órdenes a Fortimbrás, que sometiéndose prontamente a las reprehensiones del tío, le ha jurado por último que nunca más tomará las armas contra Vuestra Majestad. Satisfecho de este procedimiento el anciano Rey, le señala sesenta mil escudos anuales, y le permite emplear contra Polonia las tropas que había levantado. A este fin os ruega concedáis paso libre por vuestros estados al ejército prevenido para tal empresa, bajo las

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condiciones de recíproca seguridad expresadas aquí. CLAUDIO.- Está bien, leeré en tiempo más oportuno sus proposiciones y reflexionaré lo que debo en este caso responderle. Entretanto os doy gracias por el feliz desempeño de vuestro encargo. Descansad. A la noche seréis conmigo en el festín. Tendré gusto de veros. Escena VI CLAUDIO, GERTRUDIS y POLONIO POLONIO.- Este asunto se ha concluido muy bien. Mi Soberano y vos, señora, explicar lo que es la dignidad de un Monarca, las obligaciones del vasallo y porque el día es día, noche la noche, y tiempo el tiempo; sería gastar inútilmente el día, la noche y el tiempo. Así, pues, como quiera que la brevedad es el alma del talento, y que nada hay más enfadoso que los rodeos y perífrasis... Seré muy breve. Vuestro noble hijo está loco; y le llamo loco, porque (si en rigor se examina) ¿qué otra cosa es la locura, sino estar uno enteramente loco? Pero, dejando esto aparte... GERTRUDIS.- Al caso, Polonio, al caso y menos artificios. POLONIO.- Yo os prometo, señora, que no me valgo de artificio alguno. Es cierto que él está loco. Es cierto que es lástima y es lástima que sea cierto; pero dejemos a un lado esta pueril antítesis, que no quiero usar de artificios. Convengamos, pues, en que está loco, y ahora falta descubrir la causa de este efecto, o por mejor decir, la causa de este defecto, porque este efecto defectuoso, nace de una causa, y así resta considerar lo restante. Yo tengo una hija... La tengo mientras es mía, que en prueba de su respeto y sumisión... Notad lo que os digo... Me ha entregado esta carta. Ahora, resumid los hechos y sacaréis la consecuencia. Al ídolo celestial de mi alma: a la sin par Ofelia... Esta es una alta frase... ¡Una falta de frase, sin par! Es una falta de frase, pero, oíd lo demás. Estas letras, destinadas a que su blanco y hermoso pecho las guarde: éstas... GERTRUDIS.- ¿Y esa carta se la ha enviado Hamlet? POLONIO.- Bueno, ¡por cierto! Esperad un poco, seré muy fiel. Duda que son de fuego las estrellas, duda si al sol hoy movimiento falta, duda lo cierto, admite lo dudoso; pero no dudes de mi amor las ansias. Estos versos aumentan mi dolor, querida Ofelia; ni sé tampoco expresar mis penas con arte; pero cree que te amo en extremo posible. Adiós. Tuyo siempre, mi adorada niña, mientras esta máquina exista. Hamlet. Mi hija, en fuerza de su obediencia, me ha hecho ver esta carta, y además me ha contado las solicitudes del Príncipe; según han ocurrido, con todas las circunstancias del tiempo, el lugar y el modo. CLAUDIO.- ¿Y ella cómo ha recibido su amor? POLONIO.- ¿En qué opinión me tenéis?

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CLAUDIO.- En la de un hombre honrado y veraz. POLONIO.- Y me complazco en probaros que lo soy. Pero, ¿qué hubierais pensado de mí, si cuando he visto que tomaba vuelo este ardiente amor...? Porque os puedo asegurar que aun antes que mi hija me hablase, ya lo había yo advertido... ¿Qué hubiera pensado de mí vuestra Majestad y la Reina que está presente, si hubiera tolerado este galanteo? ¿Si, haciéndome violencia a mí propio, hubiera permanecido silencioso y mudo, mirándolo con indiferencia? ¿Qué hubierais pensado de mí? No, señor; yo he ido en derechura al asunto, y le dije a la niña ni más ni menos. Hija, el señor Hamlet es un Príncipe muy superior a tu esfera... Esto no debe pasar adelante. Y después, le mandé que se encerrase en su estancia sin admitir recados, ni recibir presentes. Ella ha sabido aprovecharse de mis preceptos, y el Príncipe... (para abreviar la historia) al verse desdeñado, comenzó a padecer melancolías, después inapetencia, después vigilias, después debilidad, después aturdimiento y después (por una graduación natural) la locura que le saca fuera de sí, y que todos nosotros lloramos. CLAUDIO.- ¿Creéis, señora, que esto haya pasado así? GERTRUDIS.- Me parece bastante probable. POLONIO.- ¿Ha sucedido alguna vez..., tendría gusto de saberlo...? ¿Que yo haya dicho positivamente: esto hay, y que haya resultado lo contrario? CLAUDIO.- No se me acuerda. POLONIO.- Pues, separadme ésta de éste, si otra cosa hubiere en el asunto... ¡Ah! Por poco que las circunstancias me ayuden, yo descubriré la verdad donde quiera que se oculte; aunque el centro de la tierra la sepultara. CLAUDIO.- ¿Y cómo te parece que pudiéramos hacer nuevas indagaciones? POLONIO.- Bien sabéis que el Príncipe suele pasearse algunas veces por esa galería cuatro horas enteras. GERTRUDIS.- Es verdad, así suele hacerlo. POLONIO.- Pues, cuando él venga, yo haré que mi hija le salga al paso. Vos y yo nos ocultaremos detrás de los tapices, para observar lo que hace al verla. Si él no la ama y no es esta la causa de haber perdido el juicio, despedidme de vuestro lado y de vuestra corte y enviadme a una alquería a guiar un arado. CLAUDIO.- Sí, yo lo quiero averiguar. GERTRUDIS.- Pero, ¿veis? ¡Qué lástima! Leyendo viene el infeliz. POLONIO.- Retiraos, yo os lo suplico, retiraos entrambos, que le quiero hablar, si me dais licencia. Escena VII

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POLONIO, HAMLET POLONIO.- ¡Cómo os va, mi buen señor! HAMLET.- Bien, a Dios gracias. POLONIO.- ¿Me conocéis? HAMLET.- Perfectamente. Tú vendes peces. POLONIO.- ¿Yo? No señor. HAMLET.- Así fueras honrado. POLONIO.- ¿Honrado decís? HAMLET.- Sí, señor, que lo digo. El ser honrado según va el mundo, es lo mismo que ser escogido uno entre diez mil. POLONIO.- Todo eso es verdad. HAMLET.- Si el sol engendra gusanos en un perro muerto y aunque es un Dios, alumbra benigno con sus rayos a un cadáver corrupto... ¿No tienes una hija? POLONIO.- Sí, señor, una tengo. HAMLET.- Pues no la dejes pasear al sol. La concepción es una bendición del cielo; pero no del modo en que tu hija podrá concebir. Cuida mucho de esto, amigo. POLONIO.- ¿Pero qué queréis decir con eso? Siempre está pensando en mi hija. No obstante, al principio no me conoció... Dice que vendo peces... ¡Está rematado, rematado!... Y en verdad que yo también, siendo mozo, me vi muy trastornado por el amor... Casi tanto como él. Quiero hablarle otra vez. ¿Qué estáis leyendo? HAMLET.- Palabras, palabras, todo palabras. POLONIO.- ¿Y de qué se trata? HAMLET.- ¿Entre quién? POLONIO.- Digo, que ¿de qué trata el libro que leéis? HAMLET.- De calumnias. Aquí dice el malvado satírico, que los viejos tienen la barba blanca, las caras con arrugas, que vierten de sus ojos ámbar abundante y goma de ciruela; que padecen gran debilidad de piernas, y mucha falta de entendimiento. Todo lo cual, señor mío, aunque yo plena y eficazmente lo creo; con todo eso, no me parece bien hallarlo afirmado en tales términos, porque al fin, vos seríais sin duda tan joven como yo, si os fuera posible andar hacia atrás como el cangrejo. POLONIO.- Aunque todo es locura, no deja de observar método en lo que dice.

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¿Queréis venir, señor, adonde no os dé el aire? HAMLET.- ¿Adónde? ¿A la sepultura? POLONIO.- Cierto, que allí no da el aire. ¡Con qué agudeza responde siempre! Estos golpes felices son frecuentes en la locura, cuando en el estado de razón y salud tal vez no se logran. Voyle a dejar y disponer al instante el careo entre él y mi hija. Señor, si me dais licencia de que me vaya... HAMLET.- No me puedes pedir cosa que con más gusto te conceda; exceptuando la vida, eso sí, exceptuando la vida. POLONIO.- Adiós, señor. HAMLET.- ¡Fastidiosos y extravagantes viejos! POLONIO.- Si buscáis al príncipe, vedle ahí. Escena VIII HAMLET, RICARDO, GUILLERMO RICARDO.- Buenos días, señor. GUILLERMO.- Dios guarde a vuestra Alteza. RICARDO.- Mi venerado Príncipe. HAMLET.- ¡Oh! Buenos amigos. ¿Cómo va? ¡Guillermo, Ricardo, guapos mozos! ¿Cómo va? ¿Qué se hace de bueno? RICARDO.- Nada, señor; pasamos una vida muy indiferente. GUILLERMO.- Nos creemos felices en no ser demasiado felices. No, no servimos de airón al tocado de la fortuna. HAMLET.- ¿Ni de suelas a su calzado? RICARDO.- Ni uno ni otro. HAMLET.- En tal caso estaréis colocados hacia su cintura: allí es el centro de los favores. GUILLERMO.- Cierto, como privados suyos. HAMLET.- Pues allí en lo más oculto... ¡Ah! Decís bien, ella es una prostituta... ¿Qué hay de nuevo? RICARDO.- Nada, sino que ya los hombres van siendo buenos. HAMLET.- Señal que el día del juicio va a venir pronto. Pero vuestras noticias no son

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ciertas... Permitid que os pregunte más particularmente. ¿Por qué delitos os ha traído aquí vuestra mala suerte, a vivir en prisión? GUILLERMO.- ¿En prisión decís? HAMLET.- Sí, Dinamarca es una cárcel. RICARDO.- También el mundo lo será. HAMLET.- Y muy grande: con muchas guardas, encierros y calabozos, y Dinamarca es uno de los peores. RICARDO.- Nosotros no éramos de esa opinión. RICARDO.- Para vosotros podrá no serlo, porque nada hay bueno ni malo, sino en fuerza de nuestra fantasía. Para mí es una verdadera cárcel. RICARDO.- Será vuestra ambición la que os le figura tal, la grandeza de vuestro ánimo le hallará estrecho. HAMLET.- ¡Oh! ¡Dios mío! Yo pudiera estar encerrado en la cáscara de una nuez y creerme soberano de un estado inmenso... Pero, estos sueños terribles me hacen infeliz. RICARDO.- Todos esos sueños son ambición, y todo cuanto al ambicioso le agita no es más que la sombra de un sueño. HAMLET.- El sueño, en sí, no es más que una sombra. RICARDO.- Ciertamente, y yo considero la ambición por tan ligera y vana, que me parece la sombra de una sombra. HAMLET.- De donde resulta, que los mendigos son cuerpos y los monarcas y héroes agigantados, sombras de los mendigos... Iremos un rato a la corte, señores; porque, a la verdad, no tengo la cabeza para discurrir. LOS DOS.- Os iremos sirviendo. HAMLET.- ¡Oh! No se trata de eso. No os quiero confundir con mis criados que, a fe de hombre de bien, me sirven indignamente. Pero, decidme por nuestra amistad antigua, ¿qué hacéis en Elsingor? RICARDO.- Señor, hemos venido únicamente a veros. HAMLET.- Tan pobre soy, que aun de gracias estoy escaso, no obstante, agradezco vuestra fineza... Bien que os puedo asegurar que mis gracias, aunque se paguen a ochavo, se pagan mucho. Y ¿quién os ha hecho venir? ¿Es libre esta visita? ¿Me la hacéis por vuestro gusto propio? Vaya, habladme con franqueza, vaya, decídmelo. GUILLERMO.- ¿Y qué os hemos de decir, señor?

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HAMLET.- Todo lo que haya acerca de esto. A vosotros os envían, sin duda, y en vuestros ojos hallo una especie de confesión, que toda vuestra reserva no puede desmentir. Yo sé que el bueno del Rey, y también la Reina os han mandado que vengáis. RICARDO.- Pero, ¿a qué fin? HAMLET.- Eso es lo que debéis decirme. Pero os pido por los derechos de nuestra amistad, por la conformidad de nuestros años juveniles, por las obligaciones de nuestro no interrumpido afecto; por todo aquello, en fin, que sea para vosotros más grato y respetable, que me digáis con sencillez la verdad. ¿Os han mandado venir, o no? RICARDO.- ¿Qué dices tú? HAMLET.- Ya os he dicho que lo estoy viendo en vuestros ojos, si me estimáis de veras, no hay que desmentirlos. GUILLERMO.- Pues, señor, es cierto, nos han hecho venir. HAMLET.- Y yo os voy a decir el motivo: así me anticiparé a vuestra propia confesión; sin que la fidelidad que debéis al Rey y a la Reina quede por vosotros ofendida. Yo he perdido de poco tiempo a esta parte, sin saber la causa, toda mi alegría, olvidando mis ordinarias ocupaciones. Y este accidente ha sido tan funesto a mi salud, que la tierra, esa divina máquina, me parece un promontorio estéril; ese dosel magnifico de los cielos, ese hermoso firmamento que veis sobre nosotros, esa techumbre majestuosa sembrada de doradas luces, no otra cosa me parece que una desagradable y pestífera multitud de vapores. ¡Que admirable fábrica es la del hombre! ¡Qué noble su razón! ¡Qué infinitas sus facultades! ¡Qué expresivo y maravilloso en su forma y sus movimientos! ¡Qué semejante a un ángel en sus acciones! Y en su espíritu, ¡qué semejante a Dios! Él es sin duda lo más hermoso de la tierra, el más perfecto de todos los animales. Pues, no obstante, ¿qué juzgáis que es en mi estimación ese purificado polvo? El hombre no me deleita... ni menos la mujer... bien que ya veo en vuestra sonrisa que aprobáis mi opinión. RICARDO.- En verdad, señor, que no habéis acertado mis ideas. HAMLET.- Pues ¿por qué te reías cuando dije que no me deleita el hombre? RICARDO.- Me reí al considerar, puesto que los hombres no os deleitan, qué comidas de Cuaresma daréis a los cómicos que hemos hallado en el camino, y están ahí deseando emplearse en servicio vuestro. HAMLET.- El que hace de Rey sea muy bien venido, Su Majestad recibirá mis obsequios como es de razón, el arrojado caballero sacará a lucir su espada y su broquel, el enamorado no suspirará de balde, el que hace de loco acabará su papel en paz, el patán dará aquellas risotadas con que sacude los pulmones áridos, y la dama expresará libremente su pasión o las interrupciones del verso hablarán por ella. Y ¿qué cómicos son? RICARDO.- Los que más os agradan regularmente. La compañía trágica de nuestra

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ciudad. HAMLET.- ¿Y por qué andan vagando así? ¿No les sería mejor para su reputación y sus intereses establecerse en alguna parte? RICARDO.- Creo que los últimos reglamentos se lo prohíben. HAMLET.- ¿Son hoy tan bien recibidos como cuando yo estuve en la ciudad? ¿Acude siempre el mismo concurso? RICARDO.- No, señor, no por cierto. HAMLET.- ¿Y en qué consiste? ¿Se han echado a perder? RICARDO.- No, señor. Ellos han procurado seguir siempre su acostumbrado método; pero hay aquí una cría de chiquillos, vencejos chillones, que gritando en la declamación fuera de propósito, son por esto mismo palmoteados hasta el exceso. Esta es la diversión del día, y tanto han denigrado los espectáculos ordinarios (como ellos los llaman) que muchos caballeros de espada en cinta, atemorizados de las plumas de ganso de este teatro, rara vez se atreven a poner el pie en los otros. HAMLET.- ¡Oiga! ¿Conque sin muchachos? ¿Y quién los sostiene? ¿Qué sueldo les dan? ¿Abandonarán el ejercicio cuando pierdan la voz para cantar? Y cuando tengan que hacerse cómicos ordinarios, como parece verosímil por su edad si carecen de otros medios, ¿no dirán entonces que sus compositores los han perjudicado, haciéndoles declamar contra la profesión misma que han tenido que abrazar después? RICARDO.- Lo cierto es que han ocurrido ya muchos disgustos por ambas partes, y la nación ve sin escrúpulo continuarse la discordia entre ellos. Ha habido tiempo en que el dinero de las piezas no se cobraba, hasta que el poeta y el cómico reñían y se hartaban de bofetones. HAMLET.- ¿Es posible? GUILLERMO.- ¡Oh! Sí lo es, como que ha habido ya muchas cabezas rotas. HAMLET.- Y qué, ¿los chicos han vencido en esas peleas? RICARDO.- Cierto que sí, y se hubieran burlado del mismo Hércules, con maza y todo. HAMLET.- No es extraño. Ya veis mi tío, Rey de Dinamarca. Los que se mofaban de él mientras vivió mi padre, ahora dan veinte, cuarenta, cincuenta y aun cien ducados por su retrato de miniatura. En esto hay algo que es más que natural, si la filosofía pudiera descubrirlo. GUILLERMO.- Ya están ahí los cómicos. HAMLET.- Pues, caballeros, muy bien venidos a Elsingor; acercaos aquí, dadme las manos. Las señales de una buena acogida consisten por lo común en ceremonias y cumplimientos; pero, permitid que os trate así, porque os hago saber que yo debo recibir muy bien a los cómicos, en lo exterior, y no quisiera que las distinciones que a

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ellos les haga, pareciesen mayores que las que os hago a vosotros. Bienvenidos. Pero, mi tío padre, y mi madre tía, a fe que se equivocan mucho. GUILLERMO.- ¿En qué, señor? HAMLET.- Yo no estoy loco, sino cuando sopla el nordeste; pero cuando corre el sur, distingo muy bien un huevo de una castaña. Escena IX POLONIO y dichos. POLONIO.- Dios os guarde, señores. HAMLET.- Oye aquí, Guillermo, y tú también... Un oyente a cada lado. ¿Veis aquel vejestorio que acaba de entrar? Pues aun no ha salido de mantillas. RICARDO.- O acaso habrá vuelto a ellas, porque, según se dice, la vejez es segunda infancia. HAMLET.- Apostaré que me viene a hablar de los cómicos, tened cuidado ... Pues, señor, tú tienes razón, eso fue el lunes por la mañana, no hay duda. POLONIO.- Señor, tengo que daros una noticia. HAMLET.- Señor, tengo que daros una noticia. Cuando Roscio era actor en Roma... POLONIO.- Señor, los cómicos han venido. HAMLET.- ¡Tuh!, ¡tuh!, ¡tuh! POLONIO.- Como soy hombre de bien que sí. HAMLET.- Cada actor viene caballero en burro. POLONIO.- Estos son los más excelentes actores del mundo, así en la Tragedia como en la Comedia. Historia o Pastoral: en lo Cómico-Pastoral, Histórico-Pastoral, TrágicoHistórico, Tragi-Cómico Histórico-Pastoral, Escena indivisible, Poema ilimitado... ¡Qué! Para ellos ni Séneca es demasiado grave, ni Plauto demasiado ligero, y en cuanto a las reglas de composición y a la franqueza cómica, éstos son los únicos. HAMLET.- ¡Oh! ¡Jephte, Juez de Israel!... ¡Qué tesoro poseíste! POLONIO.- ¿Y qué tesoro era el suyo, señor? HAMLET.- ¿Qué tesoro? No más que una hermosa hija a quien amaba en extremo.

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POLONIO.- Siempre pensando en mi hija. HAMLET.- ¿No tengo razón, anciano Jephte? POLONIO.- Señor, si me llamáis Jephte, cierto es que tengo una hija a quien amo en extremo. HAMLET.- ¡Oh! no es eso lo que se sigue. POLONIO.- ¿Pues que sigue señor? HAMLET.- Esto. No hay más suerte que Dios ni más destino; y luego, ya sabes: que cuanto nos sucede Él lo previno. Lee la primera línea de aquella devota canción, y ella sola te manifestará lo demás. Pero, ¿veis? ahí vienen otros a hablar por mí. Escena X HAMLET, RICARDO, GUILLERMO, POLONIO y cuatro cómicos HAMLET.- Bienvenidos, señores; me alegro de veros a todos tan buenos. Bienvenidos... ¡Oh! ¡Oh camarada antiguo! Mucho se te ha arrugado la cara desde la última vez que te vi. ¿Vienes a Dinamarca a hacerme parecer viejo a mí también? Y tú, mi niña, ¡oiga!, ya eres una señorita; por la Virgen, que ya está vuesarced una cuarta más cerca del cielo, desde que no la he visto. Dios quiera que tu voz, semejante a una pieza de oro falso, no se descubra al echarla en el crisol. Señores, muy bienvenidos todos. Pero, amigos, yo voy en derechura al caso, y corro detrás del primer objeto que se me presenta, como halconero francés. Yo quiero al instante una relación. Sí, veamos alguna prueba de vuestra habilidad. Vaya un pasaje afectuoso. CÓMICO PRIMERO.- ¿Y cuál queréis, señor? HAMLET.- Me acuerdo de haberte oído en otro tiempo una relación que nunca se ha representado al público, o una sola vez cuando más... Sí, y me acuerdo también que no agradaba a la multitud; no era ciertamente manjar para el vulgo. Pero a mí me pareció entonces, y aun a otros, cuyo dictamen vale más que el mío, una excelente pieza, bien dispuesta la fábula y escrita con elegancia y decoro. No faltó, sin embargo, quien dijo que no había en los versos toda la sal necesaria para sazonar el asunto, y que lo insignificante del estilo anunciaba poca sensibilidad en el autor; bien que no dejaban de tenerla por obra escrita con método, instructiva y elegante, y más brillante que delicada. Particularmente me gustó mucho en ella una relación que Eneas hace a Dido, y sobre todo cuando habla de la muerte de Príamo. Si la tienes en la memoria... Empieza por aquel verso... Deja, deja, veré si me acuerdo.

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Pirro feroz como la Hyrcana tigre... No es éste, pero empieza con Pirro... ¡ah!... Pirro feroz, con pavonadas armas, negras como su intento, reclinado dentro en los senos del caballo enorme, a la lóbrega noche parecía. Ya su terrible, ennegrecido aspecto mayor espanto da. Todo le tiñe de la cabeza al pie caliente sangre de ancianos y matronas, de robustos mancebos y de vírgenes, que abrasa el fuego de los inflamados edificios en confuso montón; a cuya horrenda luz que despiden, el caudillo insano muerte y estrago esparce. Ardiendo en ira, cubierto de cuajada sangre, vuelve los ojos, al carbunclo semejantes, y busca, instado de infernal venganza, al viejo abuelo Príamo... Prosigue tú. POLONIO.- ¡Muy bien declamado, a fe mía! Con buen acento y bella expresión. CÓMICO PRIMERO.- Al momento le ve lidiando, ¡resistencia breve! contra los Griegos; su temida espada rebelde al brazo ya, le pesa inútil.

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Pirro, de furias lleno, le provoca a liza desigual; herirle intenta, y el aire solo del funesto acero postra al débil anciano. Y cual si fuese a tanto golpe el Ilión sensible, al suelo desplomó sus techos altos, ardiendo en llamas y al rumor suspenso. Pirro... ¿Le veis? La espada que venía a herir del Teucro la nevada frente se detiene en los aires, y él inmoble, absorto y mudo y sin acción su enojo, la imagen de un tirano representa que figuró el pincel. Mas como suele tal vez el cielo en tempestad oscura parar su movimiento, de los aires el ímpetu cesar, y en silenciosa quietud de muerte reposar el orbe; basta que el trueno, con horror zumbando, rompe la alta región, así un instante suspensa fue la cólera de Pirro y así, dispuesto a la venganza, el duro combate renovó. No más tremendo golpe en las armas de Mavorte eternas dieron jamás los Cíclopes tostados, que sobre el triste anciano la cuchilla

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sangrienta dio del sucesor de Aquiles. ¡Oh! ¡Fortuna falaz!.. Vos, poderosos Dioses, quitadla su dominio injusto; romped los rayos de su rueda y calces, y el eje circular desde el Olimpo caiga en pedazos del Abismo al centro. POLONIO.- Es demasiado largo. HAMLET.- Lo mismo dirá de tus barbas el barbero. Prosigue. Éste sólo gusta de ver hablar o de oír cuentos de alcahuetas, o si no se duerme. Prosigue con aquello de Hécuba. CÓMICO PRIMERO.- Pero quien viese, ¡oh! ¡Vista dolorosa! la mal ceñida Reina... HAMLET.- ¡La mal ceñida Reina! POLONIO.- Eso es bueno, mal ceñida Reina, ¡bueno! CÓMICO PRIMERO.Pero quien viese, ¡oh vista dolorosa! La mal ceñida Reina, el pie desnudo, girar de un lado al otro, amenazando extinguir con sus lágrimas el fuego... En vez de vestidura rozagante cubierto el seno, harto fecundo un día, con las ropas del lecho arrebatadas (ni a más la dio lugar el susto horrible) rasgado un velo en su cabeza, donde antes resplandeció corona augusta...

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¡Ay! Quien la viese, a los supremos hados con lengua venenosa execraría. Los Dioses mismos, si a piedad les mueve el linaje mortal, dolor sintieran de verla, cuando al implacable Pirro halló esparciendo en trozos con su espada, del muerto esposo los helados miembros. Lo ve, y exclama con gemido triste, bastante a conturbar allá en su altura las deidades de Olimpo, y los brillantes ojos del cielo humedecer en lloro. POLONIO.- Ved como muda de color y se le han saltado las lágrimas. No, no prosigáis. HAMLET.- Basta ya; presto me dirás lo que falta. Señor mío, es menester hacer que estos cómicos se establezcan, ¿lo entiendes? Y agasajarlos bien. Ellos son, sin duda, el epítome histórico de los siglos, y más te valdrá tener después de muerto un mal epitafio, que una mala reputación entre ellos mientras vivas. POLONIO.- Yo, señor, los trataré conforme a sus méritos. HAMLET.- ¡Qué cabeza ésta! No señor, mucho mejor. Si a los hombres se les hubiese de tratar según merecen, ¿quién escaparía de ser azotado? Trátalos como corresponde a tu nobleza, y a tu propio honor; cuanto menor sea su mérito, mayor será tu bondad. Acompáñalos. POLONIO.- Venid, señores. HAMLET.- Amigos id con él. Mañana habrá comedia. Oye aquí tú, amigo; dime ¿no pudierais representar La muerte de Gonzago? CÓMICO PRIMERO.- Sí señor. HAMLET.- Pues mañana a la noche quiero que se haga. Y ¿no podrías, si fuese menester, aprender de memoria unos doce o dieciséis versos que quiero escribir e insertar en la pieza? ¿Podrás? CÓMICO PRIMERO.- Sí señor. HAMLET.- Muy bien; pues vete con aquel caballero, y cuenta no hagáis burla de él.

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Amigos, hasta la noche. Pasadlo bien. RICARDO.- Señor. HAMLET.- Id con Dios. Escena XI HAMLET solo HAMLET.- Ya estoy solo. ¡Qué abatido! ¡Qué insensible soy! ¿No es admirable que este actor, en una fábula, en una ficción, pueda dirigir tan a su placer el ánimo que así agite y desfigure el rostro en la declamación, vertiendo de sus ojos lágrimas, débil la voz, y todas sus acciones tan acomodadas a lo que quiere expresar? Y esto por nadie: por Hécuba. Y ¿quién es Hécuba para él, o él para ella, que así llora sus infortunios? Pues ¿qué no haría si él tuviese los tristes motivos de dolor que yo tengo? Inundaría el teatro con llanto, su terrible acento conturbaría a cuantos le oyesen, llenaría de desesperación al culpado, de temor al inocente, al ignorante de confusión, y sorprendería con asombro la facultad de los ojos y los oídos. Pero yo, miserable, sin vigor y estúpido, sueño adormecido, permanezco mudo, ¡y miro con tal indiferencia mis agravios! ¿Qué? ¿Nada merece un Rey con quien se cometió el más atroz delito para despojarle del cetro y la vida? ¿Soy cobarde yo? ¿Quién se atreve a llamarme villano? ¿O a insultarme en mi presencia? ¿Arrancarme la barba, soplarmela al rostro, asirme de la nariz o hacerle tragar lejía que me llegue al pulmón? ¿Quién se atreve a tanto? ¿Sería yo capaz de sufrirlo? Sí, que no es posible sino que yo sea como la paloma que carece de hiel, incapaz de acciones crueles; a no ser esto, ya se hubieran cebado los milanos del aire en los despojos de aquel indigno. Deshonesto, homicida, pérfido seductor, feroz malvado, que vive sin remordimientos de su culpa. Pero, ¿por qué he de ser tan necio? ¿Será generoso proceder el mío, que yo, hijo de un querido padre (de cuya muerte alevosa el cielo y el infierno mismo me piden venganza) afeminado y débil desahogue con palabras el corazón, prorrumpa en execraciones vanas, como una prostituta vil, o un pillo de cocina? ¡Ah! No, ni aun sólo imaginarlo. ¡Eh!... Yo he oído, que tal vez asistiendo a una representación hombres muy culpados, han sido heridos en el alma con tal violencia por la ilusión del teatro, que a vista de todos han publicado sus delitos, que la culpa aunque sin lengua siempre se manifestará por medios maravillosos. Yo haré que estos actores representen delante de mi tío algún pasaje que tenga semejanza con la muerte de mi padre. Yo le heriré en lo más vivo del corazón; observaré sus miradas; si muda de color, si se estremece, ya sé lo que me toca hacer. La aparición que vi pudiera ser un espíritu del infierno. Al demonio no le es difícil presentarse bajo la más agradable forma; sí, y acaso como él es tan poderoso sobre una imaginación perturbada, valiéndose de mi propia debilidad y melancolía, me engaña para perderme. Yo voy a adquirir pruebas más sólidas, y esta representación ha de ser el lazo en que se enrede la conciencia del Rey.

ACTO III Escena I

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CLAUDIO, GERTRUDIS, POLONIO, OFELIA, RICARDO, GUILLERMO Galería de Palacio. CLAUDIO.- ¿Y no os fue posible indagar en la conversación que con él tuvisteis, de qué nace aquel desorden de espíritu que tan cruelmente altera su quietud, con turbulenta y peligrosa demencia? RICARDO.- Él mismo reconoce los extravíos de su razón; pero no ha querido manifestarnos el origen de ellos. GUILLERMO.- Ni le hallamos en disposición de ser examinado, porque siempre huye de la cuestión, con un rasgo de locura, cuando ve que le conducimos al punto de descubrir la verdad. GERTRUDIS.- ¿Fuisteis bien recibidos de él? RICARDO.- Con mucha cortesía. GUILLERMO.- Pero se le conocía una cierta sujeción. RICARDO.- Preguntó poco; pero respondía a todo con prontitud. GERTRUDIS.- ¿Le habéis convidado para alguna diversión? RICARDO.- Sí señora, porque casualmente habíamos encontrado una compañía de cómicos en el camino; se lo dijimos, y mostró complacencia al oírlo. Están ya en la corte, y creo que tienen orden de representarle esta noche una pieza. POLONIO.- Así es la verdad, y me ha encargado de suplicar a Vuestras Majestades que asistan a verla y oírla. CLAUDIO.- Con mucho gusto; me complace en extremo saber que tiene tal inclinación. Vosotros, señores, excitadle a ella, y aplaudid su propensión a este género de placeres. RICARDO.- Así lo haremos.

Escena II CLAUDIO, GERTRUDIS, POLONIO, OFELIA CLAUDIO.- Tú, mi amada Gertrudis, deberás también retirarte, porque hemos dispuesto que Hamlet al venir aquí, como si fuera casualidad, encuentre a Ofelia. Su padre y yo, testigos los más aptos para el fin, nos colocaremos donde veamos sin ser vistos. Así podremos juzgar de lo que entre ambos pase, y en las acciones y palabras del Príncipe conoceremos si es pasión de amor el mal de que adolece. GERTRUDIS.- Voy a obedeceros, y por mi parte, Ofelia, ¡oh, cuánto desearía que tu rara hermosura fuese el dichoso origen de la demencia de Hamlet! Entonces yo

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debería esperar que tus prendas amables pudieran para vuestra mutua felicidad restituirle su salud perdida. OFELIA.- Yo, señora, también quisiera que fuese así. Escena III CLAUDIO, POLONIO, OFELIA POLONIO.- Paséate por aquí, Ofelia. Si Vuestra Majestad gusta, podemos ya ocultarnos. Haz que lees en este libro; esta ocupación disculpará la soledad del sitio... ¡Materia es, por cierto, en que tenemos mucho de que acusarnos! ¡Cuántas veces con el semblante de la devoción y la apariencia de acciones piadosas, engañamos al diablo mismo! CLAUDIO.- Demasiado cierto es... ¡Qué cruelmente ha herido esa reflexión mi conciencia! El rostro de la meretriz, hermoseada con el arte, no es más feo despojado de los afeites, que lo es mi delito disimulado en palabras traidoras. ¡Oh! ¡Qué pesada carga me oprime! POLONIO.- Ya le siento llegar; señor, conviene retirarnos. Escena IV HAMLET, OFELIA HAMLET.- Ser o no ser, ésa es la pregunta. ¿Cuál es más digna acción del ánimo, sufrir los tiros penetrantes de la fortuna injusta, u oponer los brazos a este torrente de calamidades, y darlas fin con atrevida resistencia? Morir es dormir. ¿No más? ¿Y por un sueño, diremos, las aflicciones se acabaron y los dolores sin número, patrimonio de nuestra débil naturaleza?... Este es un término que deberíamos solicitar con ansia. Morir es dormir... y tal vez soñar. Sí, y ved aquí el grande obstáculo, porque el considerar que sueños podrán ocurrir en el silencio del sepulcro, cuando hayamos abandonado este despojo mortal, es razón harto poderosa para detenernos. Esta es la consideración que hace nuestra infelicidad tan larga. ¿Quién, si esto no fuese, aguantaría la lentitud de los tribunales, la insolencia de los empleados, las tropelías que recibe pacífico el mérito de los hombres más indignos, las angustias de un mal pagado amor, las injurias y quebrantos de la edad, la violencia de los tiranos, el desprecio de los soberbios? Cuando el que esto sufre, pudiera procurar su quietud con sólo un puñal. ¿Quién podría tolerar tanta opresión, sudando, gimiendo bajo el peso de una vida molesta si no fuese que el temor de que existe alguna cosa más allá de la Muerte (aquel país desconocido de cuyos límites ningún caminante torna) nos embaraza en dudas y nos hace sufrir los males que nos cercan; antes que ir a buscar otros de que no tenemos seguro conocimiento? Esta previsión nos hace a todos cobardes, así la natural tintura del valor se debilita con los barnices pálidos de la prudencia, las empresas de mayor importancia por esta sola consideración mudan camino, no se ejecutan y se reducen a designios vanos. Pero... ¡la hermosa Ofelia! Graciosa niña, espero que mis defectos no serán olvidados en tus oraciones. OFELIA.- ¿Cómo os habéis sentido, señor, en todos estos días?

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HAMLET.- Muchas gracias. Bien. OFELIA.- Conservo en mi poder algunas expresiones vuestras, que deseo restituiros mucho tiempo ha, y os pido que ahora las toméis. HAMLET.- No, yo nunca te dí nada. OFELIA.- Bien sabéis, señor, que os digo verdad. Y con ellas me disteis palabras, de tan suave aliento compuestas que aumentaron con extremo su valor, pero ya disipado aquel perfume, recibidlas, que un alma generosa considera como viles los más opulentos dones, si llega a entibiarse el afecto de quien los dio. Vedlos aquí. HAMLET.- ¡Oh! ¡Oh! ¿Eres honesta? OFELIA.- Señor... HAMLET.- ¿Eres hermosa? OFELIA.- ¿Qué pretendéis decir con eso? HAMLET.- Que si eres honesta y hermosa, no debes consentir que tu honestidad trate con tu belleza. OFELIA.- ¿Puede, acaso, tener la hermosura mejor compañera que la honestidad? HAMLET.- Sin duda ninguna. El poder de la hermosura convertirá a la honestidad en una alcahueta, antes que la honestidad logre dar a la hermosura su semejanza. En otro tiempo se tenía esto por una paradoja; pero en la edad presente es cosa probada... Yo te quería antes, Ofelia. OFELIA.- Así me lo dabais a entender. HAMLET.- Y tú no debieras haberme creído, porque nunca puede la virtud ingerirse tan perfectamente en nuestro endurecido tronco, que nos quite aquel resquemor original... Yo no te he querido nunca. OFELIA.- Muy engañada estuve. HAMLET.- Mira, vete a un convento, ¿para qué te has de exponer a ser madre de hijos pecadores? Yo soy medianamente bueno; pero al considerar algunas cosas de que puedo acusarme, sería mejor que mi madre no me hubiese parido. Yo soy muy soberbio, vengativo, ambicioso; con más pecados sobre mi cabeza que pensamientos para explicarlos, fantasía para darles forma, ni tiempo para llevarlos a ejecución. ¿A qué fin los miserables como yo han de existir arrastrados entre el cielo y la tierra? Todos somos insignes malvados; no creas a ninguno de nosotros, vete, vete a un convento... ¿En dónde está tu padre? OFELIA.- En casa está, señor. HAMLET.- Sí, pues que cierren bien todas las puertas, para que si quiere hacer locuras,

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las haga dentro de su casa. Adiós. OFELIA.- ¡Oh! ¡Mi buen Dios! Favorecedle. HAMLET.- Si te casas quiero darte esta maldición en dote. Aunque seas un hielo en la castidad, aunque seas tan pura como la nieve; no podrás librarte de la calumnia. Vete a un convento. Adiós. Pero... escucha: si tienes necesidad de casarte, cásate con un tonto, porque los hombres avisados saben muy bien que vosotras los convertís en fieras... Al convento y pronto. Adiós. OFELIA.- ¡El Cielo, con su poder, le alivie! HAMLET.- He oído hablar mucho de vuestros afeites y embelecos. La naturaleza os dio una cara y vosotras os hacéis otra distinta. Con esos brinquillos, ese pasito corto, ese hablar aniñado, pasáis por inocentes y convertís en gracia vuestros defectos mismos. Pero, no hablemos más de esta materia, que me ha hecho perder la razón... Digo sólo que de hoy en adelante no habrá más casamientos; los que ya están casados (exceptuando uno) permanecerán así; los otros se quedarán solteros... Vete al convento, vete. Escena V OFELIA sola OFELIA.- ¡Oh! ¡Qué trastorno ha padecido esa alma generosa! La penetración del cortesano, la lengua del sabio, la espada del guerrero, la esperanza y delicias del estado, el espejo de la cultura, el modelo de la gentileza, que estudian los más advertidos: todo, todo se ha aniquilado. Y yo, la más desconsolada e infeliz de las mujeres, que gusté algún día la miel de sus promesas suaves, veo ahora aquel noble y sublime entendimiento desacordado, como la campana sonora que se hiende. Aquella incomparable presencia, aquel semblante de florida juventud alterado con el frenesí. ¡Oh! ¡Cuánta, cuánta es mi desdicha, de haber visto lo que vi, para ver ahora lo que veo! Escena VI CLAUDIO, POLONIO, OFELIA CLAUDIO.- ¡Amor! ¡Qué! No van por ese camino sus afectos, ni en lo que ha dicho; aunque algo falto de orden, hay nada que parezca locura. Alguna idea tiene en el ánimo que cubre y fomenta su melancolía, y recelo que ha de ser un mal el fruto que produzca; a fin de prevenirlo, he resuelto que salga prontamente para Inglaterra, a pedir en mi nombre los atrasados tributos. Acaso el mar y los países diferentes podrán con la variedad de objetos alejar esta pasión que le ocupa, sea la que fuere, sobre la cual su imaginación sin cesar golpea. ¿Qué te parece? POLONIO.- Que así es lo mejor. Pero yo creo, no obstante, que el origen y principio de su aflicción provengan de un amor mal correspondido. Tú, Ofelia, no hay para qué nos cuentes lo que te ha dicho el Príncipe, que todo lo hemos oído. Escena VII

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CLAUDIO, POLONIO POLONIO.- Haced lo que os parezca, señor; pero si lo juzgáis a propósito, sería bien que la Reina retirada a solas con él, luego que se acabe el espectáculo, le inste a que la manifieste sus penas, hablándole con entera libertad. Yo, si lo permitís, me pondré en paraje de donde pueda oír toda la conversación. Si no logra su madre descubrir este arcano, enviadle a Inglaterra, o desterradle a donde vuestra prudencia os dicte. CLAUDIO.- Así se hará. La locura de los poderosos debe ser examinada con escrupulosa atención. Escena VIII HAMLET y dos cómicos Salón del Palacio. HAMLET.- Dirás este pasaje en la forma que te le he declamado yo: con soltura de lengua, no con voz desentonada, como lo hacen muchos de nuestros cómicos; más valdría entonces dar mis versos al pregonero para que los dijese. Ni manotees así, acuchillando el aire: moderación en todo; puesto que aun en el torrente, la tempestad, y por mejor decir, el huracán de las pasiones, se debe conservar aquella templanza que hace suave y elegante la expresión. A mí me desazona en extremo ver a un hombre, muy cubierta la cabeza con su cabellera, que a fuerza de gritos estropea los afectos que quiere exprimir, y rompe y desgarra los oídos del vulgo rudo; que sólo gusta de gesticulaciones insignificantes y de estrépito. Yo mandaría azotar a un energúmeno de tal especie: Herodes de farsa, más furioso que el mismo Herodes. Evita, evita este vicio. CÓMICO PRIMERO.- Así os lo prometo. HAMLET.- Ni seas tampoco demasiado frío; tu misma prudencia debe guiarte. La acción debe corresponder a la palabra, y ésta a la acción, cuidando siempre de no atropellar la simplicidad de la naturaleza. No hay defecto que más se oponga al fin de la representación que desde el principio hasta ahora, ha sido y es: ofrecer a la naturaleza un espejo en que vea la virtud su propia forma, el vicio su propia imagen, cada nación y cada siglo sus principales caracteres. Si esta pintura se exagera o se debilita, excitará la risa de los ignorantes; pero no puede menos de disgustar a los hombres de buena razón, cuya censura debe ser para vosotros de más peso que la de toda la multitud que llena el teatro. Yo he visto representar a algunos cómicos, que otros aplaudían con entusiasmo, por no decir con escándalo; los cuales no tenían acento ni figura de cristianos, ni de gentiles, ni de hombres; que al verlos hincharse y bramar, no los juzgué de la especie humana, sino unos simulacros rudos de hombres, hechos por algún mal aprendiz. Tan inicuamente imitaban la naturaleza. CÓMICO PRIMERO.- Yo creo que en nuestra compañía se ha corregido bastante ese defecto. HAMLET.- Corregidle del todo, y cuidad también que los que hacen de payos no añadan nada a lo que está escrito en su papel; porque algunos de ellos, para hacer reír a los oyentes más adustos, empiezan a dar risotadas, cuando el interés del drama debería ocupar toda la atención. Esto es indigno, y manifiesta demasiado en los necios

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que lo practican, el ridículo empeño de lucirlo. Id a preparaos. Escena IX HAMLET, POLONIO, RICARDO, GUILLERMO HAMLET.- Y bien, Polonio, ¿gustará el Rey de oír esta pieza? POLONIO.- Sí, señor, al instante y la Reina también. HAMLET.- Ve a decir a los cómicos que se despachen. ¿Queréis ir vosotros a darles prisa? RICARDO.- Con mucho gusto. Escena X HAMLET, HORACIO HAMLET.- ¿Quién es?... ¡Ah! Horacio. HORACIO.- Veisme aquí, señor, a vuestras órdenes. HAMLET.- Tú, Horacio, eres un hombre cuyo trato me ha agradado siempre. HORACIO.- ¡Oh! Señor. HAMLET.- No creas que pretendo adularte. ¿Ni qué utilidades puedo yo esperar de ti? Que exceptuando tus buenas prendas, no tienes otras rentas para alimentarte y vestirte. ¿Habrá quien adule al pobre? No... Los que tienen almibarada la lengua váyanse a lamer con ella la grandeza estúpida, y doblen los goznes de sus rodillas donde la lisonja encuentre galardón. ¿Me has entendido? Desde que mi alma se halló capaz de conocer a los hombres y pudo elegirlos; tú fuiste el escogido y marcado para ella, porque siempre, o desgraciado o feliz, has recibido con igual semblante los premios y los reveses de la fortuna. Dichosos aquellos cuyo temperamento y juicio se combinan con tal acuerdo, que no son entre los dedos de la fortuna una flauta, dispuesta a sonar según ella guste. Dame un hombre que no sea esclavo de sus pasiones, y yo le colocaré en el centro de mi corazón; sí, en el corazón de mi corazón, como lo hago contigo. Pero, yo me dilato demasiado en esto. Esta noche se representa un drama delante del Rey, una de sus escenas contiene circunstancias muy parecidas a las de la muerte de mi padre, de que ya te hablé. Te encargo que cuando este paso se represente, observes a mi tío con la más viva atención del alma, si al ver uno de aquellos lances su oculto delito no se descubre por sí solo, sin duda el que hemos visto es un espíritu infernal, y son todas mis ideas más negras que los yunques de Vulcano. Examínale cuidadosamente, yo también fijaré mi vista en su rostro, y después uniremos nuestras observaciones para juzgar lo que su exterior nos anuncie. HORACIO.- Está bien, señor, y si durante el espectáculo logra hurtar a nuestra indagación el menor arcano, yo pago el hurto.

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HAMLET.- Ya vienen a la función, vuélvome a hacer el loco, y tú busca asiento.

Escena XI CLAUDIO, GERTRUDIS y HAMLET, HORACIO, POLONIO, OFELIA, RICARDO, GUILLERMO, y acompañamiento de Damas, Caballeros, Pajes y Guardias. Suena la marcha dánica. CLAUDIO.- ¿Cómo estás, mi querido Hamlet? HAMLET.- Muy bueno, señor, me mantengo del aire como el camaleón, engordo con esperanzas. No podréis vos cebar así a vuestros capones. CLAUDIO.- No comprendo esa respuesta, Hamlet; ni tales razones son para mí. HAMLET.- Ni para mí tampoco. ¿No dices tú que una vez representaste en la Universidad? ¿Eh? POLONIO.- Sí, señor, así es, y fui reputado por muy buen actor. HAMLET.- ¿Y qué hiciste? POLONIO.- El papel de Julio César. Bruto me asesinaba en el Capitolio. HAMLET.- Muy bruto fue el que cometió en el Capitolio tan capital delito. ¿Están ya prevenidos los cómicos? RICARDO.- Sí, señor, y esperan solo vuestras órdenes. GERTRUDIS.- Ven aquí, mi querido Hamlet, ponte a mi lado. HAMLET.- No, señora, aquí hay un imán de más atracción para mí. POLONIO.- ¡Ah! ¡Ah! ¿Habéis notado eso? HAMLET.- ¿Permitiréis que me ponga sobre vuestra rodilla? OFELIA.- No señor. HAMLET.- Quiero decir, apoyar mi cabeza en vuestra rodilla. OFELIA.- Sí señor. HAMLET.- ¿Pensáis que yo quisiera cometer alguna indecencia? OFELIA.- No, no pienso nada de eso. HAMLET.- Qué dulce cosa es...

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OFELIA.- ¿Qué decís, señor? HAMLET.- Nada. OFELIA.- Se conoce que estáis de fiesta. HAMLET.- ¿Quién, yo? OFELIA.- Sí señor. HAMLET.- Lo hago sólo por divertiros. Y, bien mirado, ¿qué debe hacer un hombre sino vivir alegre? Ved mi madre qué contenta está y mi padre murió ayer. OFELIA.- ¡Eh! No señor, que ya hace dos meses. HAMLET.- ¿Tanto ha? ¡Oh! luto. ¡Dios mío! Dos meses ya puede esperarse que la año; bien que es menester santa, no habrá nadie que aquel epitafio.

Pues quiero vestirme todo de armiños y llévese el diablo el ha que murió y ¿todavía se acuerdan de él? De esa manera memoria de un grande hombre le sobreviva, quizás, medio que haya sido fundador de iglesias, que si no, por la Virgen de él se acuerde: como del caballo de palo, de quien dice

Ya murió el caballito de palo y ya le olvidaron así que murió. OFELIA.- ¿Qué significa esto, señor? HAMLET.- Eso es un asesinato oculto, y anuncia grandes maldades. OFELIA.- Según parece, la escena muda contiene el argumento del drama. Escena XII CÓMICO º y dichos. HAMLET.- Ahora lo sabremos por lo que nos diga ese actor; los cómicos no pueden callar un secreto, todo lo cuentan. OFELIA.- ¿Nos dirá éste lo que significa la escena que hemos visto? HAMLET.- Sí, por cierto, y cualquiera otra escena que le hagáis ver. Como no os avergoncéis de representársela, él no se avergonzará de deciros lo que significa. OFELIA.- ¡Qué malo! ¡Qué malo sois! Pero, dejadme atender a la pieza. CÓMICO .º.Humildemente os pedimos

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que escuchéis esta Tragedia, disimulando las faltas que haya en nosotros y en ella. HAMLET.- ¿Es esto prólogo, o mote de sortija? OFELIA.- ¡Qué corto ha sido! HAMLET.- Como cariño de mujer. Escena XIII CÓMICO PRIMERO, CÓMICO SEGUNDO, y dichos. CÓMICO PRIMERO.Ya treinta vueltas dio de Febo el carro a las ondas saladas de Nereo, y al globo de la tierra, y treinta veces con luz prestada han alumbrado el suelo doce lunas, en giros repetidos, después que el Dios de amor y el Himeneo nos enlazaron, para dicha nuestra, en nudo santo el corazón y el cuello. CÓMICO SEGUNDO.Y, ¡oh! Quiera el Cielo que otros tantos giros a la luna y al sol, señor, contemos antes que el fuego de este amor se apague. Pero es mi pena inconsolable al veros doliente, triste, y tan diverso ahora

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de aquel que fuisteis... Tímida recelo... Mas toda mi aflicción nada os conturbe: que en pecho femenil llega al exceso el temor y el amor. Allí residen en igual proporción ambos afectos, o no existe ninguno, o se combinan este y aquel con el mayor extremo. Cuán grande es el amor que a vos me inclina, las pruebas lo dirán que dadas tengo; pues tal es mi temor. Si un fino amante, sin motivo tal vez, vive temiendo; la que al veros así toda es temores, muy puro amor abrigará en el pecho. CÓMICO PRIMERO.Si, yo debo dejarte, amada mía, inevitable es ya: cederán presto a la muerte mis fuerzas fatigadas; tú vivirás, gozando del obsequio y el amor de la tierra. Acaso entonces un digno esposo... CÓMICO SEGUNDO.-

No, dad al silencio esos anuncios. ¿Yo? Pues ¿no serían

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traición culpable en mí tales afectos? ¿Yo un nuevo esposo? No, la que se entrega al segundo, señor, mató al primero. HAMLET.- Esto es zumo de ajenjos. CÓMICO SEGUNDO.Motivos de interés tal vez inducen a renovar los nudos de Himeneo; no motivos de amor: yo causaría segunda muerte a mi difunto dueño cuando del nuevo esposo recibiera en tálamo nupcial amantes besos. CÓMICO PRIMERO.No dudaré que el corazón te dicta lo que aseguras hoy: fácil creemos cumplir lo prometido y fácilmente se quebranta y se olvida. Los deseos del hombre a la memoria están sumisos, que nace activa y desfallece presto. Así pende del ramo acerbo el fruto, y así maduro, sin impulso ajeno, se desprende después. Difícilmente nos acordamos de llevar a efecto promesas hechas a nosotros mismos,

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que al cesar la pasión cesa el empeño. Cuando de la aflicción y la alegría se moderan los ímpetus violentos, con ellos se disipan las ideas a que dieron lugar, y el más ligero acaso, los placeres en afanes muda tal vez, y en risa los lamentos. Amor, como la suerte, es inconstante: que en este mundo al fin nada hay eterno, y aun se ignora si él manda a la fortuna o si ésta del amor cede del imperio. Si el poderoso del lugar sublime se precipita, le abandonan luego cuantos gozaron su favor; si el pobre sube a prosperidad, los que le fueron más enemigos su amistad procuran (y el amor sigue a la fortuna en esto) que nunca al venturoso amigos faltan, ni al pobre desengaños y desprecios. Por diferente senda se encaminan los destinos del hombre y sus afectos, y sólo en él la voluntad es libre; mas no la ejecución, y así el suceso nuestros designios todos desvanece. Tú me prometes no rendir a nuevo

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yugo tu libertad... Esas ideas, ¡ay!, morirán cuando me vieres muerto. CÓMICO SEGUNDO.Luces me niegue el sol, frutos la tierra, sin descanso y placer viva muriendo, desesperada y en prisión oscura su mesa envidie al eremita austero; cuantas penas el ánimo entristecen, todas turben al fin de mis deseos y los destruyan, ni quietud encuentre en parte alguna con afán eterno; si ya difunto mi primer esposo, segundas bodas pérfida celebro. HAMLET.- Si ella no cumpliese lo que promete... CÓMICO PRIMERO.Mucho juraste. Aquí gozar quisiera solitaria quietud, rendido siento al cansancio mi espíritu. Permite que alguna parte le conceda al sueño de las molestas horas. CÓMICO SEGUNDO.-

Él te halague

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con tranquilo descanso y nunca el Cielo en unión tan feliz pesares mezcle. HAMLET.- Y bien, señora, ¿qué tal os va pareciendo la pieza? GERTRUDIS.- Me parece que esa mujer promete demasiado. HAMLET.- Sí, pero lo cumplirá. CLAUDIO.- ¿Te has enterado bien del asunto? ¿Tiene algo que sea de mal ejemplo? HAMLET.- No, señor, no. Si todo ello es mera ficción, un veneno..., fingido; pero mal ejemplo, ¡qué! No señor. CLAUDIO.- ¿Cómo se intitula este Drama? HAMLET.- La Ratonera. Cierto que sí... es un título metafórico. En esta pieza se trata de un homicidio cometido en Viena... el Duque se llama Gonzago y su mujer Baptista... Ya, ya veréis presto... ¡Oh! ¡Es un enredo maldito! Y ¿qué importa? A Vuestra Majestad y a mí, que no tenemos culpado el ánimo, no nos puede incomodar: al rocín que esté lleno de mataduras le hará dar coces; pero, a bien que nosotros no tenemos desollado el lomo. Escena XIV CÓMICO TERCERO y dichos. HAMLET.- Este que sale ahora se llama Luciano, sobrino del Duque. OFELIA.- Vos suplís perfectamente la falta del coro. HAMLET.- Y aun pudiera servir de intérprete entre vos y vuestro amante, si viese puestos en acción entrambos títeres. OFELIA.- ¡Vaya, que tenéis una lengua que corta! HAMLET.- Con un buen suspiro que deis, se la quita el filo. OFELIA.- Eso es; siempre de mal en peor. HAMLET.- Así hacéis vosotras en la elección de maridos: de mal en peor. Empieza asesino... Déjate de poner ese gesto de condenado y empieza. Vamos... el cuervo graznador está ya gritando venganza. CÓMICO TERCERO.-

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Negros designios, brazo ya dispuesto a ejecutarlos, tosigo oportuno, sitio remoto, favorable el tiempo y nadie que lo observe. Tú, extraído de la profunda noche en el silencio atroz veneno, de mortales yerbas (invocada Proserpina) compuesto: infectadas tres veces y otras tantas exprimidas después, sirve a mi intento; pues a tu actividad mágica, horrible, la robustez vital cede tan presto HAMLET.- ¿Veis? Ahora le envenena en el jardín para usurparle el cetro. El Duque se llama Gonzago, es historia cierta y corre escrita en muy buen italiano. Presto veréis como la mujer de Gonzago se enamora del matador. OFELIA.- El Rey se levanta. HAMLET.- ¿Qué? ¿Le atemoriza un fuego aparente? GERTRUDIS.- ¿Qué tenéis, señor? POLONIO.- No paséis adelante, dejadlo. CLAUDIO.- Traed luces. Vamos de aquí. TODOS.- Luces, luces.

Escena XV HAMLET, HORACIO, CÓMICO PRIMERO, CÓMICO TERCERO HAMLET.El ciervo herido llora

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y el corzo no tocado de flecha voladora, se huelga por el prado; duerme aquel, y a deshora veis éste desvelado, que tanto el mundo va desordenado Y, dígame, señor mío, si en adelante la fortuna me tratase mal, con esta gracia que tengo para la música, y un bosque de plumas en la cabeza, y un par de lazos provenzales en mis zapatos rayados, ¿no podría hacerme lugar entre un coro de comediantes? HORACIO.- Mediano papel. HAMLET.- ¿Mediano? Excelente. Tú sabes, Damon querido, que esta nación ha perdido al mismo Jove, y violento tirano lo ha sucedido en el trono mal habido, un... ¿Quien diré yo? Un..., un sapo. HORACIO.- Bien pudierais haber conservado el consonante. HAMLET.- ¡Oh! Mi buen Horacio; cuanto aquel espíritu dijo es demasiado cierto. ¿Lo has visto ahora? HORACIO.- Sí señor, bien lo he visto. HAMLET.- ¿Cuándo se trató de veneno? HORACIO.- Bien, bien le observé entonces. HAMLET.- ¡Ah! Quisiera algo de música: traedme unas flautas... Si el Rey no gusta de la comedia, será sin duda porque... Porque no le gusta. Vaya un poco de música.

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Escena XVI HAMLET, HORACIO, RICARDO, GUILLERMO GUILLERMO.- Señor, ¿permitiréis que os diga una palabra? HAMLET.- Y una historia entera. GUILLERMO.- El Rey... HAMLET.- Muy bien, ¿qué le sucede? GUILLERMO.- Se ha retirado a su cuarto con mucha destemplanza. HAMLET.- De vino. ¿Eh? GUILLERMO.- No señor, de cólera. HAMLET.- Pero, ¿no sería más acertado írselo a contar al médico? ¿No veis que si yo me meto en hacerle purgar ese humor bilioso, puede ser que le aumente? GUILLERMO.- ¡Oh! Señor, dad algún sentido a lo que habláis, sin desentenderos con tales extravagancias de lo que os vengo a decir. HAMLET.- Estamos de acuerdo. Prosigue, pues. GUILLERMO.- La Reina vuestra madre, llena de la mayor aflicción, me envía a buscaros. HAMLET.- Seáis muy bien venido. GUILLERMO.- Esos cumplimientos no tienen nada de sinceridad. Si queréis darme una respuesta sensata, desempeñaré el encargo de la Reina; si no, con pediros perdón y retirarme se acabó todo. HAMLET.- Pues, señor, no puedo. GUILLERMO.- ¿Cómo? HAMLET.- Me pides una respuesta sensata y mi razón está un poco achacosa; no obstante, responderé del modo que pueda a cuanto me mandes, o por mejor decir, a lo que mi madre me manda. Con que nada hay que añadir en esto. Vamos al caso. Tú has dicho que mi madre... RICARDO.- Señor, lo que dice es que vuestra conducta la ha llenado de sorpresa y admiración. HAMLET.- ¡Oh! ¡Maravilloso hijo! Que así ha podido aturdir a su madre. Pero, dime,

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¿esa admiración no ha traído otra consecuencia? ¿No hay algo más? RICARDO.- Sólo que desea hablaros en su gabinete, antes que os vais a recoger. HAMLET.- La obedeceré, si diez veces fuera mi madre. ¿Tienes algún otro negocio que tratar conmigo? RICARDO.- Señor, yo me acuerdo de que en otro tiempo me estimabais mucho. HAMLET.- Y ahora también. Te lo juro, por estas manos rateras. RICARDO.- Pero, ¿cuál puede ser el motivo de vuestra indisposición? Eso, por cierto, es cerrar vos mismo las puertas a vuestra libertad, no queriendo comunicar con vuestros amigos los pesares que sentís. HAMLET.- Estoy muy atrasado. RICARDO.- ¿Cómo es posible? ¿Cuándo tenéis el voto del Rey mismo para sucederte en el trono de Dinamarca? HAMLET.- Sí, pero mientras nace la yerba... Ya es un poco antiguo el tal refrán. ¡Ah! Ya están aquí las flautas. Escena XVII CÓMICO TERCERO y dichos. HAMLET.- Dejadme ver una... ¿A qué tengo de ir ahí? Parece que me quieres hacer caer en alguna trampa, según me cercas por todos lados. GUILLERMO.- Ya veo, señor, que si el deseo de cumplir con mi obligación me da osadía; acaso el amor que os tengo me hace grosero también e importuno. HAMLET.- No entiendo bien eso. ¿Quieres tocar esta flauta? GUILLERMO.- Yo no puedo, señor. HAMLET.- Vamos. GUILLERMO.- De veras que no puedo. HAMLET.- Yo te lo suplico GUILLERMO.- Pero, si no sé palabra de eso. HAMLET.- Más fácil es que tenderse a la larga. Mira, pon el pulgar y los demás dedos según convenga sobre estos agujeros, sopla con la boca y verás que lindo sonido resulta. ¿Ves? Estos son los toques. GUILLERMO.- Bien, pero si no sé hacer uso de ellos para que produzcan armonía.

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Como ignoro el arte... HAMLET.- Pues, mira tú, en que opinión tan baja me tienes. Tú me quieres tocar, presumes conocer mis registros, pretendes extraer lo más íntimo de mis secretos, quieres hacer que suene desde el más grave al más agudo de mis tonos y ve aquí este pequeño órgano, capaz de excelentes voces y de armonía, que tú no puedes hacer sonar. ¿Y juzgas que se me tañe a mí con más facilidad que a una flauta? No; dame el nombre del instrumento que quieras; por más que le manejes y te fatigues, jamás conseguirás hacerle producir el menor sonido. Escena XVIII POLONIO y dichos. HAMLET.- ¡Oh! Dios te bendiga. POLONIO.- Señor, la Reina quisiera hablaros al instante. HAMLET.- ¿No ves allí aquella nube que parece un camello? POLONIO.- Cierto, así en el tamaño parece un camello. HAMLET.- Pues ahora me parece una comadreja. POLONIO.- No hay duda, tiene figura de comadreja. HAMLET.- O como una ballena. POLONIO.- Es verdad, sí, como una ballena. HAMLET.- Pues al instante iré a ver a mi madre. Tanto harán estos que me volverán loco de veras. Iré, iré al instante. POLONIO.- Así se lo diré. HAMLET.- Fácilmente se dice, al instante viene. Dejadme solo, amigos. Escena XIX HAMLET solo HAMLET.- Este es el espacio de la noche, apto a los maleficios. Esta es la hora en que los cementerios se abren y el infierno respira contagios al mundo. Ahora podría yo beber caliente sangre, ahora podría ejecutar tales acciones, que el día se estremeciese al verla. Pero, vamos a ver a mi madre... ¡Oh! ¡Corazón! No desconozcas la naturaleza, ni permitas que en este firme pecho se albergue la fiereza de Nerón. Déjame ser cruel, pero no parricida. El puñal que ha de herirla está en mis palabras, no en mi mano; disimulen el corazón y la lengua, sean las que fueren las execraciones que contra ella pronuncie, nunca, nunca mi alma solicitará que se cumplan.

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Escena XX CLAUDIO, RICARDO, GUILLERMO Gabinete. CLAUDIO.- No, no le quiero aquí; ni conviene a nuestra seguridad dejar libre el campo a su locura. Preveníos, pues, y haré que inmediatamente se os despache para que él os acompañe a Inglaterra. El interés de mi corona no permite ya exponerme a un riesgo tan inmediato, que crece por instantes en los accesos de su demencia. GUILLERMO.- Al momento dispondremos nuestra marcha. El más santo y religioso temor es aquel que procura la existencia de tantos individuos, cuya vida pende de vuestra Majestad. RICARDO.- Si es obligación en un particular defender su vida de toda ofensa, por medio de la fuerza y el arte, ¿cuánto más lo será conservar aquella en quien estriba la felicidad pública? Cuando llega a faltar el Monarca, no muere él solo, sino que, a manera de un torrente precipitado, arrebata consigo cuanto le rodea. Como una gran rueda colocada en la cima del más alto monte, a cuyos enormes rayos están asidas innumerables piezas menores; que si llega a caer, no hay ninguna de ellas, por más pequeña que sea, que no padezca igualmente en el total destrozo. Nunca el Soberano exhala un suspiro sin excitar en su nación general lamento. CLAUDIO.- Yo os ruego que os prevengáis sin dilación para el viaje. Quiero encadenar este temor, que ahora camina demasiado libre. LOS DOS.- Vamos a obedeceros con la mayor prontitud.

Escena XXI CLAUDIO, POLONIO POLONIO.- Señor, ya se ha encaminado al cuarto de su madre, voy a ocultarme detrás de los tapices para ver el suceso. Es seguro que ella le reprenderá fuertemente, y como vos mismo habéis observado muy bien, conviene que asista a oír la conversación alguien más que su madre, que naturalmente le ha de ser parcial, como a todas sucede. Quedaos a Dios, yo volveré a veros antes que os recojáis para deciros lo que haya pasado. CLAUDIO.- Gracias, querido Polonio. Escena XXII CLAUDIO solo CLAUDIO.- ¡Oh! ¡Mi culpa es atroz! Su hedor sube al cielo, llevando consigo la maldición más terrible, la muerte de un hermano. No puedo recogerme a orar, por más que eficazmente lo procuro, que es más fuerte que mi voluntad el delito que la

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destruye. Como el hombre a quien dos obligaciones llaman, me detengo a considerar por cual empezaré primero, y no cumpla ninguna... Pero, si este brazo execrable estuviese aún más teñido en la sangre fraterna, ¿faltará en los Cielos piadosos suficiente lluvia para volverle cándido como la nieve misma? ¿De qué sirve la misericordia, si se niega a ver el rostro del pecado? ¿Qué hay en la oración sino aquella duplicada fuerza, capaz de sostenernos al ir a caer, o de adquirirnos el perdón habiendo caído? Sí, alzaré mis ojos al cielo, y quedará borrada mi culpa. Pero, ¿qué género de oración habré de usar? Olvida, señor, olvida el horrible homicidio que cometí... ¡Ah! Que será imposible, mientras vivo poseyendo los objetos que me determinaron a la maldad: mi ambición, mi corona, mi esposa... ¿Podrá merecerse el perdón cuando la ofensa existe? En este mundo estragado sucede con frecuencia que la mano delincuente, derramando el oro, aleja la justicia, y corrompe con dádivas la integridad de las leyes; no así en el cielo, que allí no hay engaños, allí comparecen las acciones humanas como ellas son, y nos vemos compelidos a manifestar nuestras faltas todas, sin excusa, sin rebozo alguno... En fin, en fin, ¿qué debo hacer?... Probemos lo que puede el arrepentimiento... y ¿qué no podrá? Pero, ¿qué ha de poder con quien no puede arrepentirse? ¡Oh! ¡Situación infeliz! ¡Oh! ¡Conciencia ennegrecida con sombras de muerte! ¡Oh! ¡Alma mía aprisionada! Que cuanto más te esfuerzas para ser libre, más quedas oprimida, ¡Ángeles, asistidme! Probad en mí vuestro poder. Dóblense mis rodillas tenaces, y tu corazón mío de aceradas fibras, hazte blando como los nervios del niño que acaba de nacer. Todo, todo puede enmendarse. Escena XXIII CLAUDIO, HAMLET HAMLET.- Esta es la ocasión propicia. Ahora está rezando, ahora le mato... Y así se irá al cielo... ¿y es esta mi venganza? No, reflexionemos. Un malvado asesina a mi padre, y yo, su hijo único, aseguro al malhechor la gloria. ¿No es esto, en vez de castigo, premio y recompensa? Él sorprendió a mi padre, acabados los desórdenes del banquete, cubierto de más culpas que el mayo tiene flores... ¿quién sabe, sino Dios, la estrecha cuenta que hubo de dar? Pero, según nuestra razón concibe, terrible ha sido su sentencia. ¡Y quedaré vengado dándole a éste la muerte, precisamente cuando purifica su alma, cuando se dispone para la partida! No, espada mía, vuelve a tu lugar y espera ocasión de ejecutar más tremendo golpe. Cuando esté ocupado en el juego, cuando blasfeme colérico, o duerma con la embriaguez, o se abandone a los placeres incestuosos del lecho, o cometa acciones contrarias a su salvación; hiérele entonces, caiga precipitado al profundo y su alma quede negra y maldita, como el infierno que ha de recibirle. Mi madre me espera, malvado; esta medicina que te dilata la dolencia no evitará tu muerte. Escena XXIV CLAUDIO solo CLAUDIO.- Mis palabras suben al cielo, mis afectos quedan en la tierra. Palabras sin afectos, nunca llegan a los oídos de Dios. Escena XXV GERTRUDIS, POLONIO, HAMLET

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Cuarto de la Reina. POLONIO.- Va a venir al momento. Mostradle entereza, decidle que sus locuras han sido demasiado atrevidas e intolerables, que vuestra bondad le ha protegido, mediando entre él y la justa indignación que excitó. Yo, entretanto, retirado aquí, guardaré silencio. Habladle con libertad, yo os lo suplico. HAMLET.- Madre, madre. GERTRUDIS.- Así te lo prometo, nada temo. Ya le siento llegar. Retírate. Escena XXVI GERTRUDIS, HAMLET, POLONIO HAMLET.- ¿Qué me mandáis, señora? GERTRUDIS.- Hamlet, muy ofendido tienes a tu padre. HAMLET.- Madre, muy ofendido tenéis al mío. GERTRUDIS.- Ven, ven aquí; tú me respondes con lengua demasiado libre. HAMLET.- Voy, voy allá... y vos me preguntáis con lengua bien perversa. GERTRUDIS.- ¿Qué es esto, Hamlet? HAMLET.- ¿Y qué es eso, madre? GERTRUDIS.- ¿Te olvidas de quién soy? HAMLET.- No, por la cruz bendita, que no me olvido. Sois la Reina, casada con el hermano de vuestro primer esposo y... Ojalá no fuera así... ¡Eh! Sois mi madre. GERTRUDIS.- Bien está. Yo te pondré delante de quien te haga hablar con más acuerdo. HAMLET.- Venid, sentaos y no saldréis de aquí, no os moveréis; sin que os ponga un espejo delante en que veáis lo más oculto de vuestra conciencia. GERTRUDIS.- ¿Qué intentas hacer? ¿Quieres matarme?... ¿Quién me socorre?.. ¡Cielos! POLONIO.- Socorro pide... ¡Oh!.. HAMLET.- ¿Qué es esto?... ¿Un ratón? Murió... Un ducado a que ya está muerto. POLONIO.- ¡Ay de mí! GERTRUDIS.- ¿Qué has hecho?

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HAMLET.- Nada... ¿Qué sé yo?.. ¿Si sería el Rey? GERTRUDIS.- ¡Qué acción tan precipitada y sangrienta! HAMLET.- Es verdad, madre mía, acción sangrienta y casi tan horrible como la de matar a un Rey y casarse después con su hermano. GERTRUDIS.- ¿Matar a un Rey? HAMLET.- Sí, señora, eso he dicho. Y tú, miserable, temerario, entremetido, loco, adiós. Yo te tomé por otra persona de más consideración. Mira el premio que has adquirido; ve ahí el riesgo que tiene la demasiada curiosidad. No, no os torzáis las manos... sentaos aquí, y dejad que yo os tuerza el corazón. Así he de hacerlo, si no le tenéis formado de impenetrable pasta, si las costumbres malditas no le han convertido en un muro de bronce, opuesto a toda sensibilidad. GERTRUDIS.- ¿Qué hice yo, Hamlet, para que con tal aspereza me insultes? HAMLET.- Una acción que mancha la tez purpúrea de la modestia, y da nombre de hipocresía a la virtud, arrebata las flores de la frente hermosa de un inocente amor, colocando un vejigatorio en ella, que hace más pérfidos los votos conyugales que las promesas del tahúr. Una acción que destruye la buena fe, alma de los contratos, y convierte la inefable religión en una compilación frívola de palabras. Una acción, en fin, capaz de inflamar en ira la faz del cielo y trastornar con desorden horrible esta sólida y artificial máquina del mundo, como si se aproximara su fin temido. GERTRUDIS.- ¡Ay de mi! ¿Y qué acción es esa que así exclamas al anunciarla, con espantosa voz de trueno? HAMLET.- Veis aquí presentes, en esta y esta pintura, los retratos de dos hermanos. ¡Ved cuanta gracia residía en aquel semblante! Los cabellos del Sol, la frente como la del mismo Júpiter; su vista imperiosa y amenazadora, como la de Marte; su gentileza, semejante a la del mensajero, Mercurio, cuando aparece sobre una montaña cuya cima llega a los cielos. ¡Hermosa combinación de formas! Donde cada uno de los Dioses imprimió su carácter para que el mundo admirase tantas perfecciones en un hombre solo. Este fue vuestro esposo. Ved ahora el que sigue. Este es vuestro esposo que como la espiga con tizón destruye la sanidad de su hermano. ¿Lo veis bien? ¿Pudisteis abandonar las delicias de aquella colina hermosa por el cieno de ese pantano? ¡Ah! ¿Lo veis bien?... Ni podéis llamarlo amor; porque en vuestra edad los hervores de la sangre están ya tibios y obedientes a la prudencia, y ¿qué prudencia desde aquel a este? Sentidos tenéis, que a no ser así no tuvierais afectos; pero esos sentidos deben de padecer letargo profundo. La demencia misma no podría incurrir en tanto error, ni el frenesí tiraniza con tal exceso las sensaciones, que no quede suficiente juicio para saber elegir entre dos objetos, cuya diferencia es tan visible... ¿Qué espíritu infernal os pudo engañar y cegar así? Los ojos sin el tacto, el tacto sin la vista, los oídos o el olfato solo, una débil porción de cualquier sentido hubiera bastado a impedir tal estupidez... ¡Oh!, modestia, ¿y no te sonrojas? ¡Rebelde infierno! Si así pudiste inflamar las médulas de una matrona, permite, permite que la virtud en la edad juvenil sea dócil como la cera y se liquide en sus propios fuegos; ni se invoque al pudor para resistir su violencia, puesto que el hielo mismo con tal actividad se enciende y es ya el entendimiento el que prostituye al corazón.

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GERTRUDIS.- ¡Oh! ¡Hamlet! No digas más... Tus razones me hacen dirigir la vista a mi conciencia, y advierto allí las más negras y groseras manchas, que acaso nunca podrán borrarse. HAMLET.- ¡Y permanecer así entre el pestilente sudor de un lecho incestuoso, envilecida en corrupción prodigando caricias de amor en aquella sentina impura! GERTRUDIS.- No más, no más, que esas palabras, como agudos puñales, hieren mis oídos... No más, querido Hamlet. HAMLET.- Un asesino... Un malvado... Vil... Inferior mil veces a vuestro difunto esposo... Escarnio de los Reyes, ratero del imperio y el mando; que robó la preciosa corona y se la guardó en el bolsillo. GERTRUDIS.- No más... Escena XXVII GERTRUDIS, HAMLET, LA SOMBRA DEL REY HAMLET HAMLET.- Un Rey de botarga... ¡Oh! ¡Espíritus celestes, defendedme! Cubridme con vuestras alas... ¿Qué quieres, venerada Sombra? GERTRUDIS.- ¡Ay! Que está fuera de sí. HAMLET.- ¿Vienes acaso a culpar la negligencia de tu hijo, que debilitado por la compasión y la tardanza, olvida la importante ejecución de tu precepto terrible?... Habla. LA SOMBRA.- No lo olvides. Vengo a inflamar de nuevo tu ardor casi extinguido. ¿Pero, ves? Mira cómo has llenado de asombro a tu madre. Ponte entre ella y su alma agitada y hallarás que la imaginación obra con mayor violencia en los cuerpos más débiles. Háblala, Hamlet. HAMLET.- ¿En qué pensáis, señora? GERTRUDIS.- ¡Ay! ¡Triste! Y en qué piensas tú que así diriges la vista donde no hay nada, razonando con el aire incorpóreo. Toda tu alma se ha pasado a tus ojos, que se mueven horribles, y tus cabellos que pendían, adquiriendo vida y movimiento, se erizan y levantan como los soldados, a quienes improviso rebato despierta. ¡Hijo de mi alma! ¡Oh! Derrama sobre el ardiente fuego de tu agitación y la paciencia fría. ¿A quién estás mirando? HAMLET.- A él, a él... ¿Le veis, que pálida luz despide? Su aspecto y su dolor bastarían a conmover las piedras... ¡Ay! No me mires así, no sea que ese lastimoso semblante destruya mis designios crueles, no sea que al ejecutarlos equivoque los medios y en vez de sangre se derramen lágrimas. GERTRUDIS.- ¿A quién dices eso?

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HAMLET.- ¿No veis nada allí? GERTRUDIS.- Nada, y veo todo lo que hay. HAMLET.- ¿Ni oísteis nada tampoco? GERTRUDIS.- Nada más que lo que nosotros hablamos. HAMLET.- Mirad allí... ¿Le veis?... Ahora se va... Mi padre..., con el traje mismo que se vestía. ¿Veis por donde va?... Ahora llega al pórtico. Escena XXVIII GERTRUDIS, HAMLET GERTRUDIS.- Todo es efecto de la fantasía. El desorden que padece tu espíritu produce confusiones vanas. HAMLET.- ¿Desorden? Mi pulso, como el vuestro, late con regular intervalo y anuncia igual salud en sus compases... Nada de lo que he dicho es locura. Haced la prueba y veréis si os repito cuantas ideas y palabras acabo de proferir, y un loco no puede hacerlo. ¡Ah! ¡Madre mía! En merced os pido que no apliquéis al alma esa unción halagüeña, creyendo que es mi locura la que habla, y no vuestro delito. Con tal medicina lograréis sólo irritar la parte ulcerada, aumentando la ponzoña pestífera, que interiormente la corrompe... Confesad al Cielo vuestra culpa, llorad lo pasado, precaved lo futuro; y no extendáis el beneficio sobre las malas yerbas, para que prosperen lozanas. Perdonad este desahogo a mi virtud, ya que en esta delincuente edad, la virtud misma tiene que pedir perdón al vicio; y aun para hacerle bien, le halaga y le ruega. GERTRUDIS.- ¡Ay! Hamlet, tú despedazas mi corazón. HAMLET.- ¿Sí? Pues apartad de vos aquella porción más dañada, y vivid con la que resta, más inocente. Buenas noches... Pero, no volváis al lecho de mi tío. Si carecéis de virtud, aparentadla al menos. La costumbre, aquel monstruo que destruye las inclinaciones y afectos del alma, si en lo demás es un demonio; tal vez es un ángel cuando sabe dar a las buenas acciones una cierta facilidad con que insensiblemente las hace parecer innatas. Conteneos por esta noche: este esfuerzo os hará más fácil la abstinencia próxima, y la que siga después la hallaréis más fácil todavía. La costumbre es capaz de borrar la impresión misma de la naturaleza, reprimir las malas inclinaciones y alejarlas de nosotros con maravilloso poder. Buenas noches, y cuando aspiréis de veras la bendición del Cielo, entonces yo os pediré vuestra bendición... La desgracia de este hombre me aflige en extremo; pero Dios lo ha querido así, a él le ha castigado por mi mano y a mí también, precisándome a ser el instrumento de su enojo. Yo le conduciré a donde convenga y sabré justificar la muerte que le dí. Basta. Buenas noches. Porque soy piadoso debo ser cruel, ve aquí el primer daño cometido; pero aún es mayor el que después ha de ejecutarse... ¡Ah! Escuchad otra cosa. GERTRUDIS.- ¿Cuál es? ¿Qué debo hacer? HAMLET.- No hacer nada de cuanto os he dicho, nada. Permitid que el Rey, hinchado con el vino, os conduzca otra vez al lecho y allí os acaricie, apretando lascivo vuestras

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mejillas, y os tiente el pecho con sus malditas manos y os bese con negra boca. Agradecida entonces, declaradle cuanto hay en el caso, decidle que mi locura no es verdadera, que todo es artificio. Sí, decídselo, porque ¿cómo es posible que una Reina hermosa, modesta, prudente, oculte secretos de tal importancia a aquel gato viejo, murciélago, sapo torpísimo? ¿Cómo sería posible callárselo? Id, y a pesar de la razón y del sigilo, abrid la jaula sobre el techo de la casa y haced que los pájaros se vuelen, y semejante al mono (tan amigo de hacer experiencias) meted la cabeza en la trampa, a riesgo de perecer en ella misma. GERTRUDIS.- No, no lo temas, que si las palabras se forman del aliento, y éste anuncia vida, no hay vida ni aliento en mí, para repetir lo que me has dicho. HAMLET.- ¿Sabéis que debo ir a Inglaterra? GERTRUDIS.- ¡Ah! Ya lo había olvidado. Sí, es cosa resuelta. HAMLET.- He sabido que hay ciertas cartas selladas, y que mis dos condiscípulos (de quienes yo me fiaré, como de una víbora ponzoñosa) van encargados de llevar el mensaje facilitarme la marcha y conducirme al precipicio. Pero, yo los dejaré hacer: que es mucho gusto ver volar al minador con su propio hornillo, y mal irán las cosas; o yo excavaré una vara no más debajo de las minas, y les haré saltar hasta la luna. ¡Oh! ¡Es mucho gusto, cuando un pícaro tropieza con quien se las entiende!... Este hombre me hace ahora su ganapán..., le llevaré arrastrando a la pieza inmediata. Madre, buenas noches... Por cierto que el señor Consejero (que fue en vida un hablador impertinente) es ahora bien reposado, bien serio y taciturno. Vamos, amigo, que es menester sacaros de aquí y acabar con ello. Buenas noches, madre.

ACTO IV Escena I CLAUDIO, GERTRUDIS, RICARDO, GUILLERMO Salón de Palacio. CLAUDIO.- Esos suspiros, esos profundos sollozos, alguna causa tienen, dime cuál es; conviene que la sepa yo... ¿En dónde está tu hijo? GERTRUDIS.- Dejadnos solos un instante. ¡Ah! ¡Señor lo que he visto esta noche! CLAUDIO.- ¿Qué ha sido, Gertrudis? ¿Qué hace Hamlet? GERTRUDIS.- Furioso está, como el mar y el viento cuando disputan entre sí cuál es más fuerte. Turbado con la demencia que le agita, oyó algún ruido detrás del tapiz; saca la espada, grita: un ratón, un ratón, y en su ilusión frenética mató al buen

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anciano que se hallaba oculto. CLAUDIO.- ¡Funesto accidente! Lo mismo hubiera hecho conmigo si hubiera estado allí. Ese desenfreno insolente amenaza a todos: a mí, a ti misma, a todos en fin. ¡Oh! ¿Y cómo disculparemos una acción tan sangrienta? Nos la imputarán sin duda a nosotros, porque nuestra autoridad debería haber reprimido a ese joven loco, poniéndole en paraje donde a nadie pudiera ofender. Pero el excesivo amor que le tenemos nos ha impedido hacer lo que más convenía; bien así como el que padece una enfermedad vergonzosa, que por no declararla, consiente primero que le devore la substancia vital. ¿Y a dónde ha ido? GERTRUDIS.- A retirar de allí el difunto cuerpo, y en medio de su locura, llora el error que ha cometido. Así el oro manifiesta su pureza; aunque mezclado, tal vez, con metales viles. CLAUDIO.- Vamos, Gertrudis, y apenas toque el sol la cima de los montes haré que se embarque y se vaya, entretanto será necesario emplear toda nuestra autoridad y nuestra prudencia, para ocultar o disculpar, un hecho tan indigno. Escena II CLAUDIO, GERTRUDIS, RICARDO, GUILLERMO CLAUDIO.- ¡Oh! ¡Guillermo, amigos! Id entrambos con alguna gente que os ayude. Hamlet, ciego de frenesí, ha muerto a Polonio y le ha sacado arrastrando del cuarto de su madre. Id a buscarle, habladle con dulzura y haced llevar el cadáver a la capilla. No os detengáis. Vamos, que pienso llamar a nuestros más prudentes amigos, para darles cuenta de esta imprevista desgracia y de lo que resuelvo hacer. Acaso por este medio la calumnia (cuyo rumor ocupa la extensión del orbe y dirige sus emponzoñados tiros con la certeza que el cañón a su blanco) errando esta vez el golpe, dejará nuestro nombre ileso y herirá sólo al viento insensible. ¡Oh! Vamos de aquí... mi alma está llena de agitación y de terror. Escena III HAMLET, RICARDO, GUILLERMO Cuarto de HAMLET. HAMLET.- Colocado ya en lugar seguro. Pero... RICARDO.- Hamlet, señor. HAMLET.- ¿Qué ruido es este? ¿Quién llama a Hamlet? ¡Oh! Ya están aquí. RICARDO.- Señor, ¿qué habéis hecho del cadáver? HAMLET.- Ya está entre el polvo, del cual es pariente cercano. RICARDO.- Decidnos en donde está, para que le hagamos llevar a la capilla.

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HAMLET.- ¡Ah! No creáis, no. RICARDO.- ¿Qué es lo que no debemos creer? HAMLET.- Que yo pueda guardar vuestro secreto, y os revele el mío... Y, además, ¿qué ha de responder el hijo de un Rey a las instancias de un entremetido palaciego? RICARDO.- ¿Entremetido me llamáis? HAMLET.- Sí, señor, entremetido: que como una esponja chupa del favor del Rey las riquezas y la autoridad. Pero estas gentes, a lo último de su carrera, es cuando sirven mejor al Príncipe, porque este, semejante al mono, se los mete en un rincón de la boca; allí los conserva, y el primero que entró, es el último que se traga. Cuando el Rey necesite lo que tú (que eres su esponja) le hayas chupado, te coge, te exprime, y quedas enjuto otra vez. RICARDO.- No comprendo lo que decís. HAMLET.- Me place en extremo. Las razones agudas son ronquidos para los oídos tontos. RICARDO.- Señor, lo que importa es que nos digáis en donde está el cuerpo, y os vengáis con nosotros a ver al Rey. HAMLET.- El cuerpo está con el Rey; pero el Rey no está con el cuerpo. El Rey viene a ser una cosa como... GUILLERMO.- ¿Qué cosa, señor? HAMLET.- Una cosa, que no vale nada..., pero; guarda, Pablo... Vamos a verle. Escena IV CLAUDIO solo Salón de Palacio. CLAUDIO.- Le he enviado a llamar y he mandado buscar el cadáver. ¡Qué peligroso es dejar en libertad a este mancebo! Pero no es posible tampoco ejercer sobre él la severidad de las leyes. Está muy querido de la fanática multitud, cuyos afectos se determinan por los ojos, no por la razón, y que en tales casos considera el castigo del delincuente, y no el delito. Conviene, para mantener la tranquilidad, que esta repentina ausencia de Hamlet aparezca como cosa muy de antemano meditada y resuelta. Los males desesperados, o son incurables, o se alivian con desesperados remedios. Escena V CLAUDIO, RICARDO CLAUDIO.- ¿Qué hay? ¿Qué ha sucedido?

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RICARDO.- No hemos podido lograr que nos diga adónde ha llevado el cadáver. CLAUDIO.- Pero, él, ¿en dónde está? RICARDO.- Afuera quedó con gente que le guarda, esperando vuestras órdenes. CLAUDIO.- Traedle a mi presencia. RICARDO.- Guillermo, que venga el Príncipe. Escena VI CLAUDIO, RICARDO, HAMLET, GUILLERMO, CRIADOS CLAUDIO.- Y bien y Hamlet, ¿en dónde está Polonio? HAMLET.- Ha ido a cenar. CLAUDIO.- ¿A cenar? ¿Adónde? HAMLET.- No adónde coma, sino adónde es comido, entre una numerosa congregación de gusanos. El gusano es el Monarca supremo de todos los comedores. Nosotros engordamos a los demás animales para engordarnos, y engordamos para el gusanillo, que nos come después. El Rey gordo y el mendigo flaco son dos platos diferentes; pero se sirven a una misma mesa. En esto para todo. CLAUDIO.- ¡Ah! HAMLET.- Tal vez un hombre puede pescar con el gusano que ha comido a un Rey, y comerse después el pez que se alimentó de aquel gusano. CLAUDIO.- ¿Y qué quieres decir con eso? HAMLET.- Nada más que manifestar, cómo un Rey puede pasar progresivamente a las tripas de un mendigo. CLAUDIO.- ¿En dónde está Polonio? HAMLET.- En el cielo. Enviad a alguno que lo vea, y si vuestro comisionado no le encuentra allí, entonces podéis vos mismo irle a buscar a otra parte. Bien que, si no le halláis en todo este mes, le oleréis sin duda al subir los escalones de la galería. CLAUDIO.- Id allá a buscarle. HAMLET.- No, él no se moverá de allí hasta que vayan por él. CLAUDIO.- Este suceso, Hamlet, exige que atiendas a tu propia seguridad, la cual me interesa tanto, como lo demuestra el sentimiento que me causa la acción que has hecho. Conviene que salgas de aquí con acelerada diligencia. Prepárate, pues. La nave está ya prevenida, el viento es favorable, los compañeros aguardan, y todo está pronto

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para tu viaje a Inglaterra. HAMLET.- ¿A Inglaterra? CLAUDIO.- Sí, Hamlet. HAMLET.- Muy bien. CLAUDIO.- Sí, muy bien debe parecerte, si has comprendido el fin a que se encaminan mis deseos. CLAUDIO.- Yo veo un ángel que los ve... Pero vamos a Inglaterra. ¡Adiós, mi querida madre! CLAUDIO.- ¿Y tu madre que te ama, Hamlet? HAMLET.- Mi madre... Padre y madre son marido y mujer; marido y mujer son una carne misma, conque... Mi madre... ¡Eh, vamos a Inglaterra! Escena VII CLAUDIO, RICARDO, GUILLERMO CLAUDIO.- Seguidle inmediatamente, instad con viveza su embarco, no se dilate un punto. Quiero verle fuera de aquí esta noche. Partid. Cuanto es necesario a esta comisión está sellado y pronto. Id, no os detengáis. Y tú, Inglaterra, si en algo estimas mi amistad (de cuya importancia mi gran poder te avisa), pues aún miras sangrientas las heridas que recibiste del acero danés y en dócil temor me pagas tributos; no dilates tibia la ejecución de mi suprema voluntad, que por cartas escritas a este fin, te pide con la mayor instancia, la pronta muerte de Hamlet. Su vida es para mí una fiebre ardiente, y tú sola puedes aliviarme. Hazlo así, Inglaterra, y hasta que sepa que descargaste el golpe por más feliz que mi suerte sea, no se restablecerán en mi corazón la tranquilidad, ni la alegría. Escena VIII FORTIMBRÁS, UN CAPITÁN, SOLDADOS Campo solitario en las fronteras de Dinamarca. FORTIMBRÁS.- Id, Capitán, saludad en mi nombre al Monarca danés: decidle que en virtud de su licencia, Fortimbrás pide el paso libre por su reino, según se le ha prometido. Ya sabéis el sitio de nuestra reunión. Si algo quiere su Majestad comunicarme, hacedle saber que estoy pronto a ir en persona a darle pruebas de mi respeto. CAPITÁN.- Así lo haré, señor. FORTIMBRÁS.- Y vosotros, caminad con paso vagaroso.

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Escena IX UN CAPITÁN, HAMLET, RICARDO Y GUILLERMO, SOLDADOS HAMLET.- Caballero, ¿de dónde son estas tropas? CAPITÁN.- De Noruega, señor. HAMLET.- Y decidme, ¿adónde se encaminan? CAPITÁN.- Contra una parte de Polonia. HAMLET.- ¿Quién las acaudilla? CAPITÁN.- Fortimbrás, sobrino del anciano Rey de Noruega. HAMLET.- ¿Se dirigen contra toda Polonia, o solo a alguna parte de sus fronteras? CAPITÁN.- Para deciros sin rodeos la verdad, vamos a adquirir una porción de tierra, de la cual (exceptuando el honor) ninguna otra utilidad puede esperarse. Si me la diesen arrendada en cinco ducados, no la tomaría, ni pienso que produzca mayor interés al de Noruega ni al Polaco; aunque a pública subasta la vendan. HAMLET.- Sin duda, ¿el Polaco no tratará de resistir? CAPITÁN.- Antes bien ha puesto ya en ella tropas que la guarden. HAMLET.- De ese modo el sacrificio de dos mil hombres y veinte mil ducados no decidirá la posesión de un objeto tan frívolo. Esa es una apostema del cuerpo político, nacida de la paz y excesiva abundancia, que revienta en lo interior; sin que exteriormente se vea la razón porque el hombre perece. Os doy muchas gracias de vuestra cortesía. CAPITÁN.- Dios os guarde. RICARDO.- ¿Queréis proseguir el camino? HAMLET.- Presto os alcanzaré. Id adelante un poco. Escena X HAMLET solo HAMLET.- Cuantos accidentes ocurren, todos me acusan, excitando a la venganza mi adormecido aliento. ¿Qué es el hombre que funda su mayor felicidad, y emplea todo su tiempo solo en dormir y alimentarse? Es un bruto y no más. No. Aquél que nos formó dotados de tan extenso conocimiento que con él podemos ver lo pasado y futuro, no nos dio ciertamente esta facultad, esta razón divina, para que estuviera en nosotros sin uso y torpe. Sea, pues, brutal negligencia, sea tímido escrúpulo que no se atreve a penetrar los casos venideros (proceder en que hay más parte de cobardía que de prudencia), yo no sé para qué existo, diciendo siempre: tal cosa debo hacer; puesto

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que hay en mí suficiente razón, voluntad, fuerza y medios para ejecutarla. Por todas partes halló ejemplos grandes que me estimulan. Prueba es bastante ese fuerte y numeroso ejército, conducido por un Príncipe joven y delicado, cuyo espíritu impelido de ambición generosa desprecia la incertidumbre de los sucesos, y expone su existencia frágil y mortal a los golpes de la fortuna a la muerte, a los peligros más terribles, y todo por un objeto de tan leve interés. El ser grande no consiste, por cierto, en obrar sólo cuando ocurre un gran motivo; sino en saber hallar una razón plausible de contienda, aunque sea pequeña la causa; cuando se trata de adquirir honor. ¿Cómo, pues, permanezco yo en ocio indigno, muerto mi padre alevosamente, mi madre envilecida... estímulos capaces de excitar mi razón y mi ardimiento, que yacen dormidos? Mientras para vergüenza mía veo la destrucción inmediata de veinte mil hombres, que por un capricho, por una estéril gloria van al sepulcro como a sus lechos, combatiendo por una causa que la multitud es incapaz de comprender, por un terreno que aún no es suficiente sepultura a tantos cadáveres. ¡Oh! De hoy más, o no existirá en mi fantasía idea ninguna, o cuántas forme serán sangrientas. Escena XI GERTRUDIS, HORACIO Galería de Palacio. GERTRUDIS.- No, no quiero hablarla. HORACIO.- Ella insta por veros. Está loca, es verdad; pero eso mismo debe excitar vuestra compasión. GERTRUDIS.- ¿Y qué pretende? ¿Qué dice? HORACIO.- Habla mucho de su padre; dice que continuamente oye que el mundo está lleno de maldad; solloza, se lastima el pecho, y airada trastorna con el pie cuanto al pasar encuentra. Profiere razones equívocas en que apenas se halla sentido; pero la misma extravagancia de ellas mueve a los que las oyen a retenerlas, examinando el fin conque las dice, y dando a sus palabras una combinación arbitraria, según la idea de cada uno. Al observar sus miradas, sus movimientos de cabeza, su gesticulación expresiva, llegan a creer que puede haber en ella algún asomo de razón; pero nada hay de cierto, sino que se halla en el estado más infeliz. GERTRUDIS.- Será bien hablarla: antes que mi repulsa, esparza conjeturas fatales, en aquellos ánimos que todo lo interpretan siniestramente. Hazla venir. El más frívolo acaso parece a mi dañada conciencia presagio de algún grave desastre. Propia es de la culpa esta desconfianza. Tan lleno está siempre de recelos el delincuente, que el temor de ser descubierto, hace tal vez que él mismo se descubra. Escena XII GERTRUDIS, OFELIA, HORACIO OFELIA.- ¿En dónde está la hermosa Reina de Dinamarca? GERTRUDIS.- ¿Cómo va, Ofelia?

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OFELIA.¿Cómo al amante que fiel te sirva, de otro cualquiera distinguiría? Por las veneras de su esclavina, bordón, sombrero con plumas rizas, y su calzado que adornan cintas. GERTRUDIS.- ¡Oh! ¡Querida mía! Y, ¿a qué propósito viene esa canción? OFELIA.- ¿Eso decís?.... Atended a ésta. Muerto es ya, señora, muerto y no está aquí. Una tosca piedra a sus plantas vi y al césped del prado su frente cubrir. ¡Ah! ¡Ah! ¡Ah! GERTRUDIS.- Sí, pero, Ofelia... OFELIA.- Oíd, oíd. Blancos paños le vestían... Escena XIII

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CLAUDIO, GERTRUDIS, OFELIA, HORACIO GERTRUDIS.- ¡Desgraciada! ¿Veis esto, señor? OFELIA.Blancos paños te vestían como la nieve del monte y al sepulcro le conducen, cubierto de bellas flores, que en tierno llanto de amor se humedecieron entonces. CLAUDIO.- ¿Cómo estás, graciosa niña? OFELIA.- Buena, Dios os lo pague... Dicen que la lechuza fue antes una doncella, hija de un panadero. ¡Ah! Sabemos lo que somos ahora; pero no lo que podemos ser. Dios vendrá a visitaros. CLAUDIO.- Alusión a su padre. OFELIA.- Pero no, no hablemos más en esto, y si os preguntan lo que significa decid: De San Valentino la fiesta es mañana: yo, niña amorosa, al toque del alba iré a que me veas desde tu ventana, para que la suerte dichosa me caiga. Despierta el mancebo, se viste de gala

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y abriendo las puertas entró la muchacha, que viniendo virgen, volvió desflorada. CLAUDIO.- ¡Graciosa Ofelia! OFELIA.- Sí, voy a acabar; sin jurarlo, os prometo que la voy a concluir. ¡Ay! ¡Mísera! ¡Cielos! ¡Torpeza villana! ¿Qué galán desprecia ventura tan alta? Pues todos son falsos, le dice indignada. Antes que en tus brazos me mirase incauta, de hacerme tu esposa me diste palabra. Y él responde entonces: Por el sol te juro que no lo olvidara, si tú no te hubieras venido a mi cama. CLAUDIO.- ¿Cuánto ha que está así? OFELIA.- Yo espero que todo irá bien... Debemos tener paciencia... Pero, yo no puedo menos de llorar considerando que le han dejado sobre la tierra fría... Mi hermano lo sabrá... Preciso... Y yo os doy las gracias por vuestros buenos consejos... Vamos : la carroza. Buenas noches, señoras, buenas noches. Amiguitas, buenas noches, buenas

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noches. CLAUDIO.- Acompáñala a su cuarto, y haz que la asista suficiente guardia. Yo te lo ruego. Escena XIV CLAUDIO, GERTRUDIS CLAUDIO.- ¡Oh! Todo es efecto de un profundo dolor, todo nace de la muerte de su padre, y ahora observo, Gertrudis, que cuando los males vienen, no vienen esparcidos como espías; sino reunidos en escuadrones. Su padre muerto, tu hijo ausente (habiendo dado él mismo, justo motivo a su destierro), el pueblo alterado en tumulto con dañadas ideas y murmuraciones, sobre la muerte del buen Polonio; cuyo entierro oculto ha sido no leve imprudencia de nuestra parte. La desdichada Ofelia fuera de sí, turbada su razón, sin la cual somos vanos simulacros o comparables sólo a los brutos; y por último (y esto no es menos esencial que todo lo restante) su hermano, que ha venido secretamente de Francia, y en medio de tan extraños casos, se oculta entre sombras misteriosas, sin que falten lenguas maldicientes que envenenen sus oídos, hablándole de la muerte de su padre. Ni en tales discursos, a falta de noticias seguras, dejaremos de ser citados continuamente de boca en boca. Todos estos afanes juntos, mi querida Gertrudis, como una máquina destructora que se dispara, me dan muchas muertes a un tiempo. GERTRUDIS.- ¡Ay! ¡Dios! ¿Qué estruendo es éste? Escena XV CLAUDIO, GERTRUDIS, UN CABALLERO CLAUDIO.- ¿En dónde está mi guardia?... Acudid, defended las puertas... ¿Qué es esto? CABALLERO.- Huid, señor. El océano, sobrepujando sus términos, no traga las llanuras con ímpetu más espantoso que el que manifiesta el joven Laertes, ciego de furor; venciendo la resistencia que le oponen vuestros soldados. El vulgo le apellida Señor, y como si ahora comenzase a existir el mundo; la antigüedad y la costumbre (apoyo y seguridad de todo buen gobierno) se olvidan y se desconocen. Gritan por todas partes: nosotros elegimos por Rey a Laertes. Los sombreros arrojados al aire, las manos y las lenguas le aplauden, llegando a las nubes la voz general que repite: Laertes será nuestro Rey, viva Laertes. GERTRUDIS.- ¡Con qué alegría sigue, ladrando, esa trahilla pérfida el rastro mal seguro en que va a perderse! CLAUDIO.- Ya han roto las puertas. Escena XVI LAERTES, CLAUDIO, GERTRUDIS, SOLDADOS y PUEBLO

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LAERTES.- ¿En dónde está el Rey? Vosotros, quedaos todos afuera. VOCES.- No, entremos. LAERTES.- Yo os pido que me dejéis. VOCES.- Bien, bien está. LAERTES.- Gracia, señores. Guardad las puertas... y tú, indigno Príncipe, dame a mi padre. GERTRUDIS.- Menos, menos ardor, querido Laertes. LAERTES.- Si hubiese en mí una gota de sangre con menos ardor, me declararía por hijo espurio, infamaría de cornudo a mi padre e imprimiría sobre la frente limpia y casta de mi madre honestísima, la nota infame de prostituta. CLAUDIO.- Pero, Laertes, ¿cuál es el motivo de tan atrevida rebelión? Déjale, Gertrudis, no le contengas... No temas nada contra mí. Existe una fuerza divina que defiende a los Reyes: la traición no puede, como quisiera, penetrar hasta ellos, y ve malogrados en la ejecución todos sus designios... Dime, Laertes, ¿por qué estás tan airado? Déjale Gertrudis... Habla tú. LAERTES.- ¿En dónde está mi padre? CLAUDIO.- Murió. GERTRUDIS.- Pero no le ha muerto el Rey. CLAUDIO.- Déjale preguntar cuanto quiera. LAERTES.- ¿Y cómo ha sido su muerte?.. ¡Eh!... No, a mí no se me engaña. Váyase al infierno la fidelidad, llévese el más atezado demonio los juramentos de vasallaje, sepúltense la conciencia, la esperanza de salvación, en el abismo más profundo... La condenación eterna no me horroriza, suceda lo que quiera, ni éste ni el otro mundo me importan nada... Sólo aspiro, y este es el punto en que insisto, sólo aspiro a dar completa venganza a mi difunto padre. CLAUDIO.- ¿Y quién te lo puede estorbar? LAERTES.- Mi voluntad sola y no todo el universo, y en cuanto a los medios de que he de valerme, yo sabré economizarlos de suerte que un pequeño esfuerzo produzca efectos grandes. CLAUDIO.- Buen Laertes, si deseas saber la verdad acerca de la muerte de tu amado padre ¿está escrito acaso en tu venganza, que hayas de atropellar sin distinción amigos y enemigos, culpados e inocentes? LAERTES.- No, sólo a mis enemigos.

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CLAUDIO.- ¿Querrás, sin duda, conocerlos? LAERTES.- ¡Oh! A mis buenos amigos yo los recibiré con abiertos brazos, y semejante al pelícano amoroso, los alimentaré si necesario fuese con mi sangre misma. CLAUDIO.- Ahora hablaste como buen hijo, y como caballero. Laertes, ni tengo culpa en la muerte de tu padre, ni alguno ha sentido como yo su desgracia. Esta verdad deberá ser tan clara a tu razón, como a tus ojos la luz del día. VOCES.- Dejadla entrar. LAERTES.- ¿Qué novedad... qué ruido es este? Escena XVII CLAUDIO, GERTRUDIS, LAERTES, OFELIA, acompañamiento. LAERTES.- ¡Oh! ¡Calor activo, abrasa mi cerebro! ¡Lágrimas, en extremo cáusticas, consumid la potencia y la sensibilidad de mis ojos! Por los Cielos te juro que esa demencia tuya será pagada por mí con tal exceso, que el peso del castigo tuerza el fiel y baje la balanza... ¡Oh! ¡Rosa de Mayo! ¡Amable niña! ¡Mi querida Ofelia! ¡Mi dulce hermana!... ¡Oh! ¡Cielos! Y ¿es posible que el entendimiento de una tierna joven sea tan frágil como la vida del hombre decrépito?... Pero la naturaleza es muy fina en amor, y cuando éste llega al exceso, el alma se desprende tal vez de alguna preciosa parte de sí misma, para ofrecérsela en don al objeto amado. OFELIA.Lleváronle en su ataúd con el rostro descubierto. Ay no ni, ay ay ay no ni. Y sobre su sepultura muchas lágrimas llovieron. Ay no ni, ay ay ay no ni. Adiós, querido mío. Adiós. LAERTES.- Si gozando de tu razón me incitaras a la venganza, no pudieras conmoverme tanto. OFELIA.- Debéis cantar aquello de: Abajito está

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llámele, señor, que abajito está. ¡Ay! Que a propósito viene el estribillo... El pícaro del Mayordomo fue el que robó a la señorita. LAERTES.- Esas palabras vanas producen mayor efecto en mí que el más concertado discurso. OFELIA.- Aquí traigo romero, que es bueno para la memoria. Tornad, amigo, para que os acordéis... Y aquí hay trinitarias, que son para los pensamientos. LAERTES.- Aun en medio de su delirio quiere aludir a los pensamientos que la agitan, y a sus memorias tristes. OFELIA.- Aquí hay hinojo para vos, y palomillas y ruda... para vos también, y esto poquito es para mí. Nosotros podemos llamarla yerba santa del Domingo,... vos la usaréis con la distinción que os parezca... Esta es una margarita. Bien os quisiera dar algunas violetas; pero todas se marchitaron cuando murió mi padre. Dicen que tuvo un buen fin. Un solitario de plumas vario me da placer. LAERTES.- Ideas funestas, aflicción, pasiones terribles, los horrores del infierno mismo; ¡todo en su boca es gracioso y suave! OFELIA.Nos deja, se va, y no ha de volver. No, que ya murió, no vendrá otra vez... su barba era nieve, su pelo también. Se fue, ¡dolorosa partida! se fue. En vano exhalamos

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suspiros por él. Los Cielos piadosos descanso le den. A él y a todas las almas cristianas. Dios lo quiera... ¡Eh!, señores, adiós. Escena XVIII CLAUDIO, GERTRUDIS, LAERTES LAERTES.- Veis esto, ¡Dios mío! CLAUDIO.- Yo debo tomar parte en tu aflicción, Laertes: no me niegues este derecho... Óyeme aparte. Elige entre los más prudentes de tus amigos, aquellos que te parezca. Oigamos a entrambos y juzguen. Si por mí propio o por mano ajena, resulto culpado: mi reino, mi corona, mi vida, cuanto puedo llamar mío, todo te lo daré para satisfacerte. Si no hay culpa en mí, deberé contar otra vez con tu obediencia, y unidos ambos, buscaremos los medios de aliviar tu dolor. LAERTES.- Hágase lo que decís... Su arrebatada muerte, su oscuro funeral: sin trofeos, armas, ni escudos sobre el cadáver, ni debidos honores, ni decorosa pompa; todo, todo está clamando del cielo a la tierra por un examen, el más riguroso. CLAUDIO.- Tú le obtendrás, y la segur terrible de la justicia caerá sobre el que fuere delincuente. Ven conmigo. Escena XIX HORACIO, UN CRIADO Sala en casa de HORACIO. HORACIO.- ¿Quiénes son los que me quieren hablar? CRIADO.- Unos marineros, que según dicen os traen cartas. HORACIO.- Hazlos entrar. Yo no sé de qué parte del mundo pueda nadie escribirme, si ya no es Hamlet mi señor. Escena XX HORACIO, DOS MARINEROS MARINERO PRIMERO.- Dios os guarde. HORACIO.- Y a vosotros también. MARINERO PRIMERO.- Así lo hará si es su voluntad. Estas cartas del Embajador que se embarcó para Inglaterra vienen dirigidas a vos, si os llamáis Horacio, como nos han

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dicho. HORACIO.- Horacio: luego que hayas leído ésta, dirigirás esos hombres al Rey para el cual les he dado una carta. Apenas llevábamos dos días de navegación, cuando empezó a darnos caza un pirata muy bien armado. Viendo que nuestro navío era poco velero, nos vimos precisados a apelar al valor. Llegamos al abordaje: yo salté el primero en la embarcación enemiga, que al mismo tiempo logró desaferrarse de la nuestra, y por consiguiente me hallé solo y prisionero. Ellos se han portado conmigo como ladrones compasivos; pero ya sabían lo que se hacían, y se lo he pagado muy bien. Haz que el Rey reciba las cartas que le envío, y tú ven a verme con tanta diligencia, como si huyeras de la muerte. Tengo unas cuantas palabras que decirte al oído que te dejarán atónito; bien que todas ellas no serán suficientes a expresar la importancia del caso. Esos buenos hombres te conducirán hasta aquí. Guillermo y Ricardo siguieron su camino a Inglaterra. Mucho tengo que decirte de ellos. Adiós. Tuyo siempre, Hamlet. Vamos. Yo os introduciré para que presentéis esas cartas. Conviene hacerlo pronto, a fin de que me llevéis después a donde queda el que os las entregó. Escena XXI CLAUDIO, LAERTES Gabinete del Rey. CLAUDIO.- Sin duda tu rectitud aprobará ya mi descargo y me darás lugar en el corazón como a tu amigo; después que has oído, con pruebas evidentes, que el matador de tu noble padre, conspiraba contra mi vida. LAERTES.- Claramente se manifiesta... Pero, decidme ¿por qué no procedéis contra excesos tan graves y culpables? Cuando vuestra prudencia, vuestra grandeza, vuestra propia seguridad, todas las consideraciones juntas deberían excitaros tan particularmente a reprimirlos. CLAUDIO.- Por dos razones, que aunque tal vez las juzgarás débiles; para mí han sido muy poderosas. Una es, que la Reina su madre vive pendiente casi de sus miradas, y al mismo tiempo (sea desgracia o felicidad mía) tan estrechamente unió el amor mi vida y mi alma a la de mi esposa, que así como los astros no se mueven sino dentro de su propia esfera, así en mí no hay movimiento alguno que no dependa de su voluntad. La otra razón por que no puedo proceder contra el agresor públicamente es el grande cariño que le tiene el pueblo, el cual, como la fuente cuyas aguas mudan los troncos en piedras, bañando en su afecto las faltas del Príncipe, convierte en gracias todos sus yerros. Mis flechas no pueden con tal violencia dispararse, que resistan a huracán tan fuerte; y sin tocar el punto a que las dirija, se volverán otra vez al arco. LAERTES.- Seguiré en todo vuestras ideas, y mucho más si disponéis que yo sea el instrumento que las ejecute. CLAUDIO.- Todo sucede bien... Desde que te fuiste se ha hablado mucho de ti delante de Hamlet, por una habilidad en que dicen que sobresales. Las demás que tienes no movieron tanto su envidia como ésta sola; que en mi opinión ocupa el último lugar.

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LAERTES.- ¿Y qué habilidad es, señor? CLAUDIO.- No es más que un lazo en el sombrero de la juventud; pero que la es muy necesario, puesto que así son propios de la juventud los adornos ligeros y alegres, como de la edad madura las ropas y pieles que se viste, por abrigo y decencia... Dos meses ha que estuvo aquí un caballero de Normandía... Yo conozco a los franceses muy bien, he militado contra ellos, y son por cierto buenos jinetes; pero el galán de quien hablo era un prodigio en esto. Parecía haber nacido sobre la silla, y hacía ejecutar al caballo tan admirables movimientos, como si él y su valiente bruto animaran un cuerpo solo, y tanto excedió a mis ideas, que todas las formas y actitudes que yo pude imaginar, no negaron a lo que él hizo. LAERTES.- ¿Decís que era normando? CLAUDIO.- Sí, normando. LAERTES.- Ese es Lamond, sin duda. CLAUDIO.- Él mismo. LAERTES.- Le conozco bien y es la joya más precisa de su nación. CLAUDIO.- Pues éste hablando de ti públicamente, te llenaba de elogios por tu inteligencia y ejercicio en la esgrima, y la bondad de tu espada en la defensa y el ataque; tanto que dijo alguna vez, que sería un espectáculo admirable el verte lidiar con otro de igual mérito; si pudiera hallarse, puesto que según aseguraba él mismo, los más diestros de su nación carecían de agilidad para las estocadas y los quites cuando tú esgrimías con ellos. Este informe irritó la envidia de Hamlet, y en nada pensó desde entonces sino en solicitar con instancia tu pronto regreso, para batallar contigo. Fuera de esto... LAERTES.- ¿Y qué hay además de eso, señor? CLAUDIO.- Laertes, ¿amaste a tu padre? O eres como las figuras de un lienzo, que tal vez aparentan tristeza en el semblante, cuando las falta un corazón. LAERTES.- ¿Por qué lo preguntáis? CLAUDIO.- No porque piense que no amabas a tu padre; sino porque sé que el amor está sujeto al tiempo, y que el tiempo extingue su ardor y sus centellas; según me lo hace ver la experiencia de los sucesos. Existe en medio de la llama de amor una mecha o pábilo que la destruye al fin, nada permanece en un mismo grado de bondad constantemente, pues la salud misma degenerando en plétora perece por su propio exceso. Cuanto nos proponemos hacer debería ejecutarse en el instante mismo en que lo deseamos, porque la voluntad se altera fácilmente, se debilita y se entorpece, según las lenguas, las manos y los accidentes que se atraviesan; y entonces, aquel estéril deseo es semejante a un suspiro, que exhalando pródigo el aliento causa daño, en vez de dar alivio... Pero, toquemos en lo vivo de la herida. Hamlet vuelve. ¿Qué acción emprenderías tú para manifestar, más con las obras que con las palabras, que eres digno hijo de tu padre?

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LAERTES.- ¿Qué haré? Le cortaré la cabeza en el templo mismo. CLAUDIO.- Cierto que no debería un homicida hallar asilo en parte alguna, ni reconocer límites una justa venganza; pero, buen Laertes, haz lo que te diré. Permanece oculto en tu cuarto; cuando llegue Hamlet sabrá que tú has venido; yo le haré acompañar por algunos que alabando tu destreza den un nuevo lustre a los elogios que hizo de ti el francés. Por último, llegaréis a veros; se harán apuestas en favor de uno y otro... Él, que es descuidado, generoso, incapaz de toda malicia, no reconocerá los floretes; de suerte que te será muy fácil, con poca sutileza que uses, elegir una espada sin botón, y en cualquiera de las jugadas tomar satisfacción de la muerte de tu padre. LAERTES.- Así lo haré, y a ese fin quiero envenenar la espada con cierto ungüento que compré de un charlatán, de cualidad tan mortífera, que mojando un cuchillo en él, adonde quiera que haga sangre introduce la muerte; sin que haya emplasto eficaz que pueda evitarla, por más que se componga de cuantos simples medicinales crecen debajo de la luna. Yo bañaré la punta de mi espada en este veneno, para que apenas le toque, muera. CLAUDIO.- Reflexionemos más sobre esto... Examinemos, qué ocasión, qué medios serán más oportunos a nuestro engaño; porque, si tal vez se malogra, y equivocada la ejecución se descubren los fines, valiera más no haberlo emprendido. Conviene, pues, que este proyecto vaya sostenido con otro segundo, capaz de asegurar el golpe, cuando por el primero no se consiga. Espera... Déjame ver si... Haremos una apuesta solemne sobre vuestra habilidad y... Sí, ya hallé el medio. Cuando con la agitación os sintáis acalorados y sedientos (puesto que al fin deberá ser mayor la violencia del combate), él pedirá de beber, y yo le tendré prevenida expresamente una copa, que al gustarla sólo, aunque haya podido librarse de tu espada ungida, veremos cumplido nuestro deseo. Pero... Calla. ¿Qué ruido se escucha? Escena XXII GERTRUDIS, CLAUDIO, LAERTES CLAUDIO.- ¿Qué ocurre de nuevo, amada Reina? GERTRUDIS.- Una desgracia va siempre pisando las ropas de otra; tan inmediatas caminan. Laertes tu hermana acaba de ahogarse. LAERTES.- ¡Ahogada! ¿En dónde? ¡Cielos! GERTRUDIS.- Donde hallaréis un sauce que crece a las orillas de ese arroyo, repitiendo en las ondas cristalinas la imagen de sus hojas pálidas. Allí se encaminó, ridículamente coronada de ranúnculos, ortigas, margaritas y luengas flores purpúreas, que entre los sencillos labradores se reconocen bajo una denominación grosera, y las modestas doncellas llaman, dedos de muerto. Llegada que fue, se quitó la guirnalda, y queriendo subir a suspenderla de los pendientes ramos; se troncha un vástago envidioso, y caen al torrente fatal, ella y todos sus adornos rústicos. Las ropas huecas y extendidas la llevaron un rato sobre las aguas, semejante a una sirena, y en tanto iba cantando pedazos de tonadas antiguas, como ignorante de su desgracia, o como criada y nacida en aquel elemento. Pero no era posible que así durarse por mucho espacio. Las vestiduras, pesadas ya con el agua que absorbían la arrebataron a la infeliz;

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interrumpiendo su canto dulcísimo, la muerte, llena de angustias. LAERTES.- ¿Qué en fin se ahogó? ¡Mísero! GERTRUDIS.- Sí, se ahogó, se ahogó. LAERTES.- ¡Desdichada Ofelia! Demasiada agua tienes ya, por eso quisiera reprimir la de mis ojos... Bien que a pesar de todos nuestros esfuerzos, imperiosa la naturaleza sigue su costumbre, por más que el valor se avergüence. Pero, luego que este llanto se vierta, nada quedará en mí de femenil ni de cobarde... Adiós señores... Mis palabras de fuego arderían en llamas, si no las apagasen estas lágrimas imprudentes. CLAUDIO.- Sigámosle, Gertrudis, que después de haberme costado tanto aplacar su cólera, temo ahora que esta desgracia no la irrite otra vez. Conviene seguirle.

ACTO V Escena I SEPULTURERO PRIMERO SEPULTURERO SEGUNDO Cementerio contiguo a una iglesia. SEPULTURERO PRIMERO.- ¿Y es la que ha de sepultarse en tierra sagrada, la que deliberadamente ha conspirado contra su propia salvación? SEPULTURERO SEGUNDO.- Dígote que sí, conque haz presto el hoyo. El juez ha reconocido ya el cadáver y ha dispuesto que se la entierre en sagrado. SEPULTURERO PRIMERO.- Yo no entiendo cómo va eso... Aun si se hubiera ahogado haciendo esfuerzos para librarse, anda con Dios. SEPULTURERO SEGUNDO.- Así han juzgado que fue. SEPULTURERO PRIMERO.- No, no, eso fue se offendendo; ni puede haber sido de otra manera: porque... Ve aquí el punto de la dificultad. Si yo me ahogo voluntariamente, esto arguye por de contado una acción, y toda acción consta de tres partes, que son: hacer, obrar y ejecutar, de donde se infiere, amigo Rasura, que ella se ahogó voluntariamente. SEPULTURERO SEGUNDO.- ¡Qué! Pero, oígame ahora el tío Socaba. SEPULTURERO PRIMERO.- No, deja, yo te diré. Mira, aquí está el agua. Bien. Aquí está un hombre. Muy bien... Pues señor, si este hombre va y se mete dentro del agua, se ahoga a sí mismo, porque, por fas o por nefas, ello es que él va... Pero, atiende a lo que digo. Si el agua viene hacia él y le sorprende y le ahoga, entonces no se ahoga él

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a sí propio... Compadre Rasura, el que no desea su muerte, no se acorta la vida. SEPULTURERO SEGUNDO.- ¿Y qué hay leyes para eso? SEPULTURERO PRIMERO.- Ya se ve que las hay, y por ellas se guía el juez que examina estos casos. SEPULTURERO SEGUNDO.- ¿Quieres que te diga la verdad? Pues mira, si la muerta no fuese una señora, yo te aseguro que no la enterrarían en sagrado. SEPULTURERO PRIMERO.- En efecto dices bien y es mucha lástima que los grandes personajes hayan de tener en este mundo especial privilegio, entre todos los demás cristianos, para ahogarse y ahorcarse cuando quieren, sin que nadie les diga nada... Vamos allá con el azadón... Ello es que no hay caballeros de nobleza más antigua que los jardineros, sepultureros y cavadores, que son los que ejercen la profesión de Adán. SEPULTURERO SEGUNDO.- Pues qué, ¿Adán fue caballero ? SEPULTURERO PRIMERO.- ¡Toma! Como que fue el primero que llevó armas... Pero, voy a hacerte una pregunta y si no me respondes a cuento, has de confesar que eres un... SEPULTURERO SEGUNDO.- Adelante. SEPULTURERO PRIMERO.- ¿Cuál es el que construye edificios más fuertes, que los que hacen los albañiles y los carpinteros de casas y navíos? SEPULTURERO SEGUNDO.- El que hace la horca, porque aquella fábrica sobrevive a mil inquilinos. SEPULTURERO PRIMERO.- Agudo eres, por vida mía. Buen edificio es la horca; pero, ¿cómo es bueno? Es bueno para los que hacen mal; ahora bien, tú haces mal en decir que la horca es fábrica más fuerte que una iglesia, con que la horca podría ser buena para ti... Volvamos a la pregunta. SEPULTURERO SEGUNDO.- ¿Cuál es el que hace habitaciones más durables que las que hacen los albañiles, los carpinteros de casas y de navíos? SEPULTURERO PRIMERO.- Sí, dímelo y sales del apuro. SEPULTURERO SEGUNDO.- Ya se ve que te lo diré. SEPULTURERO PRIMERO.- Pues vamos. SEPULTURERO SEGUNDO.- Pues no puedo decirlo. SEPULTURERO PRIMERO.- Vaya, no te rompas la cabeza sobre ello... Tú eres un burro lerdo, que no saldrá de su paso por más que le apaleen. Cuando te hagan esta pregunta, has de responder: el Sepulturero. ¿No ves que las casas que él hace, duran hasta el día del juicio? Anda, ve ahí a casa de Juanillo y tráeme una copa de

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aguardiente.

Escena II HAMLET, HORACIO, SEPULTURERO PRIMERO SEPULTURERO PRIMERO.- Yo amé en mis primeros años , dulce cosa lo juzgué; pero casarme, eso no, que no me estuviera bien. HAMLET.- Qué poco siente ese hombre lo que hace, que abre una sepultura y canta. HORACIO.- La costumbre le ha hecho ya familiar esa ocupación. HAMLET.- Así es la verdad. La mano que menos trabaja, tiene más delicado el tacto. SEPULTURERO PRIMERO.- La edad callada en la huesa me hundió con mano cruel, y toda se destruyó la existencia que gocé. HAMLET.- Aquella calavera tendría lengua en otro tiempo, y con ella podría también cantar... ¡Cómo la tira al suelo el pícaro! Como si fuese la quijada con que hizo Caín el primer homicidio. Y la que está maltratando ahora ese bruto, podría ser muy bien la cabeza de algún estadista, que acaso pretendió engañar al Cielo mismo. ¿No te parece? HORACIO.- Bien puede ser. HAMLET.- O la de algún cortesano, que diría: felicísimos días, Señor Excelentísimo, ¿cómo va de salud, mi venerado Señor? Ésta puede ser la del caballero Fulano, que hacía grandes elogios del potro del caballero Zutano, para pedírsele prestado después. ¿No puede ser así? HORACIO.- Sí, señor. HAMLET.- ¡Oh! Sí por cierto, y ahora está en poder del señor gusano, estropeada y hecha pedazos con el azadón de un sepulturero... Grandes revoluciones se hacen aquí, si hubiera en nosotros, medios para observarlas... Pero, ¿costó acaso tan poco la formación de estos huesos a la naturaleza, que hayan de servir para que esa gente se divierta en sus garitos con ellos?... ¡Eh! Los míos se estremecen al considerarlo. SEPULTURERO PRIMERO.- Una piqueta con una azada, un lienzo donde revuelto vaya, y un hoyo en tierra que le preparan: para tal huésped eso le basta. HAMLET.- Y esa otra, ¿por qué no podría ser la calavera de un letrado? ¿Adónde se fueron sus equívocos y sutilezas, sus litigios, sus interpretaciones, sus embrollos? ¿Por qué sufre ahora que ese bribón, grosero, le golpee contra la pared, con el azadón lleno de barro?... ¡Y no dirá palabra acerca de un hecho tan criminal! Éste sería, quizás,

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mientras vivió, un gran comprador de tierras, con sus obligaciones y reconocimientos, transacciones, seguridades mutuas, pagos, recibos... Ve aquí el arriendo de sus arriendos, y el cobro de sus cobranzas; todo ha venido a parar en una calavera llena de lodo. Los títulos de los bienes que poseyó cabrían difícilmente en su ataúd. Y, no obstante eso, todas las fianzas y seguridades recíprocas de sus adquisiciones no le han podido asegurar otra posesión que la de un espacio pequeño, capaz de cubrirse con un par de sus escrituras... ¡Oh! ¡Y a su opulento sucesor tampoco le quedará más! HORACIO.- Verdad es, señor. HAMLET.- ¿No se hace el pergamino de piel de carnero? HORACIO.- Sí señor, y de piel de ternera también. HAMLET.- Pues, dígote, que son más irracionales que las terneras y carneros, los que fundan su felicidad en la posesión de tales pergaminos. Voy a tramar conversación con este hombre. ¿De quién es esa sepultura, buena pieza? SEPULTURERO PRIMERO.- Mía, señor . y un hoyo en tierra que le preparan: para tal huésped eso le basta. HAMLET.- Sí, yo creo que es tuya porque estás ahora dentro de ella... Pero la sepultura es para los muertos, no para los vivos: con que has mentido. SEPULTURERO PRIMERO.- Ve ahí un mentís demasiado vivo; pero yo os le volveré. HAMLET.- ¿Para qué muerto cavas esa sepultura? SEPULTURERO PRIMERO.- No es hombre, señor. HAMLET.- Pues bien, ¿para qué mujer? SEPULTURERO PRIMERO.- Tampoco es eso. HAMLET.- Pues ¿qué es lo que ha de enterrarse ahí? SEPULTURERO PRIMERO.- Un cadáver que fue mujer; pero ya murió... Dios la perdone. HAMLET.- ¡Qué taimado es! Hablémosle clara y sencillamente, porque si no, es capaz de confundirnos a equívocos. De tres años a esta parte he observado cuanto se va sutilizando la edad en que vivimos... Por vida mía, Horacio, que ya el villano sigue tan de cerca al caballero, que muy pronto le desollará el talón. ¿Cuánto tiempo ha que eres sepulturero? SEPULTURERO PRIMERO.- Toda mi vida, se puede decir. Yo comencé el oficio, el día que nuestro último Rey Hamlet venció a Fortimbrás.

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HAMLET.- ¿Y cuánto tiempo habrá? SEPULTURERO PRIMERO.- ¡Toma! ¿No lo sabéis? Pues hasta los chiquillos os lo dirán. Eso sucedió el mismo día en que nació el joven Hamlet, el que está loco y se ha ido a Inglaterra. HAMLET.- ¡Oiga! ¿Y por qué se ha ido a Inglaterra? SEPULTURERO PRIMERO.- Porque..., porque está loco, y allí cobrará su juicio; y si no le cobra a bien que poco importa. HAMLET.- ¿Por qué? SEPULTURERO PRIMERO.- Porque allí todos son tan locos como él, y no será reparado. HAMLET.- ¿Y cómo ha sido volverse loco? SEPULTURERO PRIMERO.- De un modo muy extraño, según dicen. HAMLET.- ¿De qué modo? SEPULTURERO PRIMERO.- Habiendo perdido el entendimiento. HAMLET.- Pero, ¿qué motivo dio lugar a eso? SEPULTURERO PRIMERO.- ¿Qué lugar? Aquí en Dinamarca, donde soy enterrador, y lo he sido de chico y de grande, por espacio de treinta años. HAMLET.- ¿Cuánto tiempo podrá estar enterrado un hombre sin corromperse? SEPULTURERO PRIMERO.- De suerte que si él no corrompía ya en vida (como nos sucede todos los días con muchos cuerpos galicados, que no hay por donde asirlos), podrá durar cosa de ocho o nueve años. Un curtidor durará nueve años, seguramente. HAMLET.- ¿Pues qué tiene él más que otro cualquiera? SEPULTURERO PRIMERO.- Lo que tiene es un pellejo tan curtido ya, por mor de su ejercicio, que puede resistir mucho tiempo al agua; y el agua, señor mío, es la cosa que más pronto destruye a cualquier hideputa de muerto. Ve aquí una calavera que ha estado debajo de tierra veintitrés años. HAMLET.- ¿De quién es? SEPULTURERO PRIMERO.- Mayor hideputa, ¡loco! ¿De quién os parece que será? HAMLET.- ¿Yo cómo he de saberlo? SEPULTURERO PRIMERO.- ¡Mala peste en él y en sus travesuras!... Una vez me echó un frasco de vino del Rhin por los cabezones... Pues, señor, esta calavera es la calavera de Yorick, el bufón del Rey .

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HAMLET.- ¿Ésta? SEPULTURERO PRIMERO.- La misma. HAMLET.- ¡Ay! ¡Pobre Yorick! Yo le conocí, Horacio..., era un hombre sumamente gracioso de la más fecunda imaginación. Me acuerdo que siendo yo niño me llevó mil veces sobre sus hombros... y ahora su vista me llena de horror; y oprimido el pecho palpita... Aquí estuvieron aquellos labios donde yo di besos sin número. ¿Qué se hicieron tus burlas, tus brincos, tus cantares y aquellos chistes repentinos que de ordinario animaban la mesa con alegre estrépito? Ahora, falto ya enteramente de músculos, ni aún puedes reírte de tu propia deformidad... Ve al tocador de alguna de nuestras damas y dila, para excitar su risa, que porque se ponga una pulgada de afeite en el rostro; al fin habrá de experimentar esta misma transformación... Dime una cosa, Horacio. HORACIO.- ¿Cuál es, señor? HAMLET.- ¿Crees tú que Alejandro, metido debajo de tierra, tendría esa forma horrible? HORACIO.- Cierto que sí. HAMLET.- Y exhalaría ese mismo hedor... ¡Uh! HORACIO.- Sin diferencia alguna . HAMLET.- En qué abatimiento hemos de parar, ¡Horacio! Y ¿por qué no podría la imaginación seguir las ilustres cenizas de Alejandro, hasta encontrarla tapando la boca de algún barril? HORACIO.- A fe que sería excesiva curiosidad ir a examinarlo. HAMLET.- No, no por cierto. No hay sino irle siguiendo hasta conducirle allí, con probabilidad y sin violencia alguna. Como si dijéramos: Alejandro murió, Alejandro fue sepultado, Alejandro se redujo a polvo, el polvo es tierra, de la tierra hacemos barro... ¿y por qué con este barro en que él está ya convertido, no habrán podido tapar un barril de cerveza? El emperador César, muerto y hecho tierra, puede tapar un agujero para estorbar que pase el aire... ¡Oh!... Y aquella tierra, que tuvo atemorizado el orbe, servirá tal vez de reparar las hendiduras de un tabique, contra las intemperies del invierno... Pero, callemos... hagámonos a un lado, que... sí... Aquí viene el Rey, la Reina, los Grandes... ¿A quién acompañan? ¡Qué ceremonial tan incompleto es éste! Todo ello me anuncia que el difunto que conducen, dio fin a su vida con desesperada mano... Sin duda era persona de calidad... Ocultémonos un poco, y observa.

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Escena III CLAUDIO, GERTRUDIS, HAMLET, LAERTES, HORACIO, UN CURA, SEPULTUREROS. Acompañamiento de Damas, Caballeros y Criados.

DOS

LAERTES.- ¿Qué otra ceremonia falta? HAMLET.- Mira, aquel es Laertes, joven muy ilustre. LAERTES.- ¿Qué ceremonia falta? EL CURA.- Ya se han celebrado sus exequias con toda la decencia posible. Su muerte da lugar a muchas dudas, y a no haberse interpuesto la suprema autoridad que modifica las leyes, hubiera sido colocada en lugar profano, allí estuviera hasta que sonase la trompeta final, y en vez de oraciones piadosas, hubieran caído sobre su cadáver guijarros, piedras y cascote. No obstante esto, se la han concedido las vestiduras y adornos virginales, el clamor de las campanas y la sepultura. LAERTES.- ¿Con que no se debe hacer más? EL CURA.- No más. Profanaríamos los honores sagrados de los difuntos cantando un réquiem para implorar el descanso de su alma, como se hace por aquellos que parten de esta vida con más cristiana disposición. LAERTES.- Dadla tierra, pues . Sus hermosos e intactos miembros acaso producirán violetas suaves. Y a ti, clérigo zafio, te anuncio que mi hermana será un ángel del Señor, mientras tú estarás bramando en los abismos. HAMLET.- ¡Qué! ¡La hermosa Ofelia! GERTRUDIS.- Dulces dones a mi dulce amiga . A Dios... Yo deseaba que hubieras sido esposa de mi Hamlet, graciosa doncella, y esperé cubrir de flores tu lecho nupcial..., pero no tu sepulcro. LAERTES.- ¡Oh! ¡Una y mil veces sea maldito, aquel cuya acción inhumana te privó a ti del más sublime entendimiento!... No... esperad un instante, no echéis la tierra todavía... No..., hasta que otra vez la estreche en mis brazos... Echadla ahora sobre la muerta y el vivo, hasta que de este llano hagáis un monte que descuelle sobre el antiguo Pelión o sobre la azul extremidad del Olimpo que toca los cielos. HAMLET.- ¿Quién es el que da a sus penas idioma tan enfático? ¿El que así invoca en su aflicción a las estrellas errantes, haciéndolas detenerse admiradas a oírle?... Yo soy Hamlet, Príncipe de Dinamarca. LAERTES.- El demonio lleve tu alma. HAMLET.- No es justo lo que pides... Quita esos dedos de mi cuello, porque aunque

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no soy precipitado ni colérico; algún riesgo hay en ofenderme, y si eres prudente, debes evitarle. Quita de ahí esa mano. CLAUDIO.- Separadlos. GERTRUDIS.- ¡Hamlet! ¡Hamlet! TODOS.- ¡Señores! HORACIO.- Moderaos, señor. HAMLET.- No, por causa tan justa lidiaré con él, hasta que cierre mis párpados la muerte. GERTRUDIS.- Qué causa puede haber, hijo mío... HAMLET.- Yo he querido a Ofelia y cuatro mil hermanos juntos no podrán, con todo su amor, exceder al mío... ¿Qué quieres hacer por ella? Di. CLAUDIO.- Laertes, mira que está loco. GERTRUDIS.- Por Dios, Laertes, déjale. HAMLET.- Dime lo que intentas hacer . ¿Quieres llorar, combatir, negarte al sustento, hacerte pedazos, beber todo el Esil , devorar un caimán? Yo lo haré también... ¿Vienes aquí a lamentar su muerte, a insultarme precipitándote en su sepulcro, a ser enterrado vivo con ella?... Pues bien, eso quiero yo, y si hablas de montes, descarguen sobre nosotros yugadas de tierra innumerables, hasta que estos campos tuesten su frente en la tórrida zona, y el alto Ossa parezca en su comparación un terrón pequeño... Si me hablas con soberbia, yo usaré un lenguaje tan altanero como el tuyo. GERTRUDIS.- Todos son efectos de su frenesí, cuya violencia podrá agitarte por algún tiempo; pero después, semejante a la mansa paloma cuando siente animada las mellizas crías, le veréis sin movimiento y mudo. HAMLET.- Óyeme: ¿cuál es la razón de obrar así conmigo? Siempre te he querido bien... Pero nada importa. Aunque el mismo Hércules, con todo su poder, quiera estorbarlo, el gato maullará y el perro quedará vencedor . CLAUDIO.- Horacio, ve, no le abandones... Laertes, nuestra plática de la noche anterior fortificará tu paciencia, mientras dispongo lo que importa en la ocasión presente... Amada Gertrudis, será bien que alguno se encargue de la guarda de tu hijo. Esta sepultura se adornará con un monumento durable. Espero que gozaremos brevemente horas más tranquilas; pero, entretanto, conviene sufrir.

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Escena IV HAMLET, HORACIO Salón del Palacio. HAMLET.- Baste ya lo dicho sobre esta materia. Ahora quisiera informarte de lo demás; pero, ¿te acuerdas bien de todas las circunstancias? HORACIO.- ¿No he de acordarme, señor? HAMLET.- Pues sabrás amigo, que agitado continuamente mi corazón en una especie de combate, no me permitía conciliar el sueño, y en tal situación me juzgaba más infeliz que el delincuente cargado de prisiones. Una temeridad... Bien que debo dar gracias a esta temeridad, pues por ella existo. Sí, confesemos que tal vez nuestra indiscreción suele sernos útil; al paso que los planes concertados con la mayor sagacidad, se malogran, prueba certísima de que la mano de Dios conduce a su fin todas nuestras acciones por más que el hombre las ordene sin inteligencia. HORACIO.- Así es la verdad. HAMLET.- Salgo, pues, de mi camarote, mal rebujado con un vestido de marinero, y a tientas, favorecido de la oscuridad, llego hasta donde ellos estaban. Logro mi deseo, me apodero de sus papeles, y me vuelvo a mi cuarto. Allí, olvidando mis recelos toda consideración, tuve la osadía de abrir sus despachos, y en ellos encuentro, amigo, una alevosía del Rey. Una orden precisa, apoyada en varias razones, de ser importante a la tranquilidad de Dinamarca, y aún a la de Inglaterra y ¡oh! mil temores y anuncios de mal, si me dejan vivo... En fin, decía: que luego que fuese leída, sin dilación, ni aun para afinar a la segur el filo, me cortasen la cabeza. HORACIO.- ¡Es posible! HAMLET.- Mira la orden aquí , podrás leerla en mejor ocasión; pero ¿quieres saber lo que yo hice? HORACIO.- Sí, yo os lo ruego. HAMLET.- Ya ves como rodeado así de traiciones, ya ellos habían empezado el drama, aun antes de que yo hubiese comprendido el prólogo. No obstante, siéntome al bufete, imagino una orden distinta, y la escribo inmediatamente de buena letra... Yo creí algún tiempo (como todos los grandes señores) que el escribir bien fuese un desdoro; y aun no dejé de hacer muchos esfuerzos para olvidar esta habilidad; pero ahora conozco, Horacio, cuán útil me ha sido tenerla. ¿Quieres saber lo que el escrito contenía? HORACIO.- Sí señor. HAMLET.- Una súplica del Rey dirigida con grandes instancias al de Inglaterra, como a su obediente feudatario, diciéndole que su recíproca amistad florecería como la palma robusta; que la paz, coronada de espigas, mantendría la quietud de ambos imperios,

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uniéndolos en amor durable, con otras expresiones no menos afectuosas. Pidiéndole, por último, que vista que fuese aquella carta, sin otro examen, hiciese perecer con pronta muerte a los dos mensajeros; no dándoles tiempo ni aun para confesar su delito. HORACIO.- ¿Y cómo la pudisteis sellar? HAMLET.- Aún eso también parece que lo dispuso el Cielo, porque felizmente trata conmigo el sello de mi padre, por el cual se hizo el que hoy usa el Rey. Cierro el pliego en la forma que el anterior, póngole la misma dirección, el mismo sello, le conduzco sin ser visto al mismo paraje y nadie nota el cambio... Al día siguiente ocurrió el combate naval, lo que después sucedió, ya lo sabes. HORACIO.- De ese modo, Guillermo y Ricardo caminan derechos a la muerte. HAMLET.- Ya ves que ellos han solicitado este encargo, mi conciencia no me acusa acerca de su castigo... Ellos mismos se han procurado su ruina... Es muy peligroso al inferior meterse entre las puntas de las espadas, cuando dos enemigos poderosos lidian. HORACIO.- ¡Oh! ¡Qué Rey éste! HAMLET.- ¿Juzgas tú, que no estoy en obligación de proseguir lo que falta? Él, que asesinó a mi padre y mi Rey, que ha deshonrado a mi madre, que se ha introducido furtivamente entre el solio, y mis derechos justos, que ha conspirado contra mi vida, valiéndose de medios tan aleves... ¿No será justicia rectísima castigarle con esta mano? No será culpa en mí tolerar que ese monstruo exista, para cometer como hasta aquí, maldades atroces? HORACIO.- Presto le avisarán de Inglaterra cual ha sido el éxito de su solicitud. HAMLET.- Sí, presto lo sabrá; pero entretanto el tiempo es mío y para quitar a un hombre la vida, un instante basta... Sólo me disgusta, amigo Horacio, el lance ocurrido con Laertes, en que olvidado de mí propio, no vi en mi sentimiento la imagen y semejanza del suyo. Procuraré su amistad, sí... Pero, ciertamente, aquel tono amenazador que daba a sus quejas irritó en exceso mi cólera. HORACIO.- Callad... ¿Quién viene aquí? Escena V HAMLET, HORACIO, ENRIQUE ENRIQUE.- En hora feliz haya regresado vuestra Alteza a Dinamarca. HAMLET.- Muchas gracias, caballero... ¿Conoces a este moscón?

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HORACIO.- No señor. HAMLET.- Nada se te dé, que el conocerle es por cierto poco agradable. Este es señor de muchas tierras y muy fértiles, y por más que él sea un bestia que manda en otros tan bestias como él; ya se sabe, tiene su pesebre fijo en la mesa del Rey... Es la corneja más charlera que en mi vida he visto; pero como te he dicho ya, posee una gran porción de polvo. ENRIQUE.- Amable Príncipe, si vuestra grandeza no tiene ocupación que se lo estorbe, yo le comunicaría una cosa de parte del Rey. HAMLET.- Estoy dispuesto a oírla con la mayor atención... Pero, emplead el sombrero en el uso a que fue destinado. El sombrero se hizo para la cabeza. Enrique.- Muchas gracias, señor... ¡Eh! El tiempo está caluroso. HAMLET.- No, al contrario, muy frío. El viento es norte. ENRIQUE.- Cierto que hace bastante frío. HAMLET.- Antes yo creo... a lo menos para mi complexión, hace un calor que abrasa. ENRIQUE.- ¡Oh! En extremo... Sumamente fuerte, como... Yo no sé como diga... Pues, señor, el Rey me manda que os informe de que ha hecho una grande apuesta en vuestro favor. Este es el asunto. HAMLET.- Tened presente que el sombrero se... ENRIQUE.- ¡Oh! Señor... Lo hago por comodidad... Cierto... Pues ello es, que Laertes acaba de llegar a la Corte... ¡Oh! Es un perfecto caballero, no cabe duda. Excelentes cualidades, un trato muy dulce, muy bien quisto de todos... Cierto, hablando sin pasión, es menester confesar que es la nata y flor de la nobleza, porque en él se hallan cuantas prendas pueden verse en un caballero. HAMLET.- La pintura que de él hacéis no desmerece nada en vuestra boca; aunque yo creí que, al hacer el inventario de sus virtudes, se confundirían la aritmética y la memoria y ambas serían insuficientes para suma tan larga. Pero, sin exagerar su elogio, yo le tengo por un hombre de grande espíritu, y de tan particular y extraordinaria naturaleza, que (hablando con toda la exactitud posible) no se hallará su semejanza sino en su mismo espejo; pues el que presuma buscarla en otra parte, sólo encontrará bosquejos informes. ENRIQUE.- Vuestra Alteza acaba de hacer justicia imparcial en cuanto ha dicho de él. HAMLET.- Sí, pero sépase a qué propósito nos enronquecemos ahora, entremetiendo en nuestra conversación las alabanzas de ese galán. ENRIQUE.- ¿Cómo decís, señor? HORACIO.- ¿No fuera mejor que le hablarais con más claridad? Yo creo, señor, que no

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os sería difícil. HAMLET.- Digo, que ¿a qué viene ahora hablar de ese caballero? ENRIQUE.- ¿De Laertes? HORACIO.- ¡Eh! Ya vació cuanto tenía, y se le acabó la provisión de frases brillantes. HAMLET.- Sí señor, de ese mismo. ENRIQUE.- Yo creo que no estaréis ignorante de... HAMLET.- Quisiera que no me tuvierais por ignorante; bien que vuestra opinión no me añada un gran concepto... Y bien, ¿qué más? ENRIQUE.- Decía que no podéis ignorar el mérito de Laertes. HAMLET.- Yo no me atreveré a confesarlo, por no igualarme con él; siendo averiguado que para conocer bien a otro, es menester conocerse bien a sí mismo. ENRIQUE.- Yo lo decía por su destreza en el arma, puesto que según la voz general, no se le conoce compañero. HAMLET.- ¿Y qué arma es la suya? ENRIQUE.- Espada y daga. HAMLET.- Esas son dos armas... Vaya adelante. ENRIQUE.- Pues señor, el Rey ha apostado contra él seis caballos bárbaros, y él ha impuesto por su parte, (según he sabido) seis espadas francesas con sus dagas y guarniciones correspondientes, como cinturón, colgantes, y así a este tenor... Tres de estas cureñas particularmente son la cosa más bien hecha que puede darse. ¡Cureñas como ellas!.. ¡Oh! Es obra de mucho gusto y primor. HAMLET.- Y ¿a qué cosa llamáis cureñas? HORACIO.- Ya recelaba yo y que sin el socorro de motas marginales no pudierais acabar el diálogo. ENRIQUE.- Señor, por cureñas entiendo yo, así, los... Los cinturones. HAMLET.- La expresión sería mucho más propia, si pudiéramos llevar al lado un cañón de artillería; pero en tanto que este uso no se introduce, los llamaremos cinturones... En fin y vamos al asunto. Seis caballos bárbaros, contra seis espadas francesas, con sus cinturones, y entre ellos tres cureñas primorosas. ¿Con que esto es lo que apuesta el francés contra el danés? ¿Y a qué fin se han impuesto (como vos decís) todas esas cosas? ENRIQUE.- El Rey ha apostado que si batalláis con Laertes, en doce jugadas no pasarán de tres botonazos los que él os dé, y él dice, que en las mismas doce, os dará

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nueve cuando menos, y desea que esto se juzgue inmediatamente: si os dignáis de responder. HAMLET.- ¿Y si respondo que no? ENRIQUE.- Quiero decir, si admitís el partido que os propone. HAMLET.- Pues, señor, yo tengo que pasearme todavía en esta sala, porque si su Majestad no lo ha por enojo, esta es la hora crítica en que yo acostumbro respirar el ambiente. Tráiganse aquí los floretes, y si ese caballero lo quiere así, y el Rey se mantiene en lo dicho, le haré ganar la apuesta, si puedo; y si no puedo, lo que yo ganaré será vergüenza y golpes. ENRIQUE.- ¿Con qué lo diré en esos términos? HAMLET.- Esta es la substancia; después lo podéis adornar con todas las flores de vuestro ingenio. ENRIQUE.- Señor, recomiendo nuevamente mis respetos a vuestra grandeza. HAMLET.- Siempre vuestro, siempre. Escena VI HAMLET, HORACIO HAMLET.- Él hace muy bien de recomendarse a sí mismo, porque si no, dudo mucho que nadie lo hiciese por él. HORACIO.- Este me parece un vencejo, que empezó a volar y chillar, con el cascarón pegado a las plumas. HAMLET.- Sí, y aun antes de mamar hacía ya cumplimientos a la teta. Este es uno de los muchos que en nuestra corrompida edad son estimados, únicamente porque saben acomodarse al gusto del día, con esa exterioridad halagüeña y obsequiosa. Y con ella tal vez suelen sorprender el aprecio de los hombres prudentes; pero se parecen demasiado a la espuma; que por más que hierva y abulte, al dar un soplo, se reconoce lo que es: todas las ampollas huecas se deshacen, y no queda nada en el vaso. Escena VII HAMLET, HORACIO, UN CABALLERO CABALLERO.- Señor, parece que su Majestad os envió un recado con el joven Enrique, y éste ha vuelto diciendo que esperabais en esta sala. El Rey me envía a saber si

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gustáis de batallar con Laertes inmediatamente, o si queréis que se dilate. HAMLET.- Yo soy constante en mi resolución y la sujeto a la voluntad del Rey. Si esta hora fuese cómoda para él, también lo es para mí, conque hágase al instante o cuando guste; con tal que me halle en la buena disposición que ahora. CABALLERO.- El Rey y la Reina bajan ya, con toda la Corte. HAMLET.- Muy bien. CABALLERO.- La Reina quisiera que antes de comenzar la batalla, hablarais a Laertes con dulzura y expresiones de amistad. HAMLET.- Es advertencia muy prudente. Escena VIII HAMLET, HORACIO HORACIO.- Temo que habéis de perder, señor. HAMLET.- No, yo pienso que no. Desde que él partió para Francia, no he cesado de ejercitarme, y creo que le llevaré ventaja... Pero... No podrás imaginarte que angustia siento, aquí en el corazón. Y ¿sobre qué?.. No hay motivo. HORACIO.- Con todo eso, señor... HAMLET.- ¡Ilusiones vanas! Especie de presentimientos, capaces sólo de turbar un alma femenil. HORACIO.- Si sentís interiormente alguna repugnancia, no hay para que empeñaros. Yo me adelantaré a encontrarlos, y les diré que estáis indispuesto. HAMLET.- No, no... Me burlo yo de tales presagios. Hasta en la muerte de un pajarillo interviene una providencia irresistible. Si mi hora es llegada, no hay que esperarla, si no ha de venir ya, señal que es ahora, y si ahora no fuese, habrá de ser después: todo consiste en hallarse prevenido para cuando venga. Si el hombre, al terminar su vida, ignora siempre lo que podría ocurrir después, ¿qué importa que la pierda tarde o presto? Sepa morir . Escena IX HAMLET, HORACIO, CLAUDIO, GERTRUDIS, LAERTES, ENRIQUE, Caballeros, Damas y acompañamiento.

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CLAUDIO.- Ven, Hamlet, ven, y recibe esta mano que te presento . HAMLET.- Laertes, si estáis ofendido de mí, os pido perdón. Perdonadme como caballero. Cuantos se hallan presentes saben, y aun vos mismo lo habréis oído, el desorden que mi razón padece. Cuanto haya hecho insultando la ternura de vuestro corazón, vuestra nobleza, o vuestro honor, cualquiera acción en fin, capaz de irritaros; declaro solemnemente en este lugar que ha sido efecto de mi locura. ¿Puede Hamlet haber ofendido a Laertes? No, Hamlet no ha sido, porque estaba fuera de sí, y si en tal ocasión (en que él a sí propio se desconocía) ofendió a Laertes, no fue Hamlet el agresor, porque Hamlet lo desaprueba y lo desmiente. ¿Pues quién pudo ser? Su demencia sola... Siendo esto así, el desdichado Hamlet es partidario del ofendido, al paso que en su propia locura reconoce su mayor contrario. Permitid, pues, que delante de esta asamblea me justifique de toda siniestra intención y espere de vuestro ánimo generoso el olvido de mis desaciertos. Disparaba el arpón sobre los muros de ese edificio, y por error herí a mi hermano. LAERTES.- Mi corazón, cuyos impulsos naturales eran los primeros a pedirme en este caso venganza, queda satisfecho. Mi honra no me permite pasar adelante ni admitir reconciliación alguna; hasta que examinado el hecho por ancianos y virtuosos árbitros, se declare que mi pundonor está sin mancilla. Mientras llega este caso, admito con afecto recíproco el que me anunciáis, y os prometo de no ofenderle. HAMLET.- Yo recibo con sincera gratitud ese ofrecimiento, y en cuanto a la batalla que va a comenzarse, lidiaré con vos como si mi competidor fuese mi hermano... Vamos. Dadnos floretes. LAERTES.- Sí, vamos.. Uno a mí. HAMLET.- La victoria no os será difícil, vuestra habilidad lucirá sobre mi ignorancia, como una estrella resplandeciente entre las tinieblas de la noche. LAERTES.- No os burléis, señor. HAMLET.- No, no me burlo. CLAUDIO.- Dales floretes, joven Enrique. Hamlet, ya sabes cuales son las condiciones. HAMLET.- Sí, señor, y en verdad que habéis apostado por el más débil. CLAUDIO.- No temo perder. Yo os he visto ya esgrimir a entrambos y aunque él haya adelantado después; por eso mismo, el premio es mayor a favor nuestro. LAERTES.- Este es muy pesado. Dejadme ver otro. HAMLET.- Este me parece bueno... ¿Son todos iguales? ENRIQUE.- Sí señor. CLAUDIO.- Cubrid esta mesa de copas, llenas de vino. Si Hamlet da la primera o segunda estocada, o en la tercera suerte da un quite al contrario, disparen toda la artillería de las almenas. El Rey beberá a la salud de Hamlet echando en la copa una

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perla más preciosa que la que han usado en su corona los cuatro últimos soberanos daneses. Traed las copas, y el timbal diga a las trompetas, las trompetas al artillero distante, los cañones al cielo, y el cielo a la tierra; ahora brinda el Rey de Dinamarca a la salud de Hamlet... Comenzad, y vosotros que habéis de juzgarlos, observad atentos. HAMLET.- Vamos . LAERTES.- Vamos señor. HAMLET.- Una. LAERTES.- No. HAMLET.- Que juzguen. ENRIQUE.- Una estocada, no hay duda. LAERTES.- Bien; a otra. CLAUDIO.- Esperad... Dadme de beber. Hamlet, esta perla es para ti, y brindo con ella a tu salud. Dadle la copa. HAMLET.- Esperad un poco. ¿Qué decís?

Quiero dar este bote primero. Vamos. Otra estocada.

LAERTES.- Sí, me ha tocado, lo confieso. CLAUDIO.- ¡Oh! Nuestro hijo vencerá. GERTRUDIS.- Está grueso, y se fatiga demasiado. Ven aquí, Hamlet, toma este lienzo, y límpiate el rostro. La Reina brinda a tu buena fortuna querido Hamlet. HAMLET.- Muchas gracias, señora. CLAUDIO.- No, no bebáis. GERTRUDIS.- ¡Oh! Señor, perdonadme. Yo he de beber. CLAUDIO.- ¡La copa envenenada!.. Pero... No hay remedio. HAMLET.- No, ahora no bebo, esperad un instante. GERTRUDIS.- Ven, hijo mío, te limpiaré el sudor del rostro. LAERTES.- Ahora veréis si le acierto. CLAUDIO.- Yo pienso que no. LAERTES.- No sé qué repugnancia siento al ir a ejecutarlo. HAMLET.- Vamos a la tercera, Laertes... Pero, bien se ve que lo tomáis a fiesta,

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batallad, os ruego, con más ahínco. Mucho temo que os burláis de mí. LAERTES.- ¿Eso decís, señor? Vamos. ENRIQUE.- Nada, ni uno ni otro. LAERTES.- Ahora... Ésta... CLAUDIO.- Parece que se acaloran demasiado. Separadlos. HAMLET.- No, no, vamos otra vez. ENRIQUE.- Ved qué tiene la Reina ¡Cielos! HORACIO.- ¡Ambos heridos! ¿Qué es esto, señor? ENRIQUE.- ¿Cómo ha sido, Laertes? LAERTES.- Esto es haber caído en el lazo que preparé, justamente muero víctima de mi propia traición. HAMLET.- ¿Qué tiene la Reina? CLAUDIO.- Se ha desmayado al veros heridos. GERTRUDIS.- No, no... ¡La bebida!... ¡Querido Hamlet! ¡La bebida! ¡Me han envenenado! HAMLET.- ¡Oh! ¡Qué alevosía!.. ¡Oh!.. Cerrad las puertas... Traición... Buscad por todas partes ... LAERTES.- No, el traidor está aquí. Hamlet, tú eres muerto... no hay medicina que pueda salvarte, vivirás media hora, apenas... En tu mano está el instrumento aleve, bañada con ponzoña su aguda punta. ¡Volviose en mi daño, la trama indigna! Vesme aquí postrado para no levantarme jamás. Tu madre ha bebido un tosigo... No puedo proseguir... El Rey, el Rey es el delincuente. HAMLET.- ¡Está envenenada esta punta! Pues, veneno, produce tus efectos. TODOS.- Traición, traición. CLAUDIO.- Amigos, estoy herido... Defendedme. HAMLET.- ¡Malvado incestuoso, asesino! Bebe esta ponzoña ¿Está la perla aquí? Sí, toma , acompaña a mi madre. LAERTES.- ¡Justo castigo!... Él mismo preparó la poción mortal... Olvidémonos de todo, generoso Hamlet y... ¡Oh! ¡No caiga sobre ti la muerte de mi padre y la mía, ni sobre mí la tuya! HAMLET.- El Cielo te perdone... Ya voy a seguirte. Yo muero, Horacio... Adiós, Reina

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infeliz... Vosotros que asistís pálidos y mudos con el temor a este suceso terrible... Si yo tuviera tiempo. La muerte es un ministro inexorable que no dilata la ejecución... Yo pudiera deciros... pero, no es posible. Horacio, yo muero. Tú, que vivirás, refiere la verdad y los motivos de mi conducta, a quien los ignora. HORACIO.- ¿Vivir? No lo creáis. Yo tengo alma Romana, y aún ha quedado aquí parte del tósigo. HAMLET.- Dame esa copa... presto... por Dios te lo pido. ¡Oh! ¡Querido Horacio! Si esto permanece oculto, ¡qué manchada reputación dejaré después de mi muerte! Si alguna vez me diste lugar en tu corazón, retarda un poco esa felicidad que apeteces; alarga por algún tiempo la fatigosa vida en este mundo llena de miserias, y divulga por él mi historia... ¿Qué estrépito militar es éste? Escena X HAMLET, HORACIO, ENRIQUE, UN CABALLERO y acompañamiento. CABALLERO.- El joven Fortimbrás que vuelve vencedor de Polonia, saluda con la salva marcial que oís a los Embajadores de Inglaterra. HAMLET.- Yo expiro, Horacio, la activa ponzoña sofoca ya mi aliento... No puedo vivir para saber nuevas de Inglaterra; pero me atrevo a anunciar que Fortimbrás será elegido por aquella nación. Yo, moribundo, le doy mi voto... Díselo tú, e infórmale de cuanto acaba de ocurrir... ¡Oh!... Para mí solo queda ya... silencio eterno. HORACIO.- En fin, ¡se rompe ese gran corazón! Adiós, adiós, amado Príncipe. ¡Los coros angélicos te acompañen al celeste descanso!... Pero, ¿cómo se acerca hasta aquí el estruendo de tambores? Escena XI FORTIMBRÁS, DOS acompañamiento.

EMBAJADORES,

HORACIO,

ENRIQUE,

SOLDADOS,

FORTIMBRÁS.- ¿En dónde está ese espectáculo? HORACIO.- ¿Qué buscáis aquí? Si queréis ver desgracias espantosas, no paséis adelante. FORTIMBRÁS.- ¡Oh! Este destrozo pide sangrienta venganza... ¡Soberbia muerte! ¿Qué festín dispones en tu morada infernal, que así has herido con un golpe solo tantas ilustres víctimas? EMBAJADOR PRIMERO.- ¡Horroriza el verlo!... Tarde hemos llegado con los mensajes de Inglaterra. Los oídos a quienes debíamos dirigirlos, son ya insensibles. Sus órdenes fueron puntualmente ejecutadas: Ricardo y Guillermo perdieron la vida... Pero, ¿quién

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nos dará las gracias de nuestra obediencia? HORACIO.- No las recibiríais de su boca, aunque viviese todavía, que él nunca dio orden para tales muertes. Pero, puesto que vos viniendo victorioso de la guerra contra Polonia y vosotros enviados de Inglaterra, os halláis juntos en este lugar y os veo deseosos de averiguar este suceso trágico: disponed que esos cadáveres se expongan sobre una tumba elevada a la vista pública, y entonces haré saber al mundo que lo ignora el motivo de estas desgracias. Me oiréis hablar (pues todo os lo sabré referir fielmente) de acciones crueles, bárbaras, atroces sentencias que dictó el acaso estragos imprevistos, muertes ejecutadas con violencia y aleve astucia y al fin, proyectos malogrados, que han hecho perecer a sus autores mismos. FORTIMBRÁS.- Deseo con impaciencia oíros, y convendrá que se reúna con este objeto la nobleza de la nación. No puedo mirar sin horror los dones que me ofrece la fortuna; pero tengo derechos muy antiguos a esta corona, y en tal ocasión es justo reclamarlos. HORACIO.- También puedo hablar en ese propósito, declarando el voto que pronunció aquella boca, que ya no formará sonido alguno... Pero, ahora que los ánimos están en peligroso movimiento, no se dilate la ejecución un instante solo: para evitar los males que pudieran causar la malignidad o el error. FORTIMBRÁS.- Cuatro de mis capitanes lleven al túmulo el cuerpo de Hamlet con las insignias correspondientes a un guerrero. ¡Ah! Si él hubiese ocupado el trono, sin duda hubiera sido un excelente Monarca... Resuene la música militar por donde pase la pompa fúnebre, y hagánsele todos los honores de la guerra... Quitad, quitad de ahí esos cadáveres. Espectáculo tan sangriento, más es propio de un campo de batalla que de este sitio... Y vosotros, haced que salude con descargas todo el ejército.

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LA TRAGEDIA DE ROMEO Y JULIETA

PERSONAJES

El CORO ROMEO MONTESCO, su padre SEÑORA MONTESCO BENVOLIO, sobrino de Montesco ABRAHAN, criado de Montesco BALTASAR, criado de Romeo JULIETA CAPULETO, Su padre SEÑORA CAPULETO TEBALDO, su sobrino PARIENTE DE CAPULETO El AMA de Julieta PEDRO criado de Capuleto SANSÓN criado de Capuleto GREGORIO criado de Capuleto Della Scala, PRINCIPE de Verona MERCUCIO pariente del Príncipe El Conde PARIS pariente del Príncipe PAJE de Paris FRAY LORENZO FRAY JUAN Un BOTICARIO Criados, músicos, guardias, ciudadanos, máscaras, etc.

PRÓLOGO [Entra] el CORO

CORO -En Verona, escena de la acción, dos familias de rango y calidad renuevan viejos odios con pasión y manchan con su sangre la ciudad. De la entraña fatal de estos rivales

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nacieron dos amantes malhadados, cuyas desgracias y funestos males enterrarán conflictos heredados. El curso de un amor de muerte herido y una ira paterna tan extrema que hasta el fin de sus hijos no ha cedido será en estas dos horas . nuestro tema. Si escucháis la obra con paciencia, nuestro afán salvará toda carencia.

[Sale.]

Escena I Entran SANSÓN y GREGORIO, de la casa de los Capuletos,

armados

con espada y escudo.

SANSÓN -Gregorio, te juro que no vamos a tragar saliva. GREGORIO -No, que tan tragones no somos. SANSÓN -Digo que si no los tragamos, se les corta el cuello. GREGORIO -Sí, pero no acabemos con la soga al cuello. SANSÓN -Si me provocan, yo pego rápido. GREGORIO -Sí, pero a pegar no te provocan tan rápido. SANSÓN -A mí me provocan los perros de los Montescos. GREGORIO -Provocar es mover y ser valiente, plantarse, así que si te provocan, tú sales corriendo. SANSÓN -Los perros de los Montescos me mueven a plantarme. Con un hombre o mujer de los Montescos me agarro a las paredes.

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GREGORIO-Entonces es que te pueden, porque al débil lo empujan contra la pared. SANSÓN-Cierto, y por eso a las mujeres, seres débiles, las empujan contra la pared. Así que yo echaré de la pared a los hombres de Montesco y empujaré contra ella a las mujeres. GREGORIO -Pero la disputa es entre nuestros amos y nosotros, sus criados. SANSÓN -Es igual; me portaré como un déspota. Cuando haya peleado con los hombres, seré cortés con las doncellas: las desvergaré. GREGORIO -¿Desvergar doncellas? SANSÓN -Sí, desvergar o desvirgar. Tómalo por donde quieras. GREGORIO -Por dónde lo sabrán las que lo prueben. SANSÓN-

Pues me van a probar mientras este no se encoja, y ya se

sabe que soy más carne que pescado. GREGORIO -Menos mal, que, si no, serías un merluzo. Saca el hierro, que vienen de la casa de Montesco.

Entran otros dos criados [uno llamado ABRAHAM].

SANSÓN-Aquí está mi arma. Tú pelea; yo te guardo las espaldas. GREGORIO-¿Para volver las tuyas y huir? SANSÓN-Descuida, que no. GREGORIO- No, contigo no me descuido. SANSÓN-

Tengamos la ley de nuestra parte: que empiecen ellos.

GREGORIO- Me pondré ceñudo cuando pase por su lado, y que se lo tomen como quieran. SANSÓNinsultar.

Si se atreven. Yo les haré burla ., a ver si se dejan

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ABRAHÁN-¿Nos hacéis burla, señor? SANSÓN-

Hago burla.

ABRAHÁN-¿Nos hacéis burla a nosotros, señor? SANSÓN [aparte a GREGORIO]-

¿Tenemos la ley de nuestra parte si

digo que sí? GREGORIO [aparte a SANSÓN]SANSÓN-

No.

No, señor, no os hago burla. Pero hago burla, señor.

GREGORIO- ¿Buscáis pelea? ABRAHÁN- ¿Pelea? No, señor. SANSÓN-

Mas si la buscáis, aquí estoy yo: criado de tan buen amo

como el vuestro. ABRAHÁN- Mas no mejor. SANSÓN-

Pues...

Entra BENVOLIO.

GREGORIO [aparte a SANSÓN]-

Di que mejor: ahí viene un pariente

del amo. SANSÓN-

Sí, señor: mejor.

ABRAHÁN - ¡Mentira! SANSÓN -

Desenvainad si sois hombres. Gregorio, recuerda tu

mandoble.

Pelean.

BENVOLIO [desenvaina]- ¡Alto, bobos! Envainad; no sabéis lo que hacéis.

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Entra TEBALDO.

TEBALDO -¿Conque desenvainas contra míseros esclavos? Vuélvete, Benvolio, y afronta tu muerte. BENVOLIO-Estoy poniendo paz. Envaina tu espada o ven con ella a intenta detenerlos. TEBALDO -¿Y armado hablas de paz? Odio esa palabra como odio el infierno, a ti y a los Montescos. ¡Vamos, cobarde!

[Luchan.] Entran tres o cuatro CIUDADANOS con palos.

CIUDADANOS-¡Palos, picas, partesanas! ¡Pegadles! ¡Tumbadlos! ¡Abajo con los Capuletos! ¡Abajo con los Montescos!

Entran CAPULETO, en bata ., y su esposa [la SEÑORA CAPULETO].

CAPULETO - ¿Qué ruido es ese? ¡Dadme mi espada de guerra! SEÑORA CAPULETO -¡Dadle una muleta! - ¿Por qué pides la espada?

Entran MONTESCO y su esposa [la SEÑORA MONTESCO].

CAPULETO - ¡Quiero mi espada! ¡Ahí está Montesco, blandiendo su arma en desafío!

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MONTESCO -¡Infame Capuleto! - ¡Suéltame, vamos! SEÑORA MONTESCO -

Contra tu enemigo no darás un paso.

Entra el PRINCIPE DELLA SCALA, con su séquito.

PRÍNCIPE -¡Súbditos rebeldes, enemigos de la paz, que profanáis el acero con sangre ciudadana! – ¡No escuchan! - ¡Vosotros, hombres, bestias, que apagáis el ardor de vuestra cólera con chorros de púrpura que os salen de las venas! ¡Bajo pena de tormento, arrojad de las manos sangrientas esas mal templadas armas y oíd la decisión de vuestro Príncipe! Tres refriegas, que, por una palabra de nada, vos causasteis, Capuleto, y vos, Montesco, tres veces perturbaron la quietud de nuestras calles e hicieron que los viejos de Verona prescindiesen de su grave indumentaria y con viejas manos empuñasen viejas armas, corroídas en la paz, por apartaros del odio que os corroe. Si causáis otro disturbio, vuestra vida será el precio. Por esta vez, que todos se dispersen. Vos, Capuleto, habréis de acompañarme. Montesco, venid esta tarde a Villa Franca ., mi Palacio de Justicia, a conocer mis restantes decisiones sobre el caso.

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¡Una vez más, bajo pena de muerte, dispersaos!

Salen [todos, menos MONTESCO, la SEÑORA MONTESCO y BENVOLIO].

MONTESCO-¿Quién ha renovado el viejo pleito? Dime, sobrino, ¿estabas aquí cuando empezó? BENVOLIO -Cuando llegué, los criados de vuestro adversario estaban enzarzados con los vuestros. Desenvainé por separarlos. En esto apareció el fogoso Tebaldo, espada en mano, y la blandía alrededor de la cabeza, cubriéndome de insultos y cortando el aire, que, indemne, le silbaba en menosprecio. Mientras cruzábamos tajos y estocadas, llegaron más, y lucharon de uno y otro lado hasta que el Príncipe vino y pudo separarlos. SEÑORA MONTESCO -¿Y Romeo? ¿Le has visto hoy? Me alegra el ver que no ha estado en esta pelea. BENVOLIO -Señora, una hora antes de que el astro rey asomase por las áureas ventanas del oriente, la inquietud me empujó a pasear. Entonces, bajo unos sicamores que crecen al oeste de Verona, caminando tan temprano vi a vuestro hijo. Fui hacia él, que, advirtiendo mi presencia, se escondió en el boscaje.

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Medí sus sentimientos por los míos, que ansiaban un espacio retirado (mi propio ser entristecido me sobraba), seguí mi humor al no seguir el suyo

.

y gustoso evité a quien por gusto me evitaba. MONTESCO -Le han visto allí muchas mañanas, aumentando con su llanto el rocío de la mañana, añadiendo a las nubes sus nubes de suspiros. Mas, en cuanto el sol, que todo alegra, comienza a descorrer por el remoto oriente las oscuras cortinas del lecho de Aurora, mi melancólico hijo huye de la luz y se encierra solitario en su aposento, cerrando las ventanas, expulsando toda luz y creándose una noche artificial .. Este humor será muy sombrío y funesto si la causa no la quita el buen consejo. BENVOLIO -Mi noble tío, ¿conocéis vos la causa? MONTESCO-Ni la conozco, ni por él puedo saberla. BENVOLIO -¿Le habéis apremiado de uno a otro modo? MONTESCO -Sí, y también otros amigos, mas él sólo confía sus sentimientos a sí mismo, no sé si con acierto, y se muestra tan callado y reservado, tan insondable y tan hermético como flor comida por gusano antes de abrir sus tiernos pétalos al aire

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o al sol ofrecerle su hermosura. Si supiéramos la causa de su pena, le daríamos remedio sin espera.

Entra ROMEO.

BENVOLIO-Ahí viene. Os lo ruego, poneos a un lado: me dirá su dolor, si no se ha obstinado. MONTESCO-Espero que, al quedarte, por fin oigas su sincera confesión. Vamos, señora.

Salen [MONTESCO y la SEÑORA MONTESCO].

BENVOLIO- Buenos días, primo. ROMEO¿Ya es tan de mañana? BENVOLIO- Las nueve ya han dado. ROMEO-¡Ah! Las horas tristes se alargan. ¿Era mi padre quien se fue tan deprisa? BENVOLIO- Sí. ¿Qué tristeza alarga las horas de Romeo? ROMEO-No tener lo que, al tenerlo, las abrevia. BENVOLIO-¿Enamorado? ROMEO-

Cansado.

BENVOLIO- ¿De amar? ROMEO-De no ser correspondido por mi amada. BENVOLIO-¡Ah! ¿Por qué el amor, de presencia gentil, es tan duro y tiránico en sus obras?

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ROMEO -¡Ah! ¿Por qué el amor, con la venda en los ojos, puede, siendo ciego imponer sus antojos? ¿Dónde comemos? .. ¡Ah! ¿Qué pelea ha habido? No me lo digas, que ya lo sé todo. Tumulto de odio, pero más de amor. ¡Ah, amor combativo! ¡Ah, odio amoroso! ¡Ah, todo, creado de la nada! ¡Ah, grave levedad, seria vanidad, caos deforme de formas hermosas, pluma de plomo, humo radiante, fuego glacial, salud enfermiza, sueño desvelado, que no es lo que es! Yo siento este amor sin sentir nada en él. ¿No te ríes? BENVOLIO -No, primo; más bien lloro. ROMEO -¿Por qué, noble alma? BENVOLIO -Porque en tu alma hay dolor. ROMEO -Así es el pecado del amor: mi propio pesar, que tanto me angustia, tú ahora lo agrandas, puesto que lo turbas con el tuyo propio. Ese amor que muestras añade congoja a la que me supera. El amor es humo, soplo de suspiros: se esfuma, y es fuego en ojos que aman; refrénalo, y crece como un mar de lágrimas. ¿Qué cosa es, si no? Locura juiciosa, amargor que asfixia, dulzor que conforta. Adiós, primo mío.

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BENVOLIO-Voy contigo, espera; injusto serás si ahora me dejas. ROMEO -¡Bah! Yo no estoy aquí, y me hallo perdido. Romeo no es este: está en otro sitio. BENVOLIO -Habla en serio y dime quién es la que amas. ROMEO -¡Ah! ¿Quieres oírme gemir? BENVOLIO -¿Gemir? No: quiero que digas en serio quién es. ROMEO -Pídele al enfermo que haga testamento; para quien tanto lo está, es un mal momento. En serio, primo, amo a una mujer. BENVOLIO -Por ahí apuntaba yo cuando supe que amabas. ROMEO -¡Buen tirador! Y la que amo es hermosa. BENVOLIO-Si el blanco es hermoso, antes se acierta. ROMEO -Ahí has fallado: Cupido no la alcanza con sus flechas; es prudente cual Diana: su casta coraza la protege tanto que del niño Amor no la hechiza el arco. No puede asediarla el discurso amoroso, ni cede al ataque de ojos que asaltan, ni recoge el oro que tienta hasta a un santo. En belleza es rica y su sola pobreza está en que, a su muerte, muere su riqueza. BENVOLIO -¿Así que ha jurado vivir siempre casta? ROMEO -Sí, y con ese ahorro todo lo malgasta: matando lo bello por severidad priva de hermosura a la posteridad. Al ser tan prudente con esa belleza

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no merece el cielo, pues me desespera. No amar ha jurado, y su juramento a quien te lo cuenta le hace vivir muerto. BENVOLIO -Hazme caso y no pienses más en ella. ROMEO -Enséñame a olvidar. BENVOLIO -Deja en libertad a tus ojos: contempla otras bellezas. ROMEO -Así estimaré la suya en mucho más. Esas máscaras negras que acarician el rostro de las bellas nos traen al recuerdo la belleza que ocultan. Quien ciego ha quedado no olvida el tesoro que sus ojos perdieron. Muéstrame una dama que sea muy bella. ¿Qué hace su hermosura sino recordarme a la que supera su belleza? Enseñarme a olvidar no puedes. Adiós. BENVOLIO -Pues pienso enseñarte o morir tu deudor.

Salen.

Escena II Entran CAPULETO, el Conde PARIS y el gracioso [CRIADO de Capuleto].

CAPULETO-Montesco está tan obligado como yo, bajo la misma pena. A nuestros años

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no será difícil, creo yo, vivir en paz. PARIS-Ambos gozáis de gran reputación y es lástima que llevéis enfrentados tanto tiempo. En fin, señor, ¿qué decís a este pretendiente? CAPULETO -Lo que ya he dicho antes: mi hija nada sabe de la vida; aún no ha llegado a los catorce. Dejad que muera el esplendor de dos veranos y habrá madurado para desposarse. PARIS -Otras más jóvenes ya son madres felices. CAPULETO -Quien pronto se casa, pronto se amarga. Mis otras esperanzas las cubrió la tierra; ella es la única que me queda en la vida. Mas cortejadla, Paris, enamoradla, que en sus sentimientos ella es la que manda. Una vez que acepte, daré sin reservas mi consentimiento al que ella prefiera. Esta noche doy mi fiesta de siempre, a la que vendrá multitud de gente, y todos amigos. Uníos a ellos y con toda el alma os acogeremos. En mi humilde casa esta noche ved estrellas terrenas el cielo encender. La dicha que siente el joven lozano cuando abril vistoso muda el débil paso del caduco invierno, ese mismo goce tendréis en mi casa estando esta noche

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entre mozas bellas. Ved y oíd a todas, y entre ellas amad a la más meritoria; con todas bien vistas, tal vez al final queráis a la mía, aunque es una más. Venid vos conmigo. [Al CRIADO.] Tú ve por Verona, recorre sus calles, busca a las personas que he apuntado aquí; diles que mi casa, si bien les parece, su presencia aguarda.

Sale [con el Conde PARIS].

CRIADO-¡Que busque a las personas que ha apuntado aquí! Ya lo dicen: el zapatero, a su regla; el sastre, a su horma; el pescador, a su brocha, y el pintor, a su red. Pero a mí me mandan que busque a las personas que ha apuntado, cuando no sé leer los nombres que ha escrito el escribiente. Preguntaré al instruido.

Entran BENVOLIO y ROMEO.

¡Buena ocasión! BENVOLIO-Vamos, calla: un fuego apaga otro fuego; el pesar de otro tu dolor amengua; si estás mareado, gira a contrapelo; la angustia insufrible la cura otra pena. Aqueja tu vista con un nuevo mal y el viejo veneno pronto morirá. ROMEO -Las cataplasmas son grandes remedios. BENVOLIO -Remedios, ¿contra qué!

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ROMEO -Golpe en la espinilla. BENVOLIO -Pero, Romeo, ¿tú estás loco? ROMEO -Loco, no; más atado que un loco: encarcelado, sin mi alimento, azotado y torturado, y... Buenas tardes, amigo. CRIADO -Buenas os dé Dios. Señor, ¿sabéis leer? ROMEO -Sí, mi mala fortuna en mi adversidad. CRIADO-Eso lo habréis aprendido de memoria. Pero, os lo ruego, ¿sabéis leer lo que veáis? ROMEO-Si conozco el alfabeto y el idioma, sí. CRIADO-Está claro. Quedad con Dios. ROMEO-Espera, que sí sé leer.

Lee el papel.

«El signor Martino, esposa e hijas. El conde Anselmo y sus bellas hermanas. La viuda del signor Vitruvio. El signor Piacencio y sus lindas sobrinas. Mercucio y su hermano Valentino. Mi tío Capuleto, esposa a hijas. Mi bella sobrina Rosalina y Livia. El signor Valentio y su primo Tebaldo. Lucio y la alegre Elena.»

Bella compañía. ¿Adónde han de ir? CRIADO-Arriba.

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ROMEO-¿Adónde? ¿A una cena? CRIADO-A nuestra casa. ROMEO-¿A casa de quién? CRIADO-De mi amo. ROMEO-Tenía que habértelo preguntado antes. CRIADO-Os lo diré sin que preguntéis. Mi amo es el grande y rico Capuleto, y si vos no sois de los Montescos, venid a echar un trago de vino. Quedad con Dios.

Sale. B E N E V O L IO - E N

EL

F E S T ÍN

TR A D IC IO N A L

CA P ULETO estará tu amada, la bella Rosalina ., con las más admiradas bellezas de Verona. Tú ve a la fiesta: con ojo imparcial compárala con otras que te mostraré, y, en lugar de un cisne, un cuervo has de ver. ROMEO -Si fuera tan falso el fervor de mis ojos, que mis lágrimas se conviertan en llamas, y si se anegaron, siendo mentirosos, y nunca murieron, cual herejes ardan. ¡Otra más hermosa! Si todo ve el sol, su igual nunca ha visto desde la creación. BENVOLIO -Te parece bella si no ves a otras: tus ojos con ella misma la confrontan. Pero si tus ojos hacen de balanza, sopesa a tu amada con cualquier muchacha

DE

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que pienso mostrarte brillando en la fiesta, y lucirá menos la que ahora te ciega. ROMEO -Iré, no por admirar a las que elogias, sino sólo el esplendor de mi señora.

[Salen. ]

Escena III Entran la SEÑORA CAPULETO y el AMA.

SEÑORA CAPULETO-Ama, ¿y mi hija? Dile que venga. AMA- Ah, por mi virginidad a mis doce años, ¡si la mandé venir! ¡Eh, paloma! ¡Eh, reina! ¡Santo cielo! ¿Dónde está la niña? ¡Julieta!

Entra JULIETA.

JULIETA-Hola, ¿quién me llama? AMA-Tu madre. JULIETA-Aquí estoy, señora. ¿Qué deseáis? SEÑORA CAPULETO-Pues se trata... Ama, déjanos un rato; hemos de hablar a solas... Ama, vuelve. Pensándolo bien, más vale que lo oigas. Sabes que mi hija está en edad de merecer. AMA-Me sé su edad hasta en las horas. SEÑORA CAPULETO-Aún no tiene los catorce. AMA-Apuesto catorce de mis dientes

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(aunque, ¡válgame!, no me quedan más que cuatro) a que no ha cumplido los catorce. ¿Cuánto falta para que acabe julio? .. SEÑORA CAPULETO-Dos semanas y pico. AMA-Pues con o sin pico, entre todos los días del año la última noche de julio cumple los catorce. Susana y ella (¡Señor, da paz a las ánimas!) tenían la misma edad. Bueno, Susana está en el cielo, yo no la merecía. Como digo, la última noche de julio cumple los catorce, vaya que sí; me acuerdo muy bien. Del terromoto hace ahora once años y, de todos los días del año (nunca se me olvidará) ese mismo día la desteté: me había puesto ajenjo en el pecho, ahí sentada al sol, bajo el palomar. El señor y vos estabais en Mantua (¡qué memoria tengo!). Pero, como digo, en cuanto probó el ajenjo en mi pezón y le supo tan amargo... Angelito, ¡hay que ver qué rabia le dio la teta! De pronto el palomar dice que tiembla; desde luego, no hacía falta avisarme que corriese. Y de eso ya van once años, pues entonces se tenía en pie ella solita. ¡Qué digo! ¡Pero si podía andar y correr! El día antes se dio un golpe en la frente,

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y mi marido (que en paz descanse, siempre alegre) levantó a la niña. «Ajá», le dijo, «¿te caes boca abajo? Cuando tengas más seso te caerás boca arriba, ¿a que sí, Juli?» . Y, Virgen santa, la mocosilla paró de llorar y dijo que sí. ¡Pensar que la broma iba a cumplirse! Aunque viva mil años, juro que nunca se me olvidara. «¿A que sí, Juli?», dice. Y la pobrecilla se calla y le dice que sí. SEÑORA CAPULETO -Ya basta. No sigas, te lo ruego. AMA -Sí, señora. Pero es que me viene la risa de pensar que se calla y le dice que sí. Y eso que llevaba en la frente un chichón de grande como un huevo de pollo; un golpe muy feo, y lloraba amargamente. «Ajá» , dice mi marido, «¿te caes boca abajo? Cuando seas mayor te caerás boca arriba, ¿a que sí, Juli?» Y se calla y le dice que sí. JULIETA -Calla tú también, ama, te lo ruego. AMA -¡Chsss...! He dicho. Dios te dé su gracia; fuiste la criatura más bonita que crié. Ahora mi único deseo es vivir para verte casada. SEÑORA CAPULETO -Pues de casamiento venía yo a hablar. Dime, Julieta, hija mía, ¿qué te parece la idea de casarte? JULIETA -Es un honor que no he soñado.

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AMA -¡Un honor! Si yo no fuera tu nodriza, diría que mamaste listeza de mis pechos. SEÑORA CAPULETO -Pues piensa ya en el matrimonio. Aquí, en Verona, hay damas principales, más jóvenes que tú, que ya son madres. Según mis cuentas, yo te tuve a ti más o menos a la edad que tú tienes ahora. Abreviando: el gallardo Paris te pretende. AMA-¡Qué hombre, jovencita! Un hombre que el mundo entero... ¡Es la perfección! SEÑORA CAPULETO -El estío de Verona no da tal flor. AMA -¡Eso, es una flor, toda una flor! SEÑORA CAPULETO -¿Qué dices? ¿Podrás amar al caballero? Esta noche le verás en nuestra fiesta .. Si lees el semblante de Paris como un libro, verás que la belleza ha escrito en él la dicha. Examina sus facciones y hallarás que congenian en armónica unidad, y, si algo de este libro no es muy claro, en el margen de sus ojos va glosado. A este libro de amor, que ahora es tan bello, le falta cubierta para ser perfecto. Si en el mar vive el pez, también hay excelencia en todo lo bello que encierra belleza: hay libros con gloria, pues su hermoso fondo queda bien cerrado con broche de oro.

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Todas sus virtudes, uniéndote a él, también serán tuyas, sin nada perder. AMA -Perder, no; ganar: el hombre engorda a la mujer. SEÑORA CAPULETO -En suma, ¿crees que a Paris amarás? JULIETA -Creo que sí, si la vista lleva a amar. Mas no dejaré que mis ojos le miren más de lo que vuestro deseo autorice.

Entra un CRIADO.

CRIADO-Señora, los convidados ya están; la cena, en la mesa; preguntan por vos y la señorita; en la despensa maldicen al ama, y todo está por hacer. Yo voy a servir. Os lo ruego, venid en seguida.

Sale.

SEÑORA CAPULETO-Ahora mismo vamos. Julieta, te espera el conde. AMA-¡Vamos! ¡A gozar los días gozando las noches!

Salen.

Escena IV Entran ROMEO, MERCUCIO, BENVOLIO, con cinco o seis máscaras, portadores de antorchas.

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ROMEO-¿Decimos el discurso de rigor o entramos sin dar explicaciones? BENVOLIO -Hoy ya no se gasta tanta ceremonia: nada de Cupido con los ojos vendados llevando por arco una regla pintada y asustando a las damas como un espantajo, ni tímido prólogo que anuncia una entrada dicho de memoria con apuntador. Que nos tomen como quieran. Nosotros les tomamos algún baile y nos vamos. ROMEO-Dadme una antorcha, que no estoy para bailes. Si estoy tan sombrío, llevaré la luz. MERCUCIO -No, gentil Romeo: tienes que bailar. ROMEO -No, de veras. Vosotros lleváis calzado de ingrávida suela, pero yo del suelo no puedo moverme, de tanto que me pesa el alma. MERCUCIO -Tú, enamorado, pídele las alas a Cupido y toma vuelo más allá de todo salto. ROMEO -El vuelo de su flecha me ha alcanzado y ya no puedo elevarme con sus alas, ni alzarme por encima de mi pena, y así me hundo bajo el peso del amor. MERCUCIO -Para hundirte en amor has de hacer peso: demasiada carga para cosa tan tierna. ROMEO -¿Tierno el amor? Es harto duro, harto áspero y violento, y se clava como espina. MERCUCIO -Si el amor te maltrata, maltrátalo tú:

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si se clava, lo clavas y lo hundes. Dadme una máscara, que me tape el semblante: para mi cara, careta. ¿Qué me importa ahora que un ojo curioso note imperfecciones? Que se ruborice este mascarón. BENVOLIO -Vamos, llamad y entrad. Una vez dentro, todos a mover las piernas. ROMEO -Dadme una antorcha. Que la alegre compañía haga cosquillas con sus pies a las esteras ., que a mí bien me cuadra el viejo proverbio: bien juega quien mira, y así podré ver mejor la partida; pero sin jugar. MERCUCIO -Te la juegas, dijo el guardia. Si no juegas, habrá que sacarte; sacarte, con perdón, del fango amoroso en que te hundes. Ven, que se apaga la luz. ROMEO -No es verdad. MERCUCIO -Digo que si nos entretenemos, malgastamos la antorcha, cual si fuese de día. Toma el buen sentido y verás que aciertas cinco veces más que con la listeza. ROMEO -

Nosotros al baile venimos por bien,

mas no veo el acierto. MERCUCIO- Pues dime por qué. ROMEO-Anoche tuve un sueño. MERCUCIO-Y también yo. ROMEO-¿Qué soñaste?

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MERCUCIO-Que los sueños son ficción. ROMEO -

No, porque durmiendo sueñas la verdad.

MERCUCIO -Ya veo que te ha visitado la reina Mab ., la partera de las hadas. Su cuerpo es tan menudo cual piedra de ágata en el anillo de un regidor. Sobre la nariz de los durmientes seres diminutos tiran de su carro, que es una cáscara vacía de avellana y está hecho por la ardilla carpintera o la oruga (de antiguo carroceras de las hadas). Patas de araña zanquilarga son los radios, alas de saltamontes la capota; los tirantes, de la más fina telaraña; la collera, de reflejos lunares sobre el agua; la fusta, de hueso de grillo; la tralla, de hebra; el cochero, un mosquito vestido de gris, menos de la mitad que un gusanito sacado del dedo holgazán de una muchacha. Y con tal pompa recorre en la noche cerebros de amantes, y les hace soñar el amor; rodillas de cortesanos, y les hace soñar reverencias; dedos de abogados, y les hace soñar honorarios; labios de damas, y les hace soñar besos, labios que suele ulcerar la colérica Mab, pues su aliento está mancillado por los dulces. A veces galopa sobre la nariz de un cortesano

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y le hace soñar que huele alguna recompensa; y a veces acude con un rabo de cerdo por diezmo y cosquillea en la nariz al cura dormido, que entonces sueña con otra parroquia. A veces marcha sobre el cuello de un soldado y le hace soñar con degüellos de extranjeros, brechas, emboscadas, espadas españolas, tragos de a litro; y entonces le tamborilea en el oído, lo que le asusta y despierta; y él, sobresaltado, entona oraciones y vuelve a dormirse. Esta es la misma Mab que de noche les trenza la crin a los caballos, y a las desgreñadas les emplasta mechones de pelo, que, desenredados, traen desgracias. Es la bruja que, cuando las mozas yacen boca arriba, las oprime y les enseña a concebir y a ser mujeres de peso. Es la que... ROMEO -¡Calla, Mercucio, calla! No hablas de nada. MERCUCIO -Es verdad: hablo de sueños, que son hijos de un cerebro ocioso y nacen de la vana fantasía, tan pobre de sustancia como el aire y más variable que el viento, que tan pronto galantea al pecho helado del norte como, lleno de ira, se aleja resoplando y se vuelve hacia el sur, que gotea de rocío.

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BENVOLIO -El viento de que hablas nos desvía. La cena terminó y llegaremos tarde. ROMEO -Muy temprano, temo yo, pues presiento que algún accidente aún oculto en las estrellas iniciará su curso aciago con la fiesta de esta noche y pondrá fin a esta vida que guardo en mi pecho con el ultraje de una muerte adelantada. Mas que Aquél que gobierna mi rumbo guíe mi nave. ¡Vamos, alegres señores! BENVOLIO - ¡Que suene el tambor!

Desfilan por el escenario [y salen].

Escena V Entran CRIADOS con servilletas.

CRIADO PRIMERO -¿Dónde está Perola, que no ayuda a quitar la mesa? ¿Cuándo coge un plato? ¿Cuándo friega un plato? CRIADO SEGUNDO -Si la finura sólo está en las manos de uno, y encima no se las lava, vamos listos. CRIADO PRIMERO -Llevaos las banquetas, quitad el aparador, cuidado con la plata. Oye, tú, sé bueno y guárdame un poco de mazapán; y hazme un favor: dile al portero que deje entrar a Susi Muelas y a Lena.

[Sale el CRIADO SEGUNDO]

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¡Antonio! ¡Perola!

[Entran otros dos CRIADOS.]

CRIADO TERCERO -Aquí estamos, joven. CRIADO PRIMERO-Te buscan y rebuscan, lo llaman y reclaman allá, en el salón. CRIADO CUARTO- No se puede estar aquí y allí. ¡Ánimo, muchachos! Venga alegría, que quien resiste, gana el premio.

Salen. Entran [CAPULETO, la SEÑORA CAPULETO, JULIETA, TEBALDO, el AMA], todos los convidados y las máscaras [ROMEO, BENVOLIO y MERCUCIO].

CAPULETO-¡Bienvenidos, señores! Las damas sin callos querrán echar un baile con vosotros.¡Vamos, señoras! ¿Quién de vosotras se niega a bailar? La que haga remilgos juraré que tiene callos. ¿A que he acertado?¡Bienvenidos, señores! Hubo un tiempo en que yo me ponía el antifaz y musitaba palabras deleitosas al oído de una bella. Pero pasó, pasó. Bienvenidos, señores.-¡ Músicos, a tocar! ¡Haced sitio, despejad! ¡Muchachas, a bailar!

Suena la música y bailan.

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¡Más luz, bribones! Desmontad las mesas y apagad la lumbre, que da mucho calor .. Oye, ¡qué suerte la visita inesperada!

.

Vamos, siéntate, pariente Capuleto, que nuestra época de bailes ya pasó. ¿Cuánto tiempo hace que estuvimos en una mascarada? PARIENTE DE CAPULETO -¡Virgen santa! Treinta años. CAPULETO -¡Qué va! No tanto, no tanto. Fue cuando la boda de Lucencio: en Pentecostés hará unos veinticinco años. Esa fue la última vez. PARIENTE DE CAPULETO -Hace más, hace más: su hijo es mayor; tiene treinta años. CAPULETO -¿Me lo vas a decir tú? Hace dos años era aún menor de edad. ROMEO [a un CRIADO] -¿Quién es la dama cuya mano enaltece a ese caballero? CRIADO-

No lo sé, señor.

ROMEO-¡Ah, cómo enseña a brillar a las antorchas! En el rostro de la noche es cual la joya que en la oreja de una etíope destella... No se hizo para el mundo tal belleza. Esa dama se distingue de las otras como de los cuervos la blanca paloma. Buscaré su sitio cuando hayan bailado

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y seré feliz si le toco la mano. ¿Supe qué es amor? Ojos, desmentidlo, pues nunca hasta ahora la belleza he visto. TEBALDO -Por su voz, este es un Montesco.- Muchacho, tráeme el estoque.- ¿Cómo se atreve a venir aquí el infame con esa careta, burlándose de fiesta tan solemne? Por mi cuna y la honra de mi estirpe, que matarle no puede ser un crimen. CAPULETO-¿Qué pasa, sobrino? ¿Por qué te sulfuras? TEBALDO -Tío, ese es un Montesco, nuestro enemigo: un canalla que viene ex profeso a burlarse de la celebración. CAPULETO-¿No es el joven Romeo? TEBALDO -El mismo: el canalla de Romeo. CAPULETO-Cálmate, sobrino; déjale en paz: se porta como un digno caballero y, a decir verdad, Verona habla con orgullo de su nobleza y cortesía. Ni por todo el oro de nuestra ciudad le haría ningún desaire aquí, en mi casa. Así que calma, y no le hagas caso. Es mi voluntad, y si la respetas, muéstrate amable y deja ese ceño, pues casa muy mal con una fiesta. TEBALDO -Casa bien si el convidado es un infame. ¡No pienso tolerarlo!

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CAPULETO-Vas a tolerarlo. Óyeme, joven don nadie: vas a tolerarlo, ¡pues sí! ¿Quién manda aquí, tú o yo? ¡Pues sí! ¿Tú no tolerarlo? Dios me bendiga, ¿tú armar alboroto aquí, en mi fiesta? ¿Tú andar desbocado? ¿Tú hacerte el héroe? TEBALDO -Pero, tío, ¡es una vergüenza! CAPULETO-¡Conque sí! ¡Serás descarado! ¡Conque una vergüenza! Este juego tuyo te puede costar caro, te lo digo yo. ¡Tú contrariarme! Ya está bien.¡Magnífico, amigos!-¡ Insolente! Vete, cállate o...-¡Más luz, más luz!Te juro que te haré callar-¡ Alegría, amigos! TEBALDO -Calmarme a la fuerza y estar indignado me ha descompuesto, al ser tan contrarios. Ahora me retiro, mas esta intrusión, ahora tan grata, causará dolor. [Sale.]

ROMEO-Si con mi mano indigna he profanado tu santa efigie, sólo peco en eso: mi boca, peregrino avergonzado, suavizará el contacto con un beso. JULIETA-Buen peregrino, no reproches tanto a tu mano un fervor tan verdadero: si juntan manos peregrino y santo,

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palma con palma es beso de palmero. ROMEO -¿Ni santos ni palmeros tienen boca? JULIETA -Sí, peregrino: para la oración. ROMEO -Entonces, santa, mi oración te invoca: suplico un beso por mi salvación. JULIETA -Los santos están quietos cuando acceden. ROMEO -Pues, quieta, y tomaré lo que conceden ..

[La besa.]

Mi pecado en tu boca se ha purgado. JULIETA-Pecado que en mi boca quedaría. ROMEO-Repruebas con dulzura. ¿Mi pecado? ¡Devuélvemelo! JULIETA-Besas con maestría. AMA-Julieta, tu madre quiere hablarte. ROMEO-¿Quién es su madre? AMA-Pero, ¡joven! Su madre es la señora de la casa, y es muy buena, prudente y virtuosa. Yo crié a su hija, con la que ahora hablabais. Os digo que quien la gane, conocerá el beneficio. ROMEO-¿Es una Capuleto? ¡Triste cuenta! Con mi enemigo quedo en deuda. BENVOLIO-Vámonos, que lo bueno poco dura. ROMEO-Sí, es lo que me temo, y me preocupa.

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CAPULETO-Pero, señores, no queráis iros ya. Nos espera un humilde postrecito.

Le hablan al oído.

¿Ah, sí? Entonces, gracias a todos. Gracias, buenos caballeros, buenas noches.¡Más antorchas aquí, vamos! Después, a acostarse.Oye, ¡qué tarde se está haciendo! Me voy a descansar.

Salen todos [menos JULIETA y el AMA].

JULIETA -Ven aquí, ama. ¿Quién es ese caballero? AMA -El hijo mayor del viejo Tiberio. JULIETA -¿Y quién es el que está saliendo ahora? AMA -Pues creo que es el joven Petrucio. JULIETA - ¿Y el que le sigue, el que no bailaba? AMA-No sé. JULIETA -Pregunta quién es.-Si ya tiene esposa, la tumba sería mi lecho de bodas. AMA -Se llama Romeo y es un Montesco: el único hijo de tu gran enemigo. JULIETA -¡Mi amor ha nacido de mi único odio! Muy pronto le he visto y tarde le conozco. Fatal nacimiento de amor habrá sido si tengo que amar al peor enemigo.

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AMA -¿Qué dices? ¿Qué dices? JULIETA -Unos versos que he aprendido de uno con quien bailé.

Llaman a JULIETA desde dentro.

AMA-¡Ya va! ¡Ya va!Vamos, los convidados ya no están.

Salen.

ACTO II PRÓLOGO [Entra] el CORO

.

CORO-Ahora yace muerto el viejo amor y el joven heredero ya aparece. La bella que causaba tal dolor al lado de Julieta desmerece. Romeo ya es amado y es amante: los ha unido un hechizo en la mirada. Él es de su enemiga suplicante y ella roba a ese anzuelo la carnada. Él no puede jurarle su pasión, pues en la otra casa es rechazado, y su amada no tiene la ocasión de verse en un lugar con su adorado.

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Mas el amor encuentros les procura, templando ese rigor con la dulzura.

[Sale.]

Escena I Entra ROMEO solo.

ROMEO -

¿Cómo sigo adelante, si mi amor está aquí?

Vuelve, triste barro, y busca tu centro.

[Se esconde.] Entran BENVOLIO y MERCUCIO.

BENVOLIO- ¡Romeo! ¡Primo Romeo! ¡Romeo! MERCUCIO- Este es muy listo, y seguro que se ha ido a dormir. BENVOLIO-Vino corriendo por aquí y saltó la tapia de este huerto. Llámale, Mercucio. MERCUCIO-Haré una invocación. ¡Antojos! ¡Locuelo! ¡Delirios! ¡Prendado! Aparece en forma de suspiro. Di un verso y me quedo satisfecho. Exclama «¡Ay de mí!», rima « amor » con « flor », di una bella palabra a la comadre Venus y ponle un mote al ciego de su hijo, Cupido el golfillo ., cuyo dardo certero

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hizo al rey Cofetua amar a la mendiga. Ni oye, ni bulle, ni se mueve: el mono se ha muerto; haré un conjuro .. Conjúrote por los ojos claros de tu Rosalina, por su alta frente y su labio carmesí, su lindo pie, firme pierna, trémulo muslo y todas las comarcas adyacentes, que ante nosotros aparezcas en persona. BENVOLIO -Como te oiga, se enfadará. MERCUCIO -Imposible. Se enfadaría si yo hiciese penetrar un espíritu extraño en el cerco de su amada, dejándolo erecto hasta que se escurriese y esfumase. Eso sí le irritaría. Mi invocación es noble y decente: en nombre de su amada yo sólo le conjuro que aparezca. BENVOLIO -Ven, que se ha escondido entre estos árboles, en alianza con la noche melancólica. Ciego es su amor, y to oscuro, su lugar. MERCUCIO -Si el amor es ciego, no puede atinar. Romeo está sentado al pie de una higuera deseando que su amada fuese el fruto que las mozas, entre risas, llaman higo. ¡Ah, Romeo, si ella fuese, ah, si fuese un higo abierto y tú una pera! Romeo, buenas noches. Me voy a mi camita, que dormir al raso me da frío. Ven, ¿nos vamos?

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BENVOLIO -Sí, pues es inútil buscar a quien no quiere ser hallado.

Salen.

ROMEO [adelantándose] -Se ríe de las heridas quien no las ha sufrido. Pero, alto. ¿Qué luz alumbra esa ventana? Es el oriente, y Julieta, el sol. Sal, bello sol, y mata a la luna envidiosa, que está enferma y pálida de pena porque tú, que la sirves, eres más hermoso. Si es tan envidiosa, no seas su sirviente. Su ropa de vestal es de un verde apagado que sólo llevan los bobos .. ¡Tírala!

(Entra JULIETA arriba, en el balcón

.

.]

¡Ah, es mi dama, es mi amor! ¡Ojalá lo supiera! Mueve los labios, mas no habla. No importa: hablan sus ojos; voy a responderles. ¡Qué presuntuoso! No me habla a mí. Dos de las estrellas más hermosas del cielo tenían que ausentarse y han rogado a sus ojos que brillen en su puesto hasta que vuelvan. ¿Y si ojos se cambiasen con estrellas? El fulgor de su mejilla les haría avergonzarse,

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como la luz del día a una lámpara; y sus ojos lucirían en el cielo tan brillantes que, al no haber noche, cantarían las aves. ¡Ved cómo apoya la mejilla en la mano! ¡Ah, quién fuera el guante de esa mano por tocarle la mejilla! JULIETA -¡Ay de mí! ROMEO -Ha hablado. ¡Ah, sigue hablando, ángel radiante, pues, en tu altura, a la noche le das tanto esplendor como el alado mensajero de los cielos ante los ojos en blanco y extasiados de mortales que alzan la mirada cuando cabalga sobre nube perezosa y surca el seno de los aires! JULIETA -¡Ah, Romeo, Romeo! ¿Por qué eres Romeo? Niega a tu padre y rechaza tu nombre, o, si no, júrame tu amor y ya nunca seré una Capuleto. ROMEO -¿La sigo escuchando o le hablo ya? JULIETA -Mi único enemigo es tu nombre. Tú eres tú, aunque seas un Montesco. ¿Qué es «Montesco» ? Ni mano, ni pie, ni brazo, ni cara, ni parte del cuerpo. ¡Ah, ponte otro nombre! ¿Qué tiene un nombre? Lo que llamamos rosa sería tan fragante con cualquier otro nombre.

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Si Romeo no se llamase Romeo, conservaría su propia perfección sin ese nombre. Romeo, quítate el nombre y, a cambio de él, que es parte de ti, ¡tómame entera! ROMEO -Te tomo la palabra. Llámame « amor » y volveré a bautizarme: desde hoy nunca más seré Romeo. JULIETA -¿Quién eres tú, que te ocultas en la noche e irrumpes en mis pensamientos? ROMEO -Con un nombre no sé decirte quién soy. Mi nombre, santa mía, me es odioso porque es tu enemigo. Si estuviera escrito, rompería el papel. JULIETA -Mis oídos apenas han sorbido cien palabras de tu boca y ya te conozco por la voz. ¿No eres Romeo, y además Montesco? ROMEO-

No, bella mía, si uno a otro te disgusta.

JULIETA-Dime, ¿cómo has llegado hasta aquí y por qué? Las tapias de este huerto son muy altas y, siendo quien eres, el lugar será tu muerte si alguno de los míos te descubre. ROMEO -Con las alas del amor salté la tapia, pues para el amor no hay barrera de piedra, y, como el amor lo que puede siempre intenta, los tuyos nada pueden contra mí. JULIETA -Si te ven, te matarán.

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ROMEO -¡Ah! Más peligro hay en tus ojos que en veinte espadas suyas. Mírame con dulzura y quedo a salvo de su hostilidad. JULIETA -Por nada del mundo quisiera que te viesen. ROMEO -Me oculta el manto de la noche y, si no me quieres, que me encuentren: mejor que mi vida acabe por su odio que ver cómo se arrastra sin tu amor. JULIETA -¿Quién te dijo dónde podías encontrarme? ROMEO -El amor, que me indujo a preguntar. Él me dio consejo; yo mis ojos le presté. No soy piloto, pero, aunque tú estuvieras lejos, en la orilla más distante de los mares más remotos, zarparía tras un tesoro como tú. JULIETA -La noche me oculta con su velo; si no, el rubor teñiría mis mejillas por lo que antes me has oído decir. ¡Cuánto me gustaría seguir las reglas, negar lo dicho! Pero, ¡adiós al fingimiento! ¿Me quieres? Sé que dirás que sí y te creeré. Si jurases, podrías ser perjuro: dicen que Júpiter se ríe de los perjurios de amantes. ¡Ah, gentil Romeo! Si me quieres, dímelo de buena fe. O, si crees que soy tan fácil, me pondré áspera y rara, y diré « no » con tal que me enamores, y no más que por ti.

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Mas confía en mí: demostraré ser más fiel que las que saben fingirse distantes. Reconozco que habría sido más cauta si tú, a escondidas, no hubieras oído mi confesión de amor. Así que, perdóname y no juzgues liviandad esta entrega que la oscuridad de la noche ha descubierto. ROMEO -Juro por esa luna santa que platea las copas de estos árboles... JULIETA -Ah, no jures por la luna, esa inconstante que cada mes cambia en su esfera, no sea que tu amor resulte tan variable. ROMEO -¿Por quién voy a jurar? JULIETA -No jures; o, si lo haces, jura por tu ser adorable, que es el dios de mi idolatría, y te creeré. ROMEO -Si el amor de mi pecho... JULIETA -No jures. Aunque seas mi alegría, no me alegra nuestro acuerdo de esta noche: demasiado brusco, imprudente, repentino, igual que el relámpago, que cesa antes de poder nombrarlo. Amor, buenas noches. Con el aliento del verano, este brote amoroso puede dar bella flor cuando volvamos a vernos. Adiós, buenas noches. Que el dulce descanso se aloje en tu pecho igual que en mi ánimo.

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ROMEO -¿Y me dejas tan insatisfecho? JULIETA -¿Qué satisfacción esperas esta noche? ROMEO -La de jurarnos nuestro amor. JULIETA -El mío te lo di sin que to pidieras; ojalá se pudiese dar otra vez. ROMEO -¿Te lo llevarías? ¿Para qué, mi amor? JULIETA -Para ser generosa y dártelo otra vez. Y, sin embargo, quiero lo que tengo. Mi generosidad es inmensa como el mar, mi amor, tan hondo; cuanto más te doy, más tengo, pues los dos son infinitos.

[Llama el AMA dentro.] Oigo voces dentro. Adiós, mi bien.¡Ya voy, ama!-Buen Montesco, sé fiel. Espera un momento, vuelvo en seguida.

[Sale. ]

ROMEO-¡Ah, santa, santa noche! Temo que, siendo de noche, todo sea un sueño, harto halagador y sin realidad.

[Entra JULIETA arriba.]

JULIETA-Unas palabras, Romeo, y ya buenas noches. Si tu ánimo amoroso es honrado

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y tu fin, el matrimonio, hazme saber mañana (yo te enviaré un mensajero) dónde y cuándo será la ceremonia y pondré a tus pies toda mi suerte y te seguiré, mi señor, por todo el mundo. AMA [dentro] -¡Julieta! JULIETA -¡Ya voy!-Mas, si no es buena tu intención, te lo suplico... AMA [dentro]-¡Julieta! JULIETA -¡Voy ahora mismo!- ...abandona tu empeño y déjame con mi pena. Mañana lo dirás. ROMEO-¡Así se salve mi alma...! JULIETA-¡Mil veces buenas noches!

Sale.

ROMEO-Mil veces peor, pues falta tu luz. El amor corre al amor como el niño huye del libro y, cual niño que va a clase, se retira entristecido.

Vuelve a entrar JULIETA [arriba].

JULIETA-¡Chss, Romeo, chss! ¡Ah, quién fuera cetrero por llamar a este halcón peregrino! Mas el cautivo habla bajo, no puede gritar; si no, yo haría estallar la cueva de Eco y dejaría su voz más ronca que la mía

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repitiendo el nombre de Romeo. ROMEO-Mi alma me llama por mi nombre. ¡Qué dulces suenan las voces de amantes en la noche, igual que la música suave al oído! JULIETA-¡Romeo! ROMEO -¿Mi neblí? .. JULIETA -Mañana, ¿a qué hora te mando el mensajero? ROMEO -A las nueve. JULIETA -Allá estará. ¡Aún faltan veinte años! No me acuerdo por qué te llamé. ROMEO -Deja que me quede hasta que te acuerdes. JULIETA -Lo olvidaré para tenerte ahí delante, recordando tu amada compañía. ROMEO -Y yo me quedaré para que siempre lo olvides, olvidándome de cualquier otro hogar. JULIETA -Es casi de día. Dejaría que te fueses, pero no más allá que el pajarillo que, cual preso sujeto con cadenas, la niña mimada deja saltar de su mano para recobrarlo con hilo de seda, amante celosa de su libertad. ROMEO-

¡Ojalá fuera yo el pajarillo!

JULIETA-Ojalá lo fueras, mi amor, pero te mataría de cariño. ¡Ah, buenas noches! Partir es tan dulce pena que diré « buenas noches » hasta que amanezca.

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[Sale.]

ROMEO-¡Quede el sueño en tus ojos, la paz en tu ánimo! ¡Quién fuera sueño y paz, para tal descanso! A mi buen confesor en su celda he de verle por pedirle su ayuda y contarle mi suerte.

[Sale.]

Escena II Entra FRAY LORENZO solo, con una cesta.

FRAY LORENZO-Sonríe a la noche la clara mañana rayando las nubes con luces rosáceas. Las sombras se alejan como el que va ebrio, cediendo al día y al carro de Helio .. Antes que el sol abra su ojo de llamas, que alegra el día y ablanda la escarcha, tengo que llenar esta cesta de mimbre de hierbas dañosas y flores que auxilien. La tierra es madre y tumba de natura, pues siempre da vida en donde sepulta: nacen de su vientre muy diversos hijos que toman sustento del seno nutricio. Por muchas virtudes muchos sobresalen; ninguno sin una y todos dispares. Grande es el poder curativo que guardan

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las hierbas y piedras y todas las plantas. Pues no hay nada tan vil en la tierra que algún beneficio nunca le devuelva, ni nada tan bueno que, al verse forzado, no vicie su ser y se aplique al daño. La virtud es vicio cuando sufre abuso y a veces el vicio puede dar buen fruto.

Entra ROMEO.

Bajo la envoltura de esta tierna flor convive el veneno con la curación, porque, si la olemos, al cuerpo da alivio, mas, si la probamos, suspende el sentido. En el hombre acampan, igual que en las hierbas, virtud y pasión, dos reyes en guerra; y, siempre que el malo sea el que aventaja, muy pronto el gusano devora esa planta. ROMEO -Buenos días, padre. FRAY LORENZO -¡Benedicite! ¿Qué voz tan suave saluda tan pronto? Hijo, despedirse del lecho a estas horas dice que a tu mente algo la trastorna. La preocupación desvela a los viejos y donde se aloja, no reside el sueño; mas donde la mocedad franca y exenta extiende sus miembros, el sueño gobierna.

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Si hoy madrugas, me inclino a pensar que te ha levantado alguna ansiedad. O, si no, y entonces seguro que acierto, esta noche no se ha acostado Romeo. ROMEO -Habéis acertado, pero fue una dicha. FRAY LORENZO -¡Dios borre el pecado! ¿Viste a Rosalina? ROMEO -¿Cómo Rosalina? No, buen padre, no. Ya olvidé ese nombre y el pesar que dio. FRAY LORENZO -Bien hecho, hijo mío. Mas, ¿dónde has estado? ROMEO -Dejad que os lo diga sin gastar preámbulos. He ido a la fiesta del que es mi enemigo, donde alguien de pronto me ha dejado herido, y yo he herido a alguien. Nuestra curación está en vuestra mano y santa labor. No me mueve el odio, padre, pues mi ruego para mi enemigo también es benéfico. FRAY LORENZO -Habla claro, hijo: confesión de enigmas solamente trae absolución ambigua. ROMEO -Pues oíd: la amada que llena mi pecho es la bella hija del gran Capuleto. Le he dado mi alma, y ella a mí la suya; ya estamos unidos, salvo lo que una vuestro sacramento. Dónde, cómo y cuándo la vi, cortejé, y juramos amarnos, os lo diré de camino; lo que os pido es que accedáis a casarnos hoy mismo. FRAY LORENZO -¡Por San Francisco bendito, cómo cambias!

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¿Así a Rosalina, amor de tu alma, ya has abandonado? El joven amor sólo está en los ojos, no en el corazón. ¡Jesús y María! Por tu Rosalina bañó un océano tus mustias mejillas. ¡Cuánta agua salada has tirado en vano, sazonando amor, para no gustarlo! Aún no ha deshecho el sol tus suspiros, y aún tus lamentos suenan en mi oído. Aquí, en la mejilla, te queda la mancha de una antigua lágrima aún no enjugada. Si eras tú mismo, y tanto sufrías, tú y tus penas fueron para Rosalina. ¿Y ahora has cambiado? Pues di la sentencia: «Que engañe mujer si el hombre flaquea.» ROMEO -Me reñíais por amar a Rosalina. FRAY LORENZO -Mas no por tu amor: por tu idolatría. ROMEO -Queríais que enterrase el amor. FRAY LORENZO-No quieras meterlo en la tumba y tener otro fuera. ROMEO -No me censuréis. La que amo ahora con amor me paga y su favor me otorga. La otra lo negaba. FRAY LORENZO-Te oía muy bien declamar amores sin saber leer .. Mas ven, veleidoso, ven ahora conmigo; para darte ayuda hay un buen motivo: en vuestras familias servirá la unión

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para que ese odio se cambie en amor. ROMEO -Hay que darse prisa. Vámonos ya, venga. FRAY LORENZO-

Prudente y despacio. Quien corre, tropieza.

Salen.

Escena III Entran BENVOLIO y MERCUCIO.

MERCUCIO- ¿Dónde demonios puede estar Romeo? Anoche, ¿no volvió a casa? BENVOLIO-No a la de su padre, según un criado. MERCUCIO-Esa moza pálida y cruel, esa Rosalina, le va a volver loco de tanto tormento. BENVOLIO- Tebaldo, sobrino del viejo Capuleto, ha enviado una carta a casa de su padre. MERCUCIO-¡Un reto, seguro! BENVOLIO-Romeo responderá. MERCUCIO-Quien sabe escribir puede responder una carta. BENVOLIONo, responderá al que la escribe: el retado retará. MERCUCIO-¡Ah, pobre Romeo! Él, que ya está muerto, traspasado por los ojos negros de una moza blanca, el oído atravesado por canción de amor, el centro del corazón partido por la flecha del niño ciego. ¿Y él va a enfrentarse a Tebaldo? BENVOLIO-Pues, ¿qué tiene Tebaldo? MERCUCIO-Es el rey de los gatos ., pero más. Es todo un artista del ceremonial: combate como quien canta las notas, respetando tiempo, distancia y medida; observando las pausas, una, dos y la tercera en el

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pecho; perforándote el botón de la camisa; un duelista, un duelista. Caballero de óptima escuela, de la causa primera y segunda .. Ah, la fatal «passata» , el «punto reverso», el «hai» .!

BENVOLIO- ¿El qué? MERCUCIO-Mala peste a estos afectados, a estos relamidos y a su nuevo acento! «¡Jesús, qué buena espada! ¡Qué hombre más apuesto! ¡Qué buena puta!» ¿No es triste, abuelo, tener que sufrir a estas moscas foráneas, estos novedosos, estos « excusadme» , tan metidos en su nuevo ropaje que ya no se acuerdan de los viejos hábitos? ¡Ah, su cuerpo, su cuerpo!

Entra ROMEO.

BENVOLIO-Aquí está Romeo, aquí está Romeo. MERCUCIO-Sin su Romea y como un arenque ahumado. ¡Ah, carne, carne, te has vuelto pescado! Ahora está para los versos en los que fluía Petrarca. Al lado de su amada, Laura fue una fregona (y eso que su amado sí sabía celebrarla); Dido, un guiñapo; Cleopatra, una gitana; Helena y Hero, pencos y pendones; Tisbe, con sus ojos claros, no tenía nada que hacer. Signor Romeo, bon jour: saludo francés a tu calzón francés. Anoche nos lo diste bien. ROMEO-Buenos días a los dos. ¿Qué os di yo anoche? MERCUCIO-El esquinazo. ¿Es que no entiendes? ROMEO-Perdona, buen Mercucio. Mi asunto era importante, y en un caso así se puede plegar la cortesía. MERCUCIO-Eso es como decir que en un caso como el tuyo se deben doblar las corvas. ROMEO-¿Hacer una reverencia? MERCUCIO-La has clavado en el blanco.

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ROMEO-¡Qué exposición tan cortés! MERCUCIO-Es que soy el culmen. ROMEO-¿De la cortesía? MERCUCIO-Exacto. ROMEO-No, eres el colmo, y sin la cortesía. MERCUCIO-¡Qué ingenio! Sígueme la broma hasta gastar el zapato, que, cuando suelen gastarse las suelas, te quedas desolado por el pie. ROMEO-¡Ah, broma descalza, que ya no con-suela! MERCUCIO- Sepáranos, Benvolio: me flaquea el sentido. ROMEO-Mete espuelas, mete espuelas o te gano. MERCUCIO-Si hacemos carrera de gansos, pierdo yo, que tú eres más ganso con un solo sentido que yo con mis cinco. ¿Estamos empatados en lo de «ganso» ? ROMEO-Empatados, no. En lo de «ganso» estamos engansados. MERCUCIO- Te voy a morder la oreja por esa. ROMEO-Ganso que grazna no muerde. MERCUCIO- Tu ingenio es una manzana amarga, una salsa picante. ROMEO-¿Y no da sabor a un buen ganso? MERCUCIO- ¡Vaya ingenio de cabritilla, que de una pulgada se estira a una vara! ROMEO-Yo lo estiro para demostrar que a lo ancho y a lo largo eres un inmenso ganso. MERCUCIO-¿A que más vale esto que gemir de amor? Ahora eres sociable, ahora eres Romeo, ahora eres quien eres, por arte y por naturaleza, pues ese amor babeante es como un tonto que va de un lado a otro con la lengua fuera para meter su bastón en un hoyo. BENVOLIO- ¡Para, para! MERCUCIO- Tú quieres que pare mi asunto a contrapelo. BENVOLIO- Si no, tu asunto se habría alargado.

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MERCUCIO-Te equivocas: se habría acortado, porque ya había llegado al fondo del asunto y no pensaba seguir con la cuestión. ROMEO-¡Vaya aparato!

Entran el AMA y su criado [PEDRO].

¡Velero a la vista! MERCUCIO-Dos, dos: camisa y camisón. AMA-¡Pedro! PEDRO-

Voy.

AMA-Mi abanico, Pedro. MERCUCIO- Para taparle la cara, Pedro: el abanico es más bonito. AMA-Buenos días, señores. MERCUCIO-Buenas tardes, hermosa señora. AMA-¿Buenas tardes ya? MERCUCIO- Sí, de veras, pues el obsceno reloj está clavado en la raya de las doce. AMA-¡Fuera! ¿Qué hombre sois? ROMEO-

Señora, uno creado por Dios para que se vicie solo.

AMA-Muy bien dicho, vaya que sí. «Para que se vicie solo», bien.-Señores, ¿puede decirme alguno dónde encontrar al joven Romeo? ROMEO -Yo puedo, pero, cuando le halléis, el joven Romeo será menos joven de lo que era cuando le buscabais: yo soy el más joven con ese nombre a falta de otro peor. AMA -Muy bien. MERCUCIO -¡Ah! ¿Está bien ser el peor? ¡Qué agudeza! Muy lista, muy lista. AMA -Si sois vos, señor, deseo hablaros conferencialmente.

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BENVOLIO -Le intimará a cenar. MERCUCIO -¡Alcahueta, alcahueta! ¡Eh-oh! ROMEO -¿Has visto una liebre? MERCUCIO -Una liebre, no: tal vez un conejo viejo y pellejo para un pastel de Cuaresma.

Anda alrededor de ellos cantando.

Conejo viejo y pellejo, conejo pellejo y viejo es buena carne en Cuaresma. Pero conejo pasado ya no puede ser gozado si se acartona y reseca.

Romeo, ¿vienes a casa de tu padre? Comemos allí. ROMEO-Ahora os sigo.

MERCUCIO- Adiós, vieja señora. Adiós, señora, señora, señora.

Salen MERCUCIO y BENVOLIO.

AMA-Decidme, señor. ¿Quién es ese grosero tan lleno de golferías? ROMEO-Un caballero, ama, al que le encanta escucharse y que habla más en un minuto de lo que oye en un mes. AMA-Como diga algo contra mí, le doy en la cresta, por muy robusto que sea, él o veinte como él. Y, si yo no puedo, ya encontraré quien lo haga. ¡Miserable! Yo no soy una de sus ninfas, una de sus golfas.

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Se vuelve a su criado PEDRO.

¡Y tú delante, permitiendo que un granuja me trate a su gusto! PEDRO-Yo no vi que nadie os tratara a su gusto. Si no, habría sacado el arma al instante. De verdad: soy tan rápido en sacar como el primero si veo una buena razón para luchar y tengo la ley de mi parte. AMA-Dios santo, estoy tan disgustada que me tiembla todo el cuerpo. ¡Miserable! - Deseo hablaros, señor. Como os decía, mi señorita me manda buscaros. El mensaje me lo guardo. Primero, permitid que os diga que si, como suele decirse, pensáis tenderle un lazo, sería juego sucio. Pues ella es muy joven y, si la engañáis, sería una mala pasada con cualquier mujer, una acción muy turbia. ROMEO-Ama,

encomiéndame

a

tu

dama

y

señora.

Declaro

solemnemente... AMA-¡Dios os bendiga! Voy a decírselo. Señor, Señor, ¡no cabrá de gozo! ROMEO -¿Qué vas a decirle, ama? No has entendido. AMA -Le diré, señor, que os declaráis, y que eso es proposición de caballero. ROMEO -Dile que vea la manera de acudir esta tarde a confesarse, y allí, en la celda de Fray Lorenzo, se confesará y casará. Toma, por la molestia. AMA -No, de veras, señor. Ni un centavo. ROMEO -Vamos, toma. AMA -¿Esta tarde, señor? Pues allí estará. ROMEO -Ama, espera tras la tapia del convento. A esa hora estará contigo mi criado y te dará la escalera de cuerda que en la noche secreta ha de llevarme

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a la cumbre suprema de mi dicha. Adiós, guarda silencio y serás recompensada. Adiós, encomiéndame a tu dama. AMA -¡Que el Dios del cielo os bendiga! Esperad, señor. ROMEO -¿Qué quieres, mi buena ama? AMA -¿Vuestro criado es discreto? Lo habréis oído: « Dos guardan secreto si uno lo ignora.» ROMEO -Descuida: mi criado es más fiel que el acero. AMA -Pues mi señorita es la dama más dulce... ¡Señor, Señor! ¡Tan parlanchina de niña! Ah, hay un noble en la ciudad, un tal Paris, que le tiene echado el ojo, pero ella, Dios la bendiga, antes que verle a él prefiere ver un sapo, un sapo de verdad. Yo a veces la irrito diciéndole que Paris es el más apuesto, pero, de veras, cuando se lo digo, se pone más blanca que una sábana. ¿A que « romero » y « Romeo » empiezan con la misma letra? ROMEO-

Sí, ama, con una erre. ¿Qué pasa?

AMA-¡Ah, guasón! «Erre» es lo que hace el perro. Con erre empieza la... No, que empieza con otra letra. Ella ha hecho una frase preciosa sobre vos y el romero; os daría gusto oírla. ROMEO-Encomiéndame a tu dama. AMA-Sí, mil veces.

Sale [ROMEO].

¡Pedro! PEDRO-¡Voy! AMA-Delante y deprisa.

Salen.

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Escena IV Entra JULIETA.

JULIETA-El reloj daba las nueve cuando mandé al ama; prometió volver en media hora. Tal vez no lo encuentra; no, imposible. Es que anda despacio. El amor debiera anunciarlo el pensamiento, diez veces más rápido que un rayo de sol disipando las sombras de los lúgubres montes. Por eso llevan a Venus veloces palomas y Cupido tiene alas. El sol está ahora en la cumbre más alta del día; de las nueve a las doce van tres largas horas, y aún no ha vuelto. Si tuviera sentimientos y sangre de joven, sería más veloz que una pelota: mis palabras la enviarían a mi amado, y las suyas me la devolverían. Pero estos viejos... Muchos se hacen el muerto; torpes, lentos, pesados y más pálidos que el plomo.

Entra el AMA [con PEDRO].

¡Dios santo, es ella! Ama, mi vida, ¿qué hay? ¿Le has visto? Despide al criado. AMA -Pedro, espera a la puerta.

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[Sale PEDRO.]

JULIETA-Mi querida ama... Dios santo, ¿tan seria? Si las noticias son malas, dilas alegre; si son buenas, no estropees su música viniéndome con tan mala cara. AMA -Estoy muy cansada. Espera un momento. ¡Qué dolor de huesos! ¡Qué carreras! JULIETA -Por tus noticias te daría mis huesos. Venga, vamos, habla, buena ama, habla. AMA -¡Jesús, qué prisa! ¿No puedes esperar? ¿No ves que estoy sin aliento? JULIETA-¿Cómo puedes estar sin aliento, si lo tienes para decirme que estás sin aliento? Tu excusa para este retraso es más larga que el propio mensaje. ¿Traes buenas o malas noticias? Contesta. Di una cosa a otra, y ya vendrán los detalles. Que sepa a qué atenerme: ¿Son buenas o malas? AMA-Eres muy simple eligiendo, no sabes elegir hombre. ¿Romeo? No, él no. Y eso que es más guapo que nadie, que tiene mejores piernas, y que las manos, los pies y el cuerpo, aunque no merecen comentarse no tienen comparación. Sin ser la flor de la cortesía es más dulce que un cordero. Anda ya, mujer, sirve a Dios. ¿Has comido en casa? JULIETA-¡No, no! Todo eso lo sabía.

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¿Qué dice de matrimonio, eh? AMA-¡Señor, qué dolor de cabeza! ¡Ay, mi cabeza! Palpita como si fuera a saltar en veinte trozos. Mi espalda al otro lado... ¡Ay, mi espalda! ¡Que Dios te perdone por mandarme por ahí para matarme con tanta carrera! JULIETA-Me da mucha pena verte así. Querida, mi querida ama, ¿qué dice mi amor? AMA-Tu amor dice, como caballero honorable, cortés, afable y apuesto, y sin duda virtuoso... ¿Dónde está tu madre? JULIETA-¿Que dónde está mi madre? Pues, dentro. ¿Dónde iba a estar? ¡Qué contestación más rara! «Tu amor dice, como caballero... ¿Dónde está tu madre?» AMA-¡Virgen santa! ¡Serás impaciente! Repórtate. ¿Es esta la cura para mi dolor de huesos? Desde ahora, haz tú misma los recados. JULIETA-

¡Cuánto embrollo! Vamos, ¿qué dice Romeo?

AMA -¿Tienes permiso para ir hoy a confesarte? JULIETA-Sí. AMA-Pues corre a la celda de Fray Lorenzo: te espera un marido para hacerte esposa. Ya se te rebela la sangre en la cara: por cualquier noticia se te pone roja. Corre a la iglesia. Yo voy a otro sitio por una escalera, con la que tu amado,

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cuando sea de noche, subirá a tu nido. Soy la esclava y me afano por tu dicha, pero esta noche tú serás quien lleve la carga. Yo me voy a comer. Tú vete a la celda. JULIETA-

¡Con mi buena suerte! Adiós, ama buena.

Salen.

Escena V Entran FRAY LORENZO y ROMEO.

FRAY LORENZO-Sonría el cielo ante el santo rito y no nos castigue después con pesares. ROMEO -Amén. Mas por grande que sea el sufrimiento, no podrá superar la alegría que me invade al verla un breve minuto. Unid nuestras manos con las santas palabras y que la muerte, devoradora del amor, haga su voluntad: llamarla mía me basta.

FRAY LORENZO -El gozo violento tiene un fin violento y muere en su éxtasis como fuego y pólvora, que, al unirse, estallan. La más dulce miel empalaga de pura delicia y, al probarla, mata el apetito. Modera tu amor y durará largo tiempo: el muy rápido llega tarde como el lento.

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Entra JULIETA apresurada y abraza a ROMEO.

Aquí está la dama. Ah, pies tan ligeros no pueden desgastar la dura piedra. Los enamorados pueden andar sin caerse por los hilos de araña que flotan en el aire travieso del verano; así de leve es la ilusión. JULIETA -Buenas tardes tenga mi padre confesor. FRAY LORENZO -Romeo te dará las gracias por los dos, hija. JULIETA -Y un saludo a él, o las suyas estarían de más. ROMEO -Ah, Julieta, si la cima de tu gozo se eleva como la mía y tienes más arte que yo para ensalzarlo, que tus palabras endulcen el aire que nos envuelve, y la armonía de tu voz revele la dicha íntima que ambos sentimos en este encuentro. JULIETA -El sentimiento, si no lo abruma el adorno, se precia de su verdad, no del ornato. Sólo los pobres cuentan su dinero, mas mi amor se ha enriquecido de tal modo que no puedo sumar la mitad de mi fortuna. FRAY LORENZO -Vamos, venid conmigo y pronto acabaremos, pues, con permiso, no vais a quedar solos hasta que la Iglesia os una en matrimonio. Salen.

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ACTO III Escena I Entran MERCUCIO, BENVOLIO y sus criados.

BENVOLIO- Te lo ruego buen Mercucio, vámonos. Hace calor ., los Capuletos han salido y, si los encontramos, tendremos pelea, pues este calor inflama la sangre. MERCUCIO-Tú eres uno de esos que, cuando entran en la taberna, golpean la mesa con la espada diciendo «Quiera Dios que no te necesite» y, bajo el efecto del segundo vaso, desenvainan contra el tabernero, cuando no hay necesidad. BENVOLIO-¿Yo soy así? MERCUCIO-Vamos, vamos. Cuando te da el ramalazo, eres tan vehemente como el que más en Italia: te incitan a ofenderte y te ofendes porque te incitan. BENVOLIO--¿Ah, sí? MERCUCIO-Si hubiera dos así, muy pronto no habría ninguno, pues se matarían. ¿Tú? ¡Pero si tú te peleas con uno porque su barba tiene un pelo más o menos que la tuya! Te peleas con quien parte avellanas porque tienes ojos de avellana. ¿Qué otro ojo sino el tuyo vería en ello motivo? En tu cabeza hay más broncas que sustancia en un huevo, sólo que, con tanta bronca, a tu cabeza le han zurrado más que a un huevo huero. Te peleaste con uno que tosió en la calle porque despertó a tu perro, que estaba durmiendo al sol. ¿No la armaste con un sastre porque estrenó jubón antes de Pascua? ¿Y con otro porque les puso cordoneras viejas a los zapatos nuevos? ¿Y ahora tú me sermoneas sobre las broncas? ..

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BENVOLIO- Si yo fuese tan peleón como tú, podría vender mi renta vitalicia por simplemente una hora y cuarto. MERCUCIO-¿Simplemente? ¡Ah, simple!

Entran TEBALDO y otros.

BENVOLIO-Por mi cabeza, ahí vienen los Capuletos. MERCUCIO-Por mis pies, que me da igual. TEBALDO-Quedad a mi lado, que voy a hablarles.Buenas tardes, señores. Sólo dos palabras. MERCUCIO-¿Una para cada uno? Ponedle pareja: que sea palabra y golpe. TEBALDO-Señor, si me dais motivo, no voy a quedarme quieto. MERCUCIO-¿No podríais tomar motivo sin que se os dé? TEBALDO-Mercucio, sois del grupo de Romeo. MERCUCIO-¿Grupo? ¿Es que nos tomáis por músicos? Pues si somos músicos, vais a oír discordancias. Aquí está el arco de violín que os va a hacer bailar. ¡Voto a...! ¡Grupo! BENVOLIO-Estamos hablando en la vía pública. Dirigíos a un lugar privado, tratad con más calma vuestras diferencias o, si no, marchaos. Aquí nos ven muchos ojos. MERCUCIO-Los ojos se hicieron para ver: que vean. No pienso moverme por gusto de nadie.

Entra ROMEO.

TEBALDO-Quedad en paz, señor. Aquí está mi hombre.

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MERCUCIO-Que me cuelguen si sirve en vuestra casa. Os servirá en el campo del honor: en eso vuestra merced sí puede llamarle hombre. TEBALDO-Romeo, es tanto lo que te estimo que puedo decirte esto: eres un ruin. ROMEO -Tebaldo, razones para estimarte tengo yo y excusan el furor que corresponde a tu saludo. No soy ningún ruin, así que adiós. Veo que no me conoces. TEBALDO -Niño, eso no excusa las ofensas que me has hecho, conque vuelve y desenvaina. ROMEO -Te aseguro que no te he ofendido y que te aprecio más de lo que puedas figurarte mientras no sepas por qué. Así que, buen Capuleto, cuyo nombre estimo en tanto como el mío, queda en paz. MERCUCIO -¡Qué rendición tan vil y deshonrosa! Y el Stocatta sale airoso. [Desenvaina.]

Tebaldo, cazarratas, ¿luchamos? TEBALDO-¿Tú qué quieres de mí? MERCUCIO- Gran rey de los gatos ., tan sólo perderle el respeto a una de tus siete vidas y, según como me trates desde ahora, zurrar a las otras seis. ¿Quieres sacar ya de cuajo tu espada? Deprisa, o la mía te hará echar el cuajo. TEBALDO [desenvaina]-Dispuesto.

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ROMEO-Noble Mercucio, envaina esa espada. MERCUCIO-Venga, a ver tu «passata».

[Luchan. ]

ROMEO-Benvolio, desenvaina y abate esas espadas.¡Señores, por Dios, evitad este oprobio! Tebaldo, Mercucio, el Príncipe ha prohibido expresamente pelear en las calles de Verona. ¡Basta, Tebaldo, Mercucio!

TEBALDO hiere a MERCUCIO bajo el brazo de ROMEO y huye [con los suyos].

MERCUCIO- Estoy herido. ¡Malditas vuestras familias! Se acabó. ¿Se fue sin llevarse nada? BENVOLIO-¿Estás herido? MERCUCIO-Sí, sí: es un arañazo, un arañazo. Eso basta. ¿Y mi paje? - Vamos, tú, corre por un médico. [Sale el paje.]

ROMEO-Ánimo, hombre. La herida no será nada.

MERCUCIO-No, no es tan honda como un pozo, ni tan ancha como un

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pórtico, pero es buena, servirá. Pregunta por mí mañana y me verás mortuorio. Te juro que en este mundo ya no soy más que un fiambre. ¡Malditas vuestras familias! ¡Voto a...! ¡Que un perro, una rata, un ratón, un gato me arañe de muerte! ¡Un bravucón, un granuja, un canalla, que lucha según reglas matemáticas! ¿Por qué demonios te metiste en medio? Me hirió bajo tu brazo.

ROMEO-Fue con la mejor intención. MERCUCIO-Llévame a alguna casa, Benvolio, o me desmayo. ¡Malditas vuestras familias! Me han convertido en pasto de gusanos. Estoy herido, y bien. ¡Malditas!

Sale [con BENVOLIO].

ROMEO-Este caballero, pariente del Príncipe, amigo entrañable, está herido de muerte por mi causa; y mi honra, mancillada con la ofensa de Tebaldo. Él, que era primo mío desde hace poco. ¡Querida Julieta, tu belleza me ha vuelto pusilánime y ha ablandado el temple de mi acero!

Entra BENVOLIO.

BENVOLIO-¡Romeo, Romeo, Mercucio ha muerto! Su alma gallarda que, siendo tan joven, desdeñaba la tierra, ha subido al cielo. ROMEO -Un día tan triste augura otros males: empieza un dolor que ha de prolongarse.

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Entra TEBALDO.

BENVOLIO- Aquí retorna el furioso Tebaldo.

ROMEO-Vivo, victorioso, y Mercucio, asesinado. ¡Vuélvete al cielo, benigna dulzura, y sea mi guía la cólera ardiente! Tebaldo, te devuelvo lo de «ruin» con que me ofendiste, pues el alma de Mercucio está sobre nuestras cabezas esperando a que la tuya sea su compañera. Tú, yo, o los dos le seguiremos. TEBALDO-Desgraciado, tú, que andabas con él, serás quien le siga. ROMEO -Esto lo decidirá.

Luchan. Cae TEBALDO.

BENVOLIO-¡Romeo, huye, corre! La gente está alertada y Tebaldo ha muerto. ¡No te quedes pasmado! Si te apresan, el Príncipe te condenará a muerte. ¡Vete, huye! ROMEO -¡Ah, soy juguete del destino! BENVOLIO -¡Muévete!

Sale ROMEO. Entran CIUDADANOS.

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CIUDADANO-¿Por dónde ha huido el que mató a Mercucio? Tebaldo, ese criminal, ¿por dónde ha huido? BENVOLIO -Ahí yace Tebaldo. CIUDADANO -Vamos, arriba, ven conmigo. En nombre del Príncipe, obedece.

Entran el PRÍNCIPE, MONTESCO, CAPULETO, sus esposas y todos.

PRÍNCIPE- ¿Dónde están los viles causantes de la riña? BENVOLIO-Ah, noble Príncipe, yo puedo explicaros lo que provocó el triste altercado. Al hombre que ahí yace Romeo dio muerte; él mató a Mercucio, a vuestro pariente. SEÑORA CAPULETO-¡Tebaldo, sobrino! ¡Hijo de mi hermano! ¡Príncipe, marido! Se ha derramado sangre de mi gente. Príncipe, sois recto: esta sangre exige sangre de un Montesco. ¡Ah, Tebaldo, sobrino! PRÍNCIPE- Benvolio, ¿quién provocó este acto sangriento? BENVOLIO-Tebaldo, aquí muerto a manos de Romeo. Siempre con respeto, Romeo le hizo ver lo infundado de la lucha y le recordó vuestro disgusto; todo ello, expresado cortésmente, con calma y doblando la rodilla, no logró aplacar la ira indomable de Tebaldo, quien, sordo a la amistad, con su acero arremetió contra el pecho de Mercucio,

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que, igual de furioso, respondió desenvainando y, con marcial desdén, apartaba la fría muerte con la izquierda, y con la otra devolvía la estocada a Tebaldo, cuyo arte la paraba. Romeo les gritó «¡Alto, amigos, separaos!» , y su ágil brazo, más presto que su lengua, abatió sus armas y entre ambos se interpuso. Por debajo de su brazo, un golpe ruin de Tebaldo acabó con la vida de Mercucio. Huyó Tebaldo, mas pronto volvió por Romeo, que entonces pensó en tomar venganza. Ambos se enzarzaron como el rayo, pues antes de que yo pudiera separarlos, Tebaldo fue muerto; y antes que cayera, Romeo ya huía. Que muera Benvolio si dice mentira. SEÑORA CAPULETO-Este es un pariente del joven Montesco; no dice verdad, miente por afecto. De ellos lucharon unos veinte o más y sólo una vida pudieron quitar. Que hagáis justicia os debo pedir: quien mató a Tebaldo, no debe vivir. PRÍNCIPE - Le mató Romeo, él mató a Mercucio. ¿Quién paga su muerte, que llena de luto? MONTESCO-No sea Romeo, pues era su amigo. Matando a Tebaldo, él tan sólo hizo lo que hace la ley.

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PRÍNCIPE-Pues por ese exceso inmediatamente de aquí le destierro. Vuestra gran discordia ahora me atañe: con vuestras refriegas ya corre mi sangre. Mas voy a imponeros sanción tan severa que habrá de pesaros el mal de mi pérdida. Haré oídos sordos a excusas y ruegos, y no va a libraros ni el llanto ni el rezo, así que evitadlos. Que Romeo huya, pues, como le encuentren, su muerte es segura. Llevad este cuerpo y cumplid mi sentencia: si a quien mata absuelve, mata la clemencia.

Salen.

Escena II Entra JULIETA sola.

JULIETA-Galopad raudos, corceles fogosos, a la morada de Febo; la fusta de Faetonte os llevaría al poniente, trayendo la noche tenebrosa .. Corre tu velo tupido, noche de amores; apáguese la luz fugitiva y que Romeo, en silencio y oculto, se arroje en mis brazos. Para el rito amoroso basta a los amantes la luz de su belleza; o, si ciego es el amor,

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congenia con la noche. Ven, noche discreta, matrona vestida de negro solemne, y enséñame a perder el juego que gano, en el que los dos arriesgamos la virginidad. Con tu negro manto cubre la sangre inexperta que arde en mi cara, hasta que el pudor se torne audacia, y simple pudor un acto de amantes. Ven, noche; ven, Romeo; ven, luz de mi noche, pues yaces en las alas de la noche más blanco que la nieve sobre el cuervo. Ven, noche gentil, noche tierna y sombría, dame a mi Romeo y, cuando yo muera, córtalo en mil estrellas menudas: lucirá tan hermoso el firmamento que el mundo, enamorado de la noche, dejará de adorar al sol hiriente. Ah, compré la morada del amor y aún no la habito; estoy vendida y no me han gozado. El día se me hace eterno, igual que la víspera de fiesta para la niña que quiere estrenar un vestido y no puede. Aquí viene el ama.

Entra el AMA retorciéndose las manos, con la escalera de cuerda en el regazo.

Ah, me trae noticias, y todas las bocas

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que hablan de Romeo rebosan divina elocuencia. ¿Qué hay de nuevo, ama? ¿Qué llevas ahí? ¿La escalera que Romeo te pidió que trajeses? AMA -Sí, sí, la escalera.

[La deja en el suelo.]

JULIETA-Pero, ¿qué pasa? ¿Por qué te retuerces las manos? AMA-¡Ay de mí! ¡Ha muerto, ha muerto! Estamos perdidas, Julieta, perdidas. ¡Ay de mí! ¡Nos ha dejado, está muerto! JULIETA-¿Tan malvado es el cielo? AMA -El cielo, no: Romeo. ¡Ah, Romeo, Romeo! ¿Quién iba a pensarlo? ¡Romeo! JULIETA-¿Qué demonio eres tú para así atormentarme? Es una tortura digna del infierno. ¿Se ha matado Romeo? Di que sí, y tu sílaba será más venenosa que la mirada mortal del basilisco. Yo no seré yo si dices que sí, o si están cerrados los ojos que te lo hacen decir. Si ha muerto di « sí »; si vive, di « no ». Decirlo resuelve mi dicha o dolor. AMA-Vi la herida, la vi con mis propios ojos (¡Dios me perdone!) en su pecho gallardo. El pobre cadáver, triste y sangriento, demacrado y manchado de sangre,

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de sangre cuajada. Me desmayé al verlo. JULIETA -¡Estalla, corazón, mi pobre arruinado! ¡Ojos, a prisión, no veáis la libertad! ¡Barro vil, retorna a la tierra, perece y únete a Romeo en lecho de muerte! AMA -¡Ay, Tebaldo, Tebaldo! ¡Mi mejor amigo! ¡Tebaldo gentil, caballero honrado, vivir para verte muerto! JULIETA-¿Puede haber tormenta más hostil? ¿Romeo sin vida y Tebaldo muerto? ¿Mi querido primo, mi amado señor? Anuncia, trompeta, el Día del Juicio, pues, si ellos han muerto, ¿quién queda ya vivo? AMA -Tebaldo está muerto y Romeo, desterrado. Romeo le mató y fue desterrado. JULIETA-¡Dios mío! ¿Romeo derramó sangre de Tebaldo? AMA -Sí, sí, válgame el cielo, sí. JULIETA -¡Qué alma de serpiente en su cara florida! ¿Cuándo un dragón guardó tan bella cueva? ¡Hermoso tirano, angélico demonio! ¡Cuervo con plumas de paloma, cordero lobuno! ¡Ser despreciable de divina presencia! Todo lo contrario de lo que parecías, un santo maldito, un ruin honorable. Ah, naturaleza, ¿qué no harías en el infierno si alojaste un espíritu diabólico en el cielo mortal de tan grato cuerpo?

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¿Hubo libro con tal vil contenido y tan bien encuadernado? ¡Ah, que el engaño resida en palacio tan regio! AMA -En los hombres no hay lealtad, fidelidad, ni honradez. Todos son perjuros, embusteros, perversos y falsos. ¿Dónde está mi criado? Dame un aguardiente: las penas y angustias me envejecen. ¡Caiga el deshonor sobre Romeo! JULIETA-¡Que tu lengua se llague por ese deseo! Él no nació para el deshonor. El deshonor se avergüenza de posarse en su frente, que es el trono en que el honor puede reinar como único monarca de la tierra. ¡Ah, qué monstruo he sido al insultarle! AMA-¿Vas a hablar bien del que mató a tu primo? JULIETA-¿Quieres que hable mal del que es mi esposo? ¡Mi pobre señor! ¿Quién repara el daño que ha hecho a tu nombre tu reciente esposa? Mas, ¿por qué, infame, mataste a mi primo? Porque el infame de mi primo te habría matado. Atrás, necias lágrimas, volved a la fuente; sed el tributo debido al dolor y no, por error, una ofrenda a la dicha. Mi esposo está vivo y Tebaldo iba a matarle; Tebaldo ha muerto y habría matado a Romeo. Si esto me consuela, ¿por qué estoy llorando? Había otra palabra, peor que esa muerte,

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que a mí me ha matado. Quisiera olvidarla, mas, ay, la tengo grabada en la memoria como el crimen en el alma del culpable. «Tebaldo está muerto y Romeo, desterrado.» Ese «desterrado», esa palabra ha matado a diez mil Tebaldos. Su muerte ya sería un gran dolor si ahí terminase. Mas si este dolor quiere compañía y ha de medirse con otros pesares, ¿por qué, cuando dijo «Tebaldo ha muerto», no añadió «tu padre», «tu madre», o los dos? Mi luto hubiera sido natural. Pero a esa muerte añadir por sorpresa «Romeo, desterrado», pronunciar tal palabra es matar a todos, padre, madre, Tebaldo, Romeo, Julieta, todos. «¡Romeo, desterrado!» No hay fin, ni límite, linde o medida para la muerte que da esa palabra, ni palabras que la expresen. Ama, ¿dónde están mis padres? AMA -Llorando y penando sobre el cuerpo de Tebaldo. ¿Vas con ellos? Yo te llevo. JULIETA-Cesará su llanto y seguirán fluyendo mis lágrimas por la ausencia de Romeo. Como yo, las pobres cuerdas se engañaron; recógelas: Romeo está desterrado. Para subir a mi lecho erais la ruta, mas yo, virgen, he de morir virgen viuda.

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Venid, pues. Ven, ama. Voy al lecho nupcial, llévese la muerte mi virginidad. AMA-Tú corre a tu cuarto. Te traeré a Romeo para que te consuele. Sé bien dónde está. Óyeme, esta noche tendrás a Romeo: se esconde en la celda de su confesor. JULIETA-¡Ah, búscale! Dale este anillo a mi dueño y dile que quiero su último adiós.

Salen.

Escena III Entra FRAY LORENZO.

FRAY LORENZO-Sal, Romeo, sal ya, temeroso. La aflicción se ha prendado de ti y tú te has casado con la desventura.

Entra ROMEO.

ROMEO-Padre, ¿qué noticias hay? ¿Qué decidió el Príncipe? ¿Qué nuevo infortunio me aguarda que aún no conozca? FRAY LORENZO-Hijo, harto bien conoces tales compañeros. Te traigo la sentencia del Príncipe. ROMEO-

La sentencia, ¿dista mucho de la muerte?

FRAY LORENZO-La que ha pronunciado es más benigna:

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no muerte del cuerpo, sino su destierro. ROMEO-¿Cómo, destierro? Sed clemente, decid «muerte», que en la faz del destierro hay más terror, mucho más que en la muerte. ¡No digáis « destierro»! FRAY LORENZO-Estás desterrado de Verona. Ten paciencia: el mundo es ancho. ROMEO-No hay mundo tras los muros de Verona, sino purgatorio, tormento, el mismo infierno: destierro es para mí destierro del mundo, y eso es muerte; luego « destierro» es un falso nombre de la muerte. Llamarla «destierro» es decapitarme con un hacha de oro y sonreír ante el hachazo que me mata. FRAY LORENZO-¡Ah, pecado mortal, cruel ingratitud! La ley te condena a muerte, mas, en su clemencia, el Príncipe se ha apartado de la norma, cambiando en «destierro» la negra palabra «muerte». Eso es gran clemencia, y tú no lo ves. ROMEO-Es tormento y no clemencia. El cielo está donde esté Julieta, y el gato, el perro, el ratoncillo y el más mísero animal aquí están en el cielo y pueden verla. Romeo, no. Hay más valor, más distinción y más cortesanía en las moscas carroñeras que en Romeo: ellas pueden posarse en la mano milagrosa de Julieta y robar bendiciones de sus labios,

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que por pudor virginal siempre están rojos pensando que pecan al juntarse. Romeo, no: le han desterrado. Las moscas pueden, mas yo debo alejarme. Ellas son libres; yo estoy desterrado. ¿Y decís que el destierro no es la muerte? ¿No tenéis veneno, ni navaja, ni medio de morir rápido, por vil que sea? ¿Sólo ese «destierro» que me mata? ¿Destierro? Ah, padre, los réprobos dicen la palabra entre alaridos. Y, siendo sacerdote, confesor que perdona los pecados y dice ser mi amigo, ¿tenéis corazón para destrozarme hablando de destierro? FRAY LORENZO-¡Ah, pobre loco! Deja que te explique. ROMEO -Volveréis a hablarme de destierro. FRAY LORENZO -Te daré una armadura contra él, la filosofía, néctar de la adversidad, que te consolará en to destierro. ROMEO-¿Aún con el «destierro»? ¡Que cuelguen la filosofía! Si no puede crear una Julieta, mover una ciudad o revocar una sentencia, la filosofía es inútil, así que no habléis más. FRAY LORENZO -Ya veo que los locos están sordos. ROMEO -No puede ser menos si los sabios están ciegos. FRAY LORENZO-Deja que te hable de tu situación. ROMEO -No podéis hablar de lo que no sentís.

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Si fuerais de mi edad, y Julieta vuestro amor, recién casado, asesino de Tebaldo, enamorado y desterrado como yo, podríais hablar, mesaros los cabellos y tiraros al suelo como yo a tomar la medida de mi tumba.

Llama a la puerta el AMA.

FRAY LORENZO-¡Levántate, llaman! ¡Romeo, escóndete! ROMEO-No, a no ser que el aliento de mis míseros gemidos me oculte cual la niebla.

Llaman.

FRAY LORENZO-¡Oye cómo llaman!-¿Quién es?-¡Levántate, Romeo, que te llevarán!-¡Un momento!-¡Arriba!

Llaman.

¡Corre a mi estudio!-¡Ya voy!-Santo Dios, ¿qué estupidez es esta?-¡Ya voy, ya voy!

Llaman.

¿Quién llama así? ¿De dónde venís? ¿Qué queréis? AMA [dentro]-Dejadme pasar, que traigo un recado.

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Vengo de parte de Julieta. FRAY LORENZO-Entonces, bienvenida.

Entra el AMA.

AMA-Ah, padre venerable, decidme dónde está el esposo de Julieta. ¿Dónde está Romeo? FRAY LORENZO-Ahí, en el suelo, embriagado de lágrimas. AMA-Ah, está en el mismo estado que Julieta, el mismísimo. ¡Ah, concordia en el dolor! ¡Angustioso trance! Así yace ella, llorando y gimiendo, gimiendo y llorando. Levantaos, levantaos y sed hombre; en pie, levantaos, por Julieta. ¿A qué vienen tantos ayes y gemidos? ROMEO -¡Ama!

[Se pone en pie.]

AMA-¡Ah, señor! La muerte es el fin de todo. ROMEO-¿Hablábas de Julieta? ¿Cómo está? ¿No me cree un frío asesino que ha manchado la niñez de nuestra dicha con una sangre que es casi la suya? ¿Dónde está? ¿Y cómo está? ¿Y qué dice mi secreta esposa de este amor invalidado? AMA -No dice nada, señor: llora y llora,

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se arroja a la cama, se levanta, exclama «¡Tebaldo!», reprueba a Romeo y vuelve a caer. ROMEO -Como si mi nombre, por disparo certero de cañón, la hubiese matado, como ya mató a su primo el infame que lleva ese nombre. Ah, padre, decidme, ¿qué parte vil de esta anatomía alberga mi nombre? Decídmelo, que voy a saquear morada tan odiosa.

Se dispone a apuñalarse, y el AMA le arrebata el puñal.

FRAY LORENZO-¡Detén esa mano imprudente! ¿Eres hombre? Tu aspecto lo proclama, mas tu llanto es mujeril y tus locuras recuerdan la furia de una bestia irracional. Impropia mujer bajo forma de hombre, impropio animal bajo forma de ambos. Me asombras. Por mi santa orden, te creía de temple equilibrado. ¿Mataste a Tebaldo y quieres matarte y matar a tu esposa, cuya vida es la tuya, causándote la eterna perdición? ¿Por qué vituperas tu cuna, el cielo y la tierra si de un golpe podrías perder cuna, cielo y tierra, en ti concertados?

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Deshonras tu cuerpo, tu amor y tu juicio y, como el usurero, abundas en todo y no haces buen uso de nada que adorne tu cuerpo, tu amor y tu juicio. Tu noble figura es efigie de cera y carece de hombría; el amor que has jurado es pura falacia y mata a la amada que dijiste adorar; tu juicio, adorno de cuerpo y amor, yerra en la conducta que les marcas y, como pólvora en soldado bisoño, se inflama por tu propia ignorancia y tu despedaza, cuando debe defenderte. Vamos, ten valor. Tu Julieta vive y por ella ibas a matarte: ahí tienes suerte. Tebaldo te habría matado, mas tú le mataste: ahí tienes suerte. La ley que ordena la muerte se vuelve tu amiga y decide el destierro: ahí tienes suerte. Sobre ti desciende un sinfín de bendiciones, te ronda la dicha con sus mejores galas, y tú, igual que una moza tosca y desabrida, pones mala cara a tu amor y tu suerte. Cuidado, que esa gente muere desdichada. Vete con tu amada, como está acordado. Sube a su aposento y confórtala. Pero antes que monten la guardia, márchate,

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pues, si no, no podrás salir para Mantua, donde vivirás hasta el momento propicio para proclamar tu enlace, unir a vuestras familias, pedir el indulto del Príncipe y regresar con cien mil veces más alegría que cuando partiste desolado. Adelántate, ama, encomiéndame a Julieta, y que anime a la gente a acostarse temprano; el dolor les habrá predispuesto. Ahora va Romeo. AMA -¡Dios bendito! Me quedaría toda la noche oyéndoos hablar. ¡Lo que hace el saber!Señor, le diré a Julieta que venís. ROMEO-Díselo, y dile que se apreste a reprenderme.

El AMA se dispone a salir, pero vuelve.

AMA-Tomad este anillo que me dio para vos. Vamos, deprisa, que se hace tarde. ROMEO-Esto reaviva mi dicha.

Sale el AMA.

FRAY LORENZO-Vete, buenas noches, y ten presente esto: o te vas antes que monten la guardia o sales disfrazado al amanecer. Permanece en Mantua. Buscaré a tu criado y de cuando en cuando él te informará

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de las buenas noticias de Verona. Dame la mano, es tarde. Adiós, buenas noches. ROMEO-Me espera una dicha mayor que la dicha, que, si no, alejarme de vos sentiría. Adiós.

Salen.

Escena IV Entran CAPULETO, la SEÑORA CAPULETO y PARIS.

CAPULETO-Todo ha sucedido tan adversamente que no ha habido tiempo de hablarlo con Julieta. Sabéis cuánto quería a su primo Tebaldo; yo también. En fin, nacimos para morir. Ahora es tarde; ella esta noche ya no bajará. Os aseguro que, si no fuese por vos, me habría acostado hace una hora. PARIS -Tiempo de dolor no es tiempo de amor. Señora, buenas noches. Encomendadme a Julieta. SEÑORA CAPULETO -Así lo haré, y por la mañana veré cómo responde. Esta noche se ha enclaustrado en su tristeza.

PARIS se dispone a salir, y CAPULETO le llama.

CAPULETO-Conde Paris, me atrevo a aseguraros el amor de mi hija: creo que me hará

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caso sin reservas; vamos, no lo dudo. Esposa, vete a verla antes de acostarte; cuéntale el amor de nuestro yerno Paris y dile, atiende bien, que este miércoles... Espera, ¿qué día es hoy?

PARIS-Lunes, señor. CAPULETO-Lunes... ¡Mmmm...! Eso es muy precipitado. Que sea el jueves.-Dile que este jueves se casará con este noble conde.¿Estaréis preparados? ¿Os complace la presteza? No lo celebraremos: uno o dos amigos, porque, claro, con Tebaldo recién muerto, que era pariente, si lo festejamos dirán que le teníamos poca estima. Así que invitaremos a unos seis amigos y ya está. ¿Qué os parece el jueves? PARIS-Señor, ojalá que mañana fuese el jueves. CAPULETO -Muy bien; ahora marchad. Será el jueves.Tú habla con Julieta antes de acostarte y prepárala para el día de la boda.Adiós, señor.-¡Eh, alumbrad mi cuarto!Por Dios, que se ha hecho tan tarde que pronto diremos que es temprano. Buenas noches.

Salen.

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Escena V Entran ROMEO y JULIETA arriba, en el balcón.

JULIETA-¿Te vas ya? Aún no es de día. Ha sido el ruiseñor y no la alondra el que ha traspasado tu oído medroso. Canta por la noche en aquel granado. Créeme, amor mío; ha sido el ruiseñor. ROMEO-Ha sido la alondra, que anuncia la mañana, y no el ruiseñor. Mira, amor, esas rayas hostiles que apartan las nubes allá, hacia el oriente. Se apagaron las luces de la noche y el alegre día despunta en las cimas brumosas. He de irme y vivir, o quedarme y morir. JULIETA -Esa luz no es luz del día, lo sé bien; es algún meteoro que el sol ha creado

.

para ser esta noche tu antorcha y alumbrarte el camino de Mantua. Quédate un poco, aún no tienes que irte. ROMEO-Que me apresen, que me den muerte; lo consentiré si así lo deseas. Diré que aquella luz gris no es el alba, sino el pálido reflejo del rostro de Cintia . , y que no es el canto de la alondra lo que llega hasta la bóveda del cielo. En lugar de irme, quedarme quisiera. ¡Que venga la muerte! Lo quiere Julieta.

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¿Hablamos, mi alma? Aún no amanece. JULIETA -¡Si está amaneciendo! ¡Huye, corre, vete! Es la alondra la que tanto desentona con su canto tan chillón y disonante. Dicen que la alondra liga notas con dulzura: a nosotros, en cambio, nos divide; y que la alondra cambió los ojos con el sapo .: ojalá que también se cambiasen las voces, puesto que es su voz lo que nos separa y de aquí te expulsa con esa alborada. Vamos, márchate, que la luz ya se acerca. ROMEO-

Luz en nuestra luz y sombra en nuestras penas.

Entra el AMA a toda prisa.

AMA-¡Julieta! JULIETA-

¿Ama?

AMA-Tu madre viene a tu cuarto. Ya es de día. Ten cuidado. Ponte en guardia. [Sale.]

JULIETA-

Pues que el día entre, y mi vida salga.

ROMEO-Bien, adiós. Un beso, y voy a bajar.

Desciende ..

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JULIETA -¿Ya te has ido, amado, esposo, amante? De ti he de saber cada hora del día, pues hay tantos días en cada minuto... Ah, haciendo estas cuentas seré muy mayor cuando vea a Romeo. ROMEO [abajo] -¡Adiós! No perderé oportunidad de enviarte mi cariño. JULIETA -

¿Crees que volveremos a vernos?

ROMEO-Sin duda, y recordaremos todas nuestras penas en gratos coloquios de años venideros. JULIETA -¡Dios mío, mi alma presiente desgracias! Estando ahí abajo, me parece verte como un muerto en el fondo de una tumba. Si la vista no me engaña, estás pálido. ROMEO -A mi vista le dices lo mismo, amor. Las penas nos beben la sangre. Adiós.

Sale.

JULIETA-Fortuna, Fortuna, te llaman voluble. Si lo eres, ¿por qué te preocupas del que es tan constante? Sé voluble, Fortuna, pues así no tendrás a Romeo mucho tiempo y podrás devolvérmelo.

Entra la SEÑORA CAPULETO.

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SEÑORA CAPULETO-¡Hija! ¿Estás levantada? JULIETA-¿Quién me llama? Es mi madre. ¿Aún sin acostarse o es que ha madrugado? ¿Qué extraño motivo la trae aquí ahora?

Baja del balcón y entra abajo.

SEÑORA CAPULETO-¿Qué pasa, Julieta? JULIETA-No estoy bien, señora. SEÑORA CAPULETO-¿Sigues llorando la muerte de tu primo? ¿Quieres sacarle de la tumba con tus lágrimas? Aunque pudieras, no podrías darle vida, así que ya basta. Dolor moderado indica amor; dolor en exceso, pura necedad. JULIETA-Dejadme llorar mi triste pérdida. SEÑORA CAPULETO-Así lloras la pérdida, no a la persona. JULIETA-Lloro tanto la pérdida que no puedo dejar de llorar a la persona. SEÑORA CAPULETO-Hija, tú no lloras tanto su muerte como el que esté vivo el infame que le mató. JULIETA-

¿Qué infame, señora?

SEÑORA CAPULETO-El infame de Romeo. JULIETA [aparte]-Entre él y un infame hay millas de distancia.[A la SEÑORA CAPULETO] Dios le perdone, como yo con toda el alma. Y eso que ninguno me aflige como él. SEÑORA CAPULETO-Porque el vil asesino aún vive.

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JULIETA-Sí, señora, fuera del alcance de mis manos. ¡Ojalá sólo yo pudiera vengar a mi primo! SEÑORA CAPULETO -Tomaremos venganza, no lo dudes. No llores más. Mandaré a alguien a Mantua, donde vive el desterrado, y le dará un veneno tan insólito que muy pronto estará en compañía de Tebaldo. Supongo que entonces quedarás contenta. JULIETA -Nunca quedaré contenta con Romeo hasta que le vea... muerto... está mi corazón de llorar a Tebaldo. Señora, si a alguien encontráis para que lleve un veneno, yo lo mezclaré, de modo que Romeo, al recibirlo, pronto duerma en paz. ¡Cuánto me disgusta oír su nombre y no estar cerca de él para hacerle pagar mi amor por Tebaldo en el propio cuerpo que le ha dado muerte! SEÑORA CAPULETO-Tú busca los medios; yo buscaré al hombre. Pero ahora te traigo alegres noticias. JULIETA -La alegría viene bien cuando es tan necesaria. ¿Qué nuevas traéis, señora? SEÑORA CAPULETO -Hija, tienes un padre providente que, para descargarte de tus penas, de pronto ha dispuesto un día de dicha que ni tú te esperabas ni yo imaginaba. JULIETA -Muy a propósito. ¿Qué día será?

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SEÑORA CAPULETO -Hija, este jueves, por la mañana temprano, en la iglesia de San Pedro, un gallardo, joven y noble caballero, el Conde Paris, te hará una esposa feliz. JULIETA -Pues por la iglesia de San Pedro y por San Pedro, que allí no me hará una esposa feliz. Me asombra la prisa, tener que casarme antes de que el novio me enamore. Señora, os lo ruego: decidle a mi padre y señor que aún no pienso casarme y que, cuando lo haga, será con Romeo, a quien sabes que odio, en vez de con Paris. ¡Pues vaya noticias!

Entran CAPULETO y el AMA.

SEÑORA CAPULETO-Aquí está tu padre. Díselo tú misma, a ver cómo lo toma. CAPULETO -Cuando el sol se pone, la tierra llora rocío ., mas en el ocaso del hijo de mi hermano, cae un diluvio. ¡Cómo! ¿Hecha una fuente, hija? ¿Aún llorando? ¿Bañada en lágrimas? Con tu cuerpo menudo imitas al barco, al mar, al viento, pues en tus ojos, que yo llamo el mar, están el flujo y reflujo de tus lágrimas; el barco es tu cuerpo, que surca ese mar; el viento, tus suspiros, que, a porfía con tus lágrimas,

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hará naufragar ese cuerpo agitado si pronto no amaina.-¿Qué hay, esposa? ¿Le has hecho saber mi decisión? SEÑORA CAPULETO -Sí, pero ella dice que no, y gracias. ¡Ojalá se casara con su tumba! CAPULETO -Un momento, esposa; explícame eso, explícamelo. ¿Cómo que no quiere? ¿No nos lo agradece? ¿No está orgullosa? ¿No se da por contenta de que, indigna como es, hayamos conseguido que tan digno caballero sea su esposo? JULIETA-Orgullosa, no, mas sí agradecida. No puedo estar orgullosa de lo que odio, pero sí agradezco que se hiciera por amor. CAPULETO¿Así que con sofismas? ¿Qué es esto? ¿«Orgullosa», «lo agradezco», «no lo agradezco» y «orgullosa, no», niña consentida? A mí no me vengas con gracias ni orgullos y prepara esas piernecitas para ir el jueves con Paris a la iglesia de San Pedro o te llevo yo atada y a rastras. ¡Quita, cadavérica! ¡Quita, insolente, cara lívida! SEÑORA CAPULETO-¡Calla, calla! ¿Estás loco? JULIETA-Mi buen padre, te lo pido de rodillas; escúchame con calma un momento. CAPULETO-¡Que te cuelguen, descarada, rebelde! Escúchame tú: el jueves vas a la iglesia

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o en tu vida me mires a la cara. No hables, ni respondas, ni contestes. Me tientas la mano. Esposa, nos creíamos con suerte porque Dios nos dio sólo esta hija, pero veo que la única nos sobra y que haberla tenido es maldición. ¡Fuera con el penco! AMA-¡Dios la bendiga! Señor, sois injusto al tratarla de ese modo. CAPULETO-¿Y por qué, doña Sabihonda? ¡Cállese doña Cordura, y a charlar con las comadres! AMA -No he faltado a nadie. CAPULETO -Ahí está la puerta. AMA -¿No se puede hablar? CAPULETO -¡A callar, charlatana! Suelta tu sermón a tus comadres, que aquí no hace falta. SEÑORA CAPULETO -No te excites tanto. CAPULETO -¡Cuerpo de Dios, me exaspera! Día y noche, trabajando u ocioso, solo o acompañado, mi solo cuidado ha sido casarla; y ahora que le encuentro un joven caballero de noble linaje, de alcurnia y hacienda, adornado, como dicen, de excelsas virtudes, con tan buena figura como quepa imaginar, me viene esta tonta y mísera llorica, esta muñeca llorona, en la cumbre de su suerte, contestando «No me caso, no le quiero;

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no tengo edad; perdóname, te lo suplico». Pues no te cases y verás si te perdono: pace donde quieras y lejos de mi casa. Piénsalo bien, no suelo bromear, El jueves se acerca, considéralo, pondera: si eres hija mía, te daré a mi amigo; si no, ahórcate, mendiga, hambrea, muérete en la calle, pues, por mi alma, no pienso reconocerte ni dejarte nada que sea mío. Ten por seguro que lo cumpliré.

Sale.

JULIETA-¿No hay misericordia en las alturas que conciba la hondura de mi pena? ¡Ah, madre querida, no me rechacéis! Aplazad esta boda un mes, una semana o, si no, disponed mi lecho nupcial en el panteón donde yace Tebaldo. SEÑORA CAPULETO -Conmigo no hables; no diré palabra. Haz lo que quieras. Contigo he terminado.

Sale.

JULIETA-¡Dios mío! Ama, ¿cómo se puede impedir esto? Mi esposo está en la tierra; mi juramento, en el cielo. ¿Cómo puede volver a la tierra

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si, dejando la tierra, mi esposo no me lo envía desde el cielo? Confórtame, aconséjame. ¡Ah, que el cielo emplee sus mañas contra un ser indefenso como yo! ¿Qué me dices? ¿No puedes alegrarme? Dame consuelo, ama. AMA -Aquí lo tienes: Romeo está desterrado, y el mundo contra nada a que no se atreve a volver y reclamarte, o que, si lo hace, será a hurtadillas. Así que, tal como ahora está la cosa, creo que más vale que te cases con el conde. ¡Ah, es un caballero tan apuesto! A su lado, Romeo es un pingajo. Ni el águila tiene los ojos tan verdes, tan vivos y hermosos como Paris. Que se pierda mi alma si no vas a ser feliz con tu segundo esposo, pues vale más que el primero; en todo caso, el primero ya está muerto, o como si lo estuviera, viviendo tú aquí y sin gozarlo. JULIETA-Pero, ¿hablas con el corazón? AMA-Y con el alma, o que se pierdan los dos. JULIETA-Amén. AMA-¿Qué? JULIETA-Bueno, me has dado un gran consuelo. Entra y dile a mi madre que, habiendo disgustado a mi padre, me voy a la celda de Fray Lorenzo

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a confesarme y pedir la absolución. AMA-En seguida. Eso es muy sensato.

[Sale.]

JULIETA-¡Condenada vieja! ¡Perverso demonio! ¿Qué es más pecado? ¿Tentarme al perjurio o maldecir a mi esposo con la lengua que tantas veces lo ensalzó con desmesura? Vete, consejera. Tú y mis pensamientos viviréis como extraños. Veré qué remedio puede darme el fraile; si todo fracasa, habré de matarme.

Sale.

ACTO IV

Escena I Entran FRAY LORENZO y el Conde PARIS.

FRAY LORENZO-¿El jueves, señor? Eso es muy pronto. PARIS-Así lo quiere mi suegro Capuleto y yo no me inclino a frenar su prisa. FRAY LORENZO-¿Decís que no sabéis lo que ella piensa? Esto es muy irregular y no me gusta. PARIS -Llora sin cesar la muerte de Tebaldo

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y por eso de amor he hablado poco. Venus no sonríe en la casa del dolor. Señor, su padre juzga peligroso que su pena llegue a dominarla y, en su prudencia, apresura nuestra boda por contener el torrente de sus lágrimas, a las que ella es tan propensa si está sola y que puede evitar la compañía. Ahora ya sabéis la razón de la premura. FRAY LORENZO -[aparte] Ojalá no supiera por qué hay que frenarla.Mirad, señor: la dama viene a mi celda.

Entra JULIETA.

PARIS-Bien hallada, mi dama y esposa. JULIETA-Señor, eso será cuando pueda ser esposa. PARIS-Ese «pueda ser» ha de ser el jueves, mi amor. JULIETA-Lo que ha de ser, será. FRAY LORENZO-Un dicho muy cierto. PARIS¿Venís a confesaros con el padre? JULIETA-Si contestase, me confesaría con vos. PARIS-No podéis negarle que me amáis. JULIETA-Voy a confesaros que le amo. PARIS-También confesaréis que me amáis. JULIETA-Si lo hago, valdrá más por ser dicho a vuestras espaldas que a la cara. PARIS-Pobre, no estropeéis vuestra cara con el llanto.

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JULIETA-La victoria del llanto es bien pequeña: antes de dañarla, mi cara valía poco. PARIS-Decir eso la daña más que vuestro llanto. JULIETA-Señor, lo que es cierto no es calumnia, y lo que he dicho, me lo he dicho a la cara. PARIS-Esa cara es mía y vos la calumniáis. JULIETA-Tal vez, porque mía ya no es.Padre, ¿estáis desocupado u os veo tras la misa vespertina? FRAY LORENZO-Estoy desocupado, mi apenada hija.Señor, os rogaré que nos dejéis a solas. PARIS-Dios me guarde de turbar la devoción.Julieta, os despertaré el jueves bien temprano. Adiós hasta entonces y guardad mi santo beso.

Sale.

JULIETA-¡Ah, cerrad la puerta y llorad conmigo! No queda esperanza, ni cura, ni ayuda. FRAY LORENZO-Ah, Julieta, conozco bien tu pena; me tiene dominada la razón. Sé que el jueves tienes que casarte con el conde, y que no se aplazará. JULIETA -Padre, no me digáis que lo sabéis sin decirme también cómo impedirlo. Si, en vuestra prudencia, no me dais auxilio, aprobad mi decisión y yo al instante

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con este cuchillo pondré remedio a todo esto. Dios unió mi corazón y el de Romeo, vos nuestras manos y, antes que esta mano, sellada con la suya, sea el sello de otro enlace o este corazón se entregue a otro con perfidia, esto acabará con ambos. Así que, desde vuestra edad y experiencia, dadme ya consejo, pues, si no, mirad, este cuchillo será el árbitro que medie entre mi angustia y mi persona con una decisión que ni vuestra autoridad ni vuestro arte han sabido alcanzar honrosamente. Tardáis en hablar, y yo la muerte anhelo si vuestra respuesta no me da un remedio. FRAY LORENZO -¡Alto, hija! Veo un destello de esperanza, mas requiere una acción tan peligrosa como el caso que se trata de evitar. Si, por no unirte al Conde Paris, tienes fuerza de voluntad para matarte, seguramente podrás acometer algo afín a la muerte y evitar este oprobio, pues por él la muerte has afrontado. Si tú te atreves, yo te daré el remedio. JULIETA -Antes que casarme con Paris, decidme que salte desde las almenas de esa torre, que pasee por sendas de ladrones, o que ande donde viven las serpientes; encadenadme

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con osos feroces o metedme de noche en un osario, enterrada bajo huesos que crepiten, miembros malolientes, calaveras sin mandíbula; decidme que me esconda en un sepulcro, en la mortaja de un recién enterrado... Todo lo que me ha hecho temblar con sólo oírlo pienso hacerlo sin duda ni temor por seguir siéndole fiel a mi amado. FRAY LORENZO -Entonces vete a casa, ponte alegre y di que te casarás con Paris. Mañana es miércoles: por la noche procura dormir sola; no dejes que el ama duerma en tu aposento. Cuando te hayas acostado, bébete el licor destilado de este frasco. Al punto recorrerá todas tus venas un humor frío y soñoliento; el pulso no podrá detenerlo y cesará; ni aliento ni calor darán fe de que vives; las rosas de tus labios y mejillas serán pálida ceniza; tus párpados caerán cual si la muerte cerrase el día de la vida; tus miembros, privados de todo movimiento, estarán más fríos y yertos que la muerte. Y así quedarás cuarenta y dos horas como efigie pasajera de la muerte, para despertar como de un grato sueño. Cuando por la mañana llegue el novio

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para levantarte de tu lecho, estarás muerta. Entonces, según los usos del país, con tus mejores galas, en un féretro abierto, serás llevada al viejo panteón donde yacen los difuntos Capuletos. Entre tanto, y mientras no despiertes, por carta haré saber a Romeo nuestro plan para que venga; él y yo asistiremos a tu despertar, y esa misma noche Romeo podrá llevarte a Mantua. Esto te salvará de la deshonra, si no hay veleidad ni miedo femenil que frene tu valor al emprenderlo. JULIETA -¡Dádmelo, dádmelo! No me habléis de miedo. FRAY LORENZO -Bueno, vete. Sé firme, y suerte en tu propósito. Ahora mismo mando un fraile a Mantua con carta para tu marido. JULIETA-Amor me dé fuerza, y ella me dé auxilio. Adiós, buen padre.

Salen.

Escena II Entran CAPULETO, la SEÑORA CAPULETO, el AMA

y

CRIADOS.

CAPULETO- Invita a todas las personas de esta lista.-

dos

o

tres

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[Sale un CRIADO.]

Tú, contrátame a veinte buenos cocineros. CRIADO-Señor, no os traeré a ninguno malo, pues probaré a ver si se chupan los dedos. CAPULETO -¿Qué prueba es esa? CRIADO -Señor, no será buen cocinero quien no se chupe los dedos; así que por mí, el que no se los chupe, ahí se queda. CAPULETO -Bueno, andando.

Sale el CRIADO.

Esta vez no estaremos bien surtidos. Mi hija, ¿se ha ido a ver al padre? AMA -Sí, señor. CAPULETO -Bueno, quizá él le haga algún bien. Es una cría tonta y testaruda.

Entra JULIETA.

AMA-Pues vuelve de la confesión con buena cara. CAPULETO- ¿Qué dice mi terca? ¿Dónde fuiste de correteo? JULIETA-Donde he aprendido a arrepentirme del pecado de tenaz desobediencia a vos y a vuestras órdenes. Fray Lorenzo ha dispuesto que os pida perdón

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postrada de rodillas. Perdonadme. Desde ahora siempre os obedeceré. CAPULETO ¡Llamad al conde! ¡Contádselo! Este enlace lo anudo mañana por la mañana

.

.

JULIETA -He visto al joven conde en la celda del fraile y le he dado digna muestra de mi amor sin traspasar las lindes del decoro. CAPULETO - ¡Cuánto me alegro! ¡Estupendo! Levántate. Así debe ser. He de ver al conde. Sí, eso es.-Vamos, traedle aquí.¡Por Dios bendito, cuánto debe la ciudad a este padre santo y venerable! JULIETA -Ama, ¿me acompañas a mi cuarto y me ayudas a escoger las galas que creas que mañana necesito? SEÑORA CAPULETO -No, es el jueves. Hay tiempo de sobra. CAPULETO -Ama, ve con ella. La boda es mañana.

Salen el AMA y JULIETA.

SEÑORA CAPULETO-No estaremos bien provistos. Ya es casi de noche. CAPULETO -Calla, deja que me mueva y todo irá bien, esposa, te lo garantizo. Tú ve con Julieta, ayúdala a engalanarse. Esta noche no me acuesto. Tú dejame: esta vez yo haré de ama de casa.-¡Eh!-

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Han salido todos. Bueno, yo mismo iré a ver al Conde Paris y le prepararé para mañana. Me brinca el corazón desde que se ha enmendado la rebelde.

Salen.

Escena III Entran JULIETA y el AMA.

JULIETA-Sí, mejor esa ropa. Pero, mi buena ama, ¿quieres dejarme sola esta noche? Necesito rezar mucho y lograr que el cielo se apiade de mi estado, que, como sabes, es adverso y pecaminoso.

Entra la SEÑORA CAPULETO.

SEÑORA CAPULETO-¿Estáis ocupadas? ¿Necesitáis mi ayuda? JULIETA-No, señora. Ya hemos elegido lo adecuado para la ceremonia de mañana. Si os complace, desearía quedarme sola; el ama os puede ayudar esta noche, pues seguro que estaréis atareada con toda esta premura. SEÑORA CAPULETO -Buenas noches. Acuéstate y descansa, que lo necesitas.

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Salen [la SEÑORA CAPULETO y el AMA].

JULIETA-¡Adiós! Sabe Dios cuándo volveremos a vernos. Tiembla en mis venas un frío terror que casi me hiela la vida. Las llamaré para que me conforten. ¡Ama!-¿Y qué puede hacer? En esta negra escena he de actuar sola. Ven, frasco. ¿Y si no surte efecto la mezcla? ¿Habré de casarme mañana temprano? No, no: esto lo impedirá. Quédate ahí.

[Deja a su lado un puñal.]

¿Y si fuera un veneno que el fraile preparó con perfidia para darme muerte, no sea que mi boda le deshonre tras haberme casado con Romeo? Temo que sí y, sin embargo, creo que no, pues siempre ha demostrado ser piadoso. ¿Y si, cuando esté en el panteón, despierto antes que Romeo venga a rescatarme? Tiemblo de pensarlo. ¿Podré respirar en un sepulcro en cuya inmunda boca no entra aire sano

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y morir asfixiada antes que llegue Romeo? O si vivo, ¿no puede ocurrir que la horrenda imagen que me inspiran muerte y noche, junto con el espanto del lugar...? Pues al ser un sepulcro, un viejo mausoleo donde por cientos de años se apilan los restos de todos mis mayores; donde Tebaldo, sangriento y recién enterrado, se pudre en su mortaja; donde dicen que a ciertas horas de la noche acuden espíritus... ¡Ay de mí! ¿No puede ocurrir que, despertando temprano, entre olores repugnantes y gritos como de mandrágora arrancada de cuajo, que enloquece a quien lo oye...? .. Ah, si despierto, ¿no podría perder el juicio, rodeada de horrores espantosos, y jugar como una loca con los esqueletos, a Tebaldo arrancar de su mortaja y, en este frenesí, empuñando como maza un hueso de algún antepasado, partirme la cabeza enajenada? ¡Ah! Creo ver el espectro de mi primo en busca de Romeo, que le atravesó con su espada. ¡Quieto, Tebaldo! ¡Romeo, Romeo! Aquí está el licor. Bebo por ti.

Cae sobre la cama, tras las cortinas.

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Escena IV Entran la SEÑORA CAPULETO y el AMA con hierbas.

SEÑORA CAPULETO-Espera. Toma estas llaves y trae más especias. AMA-En el horno piden membrillos y dátiles.

Entra CAPULETO.

CAPULETO-Vamos, daos prisa. El gallo ha cantado dos veces, ha sonado la campana: son las tres. Angélica, ocúpate de las empanadas; no repares en gastos. AMA -Marchaos ya, cominero, acostaos. Ya veréis, mañana estaréis malo por falta de sueño. CAPULETO -¡Qué va! Por mucho menos velé noches enteras sin ponerme malo. SEÑORA CAPULETO -Sí, en tus tiempos fuiste muy trasnochador, pero ahora velaré por que no veles.

Salen la SEÑORA CAPULETO y el AMA.

CAPULETO- ¡Será celosa, será celosa!

Entran tres o cuatro CRIADOS con asadores, leña y cestas.

Oye, tú, ¿qué lleváis ahí?

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CRIADO PRIMERO-No sé, señor; cosas para el cocinero. CAPULETO-Date prisa, date prisa.-Tú, trae leña más seca. Llama a Pedro: él te dirá dónde hay. CRIADO SEGUNDO-Señor, a Pedro no hay que molestarle: para encontrar tarugos tengo yo buena cabeza. CAPULETO-Vive Dios, qué bien dicho. El pillo es chistoso. Te llamaremos «cabeza de tarugo».

Salen [los CRIADOS].

¡Pero si ya es de día! El conde estará aquí pronto con la música. Eso es lo que dijo.

Tocan música [dentro].

Ya se acerca. ¡Ama! ¡Esposa! ¡Eh! ¡Ama!

Entra el AMA.

Despierta a Julieta, corre a arreglarla. Yo voy a hablar con Paris. Date prisa, date prisa, que ha llegado el novio. Vamos, date prisa.

[Sale.]

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AMA-¡Señorita! ¡Julieta! ¡Anda, vaya sueño! ¡Eh, paloma! ¡Eh, Julieta! ¡Será dormilona! ¡Eh, cariño! ¡Señorita! ¡Reina! ¡Novia, vamos! ¡Ni palabra! Aprovecha bien ahora, duerme una semana, que, ya verás, esta noche el Conde Paris sueña con quitarte el sueño. ¡Dios me perdone! ¡Amén, Jesús! ... Se le han pegado las sábanas. Tendré que despertarla. ¡Señorita, señorita! Sí, sí, ya verás como el conde te coja en la cama: te va a meter miedo. ¿Es que no despiertas?

[Descorre las cortinas.]

¡Cómo, te vistes y vuelves a acostarte! Tendré que despertarte. ¡Señorita, señorita! ¡Ay, ay! ¡Socorro, socorro! ¡Está muerta! ¡Ay, dolor! ¿Para qué habré nacido? ¡Ah, mi aguardiente! ¡Señor! ¡Señora!

Entra la SEÑORA CAPULETO.

SEÑORA CAPULETO-¿Qué escándalo es ese? AMA-¡Ah, día infortunado! SEÑORA CAPULETO-¿Qué pasa? AMA-¡Mirad, mirad! ¡Ah, día triste! SEÑORA CAPULETO-¡Ay de mí, ay de mí! ¡Mi hija, mi vida!

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¡Revive, mírame o moriré contigo! ¡Socorro, socorro! ¡Pide socorro!

Entra CAPULETO.

CAPULETO-Por Dios, traed a Julieta, que ha llegado el novio! AMA-¡Está muerta, muerta, muerta! ¡Ay, dolor! SEÑORA CAPULETO-¡Ay, dolor! ¡Está muerta, muerta, muerta! CAPULETO-¡Cómo! A ver. ¡Ah, está fría! La sangre, parada; los miembros, rígidos. Hace tiempo que la vida salió de sus labios. La Muerte la cubre como escarcha intempestiva sobre la más tierna flor de los campos. AMA -¡Ah, día infortunado! SEÑORA CAPULETO -¡Ah, tiempo de dolor! CAPULETO -La Muerte la llevó para hacerme gritar, pero ahora me ata la lengua y el habla.

Entran FRAY LORENZO y el Conde PARIS [con los MÚSICOS].

FRAY LORENZO -

¿Está lista la novia para ir a la iglesia?

CAPULETO -Lista para ir, no para volver.Ah, hijo, la noche antes de tu boda la Muerte ha dormido con tu amada. La flor que había sido yace ahora desflorada. La Muerte es mi yerno, la Muerte me hereda; con mi hija se ha casado. Moriré

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dejándole todo: la vida, el vivir, todo es suyo. PARIS -

¡Tanto desear que llegase este día

para ver una escena como esta!

Todos a una gritan y se retuercen las manos ..

SEÑORA CAPULETO-¡Día maldito, funesto, mísero, odioso! ¡La hora más triste que vio el tiempo en su largo y asiduo peregrinar! ¡Una, sólo una, una pobre y tierna hija, que me daba alegría y regocijo, y la cruel Muerte me la arranca de mi lado! AMA -¡Ah, dolor! ¡Día triste, triste, triste! ¡El más infortunado, el más doloroso de mi vida, de toda mi vida! ¡Ah, qué día, qué día más odioso! ¡Cuándo se ha visto un día tan negro! ¡Ah, día triste, día triste! PARIS -¡Engañado, separado, injuriado, muerto! ¡Engañado por ti, Muerte execrable, derrotado por ti en tu extrema crueldad! ¡Amor! ¡Vida! ¡Vida, no: amor en la muerte! CAPULETO -¡Despreciado, vejado, odiado, torturado, muerto! Tiempo de angustia, ¿por qué vienes ahora matando nuestra celebración? ¡Hija, ah, hija! ¡Mi alma, y no mi hija! Yaces muerta. Ah, ha muerto mi hija

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y con ella se entierra mi gozo. FRAY LORENZO-¡Por Dios, callad! El trastorno no se cura con trastornos. El cielo y vos teníais parte en la bella muchacha; ahora todo es del cielo, y para ella es lo mejor. Vuestra parte no pudisteis salvarla de la muerte, mas la otra eternamente guarda el cielo. Vuestro anhelo era verla encumbrada; elevarla habría sido vuestra gloria. ¿Y lloráis ahora que se ha elevado más allá de las nubes y ya alcanza la gloria? ¡Ah, con ese amor la amáis tan poco que os perturba su bienaventuranza! No es buen matrimonio el que años conoce: la mejor casada es la que muere joven. Secad vuestras lágrimas y cubrid de romero este hermoso cuerpo, según la costumbre ., y llevadla a la iglesia con sus mejores galas. La blanda natura llorar ha mandado, mas nuestra cordura se ríe del llanto. CAPULETO -Lo que dispusimos para nuestra fiesta cambiará su objeto para estas exequias: ahora los músico! tocarán a muerto, el banquete será una comida de luto, los himnos de boda, dolientes endechas, las flores nupciales lucirán sobre el féretro y todo ha de volverse su contrario.

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FRAY LORENZO-Entrad, señor; señora, entrad con él. Venid, Conde Paris. Que todos se preparen para acompañar a la bella difunta en su entierro. Los cielos os penan por algún pecado; no los enojéis: cumplid su mandato.

Salen todos, menos [los Músicos y] el AMA, que echa romero sobre el cadáver y corre las cortinas.

MÚSICO PRIMERO-Ya podemos irnos con la música a otra parte. AMA-Marchaos, amigos, marchaos; ya veis que es un caso de dolor.

Sale.

MÚSICO PRIMERO- Sí, es el caso que te hacen cuando duele.

Entra PEDRO.

PEDRO-¡Músicos, músicos! «Paz del alma», «Paz del alma». Si queréis que siga vivo, tocad « Paz del alma» .. MÚSICO PRIMERO-¿Por qué «Paz del alma»? PEDRO-Ah, músicos, porque en mi alma oigo sonar «Se me parte el alma». Ah, confortadme con una endecha que sea alegre. MÚSICO PRIMERO-Nada de endechas. No es hora de tocar. PEDRO-Entonces ¿no? MÚSICO PRIMERO-No.

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PEDRO-Pues os la voy a dar sonada. MÚSICO PRIMERO-¿Qué nos vas a dar? PEDRO-Dinero, no; guerra. Te voy a poner a tono. MÚSICO PRIMERO-Y yo te pondré de esclavo. PEDRO-Entonces este puñal de esclavo te va a rapar la cabeza. A mí no me trines, que te solfeo. Toma nota. MÚSICO PRIMERO-Solfea y darás la nota. MÚSICO SEGUNDO-Anda, demuestra lo listo que eres y envaina ese puñal. PEDRO-¡Pues, en guardia! Envainaré mi puñal y os batiré con mi listeza. Respondedme como hombres:

«Cuando domina la aflicción y el alma sufre del pesar, la música, argénteo son...»

¿Por qué «argénteo» ? ¿Por qué « la música, argénteo son»? ¿Qué dices tú, Simón Cuerdas? MÚSICO PRIMERO-Pues porque, igual que la plata, suena dulce. PEDRO-¡Palabras! ¿Tú qué dices, Hugo Violas? MÚSICO SEGUNDO-«Argénteo» porque a los músicos nos pagan en plata. PEDRO-¡Más palabras! ¿Y tú qué dices, Juan del Coro? MÚSICO TERCERO-Pues no sé qué decir. PEDRO-¡Ah, disculpad! Sois el cantor. Yo os lo diré. «La música, argénteo son» porque a los músicos nunca os suena el oro.

«... la música, argénteo son,

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el mal no tarda en reparar». Sale. MÚSICO PRIMERO -¡Qué pillo más irritante! MÚSICO SEGUNDO-¡Que

lo

zurzan!

Venga,

Aguardamos a los dolientes y esperamos a comer. Salen.

ACTO V Escena I Entra ROMEO.

ROMEO-Si puedo confiar en la verdad de un sueño halagador, se acercan buenas nuevas. El rey de mi pecho está alegre en su trono y hoy un insólito vigor me eleva sobre el suelo con pensamientos de júbilo. Soñé que mi amada vino y me halló muerto (sueño extraño, si en él un muerto piensa) y me insufló tanta vida con sus besos que resucité convertido en un emperador. ¡Ah, qué dulce ha de ser el amor real si sus sombras albergan tanta dicha!

Entra BALTASAR, criado de Romeo.

¡Noticias de Verona! ¿Qué hay, Baltasar?

vamos

a

entrar.

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¿No traes cartas del fraile? ¿Cómo está mi amor? ¿Está bien mi padre? ¿Cómo está Julieta? Dos veces lo pregunto, pues nada puede ir mal si ella está bien. BALTASAR -Entonces está bien y nada puede ir mal. Su cuerpo descansa en la cripta de los Capuletos y su alma inmortal vive con los ángeles. Vi cómo la enterraban en el panteón y a toda prisa cabalgué para contároslo. Perdonadme por traeros malas nuevas, pero cumplo el deber que me asignasteis. ROMEO -¿Es verdad? Entonces yo os desafío, estrellas.Ya sabes dónde vivo; tráeme papel y tinta y alquila caballos de posta. Salgo esta noche. BALTASAR -Calmaos, señor, os lo ruego. Estáis pálido y excitado, y eso anuncia alguna adversidad. ROMEO -Calla, te equivocas. Déjame y haz lo que te he dicho. ¿No tienes carta para mí de Fray Lorenzo? BALTASAR -No, señor. ROMEO -No importa. Vete. Y alquila esos caballos. Yo voy contigo en seguida.

Sale BALTASAR.

Bien, Julieta, esta noche yaceré contigo.

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A ver la manera. ¡Ah, destrucción, qué pronto te insinúas en la mente de un desesperado! Recuerdo un boticario, que vive por aquí. Le vi hace poco, cubierto de andrajos, con cejas muy pobladas, recogiendo hierbas. Estaba macilento; su penuria le había enflaquecido. En su pobre tienda pendía una tortuga, un caimán disecado y varias pieles de peces deformes; y por los estantes, expuestas y apenas separadas, un número exiguo de cajas vacías, cazuelas verdes, vejigas, semillas rancias, hilos bramantes y panes de rosa ya pasados. Viendo esa indigencia, yo me dije: «Si alguien necesita algún veneno, aunque en Mantua venderlo se pena con la muerte, este pobre hombre se lo venderá.» Ah, la idea se adelantó a mi menester y ahora este menesteroso ha de vendérmelo. Que yo recuerde, esta es la casa; hoy es fiesta, y la tienda está cerrada. ¡Eh, boticario!

Entra el BOTICARIO.

BOTICARIO- ¿Quién grita?

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ROMEO-Vamos, ven aquí. Veo que eres pobre. Toma cuarenta ducados y dame un frasco de veneno, algo que actúe rápido y se extienda por las venas, de tal modo que el cansado de la vida caiga muerto y el aliento salga de su cuerpo con el ímpetu de la pólvora inflamada cuando huye del vientre del cañón. BOTICARIO -De esas drogas tengo, pero las leyes de Mantua castigan con la muerte a quien las venda. ROMEO -¿Y tú temes la muerte, estando tan escuálido y cargado de penuria? El hambre está en tu cara; en tus ojos hundidos, la hiriente miseria; tu cuerpo lo visten indignos harapos. El mundo no es tu amigo, ni su ley, y el mundo no da ley que te haga rico, conque no seas pobre, viola la ley y toma esto. BOTICARIO -Accede mi pobreza, no mi voluntad. ROMEO -Le pago a tu pobreza, no a tu voluntad. BOTICARIO -Disolved esto en cualquier líquido y bebedlo y, aunque tengáis el vigor de veinte hombres, al instante os matará. ROMEO -Aquí está el oro, peor veneno para el alma; en este mundo asesina mucho más que las tristes mezclas que no puedes vender. Soy yo quien te vende veneno, no tú a mí. Adiós, cómprate comida y echa carnes.

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[Sale el BOTICARIO.]

Cordial y no veneno, ven conmigo a la tumba de Julieta, que es tu sitio.

Escena II Entra FRAY JUAN.

FRAY JUAN- ¡Eh, santo franciscano, hermano!

Entra FRAY LORENZO.

FRAY LORENZO-Esa parece la voz de Fray Juan. Bien venido de Mantua. ¿Qué dice Romeo? Si escribió su mensaje, dame la carta. FRAY JUAN -Fui en busca de un hermano franciscano que había de acompañarme. Le hallé en la ciudad, visitando a los enfermos. La guardia sanitaria, sospechando que la casa en que vivíamos los dos estaba contagiada por la peste, selló las puertas y nos prohibió salir. Por eso no pude viajar a Mantua. FRAY LORENZO -Entonces, a Romeo, ¿quién le llevó mi carta? FRAY JUAN -Aquí está, no pude mandársela ni conseguir que nadie os la trajese.

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Tenían mucho miedo de contagios. FRAY LORENZO -¡Ah, desventura! Por la orden franciscana, no era una carta cualquiera, sino de gran trascendencia. No entregarla podría hacer mucho daño. Vamos, Fray Juan, buscadme una palanca y llevádmela a la celda. FRAY JUAN -Ahora mismo os la llevo, hermano.

Sale.

FRAY LORENZO -He de ir solo al panteón. De aquí a tres horas despertará Julieta. Se enfadará conmigo cuando sepa que Romeo no ha sido avisado de lo sucedido. Volveré a escribir a Mantua; a ella la tendré aquí, en mi celda, hasta que llegue Romeo. ¡Ah, cadáver vivo en tumba de muertos!

Sale.

Escena III Entran PARIS y su PAJE, con flores, agua perfumada [y una antorcha].

PARIS-Muchacho, dame la antorcha y aléjate. No, apágala; no quiero que me vean. Ahora échate al pie de esos tejos y pega el oído a la hueca tierra.

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Así no habrá pisada que no oigas en este cementerio, con un suelo tan blando de tanto cavar tumbas. Un silbido tuyo será aviso de que alguien se acerca. Dame esas flores. Haz lo que te digo, vamos. PAJE [aparte] -Me asusta quedarme aquí solo en el cementerio, pero lo intentaré.

[Sale. ] PARIS cubre la tumba de flores.

PARIS-Flores a esta flor en su lecho nupcial. Mas, ay, tu dosel no es más que polvo y piedra. Con agua de rosas lo he de rociar cada noche, o con lágrimas de pena. Las exequias que desde ahora te consagro son mis flores cada noche con mi llanto.

Silba el PAJE.

Me avisa el muchacho; viene alguien. ¿Qué pie miserable se acerca a estas horas turbando mis ritos de amor y mis honras?

Entran ROMEO y BALTASAR con una antorcha, una azada y una barra de hierro.

¡Cómo! ¿Con antorcha? Noche, ocúltame un instante.

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[Se esconde.]

ROMEO-Dame la azada y la barra de hierro. Ten, toma esta carta. Haz por entregarla mañana temprano a mi padre y señor. Dame la antorcha. Te lo ordeno por tu vida: por más que oigas o veas, aléjate y no interrumpas mi labor. Si desciendo a este lecho de muerte es por contemplar el rostro de mi amada, pero, sobre todo, por quitar de su dedo un valioso anillo, un anillo que he de usar en un asunto importante. Así que vete. Si, por recelar, vuelves y me espías para ver qué más cosas me propongo, por Dios, que te haré pedazos y te esparciré por este insaciable cementerio. El momento y mi propósito son fieros, más feroces y mucho más inexorables que un tigre hambriento o el mar embravecido. BALTASAR -Me iré, señor, y no os molestaré. ROMEO -Con eso me demuestras tu amistad. Toma: vive y prospera. Adiós, buen amigo. BALTASAR [aparte] -Sin embargo, me esconderé por aquí. Su gesto no me gusta y sospecho su propósito.

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[Se esconde.]

ROMEO-Estómago odioso, vientre de muerte, saciado del manjar más querido de la tierra, así te obligo a abrir tus mandíbulas podridas y, en venganza, te fuerzo a tragar más alimento .,

Abre la tumba.

PARIS-Este es el altivo Montesco desterrado, el que mató al primo de mi amada, haciendo que ella, según dicen, muriese de la pena. Seguro que ha venido a profanar los cadáveres. Voy a detenerle.

[Desenvaina.]

¡Cesa tu impía labor, vil Montesco! ¿Pretendes vengarte más allá de la muerte? ¡Maldito infame, date preso! Obedece y ven conmigo, pues has de morir. ROMEO -Es verdad, y por eso he venido. Querido joven, no provoques a un desesperado; huye y déjame. Piensa en estos muertos y teme por tu vida. Te lo suplico, no añadas a mi cuenta otro pecado moviéndome a la furia. ¡Márchate!

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Por Dios, más te aprecio que a mí mismo, pues vengo armado contra mí mismo. No te quedes; vete. Vive y después di que el favor de un loco te dejó vivir. PARIS -Rechazo tus súplicas y por malhechor te prendo. ROMEO-¿Así que me provocas? Pues toma, muchacho.

Luchan. [Entra el PAJE de Paris.]

PAJE-¡Dios del cielo, están luchando! Llamaré a la guardia.

[Sale.]

PARIS-¡Ah, me has matado! Si tienes compasión, abre la tumba y ponme al lado de Julieta.

[Muere.]

ROMEO-Te juro que lo haré. A ver su cara. ¡El pariente de Mercucio, el Conde Paris! ¿Qué decía mi criado mientras cabalgábamos que mi alma agitada no escuchaba? Creo que dijo que Paris iba a casarse con Julieta. ¿Lo dijo? ¿O lo he soñado? ¿O me he vuelto loco oyéndole hablar de Julieta y creo que lo dijo? Ah, dame la mano: tú estás conmigo en el libro de la adversidad.

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Voy a enterrarte en regio sepulcro. ¿Sepulcro? No, salón de luz, joven muerto: aquí yace Julieta, y su belleza convierte el panteón en radiante cámara de audiencias. Muerte, yace ahí, enterrada por un muerto.

[Coloca a PARIS en la tumba.]

¡Cuántas veces los hombres son felices al borde de la muerte! Quienes los vigilan lo llaman el último relámpago. ¿Puedo yo llamar a esto relámpago? Ah, mi amor, mi esposa, la Muerte, que robó la dulzura de tu aliento, no ha rendido tu belleza, no te ha conquistado. En tus labios y mejillas sigue roja tu enseña de belleza, y la Muerte aún no ha izado su pálida bandera. Tebaldo, ¿estás ahí, en tu sangrienta mortaja? ¿Qué mejor favor puedo yo hacerte que, con la misma mano que segó tu juventud, matar la del que ha sido tu enemigo? Perdóname, primo. ¡Ah, querida Julieta! ¿Cómo sigues tan hermosa? ¿He de creer que la incorpórea Muerte se ha enamorado y que la bestia horrenda y descarnada te guarda aquí, en las sombras, como amante? Pues lo temo, contigo he de quedarme

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para ya nunca salir de este palacio de lóbrega noche. Aquí, aquí me quedaré con los gusanos, tus criados. Ah, aquí me entregaré a la eternidad y me sacudiré de esta carne fatigada el yugo de estrellas adversas. ¡Ojos, mirad por última vez! ¡Brazos, dad vuestro último abrazo! Y labios, puertas del aliento, ¡sellad con un beso un trato perpetuo con la ávida Muerte! Ven, amargo conductor; ven, áspero guía. Temerario piloto, ¡lanza tu zarandeado navío contra la roca implacable! Brindo por mi amor.

[Bebe.]

¡Ah, leal boticario, tus drogas son rápidas! Con un beso muero.

Cae. Entra FRAY LORENZO con linterna, palanca y azada.

FRAY LORENZO -

¡San Francisco me asista! ¿En cuántas tumbas

habré tropezado esta noche? ¿Quién va? BALTASAR - Un amigo, alguien que os conoce. FRAY LORENZO -Dios te bendiga. Dime, buen amigo, ¿de quién es esa antorcha que en vano da luz

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a calaveras y gusanos? Parece que arde en el panteón de los Capuletos. BALTASAR - Así es, venerable señor, y allí está mi amo, a quien bien queréis. FRAY LORENZO-¿Quién es? BALTASAR - Romeo. FRAY LORENZO -¿Cuánto lleva ahí? BALTASAR - Media hora larga. FRAY LORENZO -

Ven al panteón.

BALTASAR -Señor, no me atrevo. Mi amo cree que ya me he ido y me amenazó terriblemente con matarme si me quedaba a observar sus intenciones. FRAY LORENZO -Entonces quédate; iré solo. Tengo miedo. Ah, temo que haya ocurrido una desgracia. BALTASAR - Mientras dormía al pie del tejo, soñé que mi amo luchaba con un hombre y que le mataba.

[Sale.]

FRAY LORENZO-¡Romeo!

Se agacha y mira la sangre y las armas.

¡Ay de mí! ¿De quién es la sangre que mancha

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las piedras de la entrada del sepulcro? ¿Qué hacen estas armas sangrientas y sin dueño junto a este sitio de paz? ¡Romeo! ¡Qué pálido! ¿Quién más? ¡Cómo! ¿Paris? ¿Y empapado de sangre? ¡Ah, qué hora fatal ha causado esta triste desgracia!

[Se despierta JULIETA.]

La dama se mueve.

JULIETA-Ah, padre consolador, ¿dónde está mi esposo? Recuerdo muy bien dónde debo hallarme, y aquí estoy. ¿Dónde está Romeo? FRAY LORENZO -Oigo ruido, Julieta. Sal de ese nido de muerte, infección y sueño forzado. Un poder superior a nosotros ha impedido nuestro intento. Vamos, sal. Tu esposo yace muerto en tu regazo y también ha muerto Paris. Ven, te confiaré a una comunidad de religiosas. Ahora no hablemos: viene la guardia. Vamos, Julieta; no me atrevo a seguir aquí.

Sale.

JULIETA-Marchaos, pues yo no pienso irme.

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¿Qué es esto? ¿Un frasco en la mano de mi amado? El veneno ha sido su fin prematuro. ¡Ah, egoísta! ¿Te lo bebes todo sin dejarme una gota que me ayude a seguirte? Te besaré: tal vez quede en tus labios algo de veneno, para que pueda morir con ese tónico. Tus labios están calientes. GUARDIA [dentro]- ¿Por dónde, muchacho? Guíame. JULIETA -¿Qué? ¿Ruido? Seré rápida. Puñal afortunado, voy a envainarte. Oxídate en mí y deja que muera.

Se apuñala y cae. Entra el PAJE [de Paris] y la guardia.

PAJE-Este es el lugar, ahí donde arde la antorcha. GUARDIA PRIMERO-Hay sangre en el suelo; buscad por el cementerio. Id algunos; prended a quien halléis.

[Salen algunos GUARDIAS.]

¡Ah, cuadro de dolor! Han matado al conde y sangra Julieta, aún caliente y recién muerta, cuando llevaba dos días enterrada. ¡Decídselo al Príncipe, avisad a los Capuletos, despertad a los Montescos! Los demás, ¡buscad!

[Salen otros GUARDIAS.]

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Bien vemos la escena de tales estragos, pero los motivos de esta desventura, si no nos los dicen, no los vislumbramos.

Entran GUARDIAS con [BALTASAR] el criado de Romeo.

GUARDIA SEGUNDO-Esté es el criado de Romeo; estaba en el cementerio. GUARDIA PRIMERO-Vigiladle hasta que venga el Príncipe.

Entra un GUARDIA con FRAY LORENZO.

GUARDIA TERCERO-Aquí hay un fraile que tiembla, llora y suspira. Le quitamos esta azada y esta pala cuando salía por este lado del cementerio. GUARDIA PRIMERO-Muy sospechoso. Vigiladle también.

Entra el PRINCIPE con otros.

PRINCIPE -¿Qué desgracia ha ocurrido tan temprano que turba mi reposo?

Entran CAPULETO y la SEÑORA CAPULETO.

CAPULETO - ¿Qué ha sucedido que todos andan gritando? SEÑORA CAPULETO -En las calles unos gritan «¡Romeo!»; otros, «¡Julieta!»; otros, «¡Paris!»; y todos

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vienen corriendo hacia el panteón. PRINCIPE - ¿Qué es lo que tanto os espanta? GUARDIA PRIMERO -Alteza, ahí yace asesinado el Conde Paris; Romeo, muerto; y Julieta, antes muerta, acaba de morir otra vez. PRINCIPE - ¡Buscad y averiguad cómo ha ocurrido este crimen! GUARDIA PRIMERO -Aquí están un fraile y el criado de Romeo, con instrumentos para abrir las tumbas de estos muertos. CAPULETO -¡Santo cielo! Esposa, mira cómo se desangra nuestra hija. El puñal se equivocó. Debiera estar en la espalda del Montesco y se ha envainado en el pecho de mi hija. SEÑORA CAPULETO -¡Ay de mí! Esta escena de muerte es la señal que me avisa del sepulcro.

Entra MONTESCO.

PRINCIPE - Venid, Montesco: pronto os habéis levantado para ver a vuestro hijo tan pronto caído. MONTESCO -Ah, Alteza, mi esposa murió anoche: el destierro de mi hijo la mató de pena. ¿Qué otro dolor amenaza mi vejez? PRINCIPE- Mirad y veréis. MONTESCO -

¡Qué desatención! ¿Quién te habrá enseñado

a ir a la tumba delante de tu padre? PRINCIPE - Cerrad la boca del lamento

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hasta que podamos aclarar todas las dudas y sepamos su origen, su fuente y su curso. Entonces seré yo el guía de vuestras penas y os acompañaré, si cabe, hasta la muerte. Mientras, dominaos; que la desgracia ceda a la paciencia. Traed a los sospechosos. FRAY LORENZO -Yo soy el que más; el menos capaz y el más sospechoso (pues la hora y el sitio me acusan) de este horrendo crimen. Y aquí estoy para inculparme y exculparme, condenado y absuelto por mí mismo. PRINCIPE -Entonces decid ya lo que sabéis. FRAY LORENZO-Seré breve, pues la vida que me queda no es muy larga para la premiosidad. Romeo, ahí muerto, era esposo de Julieta y ella, ahí muerta, fiel esposa de Romeo: yo los casé. El día del secreto matrimonio fue el postrer día de Tebaldo, cuya muerte intempestiva desterró al recién casado. Por él, no por Tebaldo, lloraba Julieta. Vos, por apagar ese acceso de dolor, queríais casarla con el Conde Paris a la fuerza. Entonces vino a verme y, desquiciada, me pidió algún remedio que la librase del segundo matrimonio, pues, si no, se mataría en mi celda. Yo, entonces, instruido por mi ciencia,

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le entregué un narcótico, que produjo el efecto deseado, pues le dio el aspecto de una muerta. Mientras, a Romeo le pedí por carta que viniera esta noche y me ayudase a sacarla de su tumba temporal, por ser la hora en que el efecto cesaría. Mas Fray Juan, el portador de la carta, se retrasó por accidente y hasta anoche no me la devolvió. Entonces, yo solo, a la hora en que Julieta debía despertar, vine a sacarla de este panteón, pensando en tenerla escondida en mi celda hasta poder dar aviso a Romeo. Pero al llegar, unos minutos antes de que ella despertara, vi que yacían muertos el noble Paris y el fiel Romeo. Cuando despertó, le pedí que saliera y aceptase la divina voluntad, pero entonces un ruido me hizo huir y ella, en su desesperación, no quiso venir y, por lo visto, se dio muerte. Esto es lo que sé; el ama es conocedora de este matrimonio. Si algún daño se ha inferido por mi culpa, que mi vida sea sacrificada, aunque sea poco antes de su hora, con todo el rigor de nuestra ley. PRINCIPE -Siempre os he tenido por hombre venerable.

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¿Y el criado de Romeo? ¿Qué dice a esto? BALTASAR -A mi amo hice saber la muerte de Julieta, y desde Mantua él vino a toda prisa a este lugar, a este panteón. Me dijo que entregase esta carta a su padre sin demora y, al entrar en la tumba, me amenazó de muerte si no me iba y le dejaba solo. PRINCIPE -Dame la carta; la leeré. ¿Dónde está el paje del conde que avisó a la guardia? Dime, ¿qué hacía tu amo en este sitio? PAJE -Quería cubrir de flores la tumba de su amada. Me pidió que me alejase; así lo hice. Al punto llegó alguien con antorcha dispuesto a abrir la tumba. Mi amo le atacó y yo corrí a llamar a la guardia. PRINCIPE-La carta confirma las palabras del fraile, el curso de este amor, la noticia de la muerte; y aquí dice que compró a un humilde boticario un veneno con el cual vino a morir y yacer con Julieta. ¿Dónde están los enemigos, Capuleto y Montesco? Ved el castigo a vuestro odio: el cielo halla medios de matar vuestra dicha con el amor, y yo, cerrando los ojos a vuestras discordias, pierdo dos parientes. Todos estamos castigados. CAPULETO -Hermano Montesco, dame la mano: sea tu aportación a este matrimonio,

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que no puedo pedir más. MONTESCO-Pero yo sí puedo darte más: haré a Julieta una estatua de oro y, mientras Verona lleve su nombre, no habrá efigie que tan gran estima vea como la de la constante y fiel Julieta. CAPULETO-Tan regio yacerá Romeo a su lado. ¡Pobres víctimas de padres enfrentados! PRINCIPE -Una paz sombría nos trae la mañana: no muestra su rostro el sol dolorido. Salid y hablaremos de nuestras desgracias. Perdón verán unos; otros, el castigo, pues nunca hubo historia de más desconsuelo que la que vivieron Julieta y Romeo.

Salen todos.

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