VIAJE POR LOS ALREDEDORES DE DON QUIJOTE DE LA MANCHA

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Revista de estudios Cervantinos Nº 13 / Junio - Julio 2009 / www.estudioscervantinos.org

VIAJE POR LOS ALREDEDORES DE DON QUIJOTE DE LA MANCHA Ángel González (España)

Don Quijote de la Mancha es uno de los libros más comentados, revisados y estudiados en la historia de la literatura universal. Críticos, eruditos, filósofos, historiadores, científicos, artistas en todas las artes han recreado y analizado desde todos los puntos de vista posibles e imposibles las figuras del caballero manchego y de su escudero leal que, con la ayuda de la sin par Dulcinea y de los (más o menos) doscientos personajes que encuentran en su aventura, se han convertido en emblema y símbolo de las más variadas actitudes que pueden adoptar los seres humanos, y de todas las buenas y malas cualidades que los aquejan: la sensatez y la locura, el desprendimiento y la mezquindad, el más puro amor, el desamor, el heroísmo, la cobardía, el éxito, el fracaso, la nobleza, la villanía… Para qué seguir. De don Quijote se ha escrito tanto, que la pretensión por mi parte de añadir algo a lo ya dicho sería, más que una imprudencia, una temeridad. Puesto en el brete de hablar sobre el Caballero de la Triste Figura, decidí salir del trance por la tangente, y divagar acerca de lo que sobre él o a partir de él se ha dicho o se ha hecho. En consecuencia, haré un breve recorrido, errático y muy incompleto, por textos derivados del texto cervantino, sin más guía que mi memoria, que nunca fue buena y ahora es decididamente mala. Pido una disculpa por haber apelado a tan defectuosa y deteriorada herramienta; pero no he tenido tiempo ni ideas para hacer algo mejor. Como es bien sabido, y su autor reconoció paladinamente, Cervantes escribió El Quijote con la única y sana intención de desacreditar a los libros de caballerías. Con ese fin urdió una trama, o mejor dicho: imaginó la figura de un hidalgo dado a leer «con tanta afición y gusto» esa clase de libros, que acabó perdiendo el juicio y se dispuso a vivir en serio las puras y disparatadas fantasías que en ellos se relataban. Cervantes tuvo también la ocurrencia de poner junto al hidalgo, en calidad de escudero, a otro personaje de características opuestas por su origen social, su cultura y, lo que ahora llamaríamos, su proyecto vital. Su principal función en la historia era poner en evidencia las insensateces del sedicente caballero andante, empresa no demasiado difícil que consiguió llevar a cabo aún sin pretenderlo. Pero lo mismo que en electricidad, el enfrentamiento de los polos positivo y negativo produce energía, el simple contacto de dos figuras tan rigurosamente contrarias desencadenó una chispa que los disparó en impensadas direcciones; cuando, finalmente, Cervantes puso a sus dos personajes a cabalgar y a conversar por los caminos de España, don Quijote y Sancho Panza, dinamizados por la energía generada por su encuentro, llegaron tan lejos que acabaron saliéndose del libro que su autor había pretendido escribir. De tal manera que ahora, pasado el tiempo, las intenciones de Cervantes han quedado relegadas a un segundo y muy remoto plano o han sido olvidadas, y la significación de sus personajes se ha alterado y ensanchado de tal modo que el ingenuo lector de sus comentaristas puede sentirse confundido en algunos momentos, sin saber a qué carta quedarse. ¿Quiso Cervantes encarnar en sus dos protagonistas las nociones de idealismo y materialismo? ¿Se propuso hacer una parábola de la España de su tiempo, obstinada en mantener, a espaldas o en contra de la modernidad, un anacrónico sueño imperial condenado al fracaso? ¿Plantea don Quijote el problema de la fe en algo superior al individuo? (Turgueniev). ¿Personaliza el tema del vacío angustioso del vivir español? (A. Castro). Esas heterogéneas opiniones son una mínima muestra de los innumerables hallazgos que encontraron en el libro sus también innumerables exegetas, quienes, por otra

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parte, contaban con el expreso y previo permiso de su autor para ejercer sin límites su derecho al libre examen. Como si adivinase todo lo que le iba a caer encima a su gentil y con frecuencia vapuleado caballero, y se sintiese incapaz de evitarlo, el propio Cervantes, en el “Prólogo” a la Primera parte de su famosa obra, y tras señalar su falta de objetividad para juzgarla, se dirige al lector en los siguientes términos: «Todo lo cual te esenta y hace libre de todo respecto y obligación, y así, puedes decir de la historia todo aquello que te pareciere, sin temor que te calunien por el mal ni te premien por el bien que dijeres della». Y tomando esa autorización por patente de invención o de corso, eruditos, filósofos y literatos de toda laya entraron a saco en el libro y dijeron lo que les pareció, unas veces mal, como Cervantes había previsto, pero otras de modo más pertinente. Porque lo sorprendente de la historia de don Quijote es que una parte considerable de lo que en ella se ha visto está efectivamente en el libro o puede deducirse de él, aunque Cervantes (y esto es importante saberlo) no lo haya puesto. No quiero decir que esos imprevistos hallazgos sean siempre producto del azar o de alguno de los encantamientos que tantos prodigios obraron en el mundo de don Quijote; quiero decir que Cervantes no los puso deliberadamente; pero si están ahí, de él tienen que proceder y a él deben acreditársele. Son como la emanación espontánea de su propia aventura personal, de su vida heroica y humillada, de su cultura de hombre del Renacimiento, de su profundo conocimiento de la España real (caminos, ventas, cárceles…) de su época. Y todo eso, combinado con su genio literario, aparece y efectivamente se encuentra en el fondo de su obra, añadiéndole una dimensión y una complejidad impropias de un texto que fue concebido como una divertida parodia de los libros de caballería. De ese modo, don Quijote, que pretendía ser espejo de caballeros andantes, acabó convirtiéndose en espejo de la humanidad; curiosísimo espejo, que no devolverá ya la vera imagen del Caballero de la Triste Figura, sino la imagen de quien a él se enfrente. Violentando un poco el refranero, podemos llegar a esta conclusión: dime qué ves en don Quijote y te diré quién eres. Para probarlo voy a poner el ejemplo de tres ilustres españoles del siglo XX: Miguel de Unamuno, José Ortega y Gasset y Antonio Machado. Los tres se enfrentaron a la figura de don Quijote, y lo que en ella vieron es tanto o más revelador de sus respectivas personalidades, actitudes y creencias que del sentido último (que no es otro que el primero) de la figura del caballero andante. El título del libro que Miguel de Unamuno dedicó al héroe de Cervantes, Vida de don Quijote y Sancho, pone ya en evidencia el personalismo, el enorme ego y el afán de protagonismo del rector de Salamanca. Lo que se propone este don Miguel es desembarazarse del otro don Miguel, el de Alcalá de Henares, sentarse en su silla y reescribir, o mejor dicho escribir la verdadera versión de la vida de don Quijote y Sancho, a los que, según él, Cervantes nunca entendió del todo. Para ello adopta ciertos modos cervantinos, que pueden advertirse, por ejemplo, en el capítulo prologal, que comparte algunas cosas con los dos prólogos que escribió Cervantes a El Quijote. En el que abre la Primera parte, Cervantes dialoga con un «amigo», que le da consejos acerca de cómo debe escribir ese texto preliminar. En el correspondiente a la Segunda parte habla con el lector, a quien llama «lector amigo», sobre «el autor del segundo don Quijote». Cervantes aprovecha ambos proemios para atacar sutilmente a sus enemigos literarios (Lope y Avellaneda). Como Cervantes, también Unamuno, en el capítulo introductorio de su libro, titulado

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«El sepulcro de don Quijote», conversa con un amigo, «un buen y querido amigo» a quien confía sus afanes y sus tribulaciones. (Por supuesto, el «querido amigo» con quien habla don Miguel es el mismo don Miguel; no podía ser de otra manera: con frecuencia, en el mundo de don Miguel sólo hay espacio para don Miguel). Y otra vez como Cervantes, pero con apasionada y violenta intolerancia nada cervantina, aprovecha ese monólogo en forma de diálogo para atacar a sus enemigos tanto literarios (los poetas modernistas) como no literarios (los «estúpidos» y los «miserables» que confían en la razón, en «la cochina lógica», en el arte, en la ciencia: como ejemplo de esos «estúpidos» pudo muy bien haber citado al propio Cervantes). Hasta aquí, algunas coincidencias, puramente formales, exteriores, entre los dos Migueles. Casi todo lo demás serán disidencias. Resultaría muy largo pormenorizar la personalísima versión que Unamuno nos da de la vida de don Quijote, en quien ve, entre otras muchas cosas, la encarnación del ansia de eternidad, el gran exponente de la fe en la inmortalidad personal. Baste ese dato para mostrar que cuando Unamuno pretende revelarnos la identidad de don Quijote, lo que sale es el propio Unamuno retratado de cuerpo entero. El primer libro publicado por Ortega y Gasset está también dedicado a don Quijote, y es asimismo más revelador de la personalidad de su autor que de la del caballero. Su título, Meditaciones del Quijote, delata en principio un talante razonador, meditativo, muy distinto al temple irracional y vitalista de Unamuno. Con el motivo de don Quijote, Ortega se muestra como lo que entonces era: un filósofo preocupado fundamentalmente por cuestiones metafísicas. En ese libro, que trata más de teorías abstractas que de la figura concreta del héroe cervantino, Ortega escribe por primera vez la tan citada frase que resume la idea central de gran parte de su pensamiento: «yo soy yo y mi circunstancia». [Una observación al margen: probablemente Ortega no era consciente de que estaba elevando a un plano general una apostilla que don Quijote hace de pasada en un breve discurso que pronuncia después de finalizado el episodio de las bodas de Camacho (II, XXII), discurso que comienza de la siguiente manera: «El pobre honrado, si es que puede ser honrado el pobre…». Esas palabras enuncian ya con toda claridad la determinante importancia que las circunstancias, en este caso la pobreza, tienen en el destino y en la configuración moral de los individuos]. Retomando el hilo de mi propio discurso, quiero señalar que la diferencia de talantes ya aludida entre Unamuno y Ortega, deriva en dos aproximaciones al texto de Cervantes opuestas entre sí simétricamente. Si Unamuno trata de anular al autor para quedarse a solas con su criatura, y manipularla a su gusto y conveniencia, Ortega adopta la posición contraria. Según él, es preciso no confundir el libro Don Quijote y el personaje llamado «don Quijote», protagonista de ese libro. Una vez hecha esa sutil distinción, lo que Ortega se propone es confinar a don Quijote dentro del libro, y quitarse de en medio su triste figura para centrar la atención en Cervantes. «Conviene, pues» —escribe Ortega— «que, haciendo un esfuerzo, distraigamos la vista de don Quijote, y vertiéndola sobre el resto de la obra ganemos en su vasta superficie una noción más amplia y clara del estilo cervantino, de quien es el hidalgo manchego sólo una condensación particular. Ése es para mí el verdadero quijotismo: el de Cervantes, no el don Quijote». Hay que hacer, en efecto, un esfuerzo, como Ortega señala, un esfuerzo titánico, digo yo, para no ver en el libro Don Quijote al personaje don Quijote. Personalmente, creo que es un esfuerzo imposible además

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de inútil, pues nada aporta —más bien resta— esa lectura tuerta al texto de Cervantes. Yo no descarto que tan peregrina propuesta obedezca al deseo de contradecir a Unamuno, cuyas maneras de pensador desagradaban profundamente a Ortega. Al menos, es evidente que en sus Meditaciones tuvo en cuenta lo dicho por Unamuno, pues la denuncia de los «errores verdaderamente grotescos» a los que nos llevan quienes consideran «aisladamente a don Quijote» y, «según la moda más reciente, nos invitan a una existencia absurda, llena de ademanes congestionados», sólo puede entenderse como una contundente descalificación de la interpretación del escritor vasco. El libro de Ortega va a ser objeto de una reseña crítica de Antonio Machado de carácter muy negativo, que le da pie al poeta para exponer su particular punto de vista sobre la obra de Cervantes. Es un texto en cierto modo intrigante, porque Machado, que no era un habitual reseñador de libros, no estaba obligado a escribir sobre la obra de un amigo, que, evidentemente, no le gustó. ¿Lo hizo para defender a su siempre admirado Unamuno, a quien, como acabamos de ver, Ortega, de pasada y sin nombrarlo, descalifica como cervantista o, mejor dicho, por quijotista? Puede ser. En cualquier caso, los elogiosísimos párrafos que Machado dedica al autor de Vida de don Quijote y Sancho implican una tácita réplica al Ortega que pretendía confinar a don Quijote dentro del libro del Cervantes. «El egregio ex rector de Salamanca» —dice, entre otras cosas, Machado— «libertó a don Quijote, no sólo de sus rencorosos y mezquinos comentaristas, sino del propio libro en que yacía encantado». Ante la pretensión de Ortega de reducir la figura de Don Quijote a la condensación particular del estilo de Cervantes, la reacción de Machado es inequívoca. No se trata de alusiones más o menos indirectas, de réplicas más o menos veladas. Machado cita literalmente párrafos del libro de Ortega para refutarlos sin apelación. «Con dificultad encontraréis en El Quijote una ocurrencia original, un pensamiento que lleve la mella del alma de su autor», escribe Machado. Y añade: «la materia cervantina es el alma española, objetivada ya en la lengua de su siglo. Es en vano buscar a Cervantes, rebuscando en su léxico…Cervantes no aparece entonces por ninguna parte…». Desde esa negación, Machado elabora su personal teoría acerca de Cervantes y el Quijote. Cervantes es para él, «ante todo, un gran pescador de lenguaje, de lenguaje vivo». Y su pretendido estilo, el «elemento simple de su obra, no es el vocablo, sino el refrán, el proverbio, la frase hecha, el donaire, la anécdota, el modismo, el lugar corriente, la lengua popular, en suma…». Al enfrentarse al texto de Cervantes, Machado también se ve a sí mismo, o tal vez sería mejor decir que descubre una zona de sí mismo definidora ya del escritor y pensador que acabó siendo. En las apostillas al texto de Ortega está el origen de una prolongada reflexión sobre «el alma del pueblo» y la significación del folklore, que Machado devanará largamente, y que su apócrifo Juan de Mairena lleva a un extremo cuando afirma que «en nuestra gran literatura, casi todo lo que no es folklore es pedantería»; declaración un tanto excesiva, que el propio Machado califica de «desmesurada», aunque encuentre en ella un «profundo sentido de verdad». En conclusión, las páginas que Unamuno, Ortega y Machado dedicaron al Quijote, revelan de una manera muy parcial e insatisfactoria la identidad de don Quijote, pero trazan con bastante precisión la propia epopeya de quienes las escribieron. Unamuno queda retratado en esas páginas como un buscador de Dios que prefiere la locura a la razón,

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porque la razón se opone a la fe que necesita para saberse eterno; Ortega se define como un pensador para quien las cosas son un motivo para elaborar teorías, dotado de un cierto sentido aristocratizante que lo lleva a preferir el trato con el demiurgo que con sus criaturas, y a purificar, a reducir a «estilo» la compleja y ambigua realidad; y Machado se deja ya ver como lo que será hasta su muerte: una persona identificada con el pueblo, defensor de sus valores y valedor de sus causas. Se me puede decir que hay trampa en esta operación de obtener la imagen de estos autores a partir de sus reacciones al texto cervantino, pues tal imagen ya la tenía yo previamente en la cabeza. Es verdad; pero creo que esos textos son una inmejorable piedra de toque para comprobar la pertinencia de la imagen previa. Porque el lector de El Quijote, en el esfuerzo de buscar un sentido a lo que lee, está obligado a poner más de sí mismo que el lector de otros libros, por profundos y complejos que sean. Señala Ortega que El Quijote es el libro que «da menos indicios para su propia interpretación». Y ello es, según él, consecuencia del realismo de Cervantes, que le induce a prescindir «de toda fórmula general e ideológica». Yo pienso, en cambio (y que Dios y don Julián Marías me perdonen), que Cervantes impone sus ideas, y las impone férreamente, sin dejar ningún margen de maniobra al lector, en lo referente al valor y significado de los libros de caballerías, que es lo que de verdad le importaba; modesto empeño para el lector de hoy, pero, como advierte oportunamente Martín de Riquer —gran erudito y, sin embargo, agudísimo lector—, se trata de «un empeño literario de acuerdo con la manera de pensar de los más graves autores españoles del siglo XVI. Todo lo que en El Quijote rodea a don Quijote está puesto al servicio de ese empeño; cuando el lector quiere buscarle otra función u otro significado, le cuesta encontrarlos, porque no están en el libro: tiene que ponerlos él. Y ahí, en esa apuesta, es donde el lector se delata, donde se retrata. Dije en el comienzo de mi intervención que ésta iba ser divagatoria y errática. Y en mi divagar por los alrededores del Caballero de la Triste Figura he perdido el norte. Yo no quería hablar, o no quería hablar tanto, de los escritores que se metieron en el libro de Cervantes, como es el caso de los que he citado, sino de los que sacaron a don Quijote de su libro natural y lo llevaron a merodear por otros parajes o por otros libros, siguiendo la costumbre tempranamente establecida por quien decía llamarse Alonso Fernández de Avellaneda. Yo quería hablar del Rocinante que volvió al camino llevado de las riendas por el escritor americano John Dos Passos. Y del don Quijote que, en hábitos de monseñor, emprendió nuevas andanzas, propiciadas por el novelista inglés Graham Green, por los senderos españoles, convertidos ya en autopistas. Y sobre todo, me hubiera gustado comentar la presencia de don Quijote en los versos de algunos poetas a los que he sido y soy muy afecto. El primero de ellos sería Rubén Darío, que, en sus «Letanía de nuestro señor don Quijote», invoca a quien él llama, entre otras cosas, «rey de los hidalgos», «señor de los tristes» y «Rolando del sueño», para pedirle en sonoros dodecasílabos que «ruegue por nosotros, hambrientos de vida, / con el alma a tientas, con la fe perdida, / llenos de congojas y faltos de sol». No es uno de los mejores poemas del nicaragüense, pero entre los tópicos y los ripios en los que no es raro que el gran poeta incurra, hay alguna estrofa intencionada y divertida como ésta que voy a leerles:

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¡Tú, para quien pocas fueron las victorias antiguas, y para quien clásicas glorias serían apenas de ley y razón soportas memorias, elogios, discursos, resistes certámenes, tarjetas, cursos, y, teniendo a Orfeo, tienes orfeón!

No sé si debemos darnos por aludidos. También me hubiera gustado seguir el rastro de don Quijote por los versos de Unamuno, que en uno de sus más bellos poemas, la «Oda a Salamanca», menciona las estancias en esa ciudad del «andariego y soñador Cervantes». Y recordar el delicado romancillo en el que Manuel Machado evoca la sonrisa de «La hija del ventero». Y detenerme en el poema que Gabriel Celaya dedica «A Sancho Panza», representante en esta reaparición del sufrido pueblo español que padece los abusos, los caprichos y las locuras de «los señoritos Quijano» (insólita y un tanto desconcertante versión del hidalgo apodado «El Bueno»). Sin olvidar una de las últimas coplas de Antonio Machado, escrita durante la guerra civil, en la que opone las brujas de Macbeth a «los encantadores del buen caballero», cuya voz grave y patética se deja oír «en el ancho llano»: «Me quitarán la ventura / —dice el viejo hidalgo—, / me quitarán la ventura, / no el corazón esforzado». El enfrentamiento del traidor, sanguinario y ambicioso Macbeth a la locura heroica y generosa de don Quijote es, en la intención de Machado, una metáfora de la violenta confrontación de las dos Españas. Todavía, exprimiendo la memoria que me queda, podría rastrear la presencia del libro de Cervantes en otros poemas. Todos nos llevarían, seguramente, a deducir que don Quijote es el personaje más socorrido de la literatura universal, una figura camaleónica que se tiñe del color de quien la toca, que sirve para ilustrar o para prestigiar las más diversas, peregrinas e incluso contradictorias ideas. Casi siempre, cuando un escritor habla de don Quijote, don Quijote significa lo que él quiere que signifique. Ésa es la clave que explica el ingenioso cuento de Borges «Pierre Menard, autor del Quijote», personaje que, para escribir otro Quijote, se limita a copiar literalmente el texto de Cervantes. En conclusión. No deja de ser curioso que don Quijote, que tan falto de sentido se mostró en su asendereada existencia, haya acabado teniendo tantos.

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