Un Grito de Libertad

novela un grito de libertad.qxp:Maquetación 1 26/3/10 08:59 Página 3 Horacio Guillermo Vázquez ¡Santiago! Un Grito de Libertad En julio de 1807,...
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Horacio Guillermo Vázquez

¡Santiago!

Un Grito de Libertad En julio de 1807, el Tercio de Gallegos, la Legión de Patricios, criollos y españoles todos, salieron a las calles a defender Buenos Aires contra una invasión extranjera. Ellos no percibieron que estaban pariendo una nueva Patria: Argentina.

En medio del combate, una exclamación desgarradora, mezcla de plegaria y grito de guerra, encendió las almas de esos héroes y los llevó a la victoria:

¡Santiago!

Xacobeo – 2010 – Bicentenario Argentino Edita:

Colección:

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Edita: Grupo de Comunicación Galicia en el Mundo, S.L. C/San Francisco, 57. 5º - 36202 Vigo (España) E-mail: [email protected] Maquetación: Pablo Camilo Pérez Alba Colección: Crónicas de la Emigración I.S.B.N.: 978-84-937683-4-8 Depósito legal: VG 330-2010 Impreso en Obradoiro Gráfico, S.L. Polígono Industrial do Rebullón, 52D Mos-Pontevedra

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Introducción Capítulo I ...........................................................9 La Proclama de Liniers Capítulo II..........................................................21 La Reunión Previa Capítulo III ........................................................31 La Organización Capítulo IV ........................................................43 Un Cuartel Capítulo V ..........................................................53 Buenas y Malas Noticias Capítulo VI ........................................................61 Los Preparativos para la Defensa Capítulo VII.......................................................67 La Batalla Inminente Capítulo VIII ....................................................73 La Primera Campaña Capítulo IX ........................................................83 La Tensa Espera Capítulo X ..........................................................89 La Batalla de Miserere Capítulo XI ........................................................97 El Preámbulo de la Victoria Capítulo XII.......................................................107 El Campo de la Gloria Capítulo XIII .....................................................121 La Rendición del Último Bastión Capítulo XIV .....................................................135 Epílogo Capítulo XV .......................................................139 El Tercio de Gallegos

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Indice

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Luego de tres lustros de investigaciones sobre la actuación del Tercio de Gallegos en la Defensa de Buenos Aires, intentamos con esta nueva obra, recrear aquella epopeya con la mayor fidelidad posible, desde la óptica de la cotidianeidad. Es nuestro objetivo rellenar el vacío que existe entre la frialdad de los testimonios escritos y la calidez de una realidad pasada. Afortunadamente, la cantidad de documentación es tanta, que nuestro trabajo no ha sido muy arduo. El heroísmo de estos próceres gallegos y argentinos, –la mayoría de los cuales han sido injustamente olvidados, o incluso desconocidos–, cobra mayor trascendencia cuando, a través de sus vidas cotidianas, percibimos que fueron tan humanos como nosotros. Intentaremos bajarlos del mármol y del bronce, para que cobren vida de carne y hueso, con sentimientos, alegrías y sufrimientos, como nosotros. Es decir: Tal como lo fueron en realidad. La totalidad de los personajes, hechos, circunstancias y lugares, son absolutamente reales (incluyendo muchos de los diálogos). La imaginación y la fantasía, solo nos han ayudado a hilvanar esta historia, con hilos tan finos que en nada varían la más absoluta verdad documental. El Autor

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Introdución

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CAPITULO 1

La Proclama de Liniers La lengua de agua del “Río Color de León”, lamía suavemente los cimientos de los bastiones costeros de la Fortaleza de Buenos Aires, en aquella fresca mañana de septiembre de 1806. Por el rastrillo, salió al galope elegante un teniente de Dragones. Las riendas en su mano izquierda, las espaldas rectas, la mano derecha sobre la unión entre la cintura y la pierna. Los bazos del caballo golpeando el puente levadizo, daban un marco de solemnidad a la escena. Pasó tranquilamente por los arcos de la Recova. Con un firme tirón de las riendas, amainó la marcha, para no molestar a ninguno de los comerciantes de aquel paseo, ni a los transeúntes que pasaban en ese momento por la Plaza Mayor. Al pasar frente a la Catedral, se quitó el bicornio emplumado de rojo, inclinando levemente su cabeza, antes de volver a cubrirse. Luego de pasar el templo, giró a la derecha y le largó un poco las riendas al animal. Había que acelerar la entrega, que seguramente le llevaría toda la mañana. A poco andar se detuvo frente a un imponente edificio de dos pisos con balconadas y acera pavimentada de ladrillos sevillanos, elevada sobre la calle de tierra. Leyó la cita que circunscribía un magnífico escudo de la ciudad, orlado de 9

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atributos mercantiles, que se encontraba sobre la gran puerta doble, justo debajo del largo balcón: Real Consulado de Industria y Comercio de Buenos Aires. Ya había llegado. Ató las riendas al palenque ubicado justo frente a las puertas de madera verde oscuro del Consulado. Se sacudió la tierra omnipresente en la capital virreinal. Se acomodó el uniforme, y buscó en el portafolios que llevaba debajo de la montura, las notas que traía. Una, junto al sello de lacre, rezaba: Al Ilsmo. Señor Secretario del Real Consulado, D. Manuel Belgrano. La otra, también apareció: Al Ilsmo. Señor Director de la Escuela de Náutica, D. Pedro Cerviño. Con las notas en su mano izquierda, entró a paso firme por la puerta central del edificio consular. Ya adentro, miró hacia ambos lados del gran pasillo transversal, como buscando una respuesta mágica sobre hacia dónde debería dirigirse para encontrar a los destinatarios de sus mensajes. Desde unos metros alcanzó a verlo el portero, quien acelerando el paso, salió a su encuentro, saludándolo alegremente: — ¡Ave María Purísima, mi general! ¿A quién anda buscando su merced con tanta prisa? –En temas de cortesía, bien sabía don Jaime que era más conveniente excederse que quedarse corto. — Sin pecado concebida –respondió el mensajero–.Pues… –Miró nuevamente las notas–al Secretario, don Manuel Belgrano, y al…–volvió a mirar– Director de la Escuela de Náutica, don… — Pedro Cerviño, mi general, don Pedro Cerviño... Sígame, su merced, por favor. Ambos emprendieron la marcha por la galería que daba al patio central de la gran casa. Caminaron casi juntos por unos metros, cuando, de pronto, se detuvo el portero frente a una puerta, y con una seña de su mano, como para que el mensajero espere, golpeó suavemente por tres veces: — ¿Si?! — Don Manuel, un mensajero trae algo para usted, de parte… – Le hizo señas con la cabeza, levantando las cejas. 10

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— Del general Liniers – dijo en voz baja el mensajero — … del excelentísimo señor gobernador, don Manuel! — ¡Pase por favor, don Jaime, que está abierto! Al abrirse la puerta, dejó ver al destinatario de la búsqueda: D. Manuel Belgrano. Su figura de caballero, condecía plenamente con su trato. Todo en él era de una calidez no carente de energía. Se terminaba de levantar del pesado sillón que ocupaba detrás del escritorio, lleno de papeles. Ya de pie, introdujo la esbelta pluma blanca que llevaba en su mano derecha, dentro del tintero, dirigiéndose directamente hacia el portero: — Gracias don Jaime – y mirando directamente a los ojos al mensajero, hizo una pausa, conociendo que las normas castrenses indicaban que éste se presentaría: — Con el permiso de Su Ilustrísima –Recitó el militar, adoptando la posición de firmes –, teniente de dragones de Buenos Aires, Domingo Inchauspe, de la escolta del Señor Gobernador, traigo de Su Excelencia este mensaje – extendió la nota que sostenía en su diestra–, con encargo de entregarlo en su propia mano. — Pues mucho le agradezco la gentileza, mi teniente. ¿Necesita usted algo más?. — No, señor. Tenga usted buenos días. Con el permiso de usted. Mientras volvían sobre sus pasos hacia la entrada, el portero le comentó que Cerviño se encontraba dictando clase, y que no le recomendaba interrumpirlo, por importante que fuera el asunto. Si no tenía inconvenientes podría recibirlo el segundo director, el profesor O´Donnell. El teniente, insistió en entregar la nota en mano, ya que esas eran sus órdenes: — Muy bien mi teniente, venga por aquí. Al llegar a la puerta del salón del ala sur, se detuvo, y haciendo un pendular giro de cabeza, acompañado de un recogimiento de hombros, abrió la puerta suavemente y sin golpear, ya que sabía que Cerviño se encontraría al otro lado del salón donde no lo llegaría a escuchar: — … y ese movimiento aparente que dijimos que hace el 11

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Astro Rey, en derredor de nuestro planeta, apareciendo por levante y ocultándose por el poniente, ¿cuánto tiempo demora?… — Un año señor –Se adelantó un mozo que escuchaba atentamente la clase de astronomía. Cerviño giró sobre sus tacos, tratando de ubicar al cadete que arriesgaba la errónea respuesta. En ese acto, vió en la puerta a don Jaime, acompañado del militar, y para distender la atención de su audiencia, a la vez que se aproximaba a la entrada, sentenció disimulando una sonrisa: — ¡¿Un año?!… Un año es el tiempo que permanecería usted en vuelo, describiendo una perfecta parábola, impulsado por la pateadura que le daría un profesor de astronomía náutica que bien conozco…–Sus compañeros contuvieron la risa, mientras agregaba–… De lo que habla usted, caballero, es del tiempo que ocupa la traslación de la Tierra alrededor del Sol. De lo que hablaba yo, era sencillamente de un día, hijo: veinticuatro horas. Anduvo cerca en el concepto. –Y dirigiéndose al resto, comentó: – Y ustedes no se rían tanto, señores, que después de todo Baigorri por lo menos arriesgó algo… — Don Jaime, me diga usted a qué se debe la presencia de un teniente de los Dragones de Buenos Aires en esta aula… — Pues ha venido de parte del general Liniers a entregarles sendas notas al licenciado Belgrano y a su merced… El teniente amagó a comenzar el recitado castrense; pero Cerviño que conocía del tema, haciendo uso de su maestría, se adelantó a agradecerle, con lo que el tema quedaba despachado. El militar pegó los tacos y se retiró con su acompañante. Cerviño, fue hasta el escritorio, en un acto reflejo que no le permitió percibir la atenta mirada de sus cadetes, casi tan expectantes como él. Su mente, desde que vio al militar en la puerta de su aula, no podía dejar de especular que se aproximaba aquello que tanto había predicho. Tomó un cortaplumas, y de un corte, rompió el lacre con el escudo de armas del Comandante General de Armas, D. Santiago de Liniers y Bremond. Leyó atentamente. Se hizo en el salón un silencio absoluto. Tal parecía que el tiempo, en contra de todas las reglas que allí estudiaban, se había detenido. Solo llegaban los 12

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voceos de un aguatero, y el chirrido del eje de una carreta que en ese instante pasaba frente a la casa. La luz de la mañana, entraba por un gran ventanal de poderosas rejas, iluminando la figura delgada del ingeniero Cerviño por un costado. Su cabeza semi –calva parecía aureolada, y sus cabellos blancos desplegaban destellos de plata. El papel que sostenía entre sus manos semejaba encenderse por sus bordes. Al finalizar la lectura silenciosa, levantó la mirada. Recorrió las caras de sus cadetes de pie frente a sus altos pupitres. Pudo percibir en esa expectación, aquel fervor que lo había llevado a emprender y continuar su tarea científica a lo largo de tantos años, en aquellas tan lejanas como amadas tierras. Estas gentes –pensó– tienen algo que solo se puede sentir, y que para peor: es contagioso. — Caballeros, se enterarán apenas salgan de esta clase, de algo que nos cambiará la vida. No dudo que nuestro amado Soberano tiene en ustedes, en todos nosotros, sus más fieles vasallos y sus más temibles defensores: ¡Viva el Rey! — ¡Viva el Rey! –Respondieron al unísono, al tiempo que se miraban unos a otros, imaginándose de qué se trataba. — Mansilla. — Señor. — Por favor, vaya a llevarle esta nota al profesor O´Donnell. — Si señor, como ordene. Apoyó ambas manos sobre el escritorio. Respiró profundamente, como para darse ánimo, y dándose vuelta nuevamente de cara a su juvenil audiencia, continuó la clase. El joven Mansilla, aun siendo el menor de los cadetes, gozaba de gran prestigio por su entusiasmo e inteligencia. No solamente entre sus compañeros, sino con los dos directores. Ciertamente no era un detalle menor que el Subdirector, D. Carlos O´Donnell, se había casado hacía unos pocos meses con su hermana Francisca. — Con su permiso, don Carlos –Dijo Mansilla al llegar a la puerta del subdirector, que se hallaba abierta. 13

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— ¡¿Lucio?! ¿Qué haces fuera de clase, chaval? — No don Carlos…me ha mandado el ingeniero Cerviño a que le entregue esta nota que acaba de recibir de manos de un teniente de la guardia del gobernador… — Veo que estas muy enterado… No la habrás leído en el camino, ¿no?. — No, don Carlos. Cómo… — Ya lo sé hijo, ya lo sé. Era solo una broma. Pero vamos… vuelve a clase, que si te tardas mucho, será don Pedro el que no te crea que no la has leído… O´Donnell, desplegó el papel ya abierto por su colega y leyó: “…DON SANTIAGO DE LINIERS Y BREMONT, Caballero del Orden de S. Juan, Capitan de Navio de la Real Armada, y Gobernador Militar de esta Ciudad, &c. Uno de los deberes mas sagrados del hombre es la defensa de la Patria que le alimenta; y los habitantes de Buenos–Ayres han dado siempre las más relevantes pruebas de que conocen, y saben cumplir con exactitud esta preciosa obligacion. La Procama publicada el seis del corriente convidándolos á reunirse en Cuerpos separados y por Provincias, ha excitado en todos el más vivo entusiasmo, y ansiando por verse alistados y condecorados con el glorioso titulo de Soldados de la Patria, solo sienten los momentos que tarda en realizarse tan loable designio. Con este objeto, pues, penetrado de la más dulce satisfacción, por los nobles sentimientos que les anima, vengo en convocarlos por medio de esta, para que concurran á la Real Fortaleza, los días que abaxo irán designados, á fin de arreglar los Batallones y Compañías, nombrando los Comandantes y sus segundos, los Capitanes y sus Tenientes, á voluntad de los mismos Cuerpos; á los quales presentaré en aquel acto un diseño del Uniforme que precisamente deben usar, si ya no le tuvieren elegido. Los días señalados para la concurrencia en el Fuerte, son: 14

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( á las dos y media de la tarde ) á saber. Catalanes, el Miércoles 10 del corriente. Vizcaynos ó Cantabros, el Jueves 11. Gallegos y Asturianos, el Viernes 12. Andaluces, Castellanos, Levantiscos y Patricios, el Lunes……………. 15. Ninguna persona en estado de tomar las armas dexará de asistir, sin justa causa á la citada reunión, sopena de ser tenida por sospechofa, y notada de incivilismo, quedando en tal caso sugetos á los cargos que deban hacérseles. Buenos-Ayres 9 de Septiembre de 1806. Santiago Liniers. No alcanzó terminar de replegar la nota y a comenzar a pensar, cuando apareció por la puerta, don Manuel Belgrano: — ¡¿Qué me dice profesor?! ¡Ha llegado la hora! Tal como lo previmos. Los ingleses deben haber puesto en marcha la maquinaria, y no nos podemos quedar atrás. Bien sabe usted que aquí, por una cosa o por otra, si no es por la burocracia de los despachos, es por lo cansino de muchos de nuestros paisanos, pero los

Edificio del Real Consulado de Buenos Aires.

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temas ni comienzan, ni terminan. Esta vez, nos han escuchado. Deberemos prepararnos con la mayor seriedad y presteza. — Yo no alcanzo todavía a caer. Estoy como flotando en el aire. Seguramente que esos herejes no se iban a quedar tranquilos con semejante derrota. Pero tampoco, creía que alguna vez diríamos: Ahora es cuando. Yo acabo de casarme, don Manuel… Francisca… — Justamente don Carlos, justamente. Es por ella que debe luchar. Por la familia que tiene derecho a tener. Por esta escuela que, sabe usted, tantos sacrificios nos cuesta sostener. Por esos muchachos que tienen derecho a un futuro. Por el propio futuro de estas costas. Nuestros hijos, y los hijos de ellos. Bien conoce usted a estos pillos de los ingleses… — Ni me lo diga don Manuel, ni me lo diga. Mi padre (¡Dios lo tenga en su gloria!), todas las Navidades se alejaba de la casa para que no lo veamos llorar. Mi madre, nos contaba que en Irlanda, una Navidad, soldados ingleses habían entrado en un bar del condado de Donegall, en el que se encontraba brindando mi abuelo, y luego de una refriega, apareció muerto. Fue la gota que colmó el vaso. Nunca se supo quien lo asesinó; pero mi abuela, mi padre y sus hermanos se marcharon hacia La Coruña, donde mi padre conoció a mi madre, y nací yo. — En Galicia no hablaban irlandés pero eran católicos… y tocaban la gaita también –Agregó Belgrano, poniendo un toque jocoso que detenga el angustioso relato. — Ciertamente don Manuel. No sabe lo bien que tocaba mi padre: Sobre todo, ”El Amanecer del Día de San Patricio”… En medio de la conversación, que ya había tomado un giro más liviano, entró Cerviño: — Señores, ¿Qué me dicen? –Y sin esperar respuesta, continuó–don Carlos, por favor, cuando terminemos aquí, deberíamos reunirnos con los paisanos de la Confraternidad de Santiago, para organizar urgentemente nuestra presencia el día 12. Queda muy poco tiempo. Yo pasaré por las casas del doctor Rivadavia y de Fernández de Castro. Por favor, pase usted por las de don Jacobo Varela y del amigo Pampillo, que le quedan de paso. Al resto seguramente los encontraremos en 16

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el bar de Marcos. Hoy mismo a las ocho, dígales que nos reunimos en San Francisco, por la puerta del gallo. ¿Le parece? — Perfecto don Pedro Belgrano, movía afirmativamente su cabeza, mirando directamente hacia los claros ojos de su amigo gallego, mientras éste delineaba con la minuciosidad que lo caracterizaba, un plan maestro, digno de su pluma. Ratificaba Belgrano la confianza que siempre le había merecido Cerviño. Desde antes de su designación como Director de la Escuela de Náutica, y más aun en las luchas por la apertura y sostenimiento del claustro, el ingeniero pontevedrés siempre había estado a la altura de los acontecimientos, compartiendo las ideas del joven abogado porteño; y cuando no las compartía, disintiendo con la lealtad y la nobleza que distinguen a un caballero. A los cadetes de náutica les costó horrores mantener la atención en las asignaturas, pues todos estaban intrigados con la escena que habían presenciado esa mañana. Al finalizar las clases, y trasponer el umbral de la puerta del consulado, rompieron a correr hacia la izquierda, con rumbo hacia la Plaza Mayor. Si algo había pasado en Buenos Aires, allí se enterarían. No tuvieron que preguntar, pues apenas llegados a la gran plaza, escucharon batir el parche de un pregonero. Cruzaban los arcos de la Recova, como yendo hacia el Cabildo Ayuntamiento. Tanto el pregonero como el tambor que batía granadera, iban erguidos en sus uniformes del Fijo de Buenos Aires. Cuando llegaron al centro de la plaza, ambos detuvieron su marcha, junto con el último redoble del tambor. El pregonero, desplegó la proclama del gobernador y la leyó con la mayor ceremoniosidad. Finalizado el acto, las gentes quedaron sin habla, se miraban sin atinar a qué decir. Los cadetes también. Por las mentes de todos, recorrió a la velocidad del rayo la idea de enlistarse. Se volvieron a mirar, pero esta vez con los ojos iluminados. — Seguramente el director Cerviño será convocado… — Nos uniremos a él…debemos seguirle… — Si, lucharemos junto a él, a O´Donnell y a Belgrano… 17

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— Cerviño y O´Donnell podrá ser, pero Belgrano no es gallego, seguramente se unirá a los Patricios… — Uy…es cierto… nosotros también deberemos unirnos a los cuerpos que nos correspondan… no estaremos todos juntos… — Como que no, bruto…¿A dónde te piensas ir a combatir?¿A Las Filipinas?... Estaremos todos juntos, hombre, que para eso es un ejército. No estaremos en el mismo regimiento, pero sí estaremos juntos… — Claro… Lucio Mansilla, como atacado por un fantasma repentino, dejó a sus camaradas con la palabra en la boca, y partió a la gran carrera hacia la casa de su hermana Francisca. Ella era la única que podría entenderlo y darle un buen consejo. En el camino, cruzó todas las bocacalles sin siquiera percatarse de nada. Casi es atropellado por una yunta de bueyes que tiraban un carretón, cuyo jinete no solo le revoleó un latigazo, que por suerte erró, sino que hizo gala de la más grosera poesía gauchesca, recitándole un rosario de insultos. Al girar en una calle, le dio un golpe tan rotundo a una robusta esclava que regresaba de lavar la ropa en el río, que a punto estuvo de tirarla en medio del lodazal de la calzada. Nadie se enteró de qué le decía la pobre negra. Pero por el ceño fruncido, los gritos y el amenazante puño en alto, se sobreentendía que seguramente no eran bendiciones lo que le estaba echando en su incomprensible idioma africano. Casi sin aliento se aferró al aldabón de la puerta, golpeándolo desesperadamente, a la vez que gritaba: — ¡Francisca! ¡Ábreme!... ¡Panchaaaaaaa! ¡Abre esta puerta! A los pocos segundos, abrió la puerta su asustada hermana: — ¡¿Pero, qué sucede Lucio?! ¿Qué te ha pasado? — …Los ingleses… Liniers… la proclama… los gallegos… Cerviño… Carlos… — ¡Por favor Lucio! No puedo comprenderte. Entra, siéntate, y tranquilízate un poco, y así me podrás contar qué es lo que sucede. 18

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Entraron ambos, bajo la azorada mirada de los vecinos que habían visto pasar la tromba humana de Lucio. Pero a nadie, de quienes habían oído a los pregoneros, o habían visto la proclama pegada por toda la ciudad, ya le podría asombrar nada. Lucio se sentó en la sala, mientras su hermana le fue a buscar un vaso de agua fresca con una rodaja de limón. — Bebe Lucio, bebe. Y cuéntame: ¿Qué ha sucedido? Proclama de D. Santiago de Liniers. Con el vaso vacío en su mano, y el aliento todavía no muy recuperado, Lucio comenzó su relato: — Ha salido una proclama del gobernador Liniers llamando a todos los vecinos a formar un ejército para defender la ciudad… Seguramente ya saben lo que todos comentaban… que los ingleses volverán a atacarnos… Al director de la academia, hoy le llevaron la proclama por un oficial de la fortaleza… y me dijo que se la lleve a Carlos… Seguramente Cerviño y Carlos se enlistarán junto a todos los gallegos en un regimiento… Los demás cadetes se enrolarán junto con ellos… Pero yo… –hizo una larga pausa, y mirando hacia un costado, pues ya no podía contener el llanto, se tomó la cara, dejando caer el vaso. — ¡ Yo quiero ir con ellos! ¡Y no me digas que aun soy pequeño…! 19

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— Lucio… –Francisca tampoco pudo contener el llanto– eres solo un niño… — ¡No soy un niño…! ¡Ya casi tengo 15 años! ¡Voy a enlistarme! ¡Y tú me debes ayudar! — ¡¿Yo?! –Exclamó extrañada y aterrada su hermana, ante la posibilidad de que su pequeño hermano marche a la guerra, sin pensar siquiera en lo que dirían sus padres. — ¡Si, tú! Debes ayudarme con Carlos. El a mí me dirá que no, pero a ti no podrá decirte nada. ¡Me debes ayudar! — Pero Lucio, por favor, no me hagas esto… — ¡No me lo hagas tú! Ni papá, ni mamá, ni Cerviño, ni siquiera Carlos querrá que me enliste… — Y no has pensado que por algo será… — ¡No me vengas con patrañas, Pancha! ¡Ya soy casi un hombre! Tú sabes que en la Reconquista, ayudé a los camaradas a cargar fusiles, llevé mensajes… — A escondidas de los papás… — ¡Pero lo hice! Después de todo, a mi edad, Napoleón ya era capitán, y a los 21 general. Y me lo ha dicho el señorito Belgrano, que estaba en la universidad, en Salamanca, cuando la revolución de los gabachos… — Pero tú eres Lucio Mansilla, no eres Napoleón… — ¡¿Y a ti, quién te lo ha dicho?!

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La Reunión Previa Eran cerca de las ocho de la noche. Desde la playa del río, en que la luna llena delineaba en plata las pequeñas rompientes, se podían ver las débiles luces de la calle de San Francisco, subiendo la empinada pendiente. La insondable oscuridad del río, traían los chasquidos regulares de unos remos besando el agua. Sonidos habituales en las cercanías del muelle de la Aduana, que anunciaba que la tripulación de alguno de los buques fondeados en las balizas, tendría una noche de juerga en la taberna los Tres Reyes, o en alguna otra de los arrabales porteños. Pocos metros arriba, se oyó la voz de un cochero frenando a sus caballos cuesta abajo, deteniéndose justo frente a la puerta del gallo, lindera al templo y convento franciscano: — ¡Hooo yeguas! – Ciertamente, la elegancia del coche no condecía con los modales del conductor– ¡Llegamos doctor! – Gritó el cochero, mientras se apeaba. En la plazuela frente al atrio del templo, ya habían varios coches, por lo que el doctor Rivadavia pudo prever que no sería el primero en llegar. Esperó que el cochero despliegue el estribo, y le abra la puertecilla. Hizo un esfuerzo para no pisar el barro de la calle, y entró 21

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a la casa de los hermanos terciarios, agradeciéndole al conductor, y recordándole que se quedase esperándole. Desde el recibidor se podían escuchar las encendidas voces que venían del piso superior. A medida que subía las escaleras, y más aun cuando éstas dieron el giro final, el volumen iba en aumento. Se mezclaban frases y voces, tanto en castellano como en gallego. Cuando finalmente, ingresó al salón, se hizo un breve silencio: — Por favor señores, no interrumpan nada por mí… — Ave María Purísima, don Benito – Se adelantó el padre Fernández a saludar a Rivadavia, estrechándolo en un abrazo. — Sin pecado concebida… Buenas y santas, don Melchor… ¡Buenas noches a todos, caballeros!…¿En qué estaban? — Pues aguardando a que llegue la mayoría. Diría que esperemos unos minutos más antes de comenzar… Pasaron diez minutos, en los que el tema obligado eran las repercusiones de la proclama virreinal, y las medidas urgentes que habría que decidir esa misma noche sin más dilaciones. Don José Fernández de Castro, tomó una campanilla, y la hizo sonar repetidamente. Cuando percibió que los más de cien asistentes hicieron silencio, comenzó: — Estimados paisanos. Esta mañana hemos recibido la noticia que nuestro gobernador militar, don Santiago Liniers, ha llamado a todos los vecinos honrados de nuestra ciudad, a organizarse en batallones para defender Buenos Aires. Como ustedes podrán ver, hoy no estamos aquí solo los hermanos Terciarios franciscanos, ni los miembros de la Congregación del Apóstol Santiago, ni oficiaré yo como Secretario tampoco. Hoy estamos aquí la mayoría de los gallegos que de algún modo somos representativos de todos nuestros paisanos en esta capital. Tenemos el privilegio de contar con la presencia del Director de la Academia de Náutica, don Pedro Cerviño, a quien todos conocemos, y quien ha sido uno de los principales impulsores de esta reunión. Por ello, y por ser, entre los gallegos, quien tiene mayores conocimientos militares, que de eso se trata esta reunión, propongo que tome la palabra: Por favor don Pedro… 22

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D. Pedro Antonio Cerviño.

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Cerviño con un gesto adusto que no le era el más común, pero sí el más adecuado a tan tensa situación, se adelantó desde su posición en el centro de la sala, hacia la mesa que oficiaba de presidencia. Todos observaron más que de costumbre, que para esa ocasión, don Pedro, lucía su uniforme del Real Cuerpo de Pilotos de la Armada. Si bien eran muchos los que lo habían visto así vestido en innumerables ocasiones solemnes, hoy, su levita azul con solapa roja engalonada de dorado, revestía un carácter singular. — ¡Irmáns Galegos! –Conocedor de la oratoria, Cerviño, comenzó su discurso en gallego, para darle un sentimiento más íntimo y emotivo– ¡La hora ha llegado! Hoy nos llama la Patria, nuestro amado Soberano, nuestra tierra de Buenos Aires, nuestras familias… El país se encuentra bajo una amenaza que solo nosotros podemos conjurar. Y no son palabras. Ustedes tanto como yo, hemos sido testigos, e incluso protagonistas, cuando hace menos de un mes, expulsamos de estas costas a una jauría de bandidos que pretendió enlodar la dignidad de España, y de los vecinos de esta nobilísima y muy leal urbe. Con fusiles y cañones, no menos que con las armas plebeyas de palos y piedras, los obligamos a tragarse sus banderas, sus tambores y sus gaitas…Pero por sobre todo, su descabellada pretensión de hacer de este bendito trozo de España, un botín de guerra que pisotear... — ¡Siiiii! ¡A patadas en el culo los echamos! ¡Y lo volveremos a hacer! ¡Malditos herejes! – Explotó la audiencia. — ¡Por favor caballeros! –Gritaba Fernández de Castro, mientras agitaba la campanilla, intentando volver a hacer silencio–¡Caballeros! Por favor, que los frailes están orando… Las palabras de Cerviño, reflejo de su iluminada mente y su incansable actividad, siempre habían encendido las pasiones más encontradas. Uno de sus más enconados detractores, era el Alcalde don Martín de Alzaga. Este paladín de los monopolistas, desde que escuchó el liberal discurso de Cerviño en la inauguración de la Escuela de Náutica, no escatimaba esfuerzo en su contra. Y ya iban siete años… En su favor, naturalmente, había una legión de personalidades, encabezadas por su jefe inmediato, el influyente Belgrano, Secretario del Consulado. 24

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— El general Liniers, como bien lo ha dicho nuestro paisano don José Fernández de Castro, nos convoca a todos los gallegos, a ratificar nuestro compromiso con esta tierra, sellado indiscutiblemente el pasado mes, cuando regamos estas calles con nuestra sangre, y la de nuestros hermanos… venciendo a la que –hasta ese momento– era la más poderosa tropa en el mundo. Pues desde entonces, todo hombre en este orbe, pensará dos veces antes de pretender poner un pie en el Río de la Plata, con malas intensiones, ya que deberá enfrentarse con estos puños –Levantó la mano cerrada enérgicamente –, con estos pechos españoles, deseosos de derramar hasta la última gota que quede en sus corazones, antes de arriar la enseña de nuestro Rey!… — ¡Viva el Rey! ¡Viva el Rey! –Volvieron a explotar los asistentes, poniéndose de pie, levantando y agitando sus manos, sus sombreros y bastones. — Sabemos que no podremos contar con tropas que nos envíen desde España, pues nuestro amado monarca, don Carlos IV (que Dios guarde), las necesita para la liberación de la Península del poder del Emperador de los franceses. Tampoco las tropas veteranas con asiento en estas costas han demostrado estar demasiado dispuestas a emprender una lucha seria. Todos hemos visto al pueblo todo dispuesto a tomar las armas para defender esta capital. Hemos participado, con el mayor celo y patriotismo, del intento de defensa. Pero sabemos que no hubo organización de ningún tipo. Al llegar a los Quilmes, y formar en línea de batalla, a la vista del enemigo, ni nos habían provisto de munición suficientes. La poca que nos dieron no la habíamos alcanzado a armar, y en frente de los invasores, todavía llevábamos las piedras de nuestros fusiles en las manos. La oprobiosa rendición de junio pasado, y la huida de nuestro anterior virrey, el marqués… — ¡Maldito cobarde! ¡Siiii, descarados infames! –No terminó de pronunciar el nombre del marqués de Sobre Monte, cuando la platea volvió a estallar en gritos en su contra. — En fin, caballeros, ya nadie duda que si el pueblo recuperó nuestra capital, nadie que no sea el mismo pueblo, nos defenderá mejor. Nosotros, nuestros camaradas criollos, y 25

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hasta nuestros paisanos los indios, inclusos nuestros esclavos negros, fuimos quienes nos decidimos a vencer… y triunfamos.. y lo volveremos a hacer cuantas veces sea necesario!. — ¡Si señor! ¡Pusimos nuestros pellejos y lo volveremos a hacer! ¡A patadas en el culo los volveremos a botar, Carallo! — Caballeros, por favor, que estamos en un recinto santo… — Fernández de Castro, intentaba frenar a sus paisanos enfervorizados. — Vamos don José, no se preocupe tanto por los frailes, que ellos también en la Reconquista se han cargado a unos cuantos ingleses. No se vendrán ahora a abochornar por un par de carallos… –Hubo risas generales, que aplacaron los ánimos. Cerviño concluyó: — Caballeros, el gobernador Liniers, con la autoridad que le otorga, no solamente su carácter de representante de nuestro Monarca, sino especialmente porque fue quien organizó al pueblo para la Reconquista, y quien nos guió a la batalla, arrostrando él mismo el primero todos los riesgos, hoy nos ha convocado a formar un batallón reglado. Estamos convocados todos los gallegos, junto a nuestros hermanos asturianos, para crear este regimiento. Tenemos solo dos días. El próximo viernes 12, le

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mostraremos a nuestro gobernador, a nuestros vecinos, a nuestras familias, pero por sobre todo a nuestros hijos, que los ideales, las tradiciones y los valores que han hecho famosa a nuestra milenaria Galicia, siguen vigentes. Y que nosotros los representaremos. Seguiremos la senda que nos marcaron Nuño Alfonso y María Pita, pero por sobre todo, seguiremos las divisas que siempre nos ha honrado y enorgullecido que sean las que nos identifiquen y nos distingan: La encarnada cruz de nuestro santo patrono, el Apóstol Santiago, y el blasón azul, con las cruces de nuestra Santa Fe Católica, y el Santísimo Sacramento de Nuestro Señor Jesucristo, milenaria insignia de nuestra amada Galicia. Por Dios, por el Rey, por Galicia y por Buenos Aires… Venceremos! El centenar de asistentes irrumpió en inacallables gritos. Todos se abrazaron entre sí, y se abalanzaron a felicitar a don Pedro por su arenga. El doctor González Rivadavia, propuso un brindis por el nuevo regimiento de gallegos, y se comenzaron a llenar los vasos con vino tinto del país. Continuaron los brindis, y las conversaciones giraban todas en torno a la organización de la unidad miliciana. En la gran mesa de la presidencia, el paño grana que cumplía las veces de elegante mantel, se fue vaciando de copas, a la vez que se llenaba de papeles donde se iban esbozando los reglamentos del cuerpo y su organización. Cerviño y su colega O´Donnell, Fernández de Castro, el doctor Rivadavia, su homónimo sobrino y su hijo Bernardino, junto a don Jacobo Varela, Bernardo Pampillo y algunos otros influyentes paisanos llevaban las voces cantantes. Se trajeron otras mesas, donde cada grupo, discutía las responsabilidades y tareas que deberían cumplir entre el miércoles y el jueves, para poder llegar al viernes 12 con todo regularmente organizado. Cerviño con el doctor Rivadavia, el uno por sus conocimientos militares y el otro por dotes en derecho, comenzaron a perfilar y pulir los artículos con que debería contar el reglamento. Fernández de Castro, el padre Fernández, y otros de los cofrades fundadores de la Congregación del Apóstol, se 27

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reunieron aparte para organizar la convocatoria de la masa de gallegos con que permanentemente tenían contacto desde hacía veinte años. Varela, Pampillo y O´Donnell, que se contaban entre los más entusiastas, fueron diagramando un plan de adiestramiento que llevar adelante para tener un regimiento disciplinado, junto a principios de estrategia que tener presentes en determinados casos. Los tres eran destacados veteranos de la Reconquista. Varela tenía una vasta experiencia como armador de un buque mercante, por lo que vivía a cotidiano la realidad de la conducción de los hombres de mar. Pampillo, aparte de habilísimo comerciante y negociador, había sido espía en la Reconquista. Y finalmente O´Donnell, desde hacía cinco años era formador de oficiales mercantes, lo que le daba una autoridad poco equiparable en aquellas circunstancias. Todos se conocían perfectamente. Aunque la ciudad tuviese más de 40.000 almas, y que los gallegos, junto a los patricios, fuesen la inmensa mayoría, esa noche, estaban los cerca de cien gallegos más influyentes. Todas eran caras conocidas. Todas eran vidas conocidas. Sin dudas, unánimemente, los gallegos tenían el mayor respeto y admiración por la figura de Cerviño y su segundo. Los más adinerados –que eran muchos en esa reunión– tenían serias diferencias con el ingeniero pontevedrés, pero ello se circunscribía a sus ideas liberales respecto del comercio, que ciertamente no les convenía a sus intereses como monopolistas. Pero en las lides castrenses, él sería su hombre. Eran más de las dos de la madrugada, cuando los primeros contertulios comenzaron a despedirse de sus paisanos, llevando cada uno un encargo particular y de singular trascendencia. Uno a uno, o en grupos, comenzaron a bajar las escaleras. Algunos se despedían y subían a sus carruajes. Otros continuaban su charla en medio de la noche cerrada, mientras el lazarillo negro que los había estado aguardando, los precedía con un candil, cuya lucecilla mortecina, disimulaba su cara de sueño. Casi nadie había percibido, en la puerta del Gallo, la presencia de un personaje que todos conocían con el mote de 28

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Tururú. Pero allí estuvo, desde las ocho de la noche, hasta esa hora de la madrugada. A pesar de su aspecto andrajoso, y su cacofonía, andaba siempre limpio, y jamás había aceptado una limosna. Se contentaba con que se responda a su cordial saludo; o a lo que todos suponían que era un cordial saludo, pues, con certeza, nadie llegaba a interpretar realmente qué estaba diciendo. Las calles linderas a San Francisco, se fueron poblando de pequeños grupos de gallegos que, en todas direcciones, retornaban a sus casas con una responsabilidad vital cada uno. También Tururú, luego de saludar hasta al ultimo de los contertulios presentes en la reunión, tomó su varita, y junto a su pequeño perro (tan fiel como ordinario) tomaron rumbo incierto. Se fue tarareando una cantiga galega: Tu tururu, tururu tutu tururu… Ninguno de los convocados sabía con certeza, pero todos presentían que serían nuevamente protagonistas de algo trascendente para ellos, y para el futuro de la ciudad. Esa noche, algo hizo que ninguno de los asistentes pudiera pegar un ojo. Los recuerdos de su Galicia natal se agolpaban en sus memorias: sus aldeas, sus costas o sus montes, sus parroquias o los muiños de auga, sus amigos, sus hermanos… sus padres… Muchos se daban vuelta en la cama, para que sus esposas no percibieran las lágrimas que comenzaron a brotar de sus ojos. Otros, hasta se tuvieron que levantar, para poder sollozar en la paz de las salas o los patios, con la vista clavada en el firmamento. Como buscando una respuesta que sabían que no iban a recibir. Galicia, la Catedral de Santiago, las feiras… Aquellos gritos desgarradores de las madres, hermanas y novias que quedaban aferradas al muelle, con los brazos extendidos hacia la inmensidad del mar, mientras el buque se alejaba con una lentitud que parecía a adrede, no los dejó dormir. Esas cosas que siempre quisieron olvidar, y hasta pensaron que lo habían logrado, esa noche… precisamente esa noche afloraron a borbotones… 29

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Quizá no pudieron percibir que esa noche… precisamente esa noche… habían concebido un regimiento que agregaría a las glorias de Galicia, las de sus hijos en el Río de la Plata. Era el dolor, la ansiedad, la angustia y la esperanza de un parto. Esa noche nacía el Tercio de Gallegos.

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CAPITULO 3

La Organización Rojos nubarrones sobre el horizonte, presentaban al amanecer de aquel viernes 12 de septiembre, como un viejo escudo de plata, con una faja encarnada en el centro: Arriba el cielo gris, abajo el reflejo sobre el inmenso río. La amenaza de una lluvia era cosa cierta. Los marineros de los buques fondeados en la rada, comenzaban presurosos a trincar los bagajes que quedaban fuera de bodega. Verificaban que los rizos de las velas estuvieran tesos, y más de un capitán fondeó otra ancla: signos todos que presagiaban una borrasca. El barro de las calles –salvo la del Correo que estaba empedrada–no alcanzaba nunca a secarse, y entre los caballos y las pesadas carretas, producían unas huellas tan profundas que podían hacer que cualquier parroquiano que perdiera el paso, se ahogue sin mayor tramite. Los días previos, ya habían acostumbrado a los comerciantes de la Recova a una mayor aglomeración de gente que la de costumbre. Gentes que luego de ir agrupándose en la Plaza Mayor, ingresaba en malón a la Fortaleza. Ansiosos por verificar si todos los esfuerzos desplegados los dos días anteriores, darían su fruto, los miembros de la Cofradía, tanto como los principales responsables de la convocatoria, llegaron a la plaza antes del mediodía. 31

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Tal como lo habían decidido, todos se presentaban vestidos de paisano, para no herir a los menos pudientes, que, en realidad, eran la mayoría. Ya para la una de la tarde eran más de doscientos, lo que causaba la mayor alegría de los organizadores. A medida que iban llegando, se saludaban, unos en castellano, los más en gallego. Se abrazaban, se presentaban, los pocos que no se conocían, y muchos se sorprendían de saberse paisanos de una misma provincia, o ayuntamiento. Se daban las novedades de a cuántos habían convocado, y aguardaban con ansiedad que se hiciesen las dos, para ingresar a la Fortaleza –la gran mayoría, por vez primera–. A las dos menos diez, Cerviño, con el doctor Rivadavia, Fernández de Castro, Varela y Pampillo a su lado, exclamó en alta voz, como para que lo escucharan los más de quinientos gallegos que se hallaban a su alrededor: — ¡Caballeros! ¡Por favor, caballeros! ¡ Les pido que nos sigan ordenadamente! –Y en voz más baja, les dijo a sus adláteres, que se dispersen entre la multitud, para verificar que ninguno se quedase afuera. El puente levadizo se encontraba, como casi siempre, bajo, por lo que con la sola presentación de Cerviño ante el oficial de guardia que ya se hallaba esperándolos, entraron. Era emocionante ver a esa enorme legión de gallegos, ingresar al gran edificio gubernamental en multitud. Cuando se encontraban todos en el gran patio central, se acercó el edecán del general Liniers, preguntando por los encargados del grupo. Se adelantaron Cerviño, González Rivadavia y sus amigos. El coronel les pidió que lo siguieran. Antes de irse, Cerviño les pidió a Varela, O´Donnell y Pampillo que se quedasen con los paisanos. Guiados por el edecán de turno, ingresaron por los húmedos pero impecables pasillos de la Fortaleza. Al final del abovedado corredor, giraron a su izquierda y subieron una imponente escalera de madera lustrada. En el centro de la primera planta, se detuvieron ante una señal del guía. Golpeó suave pero firmemente la puerta. Le respondieron desde adentro, ante lo cual 32

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abrió la pesada puerta tallada con las Armas del Rey. En el interior, Liniers, vestido con su uniforme de Capitán General, parecía hacer juego con el fino mobiliario, presidido por un retrato de don Carlos IV. Poniéndose de pie, salió de detrás de su escritorio, y dirigiéndose ágilmente hacia ellos, los saludo afablemente: — Doctor Rivadavia –Su puro español dejaba entrever un leve acento francés–, señor Fernández de Castro, ingeniero Cerviño –Se refirió con la misma cordialidad, mirándolo directamente a los ojos, en tanto lo saludaba –, ¿Cómo esta nuestra Academia de Náutica? — Pues como siempre Su Excelencia, trabajando a toda vela, y capeando temporales. Rieron ambos por cortesía, pues sabían de los problemas que aquejaban a aquel claustro, a pesar de los indiscutibles beneficios que siempre había brindado a Buenos Aires. El ventanal que miraba al río, traía la imagen de los buques fondeados, los carretones de altas ruedas, que iban y venían hacia ellos cargando y descargándolos; las mujeres que lavaban las ropas sentadas en las toscas de la playa; y los carros de los aguateros luchando contra el oleaje que crecía, para poder llenar sus toneles. — Caballeros, por lo que me ha adelantado mi edecán, habéis reunido una multitud cuya importancia solo los gallegos podíais convocar. Sinceramente, no esperaba menos de vosotros. Si se acercan a la mesa –Señaló una mesa un poco más distante –, podréis ver el modelo de uniforme que sugiero para vuestro cuerpo. Por cierto, ¿Habéis pensado en el nombre que tendrá? — Si, Su Excelencia: Tercio de Voluntarios Urbanos de Galicia… — ¡Magnífico nombre, ingeniero! Acorde con la importancia de vuestro batallón. Recuerdo haber estudiado la historia de aquellos tercios… — Sin dudas, Vuecencia, los regimientos de infantería con los que en los tiempos heroicos de la Nación, el emperador Carlos V conquistó Europa... 33

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— Ya lo decía yo. Ahora lo recuerdo perfectamente. Lo he leído durante mis tiempos de cadete en la Real Compañía de Guardias Marinas. Juntos se acercaron a una gran mesa de caoba lustrada y finamente labrada, que tenía una gran cantidad de dibujos de uniformes, junto a otros muchos papeles. — ¿Qué les parece…–Buscó Liniers entre los dibujos– este? — Perfecto, Su Excelencia –Respondieron al unísono. — Si Su Excelencia me lo permite… — Por favor, don Pedro… — Solo le agregaría que las solapas fuesen blancas, y en los collarios desearíamos tener como atributos, los del santo patrono de las Españas… — Y de Galicia, por cierto –Agregó Liniers, dándose por enterado de hacia dónde apuntaba Cerviño. — Por cierto, Vuecencia. La cruz del Apóstol Santiago con las dos conchas de vieira. — Pecten Iacobeus. No veo por qué no… después de todo, es mi propio santo patrono… –Rieron juntos– Que así sea. Con respecto a la organización del cuerpo… — Hemos pensado –Se adelantaba Cerviño, como intentando evitar que el general les cambiara sus planes originales– en compañías de sesenta hombres. Y por lo que hemos visto, podríamos conformar siete u ocho. A esto le agregaríamos una compañía de granaderos. Un tambor de órdenes por compañía y dos banderas: una coronela y una batallona. Todo conforme a la reglamentación vigente para las milicias de Indias. — Veo que habéis trabajado mucho, y muy bien. ¿Podríais traerme los reglamentos para la próxima semana, caballeros? ¿Les vendría bien el viernes 19? — El miércoles 17 los tendrá en su despacho, Su Excelencia. — Perfecto, mis amigos, perfecto. Pero, bueno, vayamos saliendo que el Tercio de Galicia nos está aguardando… Desandaron el camino hacia el patio, ahora acompañados por el gobernador militar y su edecán. 34

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Se abrió la puerta que daba al patio, y la multitud que se encontraba reunida, hizo un profundo y expectante silencio, dirigiendo todos sus miradas hacia ese sitio. Al punto salió Liniers. Los gallegos prorrumpieron en aplausos y vítores, respondidos por Liniers con una espontánea sonrisa y su mano derecha levantada en señal de saludo. Mientras caminaban hacia un punto propicio, Cerviño, mirando fijamente a Varela, O´Donnell y Pampillo, les hizo unas casi imperceptibles señas, para que aquietaran a los paisanos. Una vez situados en la posición, y acallados los ruidos, Liniers se dirigió a todos ellos: — ¡Hijos de Galicia! Quiero, ante todo, daros las gracias por haber respondido de este modo a mi convocatoria. No es menos de lo que esperaba de vosotros. Esta multitud de voluntarios gallegos, es un ejemplo concreto de aquello de lo que habéis dado sobradas muestras en la Reconquista de nuestra ciudad. El amor a nuestros Monarcas y a nuestra Fe, en fin, el coraje y bizarría que habéis demostrado en cuanta oportunidad tuvisteis, es un blasón de que debe estar orgullosa la provincia en la que descansan los restos del Patrono de las Españas, nuestro Apóstol Santiago, y que ha sido la os ha visto nacer. Hoy es vuestro primer día como regimiento voluntario, y como Comandante General de Armas, os doy formalmente la bienvenida al Ejército del Rey. Nos esperan días aciagos, pero sé positivamente que estos dominios permanecerán bajo el amparo de nuestros amados Soberanos, y descansarán con tranquilidad, mientras hombres como vosotros velen las armas. Id y preparáos, instruíos y adiestráos, bajo la tutela de los comandantes y oficiales que vosotros mismos elegiréis para que os conduzcan. Vuestros ideales de justicia, y vuestros valores cristianos os guiarán hacia la disciplina indispensable en el ejército. Dotación del Tercio de Gallegos…¡Rompan filas!… ¡Que Viva el Rey! — ¡Viva el Rey! ¡Viva el Rey! –Respondieron al unísono, prorrumpiendo en risas y abrazos. El general se despidió de los más conocidos, y se marchó hacia la oscuridad de los pasillos. Mientras tanto, los gallegos continuaban su algarabía dentro del gran patio central 35

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de la Fortaleza, bajo una cómplice mirada de los centinelas que montaban guardia en las torres y debajo del rastrillo de la puerta principal. Conducidos por Cerviño y sus ayudantes, fueron desconcentrándose, pasando por el puente levadizo hacia la Plaza Mayor. Prácticamente todos, al pasar junto a los guardias de la entrada, los saludaron con un: –¡Hasta luego camarada!, que evidenciaba el orgullo de esos labradores, artesanos o comerciantes, por convertirse en soldados del Ejército del Rey. Dos presencias habían pasado inadvertidas en semejante marea humana: Lucio Mansilla, y Tururú (naturalmente acompañado por su fiel can, y armado de su inseparable varilla). Tal como lo habían programado, ni bien terminó la entrevista con Liniers, cruzaron la plaza en diagonal, y pasando por frente al Cabildo Ayuntamiento, torcieron hacia la izquierda para dirigirse hacia la iglesia de San Ignacio. Allí los estaba esperando el padre Fernández. Ingresaron todos al templo, donde se ofició una misa especial, arreglada por la Congregación de Santiago. Cumplidos los tiempos litúrgicos, y llegado el momento de la homilía, el padre Fernández abandonó el Altar Mayor, y dirigiéndose hacia la derecha de este, quedó justo frente al retablo donde descansaba la imagen del Apóstol Santiago. Esa imagen tenía una especial significación para todos los gallegos de Buenos Aires. Desde hacía casi quince años acompañaba los festejos del Día de Santiago, siempre organizados por la cofradía. La misma congregación la había adquirido en Compostela con los fondos recaudados por centenares de gallegos, y junto con el retablo, presidido por un enorme escudo de Galicia, constituían los signos más visibles y entrañables de la comunidad. Por esta razón el padre Fernández eligió ese sitio para desde allí hablarles a sus paisanos. El encendido sermón inflamó aun más (si ello era posible) el fervor patriótico, haciendo especial mención del tímbre de Galicia y su patrono. 36

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Terminada la misa, todos los asistentes –que llenaban por completo el recinto– se quedaron en sus sitio, tal como se les indicara, pues en seguida tendrían allí una importante reunión. Esperaron en regular silencio a que el padre Fernández dejara sus atuendos religiosos en la sacristía. Y cumplido este paso, se acercó nuevamente, y les comentó: — Como ya hemos escuchado del señor gobernador, entre todos nosotros deberemos elegir a los comandantes primero y segundo de nuestro tercio, y tan luego, los camaradas de cada compañía hará lo propio con los capitanes y tenientes que la han de mandar. Esta elección la haremos según tenemos costumbre en la Congregación: Por voto secreto. Luego de las votaciones iniciales que llevaron más de una hora, casi por unanimidad y aclamación de pie, fue designado Comandante, el ingeniero, don Pedro Cerviño; y Segundo Comandante, don José Fernández de Castro. Aun cuando nadie debió fundamentar su voto, pues este era estrictamente secreto, todos conocían perfectamente las dotes de conducción de Cerviño; su prestigio personal y profesional, tanto como sus conocimientos militares, y hasta su experiencia en este campo. Si bien no era militar de carrera, el propio hecho de que fuera ingeniero del ejército, indicaba que sus conocimientos debieron ser considerables para que esta fuerza lo incorporase. En cuanto a Fernández de Castro, no tenia ni los conocimientos castrenses, ni una experiencia comparable a su paisano, pero era ciertamente un personaje de fuste en la cofradía. Tenía, por ello, gran poder de convocatoria, mucha influencia, un carácter y entusiasmo poco común. Cumplidas las elecciones, cada jefe de compañía, junto a sus oficiales, agrupó a su gente para tener un acercamiento inicial., y se dispusieron a conformar las listas. Se separaron algunas mesas, y ordenadamente iban dejando sus datos desde el primero al último: — Pedro Antonio Cerviño. — No me haga bromas señor comandante, –Apuntaba Fernández de Castro–, Campo Lameiro, Pontevedra, verdad? 37

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— No me las haga ahora su merced –Bromeó Cerviño. — Josef Fernández de Castro –Se dijo en voz alta él mismo–, El Ferrol, La Coruña… — ¡Esa es una ciudad! –Gritaron desde la mesa de los granaderos, los nuevos oficiales Andrés Domínguez y José Díaz de Edrosa, mientras continuaban tomando nota. — ¡Ole! –Ratificaron Bermúdez y Pardo de Cela, desde otra fila. — Caballeros, por favor, en orden. Recuerden que formamos parte de un regimiento, no de una corrida de toros! –Los reconvino Varela, mientras lo apuntaban como capitán de granaderos. — Jacobo Adrián Varela, La Coruña, julio 26 de 1758… — veintiséis… uno después de Santiago… con razón le han puesto Jacobo, mi capitán… –Bromeó el teniente Domínguez. Por otra mesa se lo escuchaba al propio padre Fernández: — Melchor Fernández Ramos, Foz, Lugo, diciembre 13 de 1762… En cada mesa se condensaban en breves párrafos, centenares de historias, que la vida de cuartel se encargaría de destejer: — Pablo Villarino, San Salvador de Bembibre-Buxan, La Coruña… — Doctor Manuel Antonio Casal de Anido, San Andrés de Cedeira, Redondela, Pontevedra, junio 4 de 1781… — Pedro Baliño de Laya, San Salvador de Abeancos, Mellid, La Coruña… — Lucio Norberto Mansilla… Al escuchar ese nombre, el profesor O´Donnell, –que se hallaba ensimismado enlistando a los camaradas de su compañía–, levantó la vista sorprendido: — ¡Lucio! ¿Qué haces aquí? ¿En qué habíamos quedado? Si te ven tus padres te matarán, y … a mi también. Y si lo llega a saber tu hermana, ni te digo…¡Y para peor desfachatez, te vienes a enlistar en mi propia compañía!… 38

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— ¿Y quién me cuidaría mejor que mi propio cuñado, mi cabo primero?… — ¿Qué es lo que sucede? –Preguntó intrigado Sánchez de Boado, recientemente nombrado capitán de la 3ª compañía de fusileros. — Nada, mi capitán. Por favor teniente Lorenzo, hágame el bien de continuar –Pidió O´Donnell, al tiempo que tomaba a su joven cuñado por un brazo, sacándolo de la fila. — Lucio, ¿Te has vuelto loco? ¿Pretendes que nos maten, antes de que lleguen los herejes? ¿Cómo se te ocurre hacer esto? ¿Lo saben tus padres? ¿Y Francisca? — ¡Por favor, Don Carlos! ¡No me martirice! ¡Si, lo he hablado con Francisca! Traidora… no le ha dicho nada, por lo que veo… — ¡No me cambies de tema, Lucio, por favor! No puedes hacer esto… Semejante conversación, en un ámbito donde había más de seiscientos hombres, no solamente no pasó inadvertida, sino que se convirtió en el centro de la atención. La mayoría levantaba voces a favor del mozo, mientras que una pequeña minoría (seguramente padres de jóvenes de la edad de Lucio), respaldaba al cabo primero de la 3ª compañía.

Reglamento del Tercio de Gallegos.

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En lo mejor del altercado, se acercó Cerviño, acompañado de su inmediato, Fernández de Castro, y del jefe de aquella unidad, don Juan Sánchez de Boado. — ¡A ver caballeros! ¿De qué viene esta disputa? –Medió el comandante, haciéndose el desentendido. — Que el mozuelo no ha tenido mejor idea que matar de un soponcio a sus padres, enlistándose en el Tercio... Sin mencionar que por Ley Transitiva, por ser su hermana, mi esposa, el siguiente en la lista de finados sería quien le habla, don Pedro. — Y usted, Mansilla ¿Qué tiene para decirnos en su favor? –Preguntó Cerviño. — Verá usted Señor Director …este… quiero decir… mi comandante. –Mansilla intentaba contener los nervios, para que no lo traicionen, lo que era poco menos que imposible–. Apenas me he enterado de la proclama del general Liniers, no he deseado con mayor fervor otra cosa que enlistarme en este cuerpo… después de todo ¿Qué diferencia podría haber entre un combate aquí, o a bordo de alguno de los buques mercantes para los que nos instruimos en la academia?. Después de todo ¿no son piratas iguales? ¿No es más digno defender a la propia familia de uno que a un barco?… Se hizo un profundo silencio. Tan profundo como el simple análisis que, a modo de impensada arenga, habían escuchado de boca de un jovencito de catorce años. Ya casi sin argumentos, Cerviño agregó inquietado: — Y si eres porteño ¿Por qué no te has ido a enrollar en la Legión de Patricios? ¿Por qué has elegido enlistarte en el Tercio de Gallegos? — Porque aquí está usted, que es mi Director… Y don Carlos, que es mi cuña… digo… mi profesor… La inocente sinceridad de Lucio, desarmó la sensibilidad de Cerviño. Sus acompañantes, al igual que muchos de los que escucharon con expectación las palabras del muchacho, tuvieron que morder con fuerza para no evidenciar su emoción. — Joven Mansilla, Dios quiera que todos los miembros de este cuerpo que me enorgullece mandar, tengan la sinceridad, 40

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la lealtad y el coraje que usted ha demostrado. Ciertamente, vuestra merced ha demostrado que no es un niño, sino todo un caballero. Por tanto, si no hay objeciones, recomiendo al señor capitán de la tercera compañía de fusileros, que apunte a don Lucio Mansilla, como a uno de sus camaradas! Todo el regimiento explotó en aplausos y gritos. Lucio nunca había recibido tantos abrazos: — ¡Será el Benjamín del Tercio! –Sentenció un camarada, levantando a Lucio hasta sentarlo en sus hombros. La jornada se extendió nuevamente hasta altas horas de la noche. Se volvieron a repartir responsabilidades, esta vez, por estricto orden jerárquico. Se comenzaría de inmediato, con la instrucción de orden abierto, orden cerrado y reglamentos militares, para la tropa. Principios de Táctica y Estrategia para los oficiales. Habría que hacerse de un cuartel a la mayor brevedad. Y un largo etcétera. Más largo que lo pensado… y que lo deseado. A medida que salían por la puerta trasera de San Ignacio, Tururú, que había estado presente hasta entonces, repetía su ceremonia de saludar a todos y cada uno, levantando y bajando su varita (lo que producía, invariablemente, que su perro compañero, ladrase como respondiendo al saludo). La noche porteña se aclaró, manteniéndose el persistente viento sudeste que había soplado desde la mañana. Los árboles del Paseo de la Alameda, mudos testigos de algunos de los gallegos que retornaban a sus casas, se torcían danzando al son de la sudestada. Las preocupaciones, la confianza, y sobre todo, la alegría de saberse servidores de la Patria, era tan inmensa, que pocos mensuraron la trascendencia de aquellas decisiones. Pocos también eran realmente conscientes de la potencia contra que deberían enfrentar. El desafío ya estaba en marcha… Y la suerte echada…

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CAPITULO 4

Un Cuartel Don Pedro!¡ Don Pedro!… –Gritaba agitado O´Donnell, al tiempo que ingresaba corriendo a la Escuela de Náutica. — Tranquilícese don Carlos, y vamos, cuénteme qué sucede… — Ya tengo… cuartel… para el Tercio… –Respondió sonriendo O´Donnell, que aun no había recuperado el aliento. — ¡Vamos hombre! ¡Desenrolle! — Anoche estuvimos con Francisca, de visita en casa de su amiga: misia Mariquita Sánchez… Ya sabe usted, la que esta noviando con nuestro colega, el alférez de fragata Thompson… — No se desvíe, hombre…no se desvíe… — Bueno. Resulta que en medio de la cena, su señora madre, doña Margarita Trillo, como quien no quiere la cosa, me comenta que tiene una enorme casa, con un patio más grande aún, para alquilar… —¡¿Y entonces?!… — Y entonces, le dije que si no nos la querría alquilar, para que sirva de cuartel a uno de los regimientos patriotas… —¡¿ Y entonces?!… 43

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— Y, que me ha dicho que si, que estaría encantada de servirle a la Patria… —¡ Ole, hombre! ¡Ole, Ole y Ole! –Gritó Cerviño entusiasmado, mientras echaba para atrás su silla de un golpe, para estrecharlo en un abrazo. En medio de tal efusiva demostración, le preguntó, tornando la sonrisa en un gesto de preocupación: — ¿A cuánto?… — Que no se preocupe don Pedro –Respondió O´Donnell a su jefe, a quien tenía a cinco centímetros de su nariz, con un hilo de voz producto de la fuerza del abrazo en que estaba contenido–… Que de eso no hablaríamos en estos trances para la Patria… Que eso sería tema para tocar después de la victoria…Que mientras tanto, contemos con nuestro cuartel a partir de mañana… O sea, de hoy… — ¡Este es mi Segundo, carallo! –Exclamó Cerviño, mientras estrechaba a su segundo más fuerte aun. — ¡Afloje un cuarto, don Pedro! ¡Que se quedará sin Segundo! – Ambos rieron con fuerza. Esa misma tarde, como todas las anteriores desde el viernes 12, se reunieron en la Plaza de Toros, para practicar. Allí se dio la novedad que a partir del día siguiente tendrían cuartel. Noticia que fue recibida con un ruidoso alborozo, como era costumbre. — Pero vamos, caballeros, que aun nos quedan dos horas de instrucción…–Gritó Cerviño. — ¡A formar en línea de batalla! –Ordenaron los jefes de compañía. A la carrera, –ya adoptando un gesto adusto que demostraba la seriedad con que se tomaban la práctica– cumplieron lo indicado… A su manera… —¿Qué hace allí detrás? ¿Está esperando algún carruaje el señorito? –Preguntó un teniente a un despistado que se había colocado en cuarta fila. —¿En cuántas filas se forma en batalla? 44

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— ¡En tres! –Respondieron al unísono. — Como verá, camarada, o se coloca en una de las tres filas, o luchará en otra guerra… —¡Si, señor! –Respondió seriamente el soldado, al tiempo que se habría lugar en la fila delante de él. Los oficiales instructores de la tropa, habían encontrado en el humor, un dócil ayudante. Sus instruidos sabían que no se les estaba ridiculizando, sino que, se tomaban esas libertades, pues conocían el afecto y confianza que se les tenía. Aun más, esas demostraciones, creaban un vínculo mucho más estrecho entre los oficiales y la tropa. Las diferencias sociales, o de clase, que antes de la Reconquista eran el factor que establecía el ordenamiento de los estratos porteños, habían cedido más de lo que se pudiera suponer. El trato igualitario del cuartel colaboraba con esto, haciendo que los camaradas estrecharan sus vinculaciones personales. Miguel Basabilbaso y su hermano José, habían invitado a su nuevo amigo a conocer a sus padres, y comentar juntos estas nuevas cosas de hombres. Caminaban al paso largo, ansiosos por llegar. Girando una de las esquinas, llegaron a una gran casona con grandes ventanales de gruesas rejas negras. La puerta cancel, dejaba ver, pasando el zaguán, un gran patio andaluz, cuajado de lirios. Antes de entrar, Miguel lanzó un grito hacia el interior: — ¡Familia, vengan! — ¡Miguel, por favor! Sabes que a papá no le gusta que hagas eso… Entraron los tres, y para cuando llegaban al corredor que circunscribía al patio, ya se había reunido la familia: — ¿Que es lo que os sucede, mis niños? –Preguntó intrigada, la madre de los muchachos, mientras se acercaba el padre, ya con gesto más serio, pues conocía a sus hijos. — Sucede que nos hemos hecho amigos con este caballero, y queríamos presentároslo…–Introdujo José. — Encantado señores, mi nombre es José Manuel Sánchez de 45

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Alonso, –Dijo el visitante a la vez que extendía su mano para saludar al padre de sus nuevos amigos– dependiente de la tienda de… — Del Ilustrísimo Señor Alcalde de Primer Voto, don Martín de Alzaga ¿no es cierto?. Encantado hijo, Francisco Antonio de Basabilbaso, para servirle. Padre de estos dos bandidos… — Y Escribano General del Ilustrísimo Cabildo… –Agregó en tono ceremonioso, José, orgulloso de su padre. — Con razón lo conoce a don Martín –Dijo José Manuel, más tranquilizado, al tiempo que saludaba a la señora, tomando su mano, y llevándosela cerca de su boca, con una importante genuflexión. — Doña María Aurelia, mi esposa, y madre de estos dos… — ¡Padre, dígale por favor a la negra Eloísa… –Se escuchó la aguda queja de una jovencita que venía ingresando al patio. La escena se detuvo… al igual que el corazón de José Manuel… — …de estos tres querubines –Se corrigió don Francisco. ¡Ven acércate, Rosario, que te quiero presentar a un nuevo amigo y camarada de tus hermanos en el Tercio de Gallegos… Desde el momento en que había aparecido la niña por el extremo del patio, José Manuel giró su cabeza, y sus sentidos ya no pudieron percibir otra cosa. El tiempo y el espacio, para él, habían desaparecido. Sus oídos no escuchaban otro sonido que la voz aguda y tierna de la niña Rosario. Sus ojos veían esa frágil y hermosa figura, que parecía flotar en el aire, rodeada de un halo de luz. Su corazón parecía haberse detenido, y sus músculos no responderle. Suspiró profundamente, tanto que se rompió el sortilegio, y volvió en sí, percibiendo que su boca había quedado abierta, mientras debía saludar a su sueg… a la esposa de… ¡a la madre de sus amigos! —…eeeh …eh …eeencantado, doña… La niña, apenas entrada en el patio, al ver a un extraño –a lo que se sumaba que se trataba de un mozo bien parecido– detuvo su carrera y sus gritos. Se llevó ambas manos a la boca, en signo de disculpas. El aroma de camomila que rodeaba al joven, embelesó a la niña. Se acercó al grupo, bajando 46

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la mirada, pues se había percatado que el joven –a pesar de mantener la boca abierta como un pescado desfalleciente– no le había quitado la vista de encima. Cuando se acercó, fue presentada por su padre, que mantenía una vigilante mirada sobre José Manuel, a la expectativa del menor paso en falso… — María Dionisia del Rosario Basabilbaso –Dijo don Francisco, cargando su voz, como en tono desveladamente amenazante. — Encantada La sonrisa ofrecida por la muchacha, estuvo a punto de poner nuevamente a José Francisco en un éxtasis, que esta vez, –había advertido– le podría costar el pescuezo… (como mínimo). Se repuso, intentó casi con éxito, controlar los músculos de su cara para evitar la cara de estúpido que naturalmente se apoderaba de él en estas ocasiones, y cargó con un natural: — José Manuel Sánchez de Alonso, dependiente… — … de la tienda de don martín de Alzaga –Bromearon sus amigos. Por suerte, la chanza de sus amigos, distrajo la atención de su padre, y para cuando el viejo lobo retomó la atención, la pareja ya había cruzado una mirada que fue, para ambos, como una certera flecha de fuego, disparada directo al corazón. Sería el comienzo de un mágico encantamiento. — ¡Por favor, pasemos a la sala que les serviremos un té! –Terminó de romper el hielo, doña Aurelia, complicándose con su hija. Las conversaciones giraban en torno a la situación de amenaza en la que vivía Buenos Aires desde la Reconquista. La posibilidad de un nuevo ataque. La estrategia de crear nuevos regimientos populares, y, en fin, de las anécdotas de los nuevos milicianos… — Mañana estrenaremos cuartel… — ¡¿Ah, si?! — Si, en una casa de doña Magdalena Trillo… 47

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— ¡¿La mamá de misia Mariquita?! –Exclamó Rosario. — Exactamente –Le confirmó su hermano Miguel. Una nueva ronda de té, alargó la tertulia, y los temas continuaban deshilvanándose, comentando las nuevas peripecias de los jóvenes y su nueva vida de disciplina. José Manuel, buscaba en su mente una razón para volver a ver a Rosarito, sin saber que la niña no esperaba menos. La cena se sirvió en el majestuoso comedor de los Basabilbaso, sobre una gran mesa imperial donde la vajilla de plata y losa inglesa brillaba. En el eje de la mesa, dos candelabros encendidos, iluminaban un centro de mesa, cuyas rosas de varios colores, exhalaban su hermoso perfume. Todo parecía ser un escenario dispuesto ex profeso para que Rosario y José Manuel. Los dos jóvenes pasaron la noche intentando cruzar sus miradas, evitando –en cuanto fuera posible– que las mismas fueran observadas por don Francisco, quien, con gestos más que elocuentes, ejercía todo el poder disuasorio que su forzada gentileza le permitía. José Manuel, mientras no ocupaba su mente en la niña, lo hacía buscando un fundamento para volver a verla. Promediando la cena, un sencillo comentario de doña Aurelia le dio el pie que tanto había estado esperando: — ¡Cómo me gustaría veros en esas prácticas!… — Pues, venga mañana, Mamá… Don Francisco, sintió que su esposa le había clavado una daga. La miró seriamente. Sin parpadear, y en un hábil comentario en el que cifraba su victoria, sentencio: — Mejor esperad una semana o dos, a que los muchachos aprendan más y mejor… Doña Aurelia, a quien no se le había escapado ni un solo gesto de la parejita, a la vez que ya había discernido que un joven soldado y despachante de la tienda más importante de la ciudad, no sería un mal partido para Rosario, pontificó: — ¡Iremos mañana a las cinco! 48

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A la niña se le encendió la mirada, y José Manuel se atragantó con el sorbo de Rioja que estaba bebiendo en ese instante, soltando de su mano la copa, salpicando de vino su ropa, su cara y el mantel de hilo, finamente bordado con flores de tonos pastel. Rosario se tuvo que tapar la cara, para evitarle a José Manuel el disgusto de verla riéndose de él. Sus amigos se levantaron de la mesa para palmearle la espalda. — ¡José Manuel! ¿Te encuentras bien? Bebe un vaso de agua, hombre… — Si… si… no se preocupen

Carta manuscrita de D. Pedro Cerviño.

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El muchacho, rojo por el espasmo (menos que por la vergüenza) tosió un par de veces para aclarar su garganta delatora, e intentó que todo pasara lo más inadvertido que fuera posible. Las criadas limpiaron lo que pudieron, y le trajeron una copa limpia a José Manuel. — José Manuel… –Repetía para sus adentros Rosario– José Manuel… Luego del coñac, y percibiendo que ya se estaba haciendo tarde, José Manuel se excusó, diciendo que debería ir a su casa. Don Francisco llamó a uno de sus criados negros, indicándole que vaya a buscar un farol, que acompañaría al niño José Manuel hasta su casa. El pequeño negrito salió corriendo a cumplir el mandado. Comenzaron a despedirse, y José Manuel, tanto porque era la menor del grupo, como porque quería quedarse con el sabor de la mano de Rosario en su boca, la saludó al final. — Te acompañamos hasta la puerta –Le dijeron afectuosamente sus amigos. Mientras salían por el pasillo, – precedidos por el negrito, que ya llevaba el farol encendido– los hermanos Basabilbaso se dijeron, como ignorando la presencia de José Manuel: — ¡Parece que por fin tendremos cuñado! ¿No te parece José Manuel? — Eeeeeh… Si… No, no… bueno… — ¡Vamos, hombre! No te pongas nervioso que no somos nuestro padre. Nos parece perfecto que cortejes a Rosario… ¡Eso si…!¡A la primera…! — ¡No, Miguel… José!… ¡Por favor!… ¡Soy un caballero…! — Lo sabemos, hombre, lo sabemos… No te pongas nervioso —Lo abrazaron afectuosamente, y se despidieron. José Manuel emprendió la marcha, precedido por el criado. La noche porteña había refrescado y el farolillo en el extremo de palo que llevaba su guía, iluminaba alternativamente la pared, la acera y la calle. Esa luz pendulando, trajo a su memoria aquel Botafumeiro de la Catedral compostelana, 50

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que había ido a visitar, junto a sus padres, unos días antes de la partida desde su Coruña natal hacia Buenos Aires, hacía ya más de quince años. ¿Por qué recordaría eso ahora?. Se mezclaban en su mente, la cara de Rosario, y las de los ángeles que rodeaban al Apóstol Santiago. El perfume de su mano, que aun conservaba fresco, con el del santo incienso que solo había olido en aquella amada catedral. ¿Qué pasaba?… ¿Qué haría mañana, cuando Rosario viniese a verlo?… ¿O vendría a ver a sus hermanos?… Caminaron y caminaron. Sin siquiera pensar por dónde iba, fueron bajando hacia la playa del río. Se detuvo a contemplar las serenas aguas, teñidas de plata por la luna. El horizonte era una inaccesible línea plateada hundida en la profundidad negra de la noche. — Ese sí que no parecía un río, (pensó) era un río en el lugar del mar. Al revés que su amada Ría de La Coruña, que era el mar encerrado entre las rocas. Qué paradoja… Un coro de ladridos de perros cimarrones, desde los cuatro puntos cardinales, daba marco a su nocturna caminata. El perfume de algunos jazmines prematuros, no permitía que se borre de su mente Rosario…Rosario… Rosario… se repetía interiormente, como un reflejo involuntario e irrefrenable. Y a cada Rosario, le correspondía un profundo suspiro. El negrito, observó la escena, meneó negativamente su cabecilla, y continuó la marcha.

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CAPITULO 5

Buenas y Malas Noticias Casi todas las mañanas de Buenos Aires, desde la noticia de la constitución de los nuevos cuerpos milicianos, tenían una actividad poco común. Las tiendas textiles eran un hervidero de mujeres seleccionando telas, cordonería y botones, para confeccionar los uniformes de sus hombres. Los tenderos debieron acrecentar sus pedidos a Cádiz… claro que… también se conseguían telas inglesas, más rápidamente y a precios sensiblemente menores. El contrabando había sido siempre moneda corriente en estas costas. Mucho más ahora, cuando la demanda era mayor. Las carretas iban y venían por el Camino Real del Sud, precedentes del puerto de la Ensenada de Barragán. Allí llegaban, por las noches, los barcos contrabandistas. En la espaciosa sala de la casa de doña María Encarnación Sanginés, esposa del capitán Varela, servía de taller de costura para un grupo de damas, dedicadas colaborar con el cuerpo. A la luz del sol que se filtraba por los ventanales que daban a la calle, inclinadas sobre sus costuras, en cada punto prendían su amor a sus maridos, hermanos y novios, tanto como a su Patria. — Jacobo me tiene loca con que le termine ese espantoso sombrero peludo que dice que usan sus granaderos –Se quejaba doña Encarnación. 53

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— ¡Dios mío! Yo he visto algunos. Sinceramente sientan hermosos. Pero tenerlos entre las manos, da la impresión de haber cazado un perro… Es un asco, yo no se a quién pudo ocurrírsele usar esos animales en la cabeza… — Usted porque no se lo ha llevado por delante en la sala… y de noche. ¡Jesús, María y José! — ¡Qué espanto! –Se aterraron, sacudiendo sus cabezas, con gesto de asco. Las apreciaciones de las damas, ciertamente, no eran de carácter militar, y algunos de sus comentarios, hacían mucha gracia a las más jovenzuelas. — Este escudo podrían haberlo hecho más pequeño ¡Virgen Santa!. Llevo una semana pegando lentejuelas a esta bendita corona. ¡Me perdone Su Majestad! Pero ¡Qué exageración! ¡Y aun me esperan esas cruces… Lo único que espero con gusto, es bordar el Santísimo Sacramento… Se persignaron todas. –No se queje, mujer… No se queje, que cada queja es una puntada menos… Una de las niñas, lejos de quejarse, parecía hipnotizada con el uniforme que cosía con fruición. Ante la atenta mirada de su madre, Rosario Basabilbaso estaba a punto de terminar su labor: el uniforme de José Manuel. Cada puntada le traía el recuerdo de su novio estrechándola en sus brazos en el baile. Sus padres habían ofrecido un baile para presentarla en sociedad, la pasada semana, cuando cumplió los quince años. A regañadientes, don Francisco, su padre, había aceptado la insistente propuesta de José y Miguel de invitarlo a José Manuel. Esa noche se presento con sus mejores galas: Una levita de terciopelo verde oscuro, una chupa de recamado chabot, sellado por un hermoso pañuelo de seda blanca que le sujetaba el cuello. Un calzón de lino blanco; tan blanco como las altas medias de hilo peruano y unos zapatos negros rematados en unas hebillas de plata… Todo un caballero. Don Martín de Alzaga, su patrón en la tienda, había colaborado en vestirlo para la ocasión. En medio de la fiesta, bajo el sonido de un minué, José Manuel había pedido permiso al padre de Rosario para sacarla 54

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a bailar. Estaba preciosa: Un vestido blanco inmaculado, cuajado de pequeñas rosas bordadas en seda blanca; un gran peinetón de carey que sostenía una mantilla blanca de encaje gallego. Las manos de ambos transpiraban. Se miraban directamente a los ojos. No era necesario pronunciar palabra. Cuando la estrecho entre sus brazos, José Manuel, no pudo evitar suspirar. Rosario se sonrojo, bajo su mirada, y cuando la volvió a elevar, José Manuel saco coraje de lo más profundo de su alma y le sugirió, con un hilo de voz: — Querría salir al patio conmigo, me gustaría tomar un poco el aire fresco… Ella miro hacia todos lados, y al ver que sus padres estaban distraídos con los invitados, asintió. Salieron de la mano. El aire fresco de la noche porteña, traía los perfumes de los floripones, y las magnolias. Se acercaron al aljibe. El le ofreció un cuenco de agua fresca, y cuando estaba por beber el primer sorbo de la mano de José Manuel, volvió a sacar coraje y le robo un beso. Los labios de José Manuel quedaron húmedos del agua que aun quedaba en los de Rosario. Ella salió corriendo, y desde el humbral de la puerta que daba a la sala, lo volvió a mirar para que esa imagen le quedara grabada en la retina, y entro. Desde ese día, se veían a escondidas del padre, pero con la complicidad de su madre y sus hermanos. Los días y las noches del cálido noviembre pasaban en la aldea, con ires y venires agitados, para lo que había sido la vida normal. Tanto los hombres como las mujeres, cada uno con sus obligaciones, veía pasar las jornadas sin poder haber hecho la totalidad de lo que se había propuesto. Doña Barbara Barquín, envolvió el paño de seda blanca en el que había bordado la cruz de Santiago, se volvió a calzar la mantilla y el peinetón en el tocado, se despidió, y se marchó. Ya se estaba haciendo tarde, y estaría por regresar su marido, argumentó. Llegó a su casa, a paso rápido, siempre cuidando de caminar de puntillas y levantar un poco s falda, al cruzar las calles, por no ensuciarlas de barro. 55

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Al poco rato, escuchó un fuerte portazo, signo de que don Pedro Cerviño, su marido, había regresado, y al parecer, algo nervioso. — ¡Carallo! ¡¿Podrá ser de Dios?! Basta que uno se proponga trabajar en algo productivo… y más aun: Util, para que venga un bruto ignorante, y ¡Zas! ¡Manda carallo! — ¡Por favor Pedro! ¡No hables así!¡ No te pongas nervioso, hombre, por favor! Sabes que no te hace bien. Cuéntame ¿Qué ha sucedido? — ¡Hay Barbara… Barbara! No se siquiera si vale la pena preocuparte a ti también. No me hagas caso… Cerviño iba de la sala al comedor, cavilando, insultando en voz baja… Se sentaba. Se volvía a poner de pie… — ¡Por favor Pedro! Cuéntame, porque vas a explotar… — Me han ordenado del Consulado que entregue las llaves de la Academia de Náutica… ¿Lo puedes creer?… ¡Después de siete años de trabajo… de cantidad de jóvenes que han encaminado su vida en una carrera honrosa y lucrativa… Y útil!… ¿Lo puedes creer?… — ¡¿Pero, qué ha sucedido?! — ¡Ha sucedido que esos cabrones han ido hasta las Cortes de Madrid!¡Al Infierno se hubiesen ido! La Comandancia de Marina de Montevideo nunca había aprobado la inauguración del establecimiento. Bien por envidia, bien por burocracia extrema, así pagaban tantos años de sacrificio de tanta gente. — No te preocupes Pedro… Se han aprovechado de la incertidumbre de estas horas… Ya verás cuando todo pase, el señorito Belgrano no se quedará de brazos cruzados... Y tu tampoco. Si ellos tienen influencias en las Cortes, Belgrano también las tiene. No te preocupes, hombre, que ahora tus soldados te necesitan entero. ¡Vamos Pedro!… Regálame una sonrisa… que yo te regalaré una promesa: ¡La Escuela de Náutica volverá a abrirse!… Ya verás… El frío de la mañana, acompañó a Cerviño hasta el cuartel. Los hombres, algunos montados, otros de a pie, llegaban para 56

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presentarse puntualmente a la hora de formación general. Entró al salón, el ruido de los tacos de sus botas rebotaba en los altos techos. Toda la sala se hallaba en reparaciones. Varela se encontraba desde hacía poco rato, acomodando unos papeles y tomando algunos apuntes. Su gorro de pelo de jabalí, engalanado de cordones y borlas doradas, daba solemnidad al rústico escritorio. Aun cuando su esposa, lo llamara: El Perro del Emperador. — ¡Buenos días, don Jacobo! ¿Alguna novedad? — Buenos días, comandante. Sí: Ayer a ultima hora vino gente del cacique Cañá-Apé de los guaycurú, a decir que hoy traerían las setecientos plumeros de papagayo azules y grana tal como les indicamos. En cuanto a los sombreros, los de los granaderos, están casi todos listos. Los hemos traerán los pampas del cacique Calfu-Caleu, hechos de piel de jabalí. Pero los de fusileros… Las doscientas chisteras que nos dieron, señor, son todas pequeñas. Me temo que deberemos ir cuanto antes al Ayuntamiento a pedir que nos las cambien y buscar más, antes de que lo hagan los otros cuerpos… — Pues… si. Esas condenadas galeras… diga que a caballo regalado, no se le miran los dientes… Pero por la cantidad no se preocupe, que la fragata inglesa de donde las han requisado, tenía las bodegas llenas de ellas. ¿A quién pensarían venderles tantos miles de sombreros, estos bandidos?¡Si hay para cubrir como caballeros hasta a los indios! A las ocho en punto, su Segundo, Fernández de Castro, le avisó que la tropa se encontraba lista. Se puso de pie, y salió por la puerta que daba hacia el gran patio posterior. Allí se encontraban formadas en cuadro, las nueve compañías del Tercio. A la cabeza, las b2anderas con sus escoltas; luego los granaderos y los fusileros. Todos con sus oficiales al frente y sus tambores de órdenes. Al ver aparecer a Cerviño, redoblaron los tambores, ordenando honores. Todos adoptaron la posición militar de firmes, alzando las banderas y armas al hombro. Cerviño no podía ocultar el orgullo y la satisfacción de ver todo un regimiento reglado, de lo que hasta hacía poco, no era más que un desordenado 57

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grupo de vecinos bien intencionados. A las banderas, formadas a la cabeza, seguía la compañía de granaderos de Galicia, y luego las ocho compañías de fusileros. El primer paso estaba dado. Cumplidas las formalidades, recomenzaron las prácticas cotidianas. Cerviño y Fernández de Castro, se reunían con los oficiales para darles instrucción de manejo de sable y pistolas, y clases teóricas de Táctica y Estrategia. Los sargentos y cabos, se encargaban de instruir a la tropa. La presencia cotidiana de Tururú, –que para entonces se había dejado crecer el bigote, tapando su labio leporino– causaba intriga entre los camaradas. Tímidamente se asomaba por entre las tunas, que hacían de cerco natural a la parte posterior del cuartel. En un descanso, un sargento lo llamó: — ¡Hey tu! ¡Si, tu! ¡Ven para aquí! Tururú se acercó con la cabeza gacha, y sin soltar su varita (Su cuadrúpedo socio, hizo lo propio, moviendo la cola alegremente). — Te he visto desde la reunión en la Fortaleza, y vienes aquí todos los días… ¿Quieres unirte al Tercio? Tururú movió la cabeza afirmativamente, con una alegría que traspasaba su cuerpo. No se animaba a hablar, pues sabía que ello causaba risas, y no quería arruinar este momento que tanto había ansiado. — ¿Y qué es lo que sabes hacer? Levantó la cabeza, miró fijamente al sargento, y luego con su mano le hizo una seña con su palma, para que espere. Salió corriendo raudamente, y su perrito lo acompañaba ladrándole, como alegrándose por su dueño. Esperaron unos minutos, y Tururú no aparecía. Se decidieron a recomenzar las prácticas. Los diez tambores volvieron a batir, acompañados por un pífano, ejecutando marciales marchas militares. Esto indicaba que practicarían marcha de infantería. Lentas para desplazarse, y más rápidas para los ataques. Estaban en eso, tocando Fusileros de la Reina, cuando comenzó a escucharse un sonido que erizó a los seiscientos 58

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gallegos presentes. Los tambores continuaron con su música –aunque más piano–, para poder dar crédito a lo que estaban escuchando. Todos agudizaron sus oídos. Parecía… Era… ¡Si, era una gaita! Cada vez se la escuchaba más cerca, y venía ejecutando magistralmente la misma marcha Fusileros de la Reina, que estaban tocando los músicos. Cuando el sonido era ya fuerte, vieron aparecer por entre las tunas, a Tururú, erguido marcialmente, tocando una gaita y marchando al compás de la música. El regimiento entero estalló en gritos y aplausos. Cerviño y los demás oficiales, salieron a ver qué sucedía: Se quedaron atónitos al ver a aquel personaje que la ciudad menospreciaba, ahora convertido en un indispensable miembro de la Banda de Música del Tercio de Gallegos. A medida que se acercaba el gaitero, los tambores y el pífano, comenzaron a ejecutar con más fuerza, con lo que el espectáculo era impresionante. Los camaradas sentían estallar su corazón de fervor marcial.

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Soldado del Tercio de Gallegos.

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— Esa gaita –dijo Cerviño a sus inmediatos– es un arma más poderosa de lo que podíamos imaginar. Al acercarse al gaitero, observaron que su gaita no era la tradicional gallega, sino una escocesa. Nadie le preguntó, pero seguramente sería una de las que se habían apresado a los ingleses el año anterior. Inmediatamente el nuevo músico se integró –y lo integraron sus compañeros–, demostrando aptitudes inesperadas, lo que hacía pensar que el pobre Tururú, era una persona más equilibrada y útil, de lo que cualquiera hubiera pensado. En los descansos, era ese gaitero el centro de las reuniones, y el más solicitado, pues complacía a todos sus camaradas, ejecutando –acompañados por los tambores– célebres jotas y muiñeiras de su tierra. Nunca nadie le pudo sacar en limpio su nombre, ni de dónde había venido. Pero ciertamente Tururú era músico –y de los buenos–, y gallego… tal vez más gallego que la mayoría.

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CAPITULO 6

Los Preparativos para la Defensa La noticia de la caída de Montevideo, en la vecina orilla rioplatense, preocupó sobremanera a toda Buenos Aires. Las especulaciones de la guerra, eran el tema obligado en el Café de Lodi, en el de Marcos, y en todas la pulperías, tertulias, organismos y casas de familia. Cerviño, junto con sus oficiales, habían discutido un plan de defensa que creían interesante. Por ello, pidió una entrevista con Liniers. Al finalizar una de las jornadas de instrucción en el cuartel, Cerviño notició a Fernández de Castro, Varela y Pampillo, que el gobernador militar los recibiría al otro día a las nueve en punto: — Nos encontraremos en la Recova, a las ocho y tres cuartos… Puntualmente y de uniforme. Amaneció el 18 de marzo de 1807 soleado. La negra Trinidad, se acercó a Varela con un mate calientito. Don Jacobo se meneaba en su silla-hamaca, con la vista fija en las torres de Santo Domingo, iluminadas por el sol que iba saliendo. — Patlón –Le dijo la negra, acercándole el mate finamente labrado en plata. — Gracias Trinidad. Ve a llamar a la patrona, y tráeme mi uniforme. 61

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— ¿La espada también patlón? — Si, mujer. La espada también. Los altos y rígidos cuellos de terciopelo grana, la faja encarnada, las charreteras, el sable con el rojo cordón de seda del que pendía diagonalmente del hombro derecho, hacían de colocarse el uniforme, una tarea ciclópea para la que se requería un indispensable apoyo logístico. Doña Encarnación se encargaba de ajustar las prendas –en estricto orden– al estilizado cuerpo de su marido. La negra Trinidad, estaba atenta a alcanzárselas a su patlona, a medida que esta se las solicitaba. Finalizada la tarea. Un tironcito aquí, otro más allá, y la autorizada mirada general para verificar que todo esté en su lugar: — ¡Pareces el propio Rey! –Le decía orgullosa. — Me conformo con no parecer un bufón… — ¡Ay, Jacobo!¡ No digas eso!… Se enfundó en su temible gorro de piel. Saludó tiernamente a su esposa y los niños que se habían ido despertando, y partió rumbo a la Recova. Allí lo estaban esperando sus camaradas, Pampillo y Fernández de Castro. A las ocho cuarenta y cinco –en punto– se sumó el jefe. Juntos, los cuatro, emprendieron la marcha hacia la Fortaleza. Los soldados de guardia, se pusieron firmes y saludaron a los cuatro oficiales, que cortésmente, respondieron el saludo. Se encaminaron hacia el despacho de Liniers. Los cuatro pares de botas, caminando al paso, hacían parecer que todo un pelotón desfilaba por los pasillos. Al subir las escaleras, se encontraron con el Edecán de Liniers, que, conociendo de la entrevista, salía a recibirlos. — Buenos días, señores. El general Liniers los esta esperando. Por aquí, por favor… Los cuatro ingresaron al despacho de Liniers, quien se encontraba reunido con otros varios oficiales superiores, que conformaban la Junta de Guerra. Luego de saludarse, Liniers los introdujo: 62

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— Los señores Comandante, Segundo y oficiales del Tercio de Galicia, nos han pedido esta audiencia, para evaluar juntos sus iniciativas relativas a la defensa de nuestra ciudad. Yo me adelanto a agradecerles su inquietud y preocupación, conocedor de vuestro afán y celo, que sumado a las facultades de vuestras mercedes, no dudo que serán interesantísimos y escrupulosos. Cerviño tomó la palabra, y conociendo que no se debería extender demasiado, so riesgo de perder la atención de los presentes, sintetizó su plan en seis puntos fundamentales: 1. Partir al ejército en dos o tres partes, para cubrir la costa alternativamente, en previsión de un ataque marítimo. 2. Levantar los destacamentos de los Quilmes, al sur, y los Olivos, al norte. Que se sumarían a las tropas de guardia. 3. Quitar el depósito de pólvora y municiones del Parque del Retiro, –por ser una plaza pasible de ser tomada– para partirlo y llevarlo a varios puntos menos accesibles al enemigo. 4. Ordenar la zarpada inmediata de los buques fondeados en las Balizas, o amarrados en el Riachuelo, río arriba; para evitar que el enemigo los pudiera tomar como parapeto. 5. En ausencia de murallas que defiendan la ciudad, abrir fosos y plantar estacadas en las principales calles que desembocan en la Plaza Mayor. 6. Que se cambien varias veces al día, los Santo, Seña y Contraseña, estrechando el sigilo, pues a pocas horas de informado, era ya juguete de las damas en toda la ciudad. — Pues mi estimado don Pedro –Comenzó Liniers– si no me había extrañado en lo más mínimo que lo hubieran elegido Comandante del Tercio, ratifico ahora esa precisa decisión… Vox Populi, Vox Dei, decían los Latinos… Nunca más cierto. Evaluaremos sus oportunas iniciativas en la Junta de Guerra, y descuento que aquello que este en nuestras manos, pues, será hecho. Pero quiero compartir con vosotros la urgencia de la hora. Bien sabéis que los ingleses han tomado Montevideo. Vosotros mismos, con dos compañías del Tercio, me habéis acompañado hasta la costa cisplatina para intentar 63

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infructuosamente su defensa. Sabéis que ya no son mil setecientos como el pasado año. En esta oportunidad, están agrupando tropas de varias expediciones. Esto no será un día de campo… No necesito ordenaros que redobléis los esfuerzos por tener un regimiento ejemplar. Sed conscientes que se aproxima una carnicería. Aun con la sólida fe que tengo, y conozco que tenéis, necesitaremos un milagro… — No dude, Su Excelencia, que si se necesita sangre, sangre tendrá. Y si se trata de milagros, nuestro Apóstol Santiago, pues resucitará a nuestros muertos para que sigan combatiendo… — Gracias, señor Comandante… Gracias… Se despidieron con la gravedad de la ocasión. Todos eran conscientes de la trascendencia de la hora, pero todos también tenían la férrea confianza que da el conocimiento de todos y cada uno de los miembros de cada cuerpo. Tenían fe en la causa. Pero más confianza se tenían a si mismos. Ya se habían demostrado, sin pensarlo ni planificarlo, que de poco servían los conocimientos militares, cuando se carecía del sustento moral y espiritual. Y a ellos les sobraba de todo eso. Regresaron a las rutinas diarias de practicar desde la mañana, hasta la tarde. Algunos se quedaba a dormir en el cuartel, bien por guardias, bien porque no tenían adónde ir. Pero allí

Entrada de las tropas britanicas a Buenos Aires.

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todos eran iguales, como durante la Reconquista. Los acaudalados ponían sus posesiones a disposición de la causa: Compraban uniformes, armas, incluso comida, para el resto. Los pobres, retribuían con trabajo y esfuerzo. Las jornadas pasaban cargadas de entusiasmo, tal parecía que, desde la Reconquista, la ciudad no era la misma. La gente no había variado, pero si sus sentimientos. El concepto de soberanía, no lo discernían, pero lo vivían a cotidiano: Soberanamente habían reconquistado su ciudad. Soberanamente habían resuelto cambiar su gobernante. ¿Por qué no se habrían de defender soberanamente?. A partir de entonces, algunos comenzaron a percibir que el pueblo podría llegar a ser dueño de sus destinos… Caía la tarde fresca de mayo, cuando en el cuartel ya iban quedando los pocos que pasarían la noche. Tururú ya se había hecho de un amigo, casi tan fiel como su perro: Abejorro, le decían. Era un fornido orensano de apellido García Ponte, de la compañía de granaderos, donde su propio padre era sargento primero. Gruñón, grandote y bonachón, su sensibilidad era proporcional a su fuerza incontrolable, por lo que, a la vez de amigo inseparable, Abejorro era una suerte de custodio y fiel intérprete de Tururú. La disparidad de talantes y contextura, era demasiado notoria, casi cómica. Tururú, si bien lucía elegante con su nuevo uniforme y su galera negra; era callado, blanco y esmirriado. En cambio, a su tez curtida y locuacidad, Abejorro sumaba una portentosa estatura y robustez. Si a ello se le agregaba su inmenso gorro de granadero, con esos pelos de jabalí apuntando al infinito, daba el conjunto resultante, la impresión de enfrentarse con una salvaje manada de estos animales. Nadie se animaba a preguntarle, por qué le decían Abejorro. Pero –secretamente– se comentaba que se debía a que era moreno, grandote y temible (otros agregaban “molesto”) como ese insecto. En fin, él lo aceptaba de buen grado, siempre que quien se lo dijera fuese un amigo. Para el resto: Juan Manuel García, a secas. 65

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CAPITULO 7

La Batalla Inminente

Era ya un secreto a voces en Buenos Aires, que el 25 de junio había zarpado desde Montevideo una flota inglesa con el objetivo de limpiar la afrenta hecha por esa chusma de morenos españoles, como llamó la herida prensa británica al pueblo porteño victorioso el año anterior. La fría y gris mañana del 27, lucía un recamado de nubes bordeadas de un rosado fulgurante. Desde la terraza inmediata a su despacho en la Fortaleza, Liniers, acompañado por varios oficiales de su confianza, vieron aquello con lo que venían especulando desde hacía un tiempo: un convoy de 71 velas británicas con rumbo sur. La mayor flota que hubiese surcado las aguas del Río de la Plata… Y venían en son de guerra. — Coronel Arce. Que se toque generala por todos los tambores de la guarnición y disparen los tres tiros de alarma. Haga formar en batalla para revista de tropas, sobre la calle del Cabildo – ordenó el gobernador a su ayudante – — Como usted ordene, Su Excelencia. Comenzando por las más cercanas, las campanas de todas las iglesias echaron a volar. Se multiplicaba ese tañar desesperado, como una onda en un estanque, llegando momentos después hasta los puntos más remotos, al norte, al oeste y al sur. 67

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Un frenesí desesperado se apoderó de todo lo que se movía en la ciudad. Las calles, como si se tratase de un hormiguero, comenzaron a poblarse de hombres, que iban saliendo de sus cuarteles o casas, con un destino común: La calle de la Catedral. Según se había practicado una infinidad de veces, ordenadamente, se fueron agrupando y formando cada regimiento según su división. Por toda la extensión de la calle desde el campo del Retiro, pasando por frente a las Catalinas, el Cabildo y el Real Colegio de San Carlos, hasta el alto, se formaron los diferentes cuerpos: La Legión de Patricios, el Tercio de Gallegos, el de Cántabros, Andaluces, los Miñones Catalanes, los Arribeños, los Pardos y Morenos, los Dragones y el Fijo de Buenos Aires, los Blandengues. La artillería volante ocupó su sitio en cada brigada. Finalmente los escuadrones de Caballería, encabezados por los Húsares de Pueyrredón. Por todo como ocho mil hombres, cubrieron más de dos mil metros por la calle del Cabildo, en menos de media hora. Miles de vistosos uniformes multicolores, armoniosamente dispuestos, le dieron al lugar un espectáculo patriótico nunca antes visto. Pasados unos minutos, los tambores de la cabeza de la formación –en el Retiro– tocaron atención: Liniers y los jefes de brigada, montando sus corceles, se hacían presentes para comenzar la revista. Al romper la marcha frente a la majestuosa formación, las secciones de música de los regimientos que la poseían, hicieron sonar la Marcha Real Fusilera en honor del gobernador militar, con lo que iniciaba formalmente la revista. La cara de asombro y satisfacción de Liniers, al poder verificar semejante muestra de entusiasmo y marcialidad en los vecinos que componían su ejército, no era menor a la de cada jefe de batallón, o las propias de los coroneles Arce, Balbiani, Elío, Velzaco y del capitán de navío Gutiérrez de la Concha, quienes componían su Estado Mayor. Todos se pararon en seco. Saludaron a los honores, y pasaron revista a las tropas, acompañados del Alcalde de Primer Voto, don Martín de Alzaga, y los miembros del Cabildo. Cuando la comitiva pasó por frente al Tercio de Gallegos, Alzaga no pudo evitar buscar entre la tropa, a su dependiente, José Manuel. Cuando lo vio, hizo una disimulada mueca de 68

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aprobación, y volviendo al gesto serio que lo caracterizaba, continuó la marcha. Acabada la revista, Liniers mandó a los jefes de cada regimiento que ordenen retirada a sus cuarteles, manteniéndose sobre las armas. A ellos les pidió que, junto a sus segundos, lo acompañasen a su despacho para recibir órdenes. Al entusiasmo general, siguió la ansiedad propia del hecho consumado. Los ingleses ya estaban aquí y se les haría frente. Ese entusiasmo y valor, no obviaba el lógico temor derivado de que todos eran conscientes que esta guerra sería una cruel carnicería. Las calles se llenarían de cuerpos, de aullidos de dolor y de sangre. En tanto cada regimiento rompía la formación para dirigirse hacia sus cuarteles, Liniers, su Estado Mayor, el Cabildo y los jefes, pasaron al interior de la Fortaleza, para discutir los temas que, sin dudas, serían los más serios que hubiesen sido tratados dentro de aquellos húmedos muros. Las caras circunspectas de todo el grupo hablaba por sí sola. La cálida marquetería que revestía el gran salón de audiencias del virrey, fue testigo de aquella trascendente reunión. Se agruparon en derredor de una mesa. Rodeado por sus coroneles, con ceño adusto, Liniers los miró uno por uno y comenzó diciéndoles: — Señores, la suerte está echada. Como vosotros mismos habéis visto, los ingleses ya se encuentran en nuestras costas, y entre mañana y pasado, comenzarán los aproches para el desembarco de los doce mil infantes que esconden las bodegas de sus navíos. Antes de ayer, zarparon de Montevideo dos divisiones de 30 y 28 buques respectivamente, a las que se sumó una tercera de 13 que salió de la Colonia del Sacramento. Por todo suman como doce mil hombres de la más disciplinada y experimentada tropa de línea. Comandante Cerviño, hoy mismo deberá verificar que se evacue el destacamento que su tercio cubre en la costa en los Quilmes, desmantelando la barraca y trayendo la batería de calibre y el tren volante para la capital… — Así será hecho, mi general… –respondió Cerviño, y girando su rostro hacia su Segundo, Fernández de Castro que 69

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estaba a su lado, le indicó que verifique que la orden se cumpla apenas saliesen de la reunión – Fernández de Castro, sin articular palabra, asintió con la cabeza. — Formaremos tres divisiones de ataque, más una de reserva que permanecerá en disponibilidad en las proximidades de la Plaza Mayor – continuó Liniers – La división de la derecha estará compuesta por el Cuerpo de Marina, Patricios, dos Compañías de Miñones Catalanes, Granaderos de Milicias Provinciales, el escuadrón de Húsares, y el de Cazadores, al mando del señor coronel don Cesar Balbiani. Su distintivo será una banderola roja. El centro se compondrá del Tercio de Galicia, los Naturales, Pardos, y Morenos, el Tercio de Andaluces, otras dos Compañías de Miñones, y un Escuadrón de Carabineros, al mando del coronel Francisco Xavier Elio, con banderola blanca. El ala izquierda constará de los restos de tropa veterana del Fijo y Blandengues, el Tercio de Cántabros con su compañía de Cazadores Correntinos, Castellanos, Vizcaynos, Navarros y Asturianos, el de Arribeños, dos compañías de Miñones, otro Escuadrón de Húsares, y el Sexto de Migueletes, al mando del coronel don Bernardo de Velazco, con banderola azul. Por ultimo el Cuerpo de Reserva consistirá de 100 Dragones, el Tercer Batallón de Patricios, el Tercio de Montañeses, las dos Compañías de Miñones que restan, y el Escuadrón de Quinteros, al mando del señor capitán de navío de la Real Armada, don. Juan Gutiérrez de la Concha. La suma total es de algo más de 8.000 hombres sobre las armas. Casi seis mil infantes, y los restantes de Caballería, sostenidos por setecientos artilleros y sirvientes, con 53 cañones de varios calibres.–respiró profundo– ¡Caballeros. Este es nuestro ejército! ¡El que nos llevará a la victoria! – exclamó incorporándose de su pesada silla, con una confiada expresión– Todos se pusieron de pie, con una incipiente sonrisa, provocada por la confianza de aquel jefe al que veneraban desde los días de la Reconquista. Continuaron comentando otros asuntos relacionados con la urgencia del momento: el racionamiento, la provisión de munición de artillería y fusilería, los puestos sanitarios, la estrategia de defensa y las tácticas a seguir para los ataques. 70

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Los Segundos Jefes se excusaron y partieron hacia sus cuarteles para informar a sus cuerpos, y comenzar a dar las primeras directivas de la guerra. La reunión, matizada con Jerez de la Frontera, continuó hasta altas horas de la noche. El cuartel del Tercio de Galicia, al igual que todos los demás, era un hervidero de gente y actividad. Todos tenían una tarea específica: unos acarreaban los barriles de pólvora hacia la sala de armas, otros armaban cartuchos, la mayoría limpiaba y ajustaba sus fusiles, los más duchos daban las instrucciones finales sobre los movimientos de batalla. En medio de la noche, Tururú y sus compañeros, con sus instrumentos tocaban marchas marciales. La música parecía emerger de la oscuridad del firmamento. Las tenues luces de la ciudad, vistas desde el río, dejaban entrever las sombras de los soldados gallegos que bajaban a la orilla con su música. Cerca de las diez, el Segundo Comandante, Fernández de Castro, se acercó a la barraca de la tropa, para ordenar a los oficiales, que den franco a la gente que no tuviera que permanecer acuartelada por guardias u otras tareas. Abejorro, junto con algunos de sus compañeros granaderos, su inseparable amigo Tururú, y otros camaradas, acompañados de la gaita y un par de pipas de vino Carlón, marcharon hacia la costa del río. A pesar de la hora intempestiva y del frío de la noche, la playa se fue poblando de soldados que fueron a pasar – quizás – la ultima noche de paz que iba a haber en la ciudad en algún tiempo. Los hermanos Basabilbaso y su amigo – y cuñado – José Manuel, partieron hacia la casa del Escribano Mayor. Los primeros a dormir. El segundo, en complicidad con sus amigos, a intentar ver a Rosario. El sabía que la niña estaría esperando noticias suyas. Sigilosamente abrieron el portón enrejado de la entrada. Al escuchar el leve sonido, los Teros que la familia tenía en su jardín, comenzaron a chillar. Las caras de los tres muchachos evidenciaron el secreto deseo de asesinar a las aves delatoras: — ¡Pajarracos de los coj…! 71

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— ¡Shhhh! ¡Miguel, por favor, cállate que ya se calmarán… — Cuando los acogote y los meta en un caldero de agua hirviendo también se calmarán… — José Manuel – le dijeron en voz baja – Tú quédate aquí en el zaguán… Los jóvenes se perdieron en la oscuridad de la casona. Los nervios de José Manuel iban in crescendo, un poco por la inminencia de la guerra, pero más por la inminencia de la llegada de su amor. La calle traía los sonidos de lejanas jaurías de perros, y el frío de la noche, le acercaba los perfumes de las plantas del jardín de los Basabilbaso. Ensimismado en sus pensamientos, y con los ojos cerrados, no percibió la silenciosa llegada de Rosario quien, parándose frente a José Manuel, rozó sus cálidos labios contra los de su amado. El joven se sobresaltó, y Rosario comenzó a reírse en voz muy baja: — ¡No te rías de mi ! – sentenció enojado. — ¡Perdone usted, mi general… Ambos se rieron y se fundieron en un profundo abrazo sellado por un beso. — Los ingleses han llegado, y deberemos marchar… Ella tapó delicadamente la boca del muchacho. — No digas más... – lo interrumpió Rosario, con los ojos comenzando a llenarse de lágrimas –Yo sé que te portarás como un héroe, y que volverás… –ya no pudo más, el llanto quebró la frase. — ¡Rosario, por favor, no llores! – le dijo, mientras enjugaba sus lágrimas con un pañuelo de seda blanca en el que la propia niña le había grabado sus iniciales: J.M.S.A. Ella tomó el pañuelo con fuerza: — Te lo devolveré cuando regreses… –Y dándole un sonoro beso, se dio media vuelta y partió velozmente, antes de que José Manuel alcance a articular palabra. - ¡ Regresaré…! Claro que regresaré. 72

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CAPITULO 8

La Primera Campaña Un piquete de fusileros gallegos, con sus armas terciadas a sus espaldas, a cargo de un subteniente, llegaron a todo galope hasta la barraca de los Quilmes para traer la noticia que debían levantar campamento a todo tren. — ¡Si, mi subteniente! ¡Les hemos visto pasar hoy mismo, a no más de dos millas de la costa! ¡Si estuvimos a punto de hacerles fuego a los cabrones…! – comentó el sargento barbudo que estaba a cargo del destacamento. El día 28, pasó entre incesantes movimientos de apronte. Toda la ciudad había dejado atrás la calma que la distinguió durante siglos, para dar paso a un frenesí inusitado. Uniformes multicolores recorrían las calles, bien a pie, bien a caballo, en grupos, ora formados, ora en carretas. Cada hombre, mujer y niño, parecía tener una tarea definida, y, más aun, saber que ella era trascendente, por lo que debía realizarse con la mayor prontitud y precisión. En don Martín de Pueyrredón, Comandante del Primer Escuadrón de Húsares, había recaído la responsabilidad de mantener informado a Liniers sobre los movimientos de los ingleses. A una milla de la costa, las banderas y gallardetes al tope de los mástiles de la flota británica fondeada, contrastaban con 73

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el plomizo gris del cielo reflejándose en la inmensidad del río. Amanecía el día 29 de junio de 1807. El verdor de los matorrales del monte vecino a la Ensenada de Barragán, disimulaba los verdes uniformes de un piquete de Húsares que observaba cómo, a tiro de mosquete, las lanchas de fuerza de la flota, se acercaban a la orilla con un movedizo rojiblanco contenido. La casi nula pendiente de la playa, hacía que las lanchas vararan antes de llegar a tierra, debiendo los soldados desembarcar en el agua, y hacer más de quinientos metros con el agua helada casi a la cintura, antes de llegar a la playa. Aun cuando los húsares no entendieran ingles, la entonación de los gritos, y la claridad de las señas, dejaba en claro que el asunto de mojarse, ni estaba en sus planes, ni les caía en gracia. Los húsares se miraron en silencio, y sonrieron. — ¡Si pretenden pescado fresco… a mojarse las patas, cabrones! – sentenció uno de ellos en voz baja. Caía la tarde, y las maniobras de desembarco de las tropas, artillería, pertrechos y abastecimientos, aun no habían concluido. Los húsares, sigilosamente como habían llegado y permanecido, regresaron a la capital a dar parte de los sucesos. Al amanecer del 30, con un amenazante cielo encapotado, el general Gower –junto a su inmediato, el general Crawford– a la cabeza de la vanguardia inglesa, rompió la marcha con rumbo hacia el norte… Hacia Buenos Aires. Su guía y práctico de la expedición, el teniente coronel Pack, montaba a su lado: — Mañana haremos un pic-nic en la Fortaleza de Buenos Aires, señor... Estos españoles… tienen la desfachatez de llamar ejército a una chusma en la que tienen más parte los sastres que los Maestros del Arte Militar… Lo único que lamento es no poder volver a ver a mis Haighlanders, entrar en esta mugrosa aldea al son de sus gaitas. Señor. — ¿Será quizá porque los aniquilaron en esa mugrosa aldea el año anterior, teniente coronel? Si fuésemos a hacer un picnik, no necesitaríamos semejante cantidad de tropa… Y si el ejército voluntario español fuese como usted dice, pues no los hubiesen sacado a empujones, y no tendría que estar yo ahora 74

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mojándome hasta los tuétanos en este maldito pantano helado... Por favor, teniente coronel, limítese a cumplir sus órdenes… Pero esta vez… asegúrese de hacerlo bien… –dijo el general Gower, visiblemente contrariado con las bravuconadas de Pack. Crawford no podía dar crédito a lo que escuchaba. Durante el resto de la jornada, no se cruzaron más que frases aisladas. Para no perder de vista a sus buques, marchaban en columnas, siguiendo la costa. Los pantanos entre la playa del río y el Camino Real del Sur, por donde habían resuelto ir los ingleses, complicaban la tarea enormemente. Las mulas perdían sus cargas, la tropa debía marchar con el agua helada a la cintura… Y Gower – junto a sus tres mil quinientos hombres – no escatimaba insultos contra Pack, por esta sugerencia. — ¿¡Que está haciendo!? –La paciencia del general se colmó cuando vió a Pack desviarse de la columna para acercarse a un enorme cardo de más de dos metros de alto, y cortar una de sus pinchudas flores púrpuras. — Pues, como usted sabrá, señor, esta es en Escocia, nuestra flor nacional. Y por su tamaño, seguramente es un augurio de suerte… — ¿¡Suerte!?… ¡Suerte es lo que va a necesitar usted, teniente coronel, para evitar una Corte Marcial. Pero más suerte necesitará para evitar que lo empale, luciendo esa Hermosa Flor de Cardo, en el … ojal de su chaqueta!… ¡Venga para aquí!… El diálogo, naturalmente, se cortó. En la Plaza Mayor, cerca del gris y frío mediodía, comenzaban a formarse los cuerpos de la División Central. El coronel Elío, había recibido la orden del virrey, de salir con su división a cubrir el Puente de las Barracas. Este puente, que cruzaba el Riachuelo de las Barcazas, era el primer acceso a la ciudad desde el sur, si se viene costeando el río. Cuando estuvieron formados los más de mil hombres que componían la división, el coronel Elío ingresó al Cabildo a informar al Alcalde de Primer Voto. Juntos salieron del Ayuntamiento, acompañados del Obispo y la Corporación Municipal, para cruzar la plaza en busca del virrey. El Alcalde 75

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Alzaga, con su blanco Bastón de Mando, encabezaba la partida. La mediana estatura del temperamental vizcaíno, se disimulaba con un porte elegante y enérgico, sintetizado en sus finas y angulosas facciones. Como ya era costumbre, al aparecer Liniers debajo del rastrillo del acceso principal de la Fortaleza, y en el momento en que la comitiva por él presidida, comenzaban su paso por el puente levadizo, sonaron los tambores de todos los regimientos formados. Muy a su pesar, Tururú fue convencido de que no trajera su gaita, pues aunque todos lo habían visto tocarla en el Tercio, formalmente, los únicos instrumentos eran los tambores. Liniers, junto a Alzaga, monseñor Lue y Riega, y el coronel Elío, pasaron revista frente al Tercio de Gallegos, el de Andaluces, los Artilleros Indios, Pardos y Morenos, un par de compañías del Tercio de Miñones Catalanes y el Escuadrón de Carabineros a Caballo. El solemne acto, electrizaba los cuerpos de todos los presentes, pues esta revista, era el preludio de la primera campaña de guerra. Esto ya no era una práctica. De los presentes, muchos no regresarían jamás. Los ceños, las miradas, los gestos… los silencios, hablaban. La presencia de ánimo y la energía de carácter del Alcalde Alzaga, quedó patentizada en un encendido discurso que infundió confianza a las tropas y el pueblo que se había congregado para despedir a sus héroes. Antes de ceder la palabra al jefe de la división, hizo un silencio, aprovechado por un edil municipal que se acercó a él con un bulto: ¡Señor Comandante del Tercio de Galicia… Cerviño, abrió desmesuradamente sus ojos verdes, mirando a sus oficiales como buscando una respuesta a esta sorpresa. Sin comprender de qué se trataría, envainó su espada, salió de la formación y se dirigió a paso rápido hacia donde se encontraban las autoridades. Cuando Alzaga tuvo al comandante Cerviño frente a sí, continuó: 76

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— Todos los vecinos de esta nobilísima y fidelísima ciudad, fuimos testigos y protagonistas de la Reconquista de Buenos Aires el pasado año. Y volvemos a serlo, en esta oportunidad, formando parte integrante de un Ejército Voluntario que en nada ha tenido los incontables esfuerzos físicos y materiales que ha costado su creación, mantenimiento e instrucción. No hay español, en toda la redondez de nuestro imperio, que no sepa lo caro que resulta la presencia, o el mero sonido de una gaita a nuestros paisanos gallegos. No me equivocaría si afirmase que es este el instrumento que distingue a nuestra amada Galicia. Tampoco erraría al certificar que el Tercio de Gallegos, desde su creación, ha sumido todas y cada una de las obligaciones que le fueron asignadas, con un celo y bizarría propios del más experimentado batallón peninsular. Su comandante, aquí presente, junto a su Plana Mayor, ha colaborado invalorablemente con las previsiones para la defensa de nuestra ciudad. Aun más, cuando cayó Montevideo, fue el Tercio de Galicia, quien se alistó el primero para colaborar con su recuperación. En consideración a tan elevados méritos, el Cabildo Ayuntamiento, Justicia y Regimiento de Buenos Aires, por mi intermedio, quiere premiar al Tercio de Voluntarios de Galicia con esta gaita, presa de guerra del valeroso regimiento 71 de Escocia, para que con ella, infunda valor y coraje a su tropa, recordando con sus sones, el reino donde han visto la luz… – El edil le acercó al Alcalde la gaita, que llevaba el banderín del regimiento escocés enastado a uno de sus roncones, para que éste se la entregue a Cerviño. Al recibirla en sus manos, el comandante respondió visiblemente emocionado: — Mucho le agradezco a Su Ilustrísima, la doble distinción que hace al tercio de mi mando. Primeramente, será un alto honor para el Tercio de Galicia ejecutar un instrumento de

Firma autografa de D. Pedro Cerviño.

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guerra de tan sobrio adversario; y en segundo lugar, esperamos corresponder la alta consideración en que tiene el Ilustre Cabildo a este batallón gallego, pues un de los anhelos más sentidos de los hombres del Tercio de Voluntarios Urbanos de Galicia, es dar a conocer a su Provincia Madre, que en donde quiera que mandan sus Augustos Reyes, y rige su Religión Sagrada, esa para sus hijos es Galicia Toda la plaza se llenó de aplausos y gritos de alegría. Los sombreros y bastones, se agitaban al viento, mientras Cerviño, con la gaita bajo su brazo derecho, retornaba a su lugar de formación –¿Y qué hago ahora con esta gaita? – pensó. Al acercarse a su regimiento, se detuvo en el centro de la formación. Se hizo un silencio en la plaza. Miró a sus hombres, y sosteniendo la gaita con ambas manos frente a su cuerpo, dijo marcialmente: — ¡Soldado del Tercio de Gallegos, don Juan Manuel de Pereyra!… El regimiento quedó asombrado, pues casi nadie había oído ese nombre. Casi nadie… pues Cerviño y Abejorro sabían de quién se trataba… Era su amigo Tururú. Miró hacia él, a quien tenía a su lado, y pudo verle los ojos nublados por las lágrimas. — ¡Ala hombre, vamos… no vas a dejar a nuestro comandante allí parado hasta la nochevieja!… –acompañando el comentario con un afectuoso, pero firme, empujón. — Soldado Pereyra, reciba este premio que hace el Ilustre Cabildo a nuestro Tercio. A partir de este momento, es usted el gaitero que llevará el guión del Tercio de Galicia a la victoria… –afirmó solemnemente Cerviño, mientras extendía marcialmente la gaita hacia Tururú. Nuevamente, la multitud reunida en la Plaza Mayor prorrumpió en sonoras expresiones de alegría. Luego de una encendida arenga a cargo del jefe de la división, el coronel Elío, siguió una misa de campaña, presidida por el obispo de Buenos Aires, acompañado por los capellanes de los cuerpos formados. 78

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Finalizadas las bendiciones, Elío se hizo cargo de la brigada, y seguido del estandarte blanco que la identificaba, comenzó la marcha. Eran las cuatro de la tarde de ese martes 30 de junio. Decenas de tambores acompañaban a la gaita de Tururú, mientras salían a la campaña. En ese mismo momento, se sumaron otras varias, también escocesas y obtenidas del mismo Cabildo donde estaban depositadas. Nadie preguntó cómo ni cuándo las habían conseguido, pero allí estuvieron tocando a furar os fols.1 Marchó la brigada, llegando al Puente de Barracas cerca de la oración. Una mezcla de inconsciente algarabía y cauta incertidumbre, embargaba a esa enorme masa humana, que un año atrás, podría haberse catalogado como heterogénea. Solamente en el Tercio de Gallegos, junto a los naturales de Galicia, había cantidades de americanos, e incluso tres negros. Dos vinieron con José Gayoso, y con él fueron sumados a la compañía de Granaderos Gallegos. El tercero: José Soto, acompañaba a Vázquez Varela de la misma compañía. No habían ya distinciones, acaudalados, artesanos, labriegos, o comerciantes, todos formaban partes imprescindibles del Ejército Patriota. Llegada la división al Puente de Barracas, Elío dispuso que la formación tomase posición extendiendo una línea de batalla en la quinta que en esos parajes tenía Alzaga. Cerviño recordó al jefe de la brigada, que allí cerca estaban los cañones de grueso calibre y otros volantes, que días pasados habían levantado de su destacamento de los Quilmes. Elío le pidió que los recuperasen, colocándolos en las cercanías del puente. La noche caía y el frío arreciaba. Desde la boca del Riachuelo, soplaba el viento sudeste que venía del río, anunciando una lluvia segura. Se armaron guardias y avanzadas que se apostarían del otro lado del puente, con la consigna de adelantarse en sigilosa, para dar la alarma en caso que se acercara el enemigo. El desfiladero del puente – paso obligado para entrar a la ciudad –sería su fin. 1

Furar os fols: agujerear los fuelles (de las gaitas).

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Abejorro le dio un leve codazo a Tururú, cuando pidieron voluntarios para cubrir las avanzadas: — Del otro lado del puente, está la pulpería de Gálvez – le susurró – allí podremos refugiarnos en caso que llueva… La previsión fue vana, para cuando terminó la frase, el capitán Varela, ya había reclutado el grupo necesario. — ¡Santa Madre de Dios! ¡Solo falta que crezca el río y tendremos una hermosa batalla naval!… –Se enfureció Abejorro cuando, en medio de la noche, se largó un repentino y persistente aguacero –¡Y nosotros sin cobijas ni cuartel…! — ¡Deja ya de quejarte, hombre, que esos condenados la deben estar pasando peor…! ¡Vamos bebe un trago de esta caña, que se te pasará el frío… — ¿Y la mojadura… también me la quitará? – repreguntó Abejorro con una sonrisa que se adivinaba entre el agua y la oscuridad.

Desembarco de las tropas britanicas en la Ensenada de barragan.

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— ¡Vamos Turururú! ¡Llama a tus gaiteros, inflen esas gaitas, y toquen algunas muiñeiras para los paisanos! El comandante Merelo, y sus andaluces, no se quedaron atrás. Al ver a los gallegos bailar en medio de la noche y el agua, comenzaron a cantar sus tonadas, bailando al ritmo de las palmas. Los Pardos y Morenos – a quienes se sumaron los tres granaderos gallegos de color – al son de palmas, cajas, palos, y cualquier tipo de elemento que se cruzó en sus manos, hicieron su alegre Ronda Catonga, cantando en su lengua ancestral. A las pocas horas, los andaluces participaban de la ronda; los negros bailaban muiñeiras; y los gallegos, danzas flamencas. Pocos recordaron el frío y el agua. La caña, la música y la camaradería, hicieron que la lánguida noche, pasara más rápido de lo que se hubieran imaginado.

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CAPITULO 9

La Tensa Espera El amanecer del 1º de julio, encontró a ambos adversarios empapados de pies a cabeza. Los defensores, en formación de batalla, transversal al Puente de Barracas. Los invasores avanzando por los pantanos entre la costa del Río de la Plata y el Camino Real. — ¡Vamos a quitarnos el frío! – fue lo primero que se le escucho decir a Cerviño esa mañana, mientras ordenaba al tercio, pasar el puente hacia la otra orilla del Riachuelo: Barracas al Sur. Avanzaron decididos, pero ordenadamente. Cerviño y su Plana Mayor a la cabeza. Llegados a la orilla sur, Cerviño indicó el trabajo a sus oficiales. — Que los granaderos terraplenen estas zanjas, para afirmar algunos de los cañones, y derriben aquellos cercos. Los fusileros que se dediquen a emparejar el piso, para privar a los ingleses de parapetos o emboscadas que les resulten favorables… Inmediatamente, terciando sus armas a las espaldas, comenzaron los trabajos, con su habitual entusiasmo. Un nutrido grupo se encontraba encendiendo el gran fuego en que asarían a las brasas unas reses que ya habían faenado, cuando desde el sur arribaron a todo galope unos húsares. 83

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Los camaradas que trabajaban en la orilla sur, detuvieron un momento sus tareas para ver pasar a los jinetes, quienes directamente darían parte al coronel Elío. — La vanguardia inglesa, ha llegado a los Quilmes… –Fue la noticia que corrió como reguero de pólvora por todo el campamento. Pocos momentos después, cruzó el puente Cerviño: — ¡Capitán Varela! – llamó a su amigo, que se encontraba unos metros más allá. — ¿Ve usted aquel buque? – dijo Cerviño señalando un bergantín que se hallaba varado frente a la orilla norte del Riachuelo – Bueno, debe apostar a sus granaderos a bordo. La posición en que ha quedado verá que es optima para hacer fuego hacia esta orilla. Y usted que tiene un barco… — ¡Tenía, don Pedro, tenía… me lo han robado estos criminales el año pasado, y se lo llevaron a Londres como presa…! — Es cierto, mi amigo. Ya me lo había contado. Discúlpeme, lo había olvidado… Le decía: Usted tiene experiencia con la artillería naval, y sus hombres también… — ¡Delo por hecho! – Y allí marcharon a paso veloz los Granaderos de Galicia… De la infantería a la marina, en un tris. Llamó igualmente al resto de los capitanes, para que finalicen sus tareas, vuelvan a la otra orilla, y retomen la formación de batalla del día anterior. Salvo la 1ª y 2ª compañías de fusileros que se emboscarían en la quinta de Ugarteche. No habían terminado de comer, cuando a las dos de la tarde, volvió a acercarse a galope tendido el mismo piquete de húsares. — ¡Y otra vez el marrano sobre la carreta! – dijo Abejorro, que se había sentado dispuesto a descansar un momento. — Los ingleses han acampado en la Chacarita de Santo Domingo, a orillas del arroyo. Al parecer para descansar y esperar al trozo del centro, que ya ha partido desde la Ensenada de Barragán… –finalizó el sargento de Húsares, que había pasado a informar a Elío. — Gracias sargento, lleve a sus hombres a que coman algo… –Lo despachó Elío. Luego, dirigiéndose a los jefes de 84

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Teniente abanderado del Tercio de Gallegos.

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su división – Señores, debo pasar a la ciudad a informar al señor virrey. Teniente coronel Cerviño, queda usted a cargo de la división hasta mi regreso… — Comprendido, mi coronel… Elío con su ayudante, montaron y partieron hacia la ciudad. Los bazos de los caballos se hundían en los charcos de barro. Recién pudieron hacer pie firme, cuando, amainando la marcha, entraron en la Fortaleza. — ¡Arce! – bramó Liniers al escuchar la noticia –¡Que toquen la Generala! ¡Urgente! – el Ayudante Mayor del virrey, salió como disparado, a hacer cumplir la orden. Como en anteriores oportunidades, apenas escuchados los tañidos de las campanas de las iglesias, comenzaron a llegar a la plaza los restantes tercios, formándose en batalla. Las tres divisiones que permanecían en la ciudad, estuvieron prontas en menos de media hora. Montando su alazán tostado, salió Liniers, seguido por el resto de los jefes, encabezando al ejército rumbo al Puente Barracas. No hubo tiempo para discursos, arengas, ni sermones. Cerca de seis mil hombres, marcharon por media ciudad. El pueblo salía a las puertas, ventanas y balcones, para despedir a sus hombres. Vivaban al virrey y a la bravos defensores. Pero los ánimos no eran de fiesta. Todos eran conscientes de que esa marcha no era un desfile: Marchaban a la guerra… Algunas mujeres que no habían tenido tiempo de despedirse de sus maridos, cuando veían pasar la gran formación se acercaban buscándolos: — No creo que te mostrarás cobarde, pero si por desgracia huyeses, busca otra casa en que te reciban… –se le escuchó decir a una, mientras tomaba del brazo a su esposo y le daba un último beso. Acababa de caer la noche cuando ingresó Liniers, a la cabeza del ejército, en el campamento de las Barracas. Todo el mundo se puso de pie. En las caras se dibujó una sonrisa de confianza. Esa confianza que el vecindario de Buenos Aires le tenía desde que se puso a su frente para reconquistarla. 86

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Liniers, junto a los jefes de división y de cada regimiento, formaron Consejo de Guerra: — Caballeros, formaremos en batalla en la orilla sur, se formarán las divisiones según su orden, colocándose a los extremos la artillería, más el tren volante en el centro, cubierto por la infantería que se deberá abrir, según se ordene. Los escuadrones de caballería a derecha e izquierda, detrás de la infantería… –comenzó el virrey. — Si Su Excelencia me lo permite… – agregó Cerviño – formados del modo que sugiere, quedaremos con las espaldas cortadas por el Riachuelo, sin opción de repliegue. — No tengo pensado replegar las tropas… –sentenció Liniers, ocultando que esa decisión había sido sugerida por los oficiales de carrera, quienes desconfiando de las tropas voluntarias, querían poner el Riachuelo a sus espaldas, pues temían que éstas se desbandasen al enfrentar al enemigo. Finalizó el Consejo de Guerra, con un sabor amargo en las bocas de los jefes de los regimientos voluntarios. Pero con la certeza de que les volverían a demostrar a sus jefes, que el valor y el coraje, no eran atributos exclusivos del fuero militar. Pasadas las nueve de la noche, comenzaron a desfilar en columnas por el angosto puente de madera, hacia Barracas al Sur. Allí el Ejército Patriota formaría en batalla por vez primera, aguardando al enemigo. Las tres divisiones, más la de reserva, se formaron según su orden, en una línea que se extendía por varios cientos de metros. — ¡En medio del pantano! ¡No podía ser menos! – se quejaba Abejorro. — Será que nadie, salvo el Tercio de Gallegos, podrá soportar tanto… –bromeó un compañero. — ¡Lo que nos faltaba, carallo! ¡Lluvia…! – dijo cuando comenzaron a caer enormes gotas, en medio de truenos y relámpagos. Al instante era todo un aguacero. En medio de la oscuridad, y confundiéndose con los rayos de la tormenta, podían verse en el cielo cohetes lanzados por agentes que los ingleses tenían entre los vecinos de Buenos 87

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Aires. A través de estas señales acordadas, les comunicaban los movimientos del Ejército Patriota. — ¡Cabrones! ¡Deja que encuentre solo a uno…! –decía Abejorro, mientras estrujaba con fuerza su chaqueta empapada. - Ya les daremos su merecido, camarada. No te preocupes. A cada puerco le llega su San Martín…

D. Santiago de Liniers y Bremond.

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CAPITULO 10

La Batalla de Miserere La vanguardia inglesa había encontrado un extenso campo a las orillas del arroyo Santo Domingo. Allí pasaron la noche intentando secarse al calor de las fogatas encendidas. El viento Pampero sopló toda la noche despejando el cielo. Antes del amanecer del jueves 2 de julio, el general Levison Gower recibió a un jinete: — Permiso señor. — Adelante teniente… — Me manda decirle el general Whitelocke, que las tropas a bordo de la flota del almirante Murray, ya han desembarcado en su totalidad. La brigada central ha partido desde los Quilmes con una fuerza de cinco mil infantes, y se unirán a sus fuerzas este mismo día en Buenos Aires, en el campo Miserere. La retaguardia, al mando del coronel Mahon, con otros dos mil quinientos hombres más la marinería de la flota, está ahora mismo marchando desde la Ensenada de Barragán hacia los Quilmes. Ha sugerido el general Whitelocke, que se establezca Cuartel General en ese campo denominado Miserere… — ¿Eso es todo, teniente? – preguntó secamente Gower. — Si señor… 89

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— Informe al señor general Whitelocke que se hará según sus órdenes. Que hoy mismo llegaremos a la ciudad donde nos estableceremos para aguardar la llegada de la división central. Informe también que hemos perdido la artillería gruesa en los pantanos por donde se nos ordenó llegar a la ciudad, donde además debimos abandonar las bestias de carga, los caballos, y hasta las mantas de abrigo de la tropa, que ordené quitar de las mochilas de mis hombres, para alivianarles su carga. El paso por estos condenados pantanos ha sido un completo desastre… –Gower intentaba suavizar su informe a través del teniente, pero era imposible ocultar su disconformidad con la medida sugerida por el teniente coronel Pack. La contundencia de la fuerza desembarcada, hubiera sido suficientemente disuasoria como para marchar esas leguas por el propio Camino Real, sin arriesgar a la tropa a llegar al campo de batalla con una fatiga que la menguara en su poder. — Comprendido señor… Con su permiso – se despidió el mensajero, tomando rápidamente su caballo, para cumplir lo ordenado. Un tenue hilo celeste sobre el horizonte del río, anunciaba que el amanecer estaba cerca. El general Gower, llamó a su ayudante y le ordenó que prepare a la tropa, se forme en columnas, y se emprenda la marcha a paso redoblado sobre Buenos Aires.

Soldados britanicos.

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La tensa calma podía palparse en los rostros de los soldados del Ejército Patriota, descansando en su lugar de formación en batalla, en la orilla sur del Riachuelo. Las vistas se perdían en la oscuridad. Sus respiraciones formaban densas nubes que se elevaban por sobre la extensa formación. La llegada de los húsares informantes de los movimientos del enemigo, se esperaba con ansiedad. Cerca de las ocho de la mañana, el comandante del Tercio de Gallegos, junto a los capitanes Varela y Pampillo, resolvió acercarse hacia el sur con cautela. No habían cabalgado sino un par de minutos, cuando, desde una leve ondulación del terreno, apareció frente a sus ojos, aquello que esperaban. Sus caballos, –al igual que su ritmo cardíaco – se detuvieron en seco: Una gran columna, que por su extensión, se perdía entre las estribaciones del terreno y los matorrales, se dirigía directamente al Paso Chico. Miles de rojos uniformes, grandes banderas británicas, y un lejano sonido de tambores marciales, los hizo estremecerse. Sin que mediara orden ni palabra alguna, hicieron girar sus caballos sobre si mismos, y desandaron el camino a la gran carrera. Apenas llegaron al campamento, Cerviño mandó avisar a Liniers, a través de un capitán de Patricios, sobre la situación. Se ordenó : – ¡ Todos a sus puestos de batalla!. Y luego: – ¡Silencio!. Un silencio tan profundo y tenso se apoderó del lugar, que pronto solo se oyó, a sus espaldas, el lento correr de las aguas del Riachuelo. Cualquier movimiento de la tropa, por más leve que fuera, se podía escuchar con claridad desde muchos metros. Los rostros, reflejaban el sentimiento de los corazones de aquellos vecinos. Apretaban sus armas contra sus cuerpos, casi las acariciaban, conscientes de que, en esta hora, solo ellas los podrían salvar de un desastre. Las miradas estaban clavadas sobre los matorrales del horizonte hacia el sur. En frente de ellos. Nadie se movía. Casi, ni respiraban. Luego de unos minutos, que parecieron siglos, fueron apareciendo, primero unos jinetes, luego una larga línea de sombreros negros, finalmente, quedó en frente de ellos, la columna británica, que fue convirtiendo sobre su izquierda, para quedar formada en batalla. O por lo menos así lo pensaron los oficiales españoles. 91

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En tanto la fuerza británica realizaba el movimiento, su jefe, el general Gower, se adelantó unos metros, y sin desmontar, reconoció el terreno. Dio un golpe a las riendas de su enjaezado tordillo, y regresó a la cabeza de su división. Liniers, y todo su ejército, aguardaba que se presente la formación de su adversario, para tomar las resoluciones finales. Pero esto nunca sucedió. Los jefes españoles no podían salir de su consternación, cuando observaron que la columna enemiga no se detenía. Continuaba la marcha hacia el oeste. — ¡Malditos cobardes! – no aguantó Liniers – se van hacia el Paso de Campana. ¡Pero no se saldrán con la suya! ¡Les presentaremos batalla! ¡Balviani, Velazco, Elío, Concha… hagan girar hacia la derecha, que seguiremos a estos miserables! Los coroneles, cumplieron la orden. Las cuatro divisiones, se encaminaron, bordeando el Riachuelo, hacia la nueva posición de batalla. Liniers, no podía creer lo que sucedía. Junto a su custodia, se adelantaba a la carrera, buscando un campo propicio, y la forma de impedir que los ingleses se salieran con la suya. Como a las doce del mediodía, se formó en batalla el ejército. Era la tercera vez que lo hacían sin que los ingleses se detuvieran. — ¡Vengan cabrones! – gritó fuera de si Abejorro, colocando su morrión en la punta de la bayoneta. Al punto la mayoría de sus camaradas gallegos, seguidos por el resto, que hacían lo mismo con sus gorras y sombreros. Cuando Liniers percibió que no daría resultado, ordenó volver frente, y repasar el Puente de Barracas. — ¡Rápido señores, los iremos a recibir a la ciudad! – ordenó a los jefes de brigada, mientras se retiraba a todo galope, seguido por su nutrida escolta– Se comenzó el movimiento retrógrado, y tuvieron que desandar las casi dos leguas que habían perseguido a los ingleses. — ¡Carallo! ¿No se le pudo ocurrir algo peor? – se quejaba Abejorro, mientras empujaba uno de los cuatro cañones 92

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que se le habían asignado al Tercio de Galicia –¡Primero nos dice que el Tercio no necesitaba cañones… y lo sacó de nuestro reglamento, y ahora nos hace cargar estos cuatro! ¡Si hasta parece que ha elegido los más pesados!… — ¡Ya cállate y puxa! –sentenció su padre, en su doble carácter de progenitor y sargento primero de su compañía. Cuando traspasaron el puente, observó Cerviño que los regimientos que habían quedado a su vanguardia, viraban la marcha bordeando el Riachuelo, en dirección hacia su desembocadura en el Río de la Plata. Azuzó a su caballo, hasta alcanzar al coronel Elío: — Disculpe usted mi coronel, pero, bien sabe usted que este camino es mucho más largo y complicado que continuar en línea recta por la calle Larga de Barracas, hasta la ciudad… — Así lo ha determinado el general Liniers, y así lo haremos. Reuniremos las tropas en los Corrales de Miserere… Cerviño apenas pudo contener su indignación, veía repetirse las ridiculeces que habían llevado a rendir Buenos Aires el año anterior. Pero no lo quiso decir. Ahora estaba sobre las armas, y no se podía arriesgar a una Corte Marcial, ni arriesgar a su gente a quedarse sin jefe, ni mucho menos a sus vecinos a quedarse sin defensores. Habría que redoblar los esfuerzos. Personalmente, y junto a sus oficiales, estimuló a sus hombres, bajó de su caballo para ayudar a transportar esos pesados cañones a través de zanjas, hasta que subieron la empinada pendiente de la calle de San Francisco, que los llevaría, casi directamente hacia el campo de Miserere. Cerviño, con su habitual sagacidad, resolvió hacer subir al Tercio de Gallegos por la calle de San Francisco, porque pasarían frente a la basílica franciscana y, dos calles más arriba, por la de San Ignacio. Sabía que esto ayudaría a infundir ánimo en su gente, pues junto con él y el capitán Varela, muchos eran terciarios franciscanos. Además, en San Ignacio, se guardaba la imagen del Apóstol Santiago: Patrono de Galicia… y – naturalmente – del Tercio. Al pasar, ya jadeantes, frente a el templo, miró a sus hombres y gritó fuertemente: 93

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— ¡Santiago! — ¡Cierra España! –fue la emotiva respuesta de sus seiscientos hombres, que parecieron poseerse de millares de Ángeles Guardianes, pues sacaron fuerzas, y continuaron la marcha a paso más veloz y animado. La brigada de la izquierda, que había marchado a retaguardia durante la persecución del Riachuelo, con la orden de volver sus pasos, quedó luego a la vanguardia, por lo que llegó la primera a los corrales. Allí se encontró con el general Liniers y su escolta. Formaron para ofrecer batalla, pero los ingleses habían llegado con anterioridad, y aprovecharon los cercos de las quintas linderas con los mataderos. La noche del invierno austral, se acercaba con velocidad. A la voz del comandante Murguiondo del Tercio de Vizcaínos, un grueso sargento de la compañía de Cazadores Correntinos –agregada a ese regimiento– hizo abrir el fuego: — ¡Si me arruinan los fusiles, antes que los ingleses, los mato yo! – amenazó, pues era el artesano armero que había construido o recompuesto la mayoría de las armas de su compañía. En medio de las sombras, Cerviño y sus hombres, comenzaron a escuchar los estruendos del combate que había comenzado apenas cien metros delante de ellos. Se acercaba con sus gallegos por una calle que, por su estrechez, no permitía abrir fuego con la artillería, por lo que resolvió convertir sobre la izquierda en un terreno, para entrar al campo en formación de batalla. Las tinieblas de la noche hacían que se perdiera de la vista la formación de Liniers. Casi no podía ver a sus nueve compañías. En medio de la maniobra, comenzaron a llover disparos desde un flanco y desde el frente. Solo podían distinguir las llamaradas, y las gigantes bocanadas de humo de sus oponentes. Por un momento, sintieron la instintiva inclinación a responder el fuego a discreción, pero las órdenes de sus oficiales, trajeron la tranquilidad necesaria. — ¡Varela, adelántese con sus granaderos, busque un parapeto y cúbrannos! 94

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— ¡Pampillo, que su teniente y la mitad de su compañía acompañe a Varela. Usted y su resto, tomen los cañones y llévenlos hacia la Plaza Mayor! — Fernández –dijo finalmente a su Segundo, en tanto que, se escuchaban los redobles de retirada de las otras divisiones – debemos retirarnos en orden hacia la Plaza Mayor. Aquí podemos quedar cortados del resto. No podemos ni ver a nuestra división y nos arriesgamos a caer prisioneros. No nos podemos dar el lujo que falte un regimiento completo en este combate. La escaramuza no pasó a mayores. La noche impidió reconocer al enemigo, pero le sirvió para ocultarse y defenderse. Lo que pudo ser una carnicería, se transformó en un aviso. Las tropas defensoras ahogaron sus ansias en la oscuridad. El Bautismo de Fuego, que pudo haber sido glorioso, fue una total confusión. Bien fruto de la inexperiencia, bien de la fatal circunstancia de llegar al encuentro cuando caía la noche. — ¡Señor! ¿Por qué no los perseguimos? ¡Por esta misma calle vamos derecho hacia la Fortaleza! – inquirió Pack, cebado por la aparente victoria. — Porque esta misma calle, en medio de la oscuridad, pude ser el sepulcro de mis hombres. Que por si no lo ha notado, llevan andando desde el amanecer. ¿Ciertamente le parece prudente emprender un ataque con solos tres mil quinientos hombres, agotados, y aislados en vaya a saber cuántas horas del resto?… –la respuesta, y la repregunta final del general Gower quedo flotando en el aire. Pack, acusando recibo, respiró profundo, levantó su rostro, y con una leve reverencia de su cabeza, se retiró de la presencia del general. El virrey no aparecía por ningún lado. Todos temían lo peor. Apenas llegó el Tercio a la Plaza Mayor, Cerviño ordenó formar en parada frente al Cabildo, y subió a dar parte de lo sucedido al Alcalde, autoridad que, según correspondía, debía asumir el mando del ejército en ausencia del virrey. — Señoría – finalizó Cerviño –deberíamos iluminar todas las calles, para evitar que los ingleses utilicen la oscuridad como aliada. Habría que guarnecer las azoteas linderas, defender desde arriba y en campo propio, es garantía de victoria. Las bocacalles 95

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que entran en la Plaza Mayor deberían estar fortificadas por la artillería. Cada calle será una Thermópilæ… Don Martín de Alzaga, aun cuando era uno de los más enconados detractores de las ideas liberales de Cerviño, dejó de lado su orgullo, y tomando las iniciativas del comandante gallego como propias, bajó las escaleras que lo separaban de la plaza, y se enfrentó a la tropa. Los rostros de los vecinos, acusaban la preocupación y el temor de haber perdido a su líder. El Alcalde Alzaga, con la prestancia y energía que lo caracterizaban, dio las directivas que le había sugerido Cerviño, más otras que recordaba perfectamente de las reuniones donde se planificó la defensa. El mismo ayudaba a mover los cañones, indicaba personalmente cuáles candiles encender. Esa Noche Triste por la incertidumbre de la ausencia de Liniers, y la amenaza del inminente ataque; Alzaga la viró en una velada de entusiasmo y confianza crecientes, por la llegada de las tropas y la resolución con que supo tomar las adecuadas directivas. Cerca de las diez, en medio de uno de los fogones encendidos en la plaza, un Pardo anunció entusiasmado: — ¡Allí entran los de la derecha! –en obvia alusión a los regimientos que conformaban aquella división. Junto a la de reserva, la división derecha, había quedado, por orden del general, guarneciendo el Puente de Barracas, ante la posibilidad de que los ingleses intentaran volver sobre sus pasos, e ingresar a la ciudad por allí. El Alcalde indicó a los jefes de división, que cada regimiento se retirase para descansar, pasando la noche en sus cuarteles, atentos a cualquier alarma. Los tercios de Andaluces, Miñones Catalanes, Patricios y Arribeños, así lo hicieron, pues sus cuarteles estaban en las cercanías de la plaza. El Tercio de Galicia, resolvió quedarse, eligieron por cobertizo el cielo, y por dormitorio el suelo de las anchas veredas, los arcos de las Casas Capitulares y la Plaza Mayor fueron su cuartel. En tan duro trance, estaban resueltos a custodiar Buenos Aires, a salvar la ciudad, y con ella toda la América Meridional. 96

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CAPITULO 11

El Preámbulo de la Victoria A la noche, siguió el alba del viernes 3 de julio. A pesar del desasosiego de un confuso combate, el ánimo del Alcalde y la presencia de todo el ejército, suplieron la ausencia de su líder. Don Santiago de Liniers, mediante una esquela recibida a medianoche, anunciaba que se encontraba en la Chacarita de los Colegiales, dispuesto a ingresar a la ciudad en la mañana. Esto trajo mayor tranquilidad y entusiasmo a las tropas reunidas en torno a la Plaza Mayor. Cuando despuntó el alba, los rostros sombríos de la noche anterior, ya descansados, tornaron en alegres. Los movimientos de tropas, armas y municiones eran incesantes. El Cabildo ordenó tocar Generala, y a los pocos minutos todo el ejército ocupó sus puestos, según lo pautado. Bien pronto se pudieron observar cañones en todas las bocacalles que circundaban la plaza. Las azoteas y ventanas dejaban asomar los cañones de miles de fusiles. Cada calle era una encrucijada sin salida. Cerviño, luego de ordenar al Tercio de Gallegos formar en parada en la plaza, se reunió con los capitanes de sus compañías para darles las directivas del momento: — Varela: Usted y sus granaderos marcharán hacia el Cuartel del Retiro. Allí quedarán bajo las órdenes del capitán 97

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Gutiérrez de la Concha. Como sabe, ese es un puesto clave y de primordial interés para los ingleses, pues se piensa que por allí esperarán que desembarquen las tropas que el almirante Murray conduce hacia la Capital, junto al abastecimiento. La 1ª de fusileros se acantonará en las azoteas de la calle de Las Torres, vigilando las avanzadas del enemigo. La 2ª lo hará en las azoteas de la calle del Cabildo; tendrá a su cargo dos cañones. La 3ª ira hasta la calle del Hospital de los Betlemitas. La 4ª junto a la 8ª, reforzadas por un cañón y un obús, se establecerán en la calle de San Miguel. La 5ª, con un piquete de la 6ª, reforzados también con un cañón, se destacarán a la calle paralela a San Miguel, a 600 pasos al norte. El resto de la 6ª, hará lo propio en la calle de las Torres, tres cuadras de la Plaza Mayor al Oeste. Capitán Pampillo, la 7ª quedará en frente de la 6ª del capitán Rivadavia. Caballeros – dijo con solemne seriedad–, la hora ha llegado. Esta plaza será el centro donde estaremos con el señor Fernández Castro. Cualquier novedad la informarán a este comando. Que Nuestro Señor Santiago nos ampare. A sus puestos de combate. Todos los capitanes, que observaban con expectación el plano en el que Cerviño y Fernández de Castro les indicaban sus posiciones, asintieron con seriedad, y saludando a sus comandantes, se desearon suerte, y marcharon rápidamente a cubrir los puestos indicados. En la barranca del Retiro, distante unos mil metros de la Plaza Mayor hacia el norte, se habían comenzado a acomodar los 600 hombres que la resguardarían. Con el río por un lado, estaba cercada de quintas, y el mejor cobijo y parapeto lo constituía la Plaza de Toros, en cuyo recinto se prepararía la defensa. Al capitán Gutiérrez de la Concha se le habían asignado 400 marinos, una compañía de Patricios, y otra de Pardos y Morenos que se encargarían de la artillería. De pronto, se hizo un repentino silencio, y todos detuvieron sus tareas de preparación del lugar, en las que estaban ocupados. Un sonido extraño les llamó la atención y viraron sus miradas hacia el lugar de donde provenía. A paso marcial, y al son de las gaitas –encabezadas por Tururú– entraron al recinto los 34 Granaderos de Galicia. Al 98

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frente su capitán, y ondeando al viento, su blanca bandera cuadra ostentando los escudos de Galicia y Buenos Aires. Un sentimiento difícil de describir sobrecogió a todos los presentes. Singularmente a los marinos, pues la mayor parte de ellos eran gallegos. Varela se presentó ante el capitán Concha, y juntos coordinaron las tareas que se le encomendarían a sus granaderos. — Capitán Varela –comenzó Concha– el comandante Cerviño, seguramente, le habrá anticipado la importancia vital de sostener esta plaza… — Así es… — Pues bien, tenemos 600 hombres, y solo media compañía de granaderos. Por su instituto, deberán salir a incomodar al enemigo. Marchará hacia el norte, siguiendo la costa, en dirección hacia La Piedad. No se arriesgue demasiado, pero sosténgalo y, en lo posible, haga que se repliegue. Debemos hacer tiempo hasta que podamos, con el resto de la tropa, rescatar los cañones de la batería que está en la barranca, o de ser imposible, clavarlos. Varela, saludó a su jefe, y marchó a notificar a sus hombres. Todos tomaron la novedad con la mayor alegría, y marcharon a la campaña, como a una fiesta. Principalmente Abejorro, se cobraría el resfriado que le debió a la mojadura de la noche del 30. A media mañana, Cerviño hizo llamar al capitán de la 7ª compañía a la Plaza Mayor: — Pampillo, no necesito preguntarle para saber que, con su carácter, se siente bastante incomodo con la ansiedad de la espera… — Seguramente señor… — Pues bien, tome un piquete de hombres entre los de su mayor confianza, y salga en partida de guerrilla. Debemos incomodar a estos condenados. Ellos no pueden prever de dónde le saldremos. No podemos dejarles que tranquilamente se agrupen para el ataque. Antes de esto, deben sentir nuestra presencia. Aproveche las azoteas, los pasadizos, y todas las 99

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artimañas que se conozca, para que sientan que han agitado un avispero, que han pisado un hormiguero… — No se preocupe, señor. No se la van a llevar de arriba. Seguramente llegarán al ataque final, pero lo harán desconfiando hasta de su sombra… Allá marcharon Varela y sus granaderos por el norte, y Pampillo y sus guerrilleros, por el oeste. El primero halló unas avanzadas inglesas cien metros al oeste de la Recolección de la Piedad. Inició un fuego tan vivo, que sus granaderos parecían un centenar. Se dispersaron por entre los cercos, y dispararon contra todo lo que se movía. Los ingleses, que venían reconociendo un terreno extraño, desconcertados y sorprendidos, no tardaron en huir a la gran carrera. La pequeña victoria, enfervorizó a los gallegos que comenzaron la persecución, cargando y disparando sus fusiles sobre la marcha. Abejorro corría desesperadamente, insultando a un piquete de ingleses, al tiempo que les disparaba. Al darse vuelta, sus enemigos, veían una inmensa mole con cara desencajada, enfundado en un gorro de pelo, que hacía su figura más temible que lo que de por si era.

Defensa de Buenos Aires.

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La milla que dista entre La Piedad y los Corrales de Miserere, donde tenían su cuartel general, la recorrieron en tiempo récord. Pampillo, escogió un grupo de sus hombres, a los que sumó dos Pardos. Dejó su azotea bien provista a las órdenes de su teniente, y junto a su partida, bajaron a la calle para cumplir con su cometido. Su corazón latía aceleradamente. Sabía que las casas, las cercas, las iglesias y las azoteas, serían sus aliados. A medida que avanzaba, iba sumando adeptos entre las filas de otros regimientos. Sin saber que su camarada Varela, se había dirigido hacia la Piedad, él tomó el mismo rumbo. Ya contaba con cerca de cincuenta hombres. Una cuadra al Oeste del templo, encontró una partida de doscientos ingleses. Pampillo, ordenó por señas, que se subieran a las azoteas vecinas un grupo. Que otros se cubrieran en unos cercos; y finalmente, el resto que lo siga. Los vecinos de toda la ciudad, estaban alertados de prestar auxilio a los patriotas, o bien desalojar sus casas por las azoteas. Los españoles abrían las casas como si fueran las propias, y en el interior los esperaban los vecinos prestos a cargar las armas, darles o armarles cartuchos, e indicarles el camino hacia las casas vecinas. En pocos minutos, la partida inglesa estaba rodeada por todos los flancos. Los dejaron avanzar por la calle, hasta que, a una señal de Pampillo, dispararon al unísono: — ¡Santiago!… — …¡ Y Cierra España! –respondieron desde todos los ángulos, al momento que disparaban. Cuando quisieron replegarse, los ingleses descubrieron que tenían cerrada la retaguardia. Al frente les disparaban desde las azoteas. A los flancos desde las ventanas y cercas. Cundió la desesperación. Al final de la jornada, Pampillo condujo hasta la Plaza Mayor tres prisioneros, dos cajones y seis cajas de municiones y una caballada, que le tomó presa a los ingleses. 101

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— ¿Estamos de feria? –le dijo alegremente Cerviño, al verlo llegar con semejante botín. La noche invernal, sorprendió a Buenos Aires con todo su ejército en posición. Alertas. Recostado en un pilar, José Manuel Sánchez de Alonso, trataba de dormir. La luna daba un barniz de plata a todo lo que rozaba: — Rosario… –susurraba– No muy lejos de allí, Rosario, aprovechando el sueño de sus padres, se asomaba a su alta ventana, y tomando las rejas con sus tiernas manos, miraba a la Luna, como esperando una respuesta. Rezaba por José Manuel. La aflicción no la dejaba dormir. El fantasma de la muerte la acongojaba. Muchos morirían, pero José Manuel, debía sobrevivir. No encontraba argumentos sólidos para su plegaria, después de todo era un soldado más, como tantos otros. Pero, no. José Manuel, no. No debía morir… se decía a sí misma mientras apretaba fuertemente el pañuelo de José Manuel contra su pecho. Una lágrima recorrió su mejilla. La siguieron muchas, muchas más. Entusiasmados con las victorias de las guerrillas del día anterior, el sábado volvieron sobre sus pasos para incomodar al enemigo. Los prisioneros entraban a la plaza en forma constante. Desde los arrabales de la ciudad, se comenzaron a escuchar efusivos gritos y vivos aplausos. Los jefes reunidos en la plaza quedaron por un momento desconcertados. Montado en su caballo, y seguido por casi todo el pueblo, entró Liniers a la Plaza Mayor. La confianza volvía en plenitud. Su aparición fue tomada como un signo: La victoria estaba asegurada. Siguiendo los pasos de Gower, el general en jefe, John Whitelocke, junto a los brigadieres Lumley y Achmuty, vadearon el Riachuelo a las doce del día. A las dos de la tarde, reunían en Miserere nueve mil hombres. Liniers se encaminó hacia el Cabildo. Debajo de los arcos – alertado por los gritos – lo esperaba el Alcalde Alzaga. Se saludaron sin demasiado entusiasmo, y junto a los jefes de división, pasaron a los salones para ponerse al tanto de las novedades. 102

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Alzaga, como la mayoría de los españoles, desconfiaba de Liniers, no solamente por su origen francés, sino por la correspondencia que mantenía con el Emperador Napoleón, a quien había dedicado la Reconquista de Buenos Aires el año anterior. — Muchas gracias caballeros – acotó al finalizar el informe, y dirigiéndose a los jefes militares ordenó– Debemos abrir fosos delante de cada uno de los cañones que protegen las bocacalles adyacentes a la Plaza Mayor. Los jefes de regimiento, permanecerán en la plaza, donde establecerán su cuartel general, recorriendo los puestos asignados a sus tercios. De todo me mantendrán permanentemente informado. Debemos extender el cerco alrededor del centro de la ciudad, saliendo al encuentro alternativamente en partidas de guerrillas, que ya están surtiendo el efecto deseado. A la defensiva, parapetados en nuestro campo y atacando desde arriba, no podrán pasar. Cada calle será un desfiladero de terror. Caballero, la victoria nos espera… Pampillo, sus seis incondicionales, y otros ochenta que pudo reclutar para su cometido. Partieron en la misma dirección que el día anterior, esta vez reforzados por un cañón “de a 2”. Unas cuadras antes de llegar a la Piedad, visualizó una partida inglesa. La encabezaba un cañón, y llevaban un carro, seguramente con municiones. Hizo subir a algunos a las azoteas cercanas. Montó el cañón en el centro de la calle transversal, y mandó otro pelotón que se emboscara a su retaguardia. La señal, esta vez, sería el disparo del cañón. Desde la esquina, observó como avanzaban. Miró sobre los ingleses, cómo sus hombres se apostaban en las azoteas de ambos lados de la calle por donde entraba el enemigo. Cuando los tuvo a menos de cien metros, avanzó con su cañón, y antes de que se acomodaran, disparó. Simultáneamente dispararon desde todas las azoteas y ventanas. Un enjambre de fusiles asomaban por todos lados. En medio del espeso humo que nubló la calle, comenzaron a retroceder espantados los ingleses, sin saber que a su retaguardia los esperaba otra lluvia de plomo. 103

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Los españoles parecían invisibles. Cuando los ingleses intentaban ingresar a alguna de las casas desde donde disparaban, los defensores corrían por las azoteas, y saltando los techos, salían por otra calle. Esas mismas casas que servían de parapeto y fortaleza, se convertían en hospital de los heridos, bien fueran vecinos o ingleses.

Bandera del Tercio de Gallegos..

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En medio de la gran confusión, al segundo disparo, el cañón de Pampillo se desmontó: — ¡Me cajo´n todo…! ¡Qué clase de cañón de merda me han dado!… ¡¿Y con esta porquería pretenden que gañémo–les a eses cabróns?! Por suerte, los ingleses se batían en retirada, dejando el cañón que no había alcanzado a disparar, y el carro que, efectivamente, conducía municiones de artillería y fusilería. — ¡Vamos para la plaza, a ver si les gustan estos regalos!… El general Whitelocke, escuchó con forzada tranquilidad, el informe que le daba Gower: — De las provisiones que llevamos al partir de la Ensenada, solo pudimos salvar de los pantanos 4000 libras de pan, y 40 galones de aguardiente, casi consumidas en su totalidad en el campamento de Santo Domingo. En las casas no hemos podido hallar víveres, pues los españoles, antes de abandonarlas, se llevaron todo. La situación es ciertamente difícil… — No podremos esperar a nuestra retaguardia. Atacaremos mañana mismo. Extenderemos nuestro frente hasta los Recoletos. General Gower, por favor, mediante señales, pídale a la flota que desembarque la marinería a la mayor brevedad. Los necesitaremos para el ataque. Como hemos dicho, formaremos tres divisiones, conformadas por tres columnas de novecientos hombres cada una. Brigadier Lumley, usted se hará cargo del ala derecha. Su objetivo principal será la Residencia, y convergerá hacia el centro. Brigadier Crawford, encabezará la brigada central. Llevará como práctico al teniente coronel Pack. Centrará su ataque en el Convento de los Dominicos, y desde allí hacia la Fortaleza. La división de la izquierda, reforzada por la marina, irá al mando del general Achmuty. Su principal misión es tomar el parque de artillería del Retiro. Esa será nuestra vía de enlace con la flota. Debemos facilitar el desembarco del resto de la tropa, pertrechos y abastecimiento. Desde allí también convergerán al centro. La reserva, con otros novecientos hombres, permanecerá en este sitio a cargo del general Gower. A la señal acordada, ingresaremos a la ciudad Hasta el Fondo… 105

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En la oscuridad de la medianoche, una de las naves de la flota británica, se aproximó hasta la costa de la Recolección, permitiendo que el capitán de navío Rowley, desembarcara varios cientos de sus hombres. Una delgada línea roja de ocho mil cien ingleses, se extendió en batalla. La bruma del alba del 5 de julio de 1807, se levantaba desde las botas de los soldados. Un pesado humo se formaba en sus bocas y fosas nasales, siguiendo el ritmo de su respiración. La gloria del Imperio Británico había sido mancillada por una chusma en las antípodas de la Metrópoli, Pero allí estaba lo más granado de sus tropas para limpiar la afrenta. Buenos Aires, y toda América serían la nueva perla de la Corona Británica…

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CAPITULO 12

El Campo de la Gloria En el cuartel del Retiro, toda la noche había pasado en aprontes para el ataque previsto para la mañana siguiente. Varela, al igual que los demás oficiales, verificaron una y mil veces la situación de sus tropas. La noche pasó en una tensa e inquieta calma. La barranca traía el tenue susurro del río, que como un manso lago, acariciaba la playa que se extendía en su faldeo. Una hora antes del amanecer, el capitán de navío Gutiérrez de la Concha, ordenó poner a toda la gente sobre las armas. A las seis de la madrugada, el primero de los treinta y seis cañonazos de bala disparados por los ingleses como intimación de ceremonia, sobresaltaron a la vecindad de Buenos Aires. La suerte estaba echada. Solo restaba vencer o morir defendiendo su tierra. Por las nueve calles principales que desde el oeste corrían hasta el río, avanzaron con resolución confiada, las columnas británicas. Los precedían los cañones que habían podido salvar. Todas las unidades voluntarias los esperaban en sus puestos desde el Hospital de los Betlemitas en el sur, hasta el campo del Retiro al norte, con los accesos al centro de la ciudad, reforzados en cada azotea, en cada bocacalle. 107

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El brigadier Achmuty, con su división, llegó hasta el Retiro en menos de media hora, haciendo que su gente ocupara todas las bocacalles que rodeaban la plaza. Comenzó un verdadero aguacero de balas. La artillería de ambos bandos, junto con la fusilería, disparaba sin cesar. Los bramidos de los cañonazos hacían temblar el campo. A medida que avanzaba el tiempo, los seiscientos defensores de aquel puesto, se vieron cuadruplicados en número. Los atacantes, eran contenidos con furia. Sin intermedios, Achmuty ordenó por tres veces tomar el puesto principal. Cada una fue repelido ferozmente. Los alrededores se alfombraban de rojo. El rojo de los uniformes ingleses… y el rojo de su sangre. Desde todos los puntos, salvo la barranca que cae al río, llovían proyectiles. Bien pronto, el humo de la pólvora, nubló por completo el lugar. Varela, espada en mano, corría de un puesto a otro, abriendo los cajones de municiones, aprovisionaba a su gente –tanto como a los demás defensores – para no separar a nadie del manejo del arma. — ¡Capitán, se nos acaban las municiones…! –bramó un oficial de los Pardos, encargados de la artillería. — ¡Vayan inmediatamente hacia el parque, justo allí –indicó con su índice el pequeño edificio distante unos pasos hacia el barranco– que encontrarán más. Traigan todos los cajones que encuentren! El oficial, tomó a varios de los servidores de sus cañones, y sorteando el fuego enemigo, llegaron a la carrera a la puerta del edificio. La puerta estaba cerrada. — ¡Carajo! ¡Vuelva a pedirle la llave al capitán Concha! –ordenó el oficial fuera de si. Un moreno, corrió nuevamente hacia la Plaza de Toros, donde se encontraba el comandante. Fue inútil… Nadie había tomado la previsión de pedir la llave del parque de artillería. Retornaron como habían partido. 108

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Los ingleses, al ver que por las bocacalles no podían ocasionar daño, resolvieron emboscarse en las quintas y huertas alrededor del lugar, y continuar el fuego más vivamente. El teniente Domínguez, animaba a sus granaderos gallegos, disparando con su propia pistola. En un momento giró su rostro, y observó que el cañón que se encontraba cerca de él, no hacía fuego, y sus servidores se habían recostado en sus ruedas, sentados sobre un gran charco de barro, con la mirada fija en un punto impropio, casi en éxtasis. Una corriente de lava candente recorrió las venas del galaico granadero. Tocó el brazo de Abejorro, que se encontraba disparando desesperadamente a su lado, y le ordenó que lo siguiera. Al llegar frente a los artilleros, inquirió ásperamente al oficial a cargo: — ¡Haga disparar este cañón inmediatamente! ¿Qué es lo que se supone que están haciendo? – le ordenó. El oficial, como si nada hubiese escuchado, y sin siquiera mirarlo, no contestó. — ¡Granadero! –ordenó Domínguez– dispare a matar sobre este traidor del Rey! Abejorro, que ya tenía su fusil cargado, y como si le hubiesen ordenado disparar sobre un pato, apuntó a la cabeza del rebelde, tiró hacia atrás el martillo de su arma, y en el instante en que se disponía a cumplir la orden… — ¡Disculpe señor! – se puso de pie el oficial artillero, sobresaltado, al ver a la muerte avanzar– no podemos disparar, se han agotado las municiones… –dijo casi sin respirar. — ¡Baje el arma y vuelva a su puesto! –le ordenó a Abejorro – y usted, cuando le hagan una pregunta, respóndala. — ¡Subteniente! –llamó Domínguez a Díaz de Edrosa –¡Cúbrame que intentaré ir hasta la ciudad a conseguir munición de artillería! Díaz y sus granaderos, lograron hacer retroceder a un grupo que se hallaba en un ángulo, y Domínguez avanzó bajo el fuego. — ¡Válgame Dios!… –se quejó Díaz, cuando cubriendo a su teniente explotó la boca de su carabina. Al momento, saltó 109

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por sobre su parapeto, y corriendo entre las balas, se tiró sobre un cadáver, para regresar con el fusil del ingles. Las municiones no llegaban, por lo que supusieron –con razón– que Domínguez podría haber caído prisionero. Los ingleses, que ya se acercaban por un ángulo de la barranca, hallaron en la Batería Abascal, un cañón de grueso calibre desenclavado. Y con él, comenzaron a batir en brecha la Plaza de Toros, donde se habían refugiado los defensores. Varela, observando la delicadeza de la posición, se dirigió a consultar a su jefe — ¡Comandante, la situación es insostenible! ¡Ya no tenemos munición de artillería desde hace más de una hora, y solo quedan tres o cuatro cartuchos de fusil a cada hombre! ¡Debemos abandonar el puesto, antes que caer prisioneros! ¡No podemos arriesgar a que la defensa se frustre, por no poder contar con una dotación de tantos hombres como tenemos aquí! Me ofrezco voluntario para encabezar con mis granaderos la retirada. Como los hemos rechazado hasta ahora, podemos intentar el ultimo trance de hacerlos retirar de una de los frentes, y por allí, evacuar a la tropa, para continuar la lucha donde se nos indique… — ¡Adelante capitán Varela! ¡Qué Dios lo proteja! – fue la seca respuesta de Concha. Al llegar al frente de sus hombres, que continuaban haciendo fuego, preguntó al subteniente Díaz: — ¿Cuántas municiones les quedan? — Solo tres por hombre, señor… — Avanzaremos por aquella brecha –indicó hacia la ultima esquina que caía al río– y evacuaremos a la gente. ¡Calen bayonetas!... ¡Presenten la bandera! ¡Tambores, gaitero: toquen Al Ataque! –Tururú, los tambores y el pífano, atacaron con la marcha de guerra: Cala-Cuerdas. — ¡Mortos denantes que escravos! –gritó Varela desencajado– ¡Santiagooo!… — ¡Y Cierra España! –respondieron los granaderos gallegos, rompiendo la marcha a la gran carrera. 110

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Se abalanzaron como un tornado hacia los enemigos, que azorados no podían acreditar lo que veían sus ojos: Treinta y cuatro granaderos que parecían un millón, los embestían a punta de bayonetas. En medio del campo raso, con el ultimo cartucho que tenían, dispararon. Entre el humo de la pólvora, comenzaron a aparecer los granaderos gallegos: Delante, la bandera con sus escudos al viento, y detrás de ella, rostros enfurecidos, imponentes gorros de pelo, borlas y cordones, se mezclaban con sangre y fuego. A mitad del camino que debían recorrer los granaderos de Galicia, se interponía transversalmente un arroyuelo que caía al río: La Zanja de Matorras. Se internaron con todo su peso en el barro, y el capitán Varela comenzó a hacer fuerza hacia arriba en un esfuerzo desesperado por liberar sus botas del inoportuno fango. Todo era inútil. Dos de sus granaderos, al presenciar la escena –y sin detenerse en su marcha –literalmente arrancaron a su capitán de la sucia y congelada trampa. — ¡Santiago! –volvió a gritar Varela, dando y dándose coraje, al tiempo que encabezaba la marcha descalzo, pero a la carrera. — ¡Y Cierra España! – respondieron sus granaderos, avanzando a bayoneta calada. Los ingleses se desparramaron, cayeron entre las tunas como perseguidos por espíritus. En un instante, en medio de la balacera, un disparo sonó fuera de lo común. El tiempo pareció detenerse. La gaita exhaló un último sonido amargo y atenuado. Tururú, entre sorprendido y aterrado, miró su pecho, mientras la gaita se le resbalaba de las manos, sin que éstas respondieran las órdenes de sostenerla y seguir tocando. Con la vista cada vez más nublada, recorrió los botones dorados de su chaqueta. El anagrama “F VII” brillaba como nunca lo había observado. Pero… primer botón sobre la encarnada faja, había desaparecido, hundiéndose, junto con la bala británica, en sus entrañas, y por el ojal vacío comenzaba a manar un hilo de sangre… Ardía, quemaba… El cielo le pareció hermoso… El rostro de su madre, le apareció entre las negras nubes del acre humo de la batalla… 111

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Abejorro, que corría gritando con furia, se detuvo como si hubiese chocado contra una pared. Giró su cabeza, y vio a su amigo Tururú cayendo lentamente, mientras lo miraba a los ojos. Volvió algunos pasos, gritando desconsolado: — ¡Mi capitán, hirieron a Pereira!... ¡Mi capitán!..., ¡Le dieron a Pereira!... Varela, que –descalzo– los precedía, no podía soportar la idea de dejar a uno de sus hombres abandonado: — ¡García! –ordenó a Abejorro– ¡Tráigalo!... ¡Ayuden a García a traerlo! Con dos de sus camaradas, se arrodillaron junto a Tururú, que tenía el vientre abierto por un disparo. Abejorro no podía creer que allí todo echara humo: El piso echaba humo... La sangre echaba humo... El agujero en el vientre de su amigo... también echaba humo. Tururú intentaba aferrar su gaita, pero no tenía fuerzas para decir palabra a su amigo. Sus ojos, que miraban fijamente a Abejorro, expresaron todo el tierno afecto que le profesaba. — ¡Mira que eres cabrón, nos dejas sin música justo ahora! – le dijo con voz entrecortada, mientras con sus ojos inundados, lo cargaba sobre sus anchas espaldas. — ¡Disparen sobre esos herejes hijoputa! –ordenó a sus compañeros. Abejorro ya se había lanzado a la carrera, cuando sintió que un calor le bajaba por su pierna. Se detuvo a mirar, y un charco de sangre espesa brotaba de su rodilla. Cayó... — ¡Mi sargento primero! – llamó un compañero al padre de Abejorro –¡Hirieron a Juan Manuel! Esta vez, el sargento García Ponte corrió al lado de su hijo. Observó que Tururú ya no respiraba, y que la pierna de su hijo estaba separada a la altura de la rodilla. No pudo resistir la desesperación. — ¡Córtela, padre! –le dijo Juan Manuel. Su padre no podía volver en sí. Abejorro desenvainó su sable de infantería, y de un tajo, seccionó los tegumentos 112

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que mantenían su pierna en una pieza. Tomó su fusil como muleta, y le extendió una mano a su padre para que lo ayude a incorporarse. — ¡Ayúdeme, mi sargento primero! – se esforzó en bromear a su padre. Varela, apoyado contra una cerca de ligustrina, observaba cómo sus granaderos evacuaban en orden. Luego regresó a la Plaza de Toros, para verificar la retirada del resto de los defensores de aquel puesto. El intento fue inútil. Apenas habían logrado salir los granaderos gallegos, cuando los ingleses se reagruparon, disparando sobre los marinos y los Patricios. Todos debieron regresar al refugio. — El resto no ha podido evacuar. Cayeron prisioneros. Los ingleses han tomado el Retiro. Continuaremos por la costa, hasta el Hospital de los Betlemitas. Allí dejaremos a nuestros heridos y entraremos a la ciudad. –comentó Varela a su gente. Así lo hicieron. Esforzadamente, los veinte granaderos ilesos cargaban a sus catorce bajas: Diez heridos y cuatro muertos. A instancias de su hijo, el sargento primero García Ponte cargaba sobre sus espaldas el cuerpo inanimado de Tururú. A la carrera, pasaron por detrás del convento de las monjas Catalinas. A Varela, que tenía al monasterio, por un puesto donde podrían recibir atención por parte de las religiosas, no le pasó inadvertida la bandera británica que flameaba en la torre de su campanario. Acababa de ser tomado por las tropas enemigas. La toma había sido sorpresiva y a toda fuerza. Las valientes hermanas esperaban lo peor. Su Madre Superiora lo expresaría elocuentemente en un informe elevado a su Provincial: –“…Los recibimos entonces arrodilladas y en profundo silencio. La Sagrada Comunión nos había preparado para la muerte, que creíamos segura. Los soldados irrumpieron apuntándonos con los rifles y las bayonetas caladas, pero ninguna de nosotras se movió ni rompió el silencio. La muerte era lo que menos temíamos, ya que considerábamos que era voluntad de Dios que hiciéramos ese sacrificio por el triunfo de nuestra causa”. 113

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La partida de granaderos pasó el centro, que estaba bien cubierto de tropas defensoras, y continuó su esforzada marcha hasta el Hospital de Belem, ocho cuadras más hacia el sur. Varela conocía que este estratégico puesto estaba siendo defendido por la 3ª compañía de fusileros de Galicia. Toda la compañía se ocupaba activamente de hostigar a las columnas británicas de la división Lumley. Varela no quiso distraer al capitán, y encontrando al cabo primero O´Donnell, lo consultó sobre la situación: — Hemos podido evacuar el Retiro, pero fue una cruel carnicería: Más de seiscientos ingleses quedaron en el campo. Dejaremos a nuestros heridos al cuidado de las monjas. — Le mandaré unos hombres para que los ayuden. Aquí estamos bien pertrechados y seguros, don Jacobo –le comentó O´Donnell, que conocía a Varela desde hacía mucho tiempo– Pero por lo que hemos escuchado, se necesita gente en el Convento de los Dominicos. El general Crawford ha tomado el lugar, y tiene acantonada toda su división. Creo que allí serán más útiles. El convento esta demasiado cerca de la Fortaleza. Los granaderos comenzaron a ingresar al hospicio a dejar a sus compañeros heridos. José Basavilbaso, que era uno de ellos, entró apoyándose en el hombro de su hermano Miguel que lo conducía. Ambos se sobresaltaron de asombro al ser recibidos por su propia hermana. El rostro de la niña, viró de la preocupación a la angustia. Las ensangrentadas ropas de su hermano José, emparejaban con su delantal que al amanecer, seguramente, habrá estado impecablemente blanco. — ¡Rosarito! ¡Hermanita! ¡No te preocupes Niña, es cosa de nada! Apenas un rasguño… — ¡Cierren la boca! ¡Inconscientes! ¿Qué le ha pasado, Miguel? – Preguntó Rosario con inaudita autoridad, al tiempo que ayudaba a su hermano Miguel a acomodar a José sobre un catre vacío. — ¡Un rasguño, Niña… Un rasguño… Ya te lo he dicho. — ¡A ti nadie te ha preguntado nada. Así que, cierra esa 114

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bocota y recuéstate, que si fuera solo un rasguño, no te hubiesen traído aquí… — Una esquirla de cañón le ha lastimado la pierna derecha… Rosario ya se había convertido en una experta enfermera. Escuchaba a su hermano –ahora más dócil– mientras iba pidiendo a otras voluntarias todo lo necesario para que el chúcaro herido fuese bien atendido. Las damas porteñas, bien en sus casas, bien en los hospitales que se habían armado en la ciudad, ayudaban a los heridos de ambos bandos, con la inmensurable generosidad que solamente puede acoger el sensible corazón de una mujer porteña. Los sentidos de Rosario estaban agudizados al máximo por la necesidad del momento. A un tiempo escuchaba a su hermano sano, acomodaba al herido, daba instrucciones a otras voluntarias, informaba al médico y prestaba atención al resto de los movimientos en el Hospital. De pronto todo se detuvo para ella. Ya no escuchaba ni sentía nada más que esa voz que acababa de percibir entre la multitud bulliciosa. Prestó atención… ¡Si, es él! –Se dijo a sí

Casa de la Virreina Viuda.

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misma, y comenzó a buscar desesperadamente hacia todos lados. Todo parecía idéntico: Los uniformes, los hombres, los heridos. Guiada por ese susurro particular, caminaba entre gemidos de dolor en idiomas ininteligibles, uniformes multicolores y cuerpos ensangrentados, muletas y vendas. Repentinamente se chocó contra un enorme pecho uniformado, el aroma de la camomila volvió a embelesarla, y la fuerza del sentimiento le aflojó las piernas... Miró hacia arriba, para disculparse con quien había chocado, pero ya no fue necesario. José Manuel Sánchez de Alonso, su José Manuel, estaba frente a ella, con la mandíbula desencajada por la grata sorpresa. Antes de que el joven reaccione, lo abrazó fuertemente, sellando el reencuentro con un profundo beso. — ¡Gracias a Dios! –Exclamó la Niña, sin soltar las manos de José Manue – Estaba a punto de morir de angustia… Pero ¿Qué estas haciendo aquí? ¿Te ha sucedido algo?… — ¡No, niña! ¡Tranquila! El capitán Pampillo me ha ordenado acompañar a este camarada – Dijo señalando a su pobre compañero de la 7ª compañía quien, sentado en el piso, aguardaba pacientemente a que los enamorados finalicen sus arrumacos, para que alguien se digne a atenderlo. — ¡Dios Santo! – Se horrorizó Rosario al caer en la cuenta de su involuntaria falta– ¡Tráelo por aquí!. Al tiempo que realizaba los primeros auxilios al compañero de su novio, Rosario conversaba todo lo animadamente que la situación permitía, cruzando con su amado esas miradas de gacela sedienta –como él le decía– que le ablandaban hasta el alma. De pronto el encanto se rompió de un golpe: — ¡Se marcha el Tercio de Gallegos! –sentenció con voz fuerte y autorizada alguien indefinido entre la multitud –¡Vamos… Vamos!…– Ordenó finalmente. José Manuel se puso de pie como si un rayo lo hubiera fulminado. La cara de Rosario se desencajó. También se puso en pie, dejando suelta la venda que le estaba colocando al herido. Se miraron si decir palabra. No era necesario. Se abrazaron fuertemente y sellaron el encuentro con un profundo beso. Rosario interrumpió el ensueño, intentando –sin lograrlo– 116

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parecer serena. En una actitud automática, tomó el pañuelo perfumado de manzanilla de la manga de José Manuel, para enjugarse las lágrimas que comenzaban a asomar, le dijo: — ¡Ala soldado, sus compañeros lo necesitan, nuestra Patria y el Rey también… pero no se olvide que, más que nadie, lo necesito yo… cuídese! ¡Ala, vamos, marche!… José Manuel, se retiró sosteniendo la mirada en su Rosario. A los pocos metros ambos se perdieron de vista entre la multitud de heridos, mutilados, enfermeras, médicos, gritos, gemidos de dolor… El capitán Varela, junto a los granaderos que quedaron sanos, marchó resueltamente hacia Santo Domingo, no sin antes saludar a O´Donnell, que regresó a una azotea, seguido de cerca por su pequeño cuñado, Lucio Mansilla, que no se le despegaba de su espalda. Desanduvo la partida los seiscientos metros que, hacia el norte, separan el Hospicio de los Betlemitas, del convento Dominico, y allí tuvieron que subir a una azotea, por el intenso fuego que se escuchaba en la calle detrás del convento dominico. Sobre la azotea, un grupo de españoles, mantenía a raya a toda una columna que intentaba ingresar a la protección del convento, por su parte trasera. Varela se hizo cargo del puesto, ordenando los disparos. — No podrán salirse con la suya. Ábrame la puerta de la casa, que los intimaremos a rendirse –ordenó a don Marcos Salcedo, el dueño de la casa. — Disculpe, capitán, pero no le recomiendo que haga eso, porque estos bastardos, ya han matado a una comisión que bajó hace una hora con bandera parlamentaria. — Don Marcos: ¡Ábrame esa puerta, o se la volteo a balazos! –respondió ofuscado Varela, a quien no le agradaba que se le discutiera su autoridad. Luego de ordenar alto el fuego, precedido por una bandera blanca de parlamento, salió Varela con un grupo de granaderos. Se presentó al frente de la columna enemiga, encabezada por un oficial que lo aguardaba apoyado en el tubo del cañón que presidía al grupo. 117

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— Bajo las Leyes de la Guerra –comenzó Varela en fluido ingles, que dominaba por sus frecuentes viajes a Estados Unidos– Les intimo a rendirse, salva las vidas y los honores que corresponden. A la vista, tenía a más de doscientos hombres. El capitán ingles, consultó a sus oficiales, mientras Varela preguntó si el cañón estaba cargado.

Soldados del regimiento de infanteria 71 Highlanders de Escocia.

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— No capitán –respondió con sorna el ingles– Puede usted asegurarse del modo que mejor contemple… Varela, mirándolo fijamente a los ojos, desenvainó su espada, y la introdujo por la boca del cañón, para verificar si había o no una bala allí dentro. Viéndose descubiertos en su traicionera artimaña, –pues el cañón efectivamente estaba cargado– un soldado de la primera fila, y el artillero que estaba junto a la pieza, atacaron al capitán de granaderos gallegos. El ultimo le lanzó dos rápidas estocadas que lo hirieron en el brazo izquierdo. El primero, le asestó un bayonetazo directamente al vientre, que gracias a un instintivo movimiento de Varela, solo lo hirió en su costado. Los granaderos que acompañaban a su jefe, así como los que observaban desde la azotea, apuntaron sus armas a los ingleses, dispuestos a acribillarlos. — ¡Nadie dispare! – gritó Varela, levantando sus manos, mientras el capitán ingles reprendía ásperamente a sus dos hombres. — Sepa disculpar los nervios de mis hombres. Nos rendiremos, pero como usted podrá observar, su gente nos linchará si quedamos a su resguardo. Solo le pido que venga tropa suficiente para que se nos pueda escoltar con seguridad hasta donde se disponga. — De acuerdo. Iré hasta nuestro cuartel general a traer gente. Quedan ustedes prisioneros de Su Católica Majestad Española. –y saludando a su oponente, marchó Varela hacia la Plaza Mayor a dar cuenta de todo a Liniers y Cerviño, y retornar con la tropa suficiente. Montando su caballo, tuvo que sortear la plazuela del frente de Santo Domingo, pues los enemigos allí acantonados, desde las torres y la cima de la cúpula del templo, disparaban a todo cuanto se movía. Apenas salió Varela del lugar, los ingleses comenzaron movimientos que, por prudencia hicieron replegarse a los granaderos que habían quedado en su custodia. Se rompió el fuego, respondido vivamente desde la azotea de Salcedo. Pero todo fue insuficiente. Los prisioneros avanzaron disparando, hasta lograr ingresar al convento, para sumarse a su división allí acantonada. 119

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El general Craufurd, fuerte en su bastión, observaba a lo lejos, un grupo de banderas británicas a las que se sumaba la que había izado en la cima del templo: hacia el sur, sobre la Residencia, en el centro en varias otras iglesias, y al norte, en las Catalinas y el Retiro. El teniente coronel Pack, se regodeaba pensando en el solemne acto en que devolvería a su 71º Regimiento de Highlanders, la bandera que – rendida el año anterior– acababa de encontrar en la sacristía de Santo Domingo. Ninguno de los dos sabía que esos grupos estaban cortados en sus posiciones, aislados del resto. Ni que el numeroso grupo de la retaguardia inglesa, junto a los abastecimientos, no habían podido entrar en la ciudad. Tampoco contaban con que cada soldado ingles que caía prisionero, o muerto, agregaba un fusil más para los defensores. No podían concebir que, a pesar de sus doce mil Invencibles, y aun de toda la potencia del Imperio Británico, la pasión – siempre –podría más que la prepotencia.

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CAPITULO 13

La Rendición del Último Bastión Apostado en la azotea de la calle de las Torres, Pampillo y su compañía, pasaron la noche en tensa calma, como el resto del ejército defensor. Al otro lado de la calle, tenía a la 6ª de fusileros gallegos, al mando de su camarada Rivadavia. Liniers había resuelto reforzar ese camino. Por allí ingresaría el grueso de la columna central enemiga, pues se trataba de la que conducía directamente desde los corrales de Miserere, hasta la Plaza Mayor y el Fuerte. Los dejarían entrar para encallejonarlos, y cortarles la retirada. Según era su costumbre, muy de madrugada, salió Pampillo con sus incondicionales, a reconocer las avanzadas inglesas. Las encontró en el hueco entre la Plaza de Lorea y la Piedad. Trataron de ocultarse, pero ya era demasiado tarde, la partida inglesa comenzó a dispararle a punta de cañón. Fue en ese momento que escucharon desde mucho más atrás, que se disparaban los treinta y seis cañonazos, con que se inició el ataque. Marchaban en una línea que cubría mucho más de mil metros: desde la Recolección hasta la calle de Belem, avanzando desde la calle de Montserrat hacia el río. Ordenó replegarse hacia la Plaza Mayor, encontrando en el camino otras pequeñas partidas avanzadas, con las que se enfrentó a fuego vivo. Para confundir a los atacantes, y lograr 121

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su misión, entraban sus hombres en las casas, subían a las azoteas, disparaban, saltaban los techos: parecían cientos. A la carrera, ingresaron a la Plaza Mayor. Pampillo –cojeando– fue directamente a comunicar a Cerviño las novedades: — Mi… comandante… –comenzó casi sin aliento. — Si, don Bernardo, ya me imagino: Comenzó el ataque… Pero, a ver, por favor quítese su sombrero que parece una chimenea… ¿Qué le ha sucedido, mi amigo?… Pampillo, desconcertado por el pedido, con su mano sangrando, se descubrió, y observó sorprendido que, por un agujero del tamaño de una nuez que traspasaba de lado a lado su galera, aun continuaba saliendo humo. — … Y mire ese uniforme, hombre. Si así comienza la batalla, la terminará poco menos que desnudo… Sin salir de su asombro, se miró a si mismo, observando que –seguramente– otro disparo, le había arrancado el extremo de su solapín, que una vez había sido blanco. — Fuera de bromas, mi capitán: ¿Qué ha sucedido? ¿Cómo es que esta en ese estado, cuando apenas comienza el ataque? — Hemos salido con mis hombres esta mañana temprano. Encontramos partidas de reconocimiento en varios sitios entre nuestra posición y la Piedad, hasta donde llegamos cuando comenzó el avance. Los muy cabrones estaban peores que nunca… En esta mano uno me dio un bayonetazo… justo antes que lo mate… Otro me mató mi caballo… ¡Desgraciados!… ¡Con lo que quería a esa bestia!… — A ese también lo mató… — A ese más que ninguno… Y el pie… La verdad es que no tengo idea de qué caray habré pisado… De lo que no me había percatado, era de mi solapa… ni de la chimenea… — Bien, mi capitán. Tengo otra delicada tarea para usted. Primero, vaya a verlo al doctor Casal, que le cure esas heridas. Luego, deje su puesto a cargo de su teniente. Y, en cualquier caso, infórmele a Rivadavia –que está en frente de ustedes– que se encargue en caso de ser necesario. Finalmente, tome a sus seis elegidos, y esa docena de hombres del Tercio de 122

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Andaluces, que siempre lo acompañan. Antes de que lleguen las columnas enemigas, deben recuperar un cañón que, esto días, han dejado abandonado en la calle del Correo. Como se imaginará, todo es fundamental en estas circunstancias, y, teniendo a Varela y sus granaderos en el Retiro, usted y sus guerrilleros, serán nuestra segunda compañía de granaderos… — Mientras no se trate de otra chapuza como la que me enviaron ayer mismo… — No se me queje, mi capitán… No se me queje… Pampillo, se hizo curar sus leves heridas, y fue a pedirle al comandante Merelo, que le franquee los hombres que lo acompañaban en sus campañas. El andaluz, que primero refunfuñó, pues le quitaba sus mejores soldados, cedió ante las lisonjas del gallego: — El Tercio de Andaluces no ha compuesto una compañía de granaderos –parafraseó a su jefe– Ahora bien puede gloriarse de que este selecto pelotón, sea celebrado como tal… — Vamoh´, hombre… Dehese de salameríah´, y llévese a mih´hombreh´anteh´de que me arrepienta… –se quejó el andaluz, en una frase que (como todas) parecía salida de un cantejondo. La extraña junta de gallegos y andaluces, corrieron por la calle del Correo, hasta encontrar el cañón que le habían indicado. — ¡Ya me imaginaba!… ¡Lo han clavado!… Bueno, volvamos que esto aquí no hará ningún mal. Y después de todo, que por lo menos sirva para incomodarles el paso… ¡Vamos, rápido! Regresó la partida con la mala noticia, y Cerviño le asignó otra delicada tarea: — Vayan hacia la calle de Santo Domingo. Allí la columna que se ha acantonado en el templo, tiene a mal traer a nuestra gente. Esa posición es muy peligrosa, pues están a pocas calles de aquí. Si reciben refuerzos, estaremos en problemas. Hay que contenerlos… — O rendirlos… — Eso ya sería un milagro… 123

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— La Reconquista ya fue un milagro. ¿Qué estamos haciendo sino un milagro?… Partieron hacia el sur, a su nuevo destino. Las calles eran una completa confusión. Los disparos de artillería y fusilería sonaban por todos lados. Nubes de pólvora cubrían la ciudad. Su acre olor invadía los sentidos. Cada calle era una emboscada mortal. De las azoteas llovía plomo, tejas, ladrillos, agua hirviendo y los terribles frascos de fuego, repletos de aceite de potro hirviente que se encendía al estallar. En cada esquina podía encontrarse la muerte. Pero la confianza de pelear en terreno propio, y por la causa más justa, invadía las tripas de los defensores, convirtiéndolos en bravos guerreros. De tamaña bizarría como los más experimentados. Llegaron hasta una azotea cercana, pero nada se podía ver desde allí. — Vamos por detrás de San Francisco – dijo a su gente. Al llegar a la esquina de la Aduana, casi en la playa, los recibieron con un nutrido fuego de fusilería, proveniente de las ventanas del convento dominico, que daban al río. — ¡Cúbranse! – alcanzó a gritar, mientras observaba las rejas de los ventanales desde donde provenía el fuego, erizadas de fusiles ingleses. — ¡Se han apostao´ en el campanario, y en la cima de la cúpula de la iglesia! ¡Si parecen palomah´loh´condenaoh´! –avisó uno de los andaluces que lo acompañaba. — ¡Como palomas subieron, y como palomas van a caer! –contestó Pampillo– ¡Consigamos un trapo blanco! — ¡¿Todavía no les disparamos, y ya nos vamos a rendir!? — ¡No, hombre! Solo quiero saber cuánta gente tienen allí. Levantaremos bandera de parlamento. Me admitirán, y observaré cuántos son. — Pero ¿Qué les va a decir?… — Cualquier cosa, hombre. Cualquier cosa… Que los intimo a rendirse, por ejemplo. — ¿Con diez hombres? ¿Las Leyes de la Guerra contemplan que le den una patada en el culo? 124

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— No se propase, amigo… Que aun soy su capitán… Izaron sobre un palo una bandera de conferencia. Se hizo alto al fuego. Y – sorpresivamente– Pampillo fue admitido a parlamentar. Dos españoles lo acompañaban. Desconociendo las formalidades, avanzaron más de lo conveniente. Tres balazos rompieron el silencio, y al instante, cayeron muertos. Pampillo, inmóvil, contempló la horrenda escena. Pero ya era demasiado tarde para arrepentirse. Había que continuar con el ardid. El oficial que lo recibió, caminó junto a él por la calle detrás de Santo Domingo, y por una pequeña puerta, ingresaron hasta la sacristía del templo, donde le aguardaba el brigadier general Sir Robert Craufurd en persona, elegantemente enfundado en su roja chaqueta de paño; relucientes los bordados de oro en sus cuellos y puños de terciopelo negro. Las borlas que pendían de su faja encarnada, vibraban ante cada cañonazo que se escuchaba del exterior. — En nombre de Su Católica Majestad, don Carlos IV, Rey de España, le intimo rinda sus tropas a discreción… –comenzó Pampillo, mientras un sacerdote que oficiaba de traductor, repetía en inglés. — ¿Don Carlos IV reina en España?… –preguntó irónicamente Craufurd, en obvia referencia a que el monarca se hallaba hospedado por Napoleón. Los oficiales ingleses, sonrieron junto a su jefe. — Su Excelencia se habrá percatado de la situación de imposibilidad en que lo han puesto nuestras fuerzas… — Y ¿Qué condiciones puede usted ofrecer a mis tropas? — Ninguna, sin dar parte a mi general. Solo rendirse a discreción, y los honores de la guerra… — Pues vaya a dar parte al general Liniers. Aquí lo aguardaremos. El capitán gallego, se retiró por la misma estrecha puerta por donde había sido admitido. Se hizo un alto al fuego en espera de los resultados. 125

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Al galope, cubrió los escasos doscientos metros que separaban Santo Domingo de la Fortaleza. Dejó el caballo al cuidado de un mozo de guardia, e ingresó a la carrera hacia el despacho de Liniers. — ¡Nada! ¡Que se rindan a discreción, o, a cañonazos, les tiraremos la iglesia sobre sus blondas cabezas!… ¡Capitán Corcuera! –llamó Liniers a un ayudante– Acompañe al capitán Pampillo, y, en mi nombre, intiman a ese Craufurd con lo que les he dicho… Ambos capitanes salieron por el puente levadizo al gran galope. Llegados a la parte trasera del convento, volvieron a ingresar con las noticias. — Bajo ningún concepto, caballeros –sentencio Crawford– Continuaremos esta disputa en el campo del honor. Pampillo, con su habitual sarcasmo, se sintió tentado de recomendarle que se calcen bien sus gorras, para poder soportar mejor el peso del escombro sobre sus cabezas. Pero, aunque oportuno, lo juzgó poco digno de un Caballero Español. Retirada la bandera de parlamento, se reiniciaron, con inusitada furia, las hostilidades. Pampillo, resuelto a ejecutar la orden de su general, con la precisión que lo caracterizaba; buscó y encontró dos piezas de artillería con las que –literalmente– demoler el bastión británico. — ¡Como palomas van a caer de ese campanario!… –mascullaba, al tiempo que empujaba una de las ruedas del cañón– ¡Les voy a echar esa iglesia en la cabeza!… ¡Y el convento también, que carallo!… Situaron una de las piezas en una esquina cercana, y la otra, unos metros más atrás. — ¡Fuego!… –ordenó, una y otra vez. Viendo que no hacía daño ninguno, se detuvo a observar desde dónde podía disparar. — ¡Vamos! ¡A la azotea de don Francisco Telechea!… — ¿A una azotea? ¿Con este cañón? — ¡Si! ¡A una azotea, y con este cañón! ¿O prefiere a un 126

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metro bajo tierra, por este cañón? –bromeó señalando la pistola que ceñía su faja encarnada. Los elegidos de Pampillo, prefirieron refunfuñar para adentro. Con veloces movimientos, el equipo, desarmó en un santi-amén la pieza, y se dispusieron con la misma coordinación subirlo por las escaleras hasta la azotea. Lo armaron con idéntica velocidad, y comenzaron a disparar sobre la torre de la iglesia. — ¡Ni uno, mi amigo! ¡Ni cerca!… Los disparos eran inútiles. En realidad, no podían llegar a ver dónde caían. Pampillo, se asomó por la azotea. Bajó las escaleras. Recorrió la calle, mirando hacia todos lados, buscando el lugar más indicado desde donde disparar a la torre del Santísimo Rosario. Estaba obsesionado. — ¡Dios me perdone! ¡Pero les voy a tirar la iglesia encima!… — ¡Vengan!… –les gritó desde un corral, a sus hombres que permanecían en la azotea– ¡Traigan ese cañón para aquí!… ¡Vamos, rápido! — ¡Ahora desde un corral! – dijo en voz baja uno de ellos– ¿Y, quiénes lo van a disparar? ¿Los puercos?. ¡Vamos! ¡Apurémonos, antes de que se arrepienta, y quiera subir este bendito cañón a la punta de aquella higuera! — Quiero ese cañón exactamente aquí. La otra pieza llévenla a espaldas del convento. Tengan cuidado, porque allí, los ingleses tienen montada una pieza. Debemos abrir fuego a un tiempo, y a pocos disparos, saldrán como ratas… Atravesaron juntos la calle que, detrás de Santo Domingo cae al río, e instalaron el cañón. — Sargento. Vaya hasta la fortaleza, y en mi nombre, dígales a los artilleros que abran fuego contra el convento. Una vez cerciorado de las posiciones de sus piezas, y que el Fuerte estaba alertado, comenzaron juntos a batir el último bastión inglés. 127

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— ¡Fuego!… –repitió una infinidad de veces el intrépido lucense. Las balas de sus cañones se incrustaban en la mampostería del templo. Otras lo hacían en la torre del campanario. Pedazos completos de la techumbre comenzaron a caer sobre las cabezas de los soldados británicos guarnecidos en el edificio. A cada impacto, saltaban en mil pedazos los revoques, produciendo agujeros de magnitud. La infantería que rodeaba el puesto, no daba respiro al enemigo. La lluvia de fusilería no se interrumpía. Un disparo del obús situado junto al cañón de Pampillo, detrás del convento, hizo saltar por los aires una yunta de mulas que tiraban de una pieza enemiga. Los ingleses, corrieron despavoridos hacia el interior de su refugio. Al poco rato, en medio de la densa polvareda –mezcla de pólvora y escombros– apareció una bandera blanca, batiéndose desde la pequeña puerta por donde había ingresado Pampillo. — ¡Alto el fuego! ¡Alto el fuego! – repetía el capitán gallego, con las manos en alto. Desprovisto de escolta, Pampillo, se acomodó su uniforme, y marchó con paso decidido a conferenciar. El oficial ingles que lo recibió, lo condujo nuevamente, subiendo la estrecha escalera de caracol, hacia la sacristía del templo. Allí lo esperaba el general Craufurd. La tranquilidad y el silencio del interior del templo, contrastaban con la agitación del exterior. Un agudo silbido se apoderó de los oídos de Pampillo, que ya se estaba acostumbrando al bramido de los cañones. Los hilos de luz que se colaban por los ventanales –y los agujeros producidos por la artillería– conformaban un telar luminoso, que bajaba en ángulo hasta donde lo aguardaban los oficiales ingleses. Crawford, esta vez, estaba acompañado por tres oficiales. Reconoció a uno de ellos. Se trataba del teniente coronel Pack, quien se encontraba visiblemente agitado, y con la vista perdida en el piso. Pampillo tuvo que contener su indignación, y un repentino deseo de avalanzarse sobre la garganta del perjuro escocés. Lo que desconocía el capitán, era que Pack acababa de ingresar al convento con las malas nuevas de que las nueve 128

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columnas británicas estaban siendo diezmadas por toda la capital. Los pocos puestos en que ondeaban las banderas británicas, eran meros parapetos que impedían –momentáneamente– que el pueblo en armas los lincharan. El 88º Regimiento, que marchaba encabezado por el escocés, acababa de ser aniquilado frente al cuartel de los Patricios. Con la calma americana que con tanta sorna se había adjudicado a los hijos del país, los bravos Patricios dejaron entrar a la columna entera por la calle del Real Colegio de San Carlos; y a un tiempo, cuando ya no había escapatoria, dispararon contra ellos. Por poco, Pack pudo escapar. El sacerdote que continuaba oficiando de intérprete, reprodujo el cuestionario de Craufurd:

Basilica del Santisimo Rosario, Convento de Santo Domingo.

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— ¿Con qué facultades ha venido en esta oportunidad? –inquirió el general británico. — Con las de intimarles la rendición a discreción, tanto de Su Excelencia, como de los oficiales y la tropa que tiene acantonada. Como se habrá asegurado, el convento se encuentra completamente sitiado por todas partes, con gran número de infantería, y suficiente artillería. Toda demora de Su Excelencia en aceptar estas condiciones, podría serles tan perjudicial, que no sería extraño fuesen todos pasados a cuchillo, según el arrojo y ardimiento de nuestra gente. Consultó el general esta respuesta con Pack y los otros dos oficiales que lo asesoraban. Sin responder, volvió a preguntar. — ¿Qué diferencia existe entre los términos en que ha hecho la anterior intimación? — Pues, ninguna. Solo podría añadirle, la seguridad del buen tratamiento que deberán esperar de la acreditada generosidad española. Volvieron a consultar en voz baja. Solo Pack alzó la voz, volviendo a contenerla ante las incisivas miradas de su general. Finalmente respondió: — Infórmele al general Liniers, que dentro de una hora le daremos una respuesta definitiva… — Con el debido respeto que merece Su Excelencia… ¡Ni un solo minuto!… La inesperada respuesta de Pampillo, sorprendió a los ingleses. Vueltos en sí, tuvieron otra breve conferencia. Pack gesticulaba, y nuevamente su general, con mirada firme, le hizo una seña contundente. Un solemne silencio se hizo dueño del lúgubre subsuelo, y el general volvió a tomar la palabra: — Dé cuenta a su general, de que las tropas de Su Graciosa Majestad Británica aquí acantonadas y bajo mi mando, aceptan la generosa propuesta de Su Excelencia. Queda mi gente bajo la responsabilidad de la Corona de España. Se puso de pie. Desenganchó de sus tiros, la funda de la espada que ceñía a su cintura. Juntó sus tacos, y en un solemne gesto, extendió marcialmente el sable hacia Pampillo, en señal de rendición. 130

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— De ningún modo, mi general –retribuyó Pampillo aquel gesto de caballerosidad– conserve su espada. Es el signo de su mando, que ha combatido como un valiente soldado de Su Majestad Británica. Me es suficiente con su palabra de honor. Pasaré a dar cuenta de todo a mi general Liniers, para que Su Excelencia, y su gente puedan salir de aquí con seguridad. Se retiró por la misma puertecilla, y al salir, agitando sus manos gritó: — ¡Se han rendido! ¡Los ingleses se han rendido! Los miles de vecinos y voluntarios que rodeaban el convento, gritaron de alegría. Se abrazaban, lanzaban sus sombreros al aire. Lloraban algunos otros, descargando la insoportable tensión contenida durante tantos días. Los alrededores brindaban una imagen sobrecogedora, espantosa. Las calles porteñas estaban regadas de sangre y cadáveres. Nubladas de humo rajado por el sol. Las mujeres recogían los heridos – de uno u otro bando. El más fuerte –y último– bastión británico en Buenos Aires, había caído. La victoria había llegado. En su camino hacia la Real Fortaleza, justo cruzando por San Francisco, Pampillo encontró al coronel Elío. — ¡Lo felicito Pampillo! –extendió fuertemente su mano– Iré inmediatamente a notificar al virrey. Usted regrese a Santo Domingo, y verifique la evacuación en orden. Traiga a todos los oficiales a la Fortaleza, y a la tropa que la conduzcan hacia la Plaza Mayor. El orgullo del gallego no cabía en su pecho. No pudo menos que recordar a su madre que había quedado en su amado monte de San Cosme de Piñeiro, na Pastoriza. Qué orgullosa se sentiría de su neno. Clavó los talones en la panza de su caballo, y apuró la marcha de regreso al convento. Junto con las tropas españolas que sitiaban Santo Domingo, Pampillo condujo a los oficiales hacia el Fuerte, tal como se le había ordenado. Cerviño, noticiado por el propio coronel Elío, al ver a su capitán ingresando con sus prisioneros en la Plaza Mayor, se acercó a felicitarlo: 131

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— Bien puede enorgullecerse nuestro amado Reino de Galicia, de que sus hombres, allí donde se encuentren, dejaran su nombre en la cúspide de la gloria. Mi capitán, ¡Lo Felicito!. Otro blasón para el Tercio de Gallegos. En el preciso instante en que recibía tan cálido reconocimiento de su comandante, un pensamiento ocupó por completo la mente de Pampillo: –Pack. ¿Dónde se ha metido ese condenado?. Recorrió con su mirada a todos los oficiales, pero: nada.– El muy bastardo se ha quedado en el convento –pensó.– ¡No se me escapará!.

Rendicion britanica.

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A todo galope, retornó por donde había salido. Entró a la iglesia. Todo estaba en silencio. Corrió hasta la sacristía, y allí estaba. Sentado sobre el escalón de la puerta que conducía al Coro. Cabizbajo. — ¡Teniente coronel Dennis Pack! ¡Le ordeno que me siga! ¡Es usted mi prisionero de guerra.! — Por favor, captain. Tener usted compassion. Me herido –dijo en un pobre español, aprendido durante los días en que Buenos Aires cayó en poder británico –Permitir descansar aquí la noche… Los ardides del hábil escocés, ya eran conocidos por todo Buenos Aires. Así había logrado huir de su prisión en la Villa de Luján, pasando a Montevideo. Era plenamente consciente de que el pueblo quería lincharlo. Al caer prisionero, el año anterior, se había juramentado no volver a tomar las armas contra la Monarquía Española. Y el perjurio de guerra, sabía cómo se resolvía… — ¡Acompáñeme! Si se encuentra herido, lo haré transportar en una silla de manos con el mayor cuidado… –dijo impasible Pampillo. Viendo que su apresor no transigiría, se dio por vencido. Las banderas de su 71º Regimiento de Highlanders de Escocia, permanecerían para siempre en esa sacristía. Y el guión de su gaita –paradójicamente– la conservaría el Tercio de Gallegos al que pertenecía su captor. Se puso en pie, y tomando por un brazo a Pampillo, salieron rumbo a la Real Fortaleza. La ultima misión de los hombres del Tercio de Gallegos, fue conducir las armas, banderas y tambores ingleses, desde el bastión rendido por ellos, hasta el Cabildo Ayuntamiento de Buenos Aires. La alegría de haber librado la ciudad, solo se menguaba por el dolor por los caídos. La causa lo justificaba –nadie lo dudaba– pero los opuestos sentimientos no podían ocultarse. Junto a las partidas, festejando alegremente por las calles, deambulaban –como almas en pena- viudas, huérfanos, padres y hermanos desconsolados, buscando y recogiendo a sus muertos. 133

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La fastuosidad de los festejos, no fue menor a la emotiva solemnidad de las exequias. Junto al resto de los cuerpos voluntarios, el Tercio de Voluntarios de Galicia, volvió a formar en parada frente a la Catedral. Su comandante y oficiales; su tropa; tambores, pífanos y gaitas, rindieron honores a sus camaradas caídos. El silencio, solo era cortado por el rumor de sus banderas al viento: Las Armas del Rey, la encarnada Cruz de Santiago, los escudos de Buenos Aires y del Reino de Galicia, flameaban al frente de sus hombres. El bramido de la salva conjunta de todos los cañones de la plaza y los fusiles de los bravos defensores, nubló de pólvora por última vez a la ciudad. Las lágrimas de alegría se mezclaron con las de angustia… Todos los corazones latieron al unísono… Podía escucharse… Buenos Aires era libre nuevamente. Entre el recuerdo de la victoria, del humo de la guerra, del tronar de las armas, y del sonido de sus gaitas; los gallegos no podrían borrar de sus mentes, el grito que –como plegaria– los guió hacia la libertad:

¡Santiago!

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Epílogo

La Plaza Mayor, desde la Gloriosa Defensa, pasó a llamarse: Plaza de la Victoria. La calle de Montserrat: Varela, en honor al valiente Capitán de la Compañía de Granaderos de Galicia.

La Plaza del Retiro: Campo de la Gloria.

Al Comandante D. Pedro Cerviño (Santa María de Muimenta, Campo Lameiro, Pontevedra), S. M. le reconoció el grado de Teniente Coronel. Participó como cabildante en la jornada de la Revolución de Mayo de 1810. Se le volvió a confiar la dirección de la Escuela de Náutica.

Al Capitán, D. Jacobo Varela (A Coruña), S. M. le reconoció el grado de Sargento Mayor, con el que pasó a revistar en el Tercio de Gallegos. Sus hijos Juan Cruz y Valentín, fueron dos reconocidos patriotas argentinos. 135

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Al Capitán, D. Bernardo Pampillo (San Cosme de Piñeiro, Pastoriza, Lugo) S. M. le reconoció el grado de Teniente Coronel. Cuando se desató la Revolución, regresó a España. D. Lucio Norberto Mansilla pasó al Regimiento de Patricios, donde continuó su carrera militar. Cruzó los Andes con el Libertador, capitán general D. José de San Martín. Junto con él, libertó Chile y el Perú. En 1845, comandó en jefe la batalla más significativa por la Soberanía Argentina: La Vuelta de Obligado. Fue un reconocido General de la Independencia.

D. José Manuel Sánchez de Alonso (A Coruña) fue ascendido a subteniente de la 7ª Compañía de Fusileros del Tercio de Galicia (mandada por Pampillo). El 12 de julio de 1810, se casó con María Dionisia del Rosario Basavilbaso.

D. Juan Manuel García Ponte (Abejorro), quedó inválido por la acción del Retiro. Su padre, el sargento 1º, D. Francisco García Ponte, herido en acción, fue ascendido a primer teniente de Granaderos de Galicia.

Al explotar en España el movimiento de mayo, contrario a Napoleón, el Tercio de Galicia abrió entre sus miembros una suscripción para ayudar a sus hermanos en desgracia. Enviaron a España 14.000 pesos de oro*. Ese mismo año juró fidelidad a D. Fernando VII. Participó activamente en el movimiento del 1º de enero de 1809, tendiente a constituir una Junta de Gobierno, a similitud de las conformadas en España. Finalmente, el 25 de mayo de 1810, se conforma la Primera Junta de Gobierno, virtual nacimiento de la República Argentina. Allí también estuvo presente el Tercio de Galicia. Disuelto por motivos imprecisos, olvidado y prácticamente desconocido, se recupera su historia y actividad en 1995. Tal como había nacido en el seno de la Escuela de Náutica de Cerviño, vuelve a la vida como Guardia de Honor Oficial de la Escuela Nacional de Náutica “Manuel Belgrano”. Hoy luce sus antiguos uniformes, armas, instrumentos y banderas, en ceremonias a todo lo largo de la Argentina, difundiendo asimismo 136

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los más caros ideales de la argentinidad y la galleguidad, en Galicia y un largo rosario de ciudades y naciones del mundo. En reconocimiento a su gloriosa epopeya, el Tercio de Galicia, ha sido condecorado con:

Medalla de Oro “Distinción al Valor en Defensa de la Patria”. Otorgada por el Honorable Congreso de la Nación Argentina. Medalla de Buenos Aires. Otorgada por el Gobierno Autónomo de esta ciudad. Medalla de Plata de Galicia. Otorgada por el Gobierno Autonómico de la Xunta de Galicia. * Para tener una idea del esfuerzo solidario de los hombres del Tercio de Galicia: Un buque mercante mediano y nuevo, costaba 45.000 pesos; y el sueldo de un funcionario era de 200 pesos anuales. De ello podriamos suponer que esos 14.000 pesos oro, equivaldrían aproximadamente a 400.000 euros (o dólares)

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El Tercio de Gallegos “…Estado General de la fuerza efectiva del Tercio de Voluntarios de Galicia, en el acto de partir para el Puente de Barracas la tarde de 30 de junio de 1807. Primer Comandte. Segundo. Ayudte. mayor.

Plana Mayor

D. Pedro Antonio Cerviño. D. Josef Fernández de Castro. D. Ramón de Pazos, actual Sargto. mayor del Cuerpo de Cazadores de Infantería Ligera.

Abanderados con grado de teniente. Ayudante.

D. Josef de Puga, actual segundo

Capellán.

Dr. D. Malchor Fernández, Canónigo Magistral de esta Santa Iglesia.

D. Antonio Paroli Taboada.

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Cirujano. Comisario. de víveres. Tambor de órdenes.

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D. Manuel Antonio Casal. D. Pablo Villarino. Sebastián de Luque.

Compañía de Granaderos

Capitán.

Teniente.

Subteniente.

D. Jacobo Adrian Varela, actual Sargto., mayor, herido en acción. D. Andrés Domínguez, actual Capitán de esta Compañía. D. Josef Diaz de Hedrosa, actual segundo Teniente de la propia.

Sargentos

Primero.

Segundo. Idem.

D. Francisco García Ponte, actual primer Teniente de la misma, herido en acción. D. Joaquín Noguera. D. Manuel Rodríguez Sánchez.

Granaderos D. Domingo San Martin y Lores, muerto en la acción. D. Franco. Calbo Vaz, idem. D. Juan Manuel Pereira, murió de resultas de las heridas que recibió en la acción. D. Manuel canosa, idem. D. Bernardo Cuntin, actual Teniente agregado de esta Compañía, herido en la misma. D. Juan Manuel García, herido en la propia y quedó inválido. D. Ramón Vazquez, herido en la acción. 140

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D. Josef Basavilbaso, idem. D. Andrés Fernández Pividal, idem. D. Andrés Díaz, idem. D. Josef Gayoso. D. Francisco Andran. D. Mateo Suarez. D. Antonio Bolaño. D. Matías Fernández. D. Francisco Giraldes. D. Nicolás Giraldes. D. Domingo Antonio Yebra. D. Miguel Basavilbaso. D. Bernardo Cabo. D. Alexandro Rua. D. Josef Benito Lorenzo. D. German de Cela y Piñeiro. D. Juan Benito Corrales. D. Juan Alberto Crespo. D. Luis de Lorenzo. D. Juan Martinez. D. Ramon Mosquera. D. Francisco Lira. D. Francisco Fernandez y Fraga. D. Benito Marin. D. Juan Pardo de Cela, actual alferez de Arriveños. D. Juan Parejas. D. Josef Noble. D. Juan Fernandez Pereyra. D. Pedro Antonio Garcia, actual Alferez de Voluntarios del Río de la Plata. 141

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D. Francisco Lorenzo. D. Marcos Gandara. D. Ramon Pondal. D. Andres Mayans. D. Josef Maria Merlan. D. Juan Ignacio Benavidez. D. Manuel Antonio Vidal. D. Manuel González. D. Julian Gandara. D. Andrés del Villar, herido en la acción. D. Josef Alonso. D. Mateo de Mato. D. Ramon Diaz. D. Luis Pereyra, actual Teniente de voluntarios del Río de la Plata. D. Juan Testa. D. Pedro Prieto. D. Fernando Perez. D. Dionisio Boedo. D. Ignacio Freire.

D. Pedro Valiño, Teniente de este Tercio desde su creación, cuyo empleo no quiso exercer, acomodándose mejor a servir de simple granadero.

D. Cayetano Elías Fernández, actual Teniente de voluntarios del Río de la Plata. D. Manuel Magan. D. Andrés Lois. D. Manuel Caxide, actual Sargento de esta Compañía. Total de inviduos 67. 142

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Iª. de fusileros Capitán. Teniente.

I.º 2.º 2.º

I.º I.º I.º 2.º idem.

D. Agustín González Miguens, herido marchando a campaña y falleció el 7 de julio de 1807.

D. Luis de Rañal, actual Capitan de esta Compañía.

Sargentos

D. Juan Rosados. D. Juan García. D. Josef Pérez.

Cabos

D. Pascual Portela. D. Tomás Méndez. D. Juan Josef Mira. D. Pedro Muzquiz. D. Miguel Ogando.

D. Manuel Castelos. D. Bernardo Escrivano. D. Tomás Nuñez. D. Alexandro Martinez. D. Laureano Alvarez. D. Manuel Albuerne.

Camaradas

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D. Pedro Pablo Diaz. D. Rafael Martinez. D. Francisco Antonio Varela. D. Manuel Peyrallo. D. Andres Meyras, actual Subteniente de Arriveños. D. Juan Antonio Ayres. D. Juan Lomban, actual Teniente de cazadores de Infanteria Ligera. D. Manuel Regueyra. D. Manuel Calbo. D. Juan Rivera. D. Pantaleón Montes. D. Franco. Antonio Gonzalez. D. Domingo Pardal. D. Alonso Fernández. D. Josef Barbeyto. D. Bartolome Seyde. D. Domingo González. D. Ventura Mira. D. Josef Zerviño, actual Subteniente de Cazadores de Carlos Quarto. D. Manuel Yañez. D. Andrés García. D. Josef Bucau, actual Subteniente de Cazadores de Carlos Quarto. D. Andres Iglesia. D. Manuel Barañan. D. Miguel Saavedra. D. Vicente Diaz. D. Alonso Lagos. D. Manuel Arvin. 144

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D. Tomás Prego, muerto en la acción. D. Josef Bentos. D. Pedro Valerga. D. Antonio Varajas. D. Franco. Alexo Varela. D. Isidro Payan, actual Alferez de voluntarios del Rio de la Plata. D. Juan Barbie. D. Josef Chueco. D. Josef Canicoba. Total de individuos, 53.

2ª. Compañía

Capitán.

Teniente. Sargentos.

Cabos...........

D. Francisco Tomás Pereira, actualmente retirado. D. Manuel Gil, electo Capitán de esta Compañía. { D. Josef Seyjo. { D. Mateo Varela. { D. Amaro Blanco. { D. Juan Antonio Formoso, actual Teniente de Infantería Ligera de Montevideo. { D. Benito Batista. { D. Juan Antonio Blaquier. { D. Pedro Martínez.

Camaradas

D. Ramón Sánchez. D. José Casal, murió de resultas de las heridas que recibió en 145

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la acción. D. Ramón Casal, herido. D. Josef de Castro. D. Manuel Rodríguez. D. Francisco Arredondo. D. Domingo Guarnero. D. Francisco Marzue. D. Manuel Cantero. D. Alexandro Martínez. D. Juan Manuel Rodríguez. D. Carlos Alvarez. D. Manuel Alvarez. D. Manuel Gallegos. D. Josef Rivero. D. Josef Benito Blaquier. D. Josef Leyto. D. Luis Porrua. D. Salvador de la Iglesia. D. Juan David. D. Francisco Muñiz. D. Manuel Moreno, se le corto una pierna. D. Juan Rodríguez. D. Jacinto Rivas. D. Antonio Pintos. D. Gerónimo Alvariño. D. Francisco Moreyra. D. Josef Ferro. D. Francisco Juncal. D. Carlos Castro. D. Juan de Barros. 146

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D. Fernando Otero. D. Santiago Soto. D. Francisco Chas. D. Josef Muñiz. D. Manuel Angel Silva. D. Martin Gonzales.

Total de individuos 46.

3ª. Compañía

Capitán.

D. Juan Sánchez Boado.

Teniente.

D. Josef María Lorenzo, actual Capitán de voluntarios del Rio de la Plata.

Sargento Iº

D. Basilio Hermida.

Idem 2.os

Cabos I.os. Idem 2.os.

{ D. Rafael Abalos. { D. Fernando Lopez, muerto en la accion. { D. Juan Varela, murió de resultas de las heridas que recibió en la acción. { D. Juan Carlos O’Donell { D. Cayetano Saavedra.

{ D. Joaquín Martínez, herido en la accion.

D. Lucio Mansilla. D. Justo Mansilla.

Camaradas

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D. Estevan Perfumo. D. Juan Andrés Figueiras. D. Vicente Paz. D. Franco. Josef Mendoza, muerto en la acción. D. Marcelino Varela. D. Manuel Quintana, idem. D. Jacobo Mosqueira. D. Benito Balcarcel. D. Manuel Mallo, herido en la acción. D. Andrés Oteda. D. Bernardo Rodríguez. D. Andrés Pinceyra. D. Domingo Suarez Canelo. D. Juan Antonio Rodriguez. D. Josef Babio. D. Manuel Martínez. D. Juan Liñeyra. D. Pedro García Díaz. D. Manuel de la Torre. D. Josef Benito Díaz. D. Bernardo Rodríguez. D. Julian Díaz. D. Gregorio González. D. Miguel Balverde. D. Manuel Carabelos. D. Juan Bernardino Parapar. D. Vicente Alvarez. D. Josef Benavides. D. Francisco Neyra y Arellano, actual Teniente de esta Compañía, y Caballero Regidor del Exmo. Cabildo. D. Vicente Cordido. 148

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D. Luis Gómez. D. Fernando Piñeyro. D. Alberto Castro, muerto en la acción. D. Marcos García. D. Antonio Rodríguez. D. Nicanor Barros. D. Angel Garcia. D. Gabriel Lopez. D. Miguel Juncal. Total de individuos 50.

4ª. Compañía Capitán.

D. Ramón López.

Teniente.

D. Josef Ventura Quintas, actual Capitán de Voluntarios del Rio de la Plata.

Sargento Iº,

D. Pedro Moron

Idem 2.os Cabos I.os Idem 2.os

{ D. Antonio Briones.

{ S. Santiago Tomás Nabeyra. { D. Cayetano Vidal.

{ D. Gregorio Rodríguez.

{ D. Andrés Benito Fernández. { D. Manuel Fernández.

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Camaradas D. Josef Castro. D. Jose Soto*, muerto en la acción. D. Manuel Marques, herido en la acción. D. Jacinto Zerero, herido en la acción. D. Francisco Gómez. D. Juan Reyes. D. Matías Nuñez. D. Josef Alonso. D. Josef Iglesias. D. Jacobo Alonso. D. Franco. Domingo Suarez. D. Manuel Fuentes. D. Domingo Garrido. D. Josef Lagos, actual Teniente de esta Compañía. D. Domingo Laureyro. D. Franco. Fernández. D. Juan Antonio Figueroa. D. Luis Antonio de Sá. D. Gaspar González. D. Juan Vázquez Varela. D. Josef Villar. D. Josef Duran Paredes. D. Rafael Cardalda. D. Josef Benito Roman. D. Josef Casal. * Se trata de uno de los tres soldados de raza negra que revistaban en el Tercio de Galicia. Antes de su enrrolamiento, había sido sirviente de D. Juan Vázquez Varela, quien de amo, pasó a ser “camarada”.

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D. Rosendo Alvo. D. Antonio Paz. D. Manuel Blanco. D. Miguel de Luna. D. Matías Otero. D. Francisco Patiño. D. Antonio García Díaz. D. Bernardo Posada. D. Angel Penedo. D. Miguel Fernández. D. Pedro Taboada. D. Tomás Domínguez. D. Josef Vidal. D. Roque Ortoño. D. Feliciano Nuñez. D. Ramón Graiño. D. Manuel Taboada. D. Josef María Nuñez. D. Juan Villanueva. D. Dionisio Acosta. D. Eduardo Blanco. D. Franco. Pino. D. Antonio Flecha. Total de individuos 57.

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Capitán. Teniente. Sargentos Iº.

5ª. Compañía

D. Juan Antonio Blades. D. Ramón Doldan. D. Pascual Beleinsim.

Idem 2º.

{ D. Domingo Barreiro. { D. Josef Carlos Rua.

Idem 2º.

{ D. Baltasar Suarez. { D. Cirilo Pesao.

Cabo Iº.

D. Franco. Romero.

Camaradas

D. Pedro Bau. D. Alexandro Pazos. D. Benito Cauceyro. D. Antonio García, herido en la acción. D. Vicente Lagos. D. Manuel de Castro. D. Franco. Varela. D. Andrés Castrelo. D. Franco. Balverde. D. José García. D. Antonio Silva. D. Antonio Paz. D. Antonio Cela. D. Josef González. D. Josef Alfonsín. D. Antonio Melgade. D. Claudio Antonio Sagasti. 152

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D. Juan Ignacio Garcia. D. Josef Ortiz. D. Manuel Ventureyra. D. Antonio Peyrallo. D. Domingo Antonio Lopez. D. Pedro Pablo Rivera. D. Silvestre Rodriguez, muerto en la accion. D. Estevan Flores. D. Andres Sanchez. D. Cayetano Doldan. D. Feliz Pardal y Ramos, muerto en la accion. D. Bernardo Martínez. D. Manuel Artedoy. D. Antonio Castro. D. Juan Berdial. D. Josef de Cruz. D. Francisco Pérez. D. Bernardo Regueira. D. Juan Caballero. D. Juan Fernández. D. José Ramón Bernárdez. D. Antonio Fernández. D. Juan Luis Cuello. D. Josef Reguera. D. Domingo Fernández. D. Josef Bellino. D. Josef de Silva. D. Andrés Graña. D. Agustín Lagarralde. D. Estevan Fuentes. D. Nicolás Romero. Total de individuos 56.

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6ª. Compañía Capitán.

D. Ramón Ximenez, se le agravaron sus achaques habituales de resultas de las fati gas de la Plaza, y Campamentos, tantos qe. peligrando su vida por esta causa varias oca siones, obtuvo su retiro después de la acción.

Teniente.

D. Bernardino González Rivadavia, actual Capitán de esta Compañía.

Sargtos. 2.os.

Cabos 2.os.

{ D. Manuel Sendon. { D. Josef Carracelas, electo Teniente de esta Compª

{ D. Pasqual Carreras. { D. Manuel Antonio Ynsua, muerto en la acción.

Camaradas

D. Franco. Vermudez, actual Teniente de voluntarios del Rio de la Plata; cayó prisionero en la Residencia. D. Bartolomé Gelpi. D. Ramón Fernández. D. Miguel Bentos. D. Pedro García. D. Tomás Varela. D. Josef Blanco. D. Vicente Lira. D. Josef Carmona. D. Agustín Mosqueyra. D. Juan Mosqueyra. D. Franco. Alfonsín y Lemos. 154

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D. Ramon Mouriño. D. Josef Mouriño. D. Jacinto Blanco. D. Pedro Cerdeira. D. Feliz García. D. Juan García y Otero. D. Juan Lausa. D. Juan Graiño. D. Custodio Pazos, cayó prisionero en Miserere. D. Francisco Martínez. D. Benito González. D. Gregorio Castro. D. Bartolome Agrafo. D. Luis Seoane. D. Domingo Garcia. D. Juan Manuel Balverde. D. Baltasar Rodriguez Peña. D. Andres Canava. D. Isidro Revoreda. D. Antonio David. D. Pedro Varela. D. Tomás García. D. Josef Negueyra. D. Benito Conde. D. Vicente Garrido. D. Josef Villar. D. Josef Cao. D. Angel Moles. D. Matías Cabañas. D. Juan Francisco Fernández. D. Josef Touron. Total de individuos 49.

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8ª. Compañía Capitan.

D. Lorenzo Santabaya.

Teniente.

D. Pedro Trueba.

Sargento Iº.

D. Josef Fernández.

Idem 2os.... Cabos Ios.... Idem 2o.

{ D. Franco. Antonio Vázquez. { D. Manuel Baltasar Mutis.

{ D. Felipe Burgarini, murió en la acción. { D. Manuel Antonio de la Cruz. D. Ramón Otero, murió en la acción.

Camaradas

D. Manuel González. D. Matías Fernández, herido en la acción. D. Santiago Garrido. D. Antonio García. D. Juan Catoyra. D. Feliz Antonio González. D. Josef Antonio Barreyro, murió de resultas de las heridas que recibió en la acción. D. Josef Antonio Castro. D. Pedro Carlos Barreyro. D. Gregorio Pérez. D. Valentin Ribero. D. Camilo Carballo. 158

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D. Gerónimo Lobato, muerto en la acción. D. Mariano Cabral. D. Juan Fernández del Rio. D. Antonio Castro. D. Josef Vicente de Castro. D. Juan Fernández. D. Josef Marzoa. D. Alberto Castro. D. Josef Arrascayeta. D. Felipe González. D. Angel Sánchez Picado. D. Antonio Barbeyto. D. Andrés Arias. D. Nicolás Vázquez. D. Gabriel Bastos, muerto en la acción. D. Manuel Balverde, muerto en la acción. D. Pascual Blanco. D. Josef Manuel Lopez. D. Antonio de los Santos. D Manuel Albelo. D. Josef González. D. Juan García. D. Josef López. D. Facundo Beyca. D. Francisco Antonio Costa, herido en la acción. D. Juan Benito Rivas, herido en la acción. D. Josef Vigo. D. Domingo Antonio de los Santos. D. Zenon Pedro Fontao. Total de individuos 49.

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Julián Gutiérrez. Manuel Antonio Pinazo. Pedro Pinazo. Franco. Martin Arana. Carlos Gómez. Mariano de la Fuente. Mariano Ramón Parri. Juan Pasqual Parri. Josef Dobal. Pito... Manuel Martínez.

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Tambores

Enfermos antes de salir á Campaña

D. Nicolas Vsini D. Antonio Ortiz D. Ignacio Torrado

} } de la 3ª. Compañia }

Sargto. 2º.

D. Santiago Tomás Nabeira, de la 4ª.

Cabo 2º.

D. Esteban Barreiro. D. Miguel Muleg. D. Manuel Antonio del Lago D. Andrés San Vicente

Cabo Iº.

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D. Francisco Casal D. Manuel Otero D. Josef Lopez D. Mateo Alconchel D. Manuel Patiño D. Felipe de Castro

} } } de la 5ª. }

} } de la 6ª. } } } } de la 7ª.

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D. Andrés Arias D. Nicolás Vázquez D. Tomás Mousa D. Leandro Correa D. Julián González

Total de individuos 19.

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} } } de la 8ª. } }

Recapitulación de la fuerza del Cuerpo

Compañía de Granaderos...............................67 Ia. de Fusileros ...............................................53 2a. idem ..........................................................46 3a. idem ..........................................................50 4a. idem ..........................................................57 5a. idem ..........................................................56 6a. idem ..........................................................49 7a. idem ..........................................................54 8a. idem ..........................................................49 Nueve Tambores y un Pito ..............................10 Oficiales de Plana Mayor.................................5 Capellán ............................................................I Cirujano.............................................................I Comisario de víveres .........................................I Tambor de órdenes ............................................I Enfermos..........................................................I9 Ausentes...........................................................I7

............................................................................ Total

536

Nota.– Los individuos que faltan, hasta el completo de seiscientos hombres de armas de que constava este Tercio, pasaron antes de la acción, de Sargentos y oficiales á otros Cuerpos. 1

Se trata de Sánchez Alonso. (N. del A.)

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