Tradicional rosarino La historia de su ciudad se convierte en la historia de su propio ser: la muralla, el portal con sus torres, las celebridades populares, las disposiciones municipales y las fiestas tradicionales se le presentan como el diario de su juventud. En ese contexto se reconoce a si mismo, hallando allí su fuerza, empeño, estímulo, juicio, su necedad y su travesura F. Nietzsche

Pregón

De las cuentas tuyas, de tus piedras río, cinco decenas salteadas o cincuenta y nueve de acuerdo al sudor sexuado de una cama de hotel. De tu cruz que es mía, de tu delta ancho, sangre semenada que brota del capricho virginal violado del placer penoso. Rosario que cuelga de mi pecho como perturbadora nostalgia que esconde el humo rencor de la culpa salvada. Doloroso camino de impiedad hacia la liberación. Ciudad porteña pero cobarde. Ciudad de río que se lava mi sangre llorada por los ojos que arrancaste del altar, ese que se erguía got(íc)eando en devenir un suspiro de aire frente al agobio de la cotidianeidad. Frente al río también. Al agua, la gloria. Anunciación - Bien, estuvieron bien los días, de sol. Bien – y así ocultaba serios comentarios acerca de las canalladas en las que había estado metido esa última semana fuera de casa. No sabía por qué lo hacía pero de alguna u otra forma siempre lograba anular, de un breve decirlo todo y nada, ese ir y venir de síes o noes entre los que se debatía la necesidad de decir la verdad toda abiertamente, o abiertamente ser inimaginable y espontáneo en la hipocresía. Eso dejaba la nada personificada en la dulzura de la máscara inasible. Obviamente, la conversación existía, pero se desviaba hacia sitios comunes, lugares esperados, sentidos olvidados. Entonces me arrimé hacia la puerta del salón detrás de los sillones, mi pantalón soplando, canturreando, salvándome del incendio por el aljibe, hasta encontrarla a ella del otro lado del patio peinándose su larga cabellera negra frente al espejo de la cómoda de Cecilia - lamiendo la sangre del suelo con la tristeza del degollado y el vértigo del peluquero -- sosteniendo en su mano derecha la foto del hijo que nunca tuvo --- sumergiéndose en los laberintos indescifrables del perdón sin retorno. Plegaria Sentado a la vera del camino, vuelto de una fiesta cuyos anfitriones habían elegido desarrollarla en el estimado tiempo de cinco días y cuatro noches fuera de la ciudad, entre los árboles, en un predio frondoso con acceso al río, circundado por una serie de alambrados inalcanzables que determinaban la apertura indefinida de un espacio inextenso de esparcimiento: fumaba. En la mañana del último día de los cinco me encontré quemado y ampollado por el sol que había roto la rigidez de mis pestañas doradas en la orilla arenosa. Herido cinco veces, resucitado otras más. Ésta, la última, aguardaba jocosa con un largo camino de vuelta bajo el sol y descalzo. Goce En mis andares, una vez desgarrados mis pies y mis piernas, la imagen suya se prefiguró en la mano tendida hacia la fuerza, hacia la vitalidad de la ciudad que me acompañó al amparo de sus puertas, y a la encarnación de los meandros de su río tibiamente inmovilizados por el alcohol del delirio pastoral. No fue tal el recibimiento dentro de los empedrados que lograra aumentar la dicha que ya la apertura de sus puertas había despertado en mi. Pero sí lo fueron

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primero las dos sandalias que abrazaban dos pies blancos, adornados con pulseras y colores entre los cuales predominaba el malaquita y el cardenillo, y luego su cuerpo y su espalda, y su negra cabellera que se enroscaba a su cuello en el lugar donde deliberadamente ibana ser contenidos, entre secretos e insoportables caricias de labios mojados, mi cabeza y mis sueños. La seguí disimuladamente hasta que entró en la tienda de mi padre, la que hoy estaba en manos de mis otros seis hermanos, los otro cinco habían muerto en Santa Lucía, en el Plata, dentro del marco de la política de resarcimiento espiritual que había llevado a cabo la alcaldía de San Francisco para vaciar totalmente cualquier rastro de inspiración pampa o guaraní que pudiese ejercerse en los rituales que semanalmente festejaba el pueblo reunido alrededor y entre la plaza mayor. Creo que quedará claro para el lector la falta de espiritualidad en la tortura de la carne viva, mas me parece necesario repetir la sangre que cubrió la tierra americana en cada una de sus muertes, dado que a falta de poder repetirla en la plaza, la palabra ardiente aparece como la única instancia efectiva de repetición del mito. Mientras yo me quemaba mis hermanos eran degollados y destripados, cubiertos de alabanzas, entregados a la pobreza del alma de los hombres. Ahora, mientras las palabras queman, se destripan y degüellan una vez más frente a ellos, reiterada e insoportablemente. El otro cigarrillo lo arrojé frente al templo cuando la oí comenzar a gritar. Isabel había podido llegar a nombrarse antes de apagarse frente al dolor del parto inesperado al decir su gracia. Mis hermanos habían cubierto el suelo con un coleto amarronado que habían elaborado en la talabartería. Lograron tender su cuerpo ensangrentado sobre el cuero que a fuerza de gemidos enmudecidos dio lugar al frenesí desesperado de los seis por acoger al niño. Sus caras se regocijaban de dulzura frente al recién nacido, su resarcimiento por las muertes venía a efectuarse en el regalo de la blanca peregrina cuyo cuerpo deshecho removía yo, tirando del colecto sobre el cual estaba apoyado, hacia el fondo, hacia la oscuridad de la habitación que insistía en su purificación. Desgarré sus vestiduras y penetre su vientre ensangrentado, mientras el cordón salpicaba las paredes con la misma viscosidad y violencia con la que yo sacudía su cuerpo débil y flojo, inconsciente, sumergido en el impulso que me llevó a determinarme en la necesidad irreprochable del acto sexual. La transmutación de lo sagrado de mi carne era imperiosa para lograr la pureza de la mujer que alabaría como virgen del olvido que se desconoce violada en los caminos de su memoria brumosa y trastornada. Y allí, en el frente, su niño rodeado de seis hombres miraba como expectante su porvenir, mientras la cara de su madre inmóvil era cubierta por mi semen blanco - más blanco que su piel - bajo el amparo santo de mi grito de perdón y el golpeteo de mi miembro duro contra sus gestos dislocados y su ancho tiempo desgarrado. Mi disposición había sido llevar a Isabel hasta mi casa en el centro, aquella que había mantenido bajo mi cuidado por mandato de mi padre, dado que él había elegido para seis de mis hermanos la fortaleza del comercio y la producción familiar, y para sus otros seis hijos la paz del hogar y el rumbo del sabio, el cuidado de la intimidad como desarrollo del espíritu y rumbo de la gloria. Una vez que la hubiese tendido sobre las sábanas húmedas de mi cama de la calle Getsemaní - cosa que logré después de maltratar su cuerpo entre rasguños filosos de las calles adoquinadas- volvería a buscar al niño, aunque ello implicase sumar cero con los seis de mi sangre. Pero al llegar encontré el vacío y el desorden que dejaban el espacio abierto hacia el amor del desaparecido, quien misteriosamente había dejado en la tienda los cuerpos de mis seis hermanos

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colgando, uno al lado del otro, sofocados por los mismos cinturones de cuero que mi padre había logrado enarbolar para gracia de aquella ciudad mestiza. Al niño lo encontré frente al parque de la Alcaldía jugando con unas flores que habían caído por el viento del pequeño altar de la virgen morena que adornaba una de las glorietas del parque, rodeado de mendigos y leprosos a los que las gentes de mi ciudad llamaban despectivamente los éforos de la sentencia, puesto que en sus mistéricos rituales de gritos y gemidos anunciaban premoniciones indecisas y fatídicas para el resto de los vecinos. Todos, seis también, lo acariciaban con los ojos ciegos y con los miembros deformados que luego arroparían con amor la cabeza desmembrada de aquél de mis hermanos que había sido el más dulce, el músico, el jesuita, cuyo casco utilicé de reemplazo mientras deslizaba a la criatura entre mis brazos, obviando la ceguera de los éforos en mi intempestividad, dentro del mismo coleto sobre el cual lo había parido su madre. Canto No soy parido de tu vientre, delde mi madre olvidado, nuestro y mío padre, ese que nunca fui dentro suyo ni fuera de mí. Salmo XXIV, Canto del dolor olvidado de La prefiguración de la gloria, Libro I. Dolor

Lo apoyé sobre el escalón de la fuente al fondo del jardín andaluz que acogía a la casa, sobre el coleto y entre granadas recé. -No me arrodillo ni me acuesto, ando. Porque la inmovilidad es insoportable, ando. Por lo que se repita indefinida y aleatoriamente, ando. Por el hombre, ando. Por tu nombre, mato. Ni la piedra ni la roca sino el río marrón y la canoa pangea, esa que me desliza y me hunde en la superficie del instante y me transforma en el próximo logrado del último. Cómo ahora, que se te conceda a tu último descenso regalando entero el presente próximo.Y de un tirón arrebaté a la criatura del mármol frío salpicando de rojo el color del agua de la fuente. Había golpeado su cabeza que se desangraba mientras lo arrastraba de un pie por la hierba cruda y espinada que rasgaba la tenue piel del pequeño. Los rasguños que le habían marcado el cuerpecito desnudo habían dejado solapas ensangrentadas que aproveché para despellejar de a poco a la criatura dejando su carne al amparo del viento frío. Lo único fuera del rojo era el blanco de sus ojos que habían dejado de llorar. Su piel se incineraba en el fuego que contenía al jardín de Getsemaní mientras secando su sangre dejaba el cuerpo limpio y seco para vestirlo con una toga blanca, sostenida por uno de los cinturones que ahogaban pendulantes los cuerpos de mis hermanos allá donde él los había abandonado. Logré enroscarle una soga a su cuello y até un sable a sus manos detrás de su espalda. Tirando de la soga arrastré el cuerpo de vuelta por el jardín produciéndole un inmenso dolor a la carne desnuda entre la hierba espinada, hasta que lo ubiqué frente a la fuente. Con la cara hundida en la tierra oscura penetré su espalda con el sable aún atado a sus muñecas y

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sostenido por sus dos manos, atravesando todo su cuerpo ya estropeado, dejándolo estacado en la esquina desfiladero de mi jardín. Enrolléla razón tríadica de vuelta en el coleto y,para honrar su muerte, decidí acercarnos a la playa. Hasta la arena pude acarrearlo con un carro de transporte que mi padre usaba para vender cinturones en las ferias de los sábados en el parque de la Alcaldía. Solía apoyar los cinturones en muestra donde ahora viajaba un bulto que simulaba, por la forma que había adquirido el coleto, un elemento astronómico u algún que otro modelo de navegación. Fue por eso que a nadie de las gentes que me cruzaba le llamó la atención mi carga y pude disfrutar de esa garúa de otoño, húmeda, que cosquillea la nariz, empequeñece los ojos, retuerce los huesos y hace de la calle Getsemaní, hundida en la nostalgia, un camino apacible hacia el dolor. Fue así también el río. Hasta la orilla cargué el bulto en mis brazos, descalzo y con los pantalones arremangados me senté junto a él, descubrí el cuerpo mutilado y desfigurado del pequeño separando el coleto y los seis clavos que había agregado premeditadamente. Sus brazos echados hacia atrás por la fuerza que los sujetaba a la empuñadura del sable que se hundía en su carne. Su cara siempre mirando hacia abajo. Sus piernas muertas de marinero. Volví corriendo hacia el carro a buscar un martillo que había llevado y le removí con éste dos tablas de madera que llevé de vuelta a la playa. Puse su cuerpecito sobre ellas y clavé tres clavos. Uno en cada uno de sus tobillos para que sujetaran sus piernas, y el último en el centro de su cuello, estampando su nuca y su cabeza a la madera húmeda. Ya no sangraba. Lentamente le desabroché el cinturón y le removí su toga blanca dejando su cuerpo marrón y seco al desnudo. Con sus ropas fabriqué una vela que clavé en forma de triángulo desdesus muñecas, altas, sosteniendo la empuñadura del sable, con un clavo. Sus dos piernas, también agujereadas por otros dos clavos hicieron de la base de aquello que lo llevaría por el movimiento constante del viento. Empuje la embarcación hacia las aguas y lo vi irse, navegando con el viento, hacia el horizonte del río, hacia la anchura del mar.

Canto Por saberme hombre te dejo ir allá de dónde venimos, del sol y del mar te evoco en río, te abrazo en tu destino de salud, de trigo. Salmo III, Cantar de cosecha y alegría de La remembranza del apócrifo, Libro VII Gloria

Isabel y yo vivimos enamorados desde la mañana que despertó en una casa colonial, con un gran patio y un aljibe en el medio, lirios caían desde los techos y era bonito sentarse en la mesa de jardín blanca que teníamos a tomar vino blanco y a cantar junto a las tardes húmedas de verano. En una de las habitaciones, bajo el zaguán, había vivido Cecilia, que había sido como una hija para Isabel, quien tras tantas noches de fuego y de enriques octavos no lograba preñarse.

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Cecilia ya había dejado de ser una niña, volvía tarde de la escuela porque ya andaba paseando con los novios que decía que tenía, -ya hablaba cosas de mujercontaba siempre Isabel que se asombraba mucho de conversar esos nudos que sentía en su espíritu con Cecilia. Encontraban ambas espacios de ensueño, apoyadas en el aljibe mientras cargaban agua en ánforas mediterráneas que helenizaban su tragedia. Isabel decía que había ciertas cosas irresueltas o irresolubles por su desconocimiento que sentía que se apoderaban de ella en espacios intranquilos, en todos esos actos de amor que ansiaban la descendencia pero que siempre terminaban recordándole la muerte y el dolor. Había visto centenares de muchachos de todos los colores, a orillas del río, en los hospedajes de paso, en alguna habitación vacía de la casa. Pero siempre sentía la agitación de sus senos como un forcejeo, las manos sobre sus caderas como una violación, el golpe de su entrepierna y el roce de su clítoris contra otro abdomen rasposo acompañados por la fricción de sus labios penetrados, como violentas puñaladas y sacudones, la humedad de su vagina y el semen que la cubría como un manto de sangre. No encontraba asilo en la masturbación por que la mutilaba, había degenerado en la incapacidad espiritual de estar dispuesta a parir. No podía concebir en el dolor y por tanto prefería sentarse con Cecilia frente al espejo de su cómoda a contarle sus penitas mientras ella, con sus tijeras, le generaba un estilo diferente siempre en su pelo negro. Y así Isabel renacía con Cecilia y ambas iban del aljibe a la habitación, de la habitación al patio, y del patio y del mate de vuelta a la habitación, a derretirse entre mordiscos sus pezones, a reducirse a niñas en el placer de las acabadas más gloriosas que Isabel nunca se había pegado con un hombre. Cecilia se divertía con ella. Había crecido sola en esa casa, con una criada negra que sus padres habían dejado cuando ambos durmieron por siempre en esplendor del envenenamiento del amor, dentro de la habitación del fondo, la más grande, que ahora usábamos de escritorio. Tenía diecisiete años cuando nosotros llegamos y pasaron veinte hasta que decidió abandonar a Isabel. Había aprendido a usar las tijeras con Selena, la criada, y le encantaba escuchar a Isabel mientras desvariaba su criterio en la suavidad de ese pelo negro.Lo había hecho desde los dieciocho años, en el último año escolar, y continuó hasta que partió. Cecilia siempre había tenido la intriga de que lo que a Isabel le pasaba fuese algo explorable, algo que por lo menos una vez había que sentir, para que la próxima guarde la posibilidad pertinente de la decisión. Cuando hablaba con Isabel, Cecilia sentía esa aproximación al dolor pero como algo mentado, porque allí estaba segura de encontrar un límite estrecho con el placer. A los dieciocho habíase encontrado en la intimidad solamente con dos personas, con un compañero suyo de la escuela a los quince, en donde la barrera de la virginidad fue percibida como antelación dolorosa del placer, así excitante; y a los dieciséis, con el marido de Selena. La segunda vez, a pesar del tamaño del miembro de Moisés, la fricción y la profundidad que alcanzaba la penetración hizo que Selena se alertarade sus alaridos, y liberada por la mirada de Cecilia cubierta de semen, agarrase a su marido y se encerrase con él en una de las habitaciones. Moisés acabó por segunda vez y Ceci desde el patio masturbándose se recubría del blanco del africano escuchándolos hacer el amor con una violencia primitiva.La primera exaltación de Moisés abrió el mar rojo de dolor de Cecilia y dejó abierto el espacio necesario para el desarrollo impertinente de eso que ella había aprendido a sentir con ese miembro negro y capaz. Después de ese día Selena la abandonó y ella quedó sola en la casa hasta que llegué con Isabel. Un año de profundad soledad la había hecho a Cecilia olvidar el mar abierto y cerrarse en las aguas mestizas de las pelucas con las cuales se entretenía y decoraba la habitación de la cómoda y el espejo, el único de la casa. Pero cuando conoció a Isabel sus tardes después de la escuela empezaron a cambiar. Ahora el pelo de

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Isabel siempre variaba un poquito y ella se nutría de los problemas que atormentaban a esa mujer tan bonita que por algún designio había ido a vivir allí. Las historias que Isabel le contaba, y los ruidos que empezó a escuchar Cecilia algunas tardes en las que Isabel volvía con alguien mientras yo trabajaba en el puerto, la hicieron volver a pensarse. Primero eran gemidos de placer que luego se convertían en alaridos agudos de dolor encausados en un llanto profundo de tristeza y de soledad. Ella empezó a querer repercutir en esas sensaciones casi olvidadas, esa confusión de placer y dolor que guardaba su remembranza, y de una tarde a otra se dio cuenta de que el mar aún seguía abierto, las paredes de agua dejaban un camino de llovizna salada. Cecilia compartió la cama los próximos veinte años con una innumerable cantidad de hombres y mujeres. Después de las conversaciones con Isabel empezó a visitar a los diferentes hombres de la ciudad. No había uno que no la hubiese penetrado y compartido, exuberante mujer altanera, frenética amazona de río, liona de la sierra. Nunca se la volvió a escuchar en la noche por el patio de la casa, como en los primeros días,saliendo a cantar malagueñas sentada en la mesa blanca que había comprado Isabel. Pero siempre estaba por las tardes, junto con Isabel, retocándole el pelo negro, escuchándola con atención porque con atención poco a poco fue comprendiendo que lo que a Isabel le ocurría estaba muy lejos de ocurrirle a ella. Durante esos años la vi muy poco, la desconocí porque solo la imaginaba por medio de los retratos y las historias que hacían de ella los artistas en los bares, nunca estaba cuando volvía y nunca me quedaba yo cuando me iba. En esos veinte años Cecilia había tenido doce hijos varones. El último lo había parido una semana antes de marcharse. No tenían padres porque Cecilia quería a los hombres solamente para montarse sobre ellos y llegar a los extremos más finos de la exaltación física. Nunca se percató por enterarse cual de los siete hombres que habían pasado esa noche con ella había logrado preñarla. Dos de sus hijos habían nacido a la vez, mellizos. No recuerdo sus nombres porque es Isabel quien se ocupa de ellos. Poco los veo. Cuando entro a casa siempre hay gente, pequeños, gateadores, niños corriendo y jugando, algunos ya leyendo en un sillón. Decido encerrarme en mi habitación, rogar porque Isabel se aparezca pronto vestida de negro, y abrazarla fuerte intentando con paciencia hacer que goce como todas las noches lo intento en vano. Los sábados los doce niños abandonan la casa para pasar esos días al aire libre, en el campo, con aquellos mis amigos que habíanse hecho de tres solares en las afueras de la ciudad. Junto con otros niños realizaban tareas diferentes acorde a su edad, los más grandes ayudaban en las actividades agrícolas, los pequeños obtenían un espacio de recreación e invención, y los aún vacilantes bebés entendían el mundo subsumidos en el instante perfecto de la comunión del hombre y la naturaleza. Por eso los sábados eran los días más lindos. Cecilia participaba de alguna fiesta en una de las islas y dejaba la casa sola para Isabel y para mí. Tomábamos vino blanco por las tardes, cantábamos, y por las noches invitábamos a algunos amigos a festejar un banquete, a celebrar la puta vida parida aún justa que llevábamos. Entre una de las tantas tardes que Isabel se acostaba con Cecilia, ella le mencionó que creía que uno de sus hijos, el menor, el último, no lo había concebido con un hombre sino con ella. Le contó que ya había pasado una vez, que ella recordaba haber sentido lo mismo que siente ahora cada vez que se aprieta fuerte junto a ella en el frenetismo de su orgasmo y le muerde el cuello para que los gritos se escuchen más fuerte, pero que había sido en un lugar lejano y que la que había asumido la vida aquella vez había sido ella, Isabel, y que la que se había marchado esa vez había sido ella también, Isabel. La escuchó con atención pero decidió apoyar de vuelta la frente de Cecilia en su entrepierna y continuar con el éxodo de angustia que encontraba en lo áspero de su lengua.

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Esa fue la última noche en la que Isabel y Cecilia se amaron por cortarse el pelo, por escucharse, por oírlo cantar al río, y por encontrarse una vez más en los albores de la humanidad, de casualidad. Porque a la mañana siguiente Cecilia se había ido. Ninguno de los hombres del pueblo sabía de ella. Dejó atrás a sus doce hijos, uno de los cuales había señalado, el menor. Había desaparecido, fugaz, de la noche a la mañana, del ocaso al alba solitaria y desafiante. Vivimos, desde que se fue Cecilia, entre flores con Isabel. Ella se ocupaba de los niños, yo trabajaba. Dejamos de darle importancia al dolor porque ya tenía suficiente dolor Isabel que había perdido a Cecilia y no había porque hacerle recordar alguno desconocido. Y los sábados seguían siendo nuestros bajo la tardecita naranja que se adornaba con el blanco de los jazmines que rodeaban el aljibe. Seguían viniendo amigos por las noches, cantábamos de tarde, cantábamos de noche, nos embriagábamos con vino y con cautela, y pasábamos los mejores días de un perfume violáceo que perdurará por siempre su recuerdo. La última semana Isabel se había quedado en casa con los doce hijos de Cecilia y yo había ido a donde solían ir los niños el fin de semana, a descargar mi personificación masculina con mujeres que supieran y quisieran coger, y alejarme un poco de la irreductibilidad virginal de Isabel que lo único que hacía era peinarse y peinarse porque coger le dolía. Entonces, culpable pero indiferente, me refugié en esa juerga cinco días y cuatro noches gloriosas en las cuales conocí a cinco mujeres, a mis cinco heridas, a mis cinco resurrecciones. La indiferencia, la soledad, la plenitud, la hospitalidad y la zoncera. Y esta última me llevó a volver el sábado, a verla a Isabel y a cenar con nuestros amigos. Volví cuando maldecí mi salvación, cuando quise intervenir de vuelta en el orden del designio de los dioses. Esa semana, mientras yo no estaba, Isabel había tenido dos apariciones por las noches. Una de Cecilia, orgásmica, pero la otra, de un niño que en el plazo de una noche fue transformándose en el primer hombre con el que Isabel pudo hacer el amor olvidando la sujeción, olvidando los golpes recurrentes, olvidando la sangre, dejándose caer en el mismo manto de flores que cubrían la sábana de la cama cuando se acostaba con Cecilia. La noche del miércoles Isabel se había levantado en la habitación de Cecilia por unos ruidos que había escuchado en el zaguán frente al patio, algo así como piedras que eran movidas al revolverse, pisadas, y risas de niño. Pensó que alguno de los doce hijos de Cecilia se había levantado, y saliendo de una de las habitaciones de enfrente andaba deambulando por el patio. Se levantó de la cama, apoyó la espalda contra la pared y comenzó a rezar. No se animó a salir a comprobar que los ruidos los provocaba uno de los niños, pensó que ya todos eran lo suficientemente grandes para poder regresar solo a su habitación a continuar el sueño. Además, no escuchaba sollozos ni llantos sino que risas entreabiertas y muecas infantiles, por lo que creyó que si era alguno de los niños seguramente andaría divirtiéndose con alguna de las flores del patio que tanto le llamaban la atención cuando la luna las esclarecía y les daba un color brillante. Pero de pronto la puerta se entreabrió y el espejo de la cómoda de Cecilia se oscureció perdiendo sus cualidades de reflejo y haciéndose de un negro opaco que confundiese la oscuridad de la habitación de madrugada. Con la sábana entre sus dientes Isabel vio entrar entre gateadas y pequeñas caminatas endebles al más pequeño, al que Cecilia había señalado antes de partir. Pequeña criatura esplendorosa, pura como el rubio de sus cabellos crespos y blanco como su madre y ella, más blanca aún por la sábana con la que se recubría sus miedos. El niño se apareció dentro de la habitación iluminado por la luz de la luna que entraba por la puerta entreabierta dejándose entrever con un gesto de ingenuidad y jugueteo. Parecía que habíase equivocado o entrado por mera curiosidad a

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la habitación donde dormía Isabel. Sus ojitos, blancos como la luna, miraban desorbitados como persiguiendo alguna luciérnaga o polilla, puesto que éstas abundaban de noche por la casa. -¿Ulises?- susurró tímidamente asustada Isabel, intentando disimular el susto con la confianza de que el niño se había desvelado y que lo único que quería era divertirse. Pero la puerta se cerró de un portazo y volvióse a abrir dejando entrar de vuelta a la luna que esta vez alumbraba un contorno diferente, de una persona adulta, fornida, con un sombrero en su cabeza y los pantalones arremangados. El espejo de la cómoda seguía perpetuado en su opacidad pero el recuerdo de Isabel de la aparición de Cecilia la predispuso de una manera diferente para enfrentar y aceptarse ante ese hombre de gran tamaño que hacía unos instantes era un pequeño infante. Isabel recordaba que cuando Cecilia volvió en sombras la noche del lunes, la misma que yo me había ido, ella había vuelto a acostarse con la única mujer con la que se predisponía cómoda y entre los gemidos y los susurros Cecilia había intercalado los nombres de los niños, en especial el de Ulises, alegando además que no era éste la ultima experiencia de placer que Isabel tendría sino que habría una más, negra profunda, negra como Moisés y su miembro erecto y ancho, con el cual la imaginación de Isabel logró el éxtasis hipócrita asumido por el cuerpo fantasma. La siguiente mañana había amanecido desnuda, destapada y con la cabeza apoyada sobre la almohada, al lado de una foto pequeña de Ulises, una de las últimas que Cecilia había tomado de su hijo. La figura que ahora se acercaba hacia el lecho tenía los mismos ojos que el pequeño, la misma sonrisa, las mismas mejillas, el mismo color rubio en su melena. Pero su cuerpo y su piel estaban pintadas de un negro profundo, el mismo negro que el que se había apoderado del espejo de la cómoda. Sacándose el sombrero se sumergió entre las sábanas y comenzó a penetrar a Isabel regocijándola en un éxtasis sorprendente, puesto que era la primera vez que el miembro de un hombre no tenía el filo de un sable sino el dulzor y la suavidad de un buen maíz hervido. Sentía el pene negro entrando y saliendo de su cuerpo mientras sus ojos cerrados miraban a Cecilia que gemía junto con ella pidiéndola que acabe, rogándole que se deje llevar por el ajetreo del encuentro inesperado que finalizó en un sueño profundo y largo, conciliado cuando sentía que ese cuerpo pesado sobre sí se levantaba liviano e impasible, yéndose por el lado de la luna que volvía a devolverle el reflejo al espejo de la cómoda. Despertó pasado el mediodía, de vuelta desnuda y arriba de las sábanas manchadas con enormes cantidades de semen. Su cuerpo estaba cubierto del fluido de aquél ánima desconocida que le había permitido la salvación y mirándose al espejo se sintió intervenida, embalsamada, rellena, cargada de sustancias espirituales y líquidas que hacían de su cuerpo ágil una piedra atada a la tierra. Logró poner todo alrededor del aljibe del patio para fregarlo contra los adoquines y recuperar la suavidad y la frescura de las sábanas y se dirigió hacia el baño de la casa. Abrió la boca devolviendo más semen y manchándose los senos. Inmediatamente se lavó su cuerpo y su boca y volvió a salir al patio. El baño quedaba justo enfrente del aljibe, bajo la galería de la enredadera púrpura, y cuando miró el patio vio al pequeño Ulises que se acercaba corriendo entre tropezones hacia ella. Corrió también hacia su abrazo, y cuando lo sostuvo junto a su pecho se acercó al aljibe y lo dejó caer en el pozo gritándole que habían venido por ellos. Desnuda se adentró en la sala y uno por uno degolló a los once niños que quedaban. Los más grandes, que eran los únicos que podían alegar una defensa ante la indómita Isabel, quedaron atónitos ante los ríos de sangre que se desbocaban de la yugulares de sus hermanos. Finalmente recogió los once cuerpos en las sábanas

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cubiertas de semen y los tiró al pozo del aljibe junto con el cuerpo de Ulises que fue aplastado y deformado por el peso de sus otros once hermanos muertos. Cuando regresé el sábado por la tarde Isabel había limpiado todo y me había dicho que los niños habían ido a quedarse con Cecilia que inesperadamente había regresado para llevarse a los niños a la casa que había comprado en San Nicolás durante mi ausencia. Mi alegría obvió la mentira de Isabel y perduró hasta que noté un gesto extraño en sus ojos y la hinchazón de su vientre que continuamente se acariciaba con las manos. Por eso, mientras cenábamos con nuestros amigos me llamó la atención que se levantara de la silla y saliera hacia al patio. La seguí dado que la intriga y la comezón de que algo había logrado sin mi ayuda me estaba prendiendo el fuego que la conversación ociosa no lograba generar en mi. La encontré en la habitación de Cecilia, la puerta entreabierta y ella sentada frente al espejo de la cómoda. Sólo alcancé a ver su reflejo sosteniendo un pequeño retrato sobre el que derramaba lágrimas de sangre puesto que con la otra mano cortaba sus pestañas y sus ojos con las tijeras que Cecilia usaba para arreglar el estilo de su pelo negro. De pronto se desplomó de la silla y cayó inundada sobre un manto de sangre sobre los azulejos del piso de la habitación con la marca del corte profundo que se había hecho en el cuello derramando cascadas de rojo bordó. En su mano derecha sostenía la foto de Ulises, el mismo niño que yo había enviado allá dónde caía el sol, aquella criatura que me había encargado de salvar del insoportable peso de la descendencia divina. Y dentro de sus pupilas comprendí que ella también lo vio dos veces y que ésta, la del retrato había sido el reconocimiento de la primera, la última mirada del origen. Me arrodillé junto a su cuerpo y abrí su cráneo con ayuda de mis manos y de las tijeras dejando escapar oleadas de semen entre las cuales descubrí a una niña. Un pequeño bebé rosado lloraba ahora entre mis brazos, una mujer bella como la nieve. El cuerpo de Isabel se volvió a recomponer en transparencia, y con una mirada plena de satisfacción, dejó la habitación y se dirigió hacia los cielos convidándome el gesto del cual obtuve aquél perdón eterno que solamente podía manifestarse como cierto, en la ausencia irrepetible y en el olvido del retorno de aquella mujer de sandalias y colores andinos, madre de todos, mi madre. Salí de la habitación con la niña entre mi brazos y la bañé con el agua del aljibe embebiéndola en la sangre de sus otros doce hermanos. Me arrodillé junto a ella frente al aljibe y sosteniendo el cuerpecito gentil, aún sollozando, lo alcé para que la gente que inundaba el patio pudiese verla. - Esta es la única hija de Isabel – dije, - la única mujer y la madre de todos nosotros. La única mujer parida de la frente de su madre, concebida en el goce egoísta de lo femenino. La próxima decisión de las ideas de los hombres. Ella, María del Rosario, María del río, virgencita nueva, remedio de los males. Celebrémosla. Acérquense aquí, a mi patio, a nuestro patio, y bebamos y comamos porque ha nacido la única diosa mujer, la única posibilidad de que lo sagrado se perpetúe en la ambigüedad de lo aleatorio. Acérquense hermanos, que hoy todos somos santos.Y junto al aljibe, sentados alrededor de la mesa blanca de jardín que Isabel había comprado para la casa, bajo las enredaderas púrpuras y blancas que iluminaban la luna nueva, cantamos cachúas, arrorrós, comimos y bebimos, todos regocijados por el perdón que con su mirada nos había dado la mujer salvada, Isabel. Del río, Isabel ausente. Isabel de pelo negro. Isabel americana. Canto De las mesnadas de los hombres surge el canto,

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de las naranjas en la tierra surge ella, novia divina, blanca señora de mis nupcias eternas. Salmo XIV, Alegrías y tristezas de la tierra de Las ensoñaciones del porvenir ignoto.

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