Theologica Xaveriana ISSN: Pontificia Universidad Javeriana Colombia

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Theologica Xaveriana ISSN: 0120-3649 [email protected] Pontificia Universidad Javeriana Colombia

FORTE, BRUNO La cristología hoy: el desarrollo a partir del Vaticano II y las características emergentes Theologica Xaveriana, núm. 142, 2002, pp. 339-349 Pontificia Universidad Javeriana Bogotá, Colombia

Disponible en: http://www.redalyc.org/articulo.oa?id=191018079012

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La cristología hoy: el desarrollo a partir del Vaticano II y las características emergentes* ○



































MONSEÑOR BRUNO FORTE **

Han pasado ya veinte años desde que en 1981 fue publicado mi volumen Jesús de Nazaret, historia de Dios, Dios de la historia. Ensayo de una cristología como historia, reimpreso varias veces y traducido en varios idiomas. Este volumen se situaba en la cumbre de un decenio muy fecundo para la reflexión cristológica católica, que había visto la aparición de obras magistrales como la del actual cardenal Walter Kasper, Jesús el Cristo (publicada en 1974 en alemán y, sucesivamente, en numerosos idiomas y ediciones), o como la amplia producción del jesuita Jean Galot, profesor en la Gregoriana. Los años ochenta conocieron, del mismo modo, una reflexión fértil sobre Cristo, caracterizada especialmente por la profundización trinitaria de la cristologia, de los cuales son testimonio el volumen del mismo Kasper, El Dios de Jesucristo (1982), la relevante síntesis de Marcello Bordoni, Jesús de Nazaret. Presencia, memoria, espera, publicada en 1988 (de la cual es una

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Tanto este documento de monseñor Bruno Forte, como el de monseñor Rino Fisichela, son producto de las video-conferencias que la Congregación para el Clero bajo la dirección de el señor cardenal Darío Castrillón Hoyos, han tenido lugar con la finalidad de la actualización teológica del clero. Para el lector interesado en obtener mayor información y acceso a las otras video-conferencias hacerlo a través de la página web: www.clerus.org. Dado que son video-conferencias pedimos excusas si varias citas textuales no tienen referencia bibliográfica por estar tomadas directamente de la página web y no de los autores.

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Profesor de teología, Facultad de Teología de Italia Meridional.

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continuación ideal el ensayo La cristología en el horizonte del Espíritu, publicado en 1995), como también mi libro Trinidad como historia. Ensayo sobre el Dios cristiano (1985). En los mismos años se sitúan diversas intervenciones de la Comisión Teológica Internacional sobre el tema: si el documento titulado Algunas cuestiones concernientes a la cristología (1979) concluye el “decenio cristológico” de la teología católica posconciliar, otros textos salen a la luz en los años ochenta, como ese sobre Teología, cristología, antropología (1981) o ese otro sobre La conciencia que Jesús tenía de sí mismo y de su misión (1986). Mientras, en los años noventa, se publicaron dos documentos significativos sobre la relación entre cristología y destino universal de la salvación; el primero dedicado a Algunas cuestiones sobre la teología de la redención (1995), y el segundo sobre El cristianismo y las religiones (1996), dirigido a clarificar la cuestión de la singularidad de Jesucristo, decisiva para un desarrollo correcto del diálogo con las otras religiones. En este sentido se sitúa igualmente la declaración Dominus Jesus, de la Congregación para la Doctrina de la Fe, publicada en el año jubilar con el propósito de proponer una solemne profesión de fe en Aquél que es en persona la verdad, que libera y salva, Jesús el Cristo. El mismo magisterio de Juan Pablo II ha presentado desde el inicio una marcada caracterización cristológica-trinitaria: el ciclo maestro está representado por las tres encíclicas Redemptor Hominis (1979), dedicada al Hijo, Dives in misericordia (1980), consagrada a Dios Padre, y Dominum et vivificantem (1986), sobre la persona y la obra del Espíritu Santo. La estructura cristológico-trinitaria vuelve significativamente en el recorrido propuesto para la preparación al gran jubileo del año 2000 en la Tertio Millennio Adveniente (1994). Sobre esta nota teológica de fondo se puede decir que se armonizan todas las enseñanzas del presente pontificado: desde la reflexión sobre la antropología, presentada en las encíclicas mencionadas, además de la Laborem exercens de 1981, sobre la dignidad del trabajo humano, y la carta apostólica sobre la mujer, Mulieris dignitatem, de 1988 -pasando por la reflexión sobre la moral propuesta en la Veritatis splendor, de 1993, en la Evangelium vitae, de 1995, y en las encíclicas sobre la cuestión social, Sollicitudo rei socialis, de 1988, y Centesimus annus, de 1991-, hasta la realizada sobre la eclesiología, delineada a la luz de la singularidad del Redentor y de la comunión trinitaria, en la Redemptoris Missio, de 1991, en

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la Slavorum Apóstoli, de 1985, sobre el Oriente cristiano, y en la Ut unum sint, de 1995, sobre el ecumenismo. Un papel singular reviste, además, la reflexión sobre la Madre del Señor, ofrecida en la Redemptoris Mater, de 1987, donde los diversos aspectos del misterio son captados en el denso ícono de Aquélla en la cual todo es retorno a la obra del Dios trinitario y a su gloria, al servicio de la misión del Hijo eterno, hecho carne en su seno virginal. En este amplio aporte a la cristología, por parte de la reflexión teológica y del magisterio de la Iglesia, desde el Vaticano II hasta hoy, es posible discernir algunas líneas maestras, que muestran cómo se ha superado plenamente el manual escolástico preconciliar De Verbo Incarnato, en favor de la recuperación del fundamento bíblico de la inteligencia de la fe, de la relevancia soteriológica del mensaje sobre Cristo y de su centralidad para la exacta comprensión de todos los otros aspectos de la teología y de la práxis cristiana. Son tres las líneas en las cuales se podrían resumir las características de los desarrollos de la cristología en estos decenios: se trata de una cristología (a) más propiamente trinitaria, (b) más marcadamente histórica y (c) decididamente pascual, proyectada en confesar la singularidad del Crucificado-resucitado para la salvación del mundo.

UNA CRISTOLOGÍA TRINITARIA: DE DIOS EN JESUCRISTO

LA REVELACIÓN

En la vida terrena de Jesús de Nazaret puede reconocerse la revelación de la historia del Dios con nosotros. Al mismo tiempo, su resurrección nos lo manifiesta como Dios de la historia, redentor de todo hombre en cada hombre. Cada acto de su existencia terrena, en cuanto historia del Hijo que ha instalado sus tiendas en medio de nosotros, interesa a toda la vida trinitaria; es decir, implica una relación con el Padre en el Espíritu Santo. La resurrección demuestra que los dos sujetos de la “historia” divina que no se han encarnado, el Padre y el Paráclito, tampoco se han quedado como espectadores ajenos a las obras y a los días del Verbo en la carne: ellos lo viven con Él, cada uno según su relación específica, que lo caracteriza como esa persona y no otra. Por esto, a partir de Pascua se puede decir que toda la historia de Jesús es revelación de la historia trinitaria de Dios, trasparencia mundana del dedicarse y proponerse de los Tres en las varias relaciones que los unen y

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que tienen con el mundo. En Jesús se revela contemporáneamente el rostro trinitario de Dios y la relación del mundo con el Padre, mientras se manifiesta y dona el Espíritu de la comunión trinitaria y de la reconciliación entre Dios y los hombres. Se comprende, entonces, cómo una teología que pase por alto el vínculo permanente de toda aserción cristológica, el misterio trinitario, según un divorcio de horizontes, desafortunadamente frecuente en los manuales preconciliares, se resuelva -por un lado- en una cristología abstracta, árida y conceptual y, por otro, en una doctrina trinitaria especulativa, poco adherente al concreto revelarse del Dios trinitario en la economía de la salvación. Recuperar la dimensión trinitaria de la historia de Jesús es el camino ofrecido al conocimiento de la fe para abrirse a la profundidad de Dios y hacerse de Él una idea auténticamente cristiana y no intelectualista, ajena a la confrontación con el escándalo de la cruz y con la luz de Pascua. La profundización trinitaria de la encarnación del Verbo muestra cómo la Palabra encarnada retorna al Silencio del origen, a la profundidad de la cual eternamente proviene y junto a la cual está eternamente: el Dios que se hizo visible al Dios invisible, el Hijo al Padre. Como afirma Ignacio de Antioquía, el Padre “se ha revelado a través de su hijo Jesucristo, que es su Verbo procedente del Silencio” (Ad Magn., 8,2). La palabra de revelación, que es el Cristo, requiere entonces ser “trascendida”, no en el sentido que pueda ser eliminada o puesta entre paréntesis, pues ello obstaculizaría simplemente todo acceso a las profundidades divinas, sino en el sentido de que ella es verdad y vida justamente en cuanto es camino (cfr., Jn. 14,6), umbral que se abre ante el misterio, puerta por la cual es necesario pasar para entrar en el redil de las ovejas (cfr., Jn. 10,7), luz venida en las tinieblas para ser la luz, en la cual veremos la luz (cfr., Jn. 1,9 y Sal. 36,10). Gracias a la dialéctica trinitaria de Palabra y Silencio, de apertura y de ocultación, en el evento de la revelación, la transcendencia divina no es entregada a la inmanencia del mundo, y la forma histórica de la autocomunicación divina remite a la inagotable excedencia del misterio santo. Esta estructura dialéctica de la revelación está señalada en la misma palabra latina revelatio, considerada en su significado etimológico (tal como se podría decir, analógamente, de la palabra griega apokalupsis): el prefijo re- tiene tanto el sentido de repetición de lo idéntico (como en “re-sumo”), cuanto el de pasaje a la condición opuesta (como en “re-probo”). Re-velare quiere decir, por tanto, el acto del pasaje desde lo velado a lo descubierto, la

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revelación de lo precedentemente escondido, pero no excluye nunca del todo un permanecer del velo; es más, incluso se hace más denso. Este juego dialéctico se pierde en el alemán Offenbarung, offenbaren, donde lo que viene a la mente es sólo el acto de abrirse y, por tanto, la condición de lo abierto y manifiesto: en este sentido, la interpretación hegeliana de la revelación como totalmente expresiva y constitutiva del Dios que se manifiesta, resulta coherente con la etimología de la palabra alemana. Únicamente una cristología construida sobre la re-velatio Dei -dialécticamente entendida- respeta el cará cter trinitario original de la revelación: es necesario, entonces, orientarse con decisión hacia una cristología cada vez más “teológica” y, por tanto, cada vez más “trinitaria”, tanto para educar y escuchar en la Palabra el Silencio del cual proviene y al cual se abre y, por consiguiente, en el Verbo encarnado la revelación del Padre y del Espíritu Santo. Afirma san Juan de la Cruz: “El Padre pronunció una palabra, que fue su Hijo y la repite siempre en un eterno silencio; luego, en silencio ella debe ser escuchada en el alma” (Sentenze. Spunti d’amore. [Sentencias. Apuntes de amor], No. 21). Acoger la Palabra escuchando en ella el divino silencio es permanecer en el santuario de la adoración, dejándose amar por el Dios silencioso y atraer hacia Él, a través de la insustituible y necesaria mediación del Verbo: “Nadie va al Padre sino por mí.” (Jn. 14,6). Aquí se comprende como una cristología en el horizonte de la fe está profundamente enraizada en la experiencia creyente del Dios viviente de la revelación bíblica y, por tanto, en la espiritualidad de la escucha nutrida de oración. Por esto, separar cristología y espiritualidad quiere decir privarse del horizonte necesario para obedecer verdaderamente a la Palabra revelada, escuchando en ella el Silencio fontal del cual ella proviene y al cual se abre. Reencontrar la unidad de pensamiento cristológico y de vivencia creyente, más allá de las dificultades introducidas también en la teología por el racionalismo de la modernidad, quiere decir volver a la condición hermenéutica originaria y constitutiva del pensamiento de la fe. Igualmente, se capta aquí la urgencia para que la reflexión cristológica se sitúe en el interior de la trasmisión eclesial viviente de la Palabra, que de testigo en testigo y de obediencia en obediencia, hace llegar hasta nosotros el agua de la vida. Una cristología separada de la tradición viva de la fe de la Iglesia –en especial, de aquella custodiada dentro del “umbral”, que es la definición dogmática– llevaría a aventuras impropias, dudosas e inconsis-

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tentes. Ello nada tiene que ver con una teología bloqueada por la definición dogmática. (¡Una Denzinger-Theologie, como se diría!). Es, más bien, condición de vitalidad del pensamiento creyente, llamado a dar razón de la esperanza fundada sobre la verdad de la fe: lejos de ser repetición mecánica de lo que está muerto, la tradición es vida que trasmite vida. La revelación de Dios en Cristo inspira al pueblo de los peregrinos de la fe, llamado a trasmitir a todas las generaciones la memoria del Eterno, vinculada al texto de la Escritura inspirada, pero también al contexto del anuncio y de la praxis creyente, en los que el Espíritu obra para llevar a la Iglesia hacia la plenitud de la verdad divina. Una cristología en el horizonte de la fe está, por consiguiente, no sólo bíblicamente fundada y nutrida de experiencia espiritual, sino que también es eclesialmente responsable y está atenta a superar las aventuras de la subjetividad en la objetividad de la Fides Ecclesiae recibida y trasmitida.

UNA CRISTOLOGÍA HISTÓRICA: LA CIRCULARIDAD JESÚS DE LA HISTORIA Y EL CRISTO DE LA FE

ENTRE EL

La segunda característica que presenta el desarrollo de la reflexión cristológica a partir del Vaticano II es la de ser una cristología histórica: la vuelta a los orígenes establecida por el Concilio ha significado para la reflexión sobre Cristo una renovada atención a la historia concreta del Nazareno, narrada por los Evangelios y, por tanto, a los llamados “misterios” de su vida, junto a un sólido método histórico-crítico. En su verdadera y plena humanidad, Jesucristo es revelación de Dios: aquí se funda la exigencia de alcanzar, a través de los trazos del Jesús histórico, la profundidad del misterio que en ellos se ofrece. No se trata de narrar una enésima historia de Jesús, en la cual proyectar, más o menos ampliamente, los interrogantes y la sensibilidad del presente, ni mucho menos intentar un análisis psicológico de la personalidad del Nazareno, que sería del todo arbitraria, dados los elementos a nuestra disposición. Se trata de investigar en los “mysteria vitae Jesu” las dimensiones de lo humano, que en ellos se manifiestan y a través de los cuales pasa la revelación del Dios viviente, leyendo en la historia el “kerygma”, y en el “kerygma”, la historia; y captando, en plenitud, la fecunda circularidad atestiguada en el Nuevo Testamento entre el Jesús histórico y el Cristo pascual. Se trata de reconstruir la historia de la conciencia y de la libertad del hombre Jesús, así como la experiencia de su finitud, vivida

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conociendo personalmente el dolor y la muerte, en la convicción fundada en la luz de la Pascua de que todo lo que viene a la verdadera y plena humanidad del Salvador, es quitado a la revelación de su divinidad. En Jesús de Nazaret se ofrece el rostro humano de Dios: cada gesto suyo, cada aspecto de su condición humana, cada instante de su vida terrenal, es aparición de Dios entre los hombres y debe ser, por tanto, valorizado por la fe y la reflexión cristiana. El tierno amor de tantos santos a la humanidad del Salvador, la atención al Dominus humanissimus, que ha resultado muy a menudo ajena a la teología de los últimos siglos (desde Suárez en adelante se abandona la exposición de los mysteria vitae Jesu en la articulación del De Verbo incarnato) y familiar a la sola piedad cristiana, capta un aspecto profundo de la paradoja cristiana. Dios no hace competencia al hombre en Jesús de Nazaret: al contrario, lo humano es plenamente asumido y valorizado en la historia del Hijo del hombre, como vehículo eficaz, “sacramento” del Hijo eterno entrado en este mundo. Se comprende, por tanto, cuán poco cristianas sean esa teología y esa piedad que se olvidan de la concreta vida histórica del Salvador, en todo el realismo e incluso el escándalo que la caracteriza. En este sentido, resulta preciosa la doctrina tradicional de la causalidad instrumental de la humanidad de Cristo, en virtud de la cual Tomás ha dedicado a la vida concreta del Nazareno una atención teológica de singular riqueza: “Todas las cosas que fueron cumplidas en la carne de Cristo fueron saludables para nosotros en virtud de la divinidad a ella unida.” (Compendium Theologiae, 239). ¡El actuar de Jesús es como una parábola viviente de la acción de Dios! La mayor atención a la humanidad del Redentor comporta también una renovada sensibilidad de la teología hacia las exigencias de la secuela: narrar críticamente la vida del Jesús histórico significa dejarse comprometer en la “imitación” de Él, de su opción fundamental por el Reino de Dios, de sus elecciones de libertad en favor de los últimos, de su amor al Padre hasta olvidarse de sí mismo. La secuela no es simplemente reproducción de un modelo: si así fuese, sería inaccesible a nuestras fuerzas. Ella puede cumplirse y se cumple sólo en el Espíritu Santo: el Espíritu es, respecto de la Palabra, como el silencio de la hospitalidad actualizadora, de la cual mana la elocuencia a menudo silenciosa del testimonio (cfr., Jn 15,26s): “Quién posee realmente la palabra de Jesús -afirma san Ignacio de Antioquia-, puede percibir también su silencio, a fin de que sea perfecto, a fin de que obre a

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través de las cosas sobre las cuales habla y, a través de las cuales calla, sea reconocido.” (Ad Eph., 15,1-2).

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La acción del Espíritu en la historia, reconocida y acogida mediante el discernimiento de la fe, se expresa sobre todo en la caridad, en esa fuerza del amor que viene de Dios y por la cual la comunidad cristiana recoge el desafío de los signos del tiempo, se hace solidaria con el prójimo concreto y lo sirve en la causa de su promoción más plena y, por tanto, de la liberación de todo cuanto ofende la dignidad de los hijos de Dios. Sobre este camino se abre a los ojos de la fe la misteriosa presencia del Señor, en la variedad más grande de situaciones humanas: Cristo se esconde en los pobres, en los hambrientos, en los sedientos, en los marginados y los que sufren, en los niños explotados, en las mujeres pisoteadas, en los últimos (cfr., Mt. 25,31ss). Quien responde al hambre y a la sed de todos ellos, con amor libre y que libera, se convierte en Evangelio viviente, en Palabra escrita, no ya sobre tablas de piedra, sino en la carne de nuestros corazones (cfr., 2 Co. 3,3). La presencia de Cristo en el hoy de dolor y lágrimas se reconoce, así, en quien ama en su nombre: “En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros.” (Jn. 13, 35). En el amor al prójimo se revela el amor de Dios: “Quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve.” (1 Jn. 4, 20). En este amor, Cristo se hace presente en Su Espíritu y pronuncia sus palabras de vida eterna. El otro es, en el Espíritu, un sacramento del encuentro con el Señor Jesús: lugar del adviento, hora de salvación (cfr., Mt. 25, 31ss). Una cristología que no se mida sobre las urgencias de la caridad y de la justicia, y no ofrezca razones para vivir el éxodo de sí mismo en la secuela del Hijo en la carne, se desnaturaliza en el ejercicio de la razón, expuesta a todos los posibles riesgos de la captura ideológica. Las “cristologías de la práxis” (cristologías de la liberación, cristologías políticas, cristologías de la esperanza y del éschaton) muestran aquí sus riesgos y su potencial positivo, tanto más acogido y desarrollado cuanto más interpretado y vivido a la luz de la acción del Espíritu en la comunión de la Iglesia. Una cristología más “militante” -sobre todo en el plano de la caridad y del compromiso por la justicia para todos, y en el respeto de la creación deseada por Dios- parece, pues, ser solicitada por el mismo esfuerzo de situar correctamente la reflexión sobre la secuela del Nazareno dentro de la misión del Espíritu.

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UNA CRISTOLOGÍA PASCUAL: LA SINGULARIDAD DE JESUCRISTO Y LA SALVACIÓN DEL MUNDO La tercera característica que emerge de los desarrollos de la cristología en el posconcilio está vinculada al diálogo y a la confrontación con las religiones: se trata de una cristología pascual, llamada a testimoniar la singularidad de Jesucristo respecto de todos los posibles caminos de acceso al misterio de la divinidad y a la salvación eterna de los hombres. La fe del Nuevo Testamento no duda en indicar en el “evento Cristo” el lugar donde es posible encontrar con plenitud la autocomunicación divina: Jesús no sólo habla las palabras de Dios, sino que es la Palabra de Dios, el Verbo eterno convertido en carne, que se comunica a sí mismo y abre el acceso a la experiencia vivificante de las profundidades divinas en el don del Espíritu. Sobre esta convicción se funda la conciencia del cristianismo de ser portador de un mensaje universal, dirigido a todo el hombre en cada hombre. Y es en virtud de ella que para los discípulos de Cristo se precisan las condiciones de posibilidad y los criterios de discernimiento de la eventual presencia de la autocomunicación divina en las otras religiones, y en el diálogo con ellas. Afirma la encíclica Redemptoris missio (1990): Dios llama a sí a todas las gentes en Cristo, queriendo comunicarles la plenitud de su revelación y de su amor; y no deja de hacerse presente de muchas maneras, no sólo en cada individuo, sino también en los pueblos mediante sus riquezas espirituales, cuya expresión principal y esencial son las religiones, aunque contengan “lagunas, insuficiencias y errores.” (55)

Las religiones se ofrecen, entonces, no sólo como expresiones de la autotrascendencia del hombre hacia el misterio santo, sin también como posibles lugares de la autocomunicación divina: de nuevo la encíclica afirma que para aquellos que “no tienen la posibilidad de conocer o aceptar la revelación del Evangelio y de entrar en la Iglesia”, porque “viven en condiciones socioculturales que no se lo permiten y, en muchos casos, han sido educados en otras tradiciones religiosas”, la salvación de Cristo “es accesible en virtud de la gracia que, aun teniendo una misteriosa relación con la Iglesia, no les introduce formalmente en ella, sino que los ilumina de manera adecuada en su situación interior y ambiental. Esta gracia proviene de Cristo; es fruto de su sacrificio y es comunicada por el Espíritu Santo: ella permite a cada uno llegar a la salvación mediante su libre colaboración” (10). La encíclica precisa que “la presencia y la actividad del Espíritu no

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afectan únicamente a los individuos, sino también a la sociedad, a la historia, a los pueblos, a las culturas y a las religiones... Es también el Espíritu quien esparce “las semillas de la Palabra” presentes en los ritos y culturas, y los prepara para su madurez en Cristo” (28).

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A la luz de esto, es legítimo considerar que las religiones no cristianas contienen elementos auténticos de la autocomunicación divina, cuyo discernimiento es posible para los discípulos de Cristo en virtud del criterio que es la revelación cumplida en Él: se comprende, por consiguiente, cómo no puede ser compartida una valoración puramente negativa de los mundos religiosos no cristianos y de sus textos sagrados, vinculada a un pretendido “exclusivismo” fundado sobre la identificación absoluta entre Iglesia y Reino (como es, por ejemplo, la posición de Karl Barth). Ni se puede -en dirección opuesta- aceptar el pluralismo indiscriminado de algunas teologías de las religiones, que hacen vana la absolutidad del cristianismo e ignoran las lagunas y resistencias de las otras experiencias religiosas, con la intención de tomar las distancias de la insistencia sobre la superioridad o definitividad de Cristo para moverse hacia el reconocimiento de la independiente validez de otros caminos (como hallamos en la concepción de teólogos como John Hick y Paul F. Knitter). Entre estas orientaciones contrapuestas hace falta perseguir el discernimiento que -sin renunciar a proclamar la gracia y el escándalo singulares de la buena nueva- reconozca la acción del Espíritu orientada a la luz del Verbo donde quiera que se realice: Todo lo que el Espíritu obra en los hombres y en la historia de los pueblos, así como en las culturas y religiones tiene un papel de preparación evangélica, y no puede menos de referirse a Cristo, Verbo encarnado por obra del Espíritu. (Redemptoris Missio, 29)

Un reconocimiento similar no frustra, de ningún modo, el deber misionero del discípulo de Cristo; al contrario, lo motiva cada vez más, porque sin el criterio constituido por la singularidad del Señor Jesús y de su Evangelio no sería ni siquiera posible para el cristiano discernir y apreciar los valores contenidos en las otras religiones y en sus libros sagrados, como tampoco el valor de la experiencia religiosa que éstos ofrecen. Aunque la Iglesia reconoce con gusto cuanto hay de verdadero y de santo en las tradiciones religiosas del budismo, del hinduismo y del islam -reflejos de aquella verdad que ilumina a todos los hombres-, sigue en pie su deber y su determinación de proclamar sin titubeos a Jesucristo, que es “el camino, la verdad y la vida” (Redemptoris missio, 55).

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Por ello, el diálogo con las otras religiones “debe ser conducido y llevado a término con la convicción de que la Iglesia es el camino ordinario de salvación y que sólo ella posee la plenitud de los medios de salvación” (RM, 55). Ni este diálogo -en cuanto unido al deber de proclamar la verdad evangélica- debe considerarse instrumental, pues conjuga la fidelidad irrenunciable a la identidad del discípulo de Cristo con el reconocimiento de los semina Verbi donde quiera que estén presentes, y que justamente por esa fidelidad es posible. Una cristología más teológica; una cristología más histórica; una cristología más capaz de conjugar estas dos dimensiones en la confesión de la singularidad de Jesucristo, que una al mismo tiempo la urgencia de la proclamación de la Buena Nueva y la necesidad del diálogo con el otro, quien quiera que sea y de cualquier parte venga. Esta es la triple instancia que parece emerger de los desarrollos de la reflexión cristológica posconciliar: una instancia que hace eco a la permanente exigencia de la fe en Cristo de confesar en Él la unión de lo humano y lo divino sin confusión o mezcla, sin división o separación (cfr., el Concilio de Calcedonia del año 451). Se trata de desarrollar una reflexión de fe que una la fidelidad a la tierra y la fidelidad al cielo, la fidelidad al mundo presente y la fidelidad al mundo que debe venir, como ha sucedido una vez para siempre en Aquél que es la alianza en persona. A Él se dirige, pues, la invocación del teólogo -unida a la de toda la Iglesiapara que el logos de la fe pensativa se una al hymnos de la fe adorante, que escucha, celebra, proclama y vive el misterio revelado en Él, el Verbo venido entre nosotros, sobre cuya secuela hemos apostado toda nuestra vida. Roma, 29 de septiembre de 2001

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