TESTIMONIO de una paciente con ANOREXIA

TESTIMONIO de una paciente con ANOREXIA Si tuviese que describir lo que viví… No sé. Todo empezó con un capricho: me iba de vacaciones y quería llegar...
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TESTIMONIO de una paciente con ANOREXIA Si tuviese que describir lo que viví… No sé. Todo empezó con un capricho: me iba de vacaciones y quería llegar “bien” para enero. Era Agosto recién. Yo estaba en primer año de facultad, tenía 18 recién cumplidos. Mi vida era estudiar, trabajar, estar con mis amigas… lo común en una chica de 18 años. Nunca en mi vida había hecho dieta. Yo era de las típicas que buscaba dietas mágicas poniendo en Google “como bajar 2 kilos por semana” y leía barbaridades – absolutamente irreales e imposibles – sobre cómo perder peso rápido. A veces intentaba hacerlas, pero no duraba ni un día entero. Llegué a entrar a blogs tipo “proana”, me parecían muy exagerados. No voy a decir que estaba absolutamente a gusto con mi cuerpo, pero no me molestaba. Llegó Agosto del 2013, después de las vacaciones de invierno, y dije en casa que quería hacer dieta. Me dijeron que no me hacía falta, pero cuando tengo una idea en la cabeza no me la puedo sacar, con lo cual no dude y llamé sola a la obra social y saqué turno con una dietista. Fui y por primera vez me pesaron: pesaba 60 kilos. Exactos. Todo en mí hizo ruido. Era una catástrofe: había tocado la sexta década, y me parecía siniestro. Yo no podía pesar 60 kilos. Ya el número “6” me perturbaba. Una chica como yo no podía, bajo ningún punto de vista, pesar 60 kilos. La nutricionista me dijo que estaba bien, que como mucho podía bajar 5 kilos, y me dio una fotocopia de dieta a seguir durante 2 semanas. Fueron 2 semanas donde comí tal cual me decía, porque- lógico – estaba entusiasmada con poder ver resultados. Hubo un solo “permitido”: un almuerzo que estaba muy apurada y comí un sándwich. Apenas llegué a casa me empezó a picar la conciencia e intenté vomitarlo. Era la primera vez que me pasaba algo así. No pude, se me llenaron los ojos de lágrimas y lo dejé pasar. No era mi estilo vomitar ni menos que menos dejar de comer. La solución sería comer más tranquilo al día siguiente, pero seguir todo bien. Llegó la segunda consulta y me pesó: 58 kilos. Eso equivalía a 2 kilos en 2 semanas! Ya ven: números. Así fueron las semanas y meses siguientes, pero cada vez agregaba más permitidos. Me acuerdo que lo primero que me pidió fue que no tomara alcohol. No había ni mínimas chances de que yo negociara mi religioso fernet con coca. No las había. Pude negociar dejar de tomar cerveza, y lo hice. La cuestión es que bajaba, de a poco, pero siempre bajaba. Alguna que otra vez me mantenía (lo cual me ponía de extremo mal humor), pero nunca subí. Empecé a moverme más, pero iba al gimnasio muy cada tanto. Es más, diría que iba casi nada. Cuando llegó diciembre ya casi era hora de mis tan esperadas vacaciones. Llegué a 55,5 kg, pero me costaba mucho, porque cuando no hay mucha grasa que perder, bajar de peso es algo muy lento. Yo estaba contenta, pero quería ver si podía llegar a 53kg, así “podía comer tranquila y si subía no se notaba”. La nutricionista me dijo que no iba a poder. En ese momento no llegué, y me fui a mis vacaciones. Primero, a un all inclusive, donde no me tembló el pulso por probar absolutamente todo lo que tuve chances de probar, y me sentía bien. Volví de esas vacaciones y seguí con la racha: me fui 2 semanas más con una amiga a la costa. Ahí tampoco me prive de nada. Cuando llegaron los últimos días me di cuenta que me daba vergüenza ir a la playa, por dentro rezaba que lloviera, porque me sentía muy hinchada. Pero no era algo que me perturbara mucho, eran sólo pensamientos.

Cuando volví, en Febrero 2014, decidí volver a ir a ver a la nutricionista con quien había hecho mi primer y única dieta. Fui y llegó la hora de pesarme: 58 kilos. Pesaba 58 kilos. O sea, había subido 2,5 kilos en las vacaciones. Fue mi trauma. Salí con la mentalidad de “voy a ser la mejor alumna”, y fui directo al gimnasio. Me acuerdo que tenía 3 comidas a la semana con hidratos de carbono. No hacía ni una. Ni una. Iba todos los días al gimnasio, o, por lo menos, 4 veces por semana. Tenía una aplicación en el celular de control del ciclo menstrual, yo era irregular, típico de la edad. Pero tampoco nada exagerado. En esa aplicación podías, además, agregar el peso. Empecé a agregarlo y todas las semanas veía como el gráfico del peso bajaba. Era la imagen más perfecta que podía tener. Me acuerdo ese primer mes, febrero, un día que agarre una agenda y escribí en todas las hojas “si en marzo no peso 53 kg no empiezo la facultad”. En todas las hojas. Volví a los 55kg, y le dije a la nutricionista que no quería parar, que yo quería llegar a 53 kilos. Ya la gente me decía que yo estaba flaca y muy linda, y me gustaba. Me entusiasmaba. Pero la nutricionista me volvió a decir que yo no iba a poder. “No vas a poder” fue la frase que más me motivó en la vida. Por supuesto que yo iba a poder, y lo iba a demostrar. Para marzo no pesaba 53 kilos, y estoy segura, porque me pesaba todos los días. Incluso me llegué a pesar 2 o 3 veces al día. De más está decir que alcohol cero. Ni se me ocurría oler una copa de vino. Y en ese mes organizaron, en la parroquia a la que voy hace mucho tiempo, un retiro espiritual. Mi único problema era que tenía muchas ganas de ir, pero me negaba a comer la comida que iba a haber ahí. Seguro que de desayuno había pan con manteca y dulce de leche, de almuerzo fideos y de cena pizza. Claramente, no era mi menú. Así fue que decidí armarme un bolso especial: una caja de sopas Quick, salvado de avena, copos de maíz sin azúcar y muchos sobres de edulcorante. Mi mamá me vio armando el bolso y, como le llamó la atención, le aviso al cura que por favor chequeara que yo comiera. Me volvió loca todo el retiro controlando mis comidas, a tal punto que me llegó a decir “el primer síntoma de las anoréxicas es no dejarse ayudar”. No lo escuché. Pero una noche, ahí, en el retiro, nos hicieron reflexionar mucho sobre nuestras familias y sobre nosotros mismos, y empecé a sentir mucho miedo. Era un miedo que me comía la cabeza, no podía pensar en nada más que ese miedo, pero no sabía miedo a qué era. Por un lado, sabía que tenía mucho miedo, pero muchísimo miedo, a ser gorda. Me perturbaba la idea. Pero era más fuerte que eso, yo tenía mucho miedo. En mi familia, mi hermana mayor tiene sobrepeso. Pensar en la idea de que eso está en los genes me traumaba. Así pasó marzo, yo seguía yendo a la nutricionista, cada vez le pedía que fuese más severa, que me sacara más alimentos que me pudiesen engordar. Mis papás ya no me creían que todo era parte de mi dieta y empezaron a pedirme que fuera menos al gimnasio. Empecé a comer muchísimo menos, nunca me terminaba los platos. Tomaba agua en cantidades ilógicas, constantemente. Me privaba de absolutamente todo. Incluso empecé a dejar de ir a las juntadas con mis

amigas, porque todas involucraban algo que estaba fuera de mi menú. Cada tanto aceptaba ir, y me llevaba un tupper. Una vez, por ejemplo, me llevé medio tomate. Cené medio tomate con sal. Medio tomate. Mis miedos seguían y eran cada vez peores. Yo lloraba sin entender porqué. Lloraba muchísimo porque tenía miedo. Mi mamá me pidió turno con una psicóloga. Fui un par de veces, hasta que me sugirió ver a un psiquiatra. Esa fue mi última sesión. ¿Yo? ¿A un psiquiatra? No… no era lo mio. Pero las noches sin poder dormir, y de mucho llorar, no paraban. Pasaba frio constantemente. Tenía los labios y las uñas azules. Mi nutricionista me empezó a advertir que si yo no cambiaba mis pensamientos obsesivos no iba a poder seguir atendiéndome, y que iba a tener que ir a un centro de trastornos alimentarios. Yo seguía cerrada a todo, ya estábamos en abril. Llegué a ir al gimnasio a escondidas, y – para peor – mis papás me encontraron. Me trajeron a casa y me dijeron que iban a ir conmigo a la próxima consulta con la nutricionista. Así fue. Y yo ya pesaba 52 kilos más o menos. Creo que desde ahí fue que todo empezó a caer en picada. Tuve que ir cada una semana, ya me habían avisado que no podía seguir bajando. Y todas las semanas eran 800/900 gramos menos. Mi cabeza: FELIZ. Mi cuerpo: TODAVIA PODIA MÁS. Llegó mayo y yo seguía yendo a la facultad como todos los días. Una mañana, como era rutina, papá me vino a levantar y cuando prendió la luz gritó “¿Qué es esto? ¿Qué pasó? Ines!! Ines!!”. Me levanté absolutamente desconcertada. Abrí los ojos y vi toda la almohada llena de sangre. Llena de sangre. Salté de la cama y corrí al baño, y vi que tenía las comisuras de la boca con sangre seca, y la boca llena de sangre: la lengua, los dientes, todo… Mientras me lavaba escuché que mis papás me querían llevar a la guardia, pero les dije “no se preocupen, vamos a la noche si quieren”, y mamá me respondió “ya veremos donde pasas la noche…”. Papá fue a preparar el desayuno, y mientras tanto yo estaba sentada en la cocina poniéndome las zapatillas. Tengo el recuerdo muy claro: él estaba de espaldas, se dio vuelta y me dijo, con la voz muy quebrada: “¿Vos te querés morir, pelotuda?”. Es hoy que lo acabo de escribir y, al mismo tiempo, se me cayó una lágrima. Mi papá no lloró ni en el velorio de mi abuelo y estaba quebrado porque me vio vomitar sangre. Yo no me quería morir, solamente creía que todavía tenía mucho más para dar, que estaba lejos de estar flaca, pero tenía miedo. Todavía tenía mucho miedo. Ahí fue que me llevaron a otra psicóloga. Estaba más tranquila, pero seguía perdiendo peso todo el tiempo. Yo ya no lo controlaba, solamente bajaba sin parar. Todas las semanas cada vez más. Llegué a 50 kilos, o menos, ya casi que no escuchaba cuando me decían el peso, porque mi mamá se angustiaba mucho. Para fin de mes (mayo) mi mamá fue, sin que yo supiera, a ver a mi nutricionista. Ella le dijo que lo que yo tenía era un "Trastorno Alimentario No Especificado (TANE)”. A partir de eso mi mamá se pidió una licencia en el trabajo: yo no podía estar sola. Mi cabeza: ENFERMA. Mi cuerpo: DESTRUIDO. Todo en mi vida eran cálculos. Cuentas. Tantas calorías por día. Si llegaba a comer 800 calorías ya era una barbaridad, y al día siguiente no podía comer más de 500. Y tenía registro de absolutamente todo.

Empezaron las dietas para “recuperar peso” (mi cabeza les decía “dietas para engordar”, con lo cual estaba negada). Aclaro: mis uñas y mis labios seguían azules, no menstruaba hacía 7 meses, y mis brazos ya me deban vergüenza. Lo que más me habló fue la ropa. Los jeans me bailaban, tuve que empezar a usar pentalones de cuando tenía doce años. El espacio entre las piernas era cada vez más grande. Para ir a las consultas con la nutricionista me ponía 2 o 3 calzas abajo del jean, y me pesaba con ropa. Me ponía el celular en el bolsillo, reloj, pulseras, todo. Pero ahí nomás fue cuando, tanto la nutricionista como la psicóloga, nos dijeron que no me podían ayudar más, que yo necesitaba un centro integrador especializado en trastornos alimentarios. Así fue como en junio del 2014 llegué a Equipo Libertador. Agradezco y voy a agradecer todos los días los profesionales que me tocaron. Al principio me acuerdo que, cuando me dijeron que el tratamiento incluía psiquiatría, yo estaba desesperada por medicación: necesitaba que me dieran algo que me hiciera dormir, olvidarme de mis miedos. Lo que más me “apuraba” era que mis papás tenían reservado un viaje a Europa que, después de mucho esfuerzo y preparación, iban a hacer durante 3 semanas. Si yo no estaba estable, mi mamá no iba a viajar. Yo no podía dejar que mi mamá se perdiera uno de los mejores viajes de su vida. A mis amigas ya no las veía hacía mucho tiempo. Cuando cumplí años vinieron todas, gracias a Dios nunca me dejaron de lado. A algunas les costó mucho entenderme, pero yo no tenía ganas ni de ver a mi abuela, porque la gente se iba a dar cuenta que yo estaba muy flaca. Incluso un día una amiga me dijo que “ya no me sentía más amiga, porque yo no estaba”. Tuve una crisis de angustia de la cual me acuerdo y lloro. No podía controlarme, lloraba, se me contraía el cuerpo, mi cabeza era un infierno. Otro episodio que resalto fue, en julio 2014, plenos finales de la facultad, cuando se me acercó un chico que siempre me gustó. Me miró y me dijo “Ine, estás muy flaca”. Siguió mirándome y, con cara de asco, me dijo “Muy flaca”. Me partió al medio: una vez que estaba flaca, no le gustaba? A todo el mundo le mentía diciendo que era porque había empezado a entrenar mucho más y eso me estaba poniendo en forma. Mentira. Yo tenía prohibido ir al gimnasio. Ese año pasaba, muy lento, pero pasaba. Mis papás se pudieron ir juntos a Europa, y yo, muy de a poquito, mejoraba. Tomaba medio clonazepam y una de sertralina todas las mañanas, y a la noche un clonazepam entero. No podía manejar mucho porque no tenía reflejos. A veces, manejando, me agarraba algo y tenía que frenar un ratito a concentrarme. Pero estaba bien, y mantenía esos pensamientos para mí. Hubo altibajos, por supuesto, y fue muy duro. Sentía que nunca en mi vida iba a poder ser normal y comer como los demás, porque yo iba a engordar, ellos no. Todavía no lograba verme tan flaca como decían todos. Una vez una tía me dijo que yo “toda mi vida había sido anoréxica”. Tal vez tiene razón. Todavía no me permitía tomar alcohol, ni comer ningún dulce, casi tampoco carbohidratos. Cuando me preparaban pasta (sin nada: ni manteca, ni salsa, ni queso rallado) me ponía a llorar. Lloraba mucho. Miraba el plato y lloraba. Cortaba un raviol en 4 pedacitos. Comía 5 como mucho y me moría por dentro.

Así y todo, con muchas lágrimas de por medio, pude, sin tener que dejar la facultad ni dejar de trabajar (lo cual me asustaba mucho la idea), pasar el año. Mi mamá planificó las vacaciones conmigo y dos de mis hermanas. Fue una verano increíble, yo estaba mucho mejor. Había recuperado como 3 kilos. En ese verano conocí a quien fue uno de los eslabones más fundamentales de mi vida. Yo estaba muy cerrada a conocer chicos, porque, durante todo el año, me había dado mucha vergüenza. Había salido con algunos, pero nada importante. Pero con él fue todo diferente. Desde el minuto 1 que nos conocimos le dije que yo estaba en tratamiento por anorexia, y me conoció tal y cual soy. Así empecé el 2015 llena de amor. Ya estaba mejor, mi familia más tranquila. Tenía a mi novio que me acompañaba a todas mis consultas en el Equipo. Hasta a veces me pedía venir conmigo a la consulta con el psicólogo. A partir de ahí empecé a mejorar, perder miedos, volví a estar con mis amigas. Hasta volví a tomar cerveza! Pude volver al gimnasio! En Agosto yo estaba trabajando en una firma de abogados importante, y me echaron. A mí, la autosuficiente. Fue un puñal. También me reprobaron, por primera vez en mi vida, en un examen final. Dos semanas después de que me echaran, mi novio me dejó. Tenía todo para volver a caer. Todo. Pero también tenía todo para afrontarlo. Mi “caja de herramientas”, como me dice mi psicólogo, me podía salvar de eso. Y así fue! No caí. Fue muy difícil, pero se pudo. Desde octubre 2015 que mantengo mi peso. Primero me dieron el alta psiquiátrica, sacándome de a poco, de a mitades, toda la medicación. Yo soñaba con el alta desde hacía tiempo. En marzo del 2016 se barajó la posibilidad del alta nutricional, la que obtuve el 8 de abril. Ese día fui con mis papás, y cuando salí me largué a llorar. Lloré porque vi una película de mi historia y de mi enfermedad pasándome por mis narices. Decidí compartir con mis familiares y amigos una publicación en Facebook. Algo parecido a esto. El primer en comentar fue mi papá, el mismo que, en mayo 2014, me había preguntado si yo me quería morir. Me puso “Te amo mucho”. Mi papá nunca me había dicho que me amaba. Nunca en mi vida. También estoy llorando ahora. Me llena de orgullo ver quien soy hoy. No seré perfecta, pero me amo así. Amo todo lo que tengo. Agradezco todo lo que tengo. Mi familia, los profesionales que me tocaron, mis amigos. Todo lo que nos rodea nos hace quienes somos, y son factores claves a la hora de recuperarte de una enfermedad como la anorexia. Yo tampoco pensé que me iba a tocar a mí. Nunca en mi vida hubiese pensado que le iba a tener miedo a un raviol. Pero me tocó. Y no estuve sola. Nadie está solo. Por suerte, como me dijo una vez mi psicólogo, a mi anorexia la agarraron muy “virgen”. En realidad, no fue suerte… fue saber pedir ayuda a tiempo. Por favor, sea quien sea que vaya a leer esto. Nadie está solo. Sea el infierno que sea que te toque pasar, el mío se llamaba a anorexia, siempre hay alguien dispuesto a ayudarte.