Terrorismo, ¿suicida? RESUMEN: La conceptualización “terrorismo suicida” está instalada en el imaginario colectivo de las sociedades de comienzos del siglo XXI. El presente trabajo pretende llevar a cabo una labor de reflexión crítica en torno a la pertinencia de denominar suicidas a estos “nuevos mártires de Alá”, tal y como los definió Farhad Josrojavar en su obra del mismo título, que sirva como punto de partida a una investigación más profunda alrededor de una de las cuestiones centrales de las sociedades actuales. PALABRAS CLAVE: Terrorismo suicida, suicidio, hecho social, morir, matar, sociología, fundamentalismo, Islam Introducción Mediodía del 11 de Septiembre de 2001. España. Los informativos arrancan con una noticia sorprendente: un avión se ha estrellado contra el World Trade Center de Nueva York. Millones de espectadores se arremolinan delante de las pantallas de hogares, cafeterías, restaurantes, escaparates de tiendas de electrónica, etc., para seguir en vivo un acontecimiento histórico. La confusión reina en el centro económico del planeta. Por un momento, el tiempo se ha detenido, todos los ojos se dirigen hacia la tierra de las oportunidades atacada por primera vez en su Historia. Con la caída de las torres se destruye un mito instalado a fuego en el imaginario colectivo: la invulnerabilidad de los Estados Unidos. El ataque posterior al corazón de la seguridad norteamericana no parece sino reforzar la idea expuesta en la frase anterior. Durante unos instantes que parecen meses no existen interpretaciones, la Humanidad entera se encuentra absorta asimilando el impacto. Con los primeros pestañeos de la nueva época llegan las primeras explicaciones, voces que, con el paso de los minutos, pasan de la sorpresa por un posible accidente al terror por un seguro atentado. Nuestra retina ha registrado el incidente y nuestro cerebro lo ha asumido. Ya nada volverá a ser igual y ese parece ser el motivo por el que el tiempo se detuvo, por el que los ojos no eran capaces de pestañear.

A partir de las tres de la tarde hora española -las nueve de la mañana hora neoyorquina- el mundo se ha transformado. El siglo XXI ha comenzado “en vivo” con un retraso de 254 días. ¿Bienvenidos? La caída de las torres gemelas, símbolo del poder económico de occidente, inaugura un nuevo escenario -sujeto a unas claves propias- que debe ser analizado y pensado con detenimiento. Un escenario que nace como respuesta a un conjunto de complejos procesos sociales que van mucho más allá de los enfrentamientos religiosos a los que algunos autores lo han querido reducir. Podemos extrapolar la afirmación que los sociólogos Christian Baudelot y Roger Establet realizaron en torno al suicidio: “Ce n´est pas la société qui éclaire le suicide, c ´est le suicide qui éclaire la société (Baudelot y Establet, 2006)” al escenario inaugurado tras el atentado contra el World Trade Center: no es la sociedad la que arroja luz sobre el atentado, sino el atentado el que arroja luz sobre la sociedad que habitamos. Es decir, como sociólogos no podemos reducir el ataque contra las torres gemelas a una cuestión religiosa o simplemente fundamentalista, sino que debemos intentar arrojar luz sobre las claves que nos permiten enmarcar este ataque en un contexto determinado, caracterizado por unos valores y contravalores, unas filias y fobias determinadas, y con unos modos -también determinados- de comprender y aprehender la realidad social y actuar en ella. Y es que, como bien decía Guy Debord: “los hombres se parecen más a su tiempo que a su padre (Debord, 1990)”. Autores de la talla de Émile Durkheim o Marcel Mauss nos dirían que todo nuevo escenario tiene unos tótems y tabúes propios. También posee una serie de iconos y terminologías. Con la caída de las torres gemelas irrumpió con fuerza en la escena social un concepto cuyo uso se ha generalizado: terrorismo suicida. Como suele ocurrir con los conceptos aparecidos en situaciones de gran estrés social, el “terrorismo suicida” ha servido de cajón de sastre para aglutinar toda una serie de cuestiones que no han hecho sino entorpecer su estudio. ¿Qué fragmento de realidad social queremos aprehender cuando hablamos de terrorismo suicida?, ¿es correcto denominarlo de ese modo?, el terrorista suicida, ¿es

más terrorista o suicida?, ¿es realmente un suicida? Si Durkheim hubiera tenido delante las dramáticas experiencias de Nueva York, Madrid o Londres, ¿habría modificado su conceptualización de suicidio?, ¿habría atendido a otras claves? Todas las cuestiones planteadas en el párrafo anterior, y otras muchas más que se nos pueden ocurrir, afectan al núcleo de una tensión, de un fenómeno clave para comprender las sociedades de comienzos del siglo XXI. Es por ello que nuestra disciplina está obligada a fijar su foco crítico sobre el denominado “terrorismo suicida”. Arrojar luz sobre esta cuestión debe rebajar el grado de las tensiones sociales porque el conocimiento siempre desactiva fanatismos. La labor del sociólogo tiene que ver más con el puente que con la puerta, tal y como lo planteaba Georg Simmel en su ensayo del mismo nombre. Tender puentes a través del estudio de la sociedad y del conocimiento que se genera gracias a él es una tarea realmente compleja e ilusionante. El presente trabajo nace con esta ambiciosa vocación, y lo entendemos como una primera toma de contacto, como una contextualización, de la realidad del terrorismo suicida con vistas a una actividad investigadora futura más profunda. Que la labor que nos proponemos en este escrito sea otra no debe hacernos obviar una verdad sociológica: que la realidad social se construye independientemente de que un fenómeno esté denominado o conceptualizado correctamente según los cánones de la academia. O lo que es lo mismo, que los fenómenos sociales siempre desbordan los cauces preparados para ellos por los individuos o grupos, adquiriendo una vida propia a una escala diferente -la social- como constantemente nos recuerda Durkheim. Por lo tanto, debemos ser conscientes de que el ejercicio que proponemos –como todo ejercicio sociológico que se precie- revela una pequeña parte del decorado de la realidad social. Y es que las totalidades son para otros entes no-humanos, otros entes que no son nosotros. Suicidio y terrorista: Dos conceptos con un marcado cariz peyorativo Desde su aparición en la escena social, los términos “terrorista” y “suicida” han tenido un matiz claramente peyorativo. En este escrito nos vamos a centrar en el segundo de

ellos ya que, en principio, parece claro (si nos atenemos a la definición de terrorismo que aparece en el Diccionario de la RAE) que los actos llevados a cabo por los “nuevos mártires de Alá” como los denominó Farhad Josrojavar, se pueden denominar terroristas. Terrorista. Que práctica actos de terrorismo. Terrorismo. 1. Dominación por el terror. 2. Sucesión de actos de violencia ejecutados para infundir terror. Terror. Miedo muy intenso. (RAE, 2001)

Históricamente, el suicida ha sido un “apestado” social. Tradicionalmente, las religiones monoteístas -entre las que se incluye el Islam- han renegado de la práctica suicida. En Occidente, la gran influencia moral del cristianismo –sobre todo durante la Edad Media- contribuyó significativamente al establecimiento de la relación suicidapecador. Como afirma Santo Tomás de Aquino en su obra Summa Teologica: Es absolutamente ilícito suicidarse por tres razones: primera, porque todo ser se ama naturalmente a sí mismo, y a esto se debe el que todo ser se conserve naturalmente en la existencia y resista, cuanto sea capaz, a lo que podría destruirle. Por tal motivo, el que alguien se dé muerte va contra la inclinación natural y contra la caridad por la que uno debe amarse a sí mismo; de ahí que el suicidarse sea siempre pecado mortal por ir contra la ley natural y contra la caridad. Segunda porque cada parte, en cuanto tal, pertenece al todo; y un hombre cualquiera es parte de la comunidad, y, por lo tanto, todo lo que él es pertenece a la sociedad. Por eso el que se suicida hace injuria a la comunidad, como se pone de manifiesto por el filósofo en V Ethic. Tercera, porque la vida es un don divino dado al hombre y sujeto a su divina potestad, que da la muerte y la vida. Y, por tanto, el que se priva a sí mismo de la vida peca contra Dios, como el que mata a un siervo ajeno peca contra el señor de quien es siervo; o como peca el que se arroga la facultad de juzgar una cosa que no le está encomendada, pues sólo a Dios pertenece el juicio de la muerte y de la vida, según el texto del Dt 32,39: Yo quitaré la vida y yo haré vivir. (Aquino, 2001)

Una relación que no se disolvería ni con el paso del tiempo ni con la relajación del dominio moral de la religión de los seguidores de Jesús de Nazaret. Como acertadamente comentó Michel Foucault, el suicida, pecador en el Medievo, se convirtió en enfermo en la modernidad. Siguiendo la misma tradición de condena moral del suicidio, Inmanuel Kant aporta una reflexión centrada en la condición social del individuo. El filósofo alemán afirma que el suicida -cuando lleva a cabo su acción-

debe ser consciente de que no es solamente un ente individual que actúa al margen de la sociedad, sino que es indefectible e intrínsecamente sociedad. Así, como sus actos condicionan la vida social y la del resto de sus contemporáneos, debe tenerlos en cuenta a la hora de llevarlos a cabo. Por este motivo, el suicidio es un acto moralmente reprobable para Kant, ya que el ejecutor de la acción elimina un bien social de primer orden –una persona-. Con su muerte por propia mano el suicida atenta contra la sociedad. Como podemos observar, la consideración peyorativa del suicidio quedó grabada a fuego en el imaginario colectivo más allá de su relación con la doctrina cristiana, y ha ido adquiriendo diferentes formas (recordemos la idea de Foucault) según los paradigmas culturales o sociales dominantes. La cuestión que subyace detrás del planteamiento kantiano (y que comentábamos dos párrafos más arriba) da en el centro de la diana de uno de los debates legítimos, siempre abiertos y capitales de las ciencias humanas y sociales en general y de nuestra disciplina en particular: el que se establece entre el individuo y la sociedad. El suicidio, como paradigma de acto que juega con las fronteras de lo que significa ser humano, como bien han entendido los filósofos y sociólogos a lo largo de la Historia, enerva sobremanera a los actores y colectivos sociales. Ahora bien, en las últimas décadas se ha producido un giro significativo en torno a la consideración social del suicida. Sin duda, algo se está moviendo en los cimientos de la sociedad, algo está erosionando esta relación (suicidio-mal) históricamente estable. Para explicar estos movimientos sísmicos a nivel de imaginario colectivo acudimos a lo que Zygmunt Bauman (Bauman, 2002) denominó el tránsito de la modernidad sólida a la modernidad líquida, y que identifica con la pérdida de peso de las instituciones de la primera Modernidad, fenómeno que se produce al mismo tiempo que el actor social comienza a demandar mayores espacios de acción y autonomía individual. Esta actividad en el núcleo del imaginario colectivo, esta “intensificación de los procesos de individualización1” en términos de mayor autonomía personal permite que, 1

Decimos intensificación de los procesos de individualización porque creemos, de la mano del antropólogo Charles Taylor que la individualización es un proceso que se inicia con lo que Friedrich Nietzsche denominó la muerte de Dios, es decir, con el cambio de mandos cosmovisional (el ser humano

por primera vez, una concepción no peyorativa de la muerte voluntaria tenga peso y voz en la escena social. Ahora bien, que la consideración no peyorativa del suicidio haya adquirido fuerza social no significa que la visión tradicional de la muerte voluntaria haya desaparecido, sino que sigue teniendo un peso considerable en la escena pública. Es por todo ello que sería una ingenuidad por nuestra parte no considerar que existe una estrecha relación entre la denominación del fenómeno que tenemos entre manos y la consideración histórica de los términos “terror” y “suicidio”. Este razonamiento nos lleva a una obvia, aunque no por ello menos importante, primera conclusión: la elección del término terrorismo suicida no es baladí. Que se hayan escogido dos conceptos con un significado tan peyorativo nos indica que con él se pretende identificar a un enemigo, a alguien que no sólo no está con nosotros, sino que pretende hacernos daño. A través del concepto “terrorismo suicida” podemos adquirir conciencia de toda una serie de mecanismos sociales que ayudan a configurar y aprehender la realidad en un contexto determinado. En la actualidad, terrorismo suicida es el reflejo que nos devuelve el imaginario colectivo cuando nos preguntamos por el mal, por lo desconocido que nos genera inseguridad, por lo ajeno que no somos capaces de integrar ni digerir. El terrorista suicida es el demonio de la actualidad. El extranjero venido de una tierra remota, con unas costumbres, cultura, religión, filias y fobias también remotas, para sembrar el terror –el miedo intenso- en nuestra sociedad. Un claro ejemplo de esta idea es que meses después del 11-S se podía leer en los autobuses urbanos neoyorquinos lo siguiente: “God bless America”. Si Dios nos tiene que salvar será porque existe una amenaza real que nos asola, que nos atemoriza. Del mismo modo, todos recordaremos las múltiples ruedas de prensa del ex presidente George W. Bush generando un clima de terror en torno a la inminente y constante posibilidad de ser atacados de nuevo –otros aviones suicidas, los sobre con ántrax, etc.-. por Dios) producido en el Renacimiento. Desde esta perspectiva, la intensificación de los procesos de individualización sería una fase, la actual, de un proceso más amplio, y que ha sido magníficamente analizada por autores como Zygmunt Bauman, Ulrich Beck, Anthony Giddens o David Harvey.

Una década después de la caída del muro de Berlín que puso fin a la Guerra Fría, Occidente encontró un nuevo enemigo que sustituyó al bloque soviético: el fundamentalismo islámico, cuyo brazo armado se convino en denominar: terrorismo suicida. Como veremos en el próximo apartado, un enemigo adaptado a la nueva época. Esto no quiere decir que no exista un peligro real, ya que los atentados de “suicidas bombas” causan centenares de muertos diariamente a lo largo y ancho del planeta –sobre todo en los países de Oriente Próximo-, pero lo que nosotros tratamos de reflejar, y a partir de ello realizar una labor crítica y reflexiva, es que tanto esta denominación como el sentido que le acompaña se han instalado en un nivel más abstracto y, por lo tanto, más profundo: en el nivel de lo simbólico, en el imaginario colectivo.

El terrorismo suicida. Rasgos generales Todo aquél que dude de que el terror revolucionario sea una invención moderna se las ha arreglado para olvidar la historia reciente. John Gray.

Parafraseando las palabras del pensador John Gray podemos afirmar sin temor a equivocarnos –y este es el primer rasgo a destacar del terrorismo suicida- que el terrorismo suicida es un fenómeno puramente moderno. Para justificar sociológicamente la afirmación anterior debemos acudir a la fundacional obra (que va a estar muy presente en este escrito) de Émile Durkheim El suicidio (Durkheim, 1989), publicada originalmente en 1897. Para el sociólogo francés, el suicidio es un hecho social y, por lo tanto, sujeto a las circunstancias propias de la sociedad en la que se desarrolla. Con esta afirmación pretende demostrar que si el acto en principio más íntimo que puede realizar una persona está condicionado por el contexto en que se lleva a cabo, todo acto humano tendrá un intrínseco componente social y, por lo tanto, sociológico. Extrapolando esta reflexión al fenómeno que nos ocupa, el terrorismo suicida se ve condicionado por los valores, contravalores, filias y fobias de la sociedad en la que se inscribe.

No hay estereotipo que resulte más pasmoso que el que describe a al-Qaeda como un retroceso a los tiempos medievales. Es un subproducto de la globalización. Al igual que los cárteles de la droga de dimensiones mundiales y las corporaciones empresariales virtuales que se desarrollaron en los noventa, evolucionó en una época en la que la desregulación financiera había creado vastos fondos de riqueza en paraísos fiscales y el crimen organizado había adquirido carácter global. (Gray, 2004) La constelación Bin Laden es ultramoderna. (Lenoir, 2005) 2

Decíamos anteriormente de la mano de Debord que “los hombres se parecen más a su tiempo que a su padre”. Extrapolando esta afirmación al fenómeno del fundamentalismo islámico en general y del terrorismo suicida en particular, llegamos a la conclusión de que son cuestiones que no remiten tanto a un tiempo pasado, a una vuelta a un estado naturaleza, sino que es una problemática presente resuelta a través de una serie de medios y métodos también presentes. Podemos encontrar a los verdaderos precursores del Islam radical en los movimientos revolucionarios que, a finales del S. XIX europeo, confiaron en la propaganda por medio de los hechos (…) Si Osama bin Laden tiene algún precursor, es el terrorista ruso del siglo XIX Sergei Nechaev, quién, al preguntársele qué miembros de la casa de los Romanov debían ser eliminados, respondió: “todos ellos”. (Gray, 2004)

A continuación traemos a colación una descripción de al-Qaeda según Gray. En ella podemos identificar claramente la mayor parte de los rasgos de cualquier institución contemporánea. Al-Qaeda es una red lo suficientemente flexible como para sobrevivir y operar de forma adecuada en caso de que su dirigente muera o quede incapacitado (…) su estructura tal vez sea comparable a la de Internet, como se afirma con frecuencia (…) parece claro que posee una formidable capacidad de autoregeneración (…) Su estructura de clan hace que resulte extremadamente difícil penetrar en la organización. (Gray, 2004)

Si a esto le unimos la importancia que tienen Internet y los medios de comunicación de masas en sus acciones, la formación occidental de gran parte de sus miembros, su actuación al margen de los estados-nación similar a la de una 2

Frédéric Lenoir asocia ultramodernidad con posmodernidad.

multinacional, etc., no queda duda de que estamos hablando de un fenómeno puramente moderno. El fundamentalismo islámico en general y el terrorismo suicida 3 en particular son respuestas actuales a las cuestiones que se plantean en el contexto en el que vivimos. Ofrecen una cosmovisión que no es aplicable al año de la Hégira o para el Renacimiento europeo, sino para las sociedades de finales del siglo XX y comienzos del siglo XXI. El Islam es la respuesta global a un mundo desquiciado en el que la ocultación de la muerte, la dominación política y económica de las élites depravadas y la pérdida del sentido de la vida son un estado de cosas crónico. (Josrojavar, 2003) La modernidad es aprehendida como una impureza, como la transgresión de un islam previamente puritanizado para poder servir de escudo contra ésta. (Josrojavar, 2003) La nueva religiosidad está salpicada por una modernidad cuyos rasgos invierte al radicalizarlos. Donde el individuo moderno peca por exceso de indolencia y de incoherencia mental, el futuro mártir manifiesta una unidad que se convierte en inflexibilidad e, incluso, en profunda intransigencia. (Josrojavar, 2003)

Otra cuestión central y fuente de intensos debates en la escena social es saber si la fe islámica prohíbe o no el suicidio, es decir, si podemos defender que los actos perpetrados por un terrorista suicida –en principio un fundamentalista islámico 4encajan en la doctrina musulmana. Como bien sabemos, las tres religiones monoteístas (Cristianismo, Judaísmo e Islam) parten de una tradición común. Unas líneas más arriba hemos analizado los motivos por los que la religión de los herederos de Jesús condenaba tanto el suicidio como a la persona que lo llevaba a cabo en el Medievo. A pesar de que ni en los textos 3

No podemos identificar fundamentalismo islámico con terrorismo suicida ya que no todos los grupos fundamentalistas islámicos o religiosos adoptan esta postura belicista para imponer su credo. 4 Nos vemos en la necesidad de aclarar lo afirmado entre guiones ya que numerosos autores, entre ellos Karen Armstrong (en su obra Los orígenes del fundamentalismo), consideran que el terrorista suicida se puede identificar más con un nihilista o un desviado social que con un integrista de una religión determinada. Esto no invalida del todo la tesis fundamentalista, ya que sí podemos considerar integristas a las personas que están detrás de los hilos que mueven dichas acciones. Por ejemplo, Bin Laden con respecto a Mohammed Atta. Del mismo modo, esto tampoco invalida que un terrorista suicida pueda ser a la vez un fundamentalista, pero, por lo que hemos estudiado, no suele ser así. Esta cuestión será ampliada en el penúltimo apartado de este escrito.

sagrados judíos ni en los cristianos aparece prohibición alguna con respecto al suicidio, en la práctica ha existido una condena moral (incluso en algunos momentos física) explícita sobre aquellas personas que se han procurado voluntariamente la muerte. Con estos antecedentes, parecería lógico pensar que el Islam condena también el suicidio, principalmente porque las religiones monoteístas son inflexibles con los atributos correspondientes a Dios, y uno de los principales -si no el principal- es la propiedad sobre la vida de sus fieles. Si esto es así, ¿podríamos explicar las acciones terroristas suicidas desde la base de la doctrina religiosa? En el propio seno de la religión de los seguidores de Alá existen diferentes interpretaciones en torno a si el Islam acepta o no el suicidio. Algo parecido le sucedió al cristianismo en su etapa de construcción doctrinal. Como acabamos de comentar, en los textos bíblicos no aparece prohibición alguna contra el suicidio. Es más, en ellos aparecen suicidios tan relevantes como el de Sansón, Saúl o Ajitofel. Con la intención de solventar esta paradoja doctrinal, Santo Tomás de Aquino propone la “doctrina del doble efecto”. Según el autor de la Summa Teologica existen ocasiones en las que la voluntad de Dios –principio rector de la existencia humana- es que una persona acabe con su vida. Son ocasiones en las que lo que está en juego es un bien mayor. Así, por ejemplo, Sansón muere por su propia mano, pero produciendo un bien mayor: liberar al pueblo elegido del poder de los Filisteos. Con esta pirueta doctrinal, tanto la voluntad de Dios como la condena contra el suicidio quedaron salvaguardadas. El claro triunfo de la vertiente agustiniana y tomista procuró al cristianismo oficial una época de paz doctrinal –la Edad Media- y de absoluto dominio sobre las conciencias occidentales. En el caso del Islam la cuestión resulta más complicada debido al gran número de facciones –y, por lo tanto, de interpretaciones de los textosexistentes. Hemos comentado que, siguiendo la lógica monoteísta, sería lógico que el Islam condenara el suicidio, pero la siguiente cita extraída de la obra de Josrojavar nos puede conducir por una vía coránica de permisividad con respecto a la muerte voluntaria similar a la tomista. Una doctrina del doble efecto al estilo islámico:

El mártir suní5 es el que muere en el camino de dios, tomando parte en la yihad. (Josrojavar, 2003) Matar o hacerse matar en la vía de Alá: en esta frase clave de la azora Arrepentimiento se basa en principio la justificación del martirio en el Islam. Tanto si se mata como si recibe la muerte, lo prometido es el paraíso. (Josrojavar, 2003)

Aparecen en escena dos conceptos centrales para el mundo islámico: la Yihad y el Corán. La Yihad es la Guerra Santa que tiene el objetivo de defender el islamismo a través de la conversión de los infieles. Por lo tanto, su vocación es ofensiva y defensiva a la vez. Y es que no debemos olvidar que toda religión es proselitista. El Corán, como sabemos, es la revelación de la palabra de Alá a su profeta Mahoma, es el texto sagrado del Islam. Parece ser que en casos de Yihad, el suicidio, el martirio, podrían estar permitidos. En estos casos, el bien mayor sería la defensa de la fe, y el suicidio un daño colateral derivado de cumplir lo que ellos consideran el cometido asignado por la divinidad. Aparece aquí otra cuestión fundamental que abordaremos más tarde: si la intención primaria no es el suicidio, sino que éste sobreviene como daño colateral de la acción yihadista, ¿se puede considerar suicida al terrorista? Ahora bien, esta doctrina del doble efecto al estilo musulmán no clausura los debates en torno a la permisión o no del suicidio por parte de la religión del profeta Mahoma. En las sociedades musulmanas suníes, como entre los palestinos, se discute sobre el hecho de saber si las bombas vivientes tienen una actitud adecuada al islam o no. Para unos, se trata de un suicidio disfrazado, prohibido por el islam, que atribuye solo a Dios el privilegio de dar o de tomar la vida (salvo en el caso de los castigos islámicos codificados por el fiqh, derecho islámico). Para los otros, son mártires en la medida en que defienden el islam contra un enemigo infinitamente más poderoso que no les deja ya otra elección. (Josrojavar, 2003)

La cita anterior nos ayuda a afirmar que en el seno del mundo islámico existe un debate en torno a la acción de estos hombres que se otorgan la muerte en nombre de 5

Sunnies y chiíes son las dos vertientes mayoritarias del Islam. Por cuestiones de espacio en este escrito no entraremos a diferenciar una y otra facción en términos de suicidio, aunque ello no signifique que no existan. Es esta una labor que pretendemos acometer en futuros trabajos.

Alá. Si el yihadista muere en aras de un bien superior y siguiendo la voluntad de Dios, ¿puede denominarse suicidio su acción?; por otro lado, si el terrorista muere por su propia voluntad sin tener en cuenta la doctrina coránica, ¿podemos revestir su acto de religiosidad? Como vemos, en las páginas anteriores se van deslizando cuestiones que nos dan una medida de la complejidad del fenómeno que estamos tratando: modernidad, posmodernidad, religión, cosmovisión, sociedad, bien y mal, etc.

El suicidio desde la perspectiva de la sociología Una vez analizadas a grandes rasgos algunos de los temas nucleares que giran en torno al terrorismo suicida nos centraremos en el estudio del concepto suicidio desde la perspectiva de nuestra disciplina. Para ello, acudimos a la obra de Durkheim, El suicidio, en la que establece una definición de la muerte voluntaria que sigue disfrutando de una gran aceptación académica: Se llama suicidio todo caso de muerte que resulte, directa o indirectamente, de un acto, positivo o negativo, realizado por la víctima misma, sabiendo ella que debía producir este resultado. (Durkheim, 1989)

Durkheim ofrece una definición amplia y completa que refleja una característica común tanto de El suicidio como de la obra del autor en general: la pretensión constante de ‘abrir puertas’. En cualquier análisis empírico de la realidad podemos encontrarnos con definiciones abiertas o cerradas del objeto de estudio. Es decir, unas definiciones que dejan espacio a la acción, a las variaciones y otras que no las permiten. Se podría argumentar que la utilización de conceptualizaciones abiertas o cerradas es una de las cuestiones que permite establecer diferenciaciones entre ciencias sociales y ciencias naturales. E. Durkheim comprende, acertadamente desde nuestro punto de vista, que una definición cerrada de la muerte voluntaria ahoga el componente social de la misma. Comprende que la sociología es una ciencia, pero una ciencia social; es decir, que trata con personas, grupos, colectivos… sujetos a continuos procesos de cambio. Por lo tanto, la definición que ofrece se puede denominar como ‘de mínimos’ –uno de los motivos de

su buen envejecimiento-. El autor francés trata de establecer unos mínimos compartidos por el conjunto de la sociedad que faciliten acuerdos a la hora de disponernos a hablar de suicidio, y que, más tarde, sea el fruto de la labor social el que marque las particularidades en cada contexto social específico. Una vez analizados los aspectos que podríamos denominar “externos” de la definición es momento de centrarnos en el contenido propiamente dicho de la misma. Podemos extraer cinco claves para la comprensión de lo que Durkheim quiere decir cuando habla de suicidio. Un quinteto de puntos imprescindible para analizar la muerte voluntaria desde una perspectiva sociológica: 1. Voluntariedad: En primer lugar, el suicida debe tener voluntad para morir por su propia mano. Querer matarse. No podría ser considerado suicidio la muerte de una persona que fallece al disparársele un arma mientras la está limpiando o que muere al chocar con otro coche al no poder evitar la colisión. Tener la voluntad de matarse es condición indispensable para considerar un acto como suicidio. Ahora bien, no es requisito único. Un análisis sociológico de la muerte voluntaria debe tener presente que hay una distancia analítica entre querer matarse y matarse. 2. Directa o indirectamente: Alude al modo en que el individuo consigue el objetivo de acabar voluntariamente con su propia vida. Por ejemplo, una señora se tira a las vías de un tren con la intención de acabar con su vida. El expreso le arrolla pero no la mata. Sin embargo, más tarde (debido al atropello) es llevada al hospital e infectada con sangre en mal estado al realizársele una transfusión, motivo por el cual muere. En términos durkheimianos este caso debería considerarse como suicidio porque, aunque la señora no ha fallecido inmediatamente (directamente) en el acto de ser arrollada por el tren, consciente, voluntaria y personalmente ha decidido matarse, y si no se hubiera puesto en la vía y el tren no le hubiera arrollado nunca habría ido al hospital ni habría recibido la transfusión de sangre letal (indirectamente). 3. Neutralidad moral del acto (Acto positivo o negativo): Esta tercera clave arroja luz sobre el componente objetivo de la acción. Aparece en esta parte de la definición el Durkheim de Las reglas del método sociológico, aquél que pretende que los hechos sociales sean estudiados como cosas, tratando de esclarecer el componente regular del hecho social alejado de la consideración moral del mismo. Éste es uno de los caballos de batalla de la sociología durkheimiana, en lucha por el reconocimiento académico de nuestra disciplina como área científica.

4. Realizado por la víctima misma: Sólo podemos hablar de suicidio cuando es la víctima misma la que ejecuta la acción. La cuestión de la ejecución de la acción nos transporta a un debate absoluta y genuinamente actual en torno a la muerte voluntaria y que gira en torno a la pregunta: ¿puede ser considerado suicidio una muerte por mano ajena pero deseada por el fallecido? El debate en torno a la eutanasia, por tanto, es un debate en torno a la muerte de personas incapacitadas para hacerlo. Entonces, ¿dónde se marcan los límites de ‘la ejecución de la acción’ por uno mismo? 5. Consciencia: El texto dice: “… sabiendo ella (la víctima) que debía producir este resultado…”. Es decir, para poder hablar de suicidio debe haber consciencia en la acción. El suicida debe saber que el acto que va a realizar puede producir el efecto de su muerte. Imagínese un niño pequeño que coge una botella de lejía, bebe de ella y, como consecuencia, muere. Por otro lado, un adulto que no sufre patología reseñable alguna, bebe de una botella de lejía y muere. El primer caso no puede ser considerado suicidio desde una perspectiva durkheimiana porque ni existe, en principio, voluntariedad, es decir, el niño no quiere matarse con su acción, ni existe consciencia de que con esa acción pueda morir. El segundo caso puede ser considerado suicidio ya que el adulto sabe que beber lejía puede producir la muerte y aun sabiéndolo lo hace. A modo de resumen vamos a analizar con más profundidad el ejemplo que esgrimíamos cuando analizábamos la primera de las claves de la definición del sociólogo francés (voluntariedad). Para Durkheim, no sería suicidio el de la persona que muere al disparársele una escopeta cuando la está limpiando. O para complicarlo un poco más, no sería suicidio el acto cometido por una persona que aun habiendo mostrado su deseo de matarse, muere de forma accidental; por ejemplo un individuo que, aunque hubiera resuelto suicidarse tomando barbitúricos, muere en su casa mientras limpia su escopeta de caza. En el primer ejemplo podemos observar que el hecho fundamental en cuanto a la intención no es la pretensión de morir, sino limpiar el arma. En el segundo existe la voluntariedad de la persona para matarse pero con un importante matiz: aunque haya mostrado esa voluntad, no es a través de esta acción concreta como pretende llevarla a cabo. Los analistas de la realidad social estamos obligados a comprender y ser conscientes, como hemos señalado anteriormente, de que existe una distancia real y analítica entre el deseo expresado de morir y la ejecución de la acción. Ahora bien, si aquél que limpiaba la escopeta, en vez de pretender limpiarla se apunta con la intención de matarse, entonces sí se considera suicidio. Comprobamos

cómo la misma acción, morir a manos de un arma disparada por uno mismo, cambia por completo si el disparo se realiza desde la voluntariedad y la consciencia o desde la involuntariedad e inconsciencia. Este hecho nos pone sobre aviso de lo complicado que es hablar de un hecho o acto social objetivo, y la multitud de factores que intervienen y giran alrededor de cualquier actuación del individuo en sociedad. De los conceptos fundamentales de la explicación durkheimiana nosotros nos vamos a centrar en la voluntariedad y en la consciencia del acto (sobre todo en la primera), ya que son las claves que más afectan al fenómeno que estudiamos. Matar o morir, he ahí la cuestión. Pulgarcito dejaba migas de pan para poder encontrar el camino de vuelta a casa. A lo largo del presente escrito hemos ido dejando migas a modo de pista que nos permiten intuir la dirección definitiva que va a tomar el presente escrito.

Matar muriendo o morir matando Entre el hecho de sacrificarse para defender un ideal de la humanidad y el acto de inmolarse y matar a otros hombres por el placer de la muerte, hay una distancia tenue a veces. (Josrojavar, 2003)

En el apartado anterior analizamos de la mano de Durkheim las claves sociológicas que nos permiten diferenciar si un acto es un suicidio o no. Para profundizar en la que nos hemos marcado, hemos considerado que dos de esas claves son decisivas: la voluntad y la consciencia. ¿Cuándo Mohamed Atta sobrevolaba el cielo de Nueva York la mañana del 11 de Septiembre de 2001 qué pretendía: matar o morir (matarse)?, ¿cuál era su intención principal?, ¿qué debemos valorar para arrojar luz sobre nuestro objeto de estudio, la intención principal u otras derivadas de su acción?, a pesar de que la voluntad del egipcio fuera matar infieles, ¿se anula por ello el hecho de que fuera consciente de que con su acción moría?

Si la intención primaria de Atta es matar, desde la perspectiva durkheimiana nos encontraremos con dos supuestos o interpretaciones: Por un lado, el sociólogo francés podría interpretar que la voluntad que mueve la acción no es el suicidio, sino el asesinato en masa. Desde este punto de vista el acto terrorista suicida no podría se considerado suicidio; ahora bien, si consideramos que el terrorista accede voluntariamente a realizar una acción en la que una de las consecuencias inevitables es su muerte, ¿podemos decir que no se está matando voluntariamente? La intención primaria de Atta es matar, pero no le importa que para ello sea necesaria su muerte. Por lo tanto, tiene voluntad de morir aunque ésta no sea su intención principal. Desde esta perspectiva y ciñéndonos a la definición durkheimiana el acto de Atta sería un suicidio. Para tratar de arrojar un poco más de luz sobre esta cuestión vamos a acudir a un concepto muy relacionado con la voluntad: la consciencia. Si la persona que lleva a cabo la acción es consciente de que con ella pone fin a sus días, ¿es pertinente –en términos analíticos- valorar solamente la intención primera?, ¿qué cuestión debe tener más peso a la hora de analizar si un acto es suicidio o no? Comentábamos anteriormente que la doctrina católica arguye la doctrina del doble efecto para salvar las contradicciones que generaba la taxativa prohibición del suicidio con la serie de muertes por propia mano que aparece en el libro sagrado del cristianismo. Después de la reflexión realizada al comienzo del párrafo, ¿hasta qué punto podemos afirmar -como investigadores sociales- que el acto cometido por Sansón no es un suicidio y que su voluntad no es matarse? Estamos de acuerdo en que su intención era cumplir con la voluntad divina y liberar a su pueblo de la tiranía de los filisteos pero, ¿no es también cierto que con la acción que lleva a cabo provoca su muerte? Una persona psíquicamente equilibrada es consciente de que estrellándose con un avión contra un edificio lo más normal es que fallezca. Más allá de que podamos considerar a todos los terroristas suicidas como dementes –una hipótesis que nosotros no compartimos-, Atta es consciente de que iba a morir aquella mañana de septiembre del año 2001. Lo que en esta historia es un hecho es que, fuera por el motivo y con la intención que fuera, el terrorista egipcio estaba decidido a morir aquel día, y eso fue lo que hizo.

Pasemos a la segunda hipótesis relacionada con la voluntariedad del acto: si la intención del terrorista es suicidarse a la vez que mata a más gente, es decir, si muere matando. Este supuesto genera menos problemas desde la perspectiva durkheimiana: Si la voluntad del terrorista cuando realiza su acción es la de morir y una vez la ha llevado a cabo consigue su objetivo estamos hablando de un suicidio en toda regla. Para seguir profundizando en la cuestión que nos ocupa, traemos a colación otras voces autorizadas en la materia. La especialista en religión comparada Karen Armstrong comenta en su obra Los orígenes del fundamentalismo que debemos poner entre paréntesis la relación terrorista suicida-fundamentalista islámico. Y es que, según la autora inglesa, la vida de muchos de los llamados mártires de Alá distaba y dista mucho de la observancia estricta de las leyes islámicas. Si Atta o cualquiera de los otros terroristas que perpetraron los atentados de Nueva York, Madrid o Londres no estaban movidos por un sentimiento fundamentalista religioso sino por una especie de nihilismo laico –como también sugiere John Gray en Al Qaeda y lo que significa ser moderno-, ¿hasta qué punto son ajustados a la realidad los parámetros que asocian terrorismo suicida y fundamentalismo religioso? Podríamos pensar que esta cuestión no afecta directamente a lo que estamos discutiendo en este escrito, pero vamos a comprobar rápidamente que sí. Y es que, ¿y si los ejecutantes de la acción –los llamados terroristas suicidas- no son más que un mero instrumento al servicio de un fin mayor? Entonces se abre una discusión muy rica en matices que vamos a tratar de resumir brevemente. Si el suicida, tal y como confirman algunos estudios, no es un fundamentalista islámico sino una especie de nihilista que actúa como instrumento de una operación que se dirime en otros parámetros, debemos matizar nuestra reflexión. De este modo, nos podemos encontrar con dos situaciones: si el terrorista es un fundamentalista o si no lo es. Si lo es, su acción se enmarcaría en la categoría matar muriendo, ya que el objetivo de su acción como medio no sería su suicidio sino su martirio. Del mismo modo deberíamos establecer una diferenciación entre autoría intelectual (fundamentalista) y autoría material (nihilista); si no lo es, estaríamos hablando de un claro ejemplo de

suicidio ya que el ejecutante de la acción se quiere matar, sabe que a través de ese acto lo puede hacer y lo hace. Como vemos, el análisis de la personalidad y de los valores de los terroristas que llevan a cabo las acciones que hemos comentado es muy importante para saber si podemos denominar suicida o no el fenómeno que tenemos entre manos. Y es que, si el objetivo de las personas que ejecutan los atentados no es del tipo fundamentalistareligioso la cuestión que nos ocupa se deslizaría por otras sendas de análisis igualmente tortuosas, ya que nos deberíamos hacer una pregunta incómoda a la que la respuesta fundamentalismo islámico ayuda a tranquilizar nuestras conciencias –considerado como ese enemigo lejano y desconocido del que hablábamos en el primer apartado-: ¿qué ocurre para que en nuestra sociedad existan determinados individuos dispuestos a terminar sus días asesinando a un número elevado de congéneres? Conclusión Como hemos podido comprobar a lo largo de las páginas que componen este escrito, el fenómeno del terrorismo suicida es realmente complejo. No podemos negar que está muy unido al fundamentalismo religioso, pero nuestra conciencia crítica no debe caer en la complacencia de que esta pregunta desactive la sana curiosidad investigadora, ya que, como hemos visto, son muchos los hilos que se mueven y las teclas sociales y sociológicas

que

se

tocan

alrededor

de

esta

cuestión,

activando

resortes

cosmovisionales, filias y fobias, que tensionan la convivencia social. Esto significa simple y llanamente, que el fenómeno del terrorismo suicida no se reduce, ni se puede reducir, al fundamentalismo religioso. Ha llegado el momento de responder a una de las preguntas centrales de este escrito: ¿Podemos denominar desde el punto de vista sociológico suicidio a los actos cometidos en Nueva York, Londres o Madrid y suicidas a las personas que lo llevaron a cabo materialmente? La respuesta es depende. Depende de todas las cuestiones que hemos analizado en el presente escrito y de otras muchas que se han dejado en el tintero, y que la sociología, como saber crítico que es, está obligada a estudiar.

Durkheim propuso en 1897 una definición de suicidio que ha servido como marco desde el que abordar sociológicamente este fenómeno durante más de un siglo. La relevancia de los acontecimientos acaecidos en Nueva York que, como señalábamos en la introducción, inauguran una nueva época, nos obligan a cuestionarnos si la definición del sociólogo francés es capaz de contener todos los matices del fenómeno que tenemos entre manos. Y es que como él mismo un hecho social está sujeto a las circunstancias propias de la sociedad en que se desarrolla. En el caso que nos ocupa defendemos que la definición durkheimiana sigue siendo válida a grandes rasgos para valorar si el denominado terrorista suicida es realmente un suicida o no. Por lo tanto, llegamos a una conclusión importante: los parámetros de estudio del suicidio desde un punto de vista sociológico –aunque con algunos matices- están bien fijados. La afirmación anterior nos conduce a otra conclusión: si los parámetros de estudio están bien fijados tendremos que profundizar en el fenómeno en sí mismo para saber si podemos clasificarlo como suicidio. Por motivos de espacio y por la complejidad del denominado terrorismo suicida, afirmamos que este trabajo es tan sólo una primera toma de contacto con la realidad de dicho fenómeno; es decir, hemos seguido la tradición durkheimiana de abrir nuevos frentes y otro será el momento de cerrarlos. Sin embargo, creemos que estas nuevas vías deben ser tratadas con el celo analítico y profesional que merecen y consideramos que así lo hemos hecho en esta ocasión. Tenemos la firme convicción de que el conocimiento es fuente inagotable de saberes que se enredan y llaman entre sí. Javier Gil Gimeno Universidad Pública de Navarra.

BIBLIOGRAFÍA

BAUDELOT, Ch., ESTABLET, R., (2006) Suicide; L´envers de notre monde, Paris, Seuil. BAUMAN, Z., (2002) Modernidad líquida, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica. DEBORD, G., (1990) Comentarios sobre la sociedad del espectáculo, Barcelona, Anagrama. DURKHEIM, E., (1989) El suicidio, Madrid, Akal. GRAY, J., (2004) Al Qaeda y lo que significa ser moderno, Barcelona, Paidos. JOSROJAVAR, F., (2003) Los nuevos mártires de Alá. La realidad que esconden los atentados suicidas, Madrid, Martínez Roca. LENOIR, F., (2005) Las metamorfosis de Dios. La nueva espiritualidad occidental, Madrid, Alianza. RAE., (2001) Diccionario de la lengua española Madrid, Espasa. SIMMEL, G., (1986) El individuo y la libertad, Barcelona, Península. TOMÁS de AQUINO, (2001) Summa teológica, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos.