TEMA 4 HUMANISMO Y POSMODERNIDAD Dos respuestas ante la pregunta por el sentido de la vida Introducción. Muchos filósofos y pensadores coinciden en dividir el devenir de la humanidad en tres grandes etapas. Desde Joaquín de Fiore, hasta nuestros días, pasando por grandes autores como Lessing o Nietzsche, han optado por esta división tripartita. Quizás pueda pensarse que esta división no sirve para nada, pero podemos hacer un recorrido rápido y muy pedagógico de los iconos antropológicos que han transido la historia si atendemos a esta sencilla división. Además, enmarcado en el bloque temático de este segundo trimestre, las tres etapas de la evolución de la humanidad nos dan una muestra nítida de cuáles han sido los acentos que se han subrayado en las diversas respuestas ante la pregunta clave de la existencia: ¿Cuál es el sentido de la vida? O con las palabras de Borges: ¿Qué arco habrá arrojado esta saeta que soy?¿Qué cumbre será la meta? De modo que consideramos muy importante dibujar un breve boceto de las principales respuestas que se han dado a lo largo de la historia. Para ello optamos por seguir la propuesta de uno de esos autores que dividen la evolución de la humanidad en tres etapas: Carlos Díaz. Al final de este recorrido podremos entender mejor donde se sitúan los autores que vamos a estudiar, sobre todo el humanismo del s. XIX, porqué afirman lo que afirman, y sobre todo, cuál es el estado actual de la cuestión y cómo hemos llegado a ello. Veamos cada una de las etapas que nos propone este autor español. Etapa teocéntrica. La primera de las tres etapas que nos propone Carlos Díaz es la denominada teocéntrica. Se extiende desde el comienzo de los tiempos hasta el renacimiento (s. XVI). Una etapa cuyo eje articulador es la plena adecuación a la voluntad de Dios. Todo planteamiento social, político, ideológico y cosmológico está bañado por un fuerte acento teológico, de modo que la clave de bóveda de cualquier cosmovisión anterior al renacimiento europeo es Dios. Todas las preguntas e iniciativas surgían y se planteaban leídas desde el 1

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ámbito religioso, de modo que el orden natural de las cosas sólo podía entenderse desde el prisma de lo sobrenatural. El modelo iconográfico de esta época es Abraham, el padre de la fe monoteísta. El modelo religioso por antonomasia y común de las tres religiones monoteístas: Judaísmo, Cristianismo e Islam. Según nos narra el texto del Génesis, Abraham es el modelo de sumisión al plan de Dios, la plena fidelidad a la voz de Dios. Esto podemos apreciarlo nítidamente en el pasaje que nos narra la confianza de Abraham en Yahvé, hasta el punto de aceptar la petición de sacrificar a su hijo único, al hijo de la promesa, a Isaac (Gn 22, 119). Abraham deja todo y sale de sí mismo. Por aceptar la voluntad y los planes de Dios renuncia a todo cuanto posee, incluso a su hijo. Es capaz de vaciarse por completo y descentrarse para que el centro de su existencia, de su historia y del sentido de su vida lo ocupe sólo Dios. Esta salida de sí ya la vimos realizada cuando abandonó su tierra y la casa de su Padre para ir a la tierra que Yahvé le mostraría (Gn 12,1). Abraham es el icono del éxodo existencial de sí mismo hacia Dios, porque sólo en Dios encuentra pleno sentido su vida. La voluntad de Dios es el suelo firme donde se cimenta todo lo demás. A partir de la figura de Abraham se entiende cuál es el paradigma cosmológico de esta época: Dios es quien da sentido y orden a todo cuanto nos envuelve. Dios es el centro de todo: Teocentrismo. Las razones y los planteamientos horizontalistas, que brotan de la conciencia humana no tienen cabida, porque los planes de Dios son insondables y sus razones inabarcables. Como bellamente expresaría S. Anselmo en el s. XI, Dios es la sobreabundancia inasible. De modo que el hombre y la mujer de esta época es el que acepta y confía el orden establecido por Dios desde antaño y no se cuestiona cambiarlo. Período antropo-teocéntrico o de transición. En el s. XVI, en la Europa renacentista, comienza a inclinarse el plano de comprensión del mundo y la existencia. Se comienza a percibir un desplazamiento epistemológico desde Dios y el eje trascendental hacia el hombre y un eje inmanente u horizontal. Este proceso de transición durará hasta el s. XVIII y la Ilustración. En el s. XVI comienza a darse un pulso virtual entre el hombre y Dios, el primero busca su emancipación del segundo. El ser humano quiere ser protagonista de su propia historia y comienza a cuestionar los esquemas teocéntricos que hereda de sus padres y abuelos. A este marco de tiempo comprendido entre el s. XVI y el s. XVIII no le da nuestro autor la entidad de etapa en sí misma, sino que constituye un período de transición, entre la etapa teocéntrica y el desenlace del plano inclinado iniciado en el s. XVI, la etapa antropocéntrica. Este período de transición puede compararse con una elipse la cual tiene dos centros: Dios y el hombre. La elipse es la mejor figura geométrica para plasmar gráficamente el paso de un centro a otro, de un círculo de sentido a otro diferente. Si Abraham era el modelo iconográfico de la etapa teocéntrica, este período de transición va a tener 3 personajes representativos: Galileo, Lutero y Voltaire. 2

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El desplazamiento argumental desde Dios al hombre comienza con el caso Galileo. Galileo Galilei es el paradigma de confrontación entre la verdad contenida en la Escritura y la verdad derivada de la investigación científica. Con el caso Galileo y la transición del geocentrismo al heliocentrismo comienza el dramático hiato entre Biblia y ciencia, o lo que es lo mismo, Fe y Razón. ¿Existen dos verdades? ¿Cuál de las dos tiene la hegemonía? Una confusión de plano que, desgraciadamente, en muchas ocasiones sigue vigente en la actualidad. Otro paso más en la reivindicación de la mentalidad crítica y autónoma del hombre es la reforma luterana. Uno de los puntos fuertes de Martín Lutero era la libre interpretación de la Biblia. No es necesario la tutela eclesial para interpretar la Escritura, sino que cada persona es lo suficientemente libre para por sí mismo dar un sentido a la Escritura (sola Escriptura). Lutero es uno de los abanderados de la defensa de la razón hermenéutica del ser humano, el cual es capaz de interpretar los designios de Dios. A partir de la reforma luterana del s. XVI se pone en solfa la autoridad eclesial y su poder para intervenir en los criterios discriminadores de cualquier persona. El tercer y último paso de este período de transición está representado por Voltaire y los enciclopedistas franceses del s. XVII-XVIII. Voltaire junto con autores como Montesquieu, Rousseau o Diderot fueron los impulsores de una nueva imagen de Dios: el deísmo. El deísmo tiene como peculiaridad que Dios no interviene para nada en el curso de los acontecimientos ni es un argumento válido a la hora de interpretar la realidad. Dios es un simple reducto necesario para poner en marcha esta gran maquinaria que es el mundo. Dios crea el engranaje de la naturaleza, pero acto seguido se quita del medio. Es fácilmente comparable con un gran relojero, que tras dar cuerda al gran reloj del mundo, da un paso atrás y simplemente observa impasible el tic tac de las manillas y los movimientos de cada rueda dentada. Ante las preguntas importantes de la vida y la naturaleza, Dios no es un recurso válido, ya que la razón todopoderosa ha terminado por expulsarlo de cualquier planteamiento “racional”. Este Deus ex machina no tiene nada que decir al ser humano ilustrado. La trasmigración paulatina que hemos observado desde el centro teológico al antropológico no es del todo mala o negativa. Una secularización sana y mesurada es muy aconsejable para poder situar tanto al hombre como a Dios cada uno en su lugar y cada uno con su papel. El problema es cuando la secularización se radicaliza y se convierte en secularismo. De esta manera, en lugar de hablar de “cristianos mayor de edad” (Bonhoeffer en respuesta a la crítica de Kant), tendríamos que hablar de una persona horizontalista, una mentalidad chata que no es capaz de vislumbrar la hondura y profundidad de una realidad transida de trascendencia. Es decir, un antropocentrismo craso. Este período de transición es el que dará lugar a la corriente ideológica, filosófica y política denominada, a gran escala, humanismo. El cual se va a articular como la piedra de toque de todo el pensamiento moderno1.

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Al respecto, os podéis acercar a la definición de Humanismo que elabora un gran teólogo español: J. L. RUÍZ DE LA PEÑA, Las nuevas antropologías. Un reto a la teología, Sal Terrae, Santander. Encontraréis una muy buena síntesis en la introducción del Tema 4 de vuestro libro de religión (pg. 23 en la edición del 2008 [Libro rojo]).

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Etapa antropocéntrica. La etapa antropocéntrica podemos enmarcarla en dos fechas claves: 1789 y 1989, es decir, desde la Revolución Francesa hasta la caída del muro de Berlín. Carlos Díaz propone como icono de esta etapa al héroe rojo. Un ser que aglutina las expectativas revolucionaria de la antigua URSS y que se constituye como el fiel defensor de la causa revolucionaria comunista. Desde Marx y Engels hasta Stalin o Trotsky pasando por Bakunin y Lenin, son los personajes representativos que han convertido una ideología y un modelo socio-político en un verdadero ídolo al que adorar. La revolución se articula como el único medio, que naciendo del esfuerzo de las personas, es capaz de crear el cielo en la tierra. Al ser humano no le hace falta ningún Dios que se esconde en cualquier paraíso, él solo, con sus logros y luchas, puede conquistar la plena felicidad y eliminar todos los males de la tierra. Este icono del héroe rojo nos recuerda sin mucho esfuerzo el mito griego de Prometeo, quien pretende robar el fuego a los dioses para repartirlo a los hombres. En el fondo, es la reivindicación de un poder atribuido a los dioses que realmente ha de pertenecer a los hombres. O dicho con otras palabras, Dios no es necesario porque el hombre se ha erguido como el único centro dador de sentido a la realidad y a la historia. O con las famosas palabras de Bakunin: «Si Dios existiera habría que hacerlo desaparecer». El hombre se ha convertido en un dios para sí mismo, dando realidad histórica a la propuesta subliminal de Feuerbach, padre de los maestros de la sospecha, un antropoteísmo radical. En esta etapa se fragua una de las respuestas ante el sentido de la vida que más peso ha podido tener en el ámbito cultural y filosófico de la modernidad: el humanismo ateo, punto culminante de la dramática ruptura entre humanismo y religión, entre razón y fe, entre hombre y Dios. Veámoslo con más atención. Excursus: El humanismo ateo del s. XIX. La dramática desligadura entre humanismo y religión, acontecida a raíz de la interpretación ilustrada de la secularización, llega a su cenit con el fenómeno del ateísmo humanista, o más conocido como humanismo ateo2. Los autores por antonomasia de esta concreción histórica de la increencia, según la fenomenología clásica, han sido los maestros de la sospecha (Marx, Nietzsche y Freud), sin embargo, si profundizáramos en las diferencias entre ellos, podríamos apreciar que sus ateísmos no deberían situarse, tan fácilmente, en el mismo plano. En primer lugar es necesario destacar que el ateísmo humanista tiene su origen en las propuestas de Ludwig Feuerbach:

2 Ambos nombres hacen referencia al mismo fenómeno y no conllevan diferentes acentos ni matices. La distinción es meramente nominal. Así, autores que prefieren la denominación “ateísmo humanista” son, por ejemplo: J. A. ESTRADA, «La atracción del creyente por la increencia», en J. MUGUERZA – J. A. ESTRADA, Creencia e increencia: un debate en la frontera (Cuadernos FyS 48/49), Sal Terrae, Madrid 2000, 37-61. A. JIMÉNEZ ORTIZ, Por los caminos de la increencia. La fe en diálogo, CCS, Madrid 21996, 42-47.Entre los que se decantan por la expresión “humanismo ateo” hay que destacar el clásico: H. DE LUBAC, El drama del humanismo ateo, Encuentro, Madrid 32008.

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«La teología hay que entenderla en clave antropológica, y Dios es imagen y semejanza del hombre, y no al contrario. Se asume la relacionalidad entre Dios y el hombre de la tradición bíblica, pero se invierte el principio de creación, dando dimensión ontológica al hombre y viendo a Dios como mera creación humana»3.

Dios es una proyección alienante del ser humano, por tanto, éste no es capaz de reconocer y aceptar su propia infinitud y grandeza. La idea de Dios es el conglomerado de todos los predicados que pertenecen realmente al hombre y que la religión ha escamoteado de su real y legítimo dueño para aplicárselo a la divinidad. Por esta razón, algunos autores no hablan con respecto a Feuerbach de un ateísmo, ya que la afirmación del hombre y su liberación llega, en el caso del antropólogo de Baviera, a extremos tales que mueven a hablar de una deificación de la persona4. De esta manera parece hacer más justicia a su filosofía el apelativo de “antropoteísmo”, cuya fecha de nacimiento puede perfectamente situarse en el 1842, año en el que Comte publicaba su Curso de Filosofía positiva y Feuerbach su Esencia del Cristianismo. Así pocos años después el filósofo Emile Saisset podría afirmar: «L. Feuerbach en Berlín, como Augusto Comte en París, propone a Europa la adoración de un nuevo Dios, “el género humano”»5. Mientras Feuerbach criticaba la alienación que experimenta la persona con respecto a Dios, Marx pone sobre la mesa de la discusión que es la realidad concreta, histórica y socioeconómica la alienada por un sistema religioso. Marx concibe, especialmente, al Dios de los cristianos como la adormidera que entorpece todo dinamismo emancipador del pueblo. Engels definió el concepto de religión que manejaba su amigo Marx: «Toda religión no (es) otra cosa que un reflejo fantástico en la cabeza de los hombres, de aquellas fuerzas exteriores que dominan su existencia cotidiana, reflejo en el cual los poderes terrenos adquieren la forma de supraterrenos»6. En una sociedad industrial, capitalista y opresora, como podía ser la Inglaterra del s. XIX, las masas oprimidas no podían hacer frente a la injusticia que sufrían porque ponían su esperanza en un Dios ultraterreno, ajeno a la realidad concreta y sangrante, que prometía un cielo nuevo y una tierra nueva en un no sé qué más allá inalcanzable. A modo de síntesis sobre el cómo concreto de la increencia marxista cabe afirmar que «el ateísmo antropológico de Feuerbach se convierte en Marx en un decidido ateísmo sociopolítico»7. A principios del s. XX, Marx encontrará un correlato más moderado e integrador en la propuesta de Ernst Bloch. Pero el humanismo ateo alcanza su máxima expresión en la segunda mitad del s. XIX con Friedrich Wilhelm Nietzsche, el gran profeta de la muerte de Dios. La ambigüedad y riqueza de su ateísmo va a provocar calificaciones tales como “culmen de la increencia prometeica”8, “ateísmo trágico”9 o “muerte J. A. ESTRADA, «La atracción del creyente por la increencia», a. c., 43. Es en este sentido por lo que Ruíz de la Peña denomina la increencia de Feuerbach como “ateísmo endiosado” (J. L. RUÍZ DE LA PEÑA, Crisis y apología de la fe. Evangelio y nuevo milenio (Presencia Teológica 81), Sal Terrae, Santander 1995,22-25). 5 E. SAISSET, «Les écoles philosophiques en France»: Revue des Deux-Monde (1º agosto 1850) 681. Cit. en: H. DE LUBAC, El drama del humanismo ateo, o. c., 95. 6 F. ENGELS, MEW 20, 294 (Cit. en: B. GROTH, «ateísmo moderno», en R. LATOURELLE – R. FISICHELLA – S. PIÉ-NINOT (Dirs.), Diccionario de Teología Fundamental, Eds. Paulinas, Madrid 1992, 135-139. Aquí: 128). 7 A. JIMÉNEZ ORTIZ, Por los caminos de la increencia, o. c., 43. 8 Cfr. Id., 43. 3 4

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del fundamento último de sentido”10. La increencia nietzscheana es punto de llegada de los diversos sistemas ateos que se habían ensayado hasta entonces, los asume y plenifica. Pero al mismo tiempo es punto de partida ya que inaugura la victoria trágica del hombre contra Dios. La muerte violenta de Dios no es, simplemente, la consecuencia lógica apuntada por las circunstancias históricas, sino el deicidio trágico y dramático obrado por un sujeto particular. El ateísmo humanista del poeta de Sajonia supone la transvaloración de todos los valores, cuyo único y legítimo criterio será el hombre engrandecido como superhombre. Nietzsche lleva hasta las últimas consecuencias el antropoteísmo de Feuerbach. G. Amengual nos describe la muerte nietzscheana de Dios como expresión de una verdad histórica: «No se trata de una proposición que atribuya o niegue predicados a Dios, sino que expresa una verdad histórica, una experiencia propia del hombre moderno que, a partir de mediados del s. XIX, se ha ido generalizando»11. Las consecuencias que se desprenderán del grito de Zaratustra12, van a empapar toda la historia posterior a Nietzsche, llegando, incluso, a configurar el rostro preclaro de la increencia actual. La muerte de Dios supera toda sistematización atribuible a cualquier a-teísmo o anti-teísmo, no es ninguna consigna panfletaria de ideología increyente, más aún, «no trata de argumentar la negación de la existencia de Dios, sino de diagnosticar una situación socio-cultural marcada por el desinterés […] Es más una afirmación sobre la fe en Dios que sobre Dios mismo»13. Las propuestas de ateísmo humanista más significativas posteriores a Nietzsche florecen a la sombra de su nihilismo. Tal es el caso destacable del existencialismo ateo francés de la primera mitad del s. XX. Autores como JeanPaul Sartre, Albert Camus, Simone de Beauvoir… asumirán, como clave de bóveda en su propuesta atea, la solidaridad con el sufrimiento, el dolor y la muerte que se desprenden de las Guerras Mundiales y asolaron la humanidad. Por este motivo, K. Rahner ha denominado este rostro de la increencia como “ateísmo preocupado”14. La única lectura de la realidad que se impone por su crudeza es la que brota del absurdo. Por ello cobra, humanamente, sentido el dilema lacerante: o Dios es sádico y pudiendo frenar el dolor no lo hace, o Dios no es todopoderoso, por tanto, no-Dios. El existencialismo ateo de postguerra es la salida consecuente ante una presunta imposible teodicea15, o en palabras de Groth: la absurda problemática de justificar a Dios en presencia del mal del mundo16. En este sentido, el Dios de los cristianos es contemplado por el existencialismo ateo, exclusivamente, como el paño de lágrimas de quienes no

J. L. RUÍZ DE LA PEÑA, Crisis y apología de la fe, o. c., 26. Cfr. G. AMENGUAL, La religión en tiempos de nihilismo, PPC, Madrid 2006, 55. 11 Id., 57. 12 «¡Dios ha muerto! ¡Dios está muerto! y ¡nosotros lo hemos matado!» (F. NIETZSCHE, El Gay Saber, o. c., § 121, 185). «¡Será posible! Este santo viejo no ha oído aún en su bosque que ¡Dios ha muerto!» (F. NIETZSCHE, Así habló Zaratustra, Catedra, Madrid 2008, 139). 13 G. AMENGUAL, La religión en tiempos de nihilismo, o. c., 60. 14 Cfr. K. RAHNER, ¿Es la ciencia una “confesión”?, en Escritos de Teología III, Taurus, Madrid 1961, 432 (Cit. en: A. JIMÉNEZ ORTIZ, Por los caminos de la increencia, o. c., 45). 15 Cfr. J. A. ESTRADA, La imposible teodicea. La crisis de la fe en Dios, Trotta, Madrid 1997. 16 Cfr. B. GROTH, «ateísmo moderno», en R. LATOURELLE – R. FISICHELLA – S. PIÉ-NINOT (Dirs.), Diccionario de Teología Fundamental, Eds. Paulinas, Madrid 1992, 135-139. Aquí: 139. 9

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son capaces de afronta el continuo problema del mal, denominado por muchos “la roca del ateísmo”. «Por eso el verdadero “santo” es el que se compromete con el mal humano e intenta remediarlo, como nos recuerda Camus, y no el que se bloquea en los rezos y en la apelación a un Dios que no existe o al que, si existiera, le traería sin cuidado la suerte de los hombres, como bien afirmaba el mismo Epicuro»17.

El fenómeno del ateísmo del s. XIX y gran parte del XX es mucho más complejo y poliédrico de lo hasta ahora expuesto, pero hemos creído oportuno centrarnos solamente en los hitos más significativos que nos pueden ayudar a entender la situación de increencia actual. Dejando a un lado los peculiares matices del ateísmo freudiano, muy en la línea de Lessing y Comte18, o la relectura política del ateísmo marxista que se da en el denominado ateísmo de estado19. Etapa posmoderna. Carlos Díaz coincide con un gran número de pensadores y analistas de la historia que describen la caída del muro de Berlín como el inicio de un cambio de época. 1989 es la puerta de acceso a la época en la que nos encontramos, un tiempo convulso y de cambios rápidos e inconscientes. El hombre ha querido conquistar un cielo en la tierra acabando con el cielo y con la tierra. El icono representativo de esta época es Narciso, aquel ser mitológico encadenado a su propia imagen, tan enamorado de sí mismo que un día encontró reflejado su rostro en un lago, quiso besarlo admirado y cayó ahogándose en él. El ego en nuestra actualidad es la medida de todas las cosas. El YO se ha enarbolado como la bandera discutida. Tal y como cantaba Sabina en los 90: «yo, mí, me, conmigo…». Narciso no necesita el cielo ni la tierra, se basta consigo mismo. El egocentrismo llega a extremos “obliguistas”. De hecho, este solipsismo radical y el individualismo exacerbado lleva a configurar una ética vacía de implicación social, la que ha sido bautizada como ética de náufragos, o lo que es lo mismo, «por mí primero y que le den a mis compañeros…». En esta época posmoderna somos náufragos que sólo buscamos salvarnos a nosotros mismos. No somos herederos de un pasado que nos configura, el pasado no nos importa, somos supervivientes del presente. Ya hemos llegado al futuro anhelado, nuestro hoy occidental es el único paraíso posible. Como diría F. Fukuyama, hemos llegado al fin de la historia, por lo que no existe la esperanza. J. A. ESTRADA, «La atracción del creyente por la increencia», a. c., 46. Las semejanzas notables entre estos autores que conciben la religión como un momento infantil a superar dentro del proceso de crecimiento de la persona, encuentran, según H. de Lubac su fundamento común en la concepción de la historia de Joaquín de Fiore. Son constantes, en el jesuita francés, afirmaciones de este estilo: «Todo el siglo XIX está atravesado por un río “joaquinita” con múltiples y diversos brazos» (H. DE LUBAC, La posteridad espiritual de Joaquín de Fiore. De Saint-Simon a nuestros días, Encuentro, Madrid 1989, 267). O también: «El esquema joaquinita de las tres edades sigue ejerciendo hasta nuestros días una especie de fascinación» (Id., 318). 19 Cfr. J. EQUIZA, Secularización (Modernidad-Posmodernidad) y fe cristiana, Nueva Utopía, Madrid 1992, 193. 17 18

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