Superficies del cartel socialista Gerardo Muñoz Tomado de Puente ecfrático

El joven artista plástico cubano Filio Gálvez trabaja desde las superficies del cartel socialista y reprograma sus lenguajes a la manera del détournement. Su proceso no parte de una alteración de las formas previas del cartel cubano, sino desde la repetición y manipulación de los mismos. En este gesto de repetición es donde se regenera una innovación desde el lenguaje.

Intervención y lenguajes sobre las superficies de cartel cubano de los 60, entonces. Filio Gálvez introduce mensajes que se ocultan del espectador a primera vista y que obligan relecturas inversas, contra el tiempo. Así, en la serie “R” (¿revolución? ¿repetición? – esa letra admite varias interpretaciones) la intervención explicita los imaginarios socialistas a la vez que se presentan como réplicas a destiempo.

El cartel es el medio en donde se contraponen en una misma superficie la imagen y el texto sin competir por una rivalidad de valores. De ahí que el cartel fue, como el cine,

una de las formas exclusivas con proyección total de la cultura de masas del siglo XX. Las masas podían verlas e identificarse desde ellas. El cartel cubano de los 60 no fue una excepción de esta instrumentalización, ya que desde un comienzo se proyectó como un parte de la producción imaginaria, afectiva, y lingüística de la nueva comunidad revolucionaria. Difícil pensar la construcción de los imaginarios del comunismo cubano, sin pasar por una investigación material de los signos que dieron forma a los dispositivos ideológicos del diseño.

Por eso antes de volver a las intervenciones de Filio Gálvez, tendríamos que rescatar la lectura que Edmundo Desnoes, en un invaluable ensayo de 1968 publicado en Casa de las Américas titulado “Los carteles de la Revolución Cubana”, hiciera de la función social del cartel. Desnoes, en aquel tempestivo año de la Revolución, pensaba que el cartel genera un lugar de tensiones. Tensiones entre el Estado y las masas, entre forma y mensaje, entre militancia y mera decoración. Tensiones que, vale la pena recordarlo, había que superar a toda costa.

Desnoes reconocía que el cartel cubano era, además de diseño, un dispositivo visual de la moral guevarista: “…una revolución, más que un sistema de mercados y consumo puede dar el gran salto en la educación política estética de la población”. El cartel, en clave schilleriana, operaba como pedagogía estética de una partición que antecedía lo político.

Ahí radica, según Desnoes, la diferencia entre el cartel socialista y el cartel de la publicidad de la sociedad capitalista. En la primera, las superficies se proyectan y dirigen ante una colectividad, en la segunda, hacia los deseos del consumidor de mercancías. El lenguaje del cartel socialista, en todo caso, deviene en recurso que interviene en la totalidad del espacio social y como mensaje en el cual todos los sujetos deben participar.

El cartel, sin embargo, fue un diseño del siglo veinte y un instrumento para los ensueños utópicos de la sociedad de masas. En nuestros días, ningún cartel logra

incitar el consumo personal del capitalismo, como tampoco alcanzar una totalidad social. Esta forma ha perdido su atractivo de movilización de miradas, primero porque ya no podemos hablar de una sociedad de masas, como tampoco de una sociedad de consumidores y espectadores del cartel. Solo podemos hablar de productores de todo tipo de auto-diseño.

En nuestros días de Facebook, Google, y Twitter, todos queremos ser leídos desde nuestros diseños, retratos, y palabras, en lo que constituye un giro de la sociedad de espectadores a la sociedad de productores. Por eso la intervención de Filio Gálvez no pueden estar dirigidos a un público como tal, sino que tienen que ser leídos como réplicas a los antiguos lenguajes del cartel revolucionario, como estrategia de contestación histórica.

No es difícil ver en las series de Gálvez una repetición de algunas intervenciones que se produjeron en América Latina desde la misma década de los 60. El caso más notable quizás sea el de la serie de Roberto Jacoby “1968, el culo te abrocho”, en donde el artista argentino interviene carteles políticos y los rebaja a través de las estrategias del pop-art y el happening. En un cartel sobre Guevara (“un guerrillero no muere para que se le cuelgue en la pared”), Jacoby interviene en la superficie del

cartel con el propósito de escandalizar a los espectadores, y sacarlos de la pasividad a la acción.

Estas intervenciones aun pensaban desde la posibilidad de concientizar a los espectadores sobre la función de los lenguajes, los íconos, y del arte mismo con lo político. Cuando Filio profana la superficie del cartel con frases en rojo como “yo soy lo que me sale de la pinga a mí partia de singaos”; el mensaje no cuestiona al espectador, sino que se cierra en el propio espacio de la obra que desmonta los imaginarios del socialismo cubano.

Las intervenciones discursivas de Filio Gálvez no se remiten a una comunidad de espectadores fueras de estos carteles, sino que trabaja el cartel como reliquia de un pasado, objeto de investigación en sus dimensiones lingüísticas, simbólicas, e iconográficas. Al no pertenecer a la generación que atravesó desde un comienzo el devenir de la Revolución Cubana, Gálvez descubre el arte del cartel a destiempo. Al no llegar a verlos colgados en el espacio público de las ciudades, ni en las actividades públicas del Estado, Gálvez descubre sus lenguajes y los discute desde el presente.

Esto se ve a partir de las blasfemias que se escribe – pura jerga caliente salida de las calles – así como del tono de la voz que lo acompaña. Gálvez entre al cartel y termina interrogando el problema del lenguaje de las discusiones políticas. De ahí que sus intervenciones no sean diálogos con el pasado, como sucede hoy desde las retóricas de las recuperaciones de la memoria, sino interpelaciones a un relato al cual no podemos desentender sin sus ademanes visuales y retóricos.

Insultos, cierto, pero generadores de preguntas (solo en esa medida estos carteles tienen algo que ofrecerle al espectador). ¿Son estas diatribas virulentas la exposición de lo que ha sido, en el fondo, el lenguaje revolucionario? ¿O son estas ofensas verbales formas del resentimiento, a la manera nietzscheana, contra un poder que condensó, en gran parte, vibraciones de tonos desenfrenados? Son todas preguntas

generan una investigación sobre el cartel, y colocan la discusión sobre la temperatura de los lenguajes políticos.

Filio Gálvez trabaja con los archivos del cartel y muestra que el poder no solo pasa por las imágenes del máximo líder, sino también desde sus fraseos. Del mismo modo de esa dualidad del monarca que discute Kantorowicz, Filio Gálvez nos recuerda que la materialidad de comunismo pasa por sus superficies.

No quiero terminar de discutir la obra de Gálvez sin antes volver al problema de la “superficie”, término que hemos estado discutiendo en varios momentos de este texto (en los últimos años se viene discutiendo intensamente el problema de surface reading).

El cartel es la purificación de la superficie, un grado que excede la reducción. Si buena parte del arte moderno consistió en intensificar la superficie, las vanguardias intentaron reducirlo hasta el grado mínimo. Ahora bien, la purificación no es lo mismo que la reducción o la intensificación, ya que la purificación no es sencillamente la expulsión iconoclasta de la tradición, sino algo así como la selección atributiva de sus signos.

Así pudiéramos pensar las series de Filio Gálvez como purificación de las superficies socialistas, sin que ésta práctica implique la eliminación radical, la tachadura, el sacrificio radical. La purificación reduce los lenguajes artísticos desde prácticas que buscan disputar las capas ideológicas por las cuales operan los símbolos del poder. Las diatribas que Gálvez inserta en los carteles purifican el lenguaje del poder a la vez que lo profana.

El proyecto del comunismo se consolidó a través de la producción y consumo de imágenes, pero creo que pudiéramos decir que se sostuvo a través de la materialidad de las superficies. El gran diseño de Estado que supone el convivir en socialismo merece que interroguemos la naturaleza de la superficie en lugar de sus prácticas

más “profundas”. Quizás sea un primer gesto para concibir un nuevo comunismo del arte.